Introducción
El conflicto minero en Wirikuta, San Luis Potosí ha hecho aflorar un elemento emblemático del desierto chihuahuense: el peyote (Lophophora williamsii) (Gámez, 2015). Se trata de una cactácea, cuyos atributos fueron loados por los poetas del Anáhuac; sus efectos y visiones, demonizados por las autoridades eclesiales y civiles en las tres centurias de la Colonia y, en tiempos más recientes, calificados por las autoridades sanitarias de nuestro país como propios de una droga, un psicotrópico “de escaso o nulo valor terapeutico”.1 En este artículo proponemos una discusión sociocultural sobre los beneficios y riesgos asociados a una política que -opuesta a la prohibición del consumo y trasiego contextualizados de esta cactácea- la reconozca como patrimonio biocultural de México. El punto de partida es la calidad intercultural de sus usos contemporáneos, los cuales no se restringen únicamente a la ritualidad reconocida entre ciertos grupos indígenas, sino a usuarios no indígenas mexicanos y extranjeros, quienes desde la década de los sesenta del siglo pasado vienen dando forma y sentido a una cultura del peyote (véase el concepto campo peyotero en Guzmán, 2014). En este debate es imposible rehuir las dimensiones ecológicas (conservación de la especie) y cultural (antropológica).
Argumentaremos con mayor detalle como los temas del patrimonio aluden tanto a la política cultural como a los debates de la ecología política y el desarrollo en las zonas semiáridas. En cuanto política cultural, la patrimonialización del peyote se puede vincular al concepto de cosmopolitica: pragmática y discurso ideológico predominante de los movimientos sociales en América Latina, donde lo sagrado-natural, la ancestralidad y la identidad son antepuestos a los intereses de los corporativos transnacionales y las políticas neo-liberales de los Estados que promueven, entre otros, proyectos de megamineria (Lamberti, 2014; De la Cadena, 2010). La ecología política del peyote se hace evidente en las peticiones formales que grupos religiosos están presentando ante el Estado mexicano para obtener su reconocimiento y, con ello, el uso del peyote como sacramento. Este caso se vincula de manera más amplia con los litigios llevados en tribunales internacionales donde se vindican derechos no solo de grupos tradicionales sino también de agrupaciones que caben dentro de la designación de nueva era o que se identifican como neoindios.
La reflexión que anima este articulo pone de manifiesto la necesidad de regular su uso entre grupos indígenas y no indígenas, coadyuvar mediante planes de manejo a su propagación y conservación y crear las condiciones legales para el estudio e investigación de sus propiedades terapeuticas.2 Asimismo, se inspira en los procesos de patrimonializacion de la hoja de coca en Bolivia y Perú y de la ayahuasca y los diseños kené de la tribu shipibo-konibo de este último país (Belaunde, 2012).3
Los patrimonios en México: identidad, cultura y territorio
En su significado original, el patrimonio -del latín patrimonium- se refería a aquello que se posee u obtiene por herencia o legado familiar. En su acepción actual su empleo se ha extendido para designar una serie de bienes comunes, sean materiales o intangibles, naturales o culturales, que representan un conjunto limitado de la totalidad de bienes que un grupo, una comunidad, una nación o la humanidad distingue, por considerarlos emblemáticos de las culturas. En concordancia con esto, el patrimonio se clasifica por escalas (regional, nacional, mundial) y por campos temáticos culturales, los cuales se agrupan en patrimonio material: histórico, arquitectónico, arqueológico, natural, y patrimonio inmaterial o intangible: mitos, rituales, gastronomía, música, tradición oral (Unesco, 1972).
Para nosotros, todo patrimonio posee al mismo tiempo una dimensión material y una intangible o ideacional. Así, el peyote, para recalar en los propósitos de este artículo, como elemento natural, botón de muestra del paisaje, es socializado mediante una serie de prácticas y saberes mítico-rituales, y es incorporado simbólica y materialmente en calidad de intermediario entre los hombres y los dioses. Por lo tanto, al perseverar en la noción de patrimonio biocultural (termino no reconocido en las normas internacionales de la Unesco, ni en la normatividad nacional) hacemos hincapié en una permanente interacción cultura-naturaleza (Patrick-Encina y Bastida, 2010).
El patrimonio nacional
Gilberto Giménez (2005) y Claudio Lomnitz (2013) han discutido desde diferentes perspectivas la instrumentalización del patrimonio con fines políticos e ideológicos. En este sentido, el momento cumbre del patrimonio coincide con el proyecto homogeneizador e integracionista de los Estados nacionales modernos (Diaz Polanco, 2003) y sus bifurcaciones con la globalización, es decir, “la expansión, a escala planetaria, del orden capitalista bajo su modalidad neoliberal” (Giménez, 2005: 179).
La “ideología patrimonialista” o el “patrimonialismo” alude a una faceta del control cultural como estrategia de dominación estatal que el grupo hegemónico ejerce contra la mayoría subalterna. La idea del patrimonio nacional no solo es una construcción histórica al servicio de las elites, sino una idea maleable que se materializa en relaciones sociopolíticas de poder (Lopez, 2011: 149; Cottom, 2006; Mele, 1998). El patrimonialismo, entonces, representa una selección hasta cierto punto arbitraria de elementos (emblemas, objetos, complejos arquitectónicos, paisajes, etcétera.) cuya finalidad primera es reforzar la idea de una comunidad de origen-destino (Cottom, 2001). También, al simbolizar por metonimia al conjunto de culturas que componen la nación pluricultural mexicana, el patrimonio nacional se impone a través de la educación y los eventos cívicos como molde ideológico totalizan-te, centralista y desdeñoso de las particularidades históricas regionales.4
Patrimonio e interculturalidad en la globalización
Aunque no parece haber duda al respecto de que el patrimonio seguirá siendo un valor exaltado por los Estados-nación, es importante reconocer en el mismo concepto mutaciones que conciernen ineludiblemente a cuestiones culturales y económicas en el ámbito de la globalización. Como han demostrado diversos autores, la globalización no supone la supresión de las particularidades culturales y, por lo que atañe al patrimonio, implica a su vez una serie de nuevos desafíos para su salvaguarda y conservación.
La idea de que los bienes patrimoniales son de la entera responsabilidad del Estado o de quienes permiten su recreación o conservación es bastante limitada. A los Estados les corresponde trazar los marcos y definir las políticas públicas indispensables para evitar el deterioro, el saqueo y la pérdida del patrimonio; pero, en su calidad de bienes públicos, requieren la atención y el cuidado de diversos actores: funcionarios gubernamentales, empresarios, instituciones académicas, pobladores locales, turistas y asociaciones no gubernamentales. Los procesos culturales de hibridación son una realidad que marca el derrotero de la globalización; las culturas y los patrimonios son recreados a partir de su conectividad, de las influencias y contactos con otras culturas. Todo demuestra que las culturas forman parte de un continuum cultural en el que se inventan, intercambian y redefinen usos y costumbres en cada generación. Esto puede decirse del consumo de plantas enteogenicas, cuyos contextos rituales se han trasladado a las urbes o simplemente trascendido sus fronteras culturales (Basset, 2011; Labate y Cavnar, 2014; y, para el caso de las danzas mexicanas de origen prehispánico, De la Torre, 2008), o del valor que adquieren artefactos rituales como las jícaras de los huicholes o los diseños kené en el mercado del turismo psicodélico (Belaunde, 2012). Cada vez un mayor número de personas practica múltiples religiones, culturas o sistemas de pensamiento, llevando y trayendo elementos que re-fuerzan, modifican y dan nuevo lustre a las culturas “locales” (Arizpe, 2006a: 17).
Hay gente a la que le preocupa o aun le atemoriza esta libre circulación o hibridación y reclamalevantar muros más altos. A los ojos de los puristas “guardianes de la tradición” esta presunta amenaza de la hibridación se cierne sobre la tradición, mas, para otras personas, este fenómeno es parte de la interculturalidad:
en la que las dinámicas de la economía y la cultura-mundo movilizan no solo la heterogeneidad de los grupos y su readecuación a las presiones de lo global, sino la coexistencia hacia el interior de una misma sociedad de códigos y relatos muy diversos, conmocionando así la experiencia que hasta ahora temamos de la identidad [Martin-Barbero, 2005: 166].
Bajo esos términos comprendemos que un patrimonio esta circunscrito a un lugar específico o vinculado a una serie de prácticas culturales que un determinado grupo ha mantenido a lo largo del tiempo, pero los procesos de modernización, circulación de mercancías y bienes culturales, practicas, ideologías y formas de pensamiento han provocado que los patrimonios se universalicen. O que fomenten sus públicos más allá de las fronteras nacionales. Esta universalización es un resultado de los dispositivos mediáticos, del sistema turismo mundial y de los procesos de individuación, que hacen posible que todas las culturas estén al alcance o sean penetradas.
No solo se trata de rastrear las raíces, o de preguntar en qué momento se dio la mezcla de lo que hoy se erige, concibe o define como patrimonio, sino de ver y analizar las prácticas culturales dentro de relaciones interculturales construidas diacrónica y sincrónicamente. Las relaciones interculturales hacen posible que prácticas y creencias se extiendan, no se agoten, se reinventen y resurjan. Este es un principio básico para entender, en primer lugar, como una cactácea del desierto con propiedades psicoactivas ha podido transitar por varios siglos, algunos de asedio y proscripción fanática, y aun conservar características esenciales, referidas a la vitalidad de un territorio (v. gr. Wirikuta) y a la virtualidad de sus atributos terapéuticos y sus asociaciones estéticas rituales.
El peyote como patrimonio de la nación
Más allá de un emblema o rasgo cultural folclórico, el peyote se encuentra dentro de un campo político cultural sumamente dinámico y a la vez hibrido, que posibilita la reafirmación de cosmovisiones y practicas rituales de grupos nativoamericanos, pero que al mismo tiempo da la pauta para asimilaciones, contagios, adaptaciones y reinterpretaciones posibles de traducir, siguiendo a De la Torre, Gutiérrez y Juárez (2013), como nuevas formas de vivir la religiosidad entre grupos catalogados, a falta de definiciones precisas, como newagers o, como prefieren Gallinier y Molinie (2006), neoindios. El peyote está presente en una in-finidad de ceremonias y rituales neoindios amparados bajo los discursos de la recuperación de la identidad, las tradiciones y la defensa del territorio y la naturaleza. Pero, de una manera oblicua y casi constante, se le ha invisibilizado etnográficamente, a causa de su estatuto legal en cuanto droga con escaso o nulo valor terapéutico. Esta presencia vital es sintomática de los valores trascendentes que posee la planta y que a lo largo de la historia se han mantenido y actualizado, además de su capacidad -en tanto no humano-para mediar y posibilitar relaciones interculturales y un camino de religación de los individuos con el mundo, con la vida. Una religación conectada en cierta forma con los ideales de la contracultura de 1950 y 1960, pero que ha incorporado un sentido rizomatico y mucho más global a la defensa y la resistencia cultural. Por eso el peyote está en el centro de la defensa de Wirikuta junto con los wixaritari (huicholes), quienes entienden con toda claridad que el lugar en donde crece el peyote es una universidad, una escuela en la cual se aprende el sentido de la vida. E, igualmente, Wirikuta, con el pueblo de Real de Catorce, convertido en Pueblo Mágico en el 2001, provoca desplazamientos nacionales e internacionales de miles de jóvenes que se cuestionan las opciones de un mundo hiperconsumista y sumido en guerras y conflictos de todo tipo.
En realidad, el problema no es el arribo de miles de turistas peyoteros a la zona de Wirikuta; estos han sido injustamente demonizados en la prensa como responsables del saqueo de peyote (Basset, 2011; Guzmán, 2014). El núcleo del asunto es la falta de una valoración social que reconozca la importancia patrimonial de los ecosistemas semiáridos en general y, particularmente, una ceguera de las autoridades mexicanas para admitir la dimensión biocultural del peyote como patrimonio vivo de México para el mundo. Considero que hay una contradicción entre la norma y el discurso oficial prohibicionista contra el peyote y los usos y practicas interculturales contemporáneas. México, como Brasil y Perú, podría seguir un camino paralelo a la despenalización de la ayahuasca, permitiendo y propiciando un debate interdisciplinar sobre la trascendencia religiosa y terapéutica de esta cactácea, el cual anteponga, en primer lugar, el legado cultural de los pueblos, no como hecho congelado o circunscrito, sino como proceso y lazo social de la nación.
Los paisajes bioculturales del semiárido: desierto chihuahuense
El peyote es una planta de la familia de las cactáceas que se distribuye en ciertas porciones del desierto chihuahuense, desde el sur de Texas hasta el noreste del estado de Guanajuato. Es una planta típica de los ecosistemas semiáridos, exclusiva del continente americano. Como tal, forma parte de una totalidad paisajística y, por consecuencia, resulta incongruente hablar de su conservación sin tomar en cuenta todos los elementos de su entorno. Así, en primer término, nos referiremos a los paisajes bioculturales del semiárido desierto chihuahuense como un largo proceso de coevolución entre animales y plantas.5 Esta coevolución ha implicado procesos adaptativos ante las condiciones climáticas, topográficas y orográficas específicas. El desierto chihuahuense es de interior, es decir, está acotado por dos impresionantes serranías que lo cruzan verticalmente de sur a norte, la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre Occidental, y transversalmente por el eje Neovolcánico. Ambas sierras proyectan una sombra orográfica que impide una des-carga regular y abundante de lluvias, pues las nubes, al topar con las serranías, descargan la mayor parte de su agua en las vertientes exteriores al bolsón desértico, zona en donde se registran promedios entre 300 y 500 mm3 anuales de lluvia. A causa de la baja humedad relativa y de la alta insolación, la vegetación se adaptó creando mecanismos para retener agua. Asociaciones vegetales conocidas como matorral microfilo, xerófilo y rosetofilo intercalado con poblaciones de yucas, agaves y Prosopis spp forman en su conjunto los ecosistemas en los cuales crece el peyote.
Los grupos indígenas que habitaban estos vastos paisajes antes de la llegada de los españoles en el siglo XVI pertenecían a diversas familias lingüísticas, estaban organizados en bandas cazadoras-recolectoras y practicaban el nomadismo; eran parte de una tradición conocida como culturas del desierto, cuya antigüedad se remonta a 10 000 anos. Con el arribo de los españoles y los frentes colonizadores indígenas (tlaxcaltecas, otomíes y purépechas) este patrón de uso de recursos se transformó de un modo radical. El mestizaje en esta región se caracterizó por la confluencia de una cultura minera, pastoril y agroganadera (Guzmán, 1998).
Los huicholes o wixaritari preservaron el nomadismo al emprender todos los anos su peregrinación desde la Sierra Madre Occidental hasta el desierto chihuahuense en la porción del altiplano potosino o Wirikuta, como ellos la nombran. En su recorrido de alrededor de 500 kilómetros visitan y van dejando ofrendas en los lugares sagrados conforme su cosmología. En esta peregrinación reviven en lo fundamental el acto de creación del sol.
No sabemos con exactitud cuál es la antigüedad de este ritual peregrino -algunos autores estiman que por lo menos tiene 2 000 años-, lo que sí podemos inferir es la continuidad que expresa esta práctica en relación con las culturas nómadas que habitaron todo el norte de México y el suroeste de Estados Unidos. La ruta de los huicholes quizá es la única vigente de entre cientos de rutas y caminos hollados por innumerables grupos nómadas para alimentarse y recolectar peyote. La riqueza biocultural se ve reflejada en esa ruta, pero solo en la medida que hace patente el desplazamiento sobre un territorio específico, el semiárido desierto chihuahuense, en donde se colecta y consume una preciada cactácea, cuyo atributo esencial es hacer posible la comunicación con los ancestros. El patrimonio biocultural es antes que nada un patrimonio vivo, porque está disponible y es usado, practicado por los indígenas desde tiempos inmemoriales. En el caso de Wirikuta, en donde encontramos pobladores locales y peregrinos wixaritari, este patrimonio posee una dimensión intercultural, pues la práctica no se ha suspendido a pesar de los cambios en el paisaje.
Extracción ilegal de cactáceas: la erosión de un patrimonio
México es el Pals más rico en diversidad en cactáceas. Estas crecen principalmente en climas áridos y semiáridos (70%), pero también las encontramos en climas templados, tropicales e incluso en zonas donde nieva durante el invierno. De acuerdo con los especialistas, el desierto chihuahuense, extendido desde Texas y Nuevo México en el sureste de Estados Unidos hasta San Luis Potosí y porciones de Guanajuato en México, es sin duda la región más importante para la conservación de las cactáceas. En esta extensa área encontramos 329 especies nativas. Es probable también que el mayor grado de endemismo -localización exclusiva dentro del territorio nacional-local- se encuentre en México, con 18 géneros (35%) y 715 especies (84%) (Becerra, 2000: 1; Mandujano, Gulobov y Reyes, 2002; Bravo-Hollis, 1978; Bárcenas, 2006).
Las cactáceas, incluido el peyote, son objeto de tráfico ilegal, nacional e internacional. Los primeros saqueos de que se tiene noticia se perpetraron en los barcos españoles en travesía hacia Europa, y en nuestros días ocurre un tráfico intenso por la demanda de coleccionistas privados, instituciones académicas y jardines botánicos en todo el mundo. El saqueo se realiza mediante semillas, ejemplares maduros o por la obtención fraudulenta de permisos de instituciones. Especialistas mexicanos han advertido con hondo pesar que este rico patrimonio se está perdiendo muy rápido y proponen diferentes estrategias para conservarlo y propagarlo. Sus conclusiones resultan pertinentes para el tema del peyote.
Algunos datos sobre este tráfico revelan que, de un total de 329 especies del desierto chihuahuense, más de 300 se comercializan fuera del país, y que, en España, en las Islas Canarias, se ha logrado reproducir prácticamente el 100% de las cactáceas que crecen en México (Cerón, 2006). Los países que lideran la compra-venta de cactáceas en orden de importancia son Estados Unidos (288 especies), Reino Unido (197 especies), Alemania (185 especies), Suecia, México, España, Italia y Canadá. En la república mexicana se comercializan 97 especies, tres de ellas exclusivas -no pueden comercializarse fuera del territorio nacional-. Aunque aquí se vende solo 28.6% del total de especies que se expenden en Estados Unidos, la mayoría son endémicas de México (Bárcenas, 2006: 12).
El Departamento de Agricultura de Estados Unidos informo que en 1998 fueron incautados casi 800 especímenes de cactos a individuos que pasaban a través de Estados Unidos desde México. Al año siguiente, hubo otro aseguramiento fronterizo: cerca de 480 cactáceas extraídas de las maletas de viajeros que cruzaron a lo largo de la frontera México-Estados Unidos (Robbins, 2003: 20).
Entre 1996 y 2000, las autoridades de México y de los Países Bajos incautaron más de 8 000 especímenes de cactáceas, siendo que los Países Bajos son importantes productores y consumidores de este material hortícola. Una cantidad adicional de 1 180 cactos se aseguraron en puertos estadounidenses, de viajeros que regresaban o pasaban por Estados Unidos. En el año 2000, más de 900 cactos vivos de origen mexicano fueron decomisados en los Países Bajos, sobrepasando los aseguramientos combinados reportados de nueve estados mexicanos (Bárcenas, 2003: 22-23).
Tráfico ilegal del peyote
El peyote se encuentra en colonias dispersas en ocho estados de la república mexicana (Guanajuato, Aguas-calientes, San Luis Potosí, Coahuila, Durango, Nuevo León, Chihuahua y Tamaulipas), situados en el centro, norte y noreste, en el interior de ejidos y comunidades agrarias o de ranchos y propiedades privadas. Aun no disponemos de estudios exhaustivos sobre el estado que guardan las diferentes poblaciones de peyote en las entidades que las albergan, mucho menos inventarios o estadísticas oficiales municipales o por regiones. Tampoco hay cuantificaciones sobre los volúmenes recolectados por los grupos indígenas “autorizados” y que hacen uso regular. Se ha especulado sobremanera respecto del tráfico ilícito local para fabricar goma de peyote (se prepara en decocción a fuego lento y con la planta limpia) o su deshidratación para hacer polvo. Pero incluso cuando hay reportes periodísticos sobre detenciones de sujetos transportando entre 100 y 200 botones, o bien cantidades mínimas, no hay datos que revelen un tráfico habitual de grandes dimensiones.
Como signatario del Convenio de Naciones Unidas sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, México ha adoptado una postura estrecha y limitada respecto al peyote. El hecho de que haya admitido, por presión de Estados Unidos, que se incluyera la mezcalina en la lista Clase I como psicotrópico sin valor terapéutico, dificulto muchísimo la oportunidad de establecer proyectos de investigación científica encaminados a una validación de sus propiedades terapéuticas. No cabe duda de que la reserva -apegada a los usos y costumbres de los grupos indígenas en México respaldada por el artículo cuarto constitucional- presentada por el gobierno mexicano y ratificada en 1975, permitió, cuando menos, que los grupos que realizan un uso ancestral de esta planta, así como los hongos con propiedades psicoactivas, puedan seguir haciéndolo sin restricción alguna. En los hechos, las autoridades policiacas continuamente reprimen a los indígenas sin respetar este derecho. La colecta, reproducción, transporte y consumo de peyote es penada con un periodo de uno a cinco años o más, según las agravantes, de acuerdo con el Código Penal. No obstante, debido a su estado silvestre y a la amplitud del territorio donde crecer, y a pesar de las diversas detenciones, el número de consumidores ha aumentado constantemente, sobre todo a partir de la década de los sesenta del siglo pasado, por varios motivos, entre los cuales destaca la difusión de una cultura del peyote.
México ha enfrentado presiones para que algunas cactáceas que hoy se encuentran en el apéndice I de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (cites) pasen al II por los intereses comerciales de algunos países que trafican y las reproducen en sus viveros (Benítez y Dávila, 2002: 9). En el caso del peyote la situación es distinta, pues la norma mexicana es menos restrictiva que la internacional. Dentro de la N0M-059 se reconocen dos especies: Lophophora williamsii y L. difussa -esta con dos subespecies: difussa y viridiscens-. Tanto L. difussa como L. viridiscens son endémicas, la primera es catalogada como amenazada y la segunda en peligro de extinción. La L. williamsii no es endémica (también se encuentra en Estados Unidos), y aparece etiquetada como sujeta a protección especial, es decir, no está en riesgo o peligro inminente de extinción. Esta valoración es de suma importancia, pues en el contexto internacional nuestro país es contemplado como un territorio con peyote en abundancia, mientras que, en Estados Unidos, donde tal vez existe la mayor demanda, las especies silvestres han sido dramáticamente agotadas.
Las denuncias y detenciones por tráfico “ilegal” de peyote en los últimos ocho años se refieren a colectas en el estado de San Luis Potosí en particular dentro del sitio sagrado natural de Wirikuta, el cual es un lugar visible ante la opinión pública, pero probablemente exista saqueo en sitios menos atendidos en otros estados.
En una nota, organizaciones ambientalistas denunciaron que la Dirección de Vida Silvestre de la Semarnat autorizo de manera ilegal la exportación de 91 000 cactáceas, entre ellas 300 plantas de peyote. Los denunciantes afirmaron que de 265 certificados solo uno contaba con la aprobación científica de Conabio (Enciso, 2006). También hay una red de tráfico internacional que surte a los mercados de Norteamérica y Europa, en donde los consumidores pagan sumas considerables (90 euros, no se precisa por qué cantidad) (Lucas, 2010). En 2012, el titular de la Secretaria de Ecología y Gestión Ambiental de San Luis Potosí (Segam) declaro en los medios que “grupos de hippiosos” siguen saqueando sin respeto las plantas de peyote para fines alucinógenos (Gutiérrez, 2012; Landeros, 2017). Otra nota periodística reporta que siete sujetos fueron detenidos a bordo de una camioneta pick up con placas del estado de Nayarit, en el municipio de Charcas; los policías localizaron en ella 198 kilogramos de peyote en bolsas, costales y hiele-ras. Los detenidos fueron remitidos a un penal de alta seguridad por más de 30 días.6 Dicha noticia tuvo amplia repercusión en los medios, pues se trataba de dos huicholes, uno de ellos marakame (chamán) y su hijo, procedentes del Centro Ceremonial Tateposco de la comunidad indígena Taquepescan, de Santa Maria del Oro, Nayarit. En este caso, las autoridades policiacas incriminaban a todos, sin considerar el derecho que asiste a los huicholes para transportar esta planta. Los mestizos, como después se adujo, simplemente eran acompanantes.7
De cualquier forma, el dato más revelador para discutir el tema del tráfico ilegal del peyote en México se relaciona, a nuestro juicio, con las dinámicas de producción y consumo que se observan en Estados Unidos, en especial en la iglesia nativa americana. A esta congregación pertenecen más de 250 000 miembros (una cifra conservadora, dado que no contamos con datos actualizados) y en sus ceremonias destaca el consumo del peyote. Para ellos la principal y “única” fuente de abastecimiento son los “jardines del desierto”, ranchos privados situados en las llanuras de Mustang, al sur de Texas. En estos jardines, las autoridades han otorgado permisos a los peyoteros (cosechadores) certificados para que hagan la colecta en los ranchos con la debida autorización de sus propietarios. Este acuerdo ha favorecido un comercio que no parece del todo sustentable. Según informes de las autoridades de este estado, entre 1995 y 2001 se cosecharon en promedio 2.1 millones de cabezas anualmente (Patterson, 2001, cit. en Robbins, 2003: 21). Es probable que esta cifra se haya incrementado al doble en años recientes. Diversos reportes señalan que con este ritmo de extracción ha disminuido de manera notable el tamaño de los botones (Morgan y Stewart, 1984; Anderson, 1995). Entre 1995 y 2001 haba 11 peyoteros autorizados en Texas. Cada uno cosechaba y vendía un promedio de 200 000 cabezas al ano. En la actualidad parece que solo se mantienen tres, quiénes acaparan todo el mercado (Terry et al., 2011).
Edward Anderson y Terry Martin presentan algunas ideas sobre los escenarios para conservar y propagar esta especie, teniendo en cuenta su disponibilidad en ambos lados de la frontera México-Estados Unidos y, de forma concrete, las necesidades de consumo de la iglesia nativa americana: 1) iniciar negociaciones con el gobierno mexicano para importar peyote seco. Incluir al peyote en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) (Anderson, 1995); 2) crear las condiciones para el cultivo del peyote en Texas y en México como una forma de enfrentar el problema de desabasto, y para generar recursos entre los campesinos del segundo país (Martin, 2013).
La expansión de vertientes de la Native American Church hacia diversas partes del territorio mexicano no solo deberla discutirse desde una perspectiva religiosa cultural. La mayor disponibilidad de peyote en el territorio mexicano es, sin duda, un asunto de in-teres económico y político que articula y da sentido a los reclamos de diversos sectores para legalizar el uso del peyote o incluso conformar una iglesia nativa mexicana.
Los proyectos de gran impacto, megamineria y cultivos comerciales
No es este el lugar para profundizar en el tema de los efectos negativos del cambio de uso de suelo, los proyectos mineros, la expansión de los cultivos agroindustriales en la porción mexicana del desierto chihuahuense, o la construcción de carreteras. Baste hacer notar que este tipo de proyectos constituyen la principal amenaza, pues sus efectos son radicales al provocar la remoción de toda la cobertura vegetal, o bien, en el caso de la minera subterránea, la explotación de los mantos acuíferos, en zonas definidas por su estrés hídrico y el vertido de sustancias contaminantes al medio ambiente. En el sitio sagrado natural de Wirikuta dos empresas canadienses (Firts Majestic Silver Co. y Revolution Resources) planean la extracción de metales preciosos, plata y oro, y sus concesiones abarcan en conjunto cerca de 64 176 hectáreas.
Entre el patrimonio, la conservación y la legalización del peyote
La biodiversidad es un patrimonio
La crisis global que entraña la pérdida de biodiversidad tiene amplias repercusiones que trascienden el ambito de la propia naturaleza. La diversidad cultural es más que un simple correlato de esta biodiversidad: es un soporte dinámico que hace posibles adaptaciones recíprocas. La pérdida o el menoscabo de los recursos cancela opciones de desarrollo para las futuras generaciones. Los problemas que ocasiona el saqueo del peyote forman parte de un problema mayor ligado al deterioro de los recursos en general y directamente vinculado con la extracción ilegal de cactáceas y otros especímenes de los ecosistemas áridos y semiáridos.
Este tipo de ecosistemas cubren 60% del territorio mexicano, pero en la sociedad mexicana se le tiene una aversión que se traduce en ignorancia sobre sus atributos y sobre las peculiaridades culturales de las poblaciones mestizas. Los antropólogos han sido reticentes en analizar los procesos de adaptación en estas áreas, aun cuando han prestado atención en las culturas indígenas del desierto sobrevivientes hasta nuestros días. Esta construcción etnográfica ha generado una visión en cierto grado deformada, ya que refuerza el estigma de una población mestiza depredadora, en oposición a la sabiduría ecológica de los grupos indígenas. Los biólogos mexicanos, en la medida de sus posibilidades, han hecho una significativa contribución para el conocimiento de la biodiversidad de la flora y la fauna desértica, rescatando los saberes y prácticas de los habitantes locales. Empero, entre antropólogos y biólogos, se ha abierto un foso difícil de cerrar sin una oportuna y urgente acción política del Estado mexicano para impulsar el desarrollo de estas regiones mediante un modelo que reconozca la biodiversidad de las zonas semiaridas.
Las comunidades mestizas en el altiplano potosino, como todas las del desierto chihuahuense, están por debajo de la línea de pobreza. Su subsistencia se basa en la agricultura de temporal, en la ganadería extensiva y en el pastoreo de cabras se realiza con una baja capitalización y a veces con rendimientos negativos. Esta condición de pobreza es la causa directa de tres fenómenos: a) altas tasas de migración, b) extracción ilegal de flora y fauna para fines comerciales y c) aceptación de trabajo asalariado mal remunerado en la agroindustria local y la minería.
La extracción ilegal de flora y fauna, sobre todo de cactáceas, ha sido un mecanismo recurrente de los pobladores locales para mitigar la pobreza. Participan en este tráfico percibiendo un ínfimo porcentaje de los precios que se cotizan en el mercado nacional e internacional. Durante 40 años, al borde de la Carretera Federal 57 México-Laredo, a la altura del Huizache, persistió el principal centro de comercio ilegal de flora y fauna, hasta su cierre definitivo en 2011. En Charco Cercado se registraba la totalidad de los eslabones de la cadena ilícita actuante en el país (extracción, acopio, transporte y comercio), y constituía uno de los centros de distribución ilegal de vida silvestre del 22% de las entidades federativas de México y otros países de Norte y Centroamérica (Profepa, 2011; Sosa Escalante, 2011: 247).
Este caso muestra de una manera distorsionada el valor del patrimonio biocultural y los vacíos de la política pública no solo en la prevención, persecución y sanción del delito, sino también en la presentación y aprobación de marcos normativos de acuerdo con los cuales el comercio de la flora y la fauna pudiera llevarse a cabo de forma licita y regulada. Este es el punto hacia donde queremos llevar nuestras reflexiones en torno a la patrimonializacion del peyote.
Un nuevo marco intercultural para el cuidado del patrimonio biocultural del semiárido mexicano
A partir de sus atributos, la importancia del peyote hoy en día puede reconocerse como un bien patrimonial inclusivo, vinculante y articulador entre diferentes grupos humanos. Si en el basamento tenemos los usos ancestrales entre grupos indígenas, la actualización de sus virtudes terapéuticas y aun espirituales se encuentra revitalizada en las prácticas y rituales de los jóvenes y profesionales liberales urbanos (new age), pero que hablan en especial del carácter transformativo de la cultura, de la demanda cultural que segmentos de la población en todo el mundo tiene al necesitar “crear nuevos significados -su propio patrimonio cultural, si se quiere- para poder adaptarse a las situaciones sin precedentes que les ha tocado vivir” (Arizpe, 2006b: 290); ese esfuerzo y dedicación para crear nuevos ritos, mezclarlos y hacerlos propios refleja una actitud de contacto y dialogo con elementos y procesos que se niegan a figurar como reliquias o como detalle folclórico de una multiculturalidad preservada en museos.
Este lenguaje en el que expresan su búsqueda es el de una espiritualidad y una cosmología nuevas, muy probablemente porque las instituciones tradicionales no les ofrecen ningún otro lenguaje, en vista de que están todavía atrapadas en la inercia política y social, y limitan sus actividades casi exclusivamente a la conservación de lo que ya existe [Arizpe, 2006b: 290].
Dos elementos clave que deben ser puestos sobre la mesa de discusión para declarar el peyote como patrimonio cultural de la nación y eventualmente de la humanidad se refieren a: 1) la existencia de una comunidad cultural -el campo peyotero-, es decir, todos aquellos actores sociales que establecen lazos de comunicación, identidad y pertenencia a un territorio, a una postura ético-ambientalista, espiritual; 2) el conjunto de investigaciones científicas que corroboran los beneficios terapéuticos del peyote, por ejemplo: para el tratamiento del alcoholismo y la dependencia a otras drogas (Blum, Futtermann y Pascarosa, 1977), como coadyuvante inmunológico para el tratamiento de tumores cancerígenos (Franco-Molina et al., 2003),8 para usos psiquiátricos (Halpern et al., 2005) y sus propiedades antibácteriales y antiparasitarias (Anderson, 1996).
Conclusión: el desierto es un jardín y un patrimonio biocultural
A manera de conclusión, y con el compromiso de ampliar este debate en posteriores publicaciones, sugerimos lo siguiente. El Estado mexicano debe propiciar una discusión seria sobre la patrimonializacion y la legalización del peyote, dos cuestiones estrechamente vinculadas. Propiciar una serie de consultas con especialistas en diversas disciplinas (antropología, medicina, psiquiatría, biología, ecología, derecho, literatura y poesía, etcétera). A partir de estas consultas se podría definir una nueva política de desarrollo sustentable que defina como estrategia central la conservación, la propagación, el comercio de especies y el turismo en diferentes modalidades. Hacer las modificaciones necesarias para que la N0M-059 promueva la propagación de cactáceas amenazadas, en peligro de extinción o bien sujetas a protección especial, como es el caso del peyote. Para profundizar en la dimensión intercultural de los usos contemporáneos del peyote se requiere emprender un registro etnográfico abierto, libre de etnocentrismo.