Introducción
La investigación criminológica ha mostrado que entre los conceptos de crimen violento y familia existen vínculos diversos. Las dimensiones familiares que tienen efectos en la criminalidad violenta son las prácticas familiares, la estructura familiar, la violencia intrafamiliar, las prácticas educativas al interior de la familia, y la supervisión familiar. Los efectos identificados -tanto a nivel individual como a nivel agregado- son de tal importancia que representan un componente fundamental en gran parte de las teorías sobre la etiología de la criminalidad como la perspectiva de curso de vida (Moffitt, 1990), el control social informal (Laub & Sampson, 1993), la teoría de la interacción social (Thornberry & Krohn, 2001; Thornberry, 2009), la teoría cognitiva del potencial antisocial (Integrated Cognitive Antisocial Potential, ICAP) (Farrington, 2005), la teoría de desorganización social (Sampson & Raudenbush, 1999), la teoría del control social (Hirschi, 1969), la teoría del autocontrol (Gottfredson & Hirschi, 1990), la teoría del aprendizaje social (Verrill, 2008), y la teoría de la anomia-institucional (Messner & Rosenfeld, 1997), entre las más relevantes.
Dada su extensa presencia en las explicaciones de la criminalidad violenta, la dimensión familiar también ocupa un lugar relevante en las políticas de prevención, especialmente en las teorías enfocadas en la prevención primaria y secundaria. Por ejemplo, la prevención individual basada en el desarrollo (Tremblay & Craig, 1995) del control de riesgos (Farrington, 2002) y la perspectiva de la prevención comunitaria (Crawford, 1999; Hope, 1995). En este conjunto de propuestas, el elemento familiar con mayor relevancia para la prevención de conductas delictivas es la práctica parental en edades tempranas.
Otro elemento importante -pero menos abordado en la literatura- es la forma en que la criminalidad puede llegar a generar cambios en la dimensión familiar. Aquí se trata de dos tipos distintos de análisis: sobre los costos del crimen, y sobre los efectos que tiene la criminalidad violenta en otros fenómenos sociales. El presente artículo se ubica en el segundo. El objetivo es analizar los efectos que una particular acumulación de crimen violento en una localidad puede generar a lo largo del tiempo. De los múltiples aspectos posibles de estudiar bajo esta perspectiva, nuestro análisis se enfoca en la identificación de los probables cambios en los arreglos residenciales de niños y niñas. Por medio de datos censales y estadísticas vitales, se identifican las zonas de alta criminalidad violenta y se modelan los probables efectos que la exposición a la violencia en zonas de alta criminalidad pueda tener en los arreglos residenciales.
La propuesta es relevante en distintas dimensiones. La más importante tal vez sea mejorar el entendimiento de los efectos de la criminalidad violenta en fenómenos y procesos sociales que no suelen ser tratados en la literatura, como lo es el caso de la estructura familiar. De igual forma, aquí se aportan argumentos y evidencia acerca de las distintas aristas de los costos sociales de la criminalidad. Paralelamente, los resultados también son de interés para la literatura especializada en la prevención del delito y la atención de víctimas. Tanto a nivel teórico como para el desarrollo de políticas públicas, la evidencia que se aporta es de utilidad para comprender la necesidad de generar políticas públicas focalizadas que atiendan la vulnerabilidad generada por la criminalidad.
Las consecuencias de la criminalidad violenta
El papel que como dimensión ocupa la familia en la etiología de la criminalidad y la violencia es una presencia recurrente en las teorías sobre la criminalidad (Mednick, Baker & Carothers, 1990; Messner & Sampson, 1991). Las teorías donde la dimensión familiar se presenta con más peso son las perspectivas de curso de vida (Farrington, Ohlin & Wilson, 1986; Tonry, Ohlin & Farrington, 1991), la teoría de la desorganización social (Sampson & Groves, 1989; Sampson & Raudenbush, 1999) y las teorías del control (Gottfredson & Hirschi, 1990; Hirschi, 1969). Por dimensión familiar se entiende a un grupo diverso de indicadores que captan distintos aspectos de la vida familiar a nivel individual, entre individuos (intrafamiliar) y entre familias, a saber: patrones de formación y disolución de uniones, redes familiares, prácticas parentales, estructura y composición de hogares, relaciones intrafamiliares, migración, trabajo, y movilidad. Todos ellos indicadores de extendida presencia en los estudios sobre la familia (Rabell, 2009).
Una característica interesante de la forma en que se relacionan la dimensión familiar con la criminalidad y la violencia es que esta se propone como factor de mediación y modelación, es decir, que se trata de influencias indirectas. Otro rasgo es que los efectos no suelen ser inmediatos ya que se manifiestan con mayor claridad en tiempos posteriores. Así pues, cuando se estudia la relación entre la dimensión familiar y el crimen violento, se trabaja con una relación indirecta, mediada por el tiempo y con una direccionalidad en donde la dimensión familiar es factor explicativo. Sin embargo, esta no es la única relación identificada y relevante para la comprensión del fenómeno criminal.
Los efectos inversos -entendidos como la forma en que el crimen violento puede afectar la dimensión familiar- han sido poco analizados a pesar de sus importantes implicaciones. La relación donde el crimen es el factor de primer orden ha encontrado lugar en la literatura a partir de sus costos y efectos. En lo referente a los costos del crimen y la violencia, la literatura proviene del llamado enfoque epidemiológico apoyado por la Organización Mundial de la Salud desde finales de la década de 1990 (Krug et al., 2002). La idea básica es la identificación y medición de los costos que la criminalidad y la violencia generan en los sistemas de salud, además de los costos a nivel individual, grupal y comunitario, para el sector privado y estatal (Cohen & Bowles, 2010; Jaitman, 2015; Mugellini, 2013). En tanto que la explicación a partir de los efectos del crimen plantea preguntas sobre los modos en que la criminalidad violenta influye (en su naturaleza de variable explicativa) en el comportamiento de un fenómeno social en determinada unidad de análisis. A pesar de que este grupo todavía no cuenta con la suficiente investigación, ya existen datos interesantes sobre sus implicaciones. Dentro de las relaciones que han sido investigadas se encuentran los vínculos entre crimen violento a nivel local e índices de reprobación (Caudillo & Torche, 2014; Romano, 2015), entre homicidio y disminución de la esperanza de vida (Aburto et al., 2016; Canudas-Romo et al., 2015; Canudas-Romo, García-Guerrero & Echarri-Cánovas, 2015), entre exposición prenatal a la violencia y peso al nacer (Torche & Villarreal, 2014), entre crimen y desigualdad racial (Xie & McDowall, 2010), entre crimen y matrimonio (Rocque, Posick, Barkan, & Paternoster, 2015), y entre crimen y disrupción familiar (Wong, 2011).
La poca investigación sobre el tema incluye que no haya mucha acerca de los probables mecanismos causales que pueden vincular los cambios entre las variables. Un primer camino para abundar sobre tales mecanismos lo ejemplifican las consecuencias de la victimización. Pensada en términos de costos económicos a nivel individual y familiar, ella puede resultar en pérdida de propiedades, pérdida de salario y altas cuentas hospitalarias (Cohen, Miller, & Rossman, 1994), afectaciones físicas y mentales (Moore, Prothrow-Stith, Guyer & Spivak, 1994), miedo al crimen, y modificaciones de la conducta para evitar una segunda victimización (Skogan & Maxfield, 1981). Otro acercamiento es el de los efectos de la victimización en el desarrollo personal y social de los individuos, es decir, el de los impactos desde la perspectiva del curso de vida. Básicamente este vínculo se da por medio del mayor riesgo de victimización en edades tempranas (infancia y adolescencia), lo cual detona condiciones que afectarán las probabilidades de llevar a cabo un desarrollo personal y/o social adecuado. En específico, las consecuencias de la victimización se relacionan con mayor inequidad social y económica, y con pérdida de nivel educativo, perspectivas laborales y estatus socioeconómico (Macmillan, 2001).
Otra opción proviene de los primeros trabajos sobre la teoría de la desorganización social (Sampson, 1987). Desde sus primeras versiones, Sampson propuso que la relación entre cambios en la estructura familiar (como indicador de la desorganización social en una comunidad) y criminalidad (distintas formas de criminalidad urbana, no solo crimen violento) era una relación recíproca, esto es, que puede identificarse en dos sentidos. Para el caso de la dirección inversa, los mecanismos explicativos pasan por el miedo a la criminalidad y por las tasas de encarcelamiento. El efecto del miedo al crimen propone que las comunidades con altos niveles de criminalidad se vuelven poco atractivas para nuevos residentes y expulsan a los que tienen suficiente capacidad económica para costear su movilidad residencial. El resultado es que la comunidad se mantiene habitada por familias de pocos recursos sujetas constantemente a las tensiones debidas a la alta criminalidad (Skogan, 1986).
El efecto del encarcelamiento de hombres, por otra parte, reduce el número de potenciales parejas, principalmente masculinas, para la cohabitación o el matrimonio, lo que hace más improbable la formación de parejas conyugales en una comunidad (Sampson & Laub, 1992). Mientras que el encarcelamiento impacta la estabilidad económica de una familia ya formada, provoca escasez en la provisión familiar por la ausencia de uno de los miembros, dificulta las dinámicas familiares tradicionales y orilla a la aparición de otros arreglos residenciales para asegurar la estabilidad y la sobrevivencia en la comunidad (Clear, Rose, Waring & Scully, 2003).
Otra propuesta que aporta más elementos sobre el crimen y la violencia como factores explicativos es la noción de exposición a la violencia. Como concepto más general que habla de los elementos criminales y/o violentos que influyen en ciertos procesos sociales, esa noción presenta algunos elementos sobre los probables mecanismos causales. Un ejemplo en este sentido aparece en dos modelos distintos para estudiar los cambios en la salud mental desde la perspectiva del curso de vida. El primero es el de selección social, en el cual las personas con problemas de salud mental enfrentarán mayores dificultades para obtener un empleo, lo cual significa problemas para alcanzar estabilidad y mejoras socioeconómicas, es decir, los problemas de salud mental se asocian con un nivel socioeconómico bajo (McLeod & Kaiser, 2004). El modelo rival es el de la causalidad social, en el que la relación entre salud mental y nivel socioeconómico bajo se encuentra mediada por la exposición a la violencia (presente y/o pasada) con efectos negativos para lo socioeconómico (Foster, 2007). En este ejemplo, la exposición a la violencia se refiere al estrés que sufren infantes y jóvenes al estar expuestos a hechos y conductas violentas como maltrato infantil, violencia interparental, violencia de pareja, victimización comunitaria y ser testigos de hechos violentos (Foster, 2007).
A partir de lo anterior, es posible decir que existen indicios sobre la forma en que la criminalidad y la criminalidad violenta se relacionan con la variabilidad de fenómenos sociales, muchos de ellos vinculados con la dimensión familiar. Tenemos pues dos mecanismos, uno donde los efectos son indirectos (desorganización social) y otro con efectos directos (victimización y exposición a la violencia). Los factores de mediación son el encarcelamiento, el miedo al crimen y el estatus socioeconómico. En tanto que los efectos directos se dan a nivel individual, lo que afecta la posibilidad de que los individuos tengan un desarrollo social e individual adecuado.
El crimen violento en México
Desde 2008 la criminalidad violenta en México se encuentra en niveles muy cercanos a los índices de criminalidad de la década de los noventa, uno de los periodos más violentos del país desde que se registra este fenómeno en las estadísticas vitales. La violencia criminal -captada por medio de la tasa de homicidio- muestra una distribución que se ha modificado a lo largo del tiempo. En el largo plazo, se identifican desplazamientos en la distribución espacial de las tasas: entre la década de los cincuenta y principios de los noventa, la mayor proporción de homicidios se concentraba en la región sur, sureste y norte del país. A partir de 1992 el descenso en la tasa de homicidio se acompañó de cambios en su distribución. Los altos índices de violencia criminal se desplazaron paulatinamente hacia el occidente y al centro de México, mientras que en el norte se extendían a lo largo de la frontera.
A pesar de los cambios en la distribución geográfica, la tasa de homicidio conserva un patrón en la concentración espacial. Al revisar la evolución de la tasa a nivel municipal se constata que la variación se concentra en poco más del 5% de los municipios del país (Echarri-Cánovas, 2012). Es decir, la violencia criminal se encuentra muy concentrada en algunos municipios, y dentro de este mismo grupo, existen zonas geográficas con una concentración de altas tasas de criminalidad violenta estable en el tiempo (Calderón et al., 2012; Espinal-Enríquez & Larralde, 2015).
Esta alta y estable concentración de las tasas de homicidio en una pequeña proporción de municipios implica que, en términos de homicidio, el país tiene zonas en donde la concentración de crimen violento ha sido alta y estable a lo largo del tiempo. En otras palabras, una buena proporción de municipios con altas tasas de homicidio no han mostrado grandes cambios en los últimos quince años.
Independientemente del tipo de criminalidad y de sus causas,1 una concentración espacial con dichas características puede estar relacionada con problemas sociales y económicos generados por la alta concentración de criminalidad. Es de esperarse que las comunidades, las familias y las personas que residen en estas zonas, tengan que lidiar con los costos y las consecuencias de vivir en áreas de alta criminalidad.2 Además de los procesos identificados en la investigación criminológica, para el caso mexicano existe evidencia de los efectos de esta criminalidad en la población: desplazamientos forzados (Cantor, 2014), y efectos negativos en participación laboral y desempleo local (Robles, Calderón & Magaloni, 2013); y en factores macroeconómicos (Carreon-Guzman et al., 2015), miedo al crimen, y cambio en actividades rutinarias (Vilalta, 2014).
Es con base en lo anterior que se presenta el objetivo y la pregunta de investigación de este trabajo. Se trata de un análisis que pretende aportar evidencia empírica de los efectos inversos entre crimen violento y familia para el caso mexicano. Para ello se diseñó una estrategia metodológica apta para identificar los probables cambios a nivel municipal en un periodo de veinte años. La pregunta que se intenta responder es si existe una relación observable entre la tasa de homicidio y los arreglos residenciales de niñas y niños a nivel municipal. Y la expectativa es encontrar evidencia robusta que indique una relación entre municipios con altas tasas de homicidio y un mayor número de niñas y niños viviendo en arreglos residenciales poco comunes.
Datos
A fin de explorar la relación entre la tasa de homicidio y el tipo de arreglo residencial donde conviven las niñas y niños se han utilizado datos censales de 1990, 2000 y 2010, además de estadísticas vitales. Para el periodo de referencia, se ha tomado la tasa de homicidio a nivel municipal de las estadísticas de mortalidad que genera y publica el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Dichas tasas provienen de las actas de defunción y su definición está homogeneizada por la adopción de la Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD-10, códigos X85-Y09).3 De acuerdo a la investigación criminológica, la tasa de homicidio es el mejor indicador para medir la violencia criminal. En lo que concierne a los censos, estos permiten analizar la población objeto de estudio a nivel municipal y con ellos se construye la variable dependiente y las de control, las cuales se detallan enseguida. Los censos mencionados los levantó el INEGI en sus respectivos años y, con excepción de 2010, se utiliza como unidades de análisis la vivienda, el hogar y el individuo. Estos censos mexicanos son de jure por lo que cuentan a las personas en su lugar de residencia habitual. Para distinguir a los hogares, se recurrió al concepto de la olla común, y la relación de parentesco con el jefe de hogar. En 2010 se ignoró el concepto de la olla común, aunque es posible identificar a los hogares y su tipo con el criterio de parentesco con el jefe del hogar. Con las estadísticas vitales se han calculado las tasas de homicidio a nivel municipal que se han incorporado a la base de datos censal extraída de IPUMS-I. El universo de estudio es la población infantil de 0-14 años residente en el país en 1990, 2000 y 2010 (n=894,623); la muestra analítica es de 817 038 niños y niñas que reportaron ser hijos o nietos del jefe del hogar y que residen en municipios que cuentan con información completa de tasas de homicidio (1758 municipios).
Medidas
Arreglo residencial. Para aproximar el arreglo residencial de la población infantil (i. e., con quién viven las niñas y los niños), la variable dependiente, se ha utilizado la variable de parentesco con el jefe del hogar. Se seleccionaron solo a los infantes que se reportan como hija(o) o nieta(o) del jefe del hogar y que en la muestra analítica representan el 96.6%. El tipo de arreglo residencial se clasificó primero en tres categorías, independiente de la presencia de otros parientes o no parientes: (1) Es hijo del jefe del hogar y vive con ambos padres (madre y padre), (2) Es hijo del jefe del hogar y vive con uno de los padres (madre o padre), y (3) Es el nieto del jefe del hogar.4 Con esta clasificación, orientada por la disponibilidad de información, no es posible distinguir con absoluta certeza si los infantes reportados como nietos del jefe del hogar corresiden sin, con uno o ambos padres, por lo que no se pretende dar cuenta del número de infantes con madre y/o padre ausentes, sino más bien, de la diversidad y posible complejidad de los arreglos residenciales en los que conviven las niñas y los niños, y su evolución en una ventana de observación de veinte años. El análisis exploratorio sugirió una clasificación dicotómica, ya que no se hallaron distinciones mayores entre las categorías 2 y 3 descritas arriba. Por ello, la variable dependiente tiene dos categorías (0) Hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre, y (1) Otra situación. Es decir, la categoría 1 incluye tanto a los infantes que corresiden con un solo padre y se reportan hijos del jefe, como a los que se declaran como nietos del jefe del hogar indistintamente de la presencia de sus padres.
Tasas de homicidio. Un problema usual en la tasa de homicidio a nivel municipal es la aparición de municipios con tasas muy altas e inestables. En principio, esto se debe a la presencia de áreas con poca población. Para evitar este problema y además aminorar los efectos de valores atípicos, las tasas de homicidio a nivel municipal fueron generadas por medio del método de homogenización bayesiana tomando en cuenta la población de las localidades (empirical bayes smoothing). Esta técnica usa una distribución previa para corregir la inestabilidad de la varianza asociada con las tasas calculadas a partir de una base pequeña (Anselin, 2004).5
Categorías de tasas de homicidio. Para identificar y clasificar los municipios por el nivel de la tasa de homicidio se crearon seis categorías fijas a partir de la distribución de la misma: cuatro cuartiles (1-25%, 25-50%, 50-75% y 75100%) y dos categorías para los valores atípicos, uno en la parte alta y otro en la parte baja de la distribución tomando como criterio de corte que estuvieran tres veces por arriba del rango intercuartílico (IQR).
Educación de la madre. La educación de la madre fue medida combinando el nivel y el último grado de estudio aprobado. La categorizamos por nivel si la madre aprobó al menos un grado en cada nivel, distinguiendo primaria, secundaria y preparatoria o más. Esta variable ya viene construida en IPUMS-I y utiliza como criterio de identificación de la madre la relación de parentesco del infante con el jefe del hogar, y la presencia de la pareja conyugal del mismo, en 1990 y 2000. De modo que se asume que el jefe, si es mujer, o la pareja del jefe, si es hombre, es la madre de la niña o el niño. En 2010 se cuenta con identificadores de madre, padre y pareja para todos los miembros del hogar, pero por motivos de comparación con años anteriores, se decidió no utilizar esta información.
Tamaño de la localidad de residencia. El tamaño de la localidad de residencia fue clasificado de manera tradicional con un corte a 2500 habitantes. Las localidades de tipo urbano de 2500 habitantes o más representan el 73% en la muestra combinada de los tres censos. Se ha utilizado esta categoría como referencia.
Métodos de análisis de los datos
El análisis de los datos comienza con una breve descripción de la evolución de (1) las tasas de homicidio a nivel municipal y (2) de los arreglos residenciales donde conviven los infantes, mostrando aún las tres categorías descritas inicialmente. En seguida se recurre a la regresión logística binomial para analizar si y cómo la tasa de homicidio en el municipio se relaciona con la propensión de vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre. En un primer modelo se analiza este efecto de manera independiente. En un segundo modelo se incluyen las variables de control o confusoras, a saber: el año censal, la educación de la madre, y el tipo de la localidad de residencia. Debido a que se está analizando el efecto del homicidio en el arreglo residencial de los infantes en tres momentos censales (un tipo de panel), se ha usado una corrección que toma en cuenta la posible correlación en el tiempo de errores estándar a nivel municipal, lo cual permite obtener errores estándar robustos.
En un tercer modelo, el de efectos aleatorios, se considera la existencia de heterogeneidad no observada a nivel municipal. Este modelo permite tomar en cuenta la dependencia en el riesgo de vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre compartida por infantes que habitan en el mismo municipio debido a variables comunes que no se puede medir. Es decir, el modelo informa si los niños que viven en un mismo municipio comparten características no observadas que inhibirían el efecto del homicidio sobre el tipo de arreglo residencial. El efecto aleatorio, que incluye este modelo, también puede ser interpretado como el efecto combinado de las características municipales (constantes en el tiempo) no observadas que provocan que niños residentes de un mismo municipio sean más o menos propensos a vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre.
Resultados
En la Gráfica 1 se presenta la evolución de los arreglos residenciales y las tasas de homicidio entre 1990 y 2010. Se observa que el porcentaje de infantes que son hijos del jefe del hogar y corresiden con padre y madre ha disminuido sistemáticamente durante el periodo. Poco más de ocho de cada diez infantes residían en este tipo de arreglos en 1990, mientras que en 2010 siete de cada diez lo hace; así, esta categoría ha perdido diez puntos porcentuales en el transcurso de veinte años. Tal disminución se compensa por el incremento del porcentaje de infantes que son nietas o nietos del jefe del hogar, arreglo que representaba apenas 6.2% en 1990, pero que aumentó a casi 20% en 2010. Debe recordarse que este arreglo puede o no incluir a los padres de la niña o niño, lo que sugiere el aumento de la complejidad de los arreglos residenciales no solo en los que corresiden más de dos generaciones sino posiblemente también las generaciones saltadas. Es interesante que el porcentaje de infantes hijas o hijos del jefe del hogar, pero corresidiendo con uno solo de sus padres, ha permanecido constante durante el periodo.
La Gráfica 1 también muestra la evolución de la tasa de homicidio a nivel nacional de 1990 a 2010. Dos hechos destacan en la tendencia: la pronunciada disminución a partir de la mitad de la década del noventa y el abrupto repunte en los últimos cinco años de la primera década de los dos mil. En relación con la variable de interés no se puede identificar claramente comportamientos paralelos, ya que las tendencias en los arreglos residenciales aparecen como no alineadas con la violencia criminal.
En la Gráfica 2 se presentan los coeficientes estimados relativos de tasas de homicidio a nivel municipal resultantes de los tres modelos (los detalles se presentan en el Cuadro 1). Las barras en color indican que los coeficientes son estadísticamente significativos. El primer modelo, que no incluye variables de control, muestra una relación positiva y creciente entre la tasa de homicidio en 1990 y la propensión a vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre. Es decir, a mayor valor de la tasa de homicidio, mayor la propensión a vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre (arreglo residencial atípico). En este modelo no hay evidencia que indique que, una vez tomado en cuenta el nivel de la tasa de homicidio del municipio de residencia en 1990, exista relación entre el nivel de la tasa de homicidio en 2000 y la propensión a vivir en un arreglo residencial atípico. Sin embargo, ya controlando por el nivel de las tasas en 1990 y 2000, se observa que las niñas y niños que residen en municipios con tasas muy altas de homicidio (de entre 75 y el 100% de la distribución) en 2010, relativo a las(os) que residen en un municipio con tasas muy bajas (de entre 1 y 25% de la distribución), tienen una propensión 5% mayor (exp(0.058)-1) de vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre.
Modelo 1 | Modelo 2 | Modelo 3 | ||||||||
Efectos aleatorios | ||||||||||
Tasa municipal de homicidio
(ref. 1-25%) | ||||||||||
1990 | ||||||||||
25-50% | 0.059 | *** | (0.008) | 0.059 | *** | (0.008) | 0.036 | (0.027) | ||
50-75% | 0.058 | *** | (0.008) | 0.072 | *** | (0.008) | 0.075 | ** | (0.028) | |
75-100% | 0.112 | *** | 0.009 | 0.120 | *** | (0.009) | 0.099 | ** | (0.030) | |
Outlier | 0.108 | *** | 0.017 | 0.095 | *** | (0.017) | 0.086 | (0.063) | ||
2000 | ||||||||||
25-50% | -0.026 | ** | 0.008 | -0.042 | *** | (0.008) | -0.061 | * | (0.027) | |
50-75% | 0.019 | * | (0.008) | 0.014 | † | (0.008) | 0.012 | (0.029) | ||
75-100% | -0.009 | (0.009) | -0.015 | † | (0.009) | 0.006 | (0.030) | |||
Outlier | -0.075 | ** | (0.023) | -0.030 | (0.023) | -0.042 | (0.074) | |||
201 | ||||||||||
25-50% | 0.004 | (0.008) | 0.007 | (0.008) | -0.013 | (0.027) | ||||
50-75% | 0.036 | *** | (0.008) | 0.034 | *** | (0.008) | 0.022 | (0.028) | ||
75-100% | 0.058 | *** | (0.009) | 0.063 | *** | (0.009) | 0.029 | (0.030) | ||
Outlier | 0.003 | (0.012) | 0.000 | (0.012) | -0.106 | ** | (0.040) | |||
Año (ref. 1990) | ||||||||||
2000 | 0.335 | *** | (0.008) | 0.343 | *** | (0.008) | ||||
2010 | 0.665 | *** | (0.008) | 0.703 | *** | (0.008) | ||||
Educación de la madre
(ref. Primaria) | ||||||||||
Secundaria | 0.321 | *** | (0.007) | 0.306 | *** | (0.007) | ||||
Preparatoria o más | 0.337 | *** | (0.008) | 0.319 | *** | (0.009) | ||||
Tamaño de la localidad de residencia (ref. Urbana) | ||||||||||
Rural | 0.126 | *** | (0.006) | 0.174 | *** | (0.008) | ||||
Constante | -1.509 | *** | (0.007) | -2.084 | *** | (0.009) | -2.076 | *** | (0.024) |
Notas: †:p < 0.10; *:p < 0.05; **:p < 0.01; ***:p < 0.001. Población infantil de 0-14 años de edad residente en 1758 municipios (N=817 038).
Fuentes: IPUMS-I. Censos mexicanos 1990, 2000, 2010. INEGI: Estadísticas Vitales.
Estos resultados se mantienen al incluir las variables de control en el modelo 2. Es decir, independientemente del año (censal) de observación, el nivel educativo de la madre y el tamaño de la localidad de residencia, la propensión de niñas y niños a residir en arreglos residenciales atípicos crece conforme aumenta el nivel de la tasa municipal de homicidio en 1990. Además, independientemente del nivel en ese año, la propensión de ellas(os) a vivir en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre, es mayor si el nivel de la tasa de homicidio se ubica al tope de la distribución en 2010.
El tercer modelo, de efectos aleatorios, que permite indagar si la relación entre la tasa de homicidio y el tipo de arreglo residencial de los infantes simplemente refleja variabilidad (no observada) entre los municipios de residencia que también afectan el tipo de arreglo residencial, muestra diferencias en la magnitud de los coeficientes (año 1990) y en su nivel de significancia (1990, 2000, 2010) respecto del modelo 2. Este modelo sugiere que, una vez controlando por las variables de control y las omitidas que son comunes a nivel municipal, el efecto del nivel de la tasa de homicidio sobre el tipo de arreglo residencial descansa exclusivamente en sus valores iniciales, es decir, en los valores observados en 1990. Así, en comparación con las tasas de homicidio municipales en el primer cuartil, las tasas de homicidio considerablemente más altas, i. e., del tercer y cuarto cuartiles, se asocian con una mayor propensión a que niñas y niños vivan en un arreglo residencial distinto al de ser hijo del jefe del hogar corresidiendo con padre y madre.
Discusión
En este trabajo se ha explorado la relación entre el crimen violento y los arreglos residenciales de niñas y niños en México durante un periodo caracterizado por el incremento en la violencia. El hallazgo es que las niñas y niños que residen en municipios con altas tasas de homicidio en 1990 tienden más a vivir en arreglos residenciales distintos a ser hijo del jefe del hogar y corresidir con ambos padres que los niños que residen en municipios con bajas tasas de homicidio. Asimismo, que, independientemente del valor de las tasas de homicidio municipales en 1990, los niños que residen en municipios que en 2010 reportan las más altas tasas de homicidio son más propensos a vivir en este tipo de arreglos residenciales atípicos. Pero una vez controlando por factores no observados a nivel municipal, queda claro que la relación entre las tasas de homicidio y los arreglos residenciales de niños y niñas descansa en el nivel de las tasas registradas al inicio del periodo de observación.
Es posible especular que aun controlando por factores no observados y que pudieran estar interrelacionados con el tipo de arreglo residencial de niñas y niños y las tasas de homicidio, como, por ejemplo, las tasas de desempleo, de precariedad laboral, de emigración, de divorcio y separación, o de encarcelamiento, la relación entre el nivel de homicidio y los arreglos residenciales se mantiene como consecuencia directa o indirecta de esas relaciones no observadas, o como posible respuesta más directa a la exposición al crimen o al miedo a la victimización que hace que las familias utilicen estrategias de sobrevivencia agrupándose en arreglos residenciales donde corresiden más de dos generaciones. Recuérdese que el análisis descriptivo mostró una tendencia constante en el porcentaje de niñas y niños que residen solo con uno de sus padres, pero un importante aumento en los que residen con sus abuelos con o sin ambos padres. Esta complejidad creciente en los arreglos residenciales, a la luz de los resultados de este análisis, se debe al menos en parte al nivel de criminalidad del lugar de residencia.
En primera instancia, los resultados muestran la relación inicial esperada, por lo que se encuentran en línea con los estudios que, tanto para México como en otras partes del mundo, han encontrado evidencia empírica sobre los efectos inversos entre crimen violento y las dimensiones familiares, en nuestro caso específico, los arreglos residenciales de niñas y niños. Como un primer acercamiento a una relación difícil de identificar y -como la investigación previa ha indicado- entrelazada con fenómenos sociales y económicos de diversa índole, los resultados de esta investigación sientan una base para seguir ahondando en la naturaleza de esta relación.
Sobre este punto hay algunas consideraciones importantes que deben incorporar futuros ejercicios. Será necesario encontrar estrategias metodológicas para dar cuenta de efectos que no fueron considerados en este primer acercamiento. Es el caso, por ejemplo, de los retrasos temporales en los efectos (lag), probar otras categorías que den cuenta de las diferencias entre los municipios a partir de la intensidad del crimen violento y de su acumulación temporal en el municipio.
Asimismo, subsecuentes análisis podrían tomar ventaja de la incorporación de identificadores de padre, madre y cónyuge, que se incluyeron en el censo de 2010 y la Encuesta Intercensal de 2015, lo que permitiría contar con una clasificación de arreglos residenciales que sí distinga con certeza la presencia o no del padre de las niñas y niños, independientemente de quien sea el jefe del hogar. De igual modo, la investigación futura en México debe incluir medidas que permitan atribuir, como corresponda, el cambio en los arreglos residenciales a la disolución de uniones (separación, divorcio o viudez); a la migración que resulta cada vez en niños viviendo con madres unidas conyugalmente, pero con padre ausente (Nobles, 2014); o bien, a las crisis económicas. Incluir estos factores es esencial no solo porque explicarían la diversidad de los arreglos, sino también porque el nivel de violencia en el municipio podría bien operar indirectamente sobre los arreglos residenciales a través de su relación con estos fenómenos.
Finalmente, vale la pena resaltar que los resultados de este artículo y los próximos estudios que de ellos se deriven, son de particular relevancia para comprender dos elementos clave de la criminalidad violenta en el país. El primero es sobre las consecuencias de la criminalidad en las comunidades, en las familias y en el bienestar de las niñas y niños. Dichos cambios pueden derivar en el incremento de los niveles de vulnerabilidad social de los individuos, cuya interacción con otros fenómenos como las crisis económicas puede conllevar consecuencias aún más graves. Más aún, la investigación criminológica ha mostrado suficiente evidencia sobre la forma en que la vulnerabilidad social se relaciona con una mayor probabilidad de victimización y/o de involucramiento en conductas criminales futuras. Es decir, se trata de una especie de efectos recursivos de la criminalidad que conviene detallar y -en el mejor de los casos- crear políticas públicas para desactivarlos, para así ayudar a reducir la incidencia de violencia criminal.