Introducción
Es a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que el sobrepeso y la obesidad en México presentan un rápido incremento (Jacobs y Richtel, 2017), como resultado del cambio de modelo económico, de las transformaciones en las condiciones de producción y demanda alimentaria, debido a las migraciones del campo hacia centros urba nos, al crecimiento demográfico concentrado en mayor medida en ciudades, y a la llamada transición alimentaria. La obesidad, en mayor medida, dejó de ser una preocupación netamente sociocultural, por ejemplo, la conservación estética de la figura, para convertirse en un grave problema de salud pública que deriva de los padecimientos asociados al exceso de peso y acumulación de grasa corporal (Vigarello, 2011). Los reportes recientes han alertado sobre su dimensión en México, ya que 72.5% de la población adulta se ubica en esta condición (INSP, 2016).
Si bien el sobrepeso y la obesidad impactan en personas, tiene consecuencias también en el desarrollo económico y para el capital humano de los países, principalmente de ingresos bajos, que van desde la productividad hasta los costos que genera su tratamiento. Por su relevancia como un problema de salud pública, han surgido diversos enfoques que buscan explicar esta problemática. Los planteamientos rebasan la perspectiva médica en la medida que el entramado economía-alimentación-salud, requiere de sumar otros componentes de la vida social para su comprensión, entre ellos, el cultural o conductual, pero principalmente el económico. Además, la existencia de factores estructurales negativos en el desarrollo, desbordan al enfoque médico-epidemiológico que sólo se aboca al diagnóstico, tratamiento y campañas de prevención.
La economía busca explicar las causas de un problema de salud pública que incide en el desarrollo económico nacional, debido a la transgresión del patrón oferta-demanda de alimentos, ya que se impone, por el lado de la oferta, un modelo de consumo que busca responder a una demanda pragmática, la cual intenta optimizar tiempo y distancia porque se concentra en metrópolis. Esto ha influido en la modelación, estandarización y homogeneización del patrón de consumo alimentario, orientado por necesidades de reducción del tiempo de preparación y consumo, pero también ha mermado la calidad de la alimentación al incorporar productos industrializados de bajo contenido nutrimental.
El patrón de oferta-demanda de alimentos dominante constituye un determinante del sobrepeso y la obesidad. Su aumento y orientación bajo criterios de mercado, aunado al comportamiento demográfico de México, agregan mayores condiciones de riesgo para la población adulta, dadas sus manifestaciones previas entre la población infantil. Tales tendencias incrementarán la demanda de servicios de atención para el tratamiento médico de padecimientos como la diabetes y sus costos, especialmente los generados por sus complicaciones en enfermedades coronarias y cardiovasculares.
Por lo tanto, el incremento del sobrepeso y la obesidad afectará de manera gradual la competitividad del país, las posibilidades de desarrollo económico y debilitaría aún más las finanzas del sector salud, de no implementarse políticas públicas correctivas encaminadas a regular la oferta y sus contenidos, junto con una mayor difusión de información sobre riesgos de una mala elección de alimentos.
La obesidad: una visión multifactorial
Por sus dimensiones epidemiológicas, su relevancia como problema de salud pública del país, pero también por su asociación directa con diferentes tipos de enfermedades crónico degenerativas, que inciden en el incremento del gasto público destinado a salud, en la productividad laboral, en la competitividad o en muertes tempranas que afectan a la actividad económica en su conjunto, la obesidad ha dejado de ser un problema de tratamiento médico en la medida que abarca otros componentes de la vida social como el cultural y el conductual, pero sobre todo el económico.
La obesidad se define como una acumulación excesiva de grasa corporal que puede ser perjudicial para la salud. Los estudios epidemiológicos la asocian con padecimientos cardiovasculares como hipertensión o infartos, ciertos tipos de cáncer, enfermedades de la vesícula, depresión, desórdenes musculo-esqueléticos y síntomas respiratorios. Existen distintos grados de obesidad en todos los grupos de edad; en individuos con exceso de grasa corporal en la cavidad intra-abdominal se incrementa significativamente el riesgo de desarrollarla (OMS, 2017).
Para determinar el estado nutricio de los individuos e identificar padecimientos de obesidad y poder monitorear los riesgos de salud, se emplea el Índice de Masa Corporal (IMC), que resulta de dividir el peso (p) de la persona entre la talla (t) elevada al cuadrado: IMC = p/t2. En la medida que su cálculo no depende del sexo ni de la edad, constituye una medida útil para determinar su prevalencia. Por su clasificación, si el IMC es menor a 18.5 se considera peso bajo, de 18.5 a 24.9 peso normal, entre 25 y 29.9 sobrepeso, mayor de 30 es obesidad. Si bien la estandarización de estos umbrales permite evaluaciones individuales, el riesgo de que la población padezca cardiopatías, accidentes cerebrovasculares y diabetes aumenta a partir de un IMC de 21, también si la circunferencia de la cintura en hombres y mujeres es mayor a 102 y 88cm, respectivamente (OMS, 2017).
El exceso de peso corporal es un proceso gradual que suele iniciarse en la infancia y la adolescencia a partir de un desequilibrio entre la ingesta y el gasto energético, determinados por factores genéticos y ambientales que llevan a un trastorno metabólico y, posteriormente, a la excesiva acumulación más allá del valor esperado para el género, la talla y la edad. Dichos factores interactúan con la genética de los individuos, es decir, las tasas de incidencia no pueden correlacionarse con las diferencias entre individuos únicamente. Asimismo, las diferencias genéticas entre individuos no determinan la probabilidad de desarrollar obesidad (Soto y Lagos, 2009).
A partir de lo anterior, se plantea que la obesidad más bien es resultado de estilos de vida poco saludables donde se combinan una mala alimentación, el sedentarismo e inactividad física (Moreno et al., 2014). Otros planteamientos refieren que su causa obedece a cambios económicos, demográficos y sociales que conforman el concepto de modelo ecosocial para analizar el conjunto de causas internas que se producen en la biología de los individuos modelados por influencias económicas, sociales y culturales (Krieger, 2001; Rivera et al., 2012).
También se ha propuesto el enfoque de sistemas complejos para el estudio de la obesidad en los que se analiza la forma en que los factores individuales y contextuales se relacionan, y cómo esta interacción genera propiedades que no pueden explicarse a partir de procedimientos habituales de análisis epidemiológico, o bien dentro del modelo ecosocial. Así, el problema de la obesidad es un fenómeno dinámico que requiere ser abordado con un enfoque integral para superar los factores de riesgo del proceso salud-enfermedad y también la influencia directa del entorno socioeconómico y cultural (Muñoz, 2017).
Más allá de las perspectivas que asocian elementos epidemiológicos, conductuales, socioeconómicos, o de la dinámica de los sistemas complejos, destaca el enfoque que otorga al ambiente propiciado un peso preponderante para la proliferación de la obesidad. El ambiente construido y el alimentario conforman el ambiente obesogénico que conduce a la creación de patrones de acumulación de grasa corporal. El sustento es que la información biológica de cada individuo está sujeta a las condiciones del ambiente desde la gestación y durante toda su vida. Tal ambiente se configura por las dimensiones estatal, industrial y sociocultural (Martínez, 2017).
Otro enfoque concluye que el problema de la obesidad es resultado de las modificaciones aceleradas en la demanda alimentaria, determinadas por la susceptibilidad genética, pero también por cambios en los estilos de vida, culturales, de organización social y del desarrollo económico. La transformación de la demanda obedece a que la oferta internacional no tiene restricciones de mercado; si bien los cambios son funcionales, en mayor medida dentro de las sociedades urbanizadas, paulatinamente, comienzan a serlo también en las zonas rurales, ya que el predominio de una agricultura de monocultivo orientada al abastecimiento industrial ha quebrantado las estrategias de autoconsumo y abasto alimentario regional que antes tenían las poblaciones rurales, lo que los hace dependientes de la oferta alimentaria global. Aunado a lo anterior, las crisis económicas generan incrementos cíclicos de precios que no son compensados con el ingreso directo o mediante programas de asistencia social; por tanto, la población, regularmente en situación de pobreza, elige alimentos más baratos que generan desequilibrios en su dieta y que provocan afectaciones en su salud por la baja calidad.
La explicación de la economía
El entrelazamiento entre la economía, la alimentación y la salud explicaría que las causas del sobrepeso y la obesidad son multifactoriales y desbordan los enfoques socioeconómico, cultural o médico. El enfoque médico abarca a la investigación etiológica, el diagnóstico y el tratamiento de la obesidad en su manifestación como enfermedad dentro del entorno biológico del individuo, sea de origen genético, por su comportamiento en las formas de dieta o derivada de los hábitos de consumo que conforman según un entorno socioeconómico dinámico. Es decir, puede tratar las consecuencias de las decisiones que toman los consumidores para su alimentación, pero no explica las causas estructurales que lo determinan, entre ellas, la conformación del tipo de oferta, la evolución de la demanda o las normas y regulaciones sobre la calidad de la alimentación (IMCO Staff, 2015).
La economía busca explicar las causas estructurales de un problema de salud pública que incide en el desarrollo económico, a partir de las modalidades del consumo de alimentos, dentro de un patrón hegemónico oferta-demanda instaurado con la globalización de los mercados que trasgrede los patrones alimentarios locales. Este patrón hegemónico impone, por el lado de la oferta, un modelo de consumo que busca responder a una demanda más pragmática propia de la dinámica de mercados abiertos.
Un punto inicial para entender la función del consumo y las actitudes de los consumidores en la alimentación, deriva de la premisa que tanto el trabajo humano como el consumo son parte nodal de toda sociedad en su proceso de producción. En las sociedades contemporáneas, el ingreso es reflejo de su avance y ello se concatena con el nivel de consumo que generan diversos tipos de bienes, aunque los alimentos son los más importantes.
Durante el siglo XX se desarrollaron diversas teorías que resaltan el papel del consumo e ingreso en la economía. Con las teorizaciones de Keynes (2003) se incrementa el interés por analizar la inversión y el consumo. Según este autor, cuando se incrementa la inversión aumenta el trabajo, elevándose el consumo, lo cual se refleja en un mayor deseo de invertir y que lleva a la generación de un círculo virtuoso. A fines de los años treinta, Keynes convirtió la función consumo y a la tasa de interés en dos elementos esenciales del enfoque ingreso-gasto, que sirve para determinar el ingreso nacional y el desarrollo social.
Particularmente, la función consumo indica que al aumentar su ingreso el consumidor tiende a gastar un porcentaje cada vez menor de su monto total, de modo contrario, se inclina por ahorrar un porcentaje cada vez mayor. Keynes explicó esto como el comportamiento del gasto del consumidor en el corto plazo, discurriendo que cuando el ingreso cae en relación con los niveles recientes, la gente protege sus niveles de consumo a través de no reducir su volumen en forma proporcional a la baja de su ingreso y, por el contrario, cuando el ingreso aumenta, el consumo no subirá proporcionalmente. Ésta es una condicionante que impide la homogeneidad de las condiciones alimentarias, como en México, donde la transformación del patrón alimentario ocurre por el lado de la adopción de estrategias que modifican el tipo consumo en función de las oscilaciones del precio en los productos y del tipo de oferta que se diseña a partir del pragmatismo en la demanda.
Otros teóricos relevantes, que estudiaron la función consumo y el ingreso, son Ando y Mondigliani (1963) creadores de la hipótesis del ciclo vitalicio del consumo. Según los autores, un individuo tiene una corriente de ingresos que es relativamente baja al principio y al final de su vida, cuando la productividad es inicialmente baja, y alta a la mitad de su vida. Esta hipótesis permite inferir que las transformaciones que observa el consumo de alimentos obedecen a las oscilaciones del ingreso, donde ciclos prolongados sin modificaciones en la estructura de la distribución de la riqueza, llevan a un deterioro permanente de la alimentación.
Existen procedimientos técnicos que permiten medir de manera general el comportamiento del consumo y agruparlo. El más difundido es la curva de Engel, que explica las oscilaciones del consumo de los alimentos como una función del empleo y del ingreso. Dicha curva muestra las canastas de bienes que demandan los diferentes niveles de renta, donde los consumidores aumentan sus gastos de alimentos en proporción menor a lo que aumentan sus ingresos.
Tales enfoques tienen una importancia capital para entender que los individuos -aunque intervienen otros factores como la dimensión cultural, territorial o de publicidad-, ubican al ingreso como el factor central a la hora de definir y consolidar su demanda alimentaria, ante las restricciones de la oferta imperante. El patrón alimentario se conforma por el conjunto de productos que un individuo, familia o comunidades localizadas consideran necesario para satisfacer sus necesidades en un momento histórico determinado, tam bién se le denomina dieta habitual por la frecuencia con que se consume cada producto acorde con su disponibilidad. Si bien es dinámico en el tiempo, su transformación proviene de cambios en costumbres culturales, la disponibilidad territorial de los productos, las preferencias de los individuos, o de los impulsos del mercado que modifican la estructura productiva agroalimentaria, su abastecimiento y las capacidades de acceso mediante el ingreso.
Una constante en los patrones de consumo alimentario de cada nación ha bía sido hasta mediados del siglo XX, su evolución y apertura a las influencias externas. Durante siglos, el intercambio de productos entre diversas culturas sirvió para enriquecer el valor nutricional de los alimentos, diversificar las dietas, mejorar sabores e incluso presentaciones de los mismos. En las últimas tres décadas, sin embargo, el patrón alimentario cambió como resultado de la apertura comercial, la globalización de los mercados y el dominio de la industria alimentaria, pero sobre todo, por las innovaciones tecnológicas que permitieron incorporar instrumentos para facilitar y agilizar la preparación de alimentos, su mejor manejo en el empaque, el transporte y almacenamiento que facilita su distribución, y además por el mejoramiento de la presentación y conservación que prolonga su permanencia en tiendas y anaqueles de los hogares.
Así, el patrón alimentario se industrializó, homogeneizó y estandarizó de manera global, orientado por un cambio en la demanda hacia una dieta más pragmática que incluye productos semielaborados e industrializados y responde a las modificaciones en las condiciones del mercado de trabajo, la incorporación de la mujer al empleo -tanto formal como informal-, que dejó sin cobertura algunas de las actividades tradicionales que antes realizaba en el hogar como cocinar, la necesidad de optimizar tiempo y distancia, porque la población ahora se concentra en ciudades, pero principalmente a reducir los tiempos de preparación de alimentos y las actividades posconsumo (Torres, 2003).
Los productos industrializados en su mayoría, lograron una aceptación casi inmediata entre los consumidores, lo que modificó rápidamente el patrón oferta-demanda de alimentos tradicional. Esto último no implicó estrictamente una mayor diversificación de los productos ni una mejor calidad de los mismos, más bien, la adopción de nuevos insumos, hábitos, formas de presentación y abastecimiento mediante otros canales mejor organiza dos de distribución que respondieron a los cambios en los estilos de vida pro pios de la ciudad. Con ello se impone la presencia de productos que no presentan complicaciones de preparación, lo que modifica el entorno cultural del consumidor, ya que dicho patrón que emerge de las ciudades, presiona a la conformación de una oferta homogénea fomentada por la industria alimen taria, que requiere de nuevas competencias tecnológicas entre las empresas y desdibuja la heterogeneidad alimentaria característica de la diversidad entre las culturas.
Desde el parámetro productivo, el resultado es que se transitó de un mode lo de oferta donde el productor podría definir bajo interés propio la estructura del consumo en las ciudades, a un modelo de demanda en el que diversos segmentos de consumidores obligan a las empresas a satisfacer demandas es pecíficas que tienen poca relación con el producto natural, sino con su transformación y agregación de valor y donde la distribución contribuye a modelar cambios permanentes en el patrón hegemónico oferta-demanda de alimentos (Torres, 2010). La oferta interna de alimentos procesados se amplía además en la medida que se conecta de manera más rápida y efectiva con las dinámicas de los mercados abiertos.
Lo anterior es posible por la fuerza de la globalización y la evolución expan siva de las firmas distribuidoras internacionales como Walmart en alimentos, ya que no se presentan restricciones de oferta estacional al conectarse todos los mercados del mundo para garantizar suministros regulares de cualquier producto. Esto explica el crecimiento ilimitado del número de tiendas de auto servicio más allá de las demandas locales reales, el desarrollo de tecnologías de ventas, el diseño de estrategias organizacionales, la absorción de firmas locales por las cadenas internacionales y su ilimitado avance en todas las escalas de ciudades. Un aspecto adicional en dicha configuración parte de la publicidad masiva que crea nuevas necesidades superfluas de consumo, en un contexto de competencias de empresas vinculadas al sector alimentario (Torres, 2010).
La forma en que la industria alimentaria modela ahora la producción, distribución y publicidad de los alimentos y bebidas, modifica los hábitos alimentarios hacia un sobreconsumo de productos industrializados de alta densidad energética y aditivos sustitutos del producto original, que responde a los estilos de vida actual a costa de empobrecer la calidad en la alimentación y generar patrones de consumo diferenciados por nivel de ingreso.
Si bien los estratos de ingreso alto y bajo enfrentan una oferta alimentaria basada en productos industrializados, los primeros pueden incorporar a su dieta una mayor cantidad, de mejor calidad y precios elevados, mientras que los segundos muchas veces no sólo sacrifican la cantidad sino también la calidad de los alimentos consumidos. De cualquier forma, la hegemonía del patrón oferta-demanda que permea a toda la estructura social, más allá de su relevancia en el gasto, al incorporar productos industrializados y bebidas embotelladas, que junto con la dieta base, alta en carbohidratos, contribuye al deterioro generalizado en la calidad de la alimentación.
Consecuentemente, en estratos de nivel alto se presentan padecimientos como sobrepeso y obesidad asociados a una alimentación costosa desbalanceada. De igual forma, en estratos de bajos ingresos se observan estos padecimientos, además de desnutrición asociados a dietas deficientes, caracterizadas por el exceso de alimentos ricos en grasas, azúcares refinados y pobres en fibras, el aumento de alimentos y bebidas industrializadas, de bajo costo, alta densidad energética y mala calidad que sustituyen a la dieta tradicional basada en granos, cereales y leguminosas. Tanto la falta de alimentos como su ingesta excesiva y el desbalance en el consumo de macro y micronutrientes repercute en lo que se conoce hoy en día como la doble carga de la malnutrición (Cepal y WFP, 2017).
Así, el análisis desde la perspectiva económica sobre las causas estructurales y multifactoriales de la obesidad es importante actualmente. Las estadísticas mundiales muestran que la magnitud de la obesidad sigue en aumento; la prevalencia de sobrepeso y obesidad es mayor en los países de ingresos medios altos, pero también se detectan niveles elevados en países de ingresos medios y bajos. El cambio en las formas de vida presenciada en los últimos decenios, pero sobre todo la americanización de las costumbres y la dieta, han conformado entornos cada vez más obesogénicos cuyos efectos negativos para la salud son evidentes (Dávila, 2015; Moreno et al., 2014).
De acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF, por sus siglas en inglés), la obesidad se ha casi triplicado en todo el mundo. En 2016 más de 1 900 millones de adultos de 18 años tenían sobrepeso, de ellos, más de 650 millones eran obesos; 41 millones de niños menores de cinco años tenían sobrepeso u obesidad; y 340 millones de niños y adolescentes (de 5 a 19 años) registraban sobrepeso u obesidad (UNICEF, 2017).
Aunado a lo anterior, un estudio reciente que recogió datos de 130 millones de personas, señala que a nivel mundial el número de niños y adolescentes obesos se ha multiplicado por 10 en las cuatro últimas décadas. La investigación concluye que las tasas mundiales de obesidad infantil y adolescente aumentaron desde menos de 1% (5 millones de niñas y 6 millones de niños) en 1975, hasta casi 6% en las niñas (50 millones) y cerca de 8% en los niños (74 millones) en 2016. Es decir, el número de individuos obesos en ese rango pasó de 11 millones en 1975 a 124 millones en 2016. Además, 213 millones de niños y adolescentes presentan sobrepeso, que representa la antesala de la obesidad (NCD-RisC, 2017).
En el caso de la población mexicana, la prevalencia de la obesidad ha tenido un aumento sin precedentes en las últimas tres décadas. México y Estados Unidos desde hace algunos años ocupan los primeros lugares de prevalencia mundial de obesidad en población adulta (30%), la cual es 10 veces mayor que la de Japón y Corea del Sur (4%). Actualmente, México ocupa el primer lugar mundial en obesidad infantil, y el segundo en obesidad en adultos (siete de cada diez adultos sufre sobrepeso y obesidad); el problema está presente no sólo en la infancia y la adolescencia, sino también en población en edad preescolar (SSA, 2013; UNICEF, 2017).
Así, en la reproducción de la obesidad se conjugan multiplicidad de factores que han propiciado cambios en las formas de vida, pero sobre todo en la alimentación. Estas modificaciones han conducido a que la población mantenga una vida sedentaria, automatizada y con menos oportunidades para realizar actividades físicas, que aunado a la llamada transición alimentaria, explicaría el incremento del sobrepeso y la obesidad, junto a la proliferación de enfermedades crónico-degenerativas. Es importante, por tanto, analizar la estructura de la oferta y la demanda alimentaria porque a partir de la trasgresión del patrón alimentario tradicional pueden explicarse las causas estructurales de este problema de salud pública que inhibe al desarrollo económico.
Cambios en el patrón oferta-demanda como detonante del sobrepeso y la obesidad en México
Existe consenso en la literatura especializada respecto a que el incremento de la obesidad está ligado a las condiciones alimentarias de la población, lo cual afecta la estructura de su salud. En el caso de México, la transformación y el empobrecimiento de la alimentación en el tercer milenio se relacionan con el cambio en el modelo de desarrollo económico experimentado a partir de los años ochenta del siglo pasado.
La crisis de 1982 produjo un adeudo impagable que implicó la reorientación de la política económica y la instauración de un programa de estabilización macroeconómica y ajuste estructural, bajo un nuevo modelo de desarrollo de economía abierta. Junto a esto, ocurrió una considerable liberalización del régimen comercial, de las reglas para la inversión extranjera y de las regulaciones internas. También se suscitó un programa de privatización de empresas públicas y la redefinición de funciones y alcances del Estado dentro de la economía, sus responsabilidades y la naturaleza de su intervención; además, se posicionó el mercado como el medio de asignación de los recursos del país, privatizando la mayor parte de sus activos y haciendo depender el proceso de crecimiento económico de la inversión extranjera y del comercio internacional (Moreno et al., 2014).
Como resultado de la aplicación del modelo de economía abierta, desde las tres últimas décadas se acentuaron los desequilibrios internos y se gestaron grandes desigualdades económicas y sociales, que impactaron los niveles de consumo de la población. Además el estancamiento económico y las crisis económicas recurrentes provocaron una mayor concentración del ingreso, menor nivel de empleo, la ampliación de los rezagos sociales, y un aumento en las condiciones de inseguridad alimentaria por la vía del acceso a los alimentos.
El cambio de estrategia afectó las tendencias del consumo alimentario en el país al homogeneizarse y estandarizarse los patrones oferta-demanda de ali mentos a nivel mundial en el contexto de la globalización, lo que desembocó en la consolidación de un patrón hegemónico oferta-demanda nacional que registra una participación cada vez menor de productos primarios. Esto fue posible debido a que el modelo de economía abierta privilegió el cambio de eje de desarrollo, del mercado interno con un patrón de cultivos regionalmente relevante, al eje del mercado internacional cuyas ventajas comparativas están por encima de los objetivos de seguridad alimentaria, soberanía nacional, seguridad nutricional y más aún seguridad nacional.
Los patrones alimentarios que antecedieron en el país respondieron a factores locales o regionales y estaban definidos por los cultivos domésticos acorde a los recursos naturales para la agricultura, la caza y la pesca, el clima y la cultura, lo que permitió consolidar una estructura heterogénea de alimentación y nutrición en términos territoriales. A partir de la aplicación de la Revolución Verde en los años cuarenta, se comenzó a homogeneizar el campo y se sometió a la lógica de los procesos de industrialización de los alimentos, lo que a su vez se tradujo en una progresiva homologación de las formas de consumo masivo, y la aplicación de productos tóxicos a la producción alimentaria, de cuyo consumo sólo pueden excluirse sectores de altos ingresos que paguen más por productos generados con tecnologías limpias, como los alimentos orgánicos. La mayoría de estos últimos, cuenta con certificaciones para asegurar que se cultivan, crían y procesan con métodos naturales, libres de aditivos químicos y compuestos sintéticos. No obstante, en el ámbito rural, existe un sector de población que también cultiva sin agroquímicos y que destina su cosecha al autoconsumo, pero son las estrategias que ha casi eliminado la globalización (Torres, 2003; Trápaga, 2002).
El rezago en la producción de alimentos básicos -a partir de 1965- frente a la dinámica de crecimiento demográfico, la decisión del Estado de renunciar a producir los alimentos que consumía la población mexicana para buscar los precios más baratos en el mercado internacional, pero sobre todo la dependencia alimentaria artificial que se creó a causa de la especialización productiva en bienes que permiten la mayor obtención de divisas (frutas y hortalizas) para pagar la cuenta de las importaciones crecientes de los bienes básicos y de mayor frecuencia en el consumo de los mexicanos (granos, oleaginosas, cárnicos y lácteos), coadyuvaron a la transición alimentaria del país que afectó la estructura de la producción interna, la composición de la oferta y la destrucción gradual de los patrones alimentarios locales (Trápaga, 2002).
El saldo de la transición alimentaria en el siglo XXI es la pérdida de la soberanía alimentaria y la vulnerabilidad permanente, ya que los compradores pueden vivir sin los productos en los que el país se especializó y exporta, pero México no puede vivir sin lo que importa de ellos, cuyo componente nutricional puede ser muchas veces discutible cuando se tratan de productos transformados y de alto valor agregado (Torres, 2003; Trápaga, 2002).
El patrón de consumo alimentario en México se encuentra altamente polarizado en función de los niveles de ingreso de la población y es, de acuerdo a la estratificación, que puede valorarse el futuro de la población en términos de nutrición. Las crisis de las tres últimas décadas han provocado que los hogares mexicanos restrinjan su consumo en términos de frecuencia y volumen, aumentando paulatinamente la proporción del gasto destinado a alimentos. La estructura alimentaria, se configura a partir de una mayor demanda de alimentos ricos en proteínas de origen animal, pero también de azúcar, grasas, aceites y de productos altamente procesados, sustitutos de las fuentes naturales de carbohidratos (véase Cuadro 1).
Fuente: elaboración propia a partir de INEGI, Encuestas Nacionales de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), varios años.
Se configura entonces un patrón hegemónico oferta-demanda de alimentos de mala calidad que es nocivo para todos los sectores de la población, provoca problemas de salud como el sobrepeso y la obesidad, además de que tiene mayores impactos en el desarrollo de enfermedades crónico-degenerativas. La ausencia de información adecuada y de una política gubernamental que oriente al consumidor, ha contribuido a que el problema adquiera dimensiones que llevaron a que el sobrepeso y la obesidad sean catalogadas como emergencias sanitarias.
El deterioro de las condiciones alimentarias y las dimensiones actuales del sobrepeso y la obesidad en México
Las crisis recurrentes que presenta la economía mexicana desde la década de los ochenta del siglo XX, provocaron el deterioro del ingreso entre la población, principalmente en los tres deciles de ingreso más bajo. Incidieron además en la transformación de las condiciones alimentarias de los mexicanos, tanto por lo que implica la apertura al consumo de productos diferentes a los hábitos locales, así como porque en mercados abiertos, el deterioro del poder adquisitivo no es restricción determinante para acceder a las nuevas ofertas, de las cuales un amplio número se destina al consumo popular.
Las Encuestas Nacionales de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 1992-2016 muestran un aumento nominal del ingreso corriente, pero se presenta de manera diferenciada para cada estrato. Los resultados suelen interpretarse como una mejoría en las condiciones de los hogares, aunque el incremento se concentró en los tres estratos más altos, la capacidad adquisitiva en general se encuentra menguada por efectos inflacionarios. De esta manera, el aumento diferencial del ingreso entre los deciles refleja alzas continuas en la desigualdad social.
La concentración del ingreso, según el coeficiente de Gini aumentó partir de 1994 en función del ingreso corriente total. De esta manera osciló entre 0.470 en 1992, 0.455 en 2004 y, finalmente, 0.448 en 2016. Las cifras de distribución por estratos indican que durante el periodo referido, la participación del 80% de los grupos más pobres de los hogares mexicanos en el ingreso corriente total pasó de 46.3 a 48.2%, lo que se corresponde con la reducción de la participación del decil más rico que pasó de 37.7 a 36.3%. Pese a ello, la tendencia a que un grupo reducido de familias se apropien de la riqueza generada persiste a lo largo del tiempo, en el año 2016 el grupo de mayores ingresos concentró 36.3%, mientras que el de menor ingreso registró 1.8% (véase Cuadro 2).
Fuente: elaboración propia a partir de INEGI, Encuestas Nacionales de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), varios años.
Esto significa que el peso del ajuste económico realizado como parte de la estrategia del modelo de economía abierta, afecta fundamentalmente a los grupos de población de ingresos bajos y medios quienes redujeron sus niveles de consumo y la calidad de su alimentación. Estos cambios, que se no detectan o impactan de inmediato, suelen representar un aspecto crucial al evaluar la capacidad intelectual y competitiva de una generación completa. No obstante, la población de menores ingresos desarrolló por lo menos dos estrategias para enfrentar la pérdida relativa de sus ingresos: la utilización más intensiva de su fuerza de trabajo, a través del aumento de la jornada laboral del jefe de familia e incorporando otros miembros en actividades informales; o bien mediante la introducción de cambios en la estructura familiar de gasto de bienes no básicos y básicos, aunque no logró revertir la desaceleración del consumo.
Según la estructura comparativa de gasto familiar a partir de los diferentes rubros que lo conforman, la alimentación representa el renglón más importante y estratégico en las familias. En 1992, el gasto en alimentos cubrió 35.6% del gasto total, por encima del de transporte que abarcó 16.2%, vivienda se ubicó con 7.8% y salud 3.5%. Pese a ser el rubro más significativo, la alimentación muestra proporcionalmente, un descenso marginal en la participación histórica. Así, mientras en 1992 representó 35.6% del gasto monetario total, en 2016 disminuyó a 35.2% (véase Cuadro 3).
Fuente: elaboración propia a partir de INEGI, Encuestas Nacionales de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), varios años.
Las diferencias en los niveles de ingreso individual y por estratos sociales dan como resultado la conformación de diversos patrones alimentarios con diferente composición en términos de valor. Por tanto, el ejercicio del gasto familiar en relación con la estructura segmentada de ingreso lleva necesariamente a otra vertiente de interpretación.
En la economía de la alimentación existe el supuesto de que en la medida que aumentan los ingresos familiares disminuyen los niveles de gasto en alimentos, o bien se presenta mayor diversificación, agregación y sofisticación. El problema es cuando se detecta un desequilibrio en el ingreso que afecta en mayor proporción a la base de la pirámide social; surgen así las asimetrías que se profundiza en épocas de crisis económica, que induce al fenómeno del hambre localizada y desnutrición en grupos muy amplios, además de distor siones atípicas en el patrón alimentario.
En una economía de mercado, más aún de mercados abiertos, el ingreso no observa una asignación social equilibrada, ya que su objetivo -basado en la competencia de los agentes económicos- no es la equidad, sino la racionalidad de las leyes del mercado. Esta premisa conlleva a estrechar el vértice de la pirámide social, donde un grupo reducido asegura una mejor calidad de alimentación sin mayor impacto en su gasto; al mismo tiempo dinamiza ciertos rubros de la oferta. En otro sentido, la base de la pirámide se mantiene en estado latente de subconsumo, aunque de cualquier modo reactiva otros rubros de la misma. Paralelamente ocurre una reorientación del gasto con la finalidad de compensar la caída del ingreso individual y familiar. Se establecen nuevas escalas de prioridades, algunos bienes y servicios se sacrifican, mientras otros se sustituyen o baja su nivel de consumo acostumbrado.
Por ello, a medida que se analiza la evolución de los diferentes estratos en gasto ejercido, se detectan las asimetrías del consumo. La estructura polarizada del gasto en alimentos es más significativa en productos específicos de mayor precio o valor agregado, dadas las dificultades de acceso para los sectores de menos ingresos. Tal es el caso de la fruta, la carne, los pescados y mariscos, y la leche y sus derivados. Sin embargo, la desigualdad tiene su mayor expresión en el renglón de alimentos y bebidas consumidas fuera del hogar. La amplia oferta de la llamada comida rápida facilita, actualmente, el consumo fuera de casa; en el caso de México más del 70% de la población vive en ciudades, aunque tiene implicaciones y condiciones diferentes por estrato de ingreso y niveles nutricionales. Entre la población empleada de los estratos bajos, resulta común llevar comida preparada desde el hogar al trabajo. Para ello se acondiciona un tipo de oferta flexible, como el pan de caja, las carnes frías, los condimentos, o la comida deshidratada como las sopas, y se evita consumir en lugares fijos, aunque de todas formas impacta en el gasto.
En ese rubro las proporciones de gasto para el grupo de mayores ingresos en el periodo fueron seis veces mayores en comparación con el estrato de me nos ingresos. De hecho los cuatro deciles de mayores ingresos concentran más del 70% del gasto en este. Ello se relaciona tanto con los hábitos de consumo extrahogar, como con lugares y circuitos de consumo alimentario que realiza la población de mayores ingresos (restaurantes, cafeterías, establecimientos de comida rápida, etcétera). Por tanto, existe una clara tendencia a comer fuera del hogar, lo cual tiene una relación directa en nuevos comportamientos de tectados en el patrón de consumo sustentado en una idea de modernidad y pragmatismo.
Los grupos catalogados como de ingresos "medios" y "medio altos" (deciles IV a VIII) enfrentaron de manera relativamente mejor esta situación porque mantienen casi constante la proporción de su gasto. De aquí se desprende la hipótesis de que los estratos que disminuyen su proporción del gasto, tienden a desplazar o sustituir algunos productos de la dieta, sin que ello necesaria mente signifique subconsumo, únicamente eliminan temporal o permanente mente productos de mayor valor o calidad.
Sin duda, los hogares de mayores ingresos no resienten tanto el efecto de crisis, al mantener un crecimiento constante de su gasto en este renglón; pues la tendencia es hacia una clara diversificación en función de las oscilaciones de la oferta o de las tendencias con que se maneja la información alimentaria, aunque es donde mayor peso tienen las influencias externas. En cambio, los grupos más pobres no sólo se ubicaron en una línea de subconsumo, en términos de cantidad, sino que también sacrificaron la calidad ante la diversificación a que fueron obligados con la crisis y baja del poder adquisitivo. Es por lo anterior que presentaron un desbalance nutricional como resultado consumo excesivo de azucares a través de bebidas embotelladas, de harinas refinadas mediante la ingesta de hamburguesas y pizzas, pero también porque su consumo de productos tradicionales (como tamales, tacos y frituras), se vio afectado por el deterioro en la calidad de los insumos empleados en su elaboración, entre otros.
Debido a que los tres estratos de ingreso más alto se presentan, en cualquier periodo de levantamiento de las encuestas como los más dinámicos en cuanto a su gasto, también se podría deducir la prevalencia de un manejo irracional, al igual que de un alto contenido de desperdicio de alimentos, además de una dieta menos balanceada. Los grupos de bajos ingresos presentan, sobre todo en periodos de crisis, condiciones de afectación en su situación nutricional. Por tanto, las crisis inducen un fenómeno de homogeneización en las condiciones alimentarias y nutrimentales que sólo se rompen, en términos sociales, debido a cambios en la estructura de la oferta.
Además, la distribución del gasto no tiene el mismo efecto por estrato social dentro de una estructura de ingresos fuertemente concentrada. Algunos grupos situados en estratos de menores ingresos llegan a destinar hasta el 80% de ellos para la compra de alimentos; aun así se encuentran muy alejados de una alimentación deseable, la cual incluso puede resultar inestable o poco favorecida con el vaivén de las variables macroeconómicas, que no se refleja en los niveles de ingreso individual y tampoco permiten aprovechar la flexibilidad de la oferta de las empresas distribuidoras en las economías abiertas. Esta última situación más bien tiene un efecto perverso al favorecer la presencia de alimentos chatarra que impactan de manera negativa en los niveles nutricionales y el ingreso de los más pobres, sin que medie para ello una regulación o vigilancia por instancias oficiales.
Lo anterior provocó que en México el sobrepeso y la obesidad crecieran de manera desmesurada a partir de los años noventa, y de forma coincidente con la apertura comercial y dentro del patrón hegemónico oferta-demanda de alimentos, y además afectaran a todos los grupos de edad. La obesidad infantil ha aumentado de forma alarmante en años recientes, aunque el problema está presente también en la población adolescente y en edad preescolar. Actualmente, uno de cada tres adolescentes de entre 12 y 19 años presenta sobrepeso u obesidad; para los preescolares, esta prevalencia combinada ascendió en promedio al 26% en ambos sexos, lo cual representa más de 4.1 millones de escolares conviviendo con este padecimiento (ENSANUT, 2016).
El problema adquiere una magnitud mayor cuando se analiza la carga atribuible sólo en adultos a través del tiempo. Entre 1988 y 2016, la prevalencia combinada de sobrepeso y obesidad en adultos prácticamente se duplicó al pasar de 34.5 a 72.5%, aunque el mayor incremento se presentó en la década de los noventa. Sin embargo, se suscitó una dinámica distinta para ambos fac tores: el sobrepeso creció 57% al pasar su prevalencia de 25 a 39.9% durante el periodo; mientras que la obesidad se disparó hasta 251% si consideramos su cambio de prevalencia de 9.5 al inicio del periodo y de 33.3% al final (véase Gráfica 1).
Las consecuencias del sobrepeso y la obesidad son causantes de diversas enfermedades crónico-degenerativas que merman la actividad económica del país debido a muertes prematuras y baja productividad. Asimismo, impactan significativamente al Sistema de Salud al tener que destinarse una gran cantidad de recursos para su atención médica, reducen los ingresos de los enfermos y afectan la relación ingreso-gasto de los hogares. Entre los años 2000 y 2015 aumentó con mayor rapidez el número de defunciones totales por enfermedades asociadas al sobrepeso y la obesidad: las muertes por causa de cánceres, osteoartritis, problemas cardiovasculares y diabetes mellitus crecieron 34.4, 39, 70 y 111.3%, respectivamente (véase Cuadro 4). Sin embargo, destaca el incremento en las tasas de mortalidad de la diabetes mellitus e hipertensión arterial: en el primer caso la tasa pasó de 46.1 a 82.6%, mientras que en el segundo el cambio fue de 9.7 a 21.4%, durante el periodo (SSA, 2015).
* Incluye cáncer de esófago, mama, páncreas, cervico-uterino, colon y recto.
Fuente: elaboración propia a partir de SSA (2015).
Como resultado, desde 2013 se lanzó en el país una Estrategia Nacional para la Prevención, Control del Sobrepeso, la Obesidad y la Diabetes (SSA, 2013); sin embargo, los resultados no han sido satisfactorios en la medida que más que disminuir, aumentaron tanto la prevalencia del sobrepeso y la diabetes, así como el número de pacientes con enfermedades crónico-degenerativas.
México presenta hoy en día una crisis de salud pública a causa del sobrepeso y la obesidad, cuyo costo social aumenta. Se estima que en 2017, los costos de salud generados por enfermedades asociadas con el exceso de peso ascen derían a 150 mil millones de pesos, de los cuales el tratamiento tan sólo de la diabetes oscilaría entre los 80 y 100 mil millones de pesos, que equivaldría entre el 70 y 90% del gasto programable en salud (IMCO Staff, 2015; SSA, 2015). Por tanto, la magnitud, la frecuencia y el ritmo de crecimiento del sobrepeso y la obesidad representa una emergencia sanitaria que pone en riesgo ahora al propio desarrollo económico del país.
Conclusiones
Actualmente en México, el sobrepeso y la obesidad representan un problema de salud pública, dada su prevalencia, sus consecuencias y su asociación con las principales causas de mortalidad. En este escenario, se requieren modificaciones sustanciales en las políticas de salud y en las estructuras sociales y económicas, principalmente en cuanto a producción y consumo de alimentos, ya que el nuevo patrón de oferta-demanda se encuentra asociado al incremen to de enfermedades crónico degenerativas, como es el caso de la obesidad.
La alimentación es un factor esencial en el desarrollo humano; sin embargo, la dieta de los mexicanos en el siglo XXI es muy diferente a la del pasado inmediato. Se ha evidenciado que el cambio de la dieta tradicional basada en granos, cereales y leguminosas, por una dieta de comida rápida e industrializada basada en harinas refinadas y bebidas azucaradas, fomentada por la industria alimentaria, son factores que predisponen, aunado al sedentarismo cada vez más frecuente entre la población.
Los estudios epidemiológicos, el uso de indicadores como el IMC y la medición de la circunferencia de la cintura representan estrategias de detección clínica que nos permiten una adecuada clasificación de la enfermedad y del riesgo asociado a esta, para establecer así medidas de prevención o de manejo tanto de la obesidad como de las enfermedades asociadas, sobre todo en las poblaciones genéticamente susceptibles. Sin embargo, resulta insuficiente en la medida que se requiere formular y coordinar estrategias multisectoriales integrales que atiendan el problema que ha propiciado el sobrepeso y la obesidad, que atañe a la forma de producción y tipo de consumo de alimentos, así como a la ausencia de un marco regulatorio que permita asegurar estándares de calidad en los productos que han formado parte del patrón alimentario nacional.