I. Introducción
Los “Derechos del Hombre” comienzan a articularse como derechos universales a partir de la Revolución Francesa y la alta Ilustración europea en las dos últimas décadas del siglo XVIII, hasta su consagración definitiva como Derechos Humanos hasta mediados del siglo XX. A pesar de su reacia posición a favorecer públicamente el movimiento y la militancia revolucionaria, el filósofo prusiano Immanuel Kant se valió del “mote de teórico de la revolución francesa por haber dado forma por vez primera a la tríada de conceptos normativos jurídico-políticos de libertad, igualdad y autosuficiencia (Selbständigkeit)” (Bertomeu, 2010, p. 57). Kant da “forma” a estos conceptos en su escrito de 1793, Teoría y práctica. Debido a que se trata de un texto que sirve de enclave no solo para articular mínimamente la praxis política con la filosofía moral que Kant desarrolló previamente en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la segunda Crítica, sino también para acercar la teoría moral a la antropología práctica –la aplicación de la metafísica moral a las condiciones psicológicas del ser humano–, parece entonces natural pensar que en los escritos teórico-prácticos del filósofo se hallan importantes bases teórico-filosóficas en favor de la causa de los derechos del hombre. ¿Qué es, pues, lo que podemos encontrar en el pensamiento de Kant como filósofo que favorece los derechos humanos, si es que existe vínculo histórico alguno entre el acontecimiento de la Revolución Francesa y la declaración universal de los Derechos del Hombre?
Este trabajo es una contribución a la discusión sobre la relación que existe entre la filosofía de Kant y los derechos humanos. Establece críticamente los límites “fundacionales” de la filosofía pura de Kant en pro de la causa de los derechos humanos para favorecer más bien una posición antropológica y por tanto histórica, sustentada en lo que el filósofo llama una “profecía histórica” (wahrsagende Geschichte). Se trata, pues, de un sentido que no tiene que ver con la contribución trascendental que, prima facie, se pensaría como la aportación natural que tendría que ser de la filosofía práctica kantiana, basada en la identidad autónoma trascendental de la persona humana y su valor intrínseco (dignidad), o de los derechos derivados a partir de una idea a priori de la libertad moral (ética y jurídica). En este sentido es que abogo en favor de una contribución filosófica kantiana a los derechos humanos más en clave histórica y antropológica que propiamente metafísica.
Mi estrategia argumentativa tiene dos partes. Primero, tomando como hilo conductor un análisis crítico en favor de la fundamentación metafísica kantiana de los derechos humanos, en los primeros dos apartados arguyo que dicha línea interpretativa, como la que se halla de manera latente en un par de trabajos recientes por parte de Jürgen Habermas y Otfried Höffe, vulnera aspectos sustanciales de los derechos humanos mismos. Arguyo que la inclusión kantiana en el discurso de los derechos humanos no puede ser metafísica so pena de contradecir la universalidad y la característica fundamentalmente humana de lo que pretendidamente los derechos humanos son. Posteriormente, en el tercer apartado expongo algunas de las ideas centrales que conforman el concepto del “fenómeno de los derechos humanos”, siguiendo la propuesta de Eduardo Rabossi y partiendo de la concepción que tiene Norberto Bobbio sobre las implicaciones “revolucionarias” de la Declaración Universal. Entre otras cosas, lo que me interesa resaltar del concepto del “fenómeno de los derechos humanos” es la caducidad e impertinencia de cualquier fundacionalismo filosófico para sustentarlos. Por último, tomando en cuenta el resultado límite de los dos primeros apartados y la razonabilidad de los criterios adoptados principalmente por Rabossi para dar cuenta del significado histórico de la Declaración Universal expuestos en el tercero, en el último apartado intento articular algunas de las ideas de Kant con el concepto del “fenómeno de los derechos humanos”. Aquí me enfoco sobre todo en el segundo de los textos de Kant que conforman su escrito de 1798, El conflicto de las facultades.
II. La limitación kantiana en la fundamentación moral de los derechos humanos
El Artículo I de la Declaración universal de los Derechos Humanos afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Relacionado con esto, el Preámbulo mantiene que “el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana, es el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo”. El 2do Artículo, a su vez, establece que “toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Si consideramos, como nos lo permite entender estas citas, que la “dignidad” es el valor “intrínseco” (o inherente) que tienen “todos los miembros de la familia humana” independientemente de cualquier “condición” y que proporciona el “fundamento” de aquellos valores –libertad, justicia y paz– por los cuales es posible sustentar los derechos humanos (y obligaciones) que los promuevan, entonces parece posible decir que sin la presuposición de la dignidad tales valores y los derechos (y obligaciones) que los promueven, carecerían de justificación (Gewirth, 1992; Griffin, 2008; Tugendhat, 1993; Waldron, 2009).1
Como concepto fundamental de la justificación de los derechos que le siguen, parece natural pensar que la dignidad humana representa la base moral de los derechos humanos: ya sea que los consideremos como derechos morales (Sen, 2004) o bien, cual rostro de Jano, como derechos que tienen una doble dimensión, moral y legal (Lohmann, 1998; Habermas, 2010; Waldron, 2009). Con todo, por tratarse de un concepto que pertenece al orden moral exclusivamente, la dignidad es un valor pre-positivo y pre-político. En efecto, se trata de un concepto, como lo pone Joel Feinberg, que “existe previo a, o independiente de, cualquier tipo de regla legal o constitucional” (Feinberg, 1973, p. 84). Siendo así, la dignidad no solo tendría que ser reconocida, dada la propia idea de origen ontológico que refleja, antes que cualquier ley jurídica –por lo que su defensa no es de naturaleza jurídica– sino que, más aún, tendría que ser precisamente el valor por el cual las leyes jurídicas y constitucionales se hacen y ejecutan. Si pensamos (junto con Feinberg y Sen) que los derechos humanos mismos son derechos morales, entonces es claro que deberían ser reconocidos por todo orden jurídico y constitucional, en su totalidad como derechos y no solo en consideración del valor de la dignidad, como los propios fundamentos de las leyes jurídicas y constitucionales mismas. Haciendo justicia a nuestra intelectualidad histórica contemporánea parece natural inclinarnos a pensar el valor moral de la dignidad dando más peso a una argumentación o conjunto de ideas más bien seculares que teológicas. No quiero decir desde luego que resulta ininteligible ofrecer una concepción religiosa de dignidad humana ni tampoco que su justificación secular, para ser apropiada, requiera dejar fuera cualquier otra concepción religiosa compatible con ella. De hecho, resulta problemático reducir a la sola secularidad la teoría de los derechos humanos (Freeman, 2004). Tan solo quiero decir que la búsqueda por dar validez a los derechos humanos que pretendidamente se fundan desde allí no es satisfactoria si ese punto de partida solo es religioso en su justificación.2
Jürgen Habermas piensa, por ejemplo, que en la actualidad los derechos humanos tienen su valor moral gracias al concepto filosófico de la dignidad humana, y desde el punto de vista de esta concepción filosófica, sostiene que la relación del valor moral de la dignidad con los derechos humanos surge “a partir de los componentes de una moral racional” (2010, p. 466). Habermas además sostiene que “la apelación al concepto de dignidad sin duda alguna ha hecho más fácil alcanzar un consenso superpuesto” en lo que a “la negociación de los derechos humanos respecta” y en lo que toca a los “acuerdos internacionales logrados desde diferentes bases culturales” (2010, p. 467).3 Desde estas bases, Habermas parece conceder que el concepto filosófico de dignidad es la piedra de toque que sirve de fundamento no solo a todo el sistema de los derechos humanos en su conjunto, sino también el que debe de servir a toda institución –como la ONU y sus distintas oficinas alrededor de mundo, así como los diferentes centros regionales de derechos humanos– que tiene como fin y propósito asegurar en la mayor medida de lo posible el reconocimiento, aplicación y cumplimiento de los derechos humanos en cualquier rincón del mundo. Como lo pone Habermas nuevamente, “la dignidad humana forma el `portal` a través del cual la igualdad y la universalidad sustancial de la moralidad se importa a la ley” (2010, p. 469).4
¿Existe entonces alguna filosofía que, como sistema de pensamiento moral racional, haga justicia al concepto filosófico de dignidad para fundamentar los derechos humanos? Más problemáticamente todavía, del hecho de que estamos hablando de derechos válidos para todo ser humano, Habermas pasa a sostener que el concepto filosófico de dignidad tiene que ser “uno y el mismo en todo lugar y para todos”, ya que solo así es posible que “fundamente la indivisibilidad de todas las categorías de los derechos humanos” (Habermas, 2010, p. 468. Cursivas añadidas). Habermas considera que “el eco del imperativo categórico de Kant de respetar la dignidad de toda persona” es una clara muestra de la presencia de un fundamento universal del valor de la dignidad en una norma o artículo constitucional consistente con el respeto a los derechos humanos. Así pues, Habermas sostiene que hay una presencia de la idea kantiana de la moral en la universalidad de los derechos humanos. Pero creo que Habermas sostiene una tesis aún más fuerte, pues no solamente afirma que “hasta después de la segunda guerra mundial el concepto filosófico de dignidad, ya existente en la antigüedad y que adquirió su actual expresión canónica en Kant, encontró su camino dentro de los textos de leyes internacionales y las constituciones nacionales recientes”, sino también que existe una “conexión conceptual” entre la dignidad y los derechos humanos (2010, pp. 445-46 para ambas citas). Si “la actual expresión” de la dignidad humana que fundamenta moralmente a los derechos humanos es la “expresión canónica de Kant”, y tenemos además que, a su modo de ver, existe una “conexión conceptual” entre el valor de la dignidad y los derechos humanos, entonces Habermas parece suponer que la “conexión conceptual” entre dignidad y derechos humanos es una conexión entre la dignidad de corte kantiano y los derechos humanos.5
Sin embargo, como espero mostrar ahora, la concepción filosófica kantiana de dignidad como “fundamento moral” de los derechos humanos es problemática. Y es que la “conexión conceptual” solo resulta si, o bien limitamos los derechos humanos a derechos de personas moralmente autónomas, o bien, incluimos en el círculo de la dignidad a cualquier ser humano que no es necesariamente persona. Lo primero significaría poner en máximo riesgo la peculiaridad humana de los derechos humanos, mientras que lo segundo significaría falsear la perspectiva kantiana sobre la autonomía y la racionalidad. Debido a lo poco convincente que resulta cualesquiera de estas dos posibilidades por el hecho obvio de amenazar características esenciales de una y otra, resulta razonable cuestionar la conexión conceptual entre dignidad kantiana y derechos humanos.
La idea de dignidad moral en Kant aparece en la segunda sección de la Fundamentación. En el contexto en el que discute el reino de los fines (Reichs der Zwecke) como “el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes” (1785, p. 197), Kant afirma lo siguiente:
En el reino de los fines todo tiene o un precio (Preis) o una dignidad (Würde). En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalente, tiene una dignidad […] pero aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es, dignidad. Ahora bien, la moralidad es la condición únicamente bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque solo por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines. Así pues, la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de la misma, es lo único que tiene dignidad (1785, pp. 199-200. Últimas cursivas añadidas).
En el reino de fines todas las personas se tratarían siempre recíprocamente como fines en sí mismas y no solo como meros medios para cualquier propósito arbitrario de la voluntad sensiblemente condicionada de cada una de ellas. Como dice Kant, “la moralidad consiste en la referencia de toda acción a la legislación únicamente por la cual es posible un reino de los fines” (1785, p. 199). La moralidad en Kant se expresa a través del mandato categórico de la Fórmula de la Humanidad –pues cada una de las tres formulaciones “une en sí de suyo a las otras dos” (1785, p. 203)–, la cual tiene como fundamento el valor intrínseco de todo ser racional. Así las cosas, el concepto kantiano de dignidad reúne un par de características por las cuales resulta ser muy atractiva para fungir de base moral universal a los derechos de quien posee esa dignidad. En palabras de Habermas, se trata de un concepto que implica la “universalización seguida de la individualización”, por un lado, y “el reemplazo de la relativa superioridad de la humanidad y sus miembros por el absoluto valor de cada persona”, por otro (2010, pp. 473- 74). Estos dos momentos, que encontramos perfectamente articulados en la “expresión canónica” de la dignidad kantiana, son el resultado de un proceso histórico vivido en el espíritu europeo –para decirlo hegelianamente– “cuando ideas propias de la tradición Judeo-Cristiana fueron apropiadas por la filosofía” para hacerse de este modo ideas seculares (2010, p. 474).6
La historia de este proceso, tal como nos la recuerda Habermas, es más o menos como sigue. En el mundo antiguo, antes de la expansión del cristianismo por Europa, ya encontramos la palabra dignitas. No obstante, se refería básicamente al “honor social” de una persona. Se trataba de un sentido del concepto propio de las sociedades tradicionales jerárquicamente rígidas, en donde no todo mundo tenía dignidad (ni por tanto un estatus moral de elevación). En tales sociedades, una persona ganaba su dignidad y con ella un respeto social –por el cual se adjudicaba también a sí misma un auto-respeto– a través de ciertas acciones que seguían preceptos de acuerdo con un rol y una institucionalidad establecida. Por ejemplo, de acuerdo con el código de honor de la nobleza (siendo uno mismo noble), ganarse un nombramiento político o ser relevantemente reconocido en la práctica de una profesión u oficio socialmente valorado (típicamente, la abogacía, la medicina o la milicia). En la obra de Cicerón, para tomar como referencia a un autor paradigmático de esta tradición, encontramos las ideas de honorabilidad y honorable (traducciones de honestas y honestum) referidas al modo como cada cual tiene que realizar sus roles sociales. Ser honorable en lo que uno hace o realiza es un deber, nos dice Cicerón en su De Officiis. Pero en lo que a este deber de alcanzar la honorabilidad concierne, no se trata de una obligación interna o subjetiva sino más bien de una demanda social que se le impone al sujeto desde fuera.
El problema moral de este sentido de dignidad, comenta Habermas, es su carencia de igualdad y universalidad: dentro de una sociedad jerarquizada existen rangos y no todo mundo tiene acceso a los mismos privilegios. Basta con hacer una revisión sucinta del significado de ciudadanía imperante en los tiempos de la República para percatarse de esta carencia en lo que concierne a la igualdad y universalidad de derechos. Sin embargo, continúa Habermas, es dentro del contexto “de la discusión medieval de los seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios que la persona individual se libera de un conjunto de redes sociales” (2010, p. 474, énfasis añadido).
Ciertamente, en el siglo V d.C y a partir de la propuesta definicional de San Severino Boecio, es posible que haya comenzado a tenerse cada vez más presente una idea universal del concepto de dignidad fuertemente vinculado con el de persona, entendida ésta como rationalis naturae individua substantia. Pero el tránsito de ser humano a persona, de ens creado por Dios a substantia rationalis, deja olvidada la igualdad de todo ser humano a cambio de la normatividad ganada por la posesión de la razón. “Los parámetros clave en esta historia”, prosigue Habermas, fueron fijados por la moralización de la libertad en los trabajos de Hugo Grotius y Samuel Pufendorf, hasta que finalmente Kant “radicaliza” el concepto de dignidad al comprenderlo “dentro del concepto deontológico de la autonomía” (Habermas, 2010, p. 474.). En efecto, como Kant lo dice textualmente, la “idea de dignidad” se refiere “a un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que se da a la vez él mismo” (1785, p, 199). Así, en tanto que darse a sí mismo una ley es el hecho (Faktum) originario de la autonomía, se sigue que “la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional” (1785, p. 203).
Como lo hace Kant, Habermas usa intercaladamente los términos “naturaleza humana” y persona como “ser racional”. Pero estrictamente hablando, y aquí es donde se halla el meollo del problema, el concepto de “naturaleza humana” en la filosofía trascendental de Kant no es para nada equivalente al de “naturaleza racional”, exactamente en el mismo sentido en que el concepto de deber moral se encuentra en un lugar inapropiado cuando pensamos en la relación que tiene un ser racional perfecto, como Dios mismo, con la ley moral, a diferencia de la relación que mantiene con esta ley todo ser humano en calidad de su menesterosa animalidad.7
Al sustentar la dignidad en la autonomía de la persona, Kant en efecto propone una concepción de dignidad más que suficientemente robusta para servir de fuente a la justificación normativa de cualquier tipo de derecho que una persona puede tener, pues está basándose en una concepción universal de persona. En este sentido, Kant rebasa con creces tanto los requisitos de secularidad como de limitación de rango y estatus que una concepción mínima de dignidad debe poseer para poder servir, en efecto, de fuente moral universal de los derechos humanos. Pero todo esto es a costa de limitar los derechos humanos a los derechos de las personas. Pues si bien pueden ser derechos que protejan a una porción importante de seres humanos, no es necesario ni tampoco suficiente que ese grupo de personas tenga identidad humana para que podamos hablar de esos derechos como legítimamente humanos en toda su extensión. El concepto de persona en Kant no se limita a caracterizar la identidad posible de un ser humano qua humano, ni el ser humano qua humano a caracterizar la identidad personal. Se trata de un concepto que trasciende a la especie humana misma y no requiere de ella para poder ser pensado y atribuido a un agente. Por este hecho mismo de que un ser humano puede tener valor intrínseco, pero también por el hecho mismo de que no lo tiene solo por ser humano, el concepto de dignidad kantiano sirve como marca distintiva de posibles diferencias humanas, como lo pone Ron Bontekoe (2008, p. 6. Cursivas añadidas):
La diferencia entre ser completamente humano y animal humano, y así, la diferencia entre poseer y carecer de la dignidad que se refiere a la humanidad de uno es una cuestión dependiente de la posesión de autonomía, esto es, una cuestión de ser un libre iniciador de sucesos en lugar de ser un mero conducto de impulsos e inclinaciones provistas por la naturaleza.
Sostengo que el concepto kantiano de dignidad se queda tanto demasiado corto para servir de fundamento universal en el otorgamiento de derechos a todos los seres humanos como va demasiado lejos al poder lógicamente otorgar derechos a seres no humanos, con tal de que estos cubran la capacidad de autonomía (lo cual puede llegar a incluir, aunque no limitadamente, a cyborgs, inteligencias artificiales y dioses). Bajo esta lógica, tendríamos entonces no solo el caso de unos derechos incapaces de aplicarse a niños, débiles o enfermos mentales y muchos adultos normales que simplemente no actúan siguiendo principios de acción.8 Mas todavía, de unos derechos que pueden ser inhumanos por defender muchas causas en favor de personas no humanas contra seres humanos.9 Estrictamente hablando, la trascendencia en la cual se fundamentan los derechos humanos bajo el modelo de dignidad kantiana deja sitio vacío para lo propiamente humano. La cualidad trascendental de la autonomía se super-impone a los seres humanos, por lo que no es por su humanidad –su esencialidad humana necesitada y vulnerable– lo que soporta su dignidad, sino su membresía, como seres racionales con posibilidad de autonomía moral, en el mundo inteligible. Creo que todo esto es lo que justifica la afirmación de Doris Schroeder de que apelar a la dignidad kantiana para fundamentar derechos humanos es un cul-de-sac:
Por un lado, aquellos seres que son los sujetos de una razón práctica moral son exaltados por encima de cualquier precio y poseen un valor interno absoluto, esto es, dignidad. Como resultado, poseen derechos. Así, mientras que uno puede justificar derechos a través del concepto secular kantiano de dignidad, uno pierde a la vez la atribución de dignidad para todos los seres humanos (Schroeder, 2012, p. 331).
Cualquier intento por usar la dignidad de Kant para justificar derechos humanos para todo ser humano necesariamente falla. Si esto es correcto y cualquier otro fundacionalismo que busque depurar el significado abstracto y vago de la dignidad humana nos lleva al mismo resultado, entonces tenemos una buena razón para abrazar la tesis pragmatista de que el respeto por la dignidad humana no tiene por qué presuponer la idea de un esencialismo humano universal (Rorty, 2000).10
Cuando Habermas sostiene que hay una conexión conceptual entre la dignidad y los derechos humanos, está hablando de una relación entre la capacidad de participación de ciudadanos libres en sociedades políticas democráticas y los derechos humanos. Es este estatus cívico de cualquier individuo libre que participa en la vida política el que traduce la personalidad kantiana. Efectivamente, en su ensayo crítico sobre la idea kantiana de paz perpetua, Habermas quiere mostrar que los derechos humanos institucionalizan, legalmente, las condiciones comunicativas para la formación de voluntades políticamente razonables (Habermas, 1997), por lo que, desde el punto de vista de su justificación, no son derechos que estrictamente hablando no se hallan, en su propia esencia moral, previamente inscritos en cualquier voluntad política democrática. Aquí se fundan, pues, dignidad y autonomía. Por esto Habermas se permite asociar el Reino de Fines –reino de naturaleza moral, tal como vimos que aparece en la Fundamentación– con lo que Kant dice en la “Doctrina del Derecho”, dentro de la Metafísica de las Costumbre a propósito del “único” derecho “innato” que cualquiera pueda reclamar: “la libertad (independencia con respecto al arbitrio constrictivo de otro), en la medida en que puede coexistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal” (1797, pp. 48-49).
Pero se trata de una conexión que relaja la característica trascendental de libertad que Kant no pierde jamás de vista en sus escritos éticos; y si bien, por mor del argumento habermasiano, reconocemos que la libertad ética y la libertad jurídica en Kant pueden intercambiarse sin pérdida de peso ontológico para la primera y sin un desproporcionado aumento de masa trascendental para la segunda, esto sin embargo trae otro problemas para la justificación de los derechos humanos que los que acabamos de explicitar aquí. A este segundo problema dirigimos ahora la atención.
III. La limitación kantiana en la fundamentación jurídica de los derechos humanos
En un trabajo reciente, Otfried Höffe (2018) se enfoca también, como lo hace Habermas al querer explicar el Reino de Fines de Kant, en el mismo pasaje de la Rechtslehre en donde el filósofo de Königsberg se refiere a “la libertad, en la medida en que puede coexistir con la libertad de cualquier otro según una ley universal” como el derecho “único, originario, que corresponde a todo hombre en virtud de su humanidad” (1797, p. 48). De acuerdo con Höffe, si bien es cierto que en este breve y críptico pasaje Kant “no habla de un derecho humano ni en singular ni en plural”, también lo es “que con su idea de un derecho innato [Kant] establece un criterio para los Derechos Humanos” (Höffe, 2018, p. 194). Evidentemente, si hay lugar para que este derecho innato establezca al menos “un criterio para los derechos humanos”, entonces tiene que ser posible que aquello en virtud de lo cual se sustenta el “único” y “originario” derecho que “corresponde a todo hombre”, esto es, su humanidad, sea lo suficientemente compatible con lo que es distintivo de lo humano cuando hablamos de derechos humanos. Höffe comenta atinadamente que cuando Kant habla de “humanidad” (Menschheit) en la Fundamentación, no está hablando propiamente del genus humanum sino más bien de la humanitas del hombre (Höffe, 2018). Esto es, siguiendo una larga tradición, su Bildung (recordemos que el concepto latino de humanitas proviene de una reflexión de Cicerón sobre la paideia griega).
Sin embargo, la humanitas en Kant consiste en alcanzar la personalidad (Persönlichkeit), la cual no es otra cosa sino la plenitud del hombre “considerado meramente como ser moral”, tal como Kant lo pone en la Tugendlehre (1797, p. 291). Así, resulta claro que es la personalidad lo que explica propiamente la humanitas del genus humanum si es que esta humanitas es la esencia moral (ética) del hombre, tal como Kant lo pone en la segunda Crítica al responder a la pregunta sobre el origen del deber: “No es otra cosa que la personalidad, es decir, la libertad e independencia del mecanismo de toda la naturaleza” (1788, p. 103).
Höffe se percata perfectamente de esto, pero no lo reconoce como un problema desde el punto de vista en que no da cabida a todo ser humano independientemente de haber ganado o no su humanidad. Lejos de ello, afirma de manera contundente que “en rigor debería de hablarse de derechos de personas en lugar de derechos humanos, más aún porque en la expresión más usual podría ocultarse un egoísmo de género de los seres humanos, el llamado especiesismo (Speziesismus)” (2018, p. 196).11 Siendo así, es difícil hacer compatible la humanitas con lo que es humano de los derechos humanos por las mismas razones que discutimos en el apartado previo.12
Dejando este problema a un lado, Höffe es muy cuidadoso al discutir la idea de Kant de que “no hay sino un derecho innato” en especificar que se trata de un derecho que, al tener como base o sustento la libertad en un sentido jurídico, esto es, leyes de la libertad relativas a “acciones meramente externas y su conformidad con la ley” (1797, p. 17. Cursivas añadidas), se trata ciertamente de un derecho moral pero no propiamente ético. El sentido de libertad ético en Kant es mucho más robusto ontológicamente hablando que el sentido de libertad jurídico, pues como bien sabemos, la ley ética no ejerce una coerción externa en el sujeto agente sino más bien interna; y la ley, además, no solicita simplemente acciones que sean conformes a su mandato, sino impone la máxima exigencia de que tienen que ser siempre hechas por deber. En este sentido, creo yo que la postura de Höffe en torno a la hermenéutica de este pasaje de la “Doctrina del Derecho” es mucho más convincente que la de Habermas, quien como ya vimos, sitúa el Reino de Fines, que aparece dentro de la Fundamentación en un estricto sentido ético, en el mismo orden normativo que tiene el derecho innato como derecho moral pero jurídico. Así las cosas, Höffe explica que este derecho innato tiene en Kant las siguientes cuatro consideraciones:
(1) Se trata de un derecho jurídico, no ético; (2) se trata además de una consideración no positiva, sino supra positiva, que lleva a una obligatoriedad de un rango categórico, del cual forma parte imprescindible la facultad coercitiva. (3) El derecho innato es un derecho de validez estrictamente pre empírica y, a la vez, inmutable, que, (4) siendo un elemento de la razón jurídico-práctica pura, debe imponerse, de ser necesario, por la fuerza (Höffe, 2018, p. 195. Cursivas añadidas).
Kant no establece un catálogo de derecho humanos; sino más bien, como lo llama Höffe, un criterio supremo para la determinación de derechos humanos específicos que se basan, como es obvio por su naturaleza pre-empírica, en “un derecho innato que el hombre posee por el solo hecho de ser hombre”. Recordemos por ejemplo que el Artículo 1º de la Declaración Universal establece que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. El artículo manifiesta que todo ser humano es libre y que tiene derechos en virtud de ser humano, esto es, un ser libre. En este sentido es que el derecho innato de Kant, como dice Höffe, funciona como criterio de los derechos humanos: no se trata de derechos adquiridos sino innatos, derechos que son vigentes para todos los seres humanos sin excepción.
No obstante, aun cuando Kant no habla de derechos innatos (en plural) sino de un solo derecho y por tanto no nos brinda un listado de derechos innatos como si lo hace la Declaración Universal, Höffe explica que del derecho fundamental innato al goce de la libertad se siguen cuatro Derechos Humanos Implícitos que, explica, “poseen la misma cualidad jurídica que el derecho innato”. En el decir de Höffe, “el único derecho innato puede desglosarse en cuatro derechos innatos”, a saber:
(1) La prohibición de privilegios; (2) el derecho de ser dueño de sí mismo; (3) el derecho de ser considerado inicialmente inocente; y finalmente, (4) el derecho de hacer o de no hacer lo que uno quiera, mientras no intervenga en los derechos ajenos” (Höffe, 2018, p. 201)
Estos cuatro derechos, según explica Höffe, precisan los conceptos de “libertad e igualdad” que suelen estar en primer lugar en las declaraciones de los derechos humanos, y añade que “los cuatro elementos implicados de Kant, junto con el derecho innato de libertad, precisan lo que estos dos conceptos significan razonablemente” (Höffe, 2018, pp. 201-202). Más todavía y como añadidos a estos cuatro, Höffe da cuenta de otros dos que llama “cuasi derechos humanos” y que tienen que ver con el “Derecho privado de lo mío y de lo tuyo exterior” y el “Derecho público”, respectivamente.13 Teniendo estos cuatro derechos humanos “implícitos” y estos otros dos “cuasi” derechos, Höffe afirma que “la filosofía de los derechos humanos de Kant se extiende a todo lo largo de su Doctrina del derecho” (Höffe, 2018, p. 203). Así, como lo enuncia al final de su texto:
En relación con los Derechos Humanos, este derecho innato se refiere al criterio último de ellos, ausente en muchas teorías de los Derechos Humanos. Aunque a este derecho innato Kant no le atribuye dicha función de criterio, lo utiliza en este sentido al identificar mediante él, en parte Derechos Humanos, en parte cuasi-Derechos Humanos (Höffe, 2018, p. 206)
Pues bien; me parece que, pace Höffe, uno de los principales problemas que plantea la teoría kantiana de los derechos formulados en la Rechtslehre es que adolece de una legítima igualdad de derechos que impide la posibilidad de que el único derecho innato de Kant sirva en efecto “como criterio” para la formulación de los cuasi derechos y los derechos implícitos (humanos) que Höffe asocia entre sí. La desigualdad consiste en que la Doctrina privilegia la personalidad jurídica del varón sobre la mujer, además de que concede diferencias de derechos de clase. Francamente, yo no creo que esta limitación se repare poniendo parches de abolición de clases, igualdad de género, igualdad de derechos a las personas del colectivo LGBTQ+, o incluso igualdad de derechos a personas que “quieran gozar mutuamente uno de otro gracias a sus capacidades sexuales” (1797, p. 100) sin que estén, no obstante, casados,14 a un texto que excluye desde sus fundamentos metaéticos todas estas igualdades y que obvia sin más la distinción que Kant hace entre “dueño de la casa” y “servidumbre”. Y es que se trata de una Doctrina de Derecho que presupone ideas y conceptos “a priori” que no responden apropiada y positivamente a una justificación moral de derechos extendidos realmente para todos los seres humanos sin excepción. En lo que sigue, me quiero centrar concretamente en el problema que plantea el segundo de estos derechos “implícitos”, el de “ser dueño de uno mismo”, y su relación con el primer “cuasi derecho humano” que Höffe considera, esto es, el derecho privado de lo mío que atañe “al derecho conyugal”.
Para mis propósitos, basta considerar lo que dice Kant en la sección tercera del capítulo segundo de la Rechtslehre, “El modo de adquirir algo exterior”, esto es, “Sobre los derechos de las personas afines a los derechos a las cosas” como parte de la discusión del concepto jurídico de “lo mío y lo tuyo exterior”. Kant se refiere a este derecho en términos de “poseer un objeto exterior como una cosa y usarlo como una persona” – poseer una cosa que se use, siendo esto usado y cosificado llamado persona– y que se inscribe propiamente en el derecho doméstico. Kant anota, en efecto como dice Höffe (en cuanto a la extensión de los derechos humanos que hallamos en la Rechtslehre), que el derecho doméstico se trata de un derecho personal, “es decir, el derecho de la humanidad en nuestra propia persona, que tiene por consecuencia una ley permisiva natural, por cuya protección nos es posible una tal adquisición” (1797, p. 96). Dicho esto, inmediatamente después y abriendo el parágrafo 23, Kant sostiene lo siguiente:
Siguiendo esta ley, la adquisición es triple según el objeto: el varón adquiere una mujer, la pareja adquiere hijos y la familia, criados. Todo esto que puede adquirirse es a la vez inalienable y el derecho del poseedor de estos objetos es el más personal de todos” (1797, p: 97).
Kant entiende el matrimonio (matrimonium) como “la unión de dos personas de distinto sexo con vistas a poseer mutuamente sus capacidades sexuales durante toda su vida” (1797, p. 98). El filósofo sostiene que, sin la condición lícita del matrimonio, un hombre se convierte a sí mismo en cosa, “contradiciendo al derecho de la humanidad en su propia persona”, al hacer un “uso natural” de sus órganos sexuales. Lo que ocurre en tal caso es que las partes –el hombre y la mujer– no se adquieran recíprocamente entre sí, y se hallan, por consiguiente, imposibilitados de “reconstituir de este modo su personalidad”. Ciertamente que, en este sentido, Kant considera que “la relación de los casados es una relación de igualdad en cuanto a la posesión” que uno tiene sobre el otro (1797, p. 99). Sin embargo, inmediatamente después, y como complemento a la discusión de lo que pasa en el concubinato y el matrimonio morganático –ejemplos que utiliza el filósofo para ilustrar la inexistencia de esta igualdad de posesión–, Kant concede que no se opone a esa igualdad de posesión dentro del matrimonio monogámico que
la ley diga del varón en relación con la mujer: él debe ser tu señor (él la parte que manda, ella la que obedece) [pues] no puede pensarse que esta ley está en conflicto con la igualdad natural de una pareja humana, si a la base de esta dominación se encuentra solo la superioridad natural de la capacidad del varón sobre la mujer a la hora de llevar a cabo el interés común de la casa y del derecho a mandar, fundado en ella; cosa que puede derivarse, por tanto, incluso del deber de la unidad y la igualdad con vistas al fin (1797, p. 100. Cursivas añadidas).
La igualdad común de la posesión sexual es en realidad un subproducto de la ley más elevada que expresa la “natural superioridad” del varón sobre la mujer, en cuanto a “capacidades” que tienen que ver tanto con el interés común de la casa como con el “derecho [¿innato?] a mandar”. Por derecho propio, el varón es señor de su mujer. Kant explica que “la posesión del arbitrio de otro, como facultad de determinarle por medio del mío a un cierto acto, según leyes de la libertad (lo mío y lo tuyo exteriores en relación con la causalidad del otro) es un derecho” (1797, p. 89). Así, como objeto personal poseído por el varón (el marido) la mujer no tiene derecho a ser dueña de sí misma, ni tampoco tiene un derecho doméstico de lo suyo propio.
Ya Christian Gottfried Schütz, profesor en Jena contemporáneo a Kant, le objetó al filósofo a través de una misiva que creyera “que el hombre puede hacer un objeto de la mujer por participar en cohabitación marital con ella”, y por pensar que el matrimonio no fuera otra cosa más que “una subordinación mutua” (mutuum adiutorium) (1907/2007, pp. 520-21). Kant responde a Schütz que el mutuum adiutorium es la consecuencia legal del matrimonio, lo que significa que la propiedad que tiene el hombre de su mujer es un hecho que surge del estado de derecho (Id). Si se trata de la base de un cuasi “derecho humano”, entonces lo más seguro es que dé lugar no sólo a uno de los más deshumanizantes derechos al reducir la humanidad de la mujer casada a una cosa que le pertenece al marido (y no casada al padre), sino, además, uno de los más violentos concedidos al varón. Se trata de un derecho que no tendría porque no justificar feminicidios en el peor de los casos y, en el menor, castigos psicológicos y físicos hacia cientos de miles de mujeres (por causas de infidelidad sexual) o mutilaciones de los órganos sexuales mismos (como la ablación genital). Como explica Foucault haciendo eco de la crítica de Schütz:
La estructura monogámica de la sociedad civilizada no libera a la mujer de su estatus de posesión, más bien, lejos de ello, su infidelidad, que nulifica su relación de pertenencia, autoriza de hecho al hombre a destruir el objeto de la relación ahora considerada vacía. Esto es, está autorizado a matar a quien fue o era su mujer. Pero los celos, como una forma violenta de interacción que convierte a la mujer en objeto al punto en el que simplemente puede ser destruida, es al mismo tiempo un reconocimiento de su valor. En efecto, solo la ausencia de los celos puede reducir a una mujer a una pieza de mercado, en donde ella podría ser intercambiable con cualquier otra. El derecho a los celos -hasta el punto del asesinato- es un reconocimiento [bajo esta lógica del derecho kantiano] de la libertad moral de la mujer (Foucault, 1961, p. 41. Traducción del autor).
Con el fundamento ético que revisamos en el apartado anterior, nos enfrentamos al problema de una justificación no humana de los derechos humanos; mientras que con el fundamento moral-jurídico que funciona, en el decir de Höffe, como piedra de toque o criterio que nos permite interpretar “la filosofía de los derechos humanos de Kant” como una “extensión a todo lo largo de su Doctrina del derecho”, nos enfrentamos al problema de la desigualdad humana de derechos. En un caso y otro, el fundamento moral kantiano –ético y jurídico, respectivamente– representa más un menoscabo de los criterios de universalidad e igualdad que por definición son constitutivos a la idea de derechos humanos que una honra defensa de estos.
IV. Los derechos humanos como “fenómeno” cultural
Hasta aquí, he cuestionado la fundamentación trascendental apriorística de la filosofía moral kantiana de los derechos humanos, a través del modo como se presenta en las perspectivas contemporáneas recientes de Habermas y Höffe. Siendo así, ¿se sigue que en el pensamiento de Kant no encontramos aportación teórica alguna en favor de la causa de los derechos humanos? Yo creo que no. Pero esta aportación se halla en su filosofía de la historia y en su antropología, bajo el contexto de una idea de Ilustración que puede ser lo suficientemente amplia para no limitarse a una comprensión determinante o constitutiva de la razón pura a priori y de la libertad trascendental. Sin embargo, como parte del desarrollo de mi propuesta y antes de referirme explícitamente a Kant, quisiera señalar en este apartado algunas cosas sobre lo que representan históricamente los derechos humanos. Como espero poder mostrar, yo pienso que esta manera de entender a los derechos humanos permite que la entrada del pensamiento kantiano a esta materia se dé de modo más convincente.
Hace algunos años, Norberto Bobbio afirmó que la declaración universal de los derechos humanos podía “saludarse como la más grande prueba histórica que jamás se haya dado del consensus omnium gentium”. Sobre esta enunciación básica, Bobbio continuó señalando lo siguiente:
No sé si nos damos cuenta de hasta qué punto la Declaración Universal representa un hecho nuevo en cuanto que por primera vez en la historia un sistema de principios fundamentales de la conducta humana ha sido aceptado libre y expresamente, a través de los respectivos gobiernos, por la mayor parte de los hombres que habitan la tierra. Con esta Declaración un sistema de valores se hace (por primera vez en la historia) universal, no en principio, sino, de hecho, en cuanto el consenso sobre su validez y su idoneidad para regir las suertes de la comunidad futura de todos los hombres ha sido declarado explícitamente (Bobbio, 1979, p. 133)
Esta cita contiene algunas ideas o da pie a la reflexión sobre ellas que me gustaría destacar a continuación.
(i) En primer lugar, la idea de consenso. En efecto, la declaración universal de los derechos humanos fue el resultado de un consenso que, a juzgar por su alcance, Bobbio no exagera al decir que representa la más grande prueba histórica, de hecho, en cuanto a pactos se refiere. A diferencia del contrato social, que se trata de un planteamiento hipotético filosófico-político, el consenso sobre los derechos humanos no solo tiene fecha sino también protagonistas: se trata de un proceso que comienza en febrero de 1946 cuando el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas crea una Comisión de los Derechos Humanos, y dentro de este, un Comité de redacción integrado por representantes de 6 países (Estados Unidos, Filipinas, Gran Bretaña, Ucrania, Unión Soviética y Yugoslavia). En la versión que alcanzó su aprobación final el 10 de diciembre de 1948, después de más de 80 reuniones y 168 enmiendas, 48 países votaron en favor y ninguno en contra.
No obstante, es importante aclarar, como explica Eduardo Rabossi, que el sentido de consenso del que se está hablando aquí implica, si, un acuerdo común para contar con una “idea regulativa” que funja como “ideal común universal”, pero no una realización de lo consensuado:
Es importante advertir que la existencia de consensor , en un sentido pleno, no implica la realización de lo “consensuado”. La adhesión implica, si, la intención de realizarlo, aunque pueden existir inconvenientes insuperables para lograr tal fin. Con otras palabras, del hecho de que lo “consensuado” se realice parcialmente, o no se realice, no se sigue que no haya existido ni que no exista consenso acerca de su realización (Rabossi, 1989, p. 337. Cursivas añadidas).15
Del hecho de que mucha gente y muchas organizaciones alrededor del mundo estén de acuerdo sobre el tipo de derechos que están en juego cuando hablamos de derechos humanos y sobre la necesidad de protegerlos no se sigue su realidad efectiva. El hecho del consenso o el pacto y de la necesidad de proteger lo consensuado no es equivalente a que los derechos humanos se realicen de hecho en el mundo. En este sentido, es perfectamente consistente conciliar la afirmación sobre el hecho revolucionario de los derechos humanos con la afirmación realista respecto de sus limitaciones prácticas, como producto de intereses económicos o utilizaciones políticas e ideológicas de los mismos. Perfectamente pueden confluir así, en un mismo hecho, evolución e involución.
(ii) En segundo lugar, aunque Bobbio no habla explícitamente de un “hecho revolucionario” sino de un “hecho nuevo”, me parece que no es difícil correlacionar ambos términos si hacemos su debido caso a la expresión “la más grande prueba histórica que jamás ha existido”. Compárese, por ejemplo, la idea que quiere denotar Bobbio con su “hecho nuevo” y la que, nuevamente Rabossi, quiere dar a entender con aquello que aparece “por primera vez” y que representa sin duda la plataforma desde la cual es posible una tal declaración universal:
La creación de las Naciones Unidas en 1945 es la empresa más revolucionaria que ha encarado la humanidad en toda su historia: por primera vez se puso en funcionamiento un organismo supranacional con facultades propias, a quien las naciones miembros reconocen la misión de velar por la paz y por la vigencia de la libertad y la justicia en todo el mundo, y le reconocen facultades para lograr esos objetivos (Rabossi, 1989, p. 325. Cursivas añadidas)
Por más exagerada que pudiera parecer la afirmación aquí, ¿no sería revolucionaria la declaración universal de los derechos humanos si la creación de las Naciones Unidas lo es? Lo revolucionario aquí está en relación con algo históricamente no visto antes que sirve de pivote para la aparición de algo por lo cual las cosas no pueden volver a ser como antes, y cuyo impacto es de alcance universal. En efecto, Bobbio expresa la idea de su “validez e idoneidad para regir la suerte de la comunidad futura” de todos los seres humanos. El hecho revolucionario estriba no solo en que de ahora en adelante se espera que efectivamente los pueblos y las comunidades internacionales se rijan por los principios consensuados de la declaración universal, sino también en que la lectura de todos los actos que atentan en contra de los derechos humanos cobra, a partir de ahora, un significado de impacto amplificado, de mayor escándalo y reprobación. Por más que no se realicen de facto, los actos perpetrados en su contra nunca serán más interpretados de la misma forma en que se hacía con actos similares antes de su aparición como derechos humanos. Así, el modo como ahora describimos y reconocemos la barbarie es parte del acontecimiento revolucionario mismo, y no tan solo, como sería un error pensar, la implementación del ideal normativo que de ellos emana. Por último, Bobbio se refiere a un acontecimiento histórico único al mencionar lo que comienza a ocurrir con la declaración universal (tal como la anuncia el título de su texto, a saber, Presente y futuro de los derechos humanos). Pero es también producto de algo que recuerda claramente al pasado: no solo porque no debe nunca de volver a pasar lo que ocurrió, sino porque se puede encontrar en la historia de la humanidad momentos que vivifican y hacen resplandecer lo que hoy pensamos que es esencial al proyecto de la declaración universal.16
(iii) En tercer lugar, el “hecho nuevo” al que se refiere Bobbio no solo es, sin más, un acontecimiento llamado “declaración universal de los derechos humanos”. Bobbio asiente que “con la Declaración de 1948 comienza una tercera y última fase en la que la afirmación de los derechos humanos es a la vez universal y positiva” (Bobbio, 1979, p. 136. Cursivas añadidas). Un comienzo que por supuesto da a entender que con la declaración universal las cosas no terminan ahí. Entonces, ¿qué es lo que comienza a gestarse propiamente aquí? Karel Vasak es el primero en aludir al concepto de “fenómeno de los derechos humanos” para indicar algo que muy bien puede tratarse de eso a lo que se da comienzo:
Desde la segunda guerra mundial se ha producido un prodigioso desarrollo de ideas, expresiones, modelos de conducta, normas e instituciones cuya novedad no reside tanto en su naturaleza como en la escala en que ha ocurrido. Tal desarrollo ha dado lugar a lo que puede definirse sin exageración como “fenómeno de los derechos humanos” (Vasak citado por Rabossi, 1989, p. 332, nota 1).
La idea del “fenómeno de los derechos humanos” es la expresión histórica del abrazo de una serie de cosas que nos permite reconocer la extraordinaria dimensión global de una causa moral común, reveladora de un orden de primerísima importancia para la humanidad y por la que difícilmente podrá haber un retroceso. Haciendo alusión a esta idea, Rabossi enumera todas las cosas que han ocurrido a partir de este comienzo. Primeramente, “la impresionante normativa” que revela la inmensa cantidad de “declaraciones y de sanción de pactos y convenciones universales”; en segundo lugar, “la existencia de órganos específicos y de procedimientos destinados a garantizar la vigencia de estos derechos” (UNICEF, ACNUR, etc.), así como, claro está, la existencia de “organismos internacionales vinculados por acuerdos especiales con la ONU” (OIT, UNESCO, OMS, FMI, etc.); en tercer lugar, podemos hablar de la “existencia de sistemas normativos y jurisdiccionales de carácter regional” (el Pacto de San José de Costa Rica, por ejemplo), de “numerosas organizaciones internacionales no formales” cuyo fin es promover y proteger los derechos humanos (Amnistía Internacional, Cruz Roja, etc), así como de la existencia de “organismos y organizaciones en casi todos los países del mundo” que cumplen con esta misma finalidad (Rabossi, 1989, pp. 326-327). En relación con todo este paquete de cosas, Rabossi explica:
La dinámica propia de este extenso sistema y la índole de los problemas que le son propios han hecho que el tema de los derechos humanos constituya un componente característico e ineludible de nuestro mundo. Muchas causas se libran en nombre de los derechos humanos; se organizan congresos, simposios y cursos sobre derechos humanos; se discute sobre nuevos derechos humanos y sobre los ya establecidos; se educa en materia de derechos humanos; se violan derechos humanos y se reclama –en nombre de los derechos humanos– por esas violaciones” (Rabossi, pp. 327-28. Cursivas añadidas).
Todo esto que abraza este fenómeno da lugar, más aún, a la existencia de diversas expresiones vocacionales individuales que representan una suerte de contagio personal por la misma causa: la existencia cada vez mayor de personas especialistas en derechos humanos –en los ámbitos académicos, comunicativos y jurídicos–; de activistas en derechos humanos que ponen en riesgo sus vidas en defensa de la causa; de funcionarios públicos y privados que cumplen el papel de ombudsmans, así como la existencia de miles de observadores voluntarios alrededor del mundo que cumplen el rol de vigilar que en determinados procesos jurídicos y/o políticos se respeten los derechos humanos de todas las personas, directa o indirectamente, implicadas. Por todo esto, Rabossi sigue claramente a Karel Vasak:
[…] no es necesario ofrecer ningún argumento adicional para afirmar la existencia en nuestro mundo actual de un fenómeno específico, históricamente dado, sumamente complejo, extraordinariamente dinámico, de alcances universales y de consecuencias revolucionarias. A este fenómeno lo denominaré ‘el fenómeno de los derechos humanos’ (Rabossi, 1989, p. 328).17
El “fenómeno de los derechos humanos” puede concebirse, así, como un movimiento que ha “puesto en marcha una comunidad planetaria” y que con el paso de los años “crece y se desarrolla como una utopía realizable” (Rabossi, 1989, pp. 332-33).18
(iv) En cuarto lugar, y siguiendo con el sentido de historicidad de los derechos humanos, si bien es cierto que una parte medular sobre el consenso que da lugar al hecho revolucionario de lo que representan se encuentra en el reconocimiento de un valor intrínseco con pretensión de inalterabilidad, esto es, la dignidad de todo ser humano, también lo es que no hay nada que impida pensar que los derechos humanos específicos reconocidos sobre ese valor intrínseco no puedan cambiar en el futuro. Por ejemplo, filósofos simpatizantes del transhumanismo sostienen que gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnológica, puesta al servicio de la humanidad, los seres humanos tendremos la posibilidad, en un futuro no muy lejano –si no es que para algunos seres humanos es ya una realidad– de ensanchar considerablemente los límites de la vida y acortar drásticamente nuestra vulnerabilidad ante agentes externos. Así, no resulta extravagante pensar que un derecho humano crucial, como el derecho a la vida, pueda en un momento dado implicar el derecho que un ser humano tenga para alargarla; o bien que un nuevo derecho, como el de tener acceso al perfeccionamiento de una misma o uno mismo (física y mentalmente) a través del uso de la biotecnología o la medicina molecular, se añada a los derechos humanos de la declaración universal.
(v) Finalmente, sin ser por ello menos importante, referirnos a los derechos humanos como un hecho revolucionario que da lugar al “fenómeno de los derechos humanos” o “la cultura de los derechos humanos” –como también la llama Rabossi– nos permite aseverar que no requieren de fundamentación filosófica alguna para “mostrar” su justificación teórica y por ello su validez. Esto significa que no es necesario ningún argumento sustantivo, relativo a la idea de que los derechos humanos se derivan de la naturaleza ahistórica de los seres humanos (Rorty, 2000), para que estemos justificados en reconocerlos. Como explica nuevamente Rabossi:
[…] la positivización del consenso acerca de un sistema básico de valores y de principios tiene también consecuencias de suma relevancia. Una de ellas es que no parece haber cabida ya para la tarea de fundamentar los derechos humanos: dado el consenso logrado, no se ve bien qué habría de fundamentar. Los problemas por resolver son más bien de índole práctica, tales como afianzar la vigencia de los derechos humanos, neutralizar sus violaciones, facilitar la existencia del “fenómeno de los derechos humanos”, lograr la realización de las condiciones de posibilidad, etc. Se trata de problemas de aplicación, de gestión y de promoción (Rabossi, 1989, p. 334).
Creo que en este punto autores como Habermas o Höffe mostrarían sus reservas, pues justamente lo que ellos parecen hacer a través de Kant es favorecer una fundamentación teórica filosófica que justifique la validez de los derechos humanos. No quiero decir que la fundamentación filosófica no es de interés especulativo, pero sí que no es requerida para la aplicación y práctica de los derechos humanos ya fundados, además de que puede convertirse peligrosamente en un fundamentalismo ideológico que hace a los derechos humanos accesibles solo para unos pocos de “ellos” que, como nosotros, piensan racionalmente.
V. La propuesta filosófica histórica y antropológica kantiana en defensa de los derechos humanos
Con estos cinco puntos en mente volvamos a Kant. Aunque los escritos en los que Kant se ocupa de reflexiones sobre la filosofía de la historia y la antropología filosófica son de nutrido número dentro de su prolija obra, quisiera sobre todo referirme aquí, en particular, al segundo de los escritos que conforman su Der Streit der Fakultäten (Kant, 1798), en donde Kant reflexiona en torno al tema de si está o no la raza humana en constante progreso al bien. Pienso que podemos encontrar aquí, desde la perspectiva kantiana, una atinada referencia sobre los derechos humanos que preludia por vez primera, a manera de “una historia predictiva de la humanidad” tal como lo pone Kant, la clase de “fenómeno” al que aluden personas como Vasak y Rabossi: una visión de los derechos humanos realista e ideal, marcada sobre aspiraciones progresistas de grandeza moral pero a la vez antropológicamente centrada en el reconocimiento finito e imperfecto del ser humano, revolucionaria, constituida dentro de un marco fenoménico, plenamente histórico y carente de necesidad fundamentadora en el sentido filosófico trascendental.
Kant plantea en el primero de los diez parágrafos que componen el texto que lo que se desea, en respuesta a la pregunta sobre si la raza humana se encuentra o no en constante progreso hacia el bien, es tener una evidencia de “un fragmento de la historia humana que sea esbozado no del pasado sino del tiempo futuro” y, por consiguiente, un fragmento que sea característico de “una historia predictiva”, que muestre o señale que la raza humana efectivamente está en constante progreso. Desde luego, puesto que de lo que se trata es de saber si “la raza humana” en general se encuentra en “una progresión perpetua hacia el bien”, las consideraciones históricas progresivas pertinentes no tienen que ver “con la historia natural de los seres humanos”, esto es, por ejemplo, “de si nuevas razas podrán originarse en el futuro”, sino se trata ante todo de “una historia moral” que incumbe a la “totalidad de seres humanos unidos socialmente sobre la tierra y repartidos entre pueblos” (1798, p. 89).
Creo que, dicho kantianamente, el momento de la declaración universal indica, tomando en cuenta el contexto geopolítico mundial en el que este momento específico se da, el “fragmento histórico” que apunta hacia un progreso moral sin que requiera sostenerse en una voluntad causal fuera del tiempo y el espacio. Kant desmiente la posibilidad de dar una respuesta constitutiva, de plena “realidad objetiva”, al continuo progreso moral humano a partir de este “fragmento de la historia”. En efecto, en el segundo párrafo el filósofo lanza la cuestión de cómo se podría saber tal cosa a priori. Pero responde que se trata de una pregunta fuera de lugar dentro del contexto de una reflexión histórica que tan solo conjetura un progreso moral. Solo podría saberse si “el adivino mismo”, es decir, aquel que describe “una narrativa divinatoria histórica de las cosas inmanente a tiempo futuro”, es quien “hace y maquila los sucesos que anuncia por adelantado” (1798, p. 90).
La respuesta tan solo puede ser tratada como una “predicción” (Kant, 1798, p. 91), y poco más adelante, ya en el parágrafo quinto, Kant alude al concepto de “profecía histórica” (wahrsagende Geschichte) para referirse a la posibilidad de dar una respuesta positiva a la pregunta que da título al ensayo. En el tercer parágrafo, Kant introduce una división tripartita respecto de lo que “uno podría hacer predicciones” a futuro: (i) la raza humana existe en continuo retroceso (esto es, en el futuro no podríamos ser testigos sino de que, si la humanidad ya estaba mal en un pasado no muy remoto, entonces ahora está mucho peor); (ii) la humanidad se encuentra en “perpetuo progreso hacia la mejora de su destino moral” (si bien en el pasado estaba mal, en el futuro se vislumbra con mejoras); y finalmente, (iii) la humanidad se encuentra en un “eterno estancamiento” en su valor moral, esto es, un estado en el que la humanidad se encuentra como en relación de una “rotación eterna en órbita alrededor del mismo punto” (1798, p. 93).
Kant no ofrece ningún argumento positivo que muestre, considerando estas tres posibles respuestas, que la predicción por el progreso moral es la más convincente de ellas. No obstante, parece seguirse por eliminación que es la alternativa menos difícil de admitir si, como señala Kant, tomamos en cuenta tanto el estado actual de las cosas humanas como la cualidad racional del ser humano en su condición de animal. Pues desde el punto de vista del retroceso “los asuntos humanos no pueden estar peor […] el juicio final se halla en el umbral de la puerta”; y desde el punto de vista del estancamiento, si bien es cierto que la “mayoría de las voces” favorecen esta posibilidad, también lo es que:
[…] es un asunto vano tener al bien alternando con el mal, pues todo el tráfico de nuestra especie consigo misma en el globo tendría que ser considerado como una mera comedia absurda, pues esto dota a nuestra especie sin mayor valor, a la luz de la razón, que aquel que posee cualquier otra especie animal (Kant, 1798, p. 93. Traducción del autor).
Ese “fragmento histórico” nos permite inclinarnos en favor del progreso al bien de la humanidad. No tanto porque confiamos en que la proporción al bien que tenemos en cuanto humanos aumentará en relación con la proporción al mal, pues, como señala Kant, “el quantum de bien en el ser humano mezclado con el mal nunca puede exceder una cierta medida más allá del cual pueda mantenerse al alza y, por tanto, siempre proceder a lo mejor” (1798, p. 93).19 Más bien, porque peor no podríamos estar como humanidad hoy –y en todo caso, es evidente que ese fragmento histórico no haría las cosas peores– y porque, además, siguiendo el argumento en el plano de la ontología animal, el costo que permanentemente tiene ese fragmento no tiene parangón alguno con el esfuerzo que hacen las demás especies animales por valorarse a sí mismas.
Con todo, prosigue Kant en el parágrafo cuarto, aun cuando “pudiéramos sentir”, dadas las cosas como quedaron concluidas en el parágrafo precedente, “que la especie humana, considerada como un todo, se concibe progresando hacia adelante por cualquier largo tiempo”, nada nos permite asegurar tampoco que en “el momento actual” –las cosas valen por igual, en este sentido, tanto para el siglo XVIII como para el XXI– no estamos ya en la época “del declive” de nuestra especie. Pero tampoco es posible decidir, en caso de que queden dudas sobre este presumible progreso, que estamos en una época en la cual, “si estamos moviéndonos hacia atrás”, no hay ser humano alguno que no encuentre “un punto de coyuntura en donde la predisposición moral de nuestra raza sea capaz de hacer un nuevo giro hacia lo mejor” (1798, p. 94).
El fragmento histórico no nos dice nada en favor, de manera filosóficamente determinante, de las disposiciones progresivas morales de la humanidad. Pues justamente estamos hablando, utilizando la terminología kantiana, del ser humano desde el punto de vista sensible (homo phaenomenon) y no desde su otro punto de vista trascendente (homo noumenon). Kant no vacila en este punto:
Estamos tratando con seres que actúan libremente; a los cuales, es verdad, se les dicta por adelantado lo que deben de hacer, pero de los cuales no puede predecirse lo que de hecho harán; estamos tratando con seres que, desde el sentimiento del mal autoinfligido, cuando las cosas se desintegran en su totalidad, saben cómo adoptar un motivo fortificado para hacerlas incluso mejores de lo que eran antes de ese estado de desintegración. Pero “¡Oh, miserables mortales”, dice el abad Coyer, pues “nada es constante en sus vidas excepto inconsistencia!” (1798, p. 94. Traducción del autor)
En el parágrafo quinto Kant retoma el argumento sobre el “fragmento de la historia” con el que inicia su escrito para contestar a la pregunta sobre si la raza humana se encuentra en histórico progreso hacia el bien, mientras que en el sexto despliega la tipología de su contenido. Así, en el parágrafo quinto Kant reflexiona sobre la necesidad de conectar el posible progreso de la humanidad hacia el bien con un tipo de experiencia: “debe de haber alguna experiencia en la raza humana que, como acontecimiento, apunte hacia la disposición y capacidad de ser la causa de su propio avance hacia lo mejor” (1798, p. 95). Se trata de un acontecimiento que debe de operar como la condición, en un punto del tiempo, de esa mejora de la raza humana. Pero no se trata, como debemos de esperar, de una condición causal nouménica –pues ésta se halla siempre fuera del tiempo–, sino como una “intimación”, esto es, una delicada sugerencia manifestada como “un signo histórico” que sea a la vez “rememorativo, demostrativo y pronóstico” (Id.). Esta “intimación” que se despliega como “signo histórico”, como el propio “fragmento de la historia” que hay que considerar para responder a la pregunta planteada, es, como anuncia Kant ya en el parágrafo sexto, lo que públicamente se da dentro del juego de las grandes revoluciones:
El acontecimiento no consiste en hechos trascendentales, ni en crímenes cometidos por los seres humanos a raíz de los cuales lo que entre ellos era grande se vuelve pequeño, o lo que era pequeño se vuelve grande, ni en antiguos y brillantes edificios políticos cuyas estructuras se desvanecen como por arte de magia, mientras que en su lugar surgen otros de la profundidad de la tierra. No, nada de esto. Es simplemente el modo de pensar de los espectadores que se revela a si mismo públicamente en este juego de las grandes revoluciones, y manifiesta tal simpatía universal y desinteresada por los jugadores de un bando en contra de aquellos del otro, incluso con el riesgo de que esta parcialidad llegue a ser muy desventajosa para ellos en caso de ser descubierta (Kant, 1798, p. 96. Últimas cursivas añadidas. Traducción del autor).
Claramente, Kant tiene en mente a la revolución francesa al hablar aquí de las “grandes revoluciones”, pero como bien puede observarse, no es el hecho mismo de la revolución lo realmente buscado del signo histórico. Lo fundamental, propiamente, es la simpatía pública, común, “universal y desinteresada” por los jugadores que hacen la revolución. ¿Qué es lo que mueve a estos jugadores, aquello que los distingue del bando contrario y hacia lo cual existe tal “simpatía universal y desinteresada”? Nada más ni menos que gloriosos ideales humanos, tales como la libertad, la igualdad y la autosuficiencia. Como también lo pone Kant pocas líneas después, lo relevante del acontecimiento es lo que se encuentra “en el deseo de los corazones de todos los espectadores (que no forman parte de este juego mismo) que raya cerca al entusiasmo” (1798, p. 97).
La simpatía por los actores revolucionarios movidos por tales ideales implica el hecho revolucionario, pero lo inverso no se sigue: puede haber revolución sin que exista esa simpatía universal y desinteresada por ella, pues las revoluciones mismas “pueden tener éxito o fracasar, o pueden estar llenas de miseria y atrocidades hasta el punto de que un bien intencionado ser humano no quisiera por una segunda vez que la revolución se hiciera” (Kant, 1798, pp. 96-97). Kant no sentía un particular beneplácito por los eventos mismos de la Revolución, al contrario: la postura filosófica práctica de Kant es que las revoluciones armadas y violentas no deben de hacerse, pues todo acto violento es contrario al derecho. Sin embargo, el aplauso revolucionario kantiano está en ese modo popular, público, de pensar “universal” y “desinteresado” en favor de la libertad, la igualdad y la autosuficiencia, pues revela “un carácter moral de la humanidad, al menos en su predisposición, que permite a la gente no únicamente tener esperanza para el progreso hacia lo mejor, sino que es al mismo tiempo progreso en cuanto a que su capacidad es suficiente para el presente” (1798, p. 96).
De paso, como comentario que es de “suma importancia para la antropología”, Kant recalca que “el genuino entusiasmo siempre mueve únicamente hacia el ideal de lo que es puramente moral” (1798, p. 98). Nótese entonces el peculiar predominio que tiene aquí un modo de sentir sobre un modo de razonar en favor de una causa moral.20 Para el caso de la promoción de una cultura basada en los ideales de libertad, igualdad y autosuficiencia, o en el mismo tenor, una cultura como la de los derechos humanos, el sentir popular la hace más fuerte que la razón a priori.
El hecho revolucionario es a la vez de un presente y para un futuro (justo como Bobbio reconoce, en presente y futuro, a los derechos humanos). Es en virtud de esta doble caracterización de la simpatía, lo propiamente relevante del acontecer revolucionario, que Kant puede decir que ésta está en una relación causal con la predisposición moral de la humanidad. La simpatía universal y desinteresada funge como “causa moral” en cuanto que, por un lado, busca la realización del derecho que tiene un pueblo en contar con una constitución civil, y por otro, busca como único fin que esta constitución sea “justa y moralmente buena” y que permita por su propia naturaleza “abolir principios que permitan la guerra ofensiva” (Kant, 1798, p. 97). Una constitución que es republicana, “o al menos republicana en su esencia”, ofrece las condiciones para la justicia y el progreso moral para desalentar toda guerra posible, “la fuente de todo el mal y la corrupción moral” (Id). La constitución republicana provee, aunque sea “negativamente”, el progreso hacia lo mejor a una “humanidad incierta”. La idea política de una constitución republicana es importante en el contexto en el que Kant ofrece una historia del mejoramiento moral de la humanidad que puede comprenderse en relación con el “fenómeno de los derechos humanos” no solo porque sobre esta idea se sostiene la posibilidad de una “confederación de estados” o una “liga de naciones”, como lo pone en la Paz Perpetua (1795, p. 61), sino también porque, en perfecto tono con su antropología filosófica, se trata de una constitución que es perfectamente soluble incluso “para un pueblo de demonios” (1795, p. 74), esto es, un pueblo constituido por el tipo de seres por los cuales se explica que el consenso en favor de los derechos humanos no siempre resulta en su adecuado cumplimiento.
La predisposición moral acompañada por el entusiasmo popular en favor de los ideales revolucionarios de la libertad, la igualdad y la autosuficiencia, y que reclama a partir de ellos una constitución republicana, al “menos en esencia”, es lo que lleva a Kant a pronunciar la historia predictiva de la humanidad hacia lo mejor, y por tanto, aquello que le da a su ensayo el componente filosófico antropológico que la legitima (en cuanto historia).21 Es así que en el parágrafo siete del ensayo encontramos la siguiente importante aseveración:
Ahora bien, yo afirmo que puedo prever (vorhersagen zu können) para la raza humana, sin espíritu vidente alguno y en conformidad con los aspectos y signos de nuestros días, la consecución de este fin y por tanto su progreso que, a partir de entonces, nunca será totalmente revertido. Pues tal fenómeno en la historia humana no podrá nunca ser olvidado, porque revela una tendencia y una facultad (Vermögen) de la naturaleza humana hacia lo mejor y que ningún político habría sacado del curso de las cosas hasta ahora, tendencia que solo en la unidad de la naturaleza y la libertad de la raza humana en conformidad con los principios internos del derecho puede prometerse; pero en lo que respecta al tiempo, solo puede ser prometido como indeterminado y acontecido por casualidad (Kant, 1798, p. 100. Traducción del autor).
Aún cuando una reforma constitucional no se realice en conexión con los ideales revolucionarios y las cosas en el panorama político internacional parezcan conducir a un estado previo al acontecimiento revolucionario, la “filosofía predictiva” que responde positivamente a la pregunta del ensayo “no pierde fuerza alguna”:
pues la ocurrencia histórica es tan grande e importante, tan interconectada con los intereses de la humanidad y su influencia tan ampliamente extendida en todas las partes del mundo para no ser recordada por las naciones en cualquier otra ocasión favorable, y buscar la repetición de nuevos esfuerzos de este tipo (Kant, 1798, p. 100. Traducción del autor).
Favorecer publica y popularmente una causa moral, diríamos en este sentido kantiano, es lo verdaderamente propio y peculiar de un signo histórico lo suficientemente revelador de un progreso moral que no obstante no tiene como causa (necesariamente) determinación alguna del acto moral. O, dicho de otra forma, lo que nos permite razonablemente predecir que la raza humana no está estancada en una inercia ni tampoco se halla en una regresión moral. Es la “pasión”, como también la llama Kant, con la que el público común “participa por un bien” (1798, p. 98) que, como “fenómeno de la historia humana, nunca será olvidado” (1798, p. 100).
Concluyamos. Si Kant tiene una filosofía de los derechos humanos, entonces esta se inscribe en su antropología filosófica como fenómeno de un signum demonstrativum, de una “ocurrencia histórica” que señala el progreso moral de la humanidad. El “fenómeno de los derechos humanos” como “fenómeno de la historia humana que nunca será olvidado” es la expresión de todo ese conjunto de cosas que de manera espacial y temporal representan nuestro momento moral histórico planetario. Este es uno de los dos signos del progreso moral. El otro signo es el de la vivencia de las conciencias, la “ocurrencia” sensible, entusiasta y popular en favor de la causa de los derechos humanos. Pero como suceso histórico dentro del espacio y el tiempo, de los linderos de la geografía humana, el fenómeno de los derechos humanos difícilmente encuentra su acabada justificación en un Factum de la razón pura práctica.