¿Cómo se construyen y clasifican los objetos de conocimiento histórico?
Conocer es discernir. Para acceder a un cierto conocimiento sobre cualquier realidad empírica hemos de observar, comparar, diferenciar, agrupar, clasificar. Por una parte, reunimos datos desperdigados, recolectamos información y enlazamos ciertas características con determinados objetos; por otra, distinguimos unos objetos de otros y los separamos entre sí para luego reagruparlos de diversas maneras formando con ellos clasificaciones y taxonomías.
Nuestro esfuerzo por conocer el mundo que nos rodea pivota casi siempre sobre esas dos operaciones intelectuales complementarias y de signo opuesto: primero, reunimos percepciones dispersas y vinculamos ciertas cualidades a ciertos nombres, lo que nos permite concebir objetos inteligibles (esto es, que puedan ser manejados por el intelecto); luego, distribuimos los objetos así constituidos dentro de un puñado de categorías que segmentan, ordenan y jerarquizan internamente el ámbito de la realidad que estamos examinando.
El saber histórico no es una excepción. Pese a que la historia no puede considerarse en sentido estricto una ciencia empírica, los historiadores necesitamos asimismo, valiéndonos de los métodos propios de la disciplina, recurrir a ambas operaciones intelectuales para conjugar lo uno con lo múltiple (y viceversa). Por una parte, reducir la multiplicidad a unidad (mejor dicho, a una serie de unidades discretas); por otra, reagrupar dichas unidades en categorías, esto es, en unidades de un orden superior, más complejas, abstractas y organizadas. Para lo cual hemos de movilizar a un tiempo principios unificadores y sistemas de clasificación.1
En la práctica, ambos procesos se superponen e intersectan. Buscar diferencias y descubrir coincidencias son dos movimientos inescindibles. Además, algunos de los resultados más relevantes de esos procesos llegan, por lo general, elaborados a las manos del científico -y del historiador en particularantes de que éste comience su trabajo. De hecho, las dos estrategias intelectuales aludidas se solapan e implican unas a otras, y nada más es posible distinguirlas a efectos analíticos. La adscripción de un objeto a una categoría presupone la atribución a dicho objeto de un agregado de rasgos que debería compartir, al menos en parte, con todos los demás de su misma categoría (la palabra griega κατηγoρία significa justo “cualidad atribuida a un objeto”).
Por lo demás, las características atribuidas a cada objeto suelen aparecer, una vez constituido éste, como fragmentos o bien como facetas de tal objeto-totalidad. Y, una vez agrupados, los diversos objetos que constituyen una clase pueden verse asimismo, de manera retrospectiva, como disjecta membra que sólo cobrarían sentido cabal como conjunto ordenado, es decir, al ser agrupados en esa categoría clasificatoria común que los reúne.
Y no es preciso decir que, ascendiendo por una escala que nos lleva de las más minúsculas subdivisiones a agrupaciones cada vez mayores, llegamos en lo más alto al esquema clasificatorio omniabarcante por excelencia: a la clasificación del conocimiento humano. Clasificaciones que históricamente no diferían en lo sustancial del ordenamiento del cosmos que se deseaba conocer, ya que durante siglos se creyó que la división de los saberes sugerida por los filósofos, aunque partiesen de las facultades o de las necesidades del ser humano, se limitaba a reflejar la estructura del mundo en un gran cuadro sinóptico. En cualquiera de sus versiones antiguas o modernas, desde las tres grandes ramas de la ciencia que distinguió Aristóteles al “globe of the intellectual world” propuesto por Bacon y adoptado luego por D’Alembert y los enciclopedistas franceses, el arbor scientiarum no sería pues sino un trasunto del orden ontológico de todo lo existente.
En este trabajo exploraré sobre todo algunas cuestiones relativas a los modos en que los historiadores y otros científicos sociales solemos identificar, distinguir y clasificar a la gente del pasado, agrupándolas según diversos criterios: económico-sociales, políticos, étnicos, territoriales, etcétera. Vaya por delante que el historiador ordinario, lejos de construir los sistemas clasificatorios con los que opera, por lo general se limita a asumir los grandes marcos que le vienen dados por la tradición historiográfica en la que se ha formado. Justo por eso, es aconsejable que nos detengamos alguna vez a reflexionar sobre tales esquemas subyacentes, que hemos recibido como un valioso legado de nuestros maestros e informan en rigor nuestro trabajo sin ser apenas conscientes de ello.
Prestaré especial atención a un aspecto concreto de esta amplia problemática, a saber: ¿cómo afecta el paso del tiempo a estas clasificaciones? ¿Podemos aplicar las categorías sociales vigentes en cierto momento a una época anterior, o correr el riesgo de incurrir en graves anacronismos que desvirtúan de manera significativa el pasado que estamos intentando conocer? Más en particular, discutiré la legitimidad de la aplicación retrospectiva de ciertos criterios clasificatorios surgidos en determinadas circunstancias y coyunturas, pero dudosamente pertinentes para entender las pautas de comprensión por medio de las cuales la gente que vivió varios siglos antes se entendían a sí mismas y a sus mundos respectivos.
Para evitar equívocos, me apresuro a añadir que escribo desde una perspectiva historicista, según la cual es inútil buscar significados “auténticos” inherentes a los propios signos, hechos o textos, independientes de los autores y actores, observadores o intérpretes que les otorgan sentido. Pienso por el contrario que todo significado -como todo conocimiento- es un significado situado, ligado a ciertas coordenadas de tiempo, lugar y persona, y me parece inconcebible un contenido semántico privado de un sujeto portador.2 Lo cual no equivale, desde luego, a negar la existencia y la relevancia de comunidades de interpretación, tradiciones y concepciones heredadas que confieren a ciertos significados una indiscutible solidez y persistencia transpersonal, transespacial y transtemporal.3
Tampoco sería realista pretender alcanzar una comprensión perfectamente transparente de los mundos del pasado, una restitución cabal de los sentidos que los textos, hechos, prácticas o instituciones tuvieron para los que vivieron antes que nosotros. Puesto que el intérprete no puede desprenderse por completo de su bagaje intelectivo y de un horizonte histórico en cambio permanente, prescindir de sus lentes conceptuales sería condenarse a sí mismo a la ceguera cognitiva.4 Por eso, aunque el paso del tiempo por lo general concede una indudable ventaja epistémica al historiador sobre los actores,5 el mínimo rigor deontológico exige que el historiador trate de depurar sus textos de inaceptables anacronismos.6 Para eso es recomendable que se esfuerce todo lo posible por lograr una representación historiográfica fiel, i. e. compatible con las maneras de entender el mundo de los agentes del pasado.7
No todos los objetos de estudio “pasados” que uno puede imaginar desde el marco categorial desde el que escribe son plausibles ni legítimos. No lo sería, por ejemplo, un estudio de la sociedad y el Estado en la Edad Media, si uno aplica estos conceptos con la gama de significados que estos dos términos sólo llegaron a adquirir en los siglos XVIII y XIX. Confrontado con tal reto, el historiador corre el riesgo de componer en el mejor de los casos un relato teleológico en el que todos los sucesos aparecen alineados, hegelianamente destinados al cumplimiento de la “profecía retrospectiva” del glorioso advenimiento de una modernidad política cuyo mascarón de proa tendría que ostentar de modo supuesto esas dos figuras.8
Espacios, tiempos y actores en la investigación y en la escritura de la historia
Una de las muchas maneras de explicar las tareas propias del historiador sería describirlo como un profesional especializado en una disciplina particular que, por medio de ciertas técnicas de investigación, interpretación y escritura, aspira a dar cuenta de fenómenos colectivos, acontecimientos y procesos relevantes sucedidos a los hombres y mujeres que vivieron en un pasado próximo o remoto.9 Para ello, partiendo de un amasijo de datos por lo común fragmentarios e insuficientes acerca de la fracción de pasado en la que en un momento dado concentra su foco de atención, el historiador ha de producir un texto, de ordinario bajo la forma de un relato más o menos complejo. Dicho texto podrá ser a su vez y a fin de cuentas un objeto de control crítico por sus pares de acuerdo con las convenciones de la comunidad científica a la que pertenece. Y el texto permanecerá abierto a la revisión y al debate, ya sea a la luz de nuevas evidencias o de interpretaciones alternativas de las mismas fuentes que manejó su autor.
La transformación de indicios y datos brutos, textos dispersos y fuentes fragmentarias acerca de una infinidad de sucesos ambiguos en una serie de hechos establecidos, acontecimientos innegables y procesos convincentes, no es tarea fácil. La complejidad de la operación historiográfica y de la escritura de la historia estriba, entre otras cosas, en el imperativo de acotar e imponer un cierto orden en el flujo amorfo, ilimitado y caótico del devenir. Señalar procesos, representarlos e interpretarlos son tareas que exigen del historiador una gran pericia para discernir lo relevante de aquello que es irrelevante, lo pertinente de lo superfluo, lo fundamental de lo accesorio. Y por supuesto, esa capacidad no puede disociarse con facilidad de la destreza para tejer relatos coherentes que transmuten su materia prima -por lo general un montón de legajos polvorientos y semiolvidados, custodiados en archivos y bibliotecasen artículos, monografías o ensayos historiográficos de interés para los especialistas (y con suerte también en ocasiones para un público más extenso).10
El punto de partida -y a veces también el de llegada- de la operación historiográfica suele ser el deslinde de unidades significativas que, al asignar bordes y fronteras de demarcación al material, sitúe al lector y al propio historiador ante un panorama abarcable, ordenado hasta lo mínimo e inteligible, de objetos y de sujetos identificables. Tales unidades o “individualidades historiográficas”, que sugieren a un tiempo líneas de continuidad y de discontinuidad, son de índole discursiva y no se corresponden por fuerza con divisiones “naturales” en el espacio y en el tiempo, ni tampoco con personas físicas, ni siquiera con personae fictae: no todos los objetos e instrumentos de estudio historiográfico son sujetos históricos. La Edad Media, la Revolución francesa o el Renacimiento italiano, por supuesto no lo son (como tampoco lo son Europa o Asia, Oriente u Occidente). En todo caso, se trata de entidades historiográficas menos sólidas e incuestionables que, por citar algunos casos, Alfonso X, Robespierre o Miguel Ángel. Pero, ¿qué sucede con las llamadas “clases sociales”, como “los siervos” o “la burguesía”, por referirnos a dos etiquetas reconocibles que aparecen con frecuencia en los libros de historia europea de los periodos mencionados? ¿Qué grado de ajuste a “las realidades del pasado” deberíamos atribuir a tales denominaciones referidas a la Europa del siglo XII, o a la Francia del siglo XVIII?
Las herramientas que de ordinario sirven para domeñar y encauzar el confuso fluir del acontecer en aquellos mundos pretéritos se aplican en lo fundamental a tres dimensiones o aspectos del pasado: el espacio, el tiempo y el factor humano. En lo que a la perspectiva espacial respecta, al poner manos a la obra el historiador acota por lo general sus territorios de referencia, ya sean ciudades o continentes, monarquías, imperios o naciones (huelga decir que estas últimas, las naciones, han acaparado en los últimos dos siglos una parte sustancial del esfuerzo historiográfico). Desde el punto de vista temporal, las periodizaciones más comunes (además de la división por décadas y siglos, que muchos miran casi como algo “natural”) suelen ser ciertas nociones epocales y conceptos coligatorios -colecciones significativas de muchos eventos y procesos- que a menudo llevan incorporadas interpretaciones del conjunto de hechos así aglutinados (y no carecen a veces de carga ideológica): la Era de las Revoluciones Atlánticas, el Antiguo Régimen, la Restauración, el Siglo de las Luces, la Guerra Fría, etcétera. Hay una cronología y una crononimia típicamente europeas, occidentales en su mayor parte, y también cronónimos peculiares para cada país o región.11 La tercera perspectiva clásica se refiere a la manera en que serán clasificados los seres humanos objeto de investigación; tales clasificaciones moldean de antemano los actores colectivos o grupos de personas a los que al parecer les habrían correspondido papeles significativos en los procesos y sucesos estudiados y, en consecuencia, protagonizarán los relatos que resulten de la investigación. Estas clasificaciones pueden ser, entre otras, de carácter étnico, religioso, socioeconómico o político- territorial.
Ahora bien, clasificar, “territorializar” y periodizar no son acciones inocentes. Lejos de entenderse como arreglos tan sólo instrumentales, anodinos en lo intelectual, António Hespanha subrayó hace años la virtualidad poiética, creadora, de las categorías y clasificaciones. Puesto que las mismas cosas pueden conceptualizarse de un modo o de otro, las categorías no reflejan “el mundo tal cual es”, sino que lo constituyen y le dan forma.12 Así que no nada más es cierto que “las tentativas de recategorización son una especie de revolución”; también podría decirse, a la inversa, que las revoluciones, en la medida en que sus líderes subvierten las clasificaciones establecidas y llegan a ejercer un inapelable “poder de definir” (que lleva aparejado el privilegio demiúrgico de clasificar), implican una recategorización más o menos radical respecto al orden político y social. Como si el acto de definir, al modo aristotélico, per genus et differentiam, engendrase de hecho performativamente los géneros y las diferencias invocados en la definición.13
Sobre la crisis actual de los grandes marcos y sistemas clasificatorios
Tal vez porque, como ha sucedido otras veces en la historia, atravesamos un momento de gran incertidumbre y transición acelerada hacia un futuro ignoto, a últimas fechas los criterios de clasificación habituales o han quedado obsoletos o están siendo cuestionados en serio. Se podría decir que la túnica con que durante décadas los historiadores hemos vestido a Clío de repente se nos antoja anticuada, y estamos ansiosos por cortarle nuevos trajes. El cuerpo de la historia en crecimiento, además, amenaza con hacer saltar las costuras de algunas prendas que se le han quedado pequeñas. Urge, pues, reponer su vestuario con diseños y tallas acordes con esas renovadas exigencias.
Desde el punto de vista territorial, hace años que un amplio sector de la historiografía, descontento con los tradicionales marcos nacionales que han ahormado tantos escritos históricos durante dos siglos, aboga por trascender las fronteras de los estados, yendo incluso más allá de la historia internacional comparada. Me refiero a las diversas modalidades de historia transnacional,14 como la llamada historia global o world history, connected histories, entangled history o histoire croisée. Con referencia a las discusiones sobre conceptualización de ciertas mesorregiones europeas, hace más o menos una década algunos empezaron a hablar de un spatial turn en la historia y las ciencias sociales.15 Si bien es cierto que estos debates han cobrado particular fuerza en la Europa centrooriental, también en otras zonas y en otros continentes se observan movimientos que tienen esa dirección. La tan traída y llevada historia atlántica es un ejemplo palpable; uno de sus principales impulsores justificaba su necesidad con estas palabras:
Los conceptos que usamos para periodizar y clasificar reflejan el estado de nuestros conocimientos, nuestras preocupaciones colectivas y nuestras maneras de pensar; estos conceptos cambian cada cierto tiempo a medida que cambian las circunstancias, que aumentan nuestros conocimientos y que disponemos de nuevos términos analíticos de los que podemos servirnos en busca de una mejor comprensión.16
En este sentido, el proyecto Iberconceptos, que en la fase actual de su desarrollo se ha dotado de un grupo para el estudio específico del tema “Territorio y soberanía” (coordinado por Ana Frega), se inscribe en una línea que apunta a una historia atlántica, transnacional, incluso postnacional.17
En cuanto a la dimensión temporal, los tradicionales formatos de “empaquetado cronológico” de la historiografía están asimismo sufriendo ataques recios desde diversos flancos. Por una parte, numerosos autores de la llamada historia poscolonial han denunciado las periodizaciones imperantes por su evidente sesgo eurocéntrico.18 Pero ni siquiera en Europa el esquema usual de las tres o cuatro edades -antigua, media, moderna y contemporánea, en la formulación que nos es más familiar-escapan a críticas demoledoras. Parece claro que, aunque no sea más que por el inexorable paso de los años, ahora que hasta la posmodernidad se ha quedado vieja, muchos creen que la llamada “edad contemporánea” ha dejado de ser estrictamente nuestra contemporánea y pide a gritos un punto final (o un nuevo comienzo). Además, algunos historiadores no dejan de proponer cambios en ese esquema clásico, como por ejemplo la insistente propuesta de Le Goff de prolongar la Edad Media y eliminar el Renacimiento como un periodo histórico carente de rasgos en verdad distintivos respecto de los siglos que le precedieron.19 Pero sobre todo, a partir de algunos trabajos seminales de filósofos e historiadores del siglo XX (Husserl, Heidegger, Gadamer, Braudel, Koselleck, Riçœur, entre otros), la reflexión sobre temporalidad e historicidad se ha enriquecido y complejizado durante las últimas décadas. De este modo, el tiempo ha dejado de ser visto como un simple contenedor neutro del transcurrir, y, más allá de las manoseadas controversias sobre periodizaciones, las reflexiones sobre duraciones y escalas del tiempo histórico, órdenes y rupturas del tiempo, cronotopos, experiencias de temporalidad y regímenes de historicidad, se han sofisticado en grado significativo.20 Cada vez son más los autores que piensan que un sistema de temporalidades múltiples, en el que se contemplan ritmos diversos dependiendo del tema estudiado, es más adecuado que los rígidos esquemas de periodización lineal a los que la historiografía tradicional nos tenía acostumbrados.21 Es más: a últimas fechas en este terreno se están abriendo nuevas vías a las investigaciones empíricas, que dan muestras de creciente dinamismo. Algunos estudios de caso sobre historia de la historicidad y de las experiencias de tiempo han comenzado a desarrollarse de manera coordinada y sistemática.22
También en el terreno de las categorías de clasificación social hemos asistido en las últimas décadas a un auténtico seísmo. La “crisis de las macrocategorías adscriptivas”, así denominada por Francesco Benigno en un libro reciente,23 es sin duda un rasgo mayor de la llamada crisis de la historia y ha dado origen a algunos grandes debates metodológicos en los últimos treinta o cuarenta años. En el trasfondo de estos debates late a menudo la disyuntiva entre dos enfoques que producen descripciones muy distintas -a veces opuestas- de idénticos fenómenos: 1) la perspectiva etic, que proyecta sobre los agentes las categorías científicas explicativas del observador externo; 2) la perspectiva emic, que aspira a comprender las cosas del modo más próximo al punto de vista del nativo.24 En el terreno que nos ocupa, el primer enfoque se correspondería con una lógica “objetivista”, que adscribe los seres humanos del pasado a un grupo o a otro al aplicar las herramientas analíticas del historiador; el segundo respondería a una lógica “subjetiva”, autoatributiva: lo que importa entonces sobre todo es la conciencia de pertenencia de los agentes involucrados, su autodefinición compartida.
Los ilustrados del siglo XVIII, quienes estaban fascinados por las clasificaciones tanto del mundo natural como de las realidades humanas, inventaron algunos de los sistemas taxonómicos más exitosos y perdurables (es muy significativo que términos como clasificación y clasificar se acuñasen en el setecientos). Tras ellos, los principales teóricos de la modernidad positivista y cientifista, en su época de apogeo desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, estaban convencidos de que existía sólo una forma “correcta” de ordenar y clasificar cada sector de la realidad de acuerdo con “la naturaleza de las cosas”, y que las líneas de demarcación entre las diferentes clases de objetos debían ser claras y nítidas.25 Para Karl Marx, por ejemplo, la forma de clasificar correctamente a los hombres bajo el modo de producción feudal era en señores y siervos, mientras que bajo el capitalismo el conflicto principal era el que enfrentaba a burgueses y proletarios.
Hoy hemos despertado también de ese “sueño dogmático”. Sabemos desde hace tiempo de la ambigüedad inherente a muchos escenarios culturales, políticos y sociales. Y no podemos ignorar que un mismo fenómeno puede muy bien ser clasificado bajo dos o más rúbricas diferentes, incluso contradictorias e incompatibles entre sí.26
De la clase a la identidad
El énfasis en la construcción cultural de las categorías sociales, étnicas y políticas ha propulsado una nueva metacategoría al primer plano de la investigación en este campo, en las tres últimas décadas. Me refiero a identidad, una noción oscura y elusiva cuya espectacular expansión -en paralelo con otras como memoria y género-27no puede menos de sorprender al observador interesado en la epistemología de las ciencias sociales. “Identidad”, que es entendida como “una definición compartida e interactiva producida por varios individuos o grupos” (“an interactive and shared definition produced by several individuals or groups”) orientada a la acción común y que está en el origen de un nosotros, i. e. de un nuevo actor social,28 surgió como concepto sociológico en la década de 1960, acompañando al auge de los que entonces empezaron a ser llamados “nuevos movimientos sociales” y pronto conoció un éxito fulgurante.
Convertida en nueva clave de legibilidad de las realidades sociales, este tipo de identidad (grupal, social o colectiva) tiene la ventaja de su aparente plausibilidad tanto desde la perspectiva etic como desde la emic. Pues, si bien es cierto que para el científico social cualquier identidad colectiva es una construcción cultural, quienes abrazan y hacen suya una u otra identidad de esa clase suelen considerarla algo cuasinatural; tan natural que a menudo no la ven en absoluto como algo construido. La identidad podría, entonces, ser considerada en general como una macrocategoría analítica, “objetiva”, y, a la vez, en cada una de sus determinaciones concretas, como una forma de pertenencia, ya sea a un grupo social, étnico, nacional, de edad, de orientación sexual, etcétera, subjetivamente autoasumida (y, en la medida en que se ha reificado, como una construcción que se ignora a sí misma como tal construcción).29 Esta alegada compatibilidad con ambas ópticas etic y emic parecería disolver el dilema entre los dos polos de esa disyuntiva.30 Sin embargo, las cosas no son tan sencillas.31
Una visión panorámica de los debates que en el último medio siglo se han suscitado entre los historiadores franceses sobre el tema de las clasificaciones sociales resulta muy ilustrativa de la evolución de la historiografía en este punto. En la década de los años sesenta del siglo pasado estalló en Francia un sonado debate en el que tomaron parte varios afamados historiadores acerca de cuál era la forma más adecuada de clasificar a las gentes que vivieron bajo el ancien régime. Con ello, se buscaba establecer nada menos que la “verdadera” jerarquía o estratificación social en los siglos que precedieron a la Revolución. Mientras que Ernest Labrousse y Pierre Vilar, desde una perspectiva socioeconómica, se ceñían a la clásica división en clases que correspondía a ese momento de feudalismo tardío, Roland Mousnier y otros sostenían que era preferible atenerse a criterios jurídico-estamentales, acordes con los términos de demarcación social vigentes en aquella época. La alternativa entre un modelo de société d’ordres y otro de société de classes puede ser interpretada en principio como un caso más de la disyuntiva entre los enfoques “subjetivista” y “objetivista” más arriba mencionada, si bien los derroteros ulteriores de la discusión, oscilando entre el constructivismo social, el cultural y el lingüístico, añaden complejidad a esta disputa.32
El análisis comparado de una secuencia de trabajos publicados con intermitencia a partir de los años setenta del siglo pasado en diversas obras de referencia de la historiografía francesa permite inferir las grandes líneas de aquel debate.33 Desde que, a mediados de los años setenta, los impulsores de la nouvelle histoire de la tercera generación de Annales propusieran un giro hacia la histoire des mentalités hasta las discusiones actuales acerca de la memoria y la función social de la historia ha corrido mucha agua bajo los puentes de la disciplina. El sentido general de esa evolución, en lo que a nuestro tema respecta, no ofrece dudas: los cultivadores de la historia social fueron mostrando un interés creciente por las prácticas y los lenguajes sociales, las representaciones e imaginarios, las costumbres y el mundo simbólico en general, abandonando poco a poco no sólo el concepto de clase en sí, sino todo tipo de entidades colectivas de corte objetivista.
Frente a ciertas categorías grupales puramente analíticas que parecían insuflar vida a actores ficticios o improbables, los historiadores enfatizaban más y más la idea de que cualquier clasificación social no es un dato natural u objetivo, sino que siempre es el resultado de una construcción sociocultural. Mientras que, según observaban Roger Chartier y Daniel Roche citando a Jean-Claude Perrot en 1978, “los grupos sociales son al mismo tiempo lo que piensan ser y lo que ignoran que son”,34 Antoine Prost afirma de modo categórico en 1997 que “le groupe n’existe que dans la mesure où il est parole et représentation, c’est-à-dire culture”.35 Por su parte, Simona Cerutti criticaba la proyección al pasado de las nomenclaturas socioprofesionales (socioprofessionelles) actuales, y sugería las consecuencias deletéreas que nuestro conocimiento de las sociedades del antiguo régimen pueden tener sobre las clasificaciones anacrónicas. Utilizar estratificaciones ajenas a la época es servirnos de mallas de lectura que inducen a error. Por un lado esos vocabularios nos hacen ver grupos inexistentes en aquella época como si fueran reales; por otro, nos ocultan rasgos significativos de las sociedades que pretendemos analizar.36
La crítica a las aproximaciones socioeconómicas inspiradas por el marxismo se agudizó con el hundimiento del sistema soviético, hasta el total arrumbamiento del paradigma labroussiano. La nueva historia sociocultural y las variopintas tendencias historiográficas que le siguieron vinieron acompañadas de una insólita multiplicación de los objetos y de los enfoques (y también de los sujetos colectivos). Frente al viejo ideal annaliste de una histoire totale, pudo hablarse de una fragmentación o “desmigajamiento” de la historiografía (según la caracterización que propusiera François Dosse en un famoso ensayo).37 Desde entonces, si algo está claro es que los historiadores han renunciado hace tiempo al ambicioso objetivo de desarrollar una histoire totale, que un día inspiró a los Annales, y se conforman con realizaciones más modestas, si bien yo diría que en los últimos años un sector de la historiografía ha ganado en reflexividad lo que ha perdido en certidumbre cientifista.
Al hilo de estos debates en torno a la historia y sus métodos, diversos estudiosos han insistido en la necesidad de que el historiador reflexione críticamente sobre los supuestos cognitivos y los conceptos subyacentes que guían de manera tácita su trabajo. Hace cuatro décadas, Paul Veyne sostenía que “le rangement d’événements dans des catégories exige l’historisation préalable de ces catégories”.38 Autores como Pocock o Bourdieu han reclamado con parecidas palabras la historización propedéutica de los instrumentos de conocimiento de las ciencias sociales.39
“Toda explicación de las conductas y procesos sociales requiere un análisis minucioso del proceso de formación histórica de los propios conceptos”, ha escrito Miguel Ángel Cabrera.40 Es más: como consecuencia de la crisis de la modernidad, “la formación histórica de los conceptos no sólo se convierte en un tema primordial de investigación, sino que […] constituye el verdadero cimiento de la teoría social”.41
De hecho, conceptos tan básicos para lo que aquí nos importa como historia, individuo o sociedad, clase, raza o identidad -pero también ciencia, objetividad y muchos otros-, están siendo objeto en los últimos tiempos de análisis históricos rigurosos e iluminadores.42 En vez de dar por supuestas dichas categorías y tomarlas como punto de partida para el estudio de los fenómenos sociales e institucionales, ellas mismas se convierten en objeto prioritario de investigación. Estos análisis nos permiten comprender, por ejemplo, que el concepto de sociedad, en un sentido reconocible por nosotros, no empezó a desarrollarse hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y sólo llegó a ser un objeto de estudio científico en la centuria siguiente. Hubo que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que “clase” se convirtiera en el término convencional de estratificación social, marcando una ruptura con los imaginarios jerárquicos anteriores. Y, del mismo modo, en el salto del siglo XX al XXI, coincidiendo con la llamada posmodernidad, hemos asistido al ascenso irresistible de la noción de identidad en diversas disciplinas y escenarios académicos de las ciencias sociales. Del periodo temprano-moderno al posmoderno, pasando por la larga etapa propiamente moderna, hemos visto sucederse, pues, tres macroconceptos o categorías clave para marcar diferencias y clasificar a las personas, cada una de ellas basada en un criterio distinto -jurídico, económico y cultural, respectivamente-: estamento, clase e identidad.43
Llegados a este punto, es hora de entrar a discutir la cuestión que planteaba al comienzo de estas páginas, a saber, el problema del anacronismo en las categorías de clasificación. ¿Es lícito usar conceptos y categorías que no existían en una determinada época para identificar, calificar y clasificar desde la distancia a quienes vivieron en ella? Y, de un modo más general, ¿procede aplicar de modo retrospectivo patrones de comprensión ajenos a los seres humanos y comunidades desaparecidos, que mientras pisaron la tierra se percibían a sí mismos de manera diferente en lo sustancial para explicar sus comportamientos?
Hay que recordar que la razón de ser de la historia conceptual reside en ayudar al lector y al historiador a distinguir, con la mayor claridad posible, el lenguaje analítico de los científicos sociales de nuestros días del lenguaje de las fuentes (esto es, de los discursos que registran las formas de entender el mundo de las generaciones extintas y que han llegado a nosotros como vestigios de un pasado más o menos lejano). Esa distinción permite combatir esa forma de narcisismo epistemológico a la que llamamos presentismo, y que, desde la perspectiva que aquí interesa, consiste en esencia en asimilar el pasado al presente.
Para mantener a raya la tentación presentista hay que hacer frente a varios géneros de anacronismos, incluyendo uno de tipo cognitivo y otro axiológico. En virtud del primero debiéramos preguntarnos, por ejemplo, si los conceptos modernos de raza, género, identidad, clase o nación son aplicables a un pasado lejano en el que tales nociones no existían.44 La segunda cautela nos previene contra los riesgos de usar etiquetas morales o políticas (por lo general éstas son denigratorias) derivadas de aquellos conceptos. ¿Podemos calificar de nacionalistas o de racistas determinadas conductas de nuestros antepasados que parecen asemejarse a las que hoy tildamos de tales, aunque no encajen estrictamente en aquellas denominaciones al faltar en la época considerada los conceptos en que se basan tales actitudes?.45
Así, por referirme al caso de Europa, ¿hubo o no luchas de clases en la Antigüedad, identidad femenina y movimientos de mujeres en la Edad Media, colectivos de homosexuales, conflictos raciales y guerras nacionalistas en la temprana Edad Moderna? Por supuesto, el examen a fondo de cada una de estas cuestiones requeriría de un espacio del que no disponemos. Me limitaré, por tanto, a plantear una reflexión general sobre este tema. Para ello utilizaré como piedra de toque las posiciones que sostuvo al respecto uno de los grandes clásicos decimonónicos de la teoría social.
Historicidad de los conceptos clasificatorios y cronocentrismo metodológico: el caso de Karl Marx
El tema de la “retroyección” de los conceptos y las categorías fue planteado con agudeza por Karl Marx hace un siglo y medio. Un pensador de formación historicista como él era sin duda muy consciente de que a medida que “nos internamos” en el pasado van apareciendo obstáculos epistemológicos que dificultan nuestra comprensión de esos mundos cada vez más distantes. El historiador no debiera traspasar tales “umbrales conceptuales” sin desprenderse de alguna parte de su bagaje intelectual. En concreto, convendría que fuera dejando a un lado aquellos conceptos que todavía no se habían inventado, y por tanto eran a la letra impensables en la época a la que quiere remontarse. Tal principio de irretroactividad intelectual sería entonces la mínima cautela que, como historiadores, estaríamos obligados a aplicar si de verdad deseamos entender a los actores en sus propios términos.46
Uno de los pasajes donde Marx muestra su aguda conciencia de la historicidad de los conceptos se encuentra en las primeras páginas de El Capital. Allí explica, el teórico alemán, que Aristóteles no entendió a plenitud que el valor de las mercancías es la expresión de la cantidad de trabajo humano necesario para producirlas. A pesar de su perspicacia, Aristóteles no pudo entenderlo, sostiene Marx, porque tropezó con un obstáculo epistemológico insuperable: la carencia del concepto adecuado de valor. Para formar ese concepto, primero había que ser capaz de imaginar la equivalencia fundamental de todos los trabajos efectuados por el ser humano. Esa equivalencia, a su vez, era inconcebible en un contexto esclavista como el de la Grecia antigua, y únicamente podía pensarse “a partir del momento en que la idea de la igualdad humana poseyese ya la firmeza de un prejuicio popular”. Ahora bien, tal prerrequisito sólo se alcanzó en la sociedad capitalista del tiempo en que Marx escribía. Por tanto, concluye, “fue la limitación histórica de la sociedad de su tiempo, la que le impidió [a Aristóteles] desentrañar en qué consistía en rigor esta relación de igualdad” (y en consecuencia comprender la teoría del valor-trabajo).47
Esta probada sensibilidad histórico-conceptual de base materialista, sin embargo, no evitó que el propio Marx incurriese a veces en flagrantes anacronismos. Es más: defendió con vehemencia la pertinencia con fines heurísticos de una forma de anacronismo metodológico. Veamos.
Un decenio antes de la publicación del volumen I de El Capital, en sus manuscritos de crítica de la economía política (más conocidos como los Grundrisse), Marx escribe que “las categorías más abstractas, a pesar de su validez -precisamente a causa de su abstracción- para todas las épocas, sin embargo, en la determinación de esta abstracción misma, son producto de relaciones históricas y sólo poseen plena validez para y dentro de estas relaciones”. Así, continúa, puesto que
la sociedad burguesa es la organización histórica de la producción más desarrollada y compleja […] [l]as categorías que expresan sus relaciones […] permiten comprender al mismo tiempo la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, con cuyas ruinas y elementos ella ha sido edificada, de los cuales ella continúa arrastrando en parte consigo restos todavía no superados, mientras que meros indicios han desarrollado en ella todo su significado.
En este punto recurre a la metáfora biológico-evolucionista de inequívoco aroma darwiniano: “En la anatomía del hombre está la clave para la anatomía del mono. Los indicios de las formas superiores en las especies animales inferiores sólo pueden ser comprendidos cuando la forma superior misma ya es conocida. La economía burguesa suministra, por lo tanto, la clave de la economía antigua, etc.”
Y concluye con lo siguiente, que constituye un verdadero epítome del razonamiento teleológico: “El llamado desarrollo histórico descansa en general en el hecho de que la última forma considera a las formas pasadas como estadios que conducen a ella misma”.48 De modo muy hegeliano, en suma, Marx reconoce la legitimidad de la proyección sistemática de las nuevas categorías recién inventadas hacia el pasado, entendido justo ese pasado como el camino que conduce al presente a medida que se van “descubriendo” (y desplegando de manera progresiva) dichas categorías, que por paradoja arrojarían luz sobre el tiempo anterior a su advenimiento. Aunque históricamente específica, la invención de un concepto es entonces re-descrita como “descubrimiento”. Ya se sabe: la lechuza de Minerva nada más extiende sus alas al anochecer.
Así, la observación de los conflictos entre burguesía y proletariado a mediados del siglo XIX le lleva a Marx a perfilar su teoría de la lucha de clases y extrapolarla al pasado de la humanidad en su conjunto. La historia universal, según el célebre dictum de Marx y Engels en el Manifiesto comunista, no sería en esencia otra cosa que la historia de la lucha de clases.49 Y, como hemos visto arriba, a propósito de su teoría del valor, el capitalismo del siglo XIX ilumina de modo retrospectivo la historia lejana, y permite entender, por ejemplo, las aporías e insuficiencias de las doctrinas aristotélicas sobre el valor de las mercancías.
En la medida en que Marx asume la modernidad industrial europea -y la esperada superación de sus contradicciones capitalistas por medio del socialismo- como estación término de todos los convoyes del pasado, adopta un anacronismo metódico, una suerte de “presentismo futurista” radical. Su punto de vista es no nada más eurocéntrico, sino “modernocéntrico” sin más. El capitalismo y el socialismo aparecen en su obra -en el presente y en un hipotético futuro- alineados como el punto de fuga en el que converge la totalidad de los vectores de la historia universal, así que todos los segmentos del pasado son vistos como una serie de esbozos imperfectos del presente, en camino hacia un esplendoroso futuro de emancipación. Así, una vez fijada la modernidad como el telos inevitable de la historia mundial, su obra sería un ejemplo excelso de esa “tendencia a ver a las gentes del pasado más lejano como errados o deficientes, tan sólo porque fueron distintos de nosotros”, criticada por Lynn Hunt en un trabajo reciente.50
Esa tendencia a usar cierta modernidad estereotipada como vara de medir de todos los procesos históricos implica en el fondo desprecio e incomprensión por el pasado en su irremediable alteridad: “Nosotros [los historiadores actuales] ‘vacilamos entre desestimar a las gentes de la Edad Media como bárbaros, o venerarlos como creadores de nuestra civilización’. No conseguimos respetarlos en sus diferencias”51. Desde esta perspectiva, la filosofía de la historia marxista es sólo un ejemplo de una actitud intelectual muy extendida, que prevalece de manera abrumadora durante el siglo XIX y gran parte del XX y que podríamos denominar “(auto) cronocentrismo teórico”. Una actitud que sin duda pareció por mucho justificada a nuestros predecesores en tiempos en que imperaba una confianza ciega en “las leyes del progreso”, pero que hoy algunos empiezan a considerar inadmisible, narcisista y autosatisfecha.
Consideraciones finales. Por una historia más histórica
Puesto que este trabajo es parte del proyecto Iberconceptos, que comenzamos hace una década, antes de terminar me gustaría añadir algunas observaciones acerca de la oportunidad de nuestra empresa, que se inscribe en un amplio contexto de discusión historiográfico. Uno de los equipos de trabajo de la tercera fase de Iberconceptos centra sus tareas en específico en los “Linguagens da identidade e da diferença no mundo Iberoamericano: classes, corporações, castas e raças”. El campo semántico de las distinciones jurídicas, étnicas, políticas, socioeconómicas e ideológicas se reveló fluido en grado extremo en la era de las revoluciones liberales y de independencia en el Atlántico ibérico, cuando diversos marcadores identitarios se vieron sometidos a rápidas y sorprendentes fluctuaciones. No en vano, como hemos señalado más arriba, las revoluciones se presentan por lo común acompañadas de graves crisis político-identitarias y cursan con cambios drásticos en los conceptos y las categorías adscriptivas (las que incluyen algunas etiquetas tan decisivas como la nacionalidad y la ciudadanía). De ahí que sea en tales periodos de transición cuando en especial es importante aquilatar las cambiantes categorías identitarias utilizadas por los actores y confrontarlas con los instrumentos de clasificación manejados por el historiador.52
No obstante, como toda perspectiva histórica -i. e., retrospectiva-, el punto de vista del historiador conceptual varia con el tiempo, y este movimiento afecta de modo inevitable a la representación de un pasado que ya se esfumó. Pese a su carácter efímero, el esfuerzo de reflexividad que este enfoque supone merece la pena. Distanciarse uno mismo y distanciar al lector de sus propias preconcepciones es una condición necesaria para forjar una visión del pasado más refinada, que tome en serio su alteridad; una visión que, en lugar de confirmar los prejuicios del tiempo en el que vive, fortalezca su conciencia de historicidad.53
Así, no todos los objetos de investigación que uno puede imaginar son sujetos históricos. Dicho de otra manera, no todas las unidades de comprensión conceptualizables son unidades de acción. Una cosa es agrupar un conjunto de sucesos y de fenómenos sociales para construir con ellos un objeto de estudio, y otra muy distinta pretender que tal objeto tuvo vida propia. Ilustraré en pocas palabras esta cuestión con dos ejemplos. Primero: parece que en el Brasil colonial no hubo “criollos”. Aunque por supuesto hubo muchos descendientes de portugueses peninsulares viviendo en aquella región sudamericana, el concepto “criollo” -fundamental en la América hispanano rige en el área lusobrasileña. Por alguna razón, nunca existieron “criollos” brasileños: sencillamente, no se clasificaban así. Segundo ejemplo. Parece que no todos los ibero- hablantes residentes en los Estados Unidos, procedentes de diversos países, se ven a sí mismos como miembros de una misma comunidad por el hecho de hablar español o portugués. En este caso, como en otros, la descripción “objetiva” o “externa” de un determinado fenómeno sociocultural no se corresponde con la autodefinición de los actores sobre el terreno. Supongamos que un sociólogo o un historiador utilizan la categoría demográfica de “ibéricos”, “hispanos” o “latinos” para calcular la evolución del porcentaje de los norteamericanos de ascendencia o cultura ibérica sobre el total de residentes en los Estados Unidos a lo largo de un periodo dado. Por supuesto, puede hacerlo con legitimidad. Imaginemos ahora en cambio que el mismo investigador considera a la “comunidad iberoamericana” en los EE. UU. como un actor social, dotado de capacidad de acción. En este último caso, quien así procediera estaría sin duda incurriendo en un error metodológico. Es posible que desde un punto de vista exterior -“objetivo”- los descendientes de mexicanos, puertorriqueños, centroamericanos, brasileños, españoles, portugueses, etcétera. podrían considerarse un grupo a efectos estadísticos, pero no de modo subjetivo. Así pues, la categoría etnodemográfica “comunidad iberoamericana en los EE. UU.” serviría como objeto de estudio para determinados propósitos, pero no por eso debiéramos verla en sí como un actor social.
En realidad, lo que esta discusión pone sobre la mesa va mucho más allá de la cuestión de las clasificaciones “sociales”. La arrogancia presentista que describíamos al final del epígrafe anterior -cuando Marx tomaba su particular punto de mira, el de un teórico europeo de mediados del siglo XIX, como criterio transhistórico de validez universal- lleva aparejado un principio que hasta hace poco parecía incuestionable a casi todos los científicos. Me refiero a lo que, por recurrir a un símil político, podríamos llamar “soberanía epistémica de la modernidad”, o sea al dogma -que muchos consideran incontestable- de que nuestros parámetros científicos cons tituyen la única forma legítima de conocimiento.
Pero, ¿qué sucede cuando la moderna racionalidad occidental saca a la luz la historicidad de sus bases epistemológicas, y en cierto modo se historiza a sí misma? ¿Qué sucede cuando esa misma racionalidad se ve confrontada con otras maneras de dar sentido al mundo? Este problema, que para los antropólogos es el pan nuestro de cada día, empieza a ser considerado pertinente también para el historiador. Cuando ambos, historiadores y antropólogos, tratamos de comprender otras formas de pensar y de entender el mundo, nos vemos confrontados con los límites de nuestra propia racionalidad. Cuando el investigador tiene que dar cuenta de los sistemas interpretativos manejados por esos extraños “indígenas del pasado” que son nuestro antepasados sin renunciar a su perspectiva “científica”, a nada que se tome en serio los discursos producidos por los seres humanos en quienes trabaja, el historiador en efecto ha de reflexionar sobre los fundamentos de su aproximación académica (en otras palabras, se ve obligado a volver su mirada a su propio punto de observación). En este sentido, la reflexividad de la historia no es muy diferente de la de la antropología: así como el antropólogo se “antropologiza” a sí mismo al situarse en un contexto cultural dado, el historiador se “historiza” y relativiza a sí mismo al ser consciente de que su punto de observación -móvil y efímero, como todos- se sitúa en cierto momento y circunstancias históricas. Y, por eso, una de las funciones esenciales de la historia, como de la antropología, es procurarnos alguna familiaridad con mundos simbólicos y conceptualizaciones exóticas, lo que contribuye a ampliar y mejorar nuestro conocimiento sobre las realidades humanas.54
Hay que pensar, por ejemplo, en el estudio de los fenómenos religiosos en el pasado. Es éste un campo, particularmente el de las conexiones entre religión y política en el mundo iberoamericano de los siglos XVIII y XIX -un tema este, por cierto, que en modo alguno puede reducirse al de las relaciones Iglesia-Estado-, sobre el que trabaja en la actualidad otro grupo de investigadores de la red Iberconceptos, coordinado por Ana María Stuven. Michel de Certeau escribió páginas muy interesantes sobre esta cuestión.55 Para nosotros, estudiosos del siglo xxi, la religión es sin más una ideología entre otras. Para la mayoría de los europeos y americanos de los siglos XVI, XVII y XVIII, en verdad ése no era el caso: la religión no sólo era la verdad suprema, sino el fundamento de la sociedad y la clave que daba sentido a todo lo existente.
Pensar históricamente, en este como en otros casos, exige del historiador-intérprete un enorme esfuerzo de empatía con los actores. No es fácil acercarse a la forma de pensar de gente tan distinta. Pues, como observó con brillantez De Certeau a propósito de la religiosidad de los europeos del siglo XVII, mientras que nosotros aspiramos a entender la religión como un fenómeno histórico y como una “representación” emanada de la sociedad, ellos entendían, al revés, que era la religión justo el cimiento de la sociedad. Aunque como herederos de la Ilustración a muchos de nosotros no nos quepa duda de la “superioridad” de nuestro sistema de comprensión del mundo sobre el de nuestros predecesores, no por eso resulta menos asombrosa la operación intelectual que consiste en comprender un tiempo lejano, organizado en función de un principio de inteligibilidad tan diferente, desde una lógica que le era tan ajena.56 Una inversión tan drástica de los códigos de lectura del mundo en nada más dos o tres siglos (un breve lapso, en términos históricos) nos permite especular con la posibilidad de que en un futuro próximo un nuevo régimen de inteligibilidad termine por desplazar al que está en vigor a la fecha. ¿Acaso no resulta inquietante conjeturar que, al paso de algunas décadas, todos nuestros afanes científicos pudieran ser reevaluados y descalificados desde parámetros por completo diferentes de los nuestros?
* * *
Sé bien que gran parte de los historiadores -quizá la mayoría- no se preocupan en absoluto por estas cuestiones. Volcados en el análisis de sus objetos de estudio favoritos, rara vez se paran a reflexionar sobre los marcos de comprensión heredados (menos aún sobre los supuestos epistemológicos en que se funda la disciplina). Muchos de ellos se limitan a aplicar los sistemas clasificatorios que aprendieron durante su formación académica, y parecen escribir desde algún lugar misterioso y recóndito, como si tuvieran la capacidad de ver y describir desde algún punto de mira privilegiado cómo sucedieron en verdad las cosas y quiénes fueron los sujetos que las protagonizaron. Frente a esta historiografía convencional, positivista y con ingenuidad, la cual pretende hablar en nombre de una razón intemporal, me interesa una historia más histórica. Es decir, una historia reflexiva capaz de comprender que -mientras no se demuestre lo contrario- historicidad y lingüisticidad son parte del horizonte irrebasable de la condición humana. Pero también, por otra parte, una historia menos ideológica, que en ningún caso tome al pasado como un campo de batalla donde dirimir conflictos políticos actuales. En lugar de volverse hacia el pasado con el gesto airado de quien irrumpe en un arsenal en busca de munición, el historiador debería aproximarse a aquellos mundos desvanecidos con el respeto, la calma y la piedad de quien se interna con paso vacilante en un vasto y laberíntico cementerio. Para decirlo con las palabras del escritor y político brasileño Homem de Melo, el historiador debiera entrar en el territorio sagrado del pasado como quien penetra en una gran necrópolis en donde yacen las generaciones extintas, esforzándose por dejar a un lado los prejuicios y las pasiones de su tiempo.57
La hermenéutica y la semántica histórica nos recuerdan de fijo que nuestra vida está entretejida con la historia, y no existe ningún punto arquimédico fuera del tiempo y del lenguaje desde el cual se pueda dar cuenta de los asuntos humanos. Hace un siglo, ya casi doscientos años después de la publicación de la Scienza Nouva viquiana, escribió Dilthey que “somos […] seres históricos antes de ser contempladores de la historia, y sólo porque somos lo primero podemos ser lo segundo”.58
Y, en cuanto a la naturaleza lingüística del ser humano, sobre la que tanto insistió Gadamer, no deberíamos olvidar que, como acertó a expresar Donald Kelley con una penetrante metáfora, el lenguaje es un “océano en el que todos nadamos”, y donde “somos peces”, más que oceanógrafos.59 Sabemos, sin embargo, que nuestro medio natural ha cambiado en dimensiones enormes a lo largo del tiempo. Por mucho que como historiadores tratemos de clasificar con la mayor precisión posible a nuestros semejantes de otras épocas, nosotros y ellos -historiadores y historiados, clasificadores y clasificados, intercambiando a veces nuestros rolesnadamos en el mismo océano. Pero ese océano no ha dejado de transformarse, y sería un grave error pasar por alto su dimensión evolutiva. La paleontología nos enseña que numerosas especies piscícolas se han extinguido, a medida que se transformaban e iban surgiendo otras nuevas. Y, del mismo modo que ningún científico en sus cabales utilizaría la taxonomía de las especies de nuestros días para identificar a las especies fósiles, deberíamos sospechar que nuestras categorías de agrupación social tal vez no sean las más adecuadas para clasificar a las colectividades del pasado.