Ciertamente, no hay consideraciones, por generales que sean, ni lecturas, por más lejos que queramos extenderlas, que sean capaces de borrar la particularidad del lugar desde donde hablo y del ámbito donde prosigo mi investigación. Esta marca es indeleble.
Michel de Certeau.1
El escritor mexicano Alfonso Junco (1896-1974) formó parte de los hombres de letras “conservadores”2 que encabezaron el ecuador del siglo XX en México; destacó por ser muy crítico con la historiografía del Estado denominado como posrevolucionario. A su vez, fue uno de los más acérrimos defensores de la causa de Francisco Franco y de la religión católica. Con ello en mente, la intención de este trabajo consiste en desgranar al sujeto historiador detrás del libro Inquisición sobre la Inquisición (1933) bajo las siguientes interrogaciones: ¿cuáles eran los marcos de pensamiento que delimitaban la grafía de Alfonso Junco?, ¿cuáles fueron las condiciones de posibilidad de su texto, ¿qué nos dice este del lugar de enunciación del que partía, de su época y de la escritura de la historia de aquel tiempo? Para ello, nos proponemos diseccionar la forma en que se representa la Inquisición en las páginas de su libro desde los presupuestos historiográficos enunciados por el historiador francés Michel de Certeau en “La operación historiográfica”.3 Lo anterior estriba en que consideramos que ocupar su forma de pensar la escritura de la historia como marco teórico, más allá de subrayar la vigencia del método decertoniano, puede ser muy fecundo. Tal vez parecerá a los ojos del lector que remitirse al jesuita sea arbitrario, incluso ocioso; no obstante, comparado con otros trabajos, pensar historiográficamente, desde la posición que asume este escrito, debe ir más allá del abordaje biográfico.
Así, Michel de Certeau viene a ser no ya la excusa, sino el lente para una adecuada historia de la escritura de la historia, atendiendo al llamado de las condiciones de posibilidad, los criterios de verdad, las polisémicas formas narrativas, los debates en que se insertaba una obra y la ineludible dimensión mediata discursiva. Dicho de otra forma, la operación historiográfica abre un espectro enorme de posibilidades para la disección de las grafías históricas gracias a sus tres ejes de observación: lugar social, práctica y escritura.
Cuestión de método: la operación historiográfica
Si este escrito habrá de sustentarse en el capítulo segundo de La escritura de la historia y en algunas lecturas de “segundo orden” del propio historiador de origen francés -como las realizadas por Perla Chinchilla, François Dosse, Alfonso Mendiola, Fernando M. González y Luis Vergara-4 vale la pena, sin agotar demasiado al lector, explicar de manera sucinta “las tres dimensiones inseparables”5 sobre los cuales operaremos.
Primero, el lugar social viene a ser aquel panorama metagráfico, si se nos permite la expresión, que habilita y legitima un discurso; en esto se encuentra la institución del saber desde la que se parte, sea una base institucional propiamente o una cuestión más ideológica, doctrinal o del sistema de pensamiento. En otras palabras, toda grafía remite de manera indeleble a un cuerpo social no-dicho por el historiador, quien es, a su vez, sujeto de las normativas de ese lugar de enunciación.6
Segundo, la práctica es todo lo que compone el oficio, el trabajo de fuentes, la investigación. Esto es, “‘hacer historia’ es una práctica”7 porque está mediada por una técnica disciplinar para transformar en historia el documento; documento que la misma práctica inventa al conferirle el estatus de fuente y no de desperdicio.8 Es el juego de reglas, la serie de procedimientos, métodos y categorías que validan una escritura que pretende hacerse llamar verdadera o, por lo menos, verosímil. Es el quehacer previo a la grafía.
En tercer lugar, hallamos la escritura. Para el jesuita francés, la historia es, a la vez, ciencia -por su aspiración a aprehender la realidad pasada- y ficción -como el acto de producir y recuperar una ausencia: el pasado-. La escritura es el acto performativo -pivotado por los cambiantes modelos de significabilidad de la práctica- que posibilita la representación (hacer un pasado presente) de un acontecimiento.
De ahí la inestabilidad irresoluble de lo real-pasado, pues nunca lo observamos en cabalidad.9 Dicho de otra forma, la mancuerna práctica-escritura (ciencia y ficción, que están en tensión constante) es el indicativo de una lucha por la canibalización10 de lo real ausente a partir de modelos explicativos anacrónicos.11
Al fin y al cabo, la historia no adquiere su ser hasta no volverse texto; textualidad que se escribe siempre desde un presente borrado (no dicho por el historiador),12 siendo que este último busca, sin conseguirlo, acceder al pasado perdido. Por ello, la mediación escrituraria del presente, conjuntando lugar social y práctica, es ineludible en la conversación por el pasado indomesticable. Lo podemos resumir así: el sujeto historiador de un presente (lugar social) moldea pasados (escritura) según las herramientas (práctica) que ocupa.
En resumidas cuentas, buscamos hallar, siguiendo la estela historiográfica decertoniana, esa marca indeleble en Inquisición sobre la Inquisición. De Certeau mismo se cuestiona: “¿Qué es lo que fabrica el historiador cuando se convierte en escritor? Su mismo discurso lo debe confesar”.13 Por consiguiente, la pregunta se vuelve evidente: ¿Qué nos confiesa la grafía de Junco en tanto sujeto? He ahí la interrogación central de este escrito.14 Como aclaración final, tal vez el lector se extrañe de que dediquemos una veintena de páginas a hablar de Alfonso Junco antes de sumergirnos en su libro. Sin embargo, es ese camino de prolegómenos el que nos acercará a comprender15 nuestro objeto de estudio.
El sujeto y la grafía
Para empezar, ¿por qué hablar de Alfonso Junco? ¿Qué valor tiene pensar historiográficamente a este escritor? ¿Cuál es la pertinencia detrás de ello para los estudios contemporáneos? ¿Por qué elegir su libro Inquisición sobre la Inquisición y no otro? No podemos proseguir sin antes atender estos cuestionamientos propios y que, anticipamos, también aquejarán al lector.
Es cuanto menos llamativo el auge in crescendo de las investigaciones sobre las “derechas”16 mexicanas a partir del 2000 con el triunfo electoral del Partido Acción Nacional (PAN) en el poder ejecutivo, abriendo la puerta a estudios sui generis de estas tendencias y del lugar que “ocupan los grupos conservadores en el escenario nacional”.17 Sin pretender hacer un estado de la cuestión ni mucho menos, en los escritos realizados estas ideologías en el México del siglo XX, con frecuencia, el énfasis se coloca, por señalar algunos trabajos, en las entelequias de los grupos católicos por una “raza mexicana” hispana y católica,18 en la arena política posrevolucionaria (con reacciones contraestatales),19 en los valores y la moral social20 o en el terreno intelectual.21
Con todo, creemos que hablar de este historiador mexicano contribuye, por un lado, a enriquecer nuestra perspectiva de estos temas puesto que, pensamos, hace falta analizar cómo la ideología “católica-conservadora” (de “derechas”) del siglo pasado también atravesaba la escritura de la historia22 -como acto en sí mismo histórico-.23 Por otro, es necesario ampliar la gama de aseveraciones que podemos hacer del México denominado posrevolucionario. Resulta más que necesario estudiar el impacto que los católicos tuvieron en la conformación del siglo XX mexicano, reflejando la multitud de voces congregadas, en torno a los procesos históricos de la centuria pasada. Por ende, para poder demostrarlo, consideramos que Inquisición sobre la Inquisición (1933) nos llevará a buen puerto.24 No obstante, eso no nos eximirá de establecer un diálogo entre sus diferentes obras junto con las de otros autores.
Alfonso Junco nació en Monterrey, Nuevo León en 1896. De vocación literaria, tanto en verso como en prosa, su vida quedó enmarcada entre la caída del Porfiriato y las experiencias revolucionaria y posrevolucionaria. Tenía 30 años cuando los cristeros iniciaron su lucha contra el anticlericalismo callista. Tenía 40 años cuando estalló el alzamiento nacional de Francisco Franco. Con esto, como señala Carlos Sola Ayape, la bandera del franquismo fue una constante en su pluma.25 A su vez, debido a su marcada ideología, Junco sostuvo una cruzada (y nunca mejor dicho) en pos de la fe católica y la vieja España, como parte del tradicionalismo político hispano de aquellos años. Pero ¿por qué? Él parte de un lugar de enunciación que atraviesa su historiografía.26
Dada su vocación periodística, Junco escribió de temas relacionados con literatura, historia, filosofía, sociología, política y teología en diarios como Novedades, La Dama Católica (del que fue director), Antena, Hoy, La Divisa, Nuevo Mundo, Excélsior, El Universal, El Heraldo de México, la revista católica Ábside (de la que fue director), etc.-. Al final de su carrera, su obra alcanzó la cifra de 40 títulos,27 muchos de ellos ubicados en la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Iberoamericana.
Consideremos también que en los años veinte, treinta y cuarenta, además de estar horadados por el levantamiento cristero -cuyos arreglos de 1929 dejaron insatisfecha a la militancia católica- confluyeron, sin entrar en mucho detalle, diversos grupos católicos o “conservadores” como la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, la Unión Nacional de Damas Católicas Mexicanas, los Caballeros de Colón, la Unión Nacional Sinarquista, la Unión Nacional de Padres de Familia, la Asociación Católica de la Juventud Mexicana de la que Junco formó parte, entre otros. Sin olvidarnos de la fundación del PAN (de influencia católica) en 1939 con Gómez Morín. Todos ellos eran contrarios al carácter socialista que seducía a la Secretaría de Educación Pública de esas décadas y fomentaban las oleadas anticomunistas desde los veinte hasta los sesenta.28 Mantengamos esto en mente.
Como va confesando su escritura, en su obra se entrevé la idea de que parte del declive moral español con la Segunda República española se debe a la disolución de los valores cristianos. Por lo mismo, la defensa del catolicismo, bandera de los grupos arriba mencionados, no solo pasaba por la afirmación de la fe en Cristo, sino por el ímpetu moral del bando nacional. Para su narrativa, es indudable que el catolicismo representaba los valores más altos de las sociedades hispánicas. En diversos escritos como en Tres Lugares Comunes, se nos muestra una notable predilección por los campos temáticos teológicos, así como la importancia dada a la Iglesia, al Papa y a la ortodoxia religiosa.29
Su discurso apologético del franquismo se presentaba no solo como algo necesario para la defensa de la fe y de la identidad española, sino como una postura no fascista, la cual repudiaba,30 ni dictatorial. Esto lo llevaba a despreciar la decadencia capitalista yanqui o al liberalismo y al comunismo por imponer tiránicamente el laicismo. Por eso, en El Difícil Paraíso denuncia “la invasión del bolcheviquismo en España […] bajo la complicidad del gobierno”31 haciendo un llamado al “enderezamiento”, a la restauración de la legalidad, del orden, de las libertades, de la moral…32 Con lo cual, como nos dejan ver México y los refugiados, El difícil paraíso y España en carne viva, el Generalísimo, aclamado dondequiera por el pueblo español,33 era un guerrero de Dios, por lo que el combate a los republicanos era una guerra legítima y justa, pues se estaba defendiendo a Dios y a la patria del odio ateo.34
Ahora bien, tropezaríamos con un equívoco terrible si no consideráramos que esta forma de pensamiento emanaba de las respuestas que la intelectualidad “conservadora”’ del periodo hilvanaba frente a los cambios políticos, sociales, culturales y religiosos en México. Esto es, para el denominado hispanismo mexicano, una de las más importantes oposiciones al Estado en esos años con personalidades como Toribio Esquivel Obregón, Alfonso Junco, José Fuentes Mares y Jesús Guiza y Acevedo:35 las directrices traídas por el levantamiento armado de 1910-1917, invasoras del espacio correspondiente a la familia o a la Iglesia, eran culpables del declive moral del país.
“La victoria de Franco es la victoria de Dios y la victoria de la verdadera noción del hombre”, llegó a asegurar su colega Jesús Guiza y Acevedo en “Franco acaba de cambiar el mundo” (1945). Tengamos en mente que estas narrativas apologéticas eran redactadas en un contexto de condena internacional al franquismo; por lo que detrás de estos encomios se trataba de contrarrestar las voces de apoyo a la República, de deslegitimarla.36
Regresando a nuestro marco teórico decertoniano, estos elementos vendrían a ser la institución que habilita y acredita un discurso. Es lo que permite y prohíbe lo que se dice, puesto que no se puede decir cualquier cosa de, valga la redundancia, cualquier cosa. Por tanto, toda investigación (práctica) y grafía (escritura) quedan circunscritas al lugar social desde el que se parte. Esto es, los saberes, en tanto que discursos, foucaultianamente hablando, quedan normados por criterios predefinidos, por coordenadas lingüístico-espacio-temporales sobre las que se sitúa todo significado.37 Esto podría parecer evidente o intrascendente; no obstante, quedarse con ello sería condenar este análisis a uno de carácter formalista o biográfico, ya que, como indica De Certeau, “[…] es imposible analizar el discurso histórico independientemente de la institución en función de la cual se ha organizado […]”.38 En otras palabras, “[…] historizar la historia implica referir el libro de historia a la institución que lo hace posible”.39 Continuemos. Ricardo Pérez Montfort describe a Junco como un historiador “de filiación abiertamente católica”40 que esgrimía argumentos en los que las identidades mexicana y española dependían de la íntima defensa de la religión y la tradición. Su pluma, cercana a los nacionalismos de “derecha”, se hallaba en contrapelo con el discurso estatal, a sus ojos, antirreligioso y antihispano. Recordemos que, para los años treinta -su libro sobre el Santo Oficio es de 1933-, la escritura de la historia, en proceso de profesionalización en México, se encontraba adscrita al Estado. Así que el contraste se vuelve interesante. Con el fin de ilustrar lo anterior, no tiene desperdicio el siguiente extracto de su libro Juárez Intervencionista, que por momentos nos recuerda a la Historia de Méjico de Alamán:
Es bochornoso que en nuestra historia perseveren ocultamientos, sectarismos, falsificaciones […]. Lo que pasa es que la historia oficial, inspirada o impuesta por el triunfador -así la historia somera que a todos se nos imbuyó en los bancos escolares y en las tribunas cívicas, como la historia monumental al modo de Méjico a través de los siglos-, contiene una glorificación exagerada y sistemática de los vencedores y una exagerada y sistemática depreciación de los vencidos. Y cuando por cuenta propia nos metemos a estudiar e indagar, marchamos de sorpresa en sorpresa, comprobamos mil silencios interesados y mil inaceptables tergiversaciones […].41
De igual manera, Jesús Iván Mora Muro nos habla de Junco como un integrante del ala católica de la historiografía mexicana compuesta por autores como José López Portillo y Rojas, Ignacio Montes de Oca, Luis González Obregón, Federico Gamboa, Leopoldo Batres, Mariano Alcocer, Francisco Elguero Iturbide y José Elguero, Manuel Romero de Terreros, entre otros, agrupados en publicaciones como la revista América Española (1921-1922),42 que, como su nombre indica, era de espíritu hispanista. Su fundador, Francisco Elguero, definió esta publicación en el primer número del 15 de abril de 1921 como una “revista quincenal destinada al estudio de los intereses más importantes de la patria mejicana y de la raza española [considerando a Cortés “padre de nuestra nacionalidad” y a Iturbide “padre de nuestra independencia”], y a la propagación de todo linaje de cultura en Méjico”,43 enfatizando el mensaje universal de la Iglesia católica. Por supuesto que no hace falta subrayar el contraste entre esta posición y el nacionalismo de carácter laico e indigenista de los gobiernos posteriores a 1920.
Otras publicaciones en las que nuestro autor regiomontano también estuvo involucrado con regularidad fueron las revistas católicas Christus (1935) y Ábside (1937). La primera, enfocada en difundir la fe, contó con esporádicos textos históricos como “El problema social” (año I, no. 4) en el que Junco meditó en torno a los problemas del agrarismo y el comunismo en México. La segunda, dirigida por Junco entre 1955 y 1963, fue fundada por el sacerdote Gabriel Méndez44 y en ella colaboraron personalidades como Bravo Ugarte, Guiza y Acevedo, Alessio Robles, etc.45
Todo esto también es clave, puesto que la comunidad del saber y sus procesos de socialización como constitutivo del lugar social, actúan a manera de elemento de convención para la aceptación de un discurso. Las formas en que socializamos nuestras investigaciones influyen en nuestros modos de interpretación del pasado. Esto es, Junco no está aislado ni carece de un respaldo de autoridad al momento de escribir. Ya desde principios de siglo -con el Congreso Hispanoamericano de 1900-, los intelectuales latinoamericanos se habían sentido seducidos por el llamado hispanoamericanismo.46 Para Junco, como para otros colegas, esta postura no era extraña; no era una agresión a México como achacaban los denominados como hispanófobos o indigenistas, sino todo lo contrario: era una forma de resaltar el ser mexicano.47 Tópico que, como señala Pérez Montfort, acaparó los debates al interior de la historiografía mexicana (con las vertientes indigenista, hispanista o mestiza) entre los años treinta y cincuenta, con escritores como Alfonso Teja Zabre, Luis Chávez Orozco, Samuel Ramos o José C. Valadés,48 así como Alfonso Reyes o José Vasconcelos. De este último, son innegables sus tendencias hispanófilas, anticomunistas y simpatizantes con el alzamiento nacional en España.49 Por consiguiente, no debe considerarse como una postura personal, sino como la de un cuerpo social la búsqueda de esa “mexicanidad” o su aspiración franquista (reacia a la “fiebre roja” y otras posiciones “antirreligiosas”) a una Hispanoamérica unida con su “madre patria”.
Sin embargo, aquí vale la pena ser más incisivos. No podemos subsumir las corrientes hispanoamericanas de principios de siglo con el hispanismo nacionalista de los años treinta y cuarenta. En el primero, sin abandonar del todo algunos postulados liberales e incluso positivistas, encontramos narrativas providencialistas relativas a la raza y a la cultura hispanas, incluyendo el catolicismo. El otro, en cambio, más intolerante, se reviste de tintes teológico-políticos -de corte nacionalista-radical, en pos de una España imperial- durante las dictaduras de Primo de Rivera (1923-1930) y Francisco Franco (1939-1975).50 En ese segundo espectro debemos situarnos.
Es por eso que Beatriz Urías Horcasitas define al escritor de Inquisición sobre la Inquisición como uno de los principales “propagandistas” de la doctrina de la hispanidad en los cuarenta denunciando la decadencia de una colectividad que había dado la espalda al cristianismo.51 Así pues, este interés por España se debía a la búsqueda por detener la erosión social y el avance del capitalismo norteamericano y el socialismo soviético que amenazaban a la hispanidad. En México y los refugiados Junco justifica su inclinación por estas doctrinas sosteniendo que:
El problema español me interesa, por amor a España y por amor a la verdad, por piedra de toque de incomprensibles incomprensiones, de propagandas fabulosas y de manejos internacionales; y para hablar de él, no desde un solo ángulo y de memoria, sino con libre y contrastado conocimiento de causa, me entero de los actos, versiones y razones de los unos y de los otros. No me mueve interés, ni resentimiento, ni pasión. Nada he ganado ni perdido en España. Estudio objetivamente los hechos y los hombres, y digo con imprudente franqueza lo que encuentro. No es cómodo. Atrae recelos, animadversiones, desventajas.52
Esta cita en particular nos va introduciendo a algunos de los presupuestos disciplinarios básicos que caracterizaron su escritura de la historia; presupuestos como el rechazo a “propagandas fabulosas” y “el amor a la verdad” que nos dejan ver la aspiración por la objetividad.
Dicho esto, valdría la pena adentrarnos en la segunda dimensión de la operación historiográfica: la práctica. Un indicio de su entendimiento del fabricar historia lo hallamos en La traición de Querétaro, el cual expone:
Me tienen absolutamente sin cuidado Maximiliano, Escobedo y López. Lejos de la caldeada actualidad, libre de todo partidismo y aun de toda herencia de preconcepto o pasión en cualquier sentido, traigo los ojos limpios y el alma nueva al asomarme a nuestra historia, y así al estudiar la entrega de Querétaro no me cuido de personas ni banderías, sino de hechos y pruebas. Poco amigo del circunloquio y del agua tibia, hablaré con franqueza y resolución […]53
Ergo, no se trata de pasiones o de consideraciones personales, sino de imparcialidad en el relato que rinde “honor a la verdad”.54 Para ello, es imperante estudiar con minuciosidad las fuentes detectando sus ambigüedades u omisiones. Por ende, el historiador debe rehuir de las conjeturas, de las presunciones, pues eso sería “un colmo de falta crítica”,55 debe abstenerse de tomar una posición: su mejor aliado son siempre las pruebas fehacientes de los hechos.
Desde luego, estos son síntomas de una escritura de la historia de carácter decimonónico (no positivista, sino en el quehacer erudito y en los tintes políticos-nacionalistas)56 amalgamada con la creciente profesionalización de la historia que se estaba dando en esos años en México -justamente con una importante influencia de los intelectuales españoles exiliados en México-.
Por lo que acercarse al documento con “amor por la verdad”, creyendo que la fuente remite a un hecho, es un tibio residuo de la postura rankeana que alcanzaría su punto álgido a mediados de siglo.57 Es decir, como con el lugar de enunciación, esta manera de entender la práctica no debe ser estudiada desde un lente biográfico (algo suyo), sino historiográfico: de un gremio de historiadores que se encuentran en el umbral entre los remanentes decimonónicos de la comprensión de la historia y los nuevos criterios empíricos europeos. Lo cual es prueba de que la profesionalización historiográfica mexicana se dio en niveles y tempos heterogéneos, discordantes.
En Juárez Intervencionista afirma, a propósito de un documento autógrafo de Melchor Ocampo que su ortografía es reconocible y su “caligrafía es ciertamente de don Melchor, cosa indudable para quien está familiarizado con papeles de él, y fácilmente cotejable con otros documentos suyos que en el propio archivo constan”,58 con lo cual permite observar su proceder frente al texto de cultura.
Alberto María Carreño, otro púgil contra la historiografía “oficial”, publicó en Ábside en noviembre de 1937 sus “Breves comentarios sobre la Historia” en los cuales aducía que se habían adulterado documentos históricos en el pasado, subrayando el mandato por la “Verdad” del historiador. Dado que además, Carreño veía en Francisco Bulnes -Las grandes mentiras de nuestra historia (1903) y El verdadero Juárez (1904)- una autoridad preocupada por esa “Verdad”.59 Junco no es un individuo aislado: es un sujeto de su tiempo. Él iba por una línea similar al querer hacer ver en Juárez Intervencionista o La traición de Querétaro, “con limpia objetividad basada en fuentes indiscutibles”60 el lado cuestionable del partido liberal entre 1853 y 1867.
Volvamos al lugar social del autor. Siendo un declarado antirrepublicano, con el exilio de la facción derrotada, él, junto con Vasconcelos y compañía, también fue uno de los estandartes de la desaprobación a los refugiados españoles en México.61 Recordemos que el éxodo republicano en este país tuvo una significación especial: dio asilo político a los otrora presidentes Niceto Alcalá-Zamora o Diego Martínez Barrios, entre otras figuras republicanas. Con esto, se formaron en la capital mexicana las Cortes Parlamentarias del año de 1945.62 De ahí que Junco acuñara la expresión “Cortes de ultratumba” o la de “las Cortes de Paja y el Corte de Caja” -que se vincula con una polémica que sostuvo con Indalecio Prieto y Juan Negrín-, pues, para él, las auténticas Cortes se hallaban en la España del caudillo.
Ahora bien, no se trata de demonizar a Junco. Si bien el Estado mexicano -con los presidentes Cárdenas y Ávila Camacho- abrió sus puertas a estos grupos, parte de la sociedad mexicana -escindida en este asunto, tanto en grupos reducidos como en los sectores más populares- se mantuvo hostil frente a su llegada. Los sectores más que nada “conservadores” -como la ultraderecha de Unión Nacional Sinarquista (1937)63 de Salvador Abascal y José Antonio Urquiza; y otras grandes personalidades como Vasconcelos, Guiza y Acevedo y Salvador Borrego-64 impulsaron una campaña en contra de los refugiados al tildarnos de criminales, agentes rojos moscovitas o intrusos subversivos. Partiendo desde el frente de oposición de
[…] naturaleza combativa de escritores y periodistas como Alfonso Junco, Salvador Novo, Carlos León o Jesús Guisa y Azevedo, quienes, desde su atrincheramiento en periódicos como Novedades o editoriales como [Jus, Patria,] Polis, Helios o Botas, ejercieron una virulenta campaña en contra del exilio español, orientada a difamar y distorsionar […].65
Para estos pensadores México y España mostraban paralelismos respecto a la “enfermedad” anticlerical-antirreligiosa presente en la política obregonista-callista-cardenista (1920-1940)66 o republicana, para el caso peninsular, y a supuestos virulentos agentes externos.67 Junco no pensaba en solitario que la herencia española era vital para que México se desprendiera del salvajismo: compartía esta visión con el autor del Ulises Criollo.68 Él cohabitaba una red intelectual específica: la “conservadora” y la del “tintero ideológico del franquismo”69 en la que la cruzada del bando nacional era loable. Sentenció con dureza el hispanófilo José Elguero el 31 de agosto de 1936 en Excélsior:
Manuel Azaña -dijo su amigo don Martín Luis Guzmán- está hecho de granito de “El Escorial”. Jamás sospechó Felipe II, que de ese granito, que él mandó labrar para darle forma sensible a su pensamiento político-religioso, pudiese forjarse un estadista de tendencias tan opuestas a las del célebre monarca. Solo esto le faltaba al Rey Prudente.70
Antes bien, para esta vertiente “conservadora”, el exilio per se no era el objeto de la controversia; el problema se encontraba en que una parte de los “transterrados”71 pretendía continuar con sus planes. He ahí el quid de la cuestión. Junco aplaudía que sangre española llegara a su país natal, puesto que tal vez podría reconstruirse la vieja tradición católica y, por qué no, el ya mencionado proyecto imperial hispanoamericano.72
Su aversión hacia, siguiéndolo, la peste atea, comunista, anarquista, socialista73 se dejó ver con claridad cuando en 1950 José Gallostra, un ministro extraoficial de la España franquista en México, fue asesinado en la capital a manos del republicano español Gabriel Fleitas. Fue en el periódico Novedades en el que Junco calificó a una parte de los exiliados españoles como aquellos que sembraban el terror y perpetraban crímenes monstruosos a diestra y siniestra.74
Otra de las conmociones que nos dejan ver la ideología antirrepublicana del lugar social del regiomontano fue la polémica sostenida con Indalecio Prieto y Juan Negrín, a quienes dirigió ácidos cuestionamientos. El socialista español Prieto y el mexicano mantuvieron discusiones acaloradas a través de Novedades, compuesto por escritores hispanófilos-católicos como los ya mencionados Vasconcelos, Guisa y Azevedo, Gabriel Méndez, entre otros.75 ¿Y cuál fue el tema del debate? El oro del yate Vita (1939) que levantó una pléyade de sospechas. Para Junco estaba claro que los tesoros traídos a México habían sido hurtados, constituyendo un saqueo de riqueza pública y privada.76 Sentenció:
El tema de los dineros de España, indebidamente sustraídos -salvo que esto también se califique de legal- por políticos que en su fuga cuidaron de aliviar el exilio con millones. Don Indalecio Prieto, que trajo a Méjico el ponderoso y misterioso cargamento del Vita, y don Juan Negrín, que al parecer confía sus tesoros a la URSS y a otros amigos, son los dos grandes del oro que sin quererlo salió de España.77
A manera de recapitulación, hemos vuelto explícitos algunos debates en los que se desenvolvía nuestro sujeto-autor, como parte de su lugar de enunciación. Junco pertenecía a una vertiente intelectual-historiográfica (en el umbral entre la historiografía decimonónica y la empirista rankeana) contrapuesta a las narrativas nacionalistas” estatales, centrada en la defensa de la moral tradicional católica y en hallar “lo mexicano” en el legado de la “vieja España”; quedando acompañado/legitimado intertextualmente por pensadores como Méndez, Abascal, Vasconcelos, Elguero, Guiza y Acevedo, entre otros, agrupados en revistas como América Española, Ábside, Lectura y Christus o en editoriales como Jus (Gómez Morín)78 o Polis (Guiza y Acevedo), así como en periódicos “conservadores” como Novedades, El Universal, La Nación o Excélsior.79 Estas eran las trincheras desde las que partía su combativa grafía.
Antes de entrar de lleno a lo que nos atañe, permítasenos una última digresión en Un radical problema guadalupano (1932) y, sobre todo, en El milagro de las rosas (1945). En esta segunda obra, a través de uno que otro argumento teológico, pero también por medio de un trabajo histórico e historiográfico,80 Junco medita en torno a la historicidad detrás de la Virgen de Guadalupe, de “la Madre y Patrona de Méjico”,81 el símbolo del “viejo amor unitivo de españoles y de indígenas, milagro en que las rosas de Castilla se funden con el ayate del indio”.82
Lo que hace Junco en este par de libros muestra similitudes con lo que hará posteriormente O’Gorman en su Destierro de Sombras (1986), aunque con conclusiones opuestas. Se queda para otra investigación contrastar los trabajos de estos autores. Su defensa de la facticidad de la Virgen estriba en que es, al mismo tiempo, una lucha por la mexicanidad: el que se declarase antiguadalupano se denunciaba como antimexicano.83 Otra vez, la cuestión de la mexicanidad, en este caso asimétrica a la que perseguía el Estado posrevolucionario, acechaba los debates en la escritura de la historia. En fin, vayamos a su libro.
Inquisición sobre la inquisición (1933)
Habiendo enmarcado la obra de Alfonso Junco en dos vértices principales -su defensa del catolicismo y de la tradición, y su abierta denuncia al discurso estatal-, y en el panorama intelectual de su tiempo, pudimos acercarnos a comprender84 los modelos interpretativos sobre los que se posicionaba. Pasemos ahora a estudiar el tercer rasgo de la operación historiográfica (en el que confluyen los dos previos): la escritura, “el lenguaje del historiador”,85 el gesto ficcional que pretende hacer posible el pasado ausente. En este apartado, entonces, debemos develar cómo se representa el Tribunal del Santo Oficio (cómo este se vuelve presente) y qué conclusiones extraemos de dicha representación.
La escritura de la historia procede como si empezara en el pasado y llegara al punto en el que ella termina. Esta representación es una ficción, pues la investigación empieza en el presente del investigador. Es decir, lo que se hace es ir del presente al pasado que estudia, sin embargo, el texto lo muestra en sentido contrario. El referente y el estilo narrativo del discurso histórico ocultan la institución que lo posibilita y lo hace creíble.86
Así pues, ¿cuál es el presente desde el que parte el regiomontano? ¿Por qué hablar específicamente del Tribunal del Santo Oficio en 1933? Porque, como confiesa su grafía en España en carne viva: el catolicismo es la piedra angular del hispanismo. Esto es, el libre examen aplicado a la palabra de Dios por el que aboga el protestantismo es peligroso para la hispanidad, ya que la simple idea de que cada quien pueda interpretar la palabra de Dios es algo descabellado. ¿Cómo podría falsificarse o deformarse la Verdad revelada? Por eso es que la Iglesia, a través del Santo Oficio, se había dedicado a ofrecer una “garantía de autenticidad” en la Palabra Divina.87 Y eso no debía ser cambiado.
En consecuencia, la máxima subyacente a su libro, inscrito en su tiempo como su autor, consiste en desbaratar la red de mentiras o tergiversaciones que se ha tejido contra la Iglesia, contra la Inquisición. Lo cual tampoco es exclusivo de los razonamientos del regiomontano. Ya en 1929 el escritor y periodista de Excélsior José Elguero publicaba su España en los destinos de México -de espíritu abiertamente hispanófilo y cuyo prólogo a la edición de 1939 fue redactado por Junco- buscando combatir “los cargos más peregrinos, disparatados y virulentos” contra España.88 Desde luego, uno de los capítulos de este libro estuvo dedicado a destruir con “los hechos más importantes y bien comprobados” las acusaciones que son “falsas de toda falsedad” acerca de la Inquisición.89 Años después, en Ábside, en febrero de 1940, el ya mentado Alberto María Carreño se pronunciaría en contra de los señalamientos a la Iglesia como “retardataria y oscurantista”, sosteniendo que nadie que fuera culto podría “sinceramente hacerle ese reproche”.90
De paso, aclaramos al lector que no nos vamos a detener a evaluar si Junco tiene o no la razón con respecto a sus afirmaciones sobre la Inquisición. No nos interesa el enunciado (la Inquisición inaccesible), sino la enunciación (lo real representado), es decir, el cómo y el porqué de su argumentos. En efecto, nuestra lectura pretende rastrear cómo fabrica la Inquisición y qué nos confiesa dicha grafía del sujeto Alfonso Junco. Teniendo esto en mente, comencemos:
Tomadura de pelo o apoteosis de la credulidad son los cincuenta mil horrores, paparruchas, declamaciones, devaneos que a propósito de la Inquisición corren y medran y pululan en papeles ruidosos, en discursos airados, en novelones y películas donde la fantasía truculenta se desboca. Y aun en libros de erudición y estudio, preconceptos secularmente empedernidos suelen malograr el enfoque y nublar la visión.91
Vemos que su intención es revisar lo que se ha dicho de la Inquisición española y novohispana con miras a desterrar las calumnias que la envilecen. Aclarando, antes de compartirnos su análisis, que es una cuestión de hechos y que él “no teje apologías: indaga y reflexiona, compara y discurre”.92 Y es que hay que tener claro que la escritura del autor mexicano se mueve en una constante referencia al presente, interpelando a la Edad Media y la Edad Moderna con el siglo XX, el México callista, la URSS o la España roja-republicana que tanto aborrece.
Tras esto, entramos a la primera parte de su libro analizando diez exageraciones, deformaciones o mentiras acerca del Santo Oficio. Lo que pretende al asegurar a sus lectores que los procesos de la Inquisición no eran más crueles que los de los otros tribunales de su tiempo o cuando asevera que la Inquisición era una institución benigna y aplaudida por las personas de su tiempo estriba en que se ha juzgado a esta institución de forma injusta y, aunque no ocupe el término, anacrónica. Argumenta que a nadie le extrañaba el proceder del Tribunal porque era menester castigar la infidelidad religiosa justo como ahora se castiga la traición a la patria.93 Con esto y citando a “un socialista” nos da a entender que el proceder del rey Felipe II el Prudente en las medianías del siglo XVI, principal abanderado de la Inquisición, actuaba de acuerdo con la voluntad del pueblo español, conforme al sentir unánime.94 Y si esta institución llegaba a ser sufrida incluso por eclesiásticos era porque la ortodoxia católica era fundamento de la unidad española. Esto es, Junco usó el ejemplo de un reglamento de tránsito -que todos detestan, pero que nadie niega que es necesario-, el libro lleva a los lectores a la conclusión de que el Santo Oficio era menester en su época.
De hecho, pocas páginas después, argumenta que fue la Inquisición, como factor preventivo, la que salvó al mundo hispánico de las terribles guerras religiosas que diezmaron a Francia, al Sacro Imperio y a Inglaterra.95 Es decir, que contrario a lo que muchos sostienen, la defensa de la ortodoxia religiosa en España ahorró muchas muertes. Y, hablando de muertes, Junco recurre a estadísticas proporcionadas por autores como Luis González Obregón, Joaquín García Icazbalceta y el padre Mariano Cuevas con su Historia de la Iglesia en México para mostrar que la Inquisición en la Nueva España solo causó un total de 43 fallecimientos, contrariando a aquellas exageraciones que llevan las cifras a millares de víctimas.96
También, mediante la referencia a las obras de Genaro García, Documentos para la Historia de México, y Vicente Riva Palacio, México a través de los siglos, el regiomontano defiende que el proceder de la Inquisición actuaba a través de medios benignos, misericordiosos y que, encima, protegían, en consonancia con las Leyes de Indias, a los ”indios” de México, al estar exentos del Tribunal.97 Asimismo, Junco recalca que es curioso que la labor inquisitorial coincidiera con el apogeo de las letras hispánicas del Siglo de Oro español.98
Llegados a este punto, el lector se preguntará por la razón por la que nos detenemos en estos datos. Muy simple: porque, a partir de esta argumentación y amparándose con las fuentes que cita, Junco comienza a esgrimir feroces críticas a su tiempo. Por ejemplo, expresa justo después de proporcionar la cifra de 43 ajusticiados por el Santo Oficio: “Es decir: en tres siglos lo que ahora se despacha en un día cualquier gobierno, para reprimir cualquier conato de rebelión [¿cuál tendría en mente? ¿La Guerra Cristera?] ¡Una verdadera pifia inquisitorial!”.99
Con esto, entonces, entramos al segundo apartado del libro, “Fondo Medieval”; aquel que trata sobre el siglo XIII, pero que contiene muchas referencias a su tiempo. Junco contrasta la “oscuridad medieval” con las “luces contemporáneas” para hacer ver que el socialismo -dictadura atea- y el liberalismo -con su laicismo impuesto contra la voluntad popular- son muestras de tiranía desconocidas por el medioevo. A sus ojos, es ilógico que el liberalismo y el socialismo abracen el discurso de la libertad, de la democracia, cuando imponen la abolición de Dios en tierras en las que la mayoría es católica. Con esto, se vuelve explícito el lugar social, el lugar de enunciación del que nos habla el historiador: potentes críticas a la Segunda República española y al México liberal y posrevolucionario. Sentencia duramente:
¿No es llamativo que en el siglo veinte los cristianos en México no sean legalmente dueños de sus propias iglesias, y que en el siglo trece los judíos en España [como sostienen las Siete Partidas de Alfonso X] sí fuesen dueños legales de sus sinagogas? ¿No resulta que, en esto, las tinieblas medievales sabían más de libertad religiosa que las luces de hoy?100
Bien afirmó De Certeau que “el enlace de la historia con un lugar es la condición de posibilidad de un análisis de la sociedad”.101 Pues bien, Inquisición sobre la Inquisición es síntoma de la fabricación de un pasado-forma en un discurso que orienta los fragmentos de lo real-ausente (el Santo Oficio) para las demandas de un lugar social: el de su vertiente historiográfica-intelectual “católica-conservadora”. Esto es, la condición de posibilidad de su obra es la de combatir los “antirreligiosos” regímenes políticos mexicano y español.
A partir de esto puede quedarle claro al lector los rumbos por los que se dirige el libro: la labor inquisitorial resguardaba la unidad católica y la paz; aspiración “unánime y fervorosa”.102 El fundamento del Santo Oficio no era contrario al sentir del pueblo español o el novohispano.103 Su primera conclusión es que acusar a la Inquisición de determinados crímenes es fruto de una “simple y vulgarísima ignorancia”; que es crucial visitar “nuestros archivos” y rectificar con soberana inteligencia, situándola en su atmósfera, los juicios que se pronuncian acerca de esta indulgente institución.104 De nuevo, reluce su práctica.
El tercer eje que compone a este texto versa sobre las estimaciones que Juan Antonio Llorente (1756-1823) elaboró de cara a las víctimas del Santo Oficio. Es tal vez el capítulo más rico por cuanto Junco nos deja ver de lo que considera como la labor del historiador. El autor mexicano presenta a Llorente como un “contaminado de liberalismo regalista”105 que se acomodaba a las situaciones ventajosas y que nunca terminó por honrar su labor como sacerdote, como patriota (se alió a los invasores franceses en 1808) ni como historiador, por la red de mentiras que profirió en su obra Historia crítica de la Inquisición Española (1822), resultando en “un matorral de verdades y de calumnias”.106 A continuación, Junco se dedica a refutar la cifra de 31,904 muertos que Llorente atribuye a la Inquisición Española entre 1481 y 1820.
Primero, el regiomontano destaca que Llorente, desacreditado por todos los hombres de ciencia, aun disponiendo de innumerables documentos de los archivos inquisitoriales de Aragón, procedió sin imparcialidad, estilo sosegado y rectificaciones.107 Esto último refuerza la idea que tenemos de su práctica. Prosigamos. Segundo, Junco señala que Llorente lee con mala fe sus fuentes ya que acomoda, manipula las cifras o los años según su conveniencia.108 Lo mismo ocurre con una supuesta inscripción de Sevilla de 1524 que habla de millares de muertos, pero que Llorente no cita, aunque afirma tenerla en su poder. Luego, Junco indica que de 1524 a 1744 Llorente fantasea con cifras irrisorias que no comprueba en ninguna fuente, colocando un total de 17 mil fallecimientos. Por último, para el periodo de 1745 a 1808, parece que Llorente modera sus cifras, pues, al ser cosas más recientes, “cualquier viejo” podría haberlo desmentido.109
En suma, con estas falsificaciones, Junco inquiere: “¿Qué fe merece cuando afirma bajo su palabra o aludiendo a documentos inasequibles para el lector? ¿Y qué nombre le toca sino el de falsario ni qué reputación sino la de embustero?”.110 Tras esto, él incluye un par de fuentes “confiables” en las que las cifras de los Tribunales analizados son mucho más bajas que las especulaciones de Llorente. Sus conclusiones son imperdibles por cuanto nos muestran sus preconcepciones acerca de la crítica de fuentes y el trabajo documental; dice así:
El fraude, la arbitrariedad, el absurdo capricho, presiden toda esta hidrópica contabilidad de víctimas ilusorias. Disponiendo Llorente de copiosísimos archivos inquisitoriales, pudo y debió atenerse a los documentos, solo llenando con aproximaciones algunos huecos posibles. Pero hizo todo lo contrario: arrumbar los papeles y entregarse a antojos delirantes. Como sacó 31,904 muertos, pudo haber sacado el triple o la décima parte: sus números serían igualmente caprichosos, deleznables y nulos.111
El cuarto capítulo del libro, “Popularidad de la Inquisición”, probablemente el más flojo del mismo, consiste en citar a una serie de historiadores o intelectuales recientes o contemporáneos que dialogan en torno al carácter necesario, irremplazable y popular del Tribunal del Santo Oficio en la sociedad española de los siglos XV al XIX.112 La intención de Junco pasa por legitimar su posición frente a la Inquisición, pecando, a nuestros ojos, del argumetum ad verecundiam; sin embargo, esta discusión no nos atañe.
En su búsqueda por la verdad desembarazada de falsificaciones, Junco presenta en el quinto apartado, llamado “Luz de Entonces”, el testimonio de grandes personalidades históricas; de nuevo, su empresa estriba en hacer evidente la benignidad y excelencia de la labor inquisitorial en el resguardo de la religión católica, cimiento de la unidad patriótica y la preservación de España. Para ello, entonces, se ampara con los testimonios de Hernando del Pulgar (embajador de los Reyes Católicos), fray Francisco Jiménez de Cisneros (confesor de la reina Isabel de Castilla), fray Juan de Zumárraga, (primer obispo e inquisidor de la Nueva España), el emperador Carlos V, fray Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, Juan de Mariana, Lope de Vega, entre otros representantes del Siglo de Oro.113
No obstante, no espere el lector que Junco se ciña a citar textualmente las palabras de estas personalidades, sino que aprovecha para hacer hablar a su lugar social criticando, por ejemplo, que los comunistas pongan en riesgo a la sociedad con crudas violencias justo como los protestantes -“sediciosos, escandalosos, alborotadores e inquietadores”- en el siglo XVI lo hicieron.114 Aquí por enésima vez se vuelve explícito que él pretende mostrar al lector la importancia de la preservación de la religión; que la Segunda República o el México posrevolucionario impusieran el laicismo era fracturar la paz, la unidad nacional, el orden social. De ahí que la Inquisición fuera el “muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión cristiana, arma contra los herejes, lumbre contra los engaños del enemigo, y toque en que se prueba la fineza de la doctrina, si es falsa o verdadera”.115
En “Luz de Ahora”, la sexta sección de su libro, asistimos a un compendio de reafirmaciones sobre las tesis de Junco; reafirmaciones que se basan en varios autores hispanistas de diversas nacionalidades y que buscan hacernos ver que la Inquisición nunca representó un obstáculo para las ciencias ni las letras, que su tarea, casi que filantrópica, pero calumniada por ignorantes o perversos, fue la salvaguardia contra la invasión de las herejías extranjeras.116
Finalmente, arribamos al último capítulo. Tras fumigar “toda esa polilla de paparruchas”,117 termina por objetar dos tópicos: el tormento y la pena capital. Del primero, indica que todos los tribunales contemporáneos al Santo Oficio recurrían al tormento, pero que era el empleado por la Inquisición uno misericordioso (solo potro y cuerda) que no causaba mutilaciones ni muerte. De igual manera, amparándose con un testimonio citado, asegura que nunca se hallaron en las sedes del Santo Oficio ninguna herramienta de cruel suplicio o calabozos terroríficos. Asimismo, Junco exhorta a sus lectores a visitar el Archivo General de la Nación para revisar los diversos procesos inquisitoriales y comprobar por ellos mismos sus afirmaciones.
El punto al que quiere arribar el libro en su ocaso es que no era esta institución la responsable de las ejecuciones o de las hogueras, sino el poder civil. Lo cual busca que los lectores concluyan que todo juicio elaborado contra la Inquisición a posteriori ha emanado del ensañamiento de una ideología atea, antirreligiosa e incluso antihispánica.
Anotaciones finales
Entendiendo que Junco, como hombre de su tiempo, escribía su libro, por un lado, con la guerra cristera todavía latente y, por otro, pocos años antes del conflicto civil español que desembocaría en el ascenso franquista y el éxodo republicano, hemos vuelto visible que la grafía de nuestro historiador mexicano buscaba que sus lectores comulgaran con la importancia de la preservación del catolicismo como fundamento de la unidad y la identidad hispana e hispanoamericana. Para ello, como nos han mostrado los elementos de la operación historiográfica que hemos identificado, se preocupó por esgrimir argumentos históricos que sustentaran su posición, en este caso, con respecto al valor, la utilidad y la necesidad del Santo Oficio para con la sociedad hispana y novohispana desde la llamada Modernidad Temprana hasta el siglo XIX en que fue abolida.
De esta forma, Junco confeccionó su libro -perimetrado por un lugar social historiográfico que podríamos calificar como conservador, hispanófilo, antioficialista y católico, tenuemente empirista pero con remanentes decimonónicos- como un combate a los enemigos de la religión y no tanto como una defensa de la Inquisición per se. Siendo todo esto testimonio de los enrevesadísimos entramados ideológicos y disciplinarios que caracterizaron a la escritura de la historia del siglo pasado en nuestro país.118
De modo que, recuperando nuestro epígrafe decertoniano, hemos descubierto aquella marca indeleble del historiador regiomontano. Inquisición sobre la Inquisición explora los siglos XIII y XV-XIX haciendo muy patente la forma en que es el presente del historiador el que afecta el pasado observado. Al fin y al cabo, las miradas sobre el pasado condensan una infinidad de redes de sentido divergentes.
Junco no solo se encontraba condicionado por su tiempo, sino que, por lo mismo, su obra publicada en 1933 es un fiel reflejo de los debates al interior de un lugar de enunciación específico. Su forma de significar los acontecimientos históricos o los sucesos de su tiempo, en relación con la hispanofilia, los valores de la mexicanidad, el anticomunismo, el franquismo…, era compartida por diversos intelectuales mexicanos -ubicados en diferentes editoriales, periódicos o revistas-. Es decir, las denuncias historiográficas de Junco no se quedan en el plano individual.
Al ser todo esto referencia de un cuerpo social y no de un ego particular, pensamos que haber estudiado a Junco bajo el lente historiográfico decertoniano nos ha conducido a una mejor comprensión de las heterogéneas vertientes de la escritura de la historia del siglo XX en México. De esta forma, Michel de Certeau como marco teórico, nos ha permitido pensar historiográficamente a nuestro autor recordándonos que es a través de la mediación discursiva que tenemos acceso al pasado-forma presentificado mediante la escritura.
Así, situando dicha mediación en sus fronteras de significabilidad, nos hemos aproximado a recuperar la Inquisición del Junco-sujeto, el Tribunal del Santo Oficio representado, y todo lo que operaba detrás de ello (lugar y práctica). Toda grafía histórica -todo acto de canibalización de pasados-119 es expresión de su época y, por tanto, es una expresión vulnerable al tiempo. En consecuencia, su libro nos habla más de los años veinte, treinta y cuarenta que de su objeto de estudio, confesando su intención por salvar la hispanidad en la conservación del espíritu católico.
Desde una postura más personal, no dudamos de la labor crítica e historiográfica que Alfonso Junco llevaba a cabo en el uso de fuentes, así como en la construcción de su aparato argumentativo: descartarlo por su ideología o modelos de comprensión, propios de un lugar social distinto, como un valioso historiador mexicano sería un equívoco. Lo cual tampoco implica estar de acuerdo con su postura o manera fabricar pasados. Solo pensamos que su labor como historiador, francamente, no es nada deleznable, como muestran su Inquisición sobre la Inquisición (1933) o su La Traición de Querétaro (1930), aunados a sus investigaciones guadalupanas. Por último, queda abierta la posibilidad de, en un futuro trabajo, continuar con una historia intelectual que explore la complejidad de las interrelaciones ideológicas, así como las facetas del Alfonso Junco poeta o polemista.120