Introducción
Como es fácil constatar, se suele abusar de la noción de participación ciudadana. Seguramente esto es así porque en la democracia la idea es políticamente correcta. Sin embargo, normalmente se hace referencia a ella sin que exista un consenso en torno a su significado o a las consecuencias que debiera producir. Durante los últimos cincuenta años, la participación ciudadana se ha vinculado con procesos de innovación en la gestión de las políticas públicas y también con una mejor prestación de los servicios públicos en un contexto cada vez más complejo y demandante. A lo largo de este tiempo el involucramiento de los ciudadanos en diversos momentos del proceso de hechura de las políticas públicas se ha institucionalizado y los gobiernos se ven obligados a ofrecer a los ciudadanos programas, procesos y políticas que contengan elementos participativos. En este trabajo se argumenta que el diseño de estrategias y mecanismos para incorporar la participación de los ciudadanos no siempre se apega al esquema racional y analítico que prescribe la perspectiva de políticas públicas. Para avanzar en ese sentido, el texto se divide en cinco apartados. En el primero se esclarecen como punto de partida algunos de las contenidos y dimensiones del concepto y los dilemas a que dan lugar. En el segundo se hace un rápido recuento del proceso de institucionalización de la participación ciudadana. El tercer apartado tiene como objetivo argumentar la necesidad de una aproximación analítica y técnica para el diseño de los elementos participativos que se incorporan a las políticas y programas de gobierno. En el apartado cuarto se desarrollan cinco dimensiones que es preciso tener en cuenta al diseñar la oferta participativa que los gobiernos hacen a la ciudadanía y por último, en la quinta y última sección se presenta una reflexión final.
Algunos aspectos a tener en cuenta sobre la noción de participación ciudadana
Un buen principio al tratar el tema de la participación ciudadana consiste en advertir que se trata de un concepto que no es neutral. Detrás de cada forma de entender la participación ciudadana no sólo están involucrados —implícita o explícitamente— determinados sistemas de normas y valores, sino también distintos objetivos. En este trabajo se entiende la participación ciudadana como el proceso a través del cual los ciudadanos, que no ostentan cargos ni funciones públicas, buscan compartir en algún grado las decisiones sobre los asuntos que les afectan con los actores gubernamentales e incidir en ellas. Es decir, el concepto de “participación ciudadana” incluye cualquier forma de acción colectiva, de reivindicación o de respuesta a las convocatorias formuladas desde el gobierno para incidir en las decisiones de política pública. Es decir, la participación ciudadana implica voluntad de incidencia (Parés, 2009, 17).
Además de estar cargado de valores, se trata también de un concepto ambiguo debido a que está atravesado por planteamientos contradictorios a partir de los cuales se le justifica. Por un lado están los ideales que sostienen la forma democrática de gobierno y que conducen a la expectativa de que los gobiernos respondan a las demandas y necesidades de la ciudadanía (es decir, que sean accountable), y por otro están los principios de la organización racional-burocrática que se traducen en la expectativa de que los procesos de toma de decisiones del gobierno se orienten por consideraciones técnico-profesionales y se alineen con los objetivos de eficacia y eficiencia en el uso de los recursos públicos (Kweit y Kweit, 2004).
Desde la perspectiva de la teoría democrática, la manera en la que se ve la participación extra-electoral de la ciudadanía depende del modelo de democracia. En las versiones más representativas, es vista como algo que atenta contra el espíritu y la estabilidad del sistema y tiende a desalentarse su incorporación en las tareas y actividades de gobierno. En el otro extremo, el modelo participativo sostiene que la implicación ciudadana es necesaria para gestionar la complejidad y el pluralismo consustanciales a los procesos democráticos de gobierno. Desde esta perspectiva, la participación ciudadana constituye la materia prima por excelencia del proceso político y en consecuencia un input que debe maximizarse todo el tiempo para obtener los mejores resultados en términos de la vitalidad de la comunidad política y de la generación de bienes públicos y de instituciones con incentivos para la rendición de cuentas (Held, 1996). Para la llamada “teoría mínima” o “revisionista” de la democracia (Schumpeter, 1983; Dahl, 1987), las elecciones constituyen la decisión fundamental en una democracia y a los ciudadanos les corresponde participar por medio del voto en la competencia que se establece para definir quién toma la dirección del gobierno; la democracia funciona cuando todos los ciudadanos tienen la oportunidad de participar en ese proceso. En contraste, los modelos más republicanos reivindican una implicación de los ciudadanos en la toma de decisiones públicas más intensa de lo que normalmente prevé el modelo representativo y apelan a la realización de los fines últimos del ideal democrático; es decir, sostienen que el involucramiento activo de los ciudadanos en los asuntos públicos permite la generación de virtudes ciudadanas y la realización del bien común. El dilema entre representación y participación suele resolverse a partir del argumento de la complementación: el empleo de mecanismos deliberativos y directos para que los ciudadanos participen de las decisiones públicas contribuye a la corrección de los fallos que el sistema representativo muestra para atender las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos en sociedades complejas y para lograr una adecuada representación de los sectores con menor influencia (Held, 1996; Barber, 1984; Pateman, 1970). En resumen, teóricamente se establece un continuum en cuyos extremos están la democracia representativa y la democracia participativa, mientras que en los gradientes intermedios se atribuyen distintos niveles de importancia y diversos roles a la participación directa de la ciudadanía, que a su vez dependen de las diferentes visiones sobre la manera en la que deben funcionar la democracia en general y los gobiernos democráticos en particular. Así, la participación puede verse como un elemento disruptivo, como un discurso poco realista, puede jugar un rol protector del ciudadano frente al gobierno o adquirir una función central en la toma de decisiones públicas. El debate entre democracia representativa y democracia directa llegó tarde al campo de la administración pública, pero constituye sin lugar a dudas el eje a partir del cual se establecen los dilemas para incorporar la participación ciudadana en las políticas y en la gestión públicas.
Un eje ordenador del debate se deriva del carácter ambiguo del concepto y da lugar al dilema entre la toma de decisiones democrática y la toma de decisiones racional en busca de la eficiencia. Por una parte, en contra de la participación directa de la ciudadanía se esgrimen razones que tienen que ver con la necesidad de producir decisiones racionales y técnicamente complejas, por lo que no habría lugar para la implicación ciudadana (DeSario y Langton, 1987); por otra, se cuestiona el hecho de que un enfoque puramente científico y tecnocrático logre por sí mismo resolver los problemas sociales (Nelkin, 1981) o sea la mejor forma de responder a los desafíos que plantean políticas públicas cada vez más complejas y comunidades políticas más heterogéneas (Fung y Wright, 2003). Sin embargo, cuando el tema se enfoca a partir de este dilema, parecería que no hubiera más que dos alternativas: políticas públicas cerradas, pretendidamente eficientes, técnicas y racionales o políticas públicas abiertas y construidas con sensibilidad respecto a los problemas y necesidades de la población aunque no necesariamente preocupadas por la eficiencia. En realidad, resulta más útil y realista pensar en que algunas formas de participación pueden constituir un input útil para la toma de decisiones racional y concebir la participación ciudadana no como un fin en sí misma, sino como un vehículo para implementar sistemas de gobernanza democrática (Kweit y Kweit, 1984).
Como todo concepto cargado de un fuerte contenido normativo, la participación ciudadana es difícil de operacionalizar. Idealmente su incorporación en la hechura de políticas públicas contribuye a que éstas sean más legítimas, justas y eficaces (Fung, 2006). Estos objetivos se logran porque a través de la participación ciudadana se promueven un mejor desempeño organizacional (Kweit y Kweit, 1981; Yang y Pandey, 2011), mayores niveles de cooperación y compromiso, y mayor eficacia de las decisiones en general (King et al., 1998; Yang y Callahan, 2005). No obstante, a pesar de que se ha alcanzado un relativo consenso en torno al hecho de que incorporar la participación ciudadana constituye una práctica necesaria, deseable e ineludible, resulta imposible evitar los desacuerdos respecto a cómo hacerla operativa en la práctica. Los problemas que surgen para traducir valores abstractos en prácticas y procesos concretos no siempre logran resolverse adecuadamente. ¿Realmente la participación directa de la ciudadanía funciona siempre?, ¿en todos los niveles y campos de la política pública?, ¿para solucionar todos los problemas y en cualquier fase del ciclo de políticas? ¿Funcionan los mismos mecanismos si se trata de encontrar alternativas y consensar estrategias para mitigar el cambio climático que si el problema de política pública consiste en acordar con los vecinos de un barrio la aplicación de recursos escasos para obras de infraestructura? Dar respuesta a estas preguntas puede resultar una labor difícil, pero un camino seguro para vaciar de contenido real a la participación ciudadana y hacerla fracasar consiste en refugiarse en los contenidos puramente normativos y después simplemente prescribirla sin objetivos claros e incluso hacerla legalmente obligatoria sin detenerse en los retos de carácter técnico que conlleva hacerla viable, efectiva y sustantiva. Como advirtió Arnstein en 1969 al desarrollar su ya clásico modelo de la “escalera”, existen diversos niveles de profundidad en los que la participación puede ser integrada en los procesos de toma de decisión y no es inusual que se convierta fácilmente en una simulación. Dichos niveles están asociados a su vez a los diferentes objetivos que se tienen para integrarla.1
Si partimos del supuesto de que no todo individuo o colectivo puede transformarse automáticamente en un sujeto para la acción pública, y de que la manera en la que los ciudadanos pueden contribuir a una mejor gestión pública no es incorporándolos a todas las funciones y decisiones administrativas, el acceso de los ciudadanos a los procesos de toma de decisiones de política pública es un problema que no da lugar a soluciones definitivas y mucho menos universales. Es preciso reconocer algunos de los dilemas (trade-offs) que plantea, y mínimamente preguntarse en cada caso, ¿para qué se requiere de la participación?, ¿qué se busca obtener con ella? y ¿cuál es la mejor manera de integrarla en el diseño de la política o programa en cuestión?
En la medida en la que la noción de participación ciudadana se carga de contenidos normativos, se suele acudir más al argumento que a la evidencia para justificar estrategias y programas participativos (Fiorina, 1999). La falta de evidencias respecto a los efectos reales de la participación se debe en buena medida a la diversidad de contextos y objetivos para los que se activa, pero el problema es todavía más profundo y Roberts lo ha resumido estupendamente: aun si pudiéramos conocer exactamente el impacto de la participación, habría dificultades para interpretar el significado de un buen o de un mal resultado. Supongamos que el resultado es malo, ¿es reflejo de que las estrategias para incorporarla fueron poco adecuadas, o más bien de que los opositores a su incorporación fueron exitosos en sus intentos de hacerla irrelevante y meramente decorativa? Por el contrario, si los resultados de un proceso participativo son positivos, ¿se debe este resultado a que el proceso y la afluencia fueron exitosos, o más bien al contexto específico en el que se dio el proceso? Roberts (2010, 3-19). Sin duda estas preguntas nos obligan a examinar la importancia del diseño de las instituciones e instrumentos para la participación ciudadana.
Incorporación y extensión de la participación ciudadana en las políticas públicas
A contracorriente y lejos de la tradición que desaconsejaba el involucramiento de los ciudadanos en las actividades de gobierno, la década de 1960 fue testigo de los primeros experimentos para generar desde arriba una oferta de programas participativos con el objeto de incluirlos en la toma de decisiones de política pública. Así, en 1964 el gobierno federal de Estados Unidos estableció la formación obligatoria de comités ciudadanos y de agencias de desarrollo comunitario para llevar a cabo la planeación de las políticas social y urbana. De manera inédita se consideró que los ciudadanos no organizados y sin recursos de poder —y muy especialmente los sectores más vulnerables— debían ser los motores de su propio desarrollo. En consecuencia, se diseñaron espacios institucionales para que los ciudadanos del común tuvieran voz y contribuyeran al diseño de los programas gubernamentales de los que eran objeto. En ese primer momento, la incorporación de la participación directa de los ciudadanos en las políticas públicas se presentó atada a la expectativa de que contribuiría a solucionar los problemas de exclusión social, es decir, en un momento en el que se extendía la perspectiva de políticas públicas (policy analysis), y se vio en la incorporación de la participación ciudadana una oportunidad para lograr una distribución más eficaz de los recursos destinados al desarrollo.
También es cierto que los programas participativos de la llamada “guerra contra la pobreza” surgieron en el contexto de la agitación social que se produjo primero en oposición a los programas de renovación urbana y después como consecuencia del movimiento de lucha por los derechos civiles. En este sentido, los programas y espacios participativos surgieron también para mostrar una mayor capacidad de respuesta del gobierno a las demandas de la ciudadanía y, por lo tanto, asociados a objetivos de legitimación. En consecuencia, la discusión sobre la incorporación de la participación ciudadana en políticas públicas quedó inscrita desde su origen en el dilema que se establece entre diseños más racionales tendientes a procurar un uso más eficiente y eficaz de los recursos públicos, y diseños democráticos basados en el supuesto de que aquellos que se ven afectados por las decisiones de política tienen derecho a participar en ellas.
Ya desde finales de la misma década de 1960, se produjeron trabajos que con un abierto desencanto dieron cuenta de los problemas de implementación que tuvo aquella primera gran empresa para incorporar la participación ciudadana. En ellos se constataba cómo la retórica y el activismo participativos no resultaron suficientes para contribuir a la realización de programas verdaderamente efectivos para combatir la pobreza. Así, en su examen de los llamados “comités de acción comunitaria” Moynihan (1969) demostró cómo aquellos se habían establecido en la mayor parte de los casos con poca o nula participación de los grupos desfavorecidos y cómo ahí donde sí se les había incorporado, la práctica más común había sido el “asesoramiento” desde arriba para que los ciudadanos “decidieran bien”. Además, habían prevalecido la improvisación, la atomización de recursos, la subcontratación de agencias previamente establecidas para que administraran los proyectos y la falta de apoyo técnico a los consejos de participación para la acción comunitaria. Todo ello redundó en resultados indiscutiblemente frustrantes; la mayoría de los problemas atacados a través de los programas participativos resultó ser bastante convencional (construcción de áreas de juegos infantiles, instalación de luminarias, provisión de servicios sociales como la asistencia legal u otros por el estilo) y en consecuencia tuvieron un impacto muy reducido en la disminución de la pobreza y la exclusión social que habían sido los objetivos iniciales de las políticas de la “gran sociedad” (Great Society Programs). En consecuencia, algunos analistas, como el propio Moynihan, optaron por una postura escéptica frente a la participación ciudadana mientras que otros, como Arnstein (1969) hicieron hincapié en la manera en la que los intentos por descentralizar las decisiones podían muy fácilmente traducirse en esfuerzos vacíos de contenido y tendientes a la manipulación; es decir, destacaron el hecho de que no a todo lo que se le llama “participación” constituye realmente participación pues no se traduce en una auténtica redistribución del poder de decidir acerca de los objetivos y políticas que se establecen y por lo tanto no redunda en una mejor distribución de los recursos y beneficios públicos.
A pesar de que el primer experimento para incorporar la participación en la operación de los programas gubernamentales resultó fallido, a partir de entonces se diseminó la práctica de que los gobiernos democráticos ofrecieran a la ciudadanía políticas y procesos participativos. Si bien la institucionalización de la participación no ha sido un proceso lineal,2 a la fecha se han acumulado un gran número de experiencias impulsadas desde arriba, en muchos países y en todos los continentes (Participedia, 2015; Fung y Warren, 2011). Los gobiernos a nivel nacional y local promueven instrumentos y experiencias para incorporar a los ciudadanos en las decisiones que les afectan y también en algunas actividades de gestión, mientras que los organismos multilaterales desarrollan lineamientos con el fin de incentivarlos para que desarrollen una oferta participativa consistente y efectiva. Tan sólo el Banco Mundial invirtió en la primera década del siglo XXI alrededor de 85 billones de dólares en proyectos de asesoría para promover la participación ciudadana en políticas públicas (Mansuri y Rao, 2012; Fung, 2015).
La proliferación de políticas y prácticas participativas se da en un contexto en el que los gobiernos enfrentan grandes limitaciones para resolver por sí solos problemas sociales cada vez más complejos, con recursos siempre limitados y en un entorno de rápido cambio tecnológico y de crecientes interdependencias organizacionales que demandan soluciones colaborativas (Thomson y Perry, 2006). También juegan a favor de la participación la propagación de los valores de la democracia y el hecho de que, a consecuencia de ello, los gobiernos se vean obligados a legitimar cada vez más sus acciones frente a una ciudadanía que demanda ser tomada en cuenta, una rendición de cuentas más significativa y una mayor transparencia en las decisiones. De manera que, tanto desde la práctica como desde la teoría de la administración pública, el desarrollo de políticas públicas participativas responde tanto a la presión ejercida desde la ciudadanía como a la necesidad de cubrir determinados déficits de gestión. Para ser legítimas, las políticas y acciones de gobierno deben estar cada vez más ancladas en las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos y para ser más eficaz, la hechura de las políticas públicas puede requerir la información, la colaboración, los conocimientos y la experiencia de actores no gubernamentales y de la ciudadanía en general.
Sin embargo y a pesar de ser una práctica que se extiende día con día, la incorporación de la participación ciudadana suele enfrentar problemas importantes para su implementación y retos significativos para producir los resultados y efectos que de ella se esperan. A cincuenta años de distancia, es común que diagnósticos y evaluaciones sobre los resultados de programas y políticas participativas resulten asombrosamente coincidentes con las valoraciones hechas por Moynihan y Arnstein en 1969. Los desafíos no se reducen a la inversión de tiempo y recursos en general que implica incorporar la participación ciudadana o a las resistencias que se enfrentan para llevarla a cabo, implican también un esfuerzo permanente para no convertirla en una práctica irrelevante por la falta de planeación y de un diseño adecuado de las estrategias e instrumentos para incorporarla. Los procesos y espacios participativos institucionales tienden a convertirse fácilmente en rutinas, haciéndose predecibles tanto el momento en el que se incorpora a los ciudadanos, como los contenidos, alcances e impactos que se producen (Howard et al., 1994). También suelen ser presa fácil de la manipulación y la politización.
Si la participación ciudadana en las políticas públicas ha sobrevivido a intentos fallidos y se continúa prescribiendo, estimulando y fortaleciendo es porque en la democracia, los gobiernos no deben actuar de manera unilateral y aislada. Están obligados a rendir cuentas y a permitir, salvo en situaciones excepcionales de seguridad nacional o de desastres naturales, que los ciudadanos (ya sea de manera individual u organizada) participen en la formulación, desarrollo y escrutinio de las políticas (Arellano y Blanco, 2013). También porque una participación efectiva resulta fundamental para poder hacer frente a los problemas económicos y sociales con la colaboración y la corresponsabilidad de los ciudadanos. Empero, aunque se trata de una empresa deseable, presenta muchos retos para poder llevarla a la práctica justamente de manera efectiva. En teoría, los modelos para el análisis de políticas públicas proveen estructuras para organizar las demandas democráticas; sin embargo, eso depende de que se encuentren los mecanismos adecuados a través de los cuales la participación pueda integrarse al proceso de política y de que existan los incentivos para que los responsables de las decisiones se acojan a los input que provea la participación. Al tiempo que el enfoque de políticas se ha extendido y que se ha avanzado hacia procesos de toma de decisión más racionales, es frecuente y paradójico que el elemento participativo se incorpore de manera improvisada y sin considerar elementos técnicos para el diseño de las estrategias a seguir. Buena parte del escepticismo que la participación genera tanto entre funcionarios como entre la ciudadanía proviene de las grandes expectativas que se generan en torno a ella y de que se trate como un imperativo más que como un problema sin ninguna consideración adicional (Fagence, 1977). Al ser trasladada a la gestión, la perspectiva de que la participación es buena en sí misma porque en ella se materializan los ideales democráticos suele derivar en la creencia de que basta con llevarla a cabo e incorporarla deliberadamente como un elemento —muchas veces obligado— de programas y políticas públicas. Posteriormente, cuando las cosas no suceden como se esperaba, es lógico que lo más fácil sea descalificar a la participación en sí misma o atribuir las fallas a la falta de una cultura participativa, más que a problemas de diseño o de implementación de los elementos participativos incorporados a políticas y programas de gobierno.
A partir de los análisis elaborados tanto por los críticos como por los defensores de la participación ciudadana, es posible concluir que el diseño de políticas participativas implica retos de carácter técnico que, como bien señaló Moynihan, no se cubren con la simple declaración de voluntad y tampoco con la sola existencia de una normatividad que obligue a las autoridades a consultar a la ciudadanía para la elaboración de planes y programas de gobierno. En la medida en la que las políticas y los programas participativos tienen como objetivo fundamental la integración de las consideraciones de los ciudadanos y el expertise técnico para el desarrollo de soluciones a los problemas públicos, resulta fundamental el cálculo de la combinación más adecuada de las contribuciones que cada actor puede hacer en las diferentes etapas del ciclo de una política. Además, al ser la participación una vía para que los ciudadanos compartan en algún grado las decisiones que les afectan con los funcionarios de gobierno, un aspecto que es necesario tener claro es la medida en la que se requiere distribuir el poder con base en la complejidad técnica y política de la propia decisión. En este sentido, una adecuada combinación de consideraciones de carácter técnico y democrático implica arreglos y procedimientos complejos que requieren definirse, seleccionarse, evaluarse y afinarse conforme a los criterios que resulten más idóneos para el tratamiento de los problemas de gestión y de política pública que se busca resolver a través de la participación.
Complejidades y dilemas. La necesidad de un diseño técnico para incorporar a la participación ciudadana en las políticas públicas
Una parte importante de los problemas de las políticas participativas radica en que se dota a la participación ciudadana de contenidos normativos y aspiracionales, más que analíticos y técnicos. Incorporar elementos o fases participativas en el proceso de política pública se convierte en un fin en sí mismo, más que en un instrumento para alcanzar los pretendidos fines de equidad, inclusión, cercanía, rendición de cuentas, transparencia u otros similares. En la medida en la que es un reto implementarla y que resulta difícil establecer una relación directa entre la participación y los resultados de las políticas, es más sencillo retornar a las prescripciones normativas que intentar avanzar en el conocimiento de su dimensión técnica. El resultado es que la participación ciudadana suele incorporarse o bien como un requisito con frecuencia obligado desde la ley, o bien de manera apresurada, sin una adecuada planeación y sin tener claros los objetivos que se persiguen y las opciones que mejor sirven a dichos propósitos.
Tal como se ha expuesto, la participación ciudadana es un recurso esencial para la legitimidad y para mejorar la eficacia de las decisiones de gobierno. Por eso, los gobiernos democráticos reconocen la necesidad de establecer una vinculación activa con la sociedad y de ampliar los espacios para que la ciudadanía participe en el diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas. Sin embargo y a pesar de la institucionalización de la participación, del elevado número de experiencias participativas acumuladas y de la importancia que reviste como práctica deseable y útil para la gestión pública, se trata de un campo insuficientemente explorado de manera sistemática (Ebdon y Franklin, 2006). En particular, aún falta probar empíricamente la relación entre la participación ciudadana y el conjunto de efectos que se supone debiera producir y que han sido postulados en términos normativos. Buena parte de la investigación empírica consiste en estudios de caso muy útiles desde el punto de vista descriptivo, pero a partir de los cuales no es posible establecer generalizaciones. No obstante, la extensa documentación y análisis sobre experiencias concretas permite extraer algunos rasgos generales sobre la participación en políticas públicas que es útil tomar en cuenta como punto de partida para el diseño de la oferta participativa institucional es decir, de aquella que se promueve deliberadamente desde los gobiernos. Se ha andado ya mucho camino y las experiencias acumuladas permiten extraer algunas lecciones y aprendizajes.
En primer lugar, se ha considerado como un punto de partida necesario para empezar a superar el reto que significa diseñar e implementar programas de gobierno que incorporen la participación de la ciudadanía, el reconocimiento de la brecha que existe en la manera en la que los funcionarios y los ciudadanos ven la participación y en lo que esperan de ella (DETR, 1998; Lowndes, Pratchett y Stoker, 2001 y 2001a). La participación implica costos y consume tiempo; las decisiones pueden tomarse más fácilmente si no se asume la complejidad de las implicaciones o los dilemas involucrados a cabalidad. También es frecuente que los funcionarios consideren que la participación genera expectativas poco realistas y que puede resultar disruptiva y causar o profundizar los conflictos entre y con la comunidad. Visto así, no es difícil entender por qué muchos funcionarios rechazan la idea de incorporar a los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones de las políticas públicas o que atribuyan a la falta de una conciencia ciudadana los problemas que se presentan durante la implementación de las políticas y programas participativos (Kweit y Kweit, 1984; Lowndes, Pratchett y Stoker, 2001; Díaz Aldret y Ortiz, 2011). Las razones por las que representantes y funcionarios en general deciden abrir espacios a la participación y optan por modelos de gestión más participativos han sido poco estudiados. Lo cierto es que algunos crean mecanismos innovadores mientras que otros se muestran menos dispuestos a compartir espacios de poder con la ciudadanía. Algunas características de la vida política y social de las comunidades y del contexto político, tales como el capital social acumulado (Putnam, 1993) o la competitividad electoral y la sensibilidad de algunos miembros del equipo de gobierno (Font y Blanco, 2004) parecen ser factores que favorecen a la participación. También es cierto que ciertas áreas de política pública resultan más afines con la incorporación de la participación que otras; en particular si el éxito para la implementación de las políticas depende de que la ciudadanía se involucre, tal como sucede en las políticas de educación, o en cualquiera que tenga un carácter preventivo o que involucre temas de medio ambiente, por ejemplo. Este hecho es acorde con los resultados de investigaciones que abordan la manera en la que los ciudadanos se relacionan con la oferta de participación institucional (Lowndes, Pratchett y Stoker, 2001a). En principio, es preciso decir que entre los ciudadanos suelen predominar la apatía y, en mayor o menor grado, la desconfianza hacia los actores gubernamentales. Habitualmente están más interesados en participar cuando los asuntos les afectan directamente, es decir cuando éstos se corresponden con sus experiencias y prioridades o cuando se sienten directamente amenazados por las políticas que lleva a cabo el gobierno. Por esta razón algunas áreas de política se predis ponen mejor a la participación que otras y también a que sea más fácil incorporarla en temas locales o en áreas de política que cuentan con comunidades de política desarrolladas; es decir, hay un asunto de escala que sí parece ser relevante (Ebdon y Franklin, 2006). También es frecuente que los ciudadanos no tengan mucha claridad acerca de las atribuciones de los distintos niveles de gobierno o de las diversas dependencias. La tendencia predominante es a que los ciudadanos confíen en unos cuantos líderes —formales o informales— que se comprometen a representarlos y que sea muy difícil sostener un ímpetu participativo extenso. Por ello, para que las prácticas participativas generen confianza y redunden en legitimidad, también es importante que se cuiden los problemas asociados con la calidad de la representación.
El contraste en la manera en la que burocracia y ciudadanía se aproximan a la participación muestra que el involucramiento de los ciudadanos implica retos y costos potenciales pero que también puede aportar beneficios en términos de apoyo a ciertas políticas y programas que de otro modo fracasarían. Sin embargo para que esto sea posible, es necesario que se establezca con claridad el objetivo para el cual se incorpora la participación y que los procesos participativos resulten significativos para la ciudadanía, lo cual supone clarificar expectativas y generar capacidades en ambas partes. Para poder llevar a cabo estos dos propósitos, se requieren una planeación meticulosa y el empleo de un repertorio amplio de métodos para incorporar la participación que sea capaz de reflejar distintos objetivos y necesidades para integrarla.
La técnica: instrumentos y mecanismos de participación
¿Para qué puede servir realmente la participación?, ¿qué se puede esperar realmente de ella? Como ya se vio, el concepto de participación ciudadana se refiere a todas aquellas actividades a través de las cuales los ciudadanos buscan influir en los asuntos de carácter público. Ahora bien, para dar cuenta de aquellas que se dan específicamente en el marco de mecanismos formalmente establecidos y reconocidos para incorporar a los ciudadanos en las decisiones de política pública se suele hablar de “participación ciudadana directa” (Roberts, 2010). La institucionalización de la participación ciudadana directa en políticas, procesos y programas de gobierno implica el desarrollo y funcionamiento de un marco institucional para optimizar el involucramiento de la sociedad, más allá de los momentos electorales. Por lo tanto, la institucionalización da cuenta de los esfuerzos que se realizan desde los diferentes niveles de gobierno para involucrar a la ciudadanía en las decisiones y en la acción públicas. Para hacerlo, los gobiernos desarrollan instrumentos y activan diversos mecanismos cuyo uso y formalización dan lugar a procesos que se reflejan en la producción de “sistemas estables de participación” (Parés y Resende, 2009). Éstos se componen del marco regulador y de los órganos y espacios institucionales a través de los cuales se materializa la participación de la ciudadanía y se garantiza que se traduzca en un patrón regularizado de comportamiento. Esto es, que el involucramiento de la ciudadanía en políticas públicas constituya un proceso más o menos estable e independiente de las circunstancias o de la voluntad de los gobernantes en turno.
La brecha existente entre las visiones de la burocracia y de los ciudadanos en torno a la participación a la que hicimos referencia en el apartado anterior, se encuentra en cierta medida relacionada con la oposición entre los enfoques técnico y democrático de la toma de decisiones. Mientras que el primero apela a la racionalidad que busca la eficiencia y eficacia en el uso de los recursos públicos, el segundo está basado en el supuesto de que aquellos que son afectados por las decisiones de carácter público tienen derecho a participar de las mismas. El desarrollo de instituciones para la participación ciudadana directa está basado en el reconocimiento de ese derecho y de las limitaciones de las instituciones representativas. En principio, se buscan mejorar el acceso a los bienes públicos y la capacidad de respuesta de los gobiernos, más que la eficiencia en el uso de los recursos.
Autores como Kweit y Kweit (1984) han propuesto que la oposición entre la toma de decisiones racional y la toma de decisiones democrática o participativa es un falso dilema que puede ser superado si el input ciudadano que se obtiene de la participación se constituye en un componente esencial de las técnicas de análisis de las políticas públicas. Para estos autores los datos, referencias y detalles que se obtienen de la participación ciudadana contribuyen a procesos de toma de decisiones más informados; ayudan a una definición más precisa de los objetivos de las políticas y a la mejor identificación de los problemas, de las alternativas de solución y de los trade-off involucrados. Todo ello redunda en una correcta anticipación de las reacciones de los diversos actores implicados y de los sujetos de la política. De esta manera, la información que proviene de la participación ciudadana ayuda a ampliar las perspectivas que tienden a limitarse por la dinámica organizacional al interior de los equipos de gobierno, por el desarrollo de rutinas organizacionales y por los sesgos profesionales y de la selección de información. En este sentido, para Kweit y Kweit la participación ciudadana directa es un instrumento para lograr políticas públicas con fines decididos democráticamente, pero también más y mejor informadas. En la medida en la que el input ciudadano es externo, contribuye a romper las inercias organizacionales y a cubrir los déficit de gestión.
En este texto, propongo que la participación no es sólo un instrumento muy útil para lograr mejores diseños de política conforme a lo que ya señalaron Kweit y Kweit (1981 y 1984), sino que el propio diseño de los instrumentos y mecanismos para incorporar la participación enfrenta las mismas limitaciones organizacionales que la hechura de las políticas públicas en general. Es decir, no se trata únicamente de decidir que se requiere incorporar la participación ciudadana para dotar de mejor información la toma de decisiones de política pública, sino que la propia selección de instrumentos y mecanismos para incorporarla debe seguir el modelo racional de toma de decisiones: el problema que se pretende subsanar a través de la participación ciudadana debe ser identificado, las prioridades y objetivos deben especificarse, deben distinguirse las alternativas disponibles y las opciones deben evaluarse conforme a criterios que maximicen las posibilidades de alcanzar los objetivos establecidos. Recordemos que en política pública es preciso analizar la aplicabilidad de los instrumentos y el grado en el que sus características son las idóneas para producir los resultados esperados. La complejidad de la selección de los instrumentos crece cuando se asume que además de medios técnicos para producir ciertos resultados, éstos constituyen dispositivos sociales y políticos a partir de los cuales se regulan las relaciones entre el Estado y aquellos a quienes se dirigen las políticas (Lascoumes y Le Galès, 2007). Sin embargo, el hecho de que la definición de instrumentos sea problemática no implica que no se consideren las diferentes opciones que existen a disposición de los gobiernos y que permiten sortear las dificultades.
La idea que interesa destacar en este momento es que existe una variedad de instrumentos y mecanismos para incorporar la participación ciudadana. Los diversos tipos de instrumentos se derivan de las diferentes combinaciones que se establecen entre los propósitos que se persiguen y los recursos con los que cuentan los gobiernos. Cada tipo presenta diferentes potencialidades definidas a su vez por la mezcla de distintas intenciones y capacidades (Hood y Margetts, 2007, 3-11). Así, los diversos mecanismos presentan distintas ventajas y desventajas; no existe el mecanismo ideal y mucho menos el mecanismo universal que sirva para resolver todos los problemas de gestión. La selección debería responder precisamente a los objetivos que se persiguen. Hay mecanismos que pueden ser muy incluyentes pero que pueden ser fácilmente capturados por grupos que no representen en realidad al grueso de la población (como las audiencias públicas), otros como las encuestas pueden resultar costosos y requieren que la ciudadanía se haya formado previamente una opinión sobre los temas que se le consultan. Algunos más, como los consejos, presentan la ventaja de que pueden ser fácilmente incorporados a la estructuras y a las rutinas burocráticas, pero precisamente por ese hecho suelen correr el riesgo de rutinizar la participación.
Poner el foco en el proceso de institucionalización de la participación ciudadana directa significa tomar en cuenta los instrumentos que se emplean para involucrar a los ciudadanos en la gestión pública. Además de los grandes instrumentos para la participación (leyes, formatos, lineamientos, programas) existen también mecanismos o herramientas específicos que se activan para influir en aspectos o actividades concretas del ciclo de la política o bien para implementar las diversas líneas de acción (encuestas consultivas o deliberativas, consejos, jurados ciudadanos, foros, núcleos de intervención participativa, etc.). En este sentido, los mecanismos forman parte de las estrategias para incorporar la participación y en consecuencia, su diseño y funcionamiento debería estar articulado de forma coherente con los objetivos, los instrumentos y en general con la formulación misma de la política. Cada mecanismo plantea diferentes retos en términos de costo, inclusión, empoderamiento ciudadano y generación de ideas o propuestas; por lo tanto, unos casan mejor que otros con el logro de distintos objetivos o con las diversas etapas del ciclo de política.
En términos generales, los procesos de institucionalización de la participación ciudadana en el mundo han seguido una trayectoria similar en la que se pueden identificar tres etapas (Blanco y Gomà, 2002). Cada etapa ha estado acompañada del desarrollo y diversificación de instrumentos y mecanismos. La primera etapa se ubica sobre todo entre las décadas de 1970 y 1980; consistió en el desarrollo de marcos normativos para reglamentar la participación y el diseño de las primeras instancias para mejorar la vinculación de los gobiernos con la sociedad. Ambos desarrollos se tradujeron, en la práctica, en la formalización de una variedad de consejos de base asociativa y naturaleza fundamentalmente consultiva presididos por agentes gubernamentales pero integrados también por representantes de actores económicos y sociales que eran convocados para participar sobre todo en la fase de planeación de las políticas. Una segunda etapa de la institucionalización se presenta marcadamente en la década de 1990 y consistió en la ampliación de la agenda de temas en los que se involucró a la sociedad. En este periodo se abrieron oportunidades para participar en asuntos estratégicos, tales como el desarrollo económico y regional, la protección ambiental o la transparencia y la rendición de cuentas. Finalmente en un tercer momento que muy claramente se desarrolla a partir del cambio de siglo, las estrategias y sistemas estables de participación avanzan hacia una profundización democrática, es decir, hacia el desarrollo de mecanismos que permiten una participación más extensa, más activa y más deliberativa a partir del desarrollo de instrumentos tales como los presupuestos participativos, las encuestas deliberativas o los jurados ciudadanos, entre otros, que permiten una colaboración menos jerarquizada o estructurada a partir de grupos de interés poderosos.
A manera de resumen podemos decir que los instrumentos para incorporar la participación no son neutros; conllevan determinadas concepciones de las relaciones gobierno-sociedad y se diseñan y activan con base en maneras específicas de concebir la regulación (Lascoumes y Le Galès, 2007). Los instrumentos y mecanismos tienen una importancia estratégica (Ebdon y Franklin, 2006) y en la práctica deberían estar consistentemente articulados al engranaje mayor de supuestos y objetivos que motivan el involucramiento de la ciudadanía.
Dimensiones para el diseño de una oferta institucional para la participación
Como en todo fenómeno complejo, en la participación ciudadana se mezclan e implican diferentes dimensiones; la síntesis de dichas dimensiones representa, a su vez, el espacio disponible para el diseño de políticas y procesos participativos. Al distinguir las diversas dimensiones implicadas, se reconocen e identifican una variedad de niveles y decisiones que es preciso considerar al diseñar estrategias para involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones o en la implementación de las políticas públicas.
Como se mencionó anteriormente, Arnstein (1969) llamó la atención sobre el hecho de que no todos los procesos participativos son de la misma calidad, ya que se despliegan distintos “grados” de empoderamiento para los ciudadanos. De esta manera, esta autora contribuyó a definir la primera dimensión de los procesos participativos que después ha sido llamada “profundidad” o “intensidad” y que da cuenta del nivel de transferencia de poder a los actores no gubernamentales. Evidentemente, los distintos grados de intensidad de la participación abren oportunidades diferentes para incidir en los resultados de la política pública (Berry et al., 1993, 53-70). La “escalera de participación” de Arnstein ha sido posteriormente simplificada o ajustada a diferentes contextos para clasificar y evaluar experiencias y mecanismos de participación (Fox, 2002; Cabrero, 1998; Ziccardi y Saltalamacchia, 1997; Orrego, 1995). Lo más común en la literatura, es que la intensidad de la participación se muestre en cinco niveles que constituyen un continuum que va de la información a la cogestión pasando por la consulta, el debate y la decisión. Cuando la profundidad de la participación se emplea como criterio evaluativo, suele seguirse la línea argumentativa de Arnstein (1969) y de Pateman (1970), que consideran que una participación “real” o “auténtica” no sólo debe tener la pretensión de incidir, sino que debe tener la capacidad real para hacerlo. De modo que, en estricto sentido, se puede hablar de participación cuando las prácticas se sitúan en la lógica de la consulta, el debate, la decisión y la cogestión, mientras que la información supondría más un prerrequisito que una práctica participativa (Parés, 2009). En contraste y desde una perspectiva de gestión, la intensidad de la participación ciudadana puede ir desde la más simple —en la que el ciudadano es un mero espectador—, hasta la más intensa —cuando los ciudadanos ejercen directamente el poder— pero ninguna posibilidad en el continuum que se establece se considera mejor en sí misma.
Fung (2006) ha propuesto una segunda dimensión de la participación: la “extensión”. Ésta se refiere a la decisión sobre quiénes deben participar. Implica la elección entre diversos grados de inclusión y exclusión en la convocatoria, que van desde la más excluyente —sólo expertos— hasta la más incluyente —abierta a toda la ciudadanía—, pasando por a) convocatoria a todos los actores implicados, b) selección aleatoria (como la que opera para los jurados ciudadanos), c) selección abierta a una población objetivo y d) autoselección. Desde luego, esta dimensión toca indirectamente a la representatividad de la participación, un aspecto muy relevante para la legitimidad de la convocatoria.
Este mismo autor contribuye a operacionalizar una tercera dimensión que consiste en el “formato” que adopta la participación. El formato consiste en las distintas modalidades de comunicación que se derivan a su vez de los diversos objetivos para integrar a la ciudadanía. Así, la oferta participativa puede desarrollarse para que los ciudadanos: a) escuchen a las autoridades, b) expresen preferencias sobre distintas alternativas, c) desarrollen preferencias, d) negocien, o e) desplieguen su expertise sobre algún asunto en particular. Como es posible apreciar, esta dimensión se encuentra estrechamente vinculada con la intensidad de la participación: el desarrollo de preferencias y la negociación requieren llegar a niveles de deliberación, mientras que para desplegar expertise es necesario poder compartir el poder.
Una cuarta dimensión se refiere a las consecuencias de la participación; es decir, a definir si los resultados del proceso participativo deben ser vinculantes o sólo servir de input a quienes tomarán las decisiones. La quinta y última dimensión que podemos identificar se refiere a los “ámbitos” de la participación, es decir, a la decisión acerca de los temas de la agenda pública a los que se convoca a la ciudadanía, pero, sobre todo, a la decisión acerca de las fases del proceso de política pública en las cuales deberá ser incorporada (formulación del problema, definición de alternativas, evaluación, etc.).
En resumen, podemos decir que en el entrecruzamiento de las diversas alternativas que cada una de las dimensiones abre, se define el espacio para diseñar técnicamente el contenido de políticas y procesos participativos (diagrama 1). Si bien es cierto que se despliega una amplia variedad de posibilidades, también lo es que existe una correspondencia entre las diversas opciones (inputs) y los efectos y resultados que éstas producen (diagrama 2). Es decir, las diversas elecciones definen determinados niveles de actividad participativa y, en consecuencia, el potencial de impacto que tienen. La congruencia entre ciertos inputs y sus correspondientes outputs da lugar a mecanismos de participación que sirven a objetivos consultivos (comisiones y comités, encuestas de opinión, audiencias públicas y peticiones, desplegados o cartas) o a mecanismos más adecuados para desencadenar procesos de corte deliberativo que abren espacios para la reflexión y el diálogo con y entre los ciudadanos (encuestas deliberativas, foros temáticos, jurados ciudadanos, núcleos de intervención participativa) y funcionan bajo el supuesto de que el ciudadano promedio puede participar eficazmente de la toma de decisiones a pesar de no contar con los conocimientos técnicos si el formato se estructura adecuadamente para que tenga la información que necesita (Font, 2004; Fung y Wright, 2003; Fung, 2007; Navarro et al., 2009). Los mecanismos deliberativos son más flexibles y, por lo tanto más útiles si el objetivo que se persigue implica incorporar perspectivas innovadoras, facilitar el aprendizaje que resulta de que los actores interesados se escuchen unos a otros, o bien si se desea favorecer la transparencia y la retroalimentación.
Fuente: Elaboración propia con base en el modelo de impacto de la participación ciudadana en presupuestación de Ebdon y Franklin (2006).
En síntesis, es posible establecer dos grandes tipos de procesos participativos: procesos de consulta y procesos de involucramiento. En los primeros, la incorporación de los ciudadanos cumple fundamentalmente el objetivo señalado por Kweit y Kweit (1984) de producir decisiones mejor informadas o de validar y priorizar opciones que han sido seleccionadas previamente. Para ello, la participación ciudadana tiende a ser incorporada después de las primeras etapas del ciclo de política pública, a partir de parámetros más cerrados para la convocatoria (suelen concentrarse en grupos de interés) y el proceso participativo en su conjunto suele desarrollarse en periodos relativamente cortos. Por otra parte, en los procesos de involucramiento la participación ciudadana aparece desde las primeras fases del ciclo de política pública (es decir, desde la definición de la manera en la que se enfoca un problema), suelen incluir la reconciliación de intereses que compiten entre sí, así como procesos de negociación y establecimiento de compromisos para un horizonte de tiempo más amplio. En concordancia, la convocatoria es más extensa o con mejores niveles de representación (en términos de la amplitud y autonomía de los actores involucrados) y se esperan resultados que trasciendan la definición de prioridades.
Como es posible apreciar, es importante distinguir y examinar los mecanismos y procesos participativos teniendo en cuenta los efectos que las diferentes opciones de diseño producen. Esto significa que ningún mecanismo es perfecto o suficiente en sí mismo y también que no se puede establecer a priori que haya unos mecanismos mejores que otros. Más bien, es preciso reconocer que las diversas alternativas sirven a diferentes objetivos y que su mérito depende del problema que se busca solucionar mediante la participación. Así, un mecanismo como la audiencia pública, que no se traduce en un gran empoderamiento de la ciudadanía, puede resultar muy adecuado cuando lo que se requiere es obtener información preliminar. En este sentido, una oferta institucional que integre una mezcla de diferentes tipos de mecanismos permite que las ventajas de unos compensen las desventajas de otros (Parés, 2009). La mezcla resultante y el grado en el que cada uno de los mecanismos se activa para producir determinados resultados e impactos, depende de la efectividad que se espera que tengan en cada etapa del proceso de política y también en función del ámbito de acción (Hood y Margetts, 2007). Por otra parte, el grado en el que un ambiente institucional se considera o no favorable para la participación ciudadana depende de la variedad de mecanismos que integra en su oferta (Wang, 2001; Yang y Pandey, 2011).
Aunque todo proceso de reforma responde ciertamente a una “economía política”, es decir, a cierto contexto histórico y a determinados objetivos para incorporar formas distintas de entender y organizar el gobierno, las variables del contexto no explican por sí mismas el desarrollo de los procesos de institucionalización de las reformas. El tipo de régimen político, las presiones que dan lugar a que se abran espacios para compartir decisiones y las motivaciones de los actores que ceden parte de esos espacios se reflejan en el diseño de las reformas y en la manera en la que se implementan. De modo que son las variables de diseño las que explican mayormente el nivel de impacto que producen las nuevas estrategias, instrumentos o experiencias (Bardhan y Mookherjee, 2006).
Lo político de la participación ciudadana: confianza, legitimidad y calidad de la representación
Hasta ahora hemos hecho hincapié en el diseño técnico de las estrategias, instrumentos y mecanismos de participación. Como hemos visto, la base para un diseño más racional de políticas y programas participativos se encuentra en la adecuada estructuración de esos elementos con los objetivos que se persiguen al incorporar a los ciudadanos. Los fines para los cuales se introducen componentes participativos en las políticas públicas están relacionados a su vez con la necesidad de hacer frente a problemas de gobernanza democrática, tales como la legitimidad y la equidad en el acceso a bienes públicos (Fung, 2006 y 2015) o bien con el fin de cubrir déficit de gestión derivados de las grandes demandas que se le imponen a los gobiernos y de la mayor complejidad de los problemas a resolver; es decir, para cubrir insuficiencias de información, de colaboración o de expertise en algunos temas. De este modo, la participación ciudadana en políticas públicas constituye un recurso para que los gobiernos se desempeñen eficazmente, desarrollen respuestas innovadoras y diseñen sistemas de gobernanza más flexibles que involucren la acción coordinada y cooperativa de actores extragubernamentales y de la ciudadanía en general. Por lo tanto, el diseño técnico se encuentra necesariamente imbricado con la dimensión política de la participación.
En efecto, la participación ciudadana directa constituye un instrumento útil para la consecución de políticas públicas y acciones de gobierno legítimas. En el caso de este último objetivo en concreto, la participación aparece asociada a la manera en la que se definen las opciones y agendas de gobierno en un contexto democrático; es decir, a la necesidad de que los actores y organizaciones gubernamentales lleven a cabo sus tareas no sólo con eficacia, racionalidad y neutralidad, sino también atendiendo a las necesidades, intereses y demandas de los ciudadanos, de manera transparente y con rendición de cuentas (Arellano, 2010). Si se emplean bien, las estrategias para incorporar la participación ciudadana directa pueden ser un medio para corregir las fallas de la democracia representativa; es decir, la limitada capacidad de influencia que los ciudadanos tienen sobre la hechura de las políticas públicas que les afectan una vez que han elegido a los responsables de diseñarlas e implementarlas. Desde esta óptica, a través de la participación ciudadana, la relación gobierno–ciudadanos se estructura a partir de espacios de encuentro más abiertos y complejos en los que los agentes gubernamentales recopilan información y construyen la legitimidad necesaria para poder determinar las mejores soluciones de política pública (Osborne, 2010).
La legitimidad es fundamentalmente un fenómeno de percepción. Si bien depende de elementos objetivos y racionales, es decir, de la capacidad real que los gobiernos muestren para responder a las necesidades de la población y para resolver eficazmente los problemas públicos, también entran en juego consideraciones de carácter subjetivo en torno al proceso de las políticas públicas. Es decir, para gozar de legitimidad, la sustancia de las políticas debe ser percibida como razonable y el proceso como conveniente (Wallner, 2008); esto significa que una parte importante de la población objetivo debe considerar que ha sido tomada en cuenta en la formulación de la política y que el contenido de los programas que de ella se derivan responde realmente a sus intereses. La manera en la que los ciudadanos perciben la forma en la que el gobierno interactúa con ellos tiene efectos importantes sobre la confianza que le confieren y sobre la voluntad que muestran para alinearse con él. En síntesis, al diseñar políticas o acciones que involucran a la ciudadanía, el gobierno debe tomar en cuenta el man tenimiento de un clima de confianza mutua suficiente para sostener una acción cooperativa. Adicionalmente a las consideraciones de carácter instrumental que puedan justificar la incorporación de la participación ciudadana a las políticas públicas, la manera en la que ésta se lleva a cabo debe percibirse como creíble y apropiada por los ciudadanos para que se muestren dispuestos a participar y faciliten así su implementación. Ante todo, los ciudadanos deben confiar en que su participación tendrá sentido, que producirá algún efecto. Buena parte de la apatía o el descrédito que existe hacia la participación por parte de los ciudadanos proviene de la distancia que existe entre la generación de expectativas que se produce el ser convocados y el enfrentamiento con rituales vacíos de contenido o carentes de influencia.
De modo que cuando el objetivo que se busca al incorporar la participación es la legitimidad de un programa o de una política pública, de lo que se trata en la práctica es de construir confianza. La confianza en el gobierno y sus instituciones es necesaria para lograr que los ciudadanos cooperen con éstas, articulen sus demandas y se apeguen a la ley. Sin embargo, el fenómeno de la legitimidad es una auténtica caja negra difícil de desentrañar. Por una parte, la confianza es necesaria y depende de que los ciudadanos consideren que el gobierno tiene en cuenta sus intereses (Fung, 2006); pero por otra, nunca puede ser total y absoluta. En la democracia cierto grado de desconfianza o escepticismo es normal e incluso saludable en la relación entre gobernantes y gobernados. Además, en una sociedad compleja nadie puede esperar que todos los intereses implicados en una decisión sean tomados en cuenta. En este sentido, la construcción de la legitimidad depende de equilibrios difíciles e inestables, pero se sabe que existe una relación directa entre legitimidad y capacidad de los gobiernos para mantener y obtener apoyo y por lo tanto para acrecentar su capacidad de alcanzar metas y objetivos.
Los equilibrios inestables se refieren a la mezcla necesaria de confianza y cierto grado de escepticismo, y a que el proceso de construcción de confianza depende en buen grado de la repetición de interacciones en espacios acotados de relación entre el gobierno y los ciudadanos. Es decir, la confianza que se construye mediante la operación de programas participativos no es una de carácter difuso asociada a valores culturales —como podría ser la confianza en la democracia o en las instituciones en abstracto—, sino que se trata de una confianza de carácter práctico, que se construye y permanece vigente mientras se mantienen la interacción y el intercambio. De modo que la relación entre participación ciudadana y legitimidad no es automática ni unidireccional (Moreno, 2010). Del lado de la demanda existe siempre el peligro de que la participación ciudadana sea cooptada o de que los participantes representen y favorezcan intereses particulares; por el lado de la oferta, la participación puede traducirse fácilmente en una simulación de rituales con poco o nulo impacto, puede manipularse y politizarse. Muchas veces al buscar legitimidad se impulsan programas y políticas participativas que, al ser meras simulaciones, redundan en mayor descrédito. Si los resultados e impacto de la participación no son significativos para los ciudadanos, no sólo no se logra mayor legitimidad, sino que pueden dañarse en el mediano plazo la confianza básica y difusa en el gobierno y en los procesos participativos en general.
¿Quiénes deben participar para que se cumpla el objetivo de la legitimación? Otro aspecto de la dimensión política de la participación que afecta directamente a la legitimidad de las políticas y programas participativos es la representación. En términos normativos, el involucramiento de los ciudadanos en en el proceso de toma de decisiones de política es una manera de promover una mejor representación y, por lo tanto, una manera de alcanzar un mayor nivel de democracia. Tal como se vio en el apartado de las dimensiones para el diseño de una oferta participativa, la extensión de la participación es una de las principales decisiones que hay que tomar al seleccionar las estrategias y los mecanismos que resultan más adecuados para activarla. Cualquier programa de participación ciudadana implica siempre problemas prácticos para decidir quiénes tienen que ser convocados. Dos aspectos que se deben de identificar con el fin de establecer las estrategias a seguir son los límites de la comunidad afectada por los planes y programas propuestos y los niveles de complejidad técnica y política del problema público en cuestión. La mezcla de estos dos aspectos permite avanzar en un mapa de actores y en la toma de decisiones acerca de la mejor opción para gestionar la participación.
Las políticas técnicamente muy complejas requerirán una participación técnicamente gestionada (es decir, que los criterios técnicos sean los que orienten las decisiones acerca de quiénes deben de participar). Lo anterior no significa que se excluya la participación ciudadana, pero es recomendable que incluya fundamentalmente a expertos que puedan apoyar con sus conocimientos y experiencia a formular soluciones para los problemas en cuestión con el fin de que se produzca una participación informada. Dependiendo la gravedad del caso, también pueden emplearse mecanismos deliberativos que incluyen la capacitación sobre las temáticas a tratar y sobre las implicaciones de las distintas alternativas. Respecto al nivel de complejidad política, se valora el nivel de consenso o conflicto involucrado. Las políticas que suponen un alto nivel de conflictividad requieren una gestión de la participación con base en criterios políticos; es decir, en principio deberían estar incluidos los actores y posiciones que pueden oponerse a las políticas propuestas e impedir su implementación. Por su parte, los actores gubernamentales deberán mediar entre las distintas posiciones procurando siempre evitar la confrontación. En este tipo de casos se recomienda el empleo de mecanismos que fomenten el entendimiento de las distintas posiciones y que ayuden a la cooperación. El gobierno debería mantener la directriz y el control de una situación o problema que implica un alto nivel de complejidad técnica y un alto grado de conflictividad política; en estos casos lo recomendable es que las decisiones se mantengan en el ámbito del gobierno aunque éstas puedan apoyarse en mecanismos consultivos siempre y cuando se informe a los participantes que el gobierno se reserva la decisión. En el otro extremo, una participación extensa y profunda es viable en situaciones en las que el nivel de complejidad técnica es bajo y prevalece un amplio nivel de consenso sobre los temas a tratar (Cabrero, 1999, 82-90).
Muchos mecanismos se basan en la participación agregada a través de representantes de grupos de ciudadanos. En estos casos, un riesgo que siempre está presente es que intereses particulares se arroguen la representación del “interés público” y que sus posiciones sean identificadas como el “objetivo” de la política. En este sentido, dos retos importantes consisten en identificar grupos legítimos que representen verdaderamente los diferentes intereses y la necesidad de garantizar de algún modo que los diversos representantes o mediadores sean realmente independientes. En el complicado equilibrio de los intereses en conflicto —especialmente en áreas o asuntos de política pública en donde existen fuertes controversias—, es donde se encuentra la propia definición de la política. Los funcionarios encargados de diseñar e implementar los mecanismos de participación deben esforzarse para no permitir que en el proceso de hechura de la política, las demandas de algunos grupos de interés adquieran mayor peso que los de otros. Para ello, como nos recuerda Cupps (1977), deben tener en cuenta que la sensibilidad hacia las demandas ciudadanas no sustituye las consideraciones razonadas, profesionales e independientes respecto de la naturaleza del interés público en cada situación.
Consideraciones finales
En la democracia, los gobiernos están obligados a rendir cuentas y a gobernar no sólo con eficiencia, sino con transparencia y atendiendo a las necesidades, demandas y aspiraciones de los ciudadanos. Su éxito y su estabilidad dependen en buena medida de que la definición de opciones y agendas de gobierno se lleve a cabo con eficacia y legitimidad. Desde hace por lo menos cincuenta años, ofrecer vías para que los ciudadanos participen en la hechura de las políticas y en algunas actividades de gobierno se ha presentado como una estrategia para generar proximidad, interlocución y colaboración con actores extragubernamentales y con la ciudadanía en general. Desde su origen, la oferta de políticas y programas participativos buscó generar respuestas más eficaces, justas y legítimas a los problemas sociales. Sin embargo, a pesar de la institucionalización de la participación ciudadana en las políticas públicas y del crecimiento en número y variedad de experiencias participativas, es frecuente que se enfrenten importantes problemas para su implementación o que se le reduzca a rutinas poco significativas que no contribuyen como se espera al logro de los objetivos planteados.
La tesis que se ha desarrollado en este artículo es que muchas veces la falta de alcances y resultados de la participación se debe a que no se atiende adecuadamente el diseño técnico de las estrategias y elementos participativos de las políticas públicas. Es común que se integre la participación como una rutina más del proceso administrativo, sin que medie la identificación clara de los objetivos que se busca lograr a través de su incorporación y, en consecuencia, sin que se despliegue un diseño sistemático de las estrategias y mecanismos para activarla. Si bien el empleo de modelos y técnicas de análisis para estructurar los elementos de las políticas públicas es cada vez más frecuente, muchas veces el diseño racional no se extiende a la identificación y secuenciación de las relaciones causa-efecto de sus elementos participativos. La participación ciudadana se suele ver como un fin en sí mismo y, en consecuencia, se tiende a incorporar algún mecanismo (como un consejo) o algún proceso participativo (una consulta) como parte del diseño de la política. Sin embargo, no se siguen los pasos sistemáticos para que las estrategias, instrumentos y mecanismos a partir de los cuales se activa la participación en el proceso de hechura de la política se articulen de manera consistente con las líneas de acción de la política y con los objetivos para los cuales se la incorpora, de modo que sus resultados se apeguen lo más posible a los esperados. Para que la participación sea un instrumento útil, el diseño de los elementos participativos requiere un enfoque técnico-analítico al igual que sucede con el resto de los dispositivos y procesos de una política pública.
En el diseño, ejecución y evaluación de la oferta participativa que los gobiernos hacen a la ciudadanía, hace falta considerar los efectos que se busca producir y precisar los objetivos que se quieren lograr mediante la participación. Un paso crucial consiste en superar los objetivos generales para incorporarla (establecer una vinculación activa y permanente con la sociedad, ampliar los espacios para que la ciudadanía participe, generar capital social y otros similares) y avanzar hacia la definición de objetivos más precisos y operativos orientados a contribuir a cubrir déficit de información, de expertise, de legitimidad o de equidad, por ejemplo. Desde una perspectiva de gestión pública, la participación ciudadana no debiera ser un fin en sí mismo. No basta con incorporarla para cumplir una exigencia democrática y esperar que por sí sola arroje resultados que enriquezcan el diseño de la política en su conjunto o que abone automáticamente a su legitimidad.
Muchas veces se incorporan elementos o procesos participativos con el fin de legitimar decisiones ya tomadas; en esos casos los mecanismos para activarla se simplifican o se reproducen sin mayores ajustes en distintas áreas de política y en diferentes contextos. Lo paradójico es que para que la participación contribuya verdaderamente a la legitimidad de las políticas y programas gubernamentales debe ser efectiva y traducirse en algún grado de incidencia para los ciudadanos. Los diversos mecanismos tienen características que abren distintas posibilidades de incidencia; no tiene el mismo impacto un mecanismo consultivo, que uno que sirve para construir alternativas de solución mediante la deliberación. Por eso es tan importante tener claros los objetivos para los cuales se incorpora la participación y hacer un diseño adecuado de los momentos, el alcance y los formatos que mejor puedan contribuir a conseguirlos. No hay nada que haga más daño a la participación, que usarla como una simulación, o pensar que se pueden aplicar fórmulas estándar sin tomar en cuenta los objetivos, las diversas etapas del ciclo de la política y las particularidades de las diferentes áreas de política o de los distintos problemas a resolver. Tanto cuando se simulan, como cuando no se diseñan racional y estratégicamente, los procesos participativos no logran sino abonar al escepticismo de los funcionarios públicos y a la desconfianza de la ciudadanía.
La participación ciudadana en las políticas públicas cumple su cometido en la medida en la que contribuye a llenar vacíos o a resolver deficiencias en la formulación y operación de las mismas. Los diversos mecanismos que se emplean para activarla no son buenos o malos en sí mismos, ni tampoco hay unos mejores que otros; sus virtudes dependen de la idoneidad de sus características para la consecución de los objetivos que se persiguen. También es necesario considerar los requisitos y recursos necesarios para su implementación, así como contemplar formas para evaluar los efectos que produzcan. Al final, la evaluación de las distintas alternativas de mecanismos atraviesa también por la consideración de las capacidades y los recursos con los que cuenta el gobierno (credibilidad, recursos financieros y organizacionales, autoridad, etc.). Por ello es conveniente que la oferta institucional para la participación esté compuesta de una mezcla de instrumentos, mecanismos e instancias que permita subsanar las limitaciones de unos con las potencialidades de otros con diferentes características.
Hoy en día concebimos a la participación ciudadana como un elemento esencial de la hechura de las políticas públicas, pero su eficacia depende de que se comprenda su carácter instrumental y técnico de modo que al activarla desde el gobierno, cada actor contribuya según sus condiciones y de acuerdo con las necesidades específicas del problema público a resolver.