Sumario
I. Introducción. II. Nociones preliminares. III. Rasgos de legitimidad. IV. Anomia y concentración de poder. V. Marginalidad constitucional. El caso de las consultas populares. VI. Regresión por transformación. VII. Dualismo democrático como estrategia de transformación constitucional. VIII. A modo de conclusión. IX. Referencias.
I. Introducción
Durante sus 103 años de existencia, la Constitución mexicana ha comprendido varios regímenes que han resultado de procesos de transformación política dentro de un mismo orden constitucional: el régimen posrevolucionario (1917-1923), el periodo de creación de las instituciones (1924-1928), el nacimiento del nacionalismo revolucionario (1929-1946), el periodo del desarrollo estabilizador (1947-1969), el proceso de liberalización política y económica (1970-1997) y la consolidación democrática (1998-2018). Durante ese amplio trayecto, la Constitución ha experimentado 742 modificaciones1 a través de 235 decretos de reforma constitucional promulgados desde 1917.2 La dinámica de cambio constitucional que ha prevalecido durante poco más de un siglo proviene del mecanismo establecido en el artículo 135 constitucional que prevé que el Congreso de la Unión podrá adicionar o reformar la Constitución, mediante el voto de dos terceras partes de sus miembros presentes y la mayoría de las legislaturas de los Estados.3 La naturaleza derivativa de la Constitución mexicana,4 desde sus orígenes en 1824, replicó como estrategia formal de cambio constitucional el mecanismo de enmienda previsto en el Artículo V de la Constitución estadounidense.5
En el caso de México, resulta relativamente sencillo reformar la Constitución. Basta que un partido político o coalición de partidos obtenga una mayoría suficiente en ambas Cámaras y en las legislaturas de los estados, para producir cambios constitucionales. Esta característica corresponde a lo que, en la teoría de Bruce Ackerman, se denomina monismo constitucional, en contraste al otro camino de cambio a la constitución, que llama dualismo constitucional (Ackerman, B., 1991: pp. 6 y 7). Ambos sistemas serán analizados más adelante en el marco del actual proceso autoritativo de toma de decisiones.6
Los estudios recientes sobre cambio constitucional en México lo abordan principalmente desde la perspectiva del mecanismo formal de reforma previsto en el articulo 135 (Serna, J.M., 2018: p. 495-516). Y no podría ser de otra manera: al reivindicarse monista, el sistema constitucional mexicano no se ha equipado de instituciones y procedimientos que permitan modificar el texto constitucional más allá de su mecanismo convencional. La longevidad de la Constitución y su capacidad de adaptación demuestran que el mecanismo ha sido y puede seguir siendo funcional y susceptible de mejoras (Carpizo, J., 2011: pp. 543-598). Sin embargo, la pregunta central que ocupa a los estudiosos del constitucionalismo contemporáneo en el mundo y México no es la excepción, es qué tan representativa es la constitución de las identificaciones, expectativas y demandas de los miembros de la comunidad política a la que pertenece y si el contenido de la constitución es consistente con el lenguaje de legitimidad política que una comunidad reconoce en un tiempo y lugar determinados.7
Este trabajo trata de abordar estas inquietudes a partir de la dicotomía entre las transformaciones políticas y el cambio constitucional contemporáneos. En concreto, pretende analizar desde las teorías sobre el cambio constitucional que Bruce Ackerman ha postulado durante los últimos treinta años,8 si el cambio político radical que México está experimentado desde la elección presidencial de 2018 tiene un predicado constitucional novedoso que implique la articulación de un nuevo lenguaje constitucional, o, por el contrario, corresponde más bien a la implementación de estrategias de establishmentarianismo o elitismo constitucionales9 que fluctúan entre la preservación y la regresión.
II. Nociones preliminares
Durante finales del siglo XVIII y buena parte del siglo XIX, tres modelos constitucionales disputaron la hegemonía para el diseño de los sistemas políticos que resultaron de los movimientos de independencia de la época (Gargarella, R., 2005, 2010): por un lado, el modelo conservador desconfiaba de las masas populares y la separación estricta de poderes, por lo que defendía un diseño constitucional basado en una presidencia fuerte, centralizada, a la que se subordinaran los poderes legislativo y judicial y cuya vía de cambio constitucional se controlara desde el ejecutivo. En el extremo opuesto, aparecía el modelo radical, que identificaba la voluntad general con la representación política del poder legislativo, que consideraba la rama predominante de la tricotomía de las funciones del gobierno. En consecuencia, postulaba una separación estricta de poderes, en la que el ejecutivo y el judicial debían ser deferentes al legislativo, que encarnaba la soberanía popular y, en consecuencia, las llaves del mecanismo del cambio constitucional. Entre ambos modelos contrapuestos, surgió una especie de tercera vía de diseño constitucional que fue el modelo liberal, que introdujo el sistema de pesos y contrapesos, defendió como ninguno de los otros dos modelos, los derechos individuales y estableció un esquema de distribución de poder y competencias entre los tres poderes y los estados que integraban una nación, que resultó en los principios del federalismo y la cooperación entre poderes. El extremismo del modelo radical lo condenó al fracaso, al aparecer una suerte de consenso ideológico entre los modelos conservador y liberal, consolidando a este último como el paradigma de diseño constitucional al representar la solución madisoniana, que igual pretendía evitar a través del modelo liberal, la tiranía de uno que proponía el modelo conservador, o la anarquía de muchos, que postulaba el modelo radical (Gargarella, R., 2005: pp. 167, 227).10
Así, dentro de la tradición del constitucionalismo liberal, se ha consolidado la idea de que, salvo el ejercicio del sufragio, la ciudadanía transfiere el poder de las decisiones políticas y constitucionales a las instituciones de representación política directa (ramas ejecutiva y legislativa) e indirecta (rama judicial). De esto se desprende la añeja práctica de que los mecanismos de cambio constitucional están controlados si no de forma exclusiva -por la naturaleza residual de la soberanía popular-, sí predominantemente por el establishment a través de las élites políticas. Esto ha arraigado una serie de prácticas que promueven los cambios desde dentro para no perder el control sobre el proceso. En algunas ocasiones, la estrategia de trasformación obedece a la finalidad ulterior de que todo permanezca igual, esto es, mantener el mecanismo de cambio constitucional insolado de la ciudadanía. Esta estrategia se ha denominado preservación por transformación (Siegel, R., 1996: p. 2119).11 Sin embargo, podrían presentarse escenarios involutivos en los que la finalidad de preservación no sea suficiente, sino que se busque emplear el mecanismo para desmantelar una serie de legados constitucionales y legales que son inconsistentes con la filosofía del grupo del poder que considera que tiempos pasados fueron mejores y, en consecuencia, pretenda recrear las reglas y prescripciones que operaban antes de que se promovieran los cambios normativos que ahora pretende desmantelar. A esta estrategia la podemos llamar regresión por transformación.
Hasta 1982, en que la hegemonía presidencial no experimentaba ninguna fisura, la actitud de los gobernantes frente a la Constitución era más bien de carácter simbólico. En tanto que la figura presidencial constituía el principio integrador de todo el sistema político, y en torno a la cual, gravitaba el resto de sus integrantes, la voluntad del presidente se equiparaba con la ley y ésta era ajustada sin mayor dificultad a partir de las mayorías con las que contaba en el Congreso (Carpizo, J., 2011: p. 575). De tal manera que los acuerdos políticos eran más predecibles y estables porque solamente debían ajustarse a los planes del presidente y el resto de los participantes se subordinaban a ellos. No se percibía ninguna necesidad de elevarlos a rango constitucional para que fueran respetados (Carpizo, J., 2011: pp. 569-576). El favor presidencial y las aspiraciones de ascenso dentro de la estructura del partido hegemónico eran incentivos suficientes para cumplir con la voluntad del presidente. Estas prácticas arraigaron una dilatada tradición de simbolismo constitucional en la que la Constitución era más una figura discursiva u objeto de culto político, que fuente de derecho.
Pero a partir de los años ochenta y noventa, las élites mexicanas han empleado el mecanismo preservacionista para articular sus programas de gobierno dentro de la dinámica del cambio constitucional. Todas las reformas constitucionales que se realizaron en este periodo se enmarcaron en un proceso de liberalización política caracterizado por la creciente pluralidad ideológica y diversidad social del país (Casar, M. A. y Marván, I., 2014: pp. 8-35). El contraste con las reformas constitucionales que antecedieron a este periodo es tremendo: mientras que desde la promulgación de la Constitución hasta 1982, se había modificado el texto en 213 ocasiones, entre 1983 y 2020, ha tenido 529 modificaciones. Las administraciones con mayor número de artículos reformados son la de Enrique Peña Nieto con 155, la de Felipe Calderón Hinojosa con 110, la de Ernesto Zedillo con 77, la de Miguel de la Madrid con 66 y la de Carlos Salinas de Gortari con 55. El gobierno menos reformista de este periodo contemporáneo es el de Vicente Fox con 31 artículos reformados.12
Según Carpizo (Carpizo, J., 2011: pp. 578 y 579) y Serna (Serna, J. M., 2018: pp. 504-506), la intensidad de las modificaciones constitucionales durante este periodo obedece al interés de los grupos en el poder de consolidar los acuerdos políticos a los que llegan mediante su elevación a rango constitucional con la finalidad de blindarlos frente a cualquier riesgo de incumplimiento. La idea es que, si está en la Constitución, es más factible hacer efectivo cualquier tipo de acuerdo que se haya alcanzado en medio del creciente pluralismo político y la dificultad para generar consensos. A esto habría que sumar lo que, según Casar, es una arraigada tradición de fetichismo constitucional (Casar, M. A. y Marván I., 2014: pp. 51 y 52),13 a partir de la cual, las élites tienen una enorme confianza en que la enmienda constitucional modificará ipso facto la realidad.14 Para Carpizo, la abundancia de reformas constitucionales durante los últimos cuarenta años incluso sirvió como válvula de escape para prevenir estallidos de violencia (Carpizo, J., 2011: pp. 583 y 584).
Este es la práctica consolidada de cambio constitucional que heredaba el actual gobierno y a partir de la cual, así como lo hicieron las administraciones que le antecedieron, podría haber predicado su visión distintiva sobre el nuevo arreglo político y los principios que animaban a su movimiento hecho gobierno a partir de la elección de julio de 2018. Sin embargo, como se verá en este estudio, la actitud del gobierno se acerca más a la tradición del simbolismo constitucional preservacionista que a la del fetichismo constitucional transformador que ha prevalecido durante las últimas dos generaciones.
III. Rasgos de legitimidad
Desde la perspectiva de la reivindicación de la propiedad de la ciudadanía sobre los procesos de transformación y decisión políticas, claramente la elección presidencial de julio de 2018 representó un hito en la forma en que se había distribuido tradicionalmente el poder en México. A primera vista, el nuevo gobierno hizo visibles a una serie de participantes que históricamente habían estado marginados del proceso constitutivo. Se trató de una emergencia de grupos tradicionalmente excluidos de los procesos políticos tradicionales, a partir de una victoria electoral sin precedentes. Este rasgo es fundamental porque actualizaba la aspiración de una parte importante de la ciudadanía para participar de forma más directa en el proceso político y social, o al menos, de ver que sus expectativas y demandas fueran representadas por la coalición gobernante.15 En términos del radicalismo constitucional, la elección de 2018 representó una conquista de las mayorías sobre los intereses de las élites políticas. Pero como veremos, esto podía ser engañoso:
Aun cuando la elección sí que representó un triunfo de la mayoría popular, también significó una rotación de élites inspiradas en cosmovisiones opuestas. La dinámica de élites no sufrió un cambio radical con esta elección, en tanto que viejos participantes de la élite priísta de hace dos o tres décadas, volvieron a ocupar posiciones de primera línea en la nueva administración.
Este rasgo demuestra la inviabilidad de los postulados radicales que sostienen la eliminación de las élites como medio de transformación política. Lo que sucedió -como incluso ocurrió en las revoluciones totalitarias de principios del siglo XX, fue la sustitución de una élite política por otra.
Dentro de los rasgos destacables de este proceso, sin embargo, figuró la capacidad del movimiento político que resultaría en la actual coalición gobernante, para aglutinar un respaldo popular histórico en torno a su candidato presidencial y sus propuestas. Estas propuestas estaban directamente relacionadas con el señalamiento de los graves escándalos de corrupción y abuso de privilegios que caracterizaron a la administración de Enrique Peña Nieto. Si a esto se sumaba el incremento de víctimas de la crisis de inseguridad que azotaba al país desde 2006, el voto de descontento o castigo fue determinante en los resultados de la elección de 2018 (Buendía, J. y Márquez, J., 2019: pp. 36-42).
Otra característica por destacar fue la notable capacidad de evolución de un movimiento social de amplia convocatoria nacional al movimiento político que ganó la elección presidencial. Este rasgo permitió advertir que la coalición de fuerzas que se concretó en torno a este movimiento político, a pesar de su enorme diversidad -en tanto que reunía igualmente representantes de asociaciones evangélicas o religiosas con una clara orientación conservadora hasta liderazgos promotores del aborto o de la estricta separación entre la Iglesia y el Estado en coherencia con postulados progresistas- tuvo éxito en perseverar en una agenda común cuyo objetivo exclusivo era ganar la elección presidencial. Desde su perspectiva práctica, sus diferencias sustanciales habrían de resolverse posteriormente ya en el ejercicio del poder. Desde la lógica del pragmatismo político, esta postura es entendible. Sin embargo, respecto a sus posibilidades de evolución de movimiento político a coalición gobernante y de ahí a su consolidación como institución política, las conclusiones pueden ser diferentes. Y esto se resume en la dificultad para identificar una plataforma definida, con postulados distintivos, que permitiera diferenciar a este movimiento de otras asociaciones políticas. Esto representa una debilidad en el contexto de los procesos de transformación política y cambio constitucional, que tienen como rasgo característico la creación de un nuevo lenguaje de legitimación para el ejercicio del poder público.16 La única narrativa homogénea que se identificaba en la coalición gobernante era su lucha contra la corrupción y los privilegios, lo cual a pesar del enorme respaldo que suscitaba dentro del espectro político, a la postre puede resultar un argumento insuficiente para distinguirla de otros movimientos políticos. Sin embargo, de momento es de subrayarse que esta lucha contra la corrupción y los privilegios se ha erigido como el leitmotiv del gobierno.
La narrativa de transformación que llevó a la coalición gobernante a obtener ese histórico respaldo popular claramente nos ubicaba en el ciclo de cambio político que ha prevalecido en México desde el inicio de su trayecto como nación independiente (Olaiz, J., 2015: pp. 157 y 158): En su primera fase, las facciones que se oponen a la coalición gobernante se movilizan para emitir su creciente insatisfacción con la forma en que los asuntos públicos se están conduciendo, al evidenciar el deficiente desempeño del presidente en turno. En la segunda fase, estas facciones opositoras al gobierno en turno se adjudican la legitimidad para presentarse como los voceros del pueblo y pugnan por una agenda reformista que casi siempre plantea como primer punto del orden del día, la sustitución del gobierno. En un tercer momento, la coalición gobernante y las facciones opositoras se ubican en una espiral de enfrentamiento que se resuelve institucionalmente mediante elecciones generales. En la cuarta fase, si la plataforma de la coalición gobernante prevalece, ésta promoverá un programa de reconciliación nacional mediante una reforma constitucional - entre otras medidas- que corrija las causas que detonaron la amplia movilización opositora. Por el contrario, si las facciones opositoras triunfan en su cometido transformador conforman un nuevo gobierno que rechaza elementos centrales del statu quo al que derrotó en las elecciones y goza de la legitimidad democrática suficiente para convocar una convención constituyente que redacte una nueva constitución o impulsa una agenda de enmiendas constitucionales al texto vigente que refleje la radicalidad del cambio político que proponen. En cualquier caso, la quinta fase consiste en la promulgación de una nueva constitución o en la introducción de cambios profundos al texto constitucional vigente con la validación necesaria por parte de la Suprema Corte en caso de que sus procedimientos de creación o sus leyes secundarias hubiesen sido impugnados. Los elementos críticos de la nueva legislación se concentrarán en los temas que produjeron el antagonismo desde el principio. En la sexta y última fase, los vencedores -casi siempre representados por el presidente- anuncian el establecimiento de un nuevo régimen político y constitucional, advirtiendo su perdurabilidad y haciendo un llamado para que el país se encamine de una vez por todas en una senda de progreso y reconciliación nacional.
Este análisis abordará la forma en que la actual coalición gobernante ha articulado la cuarta y quinta fases del proceso de transformación política y cambio constitucional que se detonaron a partir de la elección presidencial de 2018, que planteaba un escenario inmejorable para gestionar las expectativas y demandas de cambio que prevalecían entre sus simpatizantes. Este ciclo de cambios radicales ha sido denominado por la coalición gobernante como la cuarta trasformación.17 El problema se presentó desde el primer momento en la operación de la acción de gobierno, en el proceso constitutivo para la toma de decisiones. Como se verá a continuación, el gran respaldo mayoritario que dotó de legitimidad democrática a la coalición gobernante la ha llevado a obviar la observancia de la legalidad y de la propia Constitución.
Así, en los siguientes apartados se estudiará cuál es la actitud de la coalición gobernante frente a la separación e independencia de poderes; al estado de derecho y al principio de legalidad. También se confrontará una de las reformas constitucionales impulsadas por este gobierno para introducir o modificar mecanismos de participación directa como la revocación de mandato y la consulta popular, respectivamente, con los planteamientos que se han formulado en algunos estudios recientes (Olaiz, J., 2015: pp. 351-381) a favor de una vía de alta legislación. Como se comentaba líneas arriba, nos encontraremos paradójicamente con una nueva estrategia preservacionista de las nuevas élites que bien podría denominarse regresión por transformación, al pretender la involución de algunas instituciones y prácticas constitucionales a etapas previas al proceso de liberalización política que se desarrolló durante el último cuarto del siglo pasado.
IV. Anomia y concentración de poder
En julio de 2019, a un poco más de medio año del inicio de la nueva administración, la organización civil Mexicanos contra la Corrupción y Causa en Común, publicaron un estudio sobre la constitucionalidad y legalidad de las acciones que había emprendido el gobierno desde el comienzo de su gestión. El estudio demostró una panoplia de acciones del gobierno que “pueden juzgarse como ilegales, otras de ‘dudosa legalidad’, y otras más que constituyen leyes u ordenamientos a modo. La mayoría de estas configuran una tendencia cuyo fin último es la concentración y centralización de poder en el presidente y un ejercicio discrecional del mismo” (Casar, M. A. y Polo, J. A., 2019).
Una de las características peculiares de las acciones de este gobierno consiste en el abierto desafecto por el derecho, sus formalidades y contenidos (Casar, M. A. y Polo, J. A., 2019; Casar, M. A., 2020).18 El propio presidente ha formulado llamados a sus colaboradores para que opten por la justicia en caso de enfrentarse al dilema de seguir a esta o a la ley. También ha sido el propio jefe del Ejecutivo quien ha emitido documentos que instruyen acciones a sus secretarios de Estado sin adecuada motivación y fundamentación. En pocas palabras, la peculiaridad de esta administración desde el inicio de su trayecto se resume en su abierta inobservancia de la legalidad y el empleo de las instituciones normativas de forma selectiva para cumplir una serie de objetivos que están más enfocados en una suerte de retribución respecto de administraciones anteriores, que a una genuina agenda de cambio.
Un reflejo de esto último se aprecia en las reformas legales que ha promovido esta administración. Como se verá, más que obedecer a un enfoque integral y ordenado para el refinamiento del sistema jurídico y su funcionamiento, su implementación -además de reflejar las prioridades del gobierno- ha sido deficiente y problemática: buena parte de las modificaciones legales que ha promovido este gobierno adolecen de inconstitucionalidad y fueron impugnadas ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación mediante acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales (Casar, M. A. y Polo, J. A., 2019: p. 23).
A nivel normativo, el nuevo gobierno emprendió una cruzada en contra de lo que denominó el legado del neoliberalismo, y concentró sus políticas en el desmantelamiento de un segmento importante del aparato de gobierno, al considerar que buena parte de sus estructuras eran innecesarias para la función pública y que, en su opinión, los recursos que se canalizaban en el pago de la abultada burocracia podrían canalizarse en programas sociales con una demanda siempre creciente.
La otra cara de su visión negativa del periodo neoliberal es su hostilidad constante frente a los órganos constitucionales autónomos (OCAs), que considera una interferencia en el proceso constitutivo de toma de decisiones y desestima su relevancia en el orden constitucional por su falta de legitimidad democrática directa. Esto último ha supuesto un enorme problema para el funcionamiento de estos órganos, y el cumplimiento de su mandato constitucional: con motivo de la hostilidad presidencial y de la mayoría de la que goza en el Congreso, los nombramientos de nuevos integrantes de algunos OCAs han sido a modo, obviando abiertamente los requisitos de capacidad técnica, preparación y experiencia para el ejercicio de esos encargos, colocando por encima de ellos su filiación al gobierno. Esto ha resultado en los hechos, en un claro debilitamiento de los OCAs y su rol en el proceso político.
El rasgo novedoso de esta anomia19 consiste en la abierta comisión de ilegalidades desde las esferas más altas del gobierno, que justifican su conducta al advertir que en tanto el marco normativo vigente fue aprobado por administraciones neoliberales, es injusto y, en consecuencia, no debe observarse. Esto quedó demostrado con el famoso Memorándum 20 que el presidente envió a los secretarios de Educación, Hacienda y Gobernación instruyéndolos a la inobservancia e inaplicación de la Ley General de Educación, en tanto se concretaba su abrogación en el Congreso. En dicho memorando, el presidente ordenaba que se dejaran “sin efecto todas las medidas en las que se haya traducido la aplicación de la reforma educativa”. Esto constituyó un llamado abierto al incumplimiento de la ley por parte de quien en su toma de posesión juró guardar y hace guardar la Constitución y las leyes que de ella emanan.
Pero cuando la falta de prolijidad en el respeto al estado de derecho y al principio de legalidad se traducen en actos de gobierno, la gravedad de la anomia alcanza niveles insospechados:
En medio de la crisis sanitaria producida por la pandemia del COVID-19, el presidente emitió un decreto en el que se establecía una serie de medidas de austeridad que deberían observar las dependencias y entidades de la Administración Pública Federal con motivo de la crisis sanitaria y económica:21 El decreto se publicó en la versión vespertina del Diario Oficial de la Federación el 23 de abril de 2020 y reproducía de forma íntegra, un discurso que el presidente dio en una conferencia de prensa la mañana de ese día. Como lo señalaron numerosos académicos y columnistas, se trataba literalmente de un discurso convertido en decreto. Pero el despropósito no se detenía ahí: con motivo de la reproducción del discurso en la publicación oficial, el lenguaje del decreto no corresponde al ámbito prescriptivo ni se advierte ninguna técnica jurídica en su redacción, “De conformidad con los criterios que nos rigen de eficiencia, honestidad, austeridad y justicia, y ante la crisis mundial del modelo neoliberal, que sin duda nos afecta, propongo la aplicación urgente y categórica de las siguientes medidas: [...]”.22
Como señalaron Concha (Concha, H., 2020),23 Roldán (Roldán, J., 2020), Garza, López-Ayllón y Salazar (Garza, J. et al., 2020), entre otros, la redacción, técnica y forma normativa del decreto son notoriamente deficientes, en tanto que el decreto es un instrumento que configura un acto administrativo consistente en una decisión por parte de la autoridad que lo emite, de tal forma que un decreto no propone, sino dispone prescripciones de carácter normativo para su observancia. Hasta aquí, una evidencia de la falta de atención al principio de legalidad por la deficiente redacción del decreto.24 Pero el contenido más preocupante aparecía más adelante:
Después de enumerar sin ninguna justificación en torno a su racionalidad, las medidas de austeridad que “sugería” se adoptasen con motivo de la crisis, en varios numerales del decreto se planteaban cuestiones notoriamente inconstitucionales o ilegales, como la reducción de los sueldos de los empleados medios y superiores de la Administración Pública Federal o la priorización en el ejercicio del gasto público en algunas áreas y programas en detrimento de otros previstos por ley (Núñez, L., 2020). Pero el aspecto más cuestionable del decreto era su artículo segundo transitorio, que señalaba, “Segundo. Este Decreto se convertirá en una iniciativa de ley que estoy enviando con carácter de estudio prioritario y, en su caso, de aprobación inmediata a la H. Cámara de Diputados”.25
La deficiente redacción de este artículo transitorio advertía varios problemas: no existe la figura de “estudio prioritario” de iniciativas de ley en la Constitución. Lo que está previsto, es la facultad del presidente para presentar al inicio de cada periodo ordinario de sesiones hasta dos iniciativas de ley para trámite preferente o señalar dos que ya hubiera presentado anteriormente pero cuyo dictamen se encuentre pendiente. De esta forma, lo que plantea el artículo segundo transitorio no se ajusta al procedimiento legislativo previsto en la Constitución. Más absurda aún es la discrecionalidad con la que se señala que “este decreto se convertirá en una iniciativa de ley”, al momento de su publicación. Como señala Concha, “ningún decreto puede convertirse en iniciativa de ley de forma automática” por más que el presidente así lo diga o desee (Concha, H., 2020).
La iniciativa que siguió a la publicación de este decreto, generó un problema mayor: proponía la adición de un artículo 21 Ter a la Ley Federal del Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria, reglamentaria del artículo 74 fracción IV, 75, 126, 127 y 134 de la Constitución, que en síntesis establecen las facultades de la Cámara de Diputados para la aprobación del Presupuesto de Egresos de la Federación y los regímenes de remuneraciones de los funcionarios en los tres niveles de gobierno, además de los principios a los que deberá ajustarse la administración de los recursos económicos por parte de la Federación, las entidades federativas, la Ciudad de México y los municipios. Bien, pues en consistencia con el decreto que le antecedió, la iniciativa proponía que
En caso de que durante el ejercicio fiscal se presenten emergencias económicas en el país, la Secretaría (SHCP) podrá reorientar recursos asignados en el Presupuesto de Egresos para destinarlos a mantener la ejecución de los proyectos y acciones prioritarios de la administración pública federal y fomentar la actividad económica del país, atender emergencias de salud y programas en beneficio de la sociedad.26
A la ambigüedad de nociones tales como “emergencias económicas en el país” (Roldán, J., 2020) y el notorio conflicto de esta redacción con diversas disposiciones constitucionales, en particular con el artículo 74 fracción IV, se sumaba la amenaza de concentración de poder y socavamiento del principio de separación de poderes. La academia y el foro jurídico señalaron la notoria inconstitucionalidad de la iniciativa al entrar en colisión con el artículo 49 de la Constitución, que prohíbe que dos o más poderes se reúnan en una sola persona o corporación, ni depositarse el legislativo en un solo individuo, salvo el caso de las facultades extraordinarias del Ejecutivo previstas en el propio texto constitucional. Al momento de escribir estas líneas, todavía no se discute la iniciativa del Ejecutivo en el Congreso. Pero basta señalar que esta última incursión transformadora del gobierno proyecta de forma elocuente la particular concepción que tienen el presidente y su administración, sobre el estado de derecho, la separación de poderes, el principio de legalidad y la supremacía de la Constitución27.
Los casos del Memorándum y del discurso que se hizo decreto y del decreto que se convirtió en iniciativa de ley, reflejan la abierta ilegalidad con la que ha actuado el gobierno y hacen pensar que su interpretación del respaldo mayoritario de la elección presidencial es la de un cheque en blanco. Con este tipo de acciones, ha demostrado una renovada tendencia a la exaltación de la figura del presidente y a una creciente concentración de poder que paradójicamente tiende a aproximarse a los periodos históricos que el propio presidente ha criticado, como el porfiriato. Curiosamente, así como en el periodo porfirista, el lema fue mucha administración y poca política, parece que el actual gobierno ha implementado esta misma máxima, pero al revés: mucha política y poca administración.
V. Marginalidad constitucional. El caso de las consultas populares
La actitud de un gobierno frente a la legalidad prefigura su actitud frente a la constitución. De vuelta, el respeto a la constitución supone desde luego, la observancia del aparato normativo que de ella emana, de tal suerte que no hay divorcio entre ambos niveles (Ackerman, B., 2019: p. 2).28 Los problemas surgen cuando los gobiernos mayoritarios actúan al margen de la legalidad y de la constitución, a través de la engañosa justificación de la legitimidad democrática.
En este contexto, las acciones de este gobierno han hecho evidente la deformación que los gobiernos populistas hacen de las decisiones mayoritarias que los llevan al poder. Como se explicaba líneas arriba, confunden el respaldo popular con un cheque en blanco. Desde la reforma política de agosto de 2012, se introdujo en la Constitución la figura de la consulta popular como un mecanismo de participación directa para que la ciudadanía tomara parte en el proceso constitutivo de toma de decisiones. En su redacción original -previa a la reforma de 2019, que se comentará más adelante- estaba previsto en el artículo 35 constitucional, en su fracción VIII, el derecho ciudadano para votar en las consultas populares sobre temas de trascendencia nacional que no comportaran restricciones a los derechos humanos protegidos en la Constitución, o modificaciones sobre la forma de gobierno, la seguridad nacional, las finanzas del Estado, la materia electoral, ni la organización, funcionamiento y disciplina de las Fuerzas Armadas. Además, reconocía el derecho del presidente de la República y del treinta y tres por ciento de los miembros de cualquiera de las Cámaras del Congreso de la Unión, para convocar a una consulta popular, siempre y cuando se contara con el voto de la mayoría de cada Cámara del Congreso. Hasta ahí, todo bien.
El problema consistió en los requisitos para su operación: se estableció un umbral mínimo para convocar a consultas populares del dos por ciento de los ciudadanos que integraran la lista nominal de electores. Para ese momento, la lista nominal de electores era de 84,605,812 ciudadanos.29 El mínimo que debían convalidar para convocar a una consulta popular era de 1,692,116 electores. En ese entonces, el porcentaje mínimo que los partidos políticos debían alcanzar para mantener su registro era del 3% de la votación válida emitida (Leyva, O. et al., 2017, pp. 110-129).30 En las elecciones federales de ese año, se registraron 48,906,759 votos válidos. El tres por ciento para que un partido político conservara su registro equivalía a 1,467,202 votos. En suma, en el proceso político resultaba más oneroso convocar desde la trinchera ciudadana a una consulta popular, que a un partido político mantener su registro después de una elección federal. La medida resultaba claramente contra-mayoritaria y es uno de los ejemplos de preservación por transformación o gatopardismo 31constitucional, que aparecen frecuentemente en la dinámica del cambio constitucional.
Ahora bien, cualquiera hubiera imaginado que el gobierno que resultó de la elección federal de 2018 promovería una reforma constitucional sobre la figura de la consulta popular para eliminar los umbrales que la hacían prácticamente inviable desde una perspectiva ciudadana. Pero el resultado fue muy diferente: En el decreto de reforma en materia de Consulta Popular y Revocación de Mandato,32 la coalición gobernante no solamente mantuvo el requisito mínimo del dos por ciento de los ciudadanos inscritos en la lista nominal de electores, sino que amplió el catálogo de materias vedadas para la consulta popular al añadir la permanencia o continuidad en los cargos de los servidores públicos de elección popular y las obras de infraestructura en ejecución. Esto último es de especial relevancia como se verá más adelante. En contraste con su regulación anterior, la reforma de 2019 desligó a las consultas populares de las jornadas electorales federales y las programó para el primer domingo de agosto del año en que hubiesen sido convocadas. Esto significaba que no habría que aguardar a las elecciones federales de cada tres años para convocar a una consulta popular, con el consiguiente gasto de difusión, organización, desarrollo, cómputo y declaración de los resultados de la consulta. No obstante, al preservarse el oneroso requisito del dos por ciento de la lista nominal, se prevé que la figura desde su regulación constitucional seguirá siendo impracticable.
El rasgo curioso es que mientras esta reforma se implementaba, tanto antes como después de su promulgación, el gobierno realizó una serie de consultas populares, al margen de la legalidad y con adversos resultados para las finanzas del Estado.
En octubre de 2018, antes de asumir constitucionalmente el relevo de poderes, el gobierno electo implementó una encuesta para determinar la continuidad o cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, al considerar que representaba un caso grave de corrupción de la administración del presidente Peña Nieto. El estudio se realizó entre el 25 y el 28 de octubre de 2018. Se instalaron poco más de mil mesas de votación a lo largo de quinientos de los casi dos mil quinientos municipios del país. La pregunta que conformó la consulta fue: “Dada la saturación del Aeropuerto Internacional de Ciudad de México, ¿cuál opción piensa usted que sea mejor para el país? [Y planteaban] dos opciones: a) reacondicionar el actual aeropuerto y el de Toluca, y construir dos pistas en la base área militar en Santa Lucía; y b) continuar con la construcción del nuevo aeropuerto en Texcoco y dejar de usar el actual Aeropuerto Internacional de Ciudad de México”.33
La consulta reunió una participación de 1,067,859 ciudadanos, menos del uno por ciento del padrón electoral, que no tuvieron que acreditar su pertenencia a la lista nominal de electores y que en numerosos casos votaron más de una vez. El 69.5 porciento optó por la cancelación del proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco, que para entonces reportaba un avance de entre el 30 y 40 porciento. Así, unilateralmente, y con una encuesta notoriamente inconstitucional al haberse realizado al margen de lo dispuesto por el artículo 35 fracción VII de la Constitución, se canceló el mayor proyecto de infraestructura que se había planteado en México durante el último cuarto de siglo y que estaba avalado entre otras instituciones internacionales, por la OCDE.34
La motivación principal cara a la opinión pública fue económica: según el gobierno, el costo del proyecto se había incrementado de 169 mil millones a un rango que fluctuaba entre los 285 y 305 mil millones de pesos, sin embargo, después se demostraría que buena parte de este incremento obedeció a variaciones en el tipo de cambio.35 Pero la verdadera razón para motivar la cancelación de este proyecto se ubicaba en el campo de la retribución política y el interés del nuevo grupo en el poder para aprovechar el enorme contenido simbólico de la medida para marcar un antes y después del nuevo gobierno con la administración que les había precedido.
La medida generó un enorme malestar entre la opinión pública, los grupos empresariales, y la ciudadanía en general, además de sendos litigios estratégicos ante diversas instancias judiciales por la inconstitucionalidad de la medida. El gobierno acordó con los diversos acreedores del proyecto el pago de compensaciones y recompra de los bonos que se emitieron amparados en la cobertura del propio proyecto, por un total de 100 mil millones de pesos, conforme a datos ofrecidos por el propio gobierno.36 Para julio de 2019, el gobierno ya había desembolsado casi 105 mil millones de pesos con motivo de la cancelación de los 692 contratos que se habían celebrado para la construcción del nuevo aeropuerto.37 Si a estos costos de cancelación se suma el costo proyectado para el aeropuerto que se construirá en la base militar de Santa Lucía que para agosto de 2019, rondaba los 174 mil millones de pesos, prácticamente se había igualado la suma económica que motivó la consulta que canceló el proyecto del nuevo aeropuerto en Texcoco por el “dispendio de enormes recursos públicos” 38 que representaba.
El mismo patrón se siguió con otras consultas populares ad hoc para los demás proyectos de infraestructura del nuevo gobierno: la construcción de la refinería de Dos Bocas, en el estado de Tabasco;39 el trazado del Tren Maya que conectará las principales ciudades de la Península de Yucatán;40 y la cancelación de la planta de producción de cerveza de la firma Constellation Brands, en Mexicali, Baja California.41 Cada una de estas consultas se realizó en total inobservancia de lo dispuesto en la Constitución y sus costos han sido asumidos por el gobierno bajo el argumento de que dichas consultas representaban legítimamente la voluntad popular, a pesar de que en los hechos, además de no ser organizadas ni calificadas por la autoridad electoral, ni haber sido previamente analizadas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no alcanzaron una participación superior al dos por ciento de la lista nominal de electores. La gran paradoja es que el objeto de casi todas de las consultas populares que ha implementado el gobierno es precisamente sobre obras de infraestructura, que deliberadamente fueron exceptuadas en la reforma constitucional de diciembre de 2019.
El clímax en este rubro tuvo lugar a propósito de la solicitud de consulta popular para llevar a juicio a expresidentes de México que el presidente López Obrador envió al Senado en septiembre de 2020. De conformidad con el procedimiento establecido en el artículo 35 constitucional, la Suprema Corte de Justicia de la Nación debía calificar previamente la constitucionalidad de la materia de la consulta. El proyecto de sentencia, elaborado por el ministro Luis María Aguilar Morales, declaraba la inconstitucionalidad de la consulta en virtud de su carácter privativo constituía una violación a los derechos humanos de los expresidentes y, en consecuencia, la materia de la consulta resultaba inconsistente con el inciso 3 de la fracción VIII del artículo 35 constitucional en virtud de que sometía “[la] vigencia de los derechos humanos a lo que decida un grupo de la población, ya que los derechos humanos y sus garantías son indisponibles y, mucho menos, pueden ser restringidos en una consulta popular”.42 Parecía que se trataba de un caso relativamente sencillo desde una perspectiva de interpretación constitucional, a pesar de la enorme presión que el titular del Ejecutivo y sus partidarios ejercieron sobre la Corte en los días previos a la discusión del proyecto que se celebró el 1o. de octubre de 2020.
La deliberación del Pleno del Máximo Tribunal tomó un giro inesperado a partir de la pauta interpretativa que estableció el ministro presidente quien, de forma contraria a la costumbre -en que hace uso de la palabra hasta el final- tomó la palabra inmediatamente después de la presentación del proyecto por parte del ponente, el ministro Aguilar. Sus argumentos eran tanto heterodoxos como inesperados. Los centraba principalmente en la dinámica que Ackerman describe en su locus classicus como constitutional politics: desde la perspectiva del ministro presidente, el análisis sobre la constitucionalidad de la propuesta de consulta popular debía entenderse no como un ejercicio de la función jurisdiccional de la Corte, sino de sus atribuciones de naturaleza política.
[No] podemos desempeñar adecuadamente nuestra función si no entendemos a cabalidad cuál es su sentido y alcance en nuestro régimen constitucional. Esta no es una función jurisdiccional, es una atribución atípica para un Tribunal Constitucional, en la medida en que la consulta popular es un instrumento de democracia y, como tal, de naturaleza política. La Constitución General estableció la consulta popular como un medio participativo de gran alcance, diseñado para integrar a todas las personas al debate público y hacer posible una ciudadanía robusta y plural, condición indispensable para consolidar un país más igualitario. Para cumplir con este propósito, la Constitución nos encomendó la tarea de desplegar una función político-constitucional, en el sentido de que nos corresponde abrir las puertas de la vida institucional a quienes históricamente han estado excluidos de ella. Nuestro rol en este escenario no es solo el de juzgar una pregunta, sino dar alcances expansivos a la posibilidad de consulta a efecto de hacer efectivos los derechos de participación ciudadana, armonizando todos los principios constitucionales en juego. [Cuando] ejercemos la competencia revisora que la Constitución nos asigna, debemos ser muy cuidadosos de no frustrar indebidamente los objetivos del mecanismo de consulta y, con ello, este derecho ciudadano. El poder que se deposita en nosotros de decidir que una consulta no puede realizarse debe ejercerse con plena conciencia de la responsabilidad que entraña. Vedar la posibilidad de que las personas ejerzan su derecho a la participación política es algo que no debemos hacer a la ligera, esta visión exige -a mi juicio- adoptar una aproximación deferente a la consulta, que evite una interferencia indebida con la deliberación colectiva.43
La postura del ministro presidente fue respaldada por una mayoría de los integrantes del Pleno. Dicha postura trasladaba los postulados del procedimentalismo constitucional de John Hart Ely (Ely, J. H., 1980) a la esfera de la política constitucional en México y el rol que la Suprema Corte debía asumir en ella. El problema interpretativo de fondo radicaba en la prevalencia que el ministro presidente y la mayoría que lo acompañó otorgaban a la deliberación democrática a través de la consulta popular por encima de la interpretación estricta del dispositivo constitucional que claramente prohibía realizar una consulta popular en los términos presentados por el presidente de la República. Pero incluso había un problema todavía más sustantivo: el sentido de la consulta dejaba ver que los expresidentes serían sometidos a procesos judiciales en caso de que la mayoría de la población consultada así lo decidiera, esto es, que la administración de justicia quedaría sujeta a una decisión popular. Esto suponía inequívocamente una negación palmaria de los principios de legalidad, seguridad jurídica y debido proceso que sostienen al Estado constitucional de derecho. En palabras del ministro Laynez.
[El] artículo 21 de la Constitución General de la República establece que la investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público y a las policías. De igual forma, señala que al ministerio público le corresponde el ejercicio de la acción penal ante los tribunales. Este artículo no señala potestades o facultades discrecionales, sino obligaciones de las autoridades encargadas de la investigación de los delitos. Cuando las fiscalías conocen de la posible comisión de un delito, ya sea porque recibieron una denuncia, porque se presentó una querella, es decir, una petición de un ciudadano, estas autoridades están obligadas, sí o sí, a investigar, y si encuentran elementos, tienen que llevar al presunto infractor ante la justicia. un delito, ya sea porque recibieron una denuncia, porque se presentó una querella, es decir, una petición de un ciudadano, estas autoridades están obligadas, sí o sí, a investigar, y si encuentran elementos, tienen que llevar al presunto infractor ante la justicia. [En] suma, la justicia no se consulta, porque resulta que afecta los mecanismos protectores de los derechos humanos y los derechos humanos propiamente dichos. [Yo] sé que esta no es una decisión fácil y que sé que posiciones como la mía no son populares, es muy probable que una decisión de esta naturaleza, si permaneciera el apoyo al proyecto, no sea apoyada por la mayoría de la población mexicana; sin embargo, los jueces constitucionales no somos nombrados para ser o para ganar popularidad, los Poderes Ejecutivo y Legislativo sí, además de sus competencias y su expertise están ahí para recoger y actuar conforme al deseo de las mayorías, nunca el Poder Judicial, nunca las fiscalías. La Suprema Corte tiene como función esencial salvaguardar la supremacía de la Constitución y garantizar el respeto de los derechos humanos de cada mexicana o mexicano, aún muchas veces contra el deseo de las mayorías. La Suprema Corte de Justicia de la Nación es el máximo órgano de protección de los derechos y libertades de las personas, de la separación de Poderes, de la fortaleza de las instituciones y de la protección de los grupos minoritarios, que muchas veces son minoritarios, endebles y discriminados, precisamente por decisiones de la mayoría.44
Al final, una mayoría de 6 a 5 declaró la constitucionalidad de la consulta popular propuesta por el presidente de la República, pero realizando cambios tan sustanciales a la pregunta original, que prácticamente dejó sin materia a aquella. Esta decisión además de revelar los alcances de la intromisión de la coalición gobernante en el proceso constitutivo de toma de decisiones del Máximo Tribunal hizo visible la tendencia de la mayoría de la Corte a “adoptar una aproximación deferente a la consulta, que evite una interferencia indebida con la deliberación colectiva”45 y con ello, al respaldo popular mayoritario del que gozaba el gobierno del presidente López Obrador. Esta actitud de la mayoría es lo que en otros trabajos se ha descrito como una preocupante actitud de subordinación al poder político (Olaiz, J., 2021: pp. 447-471). Semejante lectura es compartida por Pedro Salazar -en el estudio más prolijo sobre este tema- para quien la decisión de la Corte en este caso supuso una derrota del derecho por las razones y lógicas del poder (Salazar, P., 2021, p. 129) en la que el tribunal constitucional salió también derrotado.46
VI. Regresión por transformación
En 1999, Bruce Ackerman escribió un influyente artículo sobre la dimensión humana de las revoluciones (Ackerman, B., 1999: p. 2279), en el que describía cuatro formas para modelar el cambio (político): la primera era la mano invisible, en la que cada grupo tiene sus propios intereses, pero trabaja en conjunto con los demás para obtener un resultado que beneficie a todos, por más inesperado que éste sea. La segunda forma atribuye el cambio a la instigación de las élites, que a partir de su influencia en el proceso social dan forma a la realidad para conseguir sus objetivos. La tercera estrategia consiste en la identificación de la forma en que evolucionan las costumbres dentro de una comunidad política y sus perspectivas de cambio. Finalmente, está la trasformación revolucionaria: que se produce por movilizaciones masivas a favor de ciertos principios que se consideran indispensables para promover el cambio y de las que las élites en turno quieren legitimarse como sus voceros. Cada una de estas formas tiene su respectivo predicado prescriptivo que, en el ámbito constitucional, históricamente se ha desarrollado en el formato controlado por las élites (Ackerman, B., 1999: p. 2280).
Poco más de veinte años después, en su última entrega -Revolutionary Constitutions, Ackerman retoma estas estrategias con algunas variaciones en torno a lo que denomina constitucionalismo revolucionario (Ackerman, B., 2019), a partir de su concepción humana de las revoluciones- en contraste con el modelo totalitario basado en la violencia.47 En este estudio (Ackerman, B., 2019: pp. 3-7), identifica tres caminos constitucionales en el mundo contemporáneo: uno que enmarca en su teoría sobre el constitucionalismo revolucionario, en el que un movimiento que opera al margen del sistema e incluso mediante el empleo de la fuerza bruta, logra deponer al statu quo para imponer su filosofía de cambio y se hace del poder mediante lo que Ackerman describe como carisma revolucionario. Dentro de estos supuestos, ubica a las transformaciones políticas (revolucionarias) de India, Sudáfrica, Francia, Italia, Polonia, Israel e Irán. El segundo corresponde a integrantes del grupo de poder (Ackerman los llama infiltrados o élites responsables) que implementan cambios graduales y estratégicos dentro de la constitución para debilitar a los movimientos revolucionarios -incluso mediante la cooptación- antes de que adquieran fuerza suficiente para llegar al poder;48 el caso británico es su ejemplo por excelencia. El tercer camino atribuye el liderazgo del cambio a élites políticas y sociales que están fuera del sistema -élites externas- pero que, por su nivel de influencia y el debilitamiento del grupo en el poder, son capaces de construir desde fuera un nuevo arreglo constitucional. La ilustración paradigmática de este camino es la transición española.
Con estos conceptos en mente, vale preguntarse a cuál de estos caminos de cambio constitucional corresponde la transformación política que México ha experimentado desde julio de 2018. Si se sigue la narrativa de la coalición de gobierno que ganó las elecciones de ese año, no hay lugar a dudas de que la ubica en el ámbito de la constitucionalización del carisma revolucionario, al advertir que este movimiento político se equipara a los momentos constitucionales de la Independencia, la Reforma y la Revolución.49 Sin embargo, los hechos y la conversación entre la ciudadanía y el gobierno durante los dos últimos años ofrecen una versión diferente:
Como se planteaba al inicio de este artículo, el itinerario del cambio constitucional de los últimos tres cuartos de siglo se ha desarrollado en el ámbito de las élites o infiltrados responsables, que controlan el mecanismo de cambio, sus tiempos, reglas y participantes. La elección presidencial de 2018 permitió el acceso pacífico e institucional al poder a un movimiento masivo de rechazo al statu quo, que desde varios ángulos podría considerarse como revolucionario. Sin embargo, la forma en que este movimiento ejerció libre y abiertamente su oposición al sistema durante los años previos a su llegada al poder, como resultado del dilatado proceso de liberalización política, no le encuadra en las nociones de marginalidad, sacrificio ni de carisma revolucionario que Ackerman atribuye al constitucionalismo revolucionario.
Por el contrario, fueron élites responsables las que habilitaron un proceso de transferencia del poder a un movimiento que llegó con una legitimidad constitucional suficientemente amplia para emprender un proceso de cambio de régimen que predicara el rechazo de sus seguidores a elementos centrales del statu quo que relevaron en el ejercicio del poder público. Sin embargo, la evidencia acumulada hasta la fecha arroja un balance más tendiente a la preservación del sistema -tal como lo recibió-, a mantener una actitud reservada sobre las posibilidades de cambio constitucional, y en algunos casos, una visión regresiva sobre el funcionamiento del sistema constitucional al replicar prácticas que criticaba cuando era oposición.
La pregunta recurrente que se han formulado los estudiosos del proceso constitucional desde el inicio de la administración ha girado en torno al alcance, forma y profundidad de las estrategias de cambio constitucional que ha implementado esta administración. Por su parte, la actitud del gobierno frente al cambio se ha dividido en dos niveles: el retórico y el legislativo.
Desde el inicio de la administración, el presidente ha reivindicado que su gobierno no tiene ningún parecido con todos los que le antecedieron. Admite parangón -dentro de la narrativa de su movimiento hecho gobierno- solamente con los episodios históricos de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Desde su perspectiva, la honestidad, austeridad y lucha contra la corrupción y los privilegios son las claves no sólo para el buen gobierno, sino para el desarrollo económico y social. En esos conceptos ha articulado su narrativa de cambio constitucional, que a nivel retórico lo ha hecho sostener que con las reformas constitucionales impulsadas por las amplias mayorías legislativas con las que su coalición cuenta en el Congreso y en los estados, el país de hecho ya cuenta con una nueva constitución.50 En la retórica presidencial, México experimenta un nuevo ciclo de cambio constitucional desde diciembre de 2018 y en un año ha sentado las bases de un nuevo régimen político ¿Cuáles son esas bases?
Para responder esta pregunta, debemos explorar el otro nivel en que el gobierno ha predicado su versión distintiva del cambio constitucional: en el ámbito legislativo, la administración se planteó emprender una serie de reformas al texto constitucional que se centraron en su visión particular del combate a la corrupción, a la inseguridad, a la desigualdad económica y social, a la inequidad de género, y sobre la forma en que debe cumplirse el mandato constitucional para garantizar la educación pública en el país. La forma en que estos cambios se han predicado en clave constitucional ha implicado ocho decretos de reforma a la Constitución en el transcurso de 2019 y 2020. El acento se ha puesto en la introducción de mecanismos constitucionales para combatir la corrupción como la acción de extinción de dominio (artículos 22 y 73 fracción XXX), la prisión preventiva oficiosa para casos de corrupción (artículo 19), y prohibición para la condonación y exención de impuestos (artículo 28).
Merecen especial atención las reformas para abrogar dos reformas constitucionales promovidas por administraciones anteriores: la de los artículos 3o., 31 y 73 para abrogar la reforma educativa impulsada por el gobierno de Peña Nieto; y la de los artículos 21 y 73 para crear la Guardia Nacional (y desaparecer la Policía Federal, articulada como brazo operativo de la Estrategia Nacional de Seguridad del gobierno de Felipe Calderón) como institución clave del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Finalmente, la reforma al artículo 4º para elevar a rango constitucional los programas sociales del gobierno, con una amplia y creciente base de beneficiarios que reciben recursos de forma periódica y directa de parte del gobierno.
Así, el rasgo común que puede identificarse al observar estas reformas es el interés del gobierno para ampliar la garantía y protección de derechos sociales (reforma educativa y de programas sociales), de derechos políticos mediante la introducción de mecanismos adicionales de participación democrática directa (reforma para introducir la revocación de mandato), así como el establecimiento de instrumentos constitucionales para combatir la comisión de actos de corrupción y tráfico de influencias (reformas en materia de corrupción y prohibición de exención y condonación de impuestos). El gran peligro con las normas, como sucede con las formas de gobierno descritas por Aristóteles, es que así como pueden ser utilizadas para servir al bien común, igualmente pueden desvirtuar su finalidad y en consecuencia, mostrar también su propio lado negativo: desde una perspectiva utilitarista, podría inferirse que estas reformas constitucionales expresan la intención del gobierno para generar bases sólidas y estables de beneficiarios de sus programas sociales que garanticen -junto con la introducción de medios de participación democrática directa como la revocación de mandato- la continuidad de su proyecto y la minimización o debilitamiento de la oposición política mediante una implementación diferenciada de sus políticas anticorrupción.
Por el contenido y alcance de las reformas promovidas por el gobierno y por su actitud frente al cambio constitucional, puede colegirse que su postura frente al cambio constitucional hasta el momento ha sido minimalista y conservadora. Y como hemos visto, en algunos aspectos, podría considerarse hasta regresiva.
El actual gobierno más que abrazar la vieja estrategia de preservación por transformación, característica del establishmentarianismo de los últimos cuarenta años, ha optado por introducir una visión particular y distintiva del cambio, una que por sus peculiares cualidades de tendencia a la concentración del poder y patrimonialización de los programas del gobierno, así como su bajo aprecio por la legalidad y el estado de derecho, retrotrae a las épocas de mayor hegemonía del antiguo partido del gobierno en las que no era necesario enmendar la constitución para producir cambios profundos en el proceso social y político, en tanto que casi todo funcionaba mediante la promulgación de decretos presidenciales y que la constitución -en función de su valor simbólico- debía reformarse lo menos posible. El minimalismo gradualista y selectivo por el que se ha emprendido el cambio constitucional por parte del gobierno, lo coloca nuevamente en esa tradición simbólica. Estas actitudes son más consecuentes con lo que aquí se ha denominado regresión por transformación. Como se ha visto, algunas actitudes del gobierno así lo demuestran: los casos del Memorándum en torno a la reforma educativa, del discurso hecho decreto e iniciativa de ley a la vez violentando la separación de poderes y el principio de legalidad, las consultas populares a modo y al margen de la Constitución, el desmantelamiento del servicio público y el socavamiento constante de los órganos constitucionales autónomos, son apenas la punta del iceberg en torno a la panoplia de ilegalidades que se han convertido en el modus operandi del gobierno. Cada uno de estos ejemplos, evidencia el carácter regresivo de los cambios que el gobierno presenta como transformaciones.
Además, el argumento de que un sistema se transforma solamente porque algunos participantes relevantes así lo sostienen, no implica necesariamente que esto sea así. Esto solamente será real, si retórica y acción son coincidentes. En el caso del actual gobierno, esto no ha sucedido. La grandilocuencia retórica del cambio no se colige con las reformas constitucionales que ha emprendido. Por el contrario, se ha tratado más bien de un cambio político que insiste en presentarse como una revolución constitucional cuando su llegada al poder en realidad representó una rotación de élites como resultado de un dilatado proceso de cambio gradual del sistema que ha evolucionado en la narrativa de Ackerman del establishmentarianismo al elitismo como rutas de cambio constitucional. En resumen, el caso mexicano de 2018 es un híbrido de ambas rutas con un comportamiento que invoca principios propios del constitucionalismo revolucionario que experimenta aceleradamente las distintas etapas de desgaste que Ackerman describe en su teoría (Ackerman, B., 2019: pp. 8-10).
VII. Dualismo democrático como estrategia de transformación constitucional
No debe olvidarse que las tesis del cambio constitucional que defiende Ackerman se ubican idealmente en el modelo de la democracia dualista, que se ha planteado como estrategia de transformación del diseño constitucional contemporáneo en México (Olaiz, J., 2015: pp. 341-384). En dicho modelo, se distinguen dos tipos de decisiones dentro de un sistema democrático: las que hace el pueblo directa y excepcionalmente; y las que de forma ordinaria hace su gobierno. Las primeras suponen circunstancias especiales en las que un movimiento dilatado, amplio y con un respaldo masivo de parte de los ciudadanos, rechaza elementos centrales del statu quo y consigue mediante elecciones consecutivas, un apoyo mayoritario que es reiterado una y otra vez para que ese movimiento consiga la legitimidad necesaria para tomar decisiones en nombre del Pueblo. Por el contrario, las decisiones que se adoptan de forma ordinaria corresponden a la operación tradicional del gobierno mediante el principio de representación política, y en las que se espera que estos representantes sean moderados y contenidos al ejecutar el mandato de sus electores, sobre todo en lo que a cambios constitucionales se refiere (Ackerman, B., 1991: pp. 6 y 7).
Este modelo es especialmente persuasivo y permite distinguir de forma eficaz los alcances que una transformación política puede tener en el ámbito del cambio constitucional. Sin embargo, su aplicación todavía es inconsecuente en el caso de México, por la profunda tradición monista en que se predica el cambio constitucional desde su inicio como república independiente. El carácter monista de nuestro sistema democrático supone que la coalición ganadora de la última elección general gozará de plena autoridad legislativa y legitimidad política para implementar su plan de gobierno, incluso por vía de cambio constitucional si cuenta con el suficiente respaldo mayoritario en el Congreso y las legislaturas de los estados. El problema del monismo sistémico en México es que así como una sola elección otorga plena autoridad legislativa a la coalición gobernante, en la dinámica del cambio constitucional que transciende el nivel inmediato de las enmiendas del texto y que más bien apunta a la consolidación de esas enmiendas en las prácticas y operaciones del sistema y de la propia cultura constitucional,51 no es necesario refrendar ese primer triunfo de forma constante en elecciones posteriores para consolidar una agenda de largo plazo de cambio constitucional. Esto es inversamente proporcional por necesidad a la estabilidad o preservación que se espera de cualquier proceso de cambio constitucional, y precisamente por esa característica, la longevidad de las reformas constitucionales en México ha disminuido.
Por otro lado, la arraigada tradición de simbolismo constitucional en México ha generado la concepción de que el mecanismo de enmienda o reforma constitucional es suficiente para consolidar el cambio constitucional. Esto no es así. Bastó la llegada de una nueva mayoría política para desmantelar las reformas constitucionales estructurales promovidas por la administración del presidente Peña Nieto a través del denominado Pacto por México.52 Esto puede suceder también con las reformas impulsadas por la actual coalición gobernante. Esa es precisamente la relevancia de acercar el diseño del sistema al modelo de democracia dualista que propone Bruce Ackerman. La reiteración de triunfos electorales de una coalición gobernante, aunada a la movilización y apoyo masivos de los ciudadanos vía referéndum sobre cuestiones de trascendencia nacional53 y la consecuente validación por parte de la Suprema Corte, comporta un mecanismo democráticamente oneroso para garantizar la estabilidad y perdurabilidad de los cambios constitucionales hasta que se generen las mismas condiciones -igualmente onerosas- para revocarlos.54
El tema central de las transformaciones políticas que México experimentó después de 1968, giraba en torno a la necesidad de reducir la concentración del poder político alrededor de la figura del presidente y a la de reconocer la creciente pluralidad política que caracterizaba al país, mediante reformas constitucionales y legales que permitieran procesos electorales independientes del gobierno y que garantizaran que los resultados de las elecciones serían respetados, incluso si eran adversos al partido hegemónico. Las reformas estructurales de los años noventa apuntaron en esa dirección y su espíritu se había preservado hasta finales de 2018.
Debe recordarse, que en el momento en el que un movimiento que defiende un cambio político radical accede al poder, se enfrenta a un dilema frente al cambio constitucional, en el que suele asumir una de dos actitudes posibles: La primera es reconocer las complejidades para cambiar el sistema de forma profunda y radical, con el riesgo de causar el colapso del propio sistema, por lo que asume una actitud minimalista frente al cambio, al apostar por una combinación de estrategias de mano invisible, evolución de expectativas y prácticas colectivas y asentamientos de élites, que en conjunto, permitan implementar reformas posibles con cierta gradualidad. La actitud opuesta es osada y maximalista. Interpreta que el respaldo masivo en las últimas elecciones confiere suficiente legitimidad política para invocar el mandato del Pueblo para convocar a la redacción de una nueva constitución que refleje los ideales que llevaron a la coalición gobernante al poder. El riesgo que supone esta alternativa es precisamente que la movilización de sus opositores gane tal momentum que incluso ponga en riesgo la viabilidad del propio gobierno. En México, durante dos de los tres momentos más recientes de alternancia política en 2000 y 2018, sus élites políticas optaron por la primera actitud: se inclinaron por la introducción de cambios constitucionales graduales y controlados que no pusieran en riesgo ni su triunfo electoral, ni tampoco la estabilidad del sistema.
Los procesos de transformación política y cambio constitucional son resultado de una dialéctica dilatada, reiterada y la mayoría de las ocasiones, intensa y amarga, entre los proponentes de los cambios al statu quo y sus oponentes. Esta dialéctica debe ir acompañada de movilizaciones masivas en torno a los dos grupos antagónicos y sus propuestas, para que al final de estas diferencias y mediante los mecanismos institucionales previamente establecidos (elecciones y procesos de control constitucional, principalmente), uno de estos bandos se alce como el triunfador para hablar legítimamente en nombre del Pueblo, en virtud del amplio y profundo respaldo popular que tuvieron sus iniciativas. Esta dialéctica pretende reivindicar, entre otros aspectos, la prevención de que ese respaldo popular masivo no puede interpretarse como definitivo a partir de los resultados de una sola elección. Por el contrario, su reiteración continuada en el tiempo es lo que permite conferir una legitimidad incuestionable al ganador y dota de mayor estabilidad a las estrategias de cambio constitucional que este último implemente. Estos argumentos nos ubican claramente en las fronteras del dualismo democrático de Ackerman y refrendan la necesidad de transitar hacia ellas en el diseño constitucional contemporáneo de nuestro país (Olaiz, J., 2015, pp. 341-381). Las actuales limitaciones en torno a las posibilidades genuinas del cambio constitucional en México, solamente la confirman.
VIII. A modo de conclusión
Una de las prácticas más arraigadas en la dinámica del cambio constitucional en México ha sido su reiterada inclinación al gatopardismo. Como si el guion de la evolución constitucional de México en el último siglo hubiera sido escrito por Lampedusa, sus élites políticas han instrumentalizado el texto fundamental para introducir reformas constitucionales que aparenten que todo ha cambiado para que, en realidad, todo siga igual.
Esta práctica es la que aquí se refería como preservación por transformación, y podía pensarse que no podía haber algo peor para conjurar las posibilidades de un cambio constitucional efectivo en México hasta que en años recientes se conjugaron los hechos relatados en este estudio: anomia, concentración de poder y marginalidad constitucional. Estos preocupantes rasgos de la actual coalición gobernante respecto a su relación con la constitución y el estado de derecho, más que ubicar al país en una ruta preservacionista propia del gatopardismo, lo está conduciendo, al compás de una aparente transformación, a una regresión constitucional propia de las épocas que precedieron el dilatado proceso de liberalización política de los últimos cuarenta años en México.
En la teoría del dualismo democrático de Ackerman, la reiteración de triunfos electorales consecutivos de un proyecto de transformación política es la que confiere a sus líderes la legitimidad democrática para presentarse como voceros de los ciudadanos. Así pues, en el contexto de dicha teoría, una golondrina no hace verano y la coalición triunfadora en el Tiempo 1, habrá de aguardar el resultado de las siguientes elecciones intermedias -Tiempo 2- y las próximas generales -Tiempo 3- para concluir que efectivamente cuenta con el respaldo considerado y mayoritario del pueblo para emprender o continuar con su proyecto de transformación. De otra manera, por más que se sostenga con la mayor grandilocuencia que estamos presenciando un momento constitucional simplemente por el triunfo de una sola cita electoral, el argumento carecerá de sentido y solidez suficientes.
El desenlace de este ciclo de cambios todavía está por verse, pero de momento existen múltiples evidencias que advierten la importancia de repensar como comunidad política las relaciones de sus integrantes con la constitución para reivindicar su propiedad sobre ella, cuando está se encuentra amenazada, porque es de esperarse que de continuar el retroceso democrático, tarde o temprano significará también un retroceso constitucional irreversible y antes de que llegue ese momento, vale la pena recordar una frase recurrente del profesor Aharon Barak: “Si no protegemos a la democracia, la democracia no nos protegerá”( Barak, A., 2003: p. 125); parafraseándolo, frente a esta regresión con apariencia de transformación, si no protegemos a la constitución, la constitución tampoco nos protegerá.