Sumario: I. Introducción. II. Construcción histórica de la ley: el paso de lo objetivo a lo subjetivo. III. Más allá de la subjetividad: el dualismo en la noción de ley. IV. Libertad legislativa y sus límites en los contextos contemporáneos. V. Control de proporcionalidad legislativa: el test del margen legislativo proporcionado. VI. Conclusiones. VII. Referencias.
I. Introducción
Una revisión sucinta de los modelos constitucionales actuales en Latinoamérica arroja un diagnóstico de desconfianza institucional hacia los órganos legislativos y ejecutivos. De allí que fenómenos como la constitucionalización y la internacionalización de los sistemas jurídicos han terminado por modificar no sólo las nociones clásicas del Estado, el derecho y la comunidad política, sino que, además, se ha dado relevancia a nuevos actores, orientaciones e, incluso, métodos de regulación.
En ese entorno, no ha sido extraño que se haya abogado por un activismo judicial (García Jaramillo, 2016; Lozada, 2018; Landau, 2011; Pisarello, 2000; Jiménez García, 2010; Molina Betancur y Silva Arroyave, 2020) que se encargue de llenar los vacíos que dejan la textura abierta de las normas constitucionales y los preceptos internacionales. Dicha visión permite que la efectividad de estas normativas quede en manos preferentemente del juez constitucional y/o convencional, y explica que “Los juristas y académicos solo se ocupan de jueces y tribunales” (Bar-Siman-Tov, 2019: 539).
Pese a que estas situaciones han promocionado la eliminación de un legislador ilimitado y soberano (Pereira Menaut, 2001), la adecuación y determinación de aquello que es derecho no ha renunciado -ni puede hacerlo- a su vínculo con la ley. Por ende, en medio de la expansión constitucional y de la regulación internacional se ha buscado que exista un resurgimiento del interés por la legislación (Bar-Siman-Tov, 2011), donde el estudio y análisis de las leyes se preocupe por formular propuestas y técnicas que garanticen la calidad y reduzcan, por un lado, el incremento exponencial de las leyes -contaminación o inflación legislativa (Campos Ramos, 2018; Mackaay, 2018; Šulmane, 2011; Malavassi-Calvo, 2012; Prieto Sanchís, 2012)- y sea capaz, por el otro, de armonizar los sistemas jurídicos con el bien común. En este sentido, el esfuerzo de la legisprudencia “no ha provenido solo de entornos académicos, sino también de gobiernos, organizaciones internacionales… y organizaciones no gubernamentales, que han adoptado o promovido la adopción de programas de mejora legislativa y regulatoria” (Bar-Siman-Tov, 2019: 543); ante ello, se van configurando diferentes modelos que centran su interés en mecanismos de control tanto ex ante como ex post de la existencia de la ley, y cuya naturaleza puede ser externa o interna respecto a las propias legislaturas.1
No obstante la importancia que tendría la revisión de cada uno de estos modelos, tanto en lo general como en lo particular, la naturaleza de resultado parcial -y la etapa investigativa en la cual se encuentra el proyecto- ocasiona que se haya optado por una metodología analítica centrada en descomponer los aspectos de la función legislativa que permiten entender el concepto del margen del legislador. Por consiguiente, se parte de la siguiente pregunta de investigación: ¿cuáles han sido las nociones que se han construido históricamente para la comprensión de los límites que ostentaría el órgano legislativo en el desarrollo de su función?
Si bien el presente artículo da un énfasis a la libertad legislativa y a los límites en los contextos contemporáneos, marcados por la constitucionalidad y las normas internacionales, se tendrá como hipótesis general que los límites del órgano legislativo se encuentran mediados, especialmente, por el objeto de regulación. Así, con el objetivo general de analizar las nociones que se han construido históricamente para la comprensión de los límites que ostentaría el órgano legislativo en el desarrollo de su función, especialmente en los ordenamientos contemporáneos, se espera demostrar que, a efectos de conseguir una “calidad de la legislación”, la ley debe optar no sólo por una técnica de redacción, sino, al mismo tiempo, por garantizar la estabilidad normativa, la coherencia del sistema y, además, la proporcionalidad (Bar-Siman-Tov, 2015), reconociendo un margen de apreciación proporcionado del legislador. De ahí, entonces, que la función legislativa no sea una labor libre del todo, sino que, dentro de los diferentes mecanismos de evaluación de la calidad que se han reconocido, se puede hablar de la implementación de un test de margen proporcionado, tal como será propuesto.
Para ello, el artículo expondrá los resultados conseguidos en cuatro acápites, previos a las conclusiones; así, en un primer momento se alude a la construcción histórica de la noción de ley, para seguir con las visiones modernas del dualismo de la ley, y, en un tercer momento, estudiar los límites que se han reconocido en los contextos contemporáneos para la función legislativa, y finalizar con el control de la proporcionalidad legislativa y el test del margen legislativo proporcionado.
II. Construcción histórica de la ley: el paso de lo objetivo a lo subjetivo
A pesar de que la voz castellana ley fue “documentada por primera vez en 1558” (Bogarín Díaz, 2001: 320), el origen de la expresión encuentra su lugar, etimológicamente, en los desarrollos de la Roma Antigua, dónde lēx se institucionalizó como elemento integrante, con el mōres, del iūs y, por lo tanto, carentes de sinonimia. Como lo señala el profesor Álvaro D’Ors (1982, 1973), la distancia entre iūs y lēx proviene de la diferencia entre auctoritas y potestas; se entiende que “la autoridad es de los que «saben» y la potestad de los que «pueden»” (Rabbi-Baldi Cabanillas, 2016: 383); el derecho no queda subsumido en la ley, sino que, por el contrario, la trasciende. Es, en esa medida, que el iūs “se relacionaba directamente con el papel del jurisprudente” (Vanney, 2009: 283) y la lēx como una de las fuentes generales del derecho escrito, que acompañaba, dentro de esa clasificación, a los senadoconsultos, las Constituciones imperiales, los edictos de los magistrados pretores y los dictámenes de los jurisconsultos: Siendo la lēx el acto emanado de las asambleas populares o comicios (Argüello, 1998) y, con posterioridad, incluyendo a los actos de los cuerpos colegiados de plebeyos o Concilia Plebis (Medellín, 1982; Espitia Garzón, 2006).
Si bien, en un sentido práctico, la ley romana era ante todo una forma cívica de regulación, ésta no dependía en solitario de su origen, sino que implicaba una coherencia con el sentido de lo natural (Coulanges, 1982). Por esto, la prudencia construía el iūs, por lo menos en su dimensión primigenia, como la práctica de un arte, más que una técnica.2 Sin embargo, ante el crecimiento poblacional y del territorio, la necesidad romana de regularizar las actividades -incluyendo las extranjeras- generó que tanto lēx como iūs fueran modificados al punto de que “Ni ius pudo expresar en sus orígenes las complejas referencias que alcanzó después, ni su sustituto directum logró asumir todas las notas y matices del ius clásico” (García-Hernández, 2010: 43; Hervada, 1992). Dicha realidad llevó a que, hacia mediados del siglo III de la era cristiana (Rabinovich-Berkman, 2007), “La voz directus tomó el sentido de «justo» en sustitución del adjetivo clásico iustus (situación conservada en rumano: drept «justo», dreptate «derecho»), de manera que directum sustituyó al sustantivo clásico ius” (Bogarín Díaz: 304).
En efecto, para la concepción cristiana, procedente del mundo bíblico, el Derecho consiste en la «conducta recta», y no ya en una forma de actuar la violencia lícita, según era concebida en el mundo pagano la idea del ius. Así, en la tradición judea-cristiana, la idea de «rectitud» vino a producir la progresiva sustitución del concepto de ius por el de directum, como consecuencia de la propia visión teocéntrica del judaísmo, de la que derivaba la idea de que el «camino recto» era el trazado por Dios -por lo que se refiere al directum, en el ámbito de la justicia- como supremo legislador. Esta es la razón por la cual en el pensamiento judío se identificaba justicia y santidad (García Hervás, 1999: 61).
Con todo, la separación y posterior caída del Imperio dio inicio a la época medieval y permitió, también, la dispersión y fragmentación de las organizaciones sociales y, con ellas, las nociones y el alcance del derecho y de la ley. Ciertamente, el aumento de aquellos que ejercían la iurisdictio extendió el flujo de preceptos normativos, mientras ayudó a reforzar la prevalencia del derecho consuetudinario: “En efecto, las costumbres, incluso provenientes de la interacción histórica romana, fueron tomadas como molde para la producción y regulación de las conductas” (Fuentes-Contreras, 2018: 59).
En esa medida, la ley pasó a ser una obra integrante del derecho regio, mediada por la intención de codificar las normas consuetudinarias, que eran las disposiciones principales en la actividad jurídica. En consecuencia, la preocupación de las sociedades medievales no estaba derivada respecto a la contradicción entre ley y costumbres, sino en establecer, mediante la ley, la unificación de criterios,3 “por eso no hay contradicción alguna en que los reyes, como Fernando III, recurriesen al expediente de legislar, como Derecho regio, el Derecho que la gente consideraba «su» Derecho Consuetudinario” (Hierro, 2010: 34). Sólo que el derecho emanado del monarca siguió compitiendo con las diferentes normativas tanto de tipo general como particular; verbigracia, los fueros y fazañas (Valle Videla, 2018). Así, en un universo jurídico donde abundaba la iurisdictio,4 los dictámenes legales competían y se limitaban por la costumbre, el desuso, la opinión de los juristas y las normas del ius commune (Tomás y Valiente, 1993-1994; Fernández Barreiro, 2004; Castro-Camero, 2010; Pérez Martín, 1999):
La reiteración, en efecto, de los actos exteriores expresa de una manera muy eficaz la inclinación interior de voluntad y los conceptos de la razón, pues lo que se repite muchas veces demuestra proceder de un juicio racional deliberado. He aquí por qué la costumbre tiene fuerza de ley, deroga la ley e interpreta la ley… Por eso, aunque las personas particulares no pueden crear leyes, sí puede hacerlo todo el pueblo. Si, en cambio, el pueblo no tiene la libre facultad de darse leyes ni de anular las que le impone una autoridad superior, aun entonces la costumbre que llega a prevalecer adquiere fuerza de ley al ser tolerada por quienes tienen el poder de legislar, pues con la simple tolerancia se entiende que aprueban lo que la costumbre introdujo (Tomas de Aquino, 1993: 758).
Así las cosas, la configuración de la ley medieval se establecía en consonancia con una dimensión objetiva-material (Vallet de Goytisolo, 1997): “lo relevante no es el sujeto del que emana sino su contenido objetivo, que se precisa doblemente: consiste en un ordenamiento, ordenamiento exclusivamente demandado por la razón” (Grossi, 2003: 28). Por ende, “la ley se constituye primariamente por el orden al bien común, cualquier otro precepto sobre actos particulares no tiene razón de ley sino en cuanto se ordena al bien común. Se concluye, pues, que toda ley se ordena al bien común” (Tomas de Aquino, 1993: 705).
Con el inicio de la modernidad y el fortalecimiento de nuevas formas de organización política, la ley se vinculó, en esencia, con la idea de soberanía:5
…quienes son soberanos no estén de ningún modo sometidos al imperio de otro y puedan dar ley a los súbditos y anular o enmendar las leyes inútiles; esto no puede ser hecho por quien está sujeto a las leyes o a otra persona. Por esto se dice que el príncipe está exento de la autoridad de las leyes. El propio término latino ley implica el mandato de quien tiene la soberanía (Bodin, 1997: 52-53).
Precisamente, el advenimiento del Estado produjo una nueva conceptualización de la ley basada en la centralización del ejercicio del poder soberano y vista como un producto racionalizador del bien común, donde la concepción objetiva medieval se alternó con una noción subjetiva de la ley. En dicha visión, entonces, se dio mayor valor a lo orgánico frente a la materia de regulación, bajo el condicionamiento de unos presupuestos de técnica normativa para su formulación y aplicación. Dicho enfoque tuvo reflejo en los modelos de supremacía parlamentaria inglesa y en el del imperio de la ley: el primero procuró eliminar la acumulación de poderes en el Ejecutivo y se garantizó la soberanía popular dando un carácter prevalente al órgano que la representaba (Varela Suanzes, 1998; Guillén López, 2001; Pereira Menaut, 1992, 1990).6
Pese a las inclusiones implícitas, el concepto de la supremacía parlamentaria no quedó señalada en un texto normativo; las alusiones permitieron que se reconociera como principio rector desde finales del siglo XVII a través de autores como William Blackstone y Albert V. Dicey, que a la postre se convertirían en books of authority (Pérez Triviño, 1998; Clavero, 1997).
El segundo, es decir, el imperio de la ley (Marcilla Córdoba, 2013-2014), a diferencia del rule of law inglés (Dicey, 1889), se construyó como un atributo del Estado y un principio de ruptura histórica respecto al Ancien Régime; configurando, por ende, las relaciones funcionales y orgánicas del Estado de derecho, a partir de la ley como primera norma jurídica del ordenamiento, que restringía las actividades ejecutoras del Estado y establecía la libertad propia de la ciudadanía.7 Así quedará consignado, verbigracia, en el artículo 5o. de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “La Ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales para la Sociedad. Nada que no esté prohibido por la Ley puede ser impedido, y nadie puede ser obligado a hacer algo que ésta no ordene”.
En ese contexto, la ley se instituyó como la norma suprema del ordenamiento jurídico, promoviendo la idea de que “todo derecho depende de las leyes” (Kant, 1999: 265) y que es ella “…el único instrumento no sólo de perfeccionamiento jurídico sino de transformación social” (Cabo Martín, 2000: 19). En definitiva, estableciéndose la ley, esencialmente, como el elemento rector de la actuación estatal, como la obra del legislador, a la cual se le debe obediencia como decisión normativa8 que: a) se encuentra contenida en una forma específica, b) ha sido elaborada a través de un trámite especial previamente establecido, c) por aquel que cuenta con la competencia legislativa, y d) goza de un contenido acorde con las normas superiores, lo que produce que se inserte al interior del sistema jurídico en el rango intermedio entre las normas constitucionales y la producción de los entes administrativos.
En esta versión conceptual, la ley es, por ende, un producto que implica el reconocimiento, por lo menos, de una función, la legislativa, y la de un órgano que cuenta con la obligación de ejercerla, el legislador; la ley sería, entonces, el resultado del ejercicio de la potestad o competencia legislativa por parte de aquella persona o conjunto de personas a quienes se les reconoce la función de elaborar las leyes, dentro de las pautas formales y materiales que se encuentran en el sistema jurídico.
Como se anticipaba, dicha función se observa como un ejercicio de la voluntad soberana, en ocasión a la delegación que hace el pueblo a sus representantes, de allí que, en 1853, por ejemplo, sir Thomas Smith afirmase que
And to be short, all that ever the people of Rome might do either in Centuriatis comitijs or tributis, the same may be doone by the parliament of Englande, which representeth and hath the power of the whole realme both the head and the bodie. For everie Englishman is entended to bee there present, either in person or by procuration and attornies, of what preheminence, state, dignitie, or qualitie soever he be, from the Prince (be he King or Queene) to the lowest person of Englande. And the consent of the Parliament is taken to be everie mans consent (1906: 49).
A pesar de que el concepto de “representación” tampoco fue uniforme, su vínculo con la ley y el legislador concedió la posibilidad de sentar “las bases jurídico-dogmáticas para la consideración del parlamento como organización jurídica del pueblo, y de la voluntad del parlamento como voluntad del pueblo mismo” (Criado de Diego, 2012: 91), que, en todo caso, generó la pregunta sobre los límites que podría tener dicha función dentro de un Estado de derecho.
III. Más allá de la subjetividad: el dualismo en la noción de ley
Pese a la extensión de ideas de omnipotencia del legislador9 y su catalogación como racional (Campos, 2006; Nino, 1989; Pérez Lasserre, 2020; Calvo García, 1986, 1986a; Ezquiaga, 1994; Núñez Vaquero, 2014), que facilitó la visión de que el poder de la ley se deriva del sujeto y no de su contenido, es decir, “su autoridad procede no de su propia cualidad sino de la cualidad del sujeto legislador” (Grossi, 2003: 34), existió también una pretensión de que aquella voluntad del legislador no pudiera expresarse de cualquier manera. En ese sentido, una de las primeras exigencias estuvo en la necesidad de que la ley fuera un expresión general y abstracta: haciendo referencia, puntual, a los sujetos y a los casos, respectivamente.
Ahora, si bien la generalidad no resultó una exigencia propia de la modernidad,10 lo cierto es que la pretensión de igualdad incentivó la necesidad de que las formulaciones legislativas fueran para toda la comunidad y no para un grupo, sector o estamento. Así quedó dispuesto, por ejemplo, en el artículo 6o. de la Declaración de Derechos francesa de 1789, cuando dice que la ley “[d]ebe ser la misma para todos, tanto para proteger como para sancionar”.11 Respecto a la abstracción, la cual se relaciona ya no con los destinatarios, sino con los supuestos de hecho que serán descritos en la regulación no contemple circunstancias precisas o concretas, que conviertan la ley de aplicación momentánea o de única vez, en otras palabras, que el caso contemplado afecte la permanencia y perdurabilidad al agotarse por su especificidad. En términos de Rousseau, “lo que manda el Soberano sobre un objeto particular, no es… una ley, sino un decreto; ni un acto de soberanía, sino de magistratura” (Rousseau, 2011: 72).
Dicha orientación será concluyente en autores posteriores como Duguit, quién, distinguiendo entre actos-reglas, actos-condición y actos-subjetivos, incluye a la ley dentro de los primeros (1924; Fraga, 2000) y advierte como incluso esas exigencias de generalidad y abstracción evitan que el legislador se pueda convertir en un órgano administrativo o de mera aplicación (Rubio Llorente, 1993). Más allá de la conveniencia de una técnica de producción, se terminó aludiendo a que cuando el legislador cae en formulaciones ajenas a la generalidad y abstracción, no existía una ley estrictamente hablando, sino a lo sumo a una “ley” formal, en razón de que la función legislativa se plasma “únicamente, pero absoluta y enteramente, …[en] el carácter del acto legislativo material” (Duguit, 1926: 88), “de tal suerte que puede definirse la ley material lato sensu, diciendo que es todo acto emanado del Estado y que contiene una regla de derecho objetivo” (ibidem, 89).
Esta construcción dualista del significado de la ley, en todo caso, termina asumiendo una realidad: la generalidad y la abstracción no son atributos exclusivos de las normas que se generan a partir de la competencia legislativa, pudiendo estar presente en actuaciones de producción normativa de la administración:12 Dirá sobre esto Georg Jellinek:
Las funciones materiales están, pues, distribuidas entre los distintos géneros de órganos relativamente independientes unos de otros, y la dirección de una gran parte de las cuestiones que corresponden a una función determinada caen dentro de la actividad del órgano competente, de suerte que todos los órganos hallan en el supremo el punto de partida y el punto de unión. La separación de las funciones corresponde a la separación de los órganos, y ya hemos dicho que esta separación no es ni puede ser absoluta. De aquí se sigue la oposición entre las funciones formales, que son ejercidas por los órganos legislativo, administrativo y judicial. Según su aspecto formal, divídense las manifestaciones de las actividades del Estado en actos formales de legislación, de administración y de justicia.
Hallamos una unión de todas estas funciones materiales, especialmente en los órganos de la administración, la cual, en su sentido formal, tiene un poder reglamentario y de decisión. En vista del primero, participa de la legislación material, y por el segundo, de las decisiones judiciales (2002: 542).
Esto ocasionó que estos criterios no fuesen suficientes y que, además, se planteasen otras orientaciones para distinguir a la ley: entre ellas estuvo la doctrina donde “la ley es definida por su materia, es decir, por medio de una distinción entre materias que pertenecen al ámbito de la legislación y otras que pueden ser tratadas por decreto” (Carré de Malberg, 2011: 29).
En esa dirección, aunque no de forma exclusiva, destacó Paul Laband con su propuesta de ley formal y ley material:13 cuando, en 1871, apostó por esa calificación como forma de resolver una discusión que tiene como referente el artículo 62 de la Constitución del Estado Prusiano del 31 de enero de 1850, la cual dictaba que “El poder legislativo reside en el Rey con las dos Cámaras, cuyo acuerdo es necesario para la promulgación de una ley”.14 Dicho precepto reflejó, a diferencia de otras orientaciones constitucionales, que en el constitucionalismo alemán del siglo XIX no daba, necesariamente, una prevalencia al legislativo como órgano representativo, sino que articulaba a dicho órgano con el gobierno monárquico (Starck, 1979: 118). En este sentido, y ante la situación que se había presentado en 1862, cuando no se aprobó el presupuesto general del Estado, debido a las discrepancias entre el Parlamento y Otto von Bismarck, quién presentó el proyecto de ley para la modernización del ejército prusiano del rey Guillermo I, Laband expresó que el presupuesto no es una ley realmente, es decir, en sentido material, sino un acto de administración contenido en una forma legal o ley formal. Por ello es que “no se puede dar el nombre de ley a una regla sino en el caso de que esta tenga un contenido jurídico, de que afecte en algún modo a la esfera jurídica del individuo o de la comunidad política” (Laband, 1979: 22).
Como consecuencia de la distinción, la teoría dualista sobre la ley se hizo expansiva y tuvo diferentes vertientes, pasando por autores alemanes como Gustav Seidler, Georg Jellinek, Hermann Schulze, R. Gneist, K. F. von Gerber, Otto Mayer; en Francia, Gaston Jèze, Edgard Allix, Adhémar Esmein, y en Italia con Vittorio Emanuele Orlando, Augusto Graziani, Oreste Ranellettiy (Rodríguez Bereijo, 1970). En esos desarrollos terminó prevaleciendo la idea de que la calificación de la ley material se obtenía cuando la norma dictada por el legislador se enlazaba con la regulación de la libertad y la propiedad como derechos naturales (Jesch, 1978; Laporta, 2003), donde su técnica de redacción, generalidad y abstracción no era suficiente como tampoco su origen orgánico, provocando el reconocimiento que hasta el mismo legislador, siendo representante de la soberanía, estaría limitado a fines últimos que fueron incluyéndose en las normas constitucionales, a las cuales se les entregó supremacía, supralegalidad, fuerza vinculante y aplicación directa.
Así, los cambios que ha sufrido el Estado de derecho, pasando de un Estado legal a uno constitucional (Fuentes-Contreras, 2019), significaron una reinvención de la ley, tanto en su relación con otros preceptos normativos como entre los órganos que se vinculan con ella, lo que ha permitido que los conceptos contemporáneos de la ley, en términos generales, se supediten y condicionen para hacer de la función legislativa una labor creativa pero no plenamente libre.
IV. Libertad legislativa y sus límites en los contextos contemporáneos
A pesar del reconocimiento del valor jurídico de las normas constitucionales, la voluntad legislativa no quedó condicionada al punto de ser considerada equivalente a la función reglamentaria:15 esto debido, en primer momento, a la textura abierta de los preceptos constitucionales y al uso de conceptos indeterminados en ellas (Martínez Estay, 2021, 2019) y, en un segundo instante, por la naturaleza de la función misma, que debe ser considerada como una actividad creativa, aun en ausencia de habilitación directa de la Constitución (Medina Guerrero, 1998,1996; Silva García y Villeda Ayala, 2011).
[En principio,] Nada fuera de la Constitución puede limitar a la ley, porque ese algo que la limitase sería algo superior a ella en el orden jurídico y toda la construcción técnica de la ley está montada para atribuirle la superioridad en la creación del Derecho; su carácter superior, supremo, es su propia esencia. Es la única norma originaria que decide desde sí misma y por sí misma. Su poder innovativo es completo, tanto frente a otras normas como respecto a leyes anteriores (eliminación de las cláusulas prohibitivas o cautelares de derogación propias del antiguo derecho, las leges in perpetuam valiturae); es, por ello, la fuente por excelencia de sustitución, de ruptura del derecho antiguo por un derecho nuevo (García de Enterría y Fernández, 2001: 114).
Por ende, la función legislativa concede aquello que se ha denominado como margen de apreciación, el cual, sucintamente, puede tomarse como “…una potestad de carácter discrecional, en la cual el operador jurídico se enfrenta a escoger distintas posibilidades para resolver un problema de derecho determinado. Los límites vienen dados por la razonabilidad de la actuación y el interés público que conlleva el acto” (Peredo Rojas, 2013: 50).
Ahora bien, lo cierto es que en la doctrina no existe una sola forma de entender el margen de apreciación; esta categoría se ha utilizado por algunos autores para describir la relación entre la actividad estatal y la inserción del derecho internacional de los derechos humanos (Gerards, 2011; Fuentes-Contreras y Cárdenas-Contreras, 2021; Martínez Estay, 2014; McGoldrick, 2016; García Roca, 2010; Contreras, 2014; Núñez Poblete y Acosta Alvarado, 2012; Pascual Vives, 2013), mientras otros lo vinculan con el concepto de deferencia de los órganos estatales; algunos más lo incluyen en el control de razonabilidad y de proporcionalidad de las medidas legislativas (Fromont, 1995). Con todo, será este último concepto al cual se ha suscrito la presente investigación.
Por consiguiente, el margen de apreciación legislativo se ha comprendido como la legítima opción del legislador para elegir entre diversas medidas, dentro de los límites propios que le establece el sistema jurídico y el fin último del derecho.
De ese modo, pese a que en sus orígenes el margen se entendió como una prerrogativa de los modernos parlamentos que gozaban de legitimidad democrática (Godoy, 2001), en la actualidad, y aunque esa condición de legitimidad se mantiene -no sin ciertas críticas respecto de la forma en que opera la representatividad (Pereira Menaut, 2006)-, la intensidad de esa potestad se reconduce en términos especialmente constitucionales16 y, además, sujetaría a todo aquel que ejerce la potestad y no solamente al legislador general, tal como acontece con el Poder Ejecutivo, en los casos de legislación delegada, legislación por prescripción y legislación de urgencia.
No obstante, el margen de apreciación no opera de una sola forma en todos los sistemas constitucionales (cfr.Tribunal Constitucional chileno, 2007); así, verbigracia, en la tradición angloamericana su construcción ha estado influenciada por los aportes políticos y jurídicos de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos y la idea de un principio de autocontrol o de self restraint de la actividad judicial que permita la discrecionalidad a favor del órgano legislativo (Arévalo Ramírez y García López, 2018; Figueroa Gutarra, 2017).17
Es a partir de este principio que surge la doctrina de las cuestiones políticas (Harrison, 2018; Mulhern, 1989; Silva Irarrázaval, 2016; Scharpf, 1966), el control de razonabilidad del legislador en materia de derechos y el control de proporcionalidad como balance, para limitar intervenciones bajo la orientación de la doctrina denominada structural remedies (Otálora Lozano, 2018; Quinche Ramírez y Rivera Rugeles, 2010; Cruz Rodríguez, 2019).
Por su parte, en el derecho administrativo inglés la categoría construida se ha enmarcado en la expresión deference, la cual permite estudiar y valorar las competencias constitucionales y el efecto del ejercicio de las mismas por parte de los poderes públicos (Daly, 2012; Zhu, 2019; Riker y Weingast, 1988; Schapiro, 2000; Oswald, 2012), no siendo, por consecuencia, una cortesía, como suele atribuírsele en ciertos contextos (Zapata, 2008).
En el ámbito de la tradición europea continental, es clave el aporte del derecho público francés, del cual proviene la expresión “margen” como un concepto diferenciado de los actos políticos. Así, el margen sería el poder de la Asamblea que no se entiende exento del control constitucional; es decir, que, a diferencia de los actos políticos, no supone la inmunidad de la jurisdicción que ejerce el Consejo Constitucional, sino un control con intensidad en relación con el objeto de regulación. Con ello se admite que el control de constitucionalidad de la ley envuelve el clásico problema entre jurisdicción constitucional y democracia (Ferreres, 2011), ya que en las democracias constitucionales los parlamentos representan la voluntad del pueblo, y por eso tienen una legitimidad de la que en principio carece la justicia constitucional. De esta manera,
…el Conseil Constitutionnel ha acuñado la expresión "rapport de constitutionals" para referirse a la intensidad del control. Se refiere a la relación de subordinación entre las reglas constitucionales y la legislación. La intensidad del control es definida por el grado de adecuación que se exige a la norma inferior para con la superior, esta adecuación definirá el tipo de control ejercido por el Consejo Constitucional que puede variar desde la estricta conformidad hasta la mera compatibilidad entre la primera y la segunda…
Así, el rapport de conformité es un escrutinio más exigente en el control de constitucionalidad de la ley. La exigencia se traduce en la estricta conformidad de la ley. El rapport de compatibilité, por su parte, se refiere a materias en que no existe un tratamiento tan pormenorizado en el texto constitucional (Peredo Rojas, 2013: 69-70).
En cuanto al derecho constitucional alemán, el Tribunal Constitucional Federal ha entendido que el margen es sinónimo de libre configuración del legislador. En este contexto, el test de proporcionalidad surge como el mecanismo idóneo de control (1998). Sin embargo, resulta discutible que el legislador sea absolutamente libre para configurar derechos. Eso porque en un Estado constitucional democrático de derecho, el legislador sólo puede actuar dentro de los márgenes permitidos por la carta fundamental. Por ello, el concepto de libertad de configuración del legislador parece equívoco.
Esa expresión, libertad de configuración, ha sido empleada también por la Corte Constitucional de Colombia, que la ha definido especialmente en relación con diferentes áreas o temáticas de regulación, pasando por el derecho penal, el tributario, la seguridad social, el sancionatorio hasta lo procesal, entre otros (2020, 2019, 2019a, 2002). Visto, por ende, como un ejercicio de apreciación o valoración, al momento de ejercer la potestad creativa de la ley, “el margen de configuración del legislador debe circunscribirse a las definiciones dadas por la Constitución, so pena de contravenir la jerarquía del sistema de fuentes de derecho” (Corte Constitucional colombiana, 2011). Con todo, no siendo un simple proceso de reglamentación constitucional, el crear, interpretar, reformar y derogar las leyes, conforme a los artículos 114 y 150 de la Constitución de 1991, es una función donde, en principio, el Congreso de la República expresa la voluntad soberana que se perfecciona una vez que ha pasado por su procedimiento de creación y bajo el respeto a las formalidades básicas.
En ese sentido, se vuelve un ejercicio para determinar la textura abierta constitucional e, incluso, podrá tratar temáticas no expresamente aludidas en la Constitución,18 siempre que sobre ellas no pese una reserva en favor de cualquier otro órgano. Basado en ello, la Corte Constitucional señala que la intensidad del control que ejerce19 y la modulación de sus fallos se justifican en la “necesidad que deriva de su función específica de garantizar la supremacía de la Constitución y, al mismo tiempo, respetar otros principios y valores igualmente constitucionales, en especial, la libertad de configuración del Legislador, el principio democrático, la certeza jurídica y la conservación del derecho ordinario” (Martínez Caballero, 2000: 17).20
En contraste, en la doctrina administrativista de Chile (Saavedra, 2011) se ha tratado el tópico del margen, pero los jueces constitucionales chilenos no han adoptado este concepto,21 a diferencia de lo que ocurre, como se vio, en Alemania (Maurer, 2011) y Francia (Fortsakis, 1987). De modo que, como se esbozó, el margen se aborda como deferencia razonada o mecanismo de prudencia en manos de los jueces constitucionales. Sin duda, aquello es objetable y discutible, porque deja de lado que la deferencia razonada opera por la competencia que surge en el margen de apreciación del legislador, conforme a lo prescrito en la Constitución. Por eso, la deferencia razonada es insuficiente para evitar dos problemas: primero, que el juez constitucional invada los márgenes constitucionales del legislador, y, segundo, que el legislador regule razonadamente los derechos.
Una muestra de lo anterior son los casos en que la justicia constitucional entiende que, en el ámbito del debido proceso, la creación de recursos judiciales es parte del margen de apreciación del legislador. En esos mismos casos, muchas veces se identifica la regulación legislativa con pesar derechos, que es lo propio del test de balance o proporcionalidad en sentido estricto (Sapag, 2008; Martínez Estay y Zuñiga Urbina, 2011; Estrada-Vélez, 2010; Riofrío Martínez-Villalba, 2016), lo que lleva a no considerar el contenido mínimo del derecho.22
A partir de lo señalado y de los problemas ya planteados sobre la dispersión del concepto que se investiga, surge la necesidad de definir lo que es el “margen”. Si bien preliminarmente se advirtió que el margen de apreciación es el espacio de discrecionalidad o libertad de configuración conferida por la Constitución a los órganos del Estado (Peredo Rojas, 2013), esa concepción requiere ser matizada y renovada a la luz de la presente investigación; principalmente porque ya no resulta válido entender al legislador como libre configurador, ya que, como se indicó, ningún poder es ilimitado en el derecho constitucional. Por ejemplo, piénsese en el margen para la reforma constitucional, que, inclusive, se encuentra limitada por los derechos y los principios constitucionales: una ley de reforma constitucional posee escaso margen para acabar con el Estado de derecho y tampoco podría establecer principios o reglas que atenten contra la dignidad humana como base de los derechos (Fondevila Marón, 2015; Tajadura Tejada, 2018; Higuera Jiménez, 2018).
Aclarado eso, es oportuno aseverar que el margen del legislador es la discrecionalidad por competencia legislativa que la Constitución, en sentido amplio, reconoce a quien hace las leyes, operando como un test de revisión judicial en el control de la intensidad de las medidas legislativas. Dicho margen posee esferas menos limitadas en la política, y es limitado, en esencia, por el contenido mínimo o núcleo esencial de los derechos.
De este modo, habrá de afirmarse, en un primer momento, que el margen no es autonomía del legislador. Esto debido a que la autonomía es una cualidad que poseen ciertos órganos o instituciones del Estado, dependiendo del sistema constitucional, tales como las entidades territoriales23 u otras entidades,24 las cuales pueden regirse mediante normas y estructuras de gobierno propios (Ugalde Calderón, 2010). Si se piensa en esa cualidad, dicha característica es sólo una parte del margen posible que la Constitución reconoce al legislador, por ejemplo, para que genere sus reglamentos internos. Pero estas acepciones no comprenden el sentido del margen de apreciación del legislador como competencia legislativa global que recae en diversas materias.
Asimismo, el margen no es un mecanismo de concesión graciosa atribuible a la actitud de los jueces; es decir, no es deferencia, a menos que se entienda que la deferencia opera por competencia, porque sólo en ese caso son sinónimos. El margen no es, entonces, una regla de deferencia porque esta última es un elemento de aquél; es porque hay margen legislativo, que el juez debe ser deferente con la competencia del legislador. Siendo así, la deferencia judicial es consecuencia del reconocimiento del texto constitucional y de la ratio de la disposición constitucional a la que éste se encuentra directamente vinculado.
Finalmente, el margen no es sinónimo de libertad de configuración, porque el legislador depende de la Constitución a la que sirve. Ello porque es en esa norma donde se encuentran los acuerdos mínimos de la sociedad democrática que el legislador debe respetar si no quiere incurrir en un error manifiesto; la expresión “libertad de configuración” es un término equívoco, porque los límites al legislador son eminentemente constitucionales, y éste está limitado, sustancialmente, por el contenido mínimo de los derechos. De modo que sólo la expresión “margen” manifiesta la tensión natural entre las fuentes del derecho involucradas.
Conforme a lo anterior, el margen de apreciación del legislador cuenta con los siguientes elementos:
1) Flexibilidad normativa. Se refiere a la formulación de las normas constitucionales y de las normas legales que son examinadas en el control de constitucionalidad. A este respecto, las normas pueden ser abiertas, cerradas o mixtas; las primeras son las que permiten mediación del legislador para su desarrollo, mientras las segundas son las que se bastan a sí mismas, sin necesidad de habilitar al legislador para su comprensión y cumplimiento, y las terceras son aquellas que, sin ser abiertas, habilitan al legislador para que actúe en un sentido determinado. Verbigracia, una norma abierta es aquella que encarga al legislador la regulación de cierto contenido de la norma constitucional; en cambio, una norma cerrada, en principio, no requiere la intervención legislativa, y las normas mixtas sólo permiten al legislador que actúe de la manera que las disposiciones de rango constitucional determinan.25
Además, las normas pueden tener una formulación negativa o positiva; las normas positivas son aquellas que ordenan hacer algo y pueden encontrarse tanto en las Constituciones como en la ley, mientras las normas negativas son de abstención, salvo que opere la doctrina de los poderes implícitos.26
Con razón, el profesor Pereira Menaut indica que existen Constituciones positivas y Constituciones negativas. Las primeras se refieren a que obligan a hacer algo a las personas, órganos, o grupos de la sociedad civil y el Estado. Las segundas ordenan una abstención o contienen normas de carácter negativo. Por ejemplo, no existe margen para la discrecionalidad legislativa que apoye una moción o mensaje de un proyecto de ley que permita aceptar la tortura o tratos inhumanos y degradantes en todos los ordenamientos jurídicos. También, la naturaleza de la materia regulada en la Constitución y en la ley delimita el grado de flexibilidad de las normas, como los derechos que por su naturaleza prohíben que el legislador altere su esencia.
A partir de las características de las normas, la flexibilidad normativa definirá el espacio de discrecionalidad del legislador y su margen para regular las materias que le competen. Sin embargo, la flexibilidad plantea el problema de identificar la intensidad en que el legislador puede cometer inconstitucionalidad, delimitando cuando aquél pueda incurrir en exceso de poder.27 Para resolver ese asunto, es necesario recordar que el fundamento de la flexibilidad normativa son las normas de rango constitucional como límite al poder. Ello porque éstas fijan el parámetro de lo que está permitido, prohibido u ordenado, y las competencias regladas y las discrecionales del legislador (Favoreau et al., 2006).
Como es sabido, este tipo de normas poseen una naturaleza mixta que suponen la coexistencia de la justicia distributiva propia de la política y la justicia conmutativa propia del derecho. Así, es posible reconocer que el control de las materias meramente políticas es de diferente naturaleza que el de las absolutamente jurídicas. En consecuencia, la naturaleza de la Constitución admite ciertos ámbitos de flexibilidad normativa. Así, el juez constitucional debe realizar un escrutinio judicial diferenciado al momento de controlar la constitucionalidad de la ley; por lo tanto, cuando el asunto está vinculado con las normas de derechos humanos, aquéllos actúan como límite a la flexibilidad normativa por poseer, los derechos, una entidad propia más allá de las normas que los contengan y al tener un contenido mínimo.
En ese orden, la flexibilidad normativa supone que el juez constitucional controle que el margen sea proporcionado al contenido mínimo de los derechos. No obstante, el problema que surge es la determinación de qué sea el contenido mínimo en los derechos. Ello porque se ha manifestado que algunos derechos operarían como conceptos jurídicos indeterminados, en los que el juez debe “concretar” el contenido del mismo. Y, al tiempo, porque ha existido una proliferación de los derechos que se estiman fundamentales sin distinguir si se trata de una expectativa legítima o de un derecho propiamente tal (Ferrajoli, 2001).
En la problemática planteada recientemente influye la tradición constitucional que inspira cada carta fundamental, porque ésta afecta la interpretación de los márgenes de discrecionalidad de los poderes constituidos. Por ejemplo, una disposición positiva se encuentra en la tradición neoconstitucionalista de la Constitución portuguesa, que indica, en su artículo 65.4, que “[E]l Estado y las entidades locales autónomas ejercerán un control efectivo del parque de viviendas, procederán a la necesaria nacionalización o municipalización de los suelos urbanos y definirán el derecho respectivo de utilización”; a modo de contrapunto, en la tradición angloamericana se encuentra en la Constitución de los Estados Unidos una disposición negativa que señala, en su artículo 1o., que “[N]o será representante ninguna persona que no haya cumplido 25 años de edad y sido ciudadano de los Estados Unidos durante siete años, y que no sea habitante del Estado en el cual se le designe, al tiempo de la elección”.
Por último, es necesario precisar que las disposiciones negativas no otorgan mucho margen de apreciación al legislador. En cambio, las positivas lo inducen a hacer algo. Con todo, este elemento puede ser útil, pero insuficiente, porque en algunos sistemas constitucionales operan otras variables, como la doctrina de los poderes implícitos, el vicio del activismo judicial, etcétera. Por ello, este mecanismo se debe considerar en conjunto con los demás que se señalan a continuación.
2) Competencia legislativa. Es el elemento que surge desde la función legislativa propiamente tal. De esta suerte, la apreciación del legislador es variable según la intensidad de la competencia que ejerce, es decir, conforme al ámbito que le confiere la Constitución, que supone razonabilidad al hacer las leyes y en el control de aquéllas. De esta forma, la justificación del margen de apreciación del legislador no es sólo normativa, sino que también es funcional. Ello porque “[L]as decisiones legislativas son abiertas, de manera que casi nunca puede decirse que una ley con tal estructura y contenido es la única posible: el campo de las justificaciones está, pues, en este segundo caso, mucho más abierto, depende de cuestiones de oportunidad” (Atienza, 2007: 210).
En consonancia, la autorrestricción judicial opera como reconocimiento de la competencia del legislador y al principio de separación de funciones, que insta a los órganos a desempeñar ciertas facultades con un fin legítimo, que determina que el legislador posea distintos niveles de discrecionalidad en el cumplimiento de las normas constitucionales positivas o negativas. Junto con el principio de separación de funciones, la competencia legislativa surge desde el principio de juridicidad. Por consiguiente, la competencia es “el fundamento mismo de la existencia de un sujeto jurídico, y, por cierto, de un sujeto jurídico estatal” (Soto Kloss, 2010: 129), y se refiere al conjunto de potestades, deberes y limitaciones que posee el legislador. En conclusión, el margen de apreciación del legislador se identifica con la competencia derivada de la capacidad de elección y discernimiento que los preceptos constitucionales le permiten.
3) Derecho supralegal como limitación al margen. El tercer elemento es el contenido supralegal de los derechos -incluyendo las disposiciones internacionales que hacen parte del rango constitucional-. Al respecto, tal como señala Bachof,
[E]l presupuesto de la obligatoriedad de la idea de justicia para el derecho y, todavía, la existencia de un consenso social acerca por lo menos de las ideas fundamentales de justicia. A pesar de la divergencia en los detalles, creo debe reconocerse un tal consenso: o respeto de la protección de la vida humana y de la dignidad del hombre, la prohibición de la degradación del hombre en un objeto, el derecho del libre desenvolvimiento de la personalidad, la exigencia de igualdad de tratamiento y la prohibición de arbitrio son postulados de justicia, de evidencia inmediata (1994: 2).
Precisamente, varias Constituciones reconocen en las normas positivas límites de carácter supralegal. Por ejemplo, en Alemania existe una cláusula de intangibilidad sobre la dignidad humana, que indica, en su artículo 1o:
(1) La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación de todo poder público. (2) El pueblo alemán, por ello, reconoce los derechos humanos inviolables e inalienables como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo. (3) Los siguientes derechos fundamentales vinculan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como derecho directamente aplicable.
Asimismo, la cláusula de la Carta Magna inglesa,28 que luego se convierte en la disposición constitucional del debido proceso de la Constitución norteamericana, mediante la enmienda V señala:
[N]adie estará obligado a responder de un delito castigado con la pena capital u otro delito infame, si un Gran Jurado no lo denuncia o acusa, a excepción de los casos que se presenten en las Fuerzas Terrestres o Navales, o en la Reserva Militar nacional cuando se encuentre en servicio activo en tiempo de Guerra o peligro público; ni podrá persona alguna ser puesta dos veces en peligro grave por el mismo delito; ni será forzada a declarar en su propia contra en ningún juicio criminal; ni se le privará de la vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización.
Por su parte, la carta fundamental chilena reconoce expresamente el límite de carácter supralegal al margen de apreciación, ya que garantiza, en su artículo 5o., que “[E]l ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y vigentes”, lo que reitera la Constitución de Colombia, cuando dispone en su artículo 5o. que “El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia como institución básica de la sociedad”.
Por lo tanto, el derecho supralegal es un límite expreso a las potestades constitucionales reconocidas. En ese caso, el margen legislativo sólo puede promover y respetar los derechos sin que exista la posibilidad de una reforma in peius.
Los anteriores elementos demarcan así no sólo la actividad legislativa, sino el control constitucional que podría ejercer el juez ante el margen con el que cuenta el legislador, en concordancia con las normas constitucionales. Ahora, más allá de los elementos que definen dicho margen, su funcionalidad en cada caso requiere un proceso evaluativo, frente al cual se ha construido, como se presentará, un test del margen legislativo.
V. Control de proporcionalidad legislativa: el test del margen legislativo proporcionado
Particularmente, el test del margen legislativo que se propone se compone de dos fases (Peredo Rojas, 2018: 173 y ss.): la primera supone el control de mera razonabilidad o de error manifiesto en la ley, y la segunda se refiere al control de proporcionalidad29 en el margen de apreciación del legislador conforme al contenido mínimo de los derechos.
Ahora bien, las fases del test pueden operar de tres formas; esto es, separada, subsidiaria o conjuntamente. Ello porque en algunos casos bastará que el juez revise sólo la racionalidad del margen regulatorio, mientras que, en otros casos, es posible que el juez examine la proporcionalidad de la ley en relación con el contenido mínimo de un derecho. Al respecto, la primera modalidad es útil en materias de carácter eminentemente político. Sin embargo, el segundo modo puede utilizarse en materia de derechos conforme a los elementos que componen el margen de apreciación del legislador. Por ende, el juez constitucional debe revisar judicialmente la flexibilidad normativa constitucional, la deferencia por competencia y el contenido mínimo del derecho protegido por las normas constitucionales. Con todo, si el juez constitucional utiliza la primera modalidad, puede que aún tenga dudas de constitucionalidad en la ley. En ese caso, el juez podrá aplicar subsidiariamente la segunda modalidad o, también, puede aplicar ambas modalidades de control.
En este sentido, cabe explicar que la primera fase del test se refiere al control de razonabilidad del margen legislativo. Ese examen somete el proyecto de ley o precepto legal a un escrutinio básico, comparativo y político. Por consiguiente, el control recae sobre los errores abiertamente inconstitucionales del legislador, ya que el juez debe sólo constatar que el legislador actúa dentro del margen de su competencia. Así, la constitucionalidad de la norma legal puede ser judicialmente declarada sólo si existe un error manifiesto, patente, que excede la competencia legislativa. En suma, el juez constitucional subsume el proyecto o la ley a las normas constitucionales vigentes y aplicables al caso concreto.
Por su parte, la segunda fase del test de margen proporcionado supone que el juez debe identificar el contenido mínimo constitucional del derecho regulado por la ley. Por ende, la inconstitucionalidad se produce a través de medidas legislativas intrínsecamente contrarias a la Constitución, y otras de carácter desproporcionado, conforme al contenido constitucional mínimo del derecho. Por ejemplo, una acción intrínsecamente inconstitucional del legislador es una ley que permita apremios ilegítimos, ya que es abiertamente inconstitucional e ilegítima a primera vista. En definitiva, en esos supuestos es innecesario que el tribunal pese derechos. Lo anterior porque los derechos son bienes jurídicamente protegidos dotados de un contenido intrínseco constitucionalmente asegurado.
No obstante, existen acciones del legislador que, sin ser intrínsecamente injustas, ya que se encuentran dentro de su competencia, son desproporcionadas en consideración al bien jurídico protegido. En este caso, el juez constitucional debe juzgar la acción legislativa en virtud del efecto que produce. Por ende, la labor del juez es escrutar si la proporción supone exceso de poder legislativo o no. Con este objeto, el margen de apreciación del legislador debe encontrarse dentro de los parámetros fijados por la Constitución, ya que la proporción es relacional al contenido constitucional. Así, la proporcionalidad de la ley se determina por la flexibilidad normativa constitucional, por la manera en que el legislador ejerce su competencia y la supralegalidad de los derechos que se reconocen en las normas constitucionales. Luego, el juez debe revisar si estos elementos del margen se han esgrimido dentro de lo dispuesto por la Constitución para determinar si existe error evidente o desproporcionado. En consecuencia, el juez efectúa el test de margen proporcionado con el objeto de controlar si la ley adolece de exceso de poder. A mayor abundamiento, el test del margen proporcionado contempla la argumentación del Tribunal Constitucional respecto de los derechos fundamentales (Tribunal Constitucional chileno, 2010).
Por último, como se ha precisado, el test del margen legislativo proporcionado controla que el legislador asegure el contenido mínimo de los derechos. En efecto, ese contenido es un límite al margen de apreciación del legislador, ya que éste “debe cumplir con los siguientes requisitos: a) determinación y especificidad; b) respetar el principio de igualdad, especialmente en cuanto deben estar establecidas con parámetros incuestionables, esto es, deben ser razonables y justificadas; y c) no pueden afectar la esencia del derecho asegurado” (Tribunal Constitucional chileno, 1993, 2010).
Ahora bien, más allá de las fases, el test del margen legislativo proporcionado se constituye por los siguientes pasos:
El juez debe dilucidar si el legislador ha cometido un error evidente o abiertamente contrario a los preceptos constitucionales. Por esto, el juez debe determinar la razonabilidad del legislador en el uso del margen. Para ello, la revisión judicial debe examinar si existe arbitrariedad en la ley, a partir de las competencias del legislador, subsumiendo el proyecto de ley o la ley a la carta fundamental.
Si la inconstitucionalidad por arbitrariedad de la ley no resulta patente a primera vista y, por lo tanto, el juez constitucional tiene dudas al respecto, puede aplicar el control del margen de apreciación del legislador proporcionado como prohibición de exceso de poder. Esta fase del test se fundamenta en el sentido originario de la proporcionalidad, incluyendo la regla de subsunción.30 En ese sentido, el juez puede dilucidar si el legislador actúa o no dentro de su margen constitucional válido, recordando que el legislador no es constitucionalmente libre en el ejercicio de su competencia, ya discrecional en política, ya reglada y con esferas de discrecionalidad limitada en materia de derechos. De ahí que el juez constitucional puede confrontar directamente la legislación impugnada con el contenido mínimo del derecho reconocido constitucionalmente.
Por último, el juez debe resolver si el legislador afecta el contenido mínimo del derecho conforme a las normas vigentes en la materia. En relación con lo expresado, el juez debe considerar las normas que limitan el margen de apreciación del legislador en materia de derechos, debido a que el legislador no posee margen para afectar los derechos (Webber y Yowell, 2018; Bar-Siman-Tov, 2020).
De este modo, el test tendría como finalidad última la protección del contenido supralegal de los derechos, ya que éstos sólo son absolutos en cuatro sentidos, tal como lo afirma el profesor Pereira Menaut. Así, en un primer momento, aun cuando los derechos pueden sufrir suspensiones o restricciones parciales, no son limitables sino por motivos excepcionalmente serios, y algunos -unos pocos- no podrían ser suspendidos nunca: ningún gobierno, ni siquiera democrático y legítimo, tiene derecho a legislar o seguir una política que atente contra ellos, y en caso de hacerlo, perdería parte de su legitimidad en la misma proporción en cuanto sean los derechos infringidos y la importancia de la infracción (2006: 257-258). Además, los derechos son absolutos porque
...lo protegido por ellos -vida, libertad de expresión- tiene un valor en sí, al que no quita ni añade nada intrínseco el hecho de ser o no reconocido por las leyes. No puede ser derogado por el legislador, por grande que sea la mayoría de los votos contrarios. No recibe su legitimidad de las normas positivas o instituciones políticas; al contrario, son las constituciones, las leyes y gobiernos los que reciben su legitimidad de los derechos (ibidem, 257-258).
En tercer lugar, cuentan con esa característica los derechos en razón de que “tampoco les quita ni añade nada intrínseco el ser o no reconocidos por las costumbres y la opinión dominante. Es importante notar esto porque los derechos están lejos de haber sido aceptados unánimemente” (ibidem, 259), y es que éstos existen más allá de las opiniones que con buena o mala argumentación surjan en contra o a favor de ellos. Finalmente, el cuarto sentido está sustentado porque “tienen un valor absoluto para el constitucionalismo. Son elementos inherentes, imprescindibles, esenciales a la propia idea de Constitución” (idem).
En definitiva, el control de constitucionalidad de la ley es un mecanismo de protección indirecta de los derechos. Por ello, si el juez constitucional pesa derechos, el amparo indirecto de éstos queda sin efecto, ya que sólo las normas constitucionales son el parámetro para el control de constitucionalidad (Peredo Rojas, 2021; Brito Melgarejo, 2021). En consonancia, los derechos también son inmunes frente al legislador cuando actúa para reformar la Constitución, es decir, como constituyente secundario, ya que limitan su margen de apreciación. A mayor abundamiento, este razonamiento es reconocido en la doctrina, ya que Nogueira ha dicho que “[U]na reforma constitucional que vulnere los derechos esenciales es una reforma que carece de validez jurídica por socavar las estructuras sustantivas o materiales de nuestro Estado constitucional, concretando expresamente la caída de la omnipotencia clásica del poder constituyente” (Nogueira, 2008: 91).
IV. Conclusiones
En razón de lo anteriormente expuesto, se entiende que la ley se valida sólo si resulta razonable y proporcionada en relación con su objeto de regulación. Por ende, no basta con el mero cumplimiento de las formalidades o atender a la distinción entre ley formal y ley material, sino que es necesario comprender que la recta razón de la ley está destinada al bien común de cualquier tipo de comunidad política. De modo tal que la juridicidad de ésta depende de su conformidad con los derechos esenciales prepolíticos del ser humano.
En esa perspectiva, se debe recordar que la ley es una garantía de protección de los derechos humanos y no una herramienta sólo política de ejecución de los poderes del Estado. Por ello, un test proporcionado que evalúa la legitimidad de una ley supone considerar si aquélla es conforme con el contenido esencial y prejurídico de los derechos. De manera que la regulación de un derecho no suponga impedir su ejercicio, o restringirlo de una forma tal que vulnere su contenido mínimo constitucionalmente protegido.
Por último, cada vez que se requiera revisar la regulación legal de un derecho, importa determinar si aquélla supone un error manifiesto o evidente que la torne irrazonable. Además, si aun ese primer aspecto no resulta del todo claro, se puede revisar si la legislación es idónea al fin perseguido, o adecuada, pero sin pesar un derecho en detrimento de otro, sino constatando si la regulación es lícita conforme al contenido mínimo del derecho inalienable que debe ser protegido. Sin la regulación revisada desde la esencialidad, con una idea de juridicidad basada en la proporcionalidad como prohibición de exceso de poder, tendremos un mecanismo de protección basado en la subsunción, y no en la ponderación, respetuoso de la igual dignidad de todos los derechos universalmente reconocidos.