Introducción
¿Qué pensamos cuando escuchamos la palabra “violencia”? ¿Qué cuadro -o más exactamente qué escenario- nos dibuja la imaginación cuando nos enteramos, por ejemplo, de que en los últimos años la violencia ha tenido un papel protagónico? ¿O cuando leemos que Naciones Unidas hace un llamado para combatir este grave flagelo social? Es probable que la primera asociación se refiera a una situación de guerra: armas de alto poder, destrucción indiscriminada, genocidio, muerte. En efecto, la guerra es una manifestación flagrante, incluso paradigmática, de violencia. Durante siglos, la Historia -con mayúscula: la historia de la humanidad- era la historia de gobiernos y guerras, de conflictos políticos y la intervención del árbitro final en el campo de batalla, de conquistas y sometimientos (Arendt, 1970). Esta primera acepción tendría, pues, un claro sustento.
En un segundo momento, podríamos pensar en una suerte de variación sobre el mismo tema: guerrillas o conflictos armados en el territorio de un país, sea de índole política, religiosa, étnica, etc. Aquí también podríamos pensar en armas de distinto calibre, secuestros, asesinatos, intimidación a la población civil, restricción de las libertades básicas. Durante mucho tiempo, la asociación con la guerrilla o los conflictos armados se ubicaba en el Cono Sur y en menor medida en Centroamérica: dictaduras en Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay, guerrilla y paramilitares en Colombia, conflictos políticos en la región andina, regímenes totalitarios en Guatemala, El Salvador, Honduras y Haití1 (Sanmartín, 2004).
Una siguiente aproximación puede conducirnos a la inseguridad urbana. En el imaginario social, sigue vigente la idea de que en las grandes ciudades ocurren robos, asaltos, secuestros por horas, violaciones. Todo esto se define como un conjunto de riesgos inherentes a una fuerte concentración poblacional, donde se dan cita el hacinamiento, la hostilidad o de plano la delincuencia. En un lenguaje coloquial, este tercer círculo podría expresarse como estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Esta aseveración imprime un matiz importante al impacto o los alcances de la violencia urbana.
Finalmente, si seguimos avanzando en este ejercicio de imaginación, podemos llegar a las cuatro paredes que circundan el hogar, ese espacio que debería ser siempre un remanso de paz y tranquilidad, pero que para muchas personas es un lugar de intranquilidad, temor, inseguridad o franco maltrato. Si llegamos hasta este cuarto nivel, es posible que pensemos también -o sepamos- que las principales víctimas son mujeres y en menor proporción infantes y personas ancianas. Hasta fechas muy recientes, la violencia en casa ha sido negada con distintos argumentos, independientemente de sus altas tasas de incidencia y la gravedad del daño producido, muchas veces letal (Híjar y Valdez, 2009).
Si ahora intentamos una variante en este ejercicio de imaginación y nos preguntamos qué escenario acude a nuestra mente al escuchar la fórmula “violencia de género”, es probable que las asociaciones sean muy distintas. Tal vez el primer espacio invocado fuera precisamente el hogar y el último la guerra. ¿Por qué? En los cuatro espacios que hemos delineado como aproximaciones sucesivas, hay violencia. Y en todos ellos hay mujeres. Sin duda alguna, cada escenario deja su huella en la expresión de violencia y cada una de esas manifestaciones se redefine por género. Aquí opera una suerte de caleidoscopio que conjuga visibilidad, espacio y género. A medida que se reduce el espacio -de la guerra a la intimidad del hogar- la violencia va siendo menos visible, casi al grado de desaparecer; paralelamente, las mujeres van ganando presencia, como si sólo vivieran maltrato en sus hogares o cuando mucho en ciudades inseguras.
En los escenarios de conflicto armado, donde la violencia muestra su brutalidad sin concesiones, las mujeres son invisibles, o más exactamente, invisibilizadas. En el espacio donde las mujeres son las principales víctimas de un maltrato que también puede llegar a ser brutal, la violencia es invisible, o más exactamente, invisibilizada; en el mejor de los casos minimizada o relativizada. Y de nuevo la cuestión es por qué. Si existe violencia contra las mujeres en situaciones extremas como la guerra o en general los conflictos armados, ¿por qué no se ve? ¿Por qué no ha conquistado un sitio en el imaginario social? Es frecuente que en contextos de guerra (guerrilla o guerra civil), se señale que la violencia llega también a la población civil, pero esa violencia no afecta por igual a hombres y a mujeres. ¿Por qué no se registran las diferencias? ¿Por qué ha sido tan difícil que se reconozca la especificidad de la violencia sexual y sus efectos en las víctimas y en la comunidad? Si la violación ha sido una práctica sistemática en situaciones de conflicto armado, ¿por qué tanta reticencia a considerarla un crimen de lesa humanidad?
La violencia de género se verifica en muy diversos escenarios; los señalados en párrafos anteriores son sólo algunos ejemplos. No es un fenómeno nuevo, pero su definición y denuncia es muy reciente. Apenas en los años sesenta del siglo XX, militantes del movimiento feminista en varios lugares del mundo -de manera destacada Norteamérica y Europa- señalaron con claridad que cualquier forma de violencia era inadmisible y reivindicaron el derecho de las mujeres a disponer de su cuerpo2. Una de las primeras batallas del movimiento feminista, tanto en México como en otros países latinoamericanos, fue contra la violación: “en mi cuerpo mando yo”, rezaba una consigna muchas veces invocada3. A medida que se avanzaba en el conocimiento de la problemática, se identificaron y denunciaron sus alcances, a veces devastadores para las víctimas.
La violencia sexual -como amenaza o como realidad- está siempre presente en la vida de las mujeres. La vulnerabilidad, la sensación de inseguridad, el hecho mismo, el impacto, las posibilidades de denuncia y por supuesto de castigo al perpetrador (o perpetradores) varían sensiblemente según el sitio en el que ocurra el episodio. El objetivo de este artículo es analizar la violencia sexual en escenarios de conflicto armado: guerrillas, dictaduras militares, terrorismo de Estado. En América Latina, la experiencia ha sido constante y dolorosa. En este artículo, se aborda la situación en Guatemala, El Salvador, Haití, Colombia, Perú y Argentina. Se sabe que la violencia sexual ha sido una constante, tanto de grupos guerrilleros como de uniformados; la denuncia es escasa y la sistematización de los datos aún más. La información se ha obtenido de los informes de las distintas comisiones de la verdad en los países mencionados; en Argentina, además, hay procesos penales recientes, que han abierto brecha para la consideración de la violencia sexual como un crimen de lesa humanidad. En los documentos mencionados, se ha rescatado la voz de las víctimas -cuando ello ha sido posible- para subrayar su carácter de protagonistas del proceso.
En un primer apartado, se aborda el vínculo entre violencia social y violencia de género, que suelen abordarse como dos fenómenos separados, desarticulados. A partir de una definición de violencia cuyo principal componente es la transgresión de la voluntad, se revisan tres facetas (directa o personal, estructural y cultural), así como los diversos espacios en donde se verifica la violencia. En un segundo apartado, se estudia la violencia sexual como expresión paradigmática de la violencia de género y se analiza su inclusión en la teoría y práctica de los derechos humanos. La tercera parte está dedicada a los escenarios de conflicto armado: las condiciones específicas, la violencia perpetrada contra las mujeres y, finalmente, su carácter de delito de lesa humanidad. Por último, se formulan algunas reflexiones finales a modo de conclusión.
Violencia social y violencia de género
Para una definición
La violencia es multifacética. No hay una definición única y aun resulta difícil abordarla desde una sola disciplina. Algunos análisis, desde o con influencia de la medicina, enfatizan el daño producido: muertes, lesiones de distinta gravedad4, impacto en el sistema de salud (Híjar y Valdez, 2009). Otros estudios enfocan los medios utilizados y su eficacia: la alta tecnología al servicio de la guerra (Arendt, 1970 y Sanmartín, 2004). Otros más, principalmente en el campo de la psicología, estudian la situación de las víctimas y de los agresores (Linares, 2002). En los análisis sociológicos, se subraya el contexto en el que se produce la violencia y el peso de las estructuras (Sanmartín, 2004).
Algunos elementos importantes para el estudio de la violencia son los siguientes: intención, transgresión de un derecho, producción de un daño y ánimo de sometimiento o control (Linares, 1981).
Todo acto de violencia es intencional y por lo tanto implica ejercicio de la voluntad, tanto del perpetrador como de quien sufre el embate; es una voluntad que quiere forzar a otra y por ello se expresa en actos concretos. Conviene recordar que el reconocimiento de la voluntad de las mujeres es algo muy reciente5 y que cuando se aborda la violencia de género (por ejemplo, el hostigamiento sexual o la violación), sus palabras se ponen en tela de juicio o de plano se desacreditan6.
En relación con el derecho transgredido, a inicios del segundo decenio del siglo XXI, hay un discurso unánime sobre la prerrogativa fundamental básica de una vida libre de violencia, a la que se le reconoce alcance universal. Hasta hace muy poco tiempo, incluso en sociedades occidentales, el reconocimiento formal de muchos derechos estaba limitado por género7, raza8 o etnia9.
El daño producido puede ser físico, psicológico, sexual o patrimonial; en los casos de violencia sexual, como veremos más adelante, suelen coexistir las cuatro variantes. Ciertamente, el daño se produce siempre de manera inevitable; es una consecuencia necesaria de la violencia. Sin embargo, el objetivo no es ése sino ejercer el control, someter a la víctima de distintas maneras (Fernández, 1990). En resumen, la violencia es un acto (acción u omisión) intencional, que transgrede un derecho, ocasiona un daño y busca el sometimiento y el control. La violencia es un acto de poder.
Johan Galtung (2004) define la violencia como cualquier “reducción [evitable] en la realización humana” y sugiere, además, analizar el contexto en que ésta se produce con especial atención a las víctimas. Si bien la definición ha sido muy controvertida precisamente por su amplitud, la propuesta de integrar tres dimensiones para abordar el contexto resulta de gran utilidad. Tales facetas son la violencia directa o personal, la violencia estructural y la violencia cultural. La primera de ellas se presenta entre dos o más individuos, en las relaciones cara a cara: personas concretas involucradas en una situación determinada. Aquí entra el segundo componente: la violencia estructural. Ésta se ubica en el marco institucional, que nos indica cómo está organizada la sociedad, qué normas se consideran importantes (incluso determinantes), y cómo se resuelven o dirimen casos concretos. Finalmente, la violencia cultural se aprecia en el lenguaje, el arte o la religión, que crean y reproducen parámetros de desigualdad, discriminación o franca violencia10.
Pensemos en una violación. El perpetrador y la víctima son dos personas concretas (violencia directa) involucradas en una situación específica; si sólo se enfocan las características individuales del agresor y de la víctima, el análisis será muy limitado. La violación no es resultado de una patología individual ni ocurre únicamente en determinadas condiciones de riesgo. Si observamos la parte estructural, podemos apreciar una norma legal que tipifica el hecho como delito grave, que lo agrava aún más en ciertas circunstancias (por ejemplo, por parentesco) y lo atenúa en otras (por ejemplo, por matrimonio). En escenarios de conflicto armado, la organización de la sociedad se ve trastocada de distintas formas, las normas jurídicas pierden rigidez y se habla incluso de un colapso del Estado de derecho, incapaz de cumplir la función básica de brindar seguridad a la población (CLADEM, 2007). Finalmente, en la cultura encontraremos que el discurso de condena coexiste con la vigilancia crítica -incluso severa- del comportamiento femenino: qué hizo la mujer, cómo iba vestida, a qué hora sucedió el hecho, en qué lugar. La interacción del componente estructural con el cultural se aprecia claramente en los procedimientos legales: un reducido número de denuncias, un juicio largo, doloroso y muchas veces ineficaz, muy pocas sentencias condenatorias. En escenarios de conflicto, aumenta la violencia en las tres variantes del modelo de Galtung y se potencia la destructividad: más casos de violencia sexual, mayor severidad de los actos, ineficiencia de la estructura institucional para atender a las víctimas y perseguir los ilícitos, clima de impunidad en una cultura que reconoce la violencia social pero naturaliza -y con ello vuelve invisible- la violencia de género.
Los espacios de la violencia
La violencia ocurre en muy diversos espacios. Toda interacción humana se realiza en un contexto social que debe ser analizado cuidadosamente. Una primera división de espacios sociales se sustenta en la dicotomía público-privado. Por un lado, se recluye a las mujeres -imaginariamente- en el ámbito doméstico y por otro, se excluye éste de la regulación estatal; por ello la presencia de las mujeres fuera de la casa se ve como algo excepcional (aunque esté muy extendida) e incluso como una anomalía (Serret, 2008). Por ello también la violencia en casa no se reconoce como tal (Híjar y Valdez, 2009).
En el análisis de la violencia, hay que abordar las características individuales de las personas implicadas, así como el contexto en el que se verifica el episodio. ¿Cuáles son los espacios en los que se produce violencia sexual? ¿Cómo analizar la especificidad de cada uno de ellos? ¿Cuál es el peso de las estructuras y de los discursos culturales en cada lugar concreto? Empecemos ahora por la intimidad del lecho conyugal. El hombre que exige una relación sexual a su esposa actúa en función de un aprendizaje que inició desde la infancia, acorde con los mandatos de determinadas instituciones y desde luego la conformación patriarcal de la sociedad; así, la violación en el matrimonio se define como una prerrogativa del marido (Kaufman, 1999), que la esposa debe cumplir sin cuestionar. Con una cierta variante de grado, también se condona la violación en una cita amorosa, porque se considera otro espacio de privilegio masculino; si la mujer acepta cine y cena, se entiende -en esa lógica patriarcal- que también acepta cama (Brownmiller, 1993). Si la violación ocurre en cualquier otro sitio (la escuela o el trabajo, por ejemplo) y el perpetrador es un conocido, ese sólo hecho sirve para mitigar el acto. El acento se desplaza a la relación previa y a las palabras o actos de las mujeres; además, suele pensarse que hay muchas denuncias falsas, formuladas con el solo propósito de perjudicar a un varón. Si el violador es un desconocido y el acto sucede en la calle o el transporte público, entonces la culpa se desplaza a la mujer por haberse colocado en una situación de riesgo: la calle no es su espacio; si además es de noche, la condena puede formularse sin concesiones11. Todos estos discursos se reproducen, fortalecidos, en escenarios de conflicto armado.
En síntesis, aunque con notorias variantes de forma y severidad, en todos los espacios del entramado social existe violencia sexual, expresión paradigmática de la desigualdad de género.
Violencia sexual y derechos humanos
El análisis de la violación ha sido una preocupación de vieja data del feminismo, tanto en el terreno de la militancia política como en el quehacer académico. Desde los años setenta del siglo pasado, en varios países de América Latina, se han denunciado enfáticamente algunos aspectos de la problemática: su carácter de ataque a la libertad y la intimidad de las mujeres12, las altas tasas de incidencia en distintos espacios, la falta de datos confiables por la magnitud de la cifra negra, las dificultades para denunciar, los obstáculos muchas veces insuperables en los procesos legales, el estigma que se coloca en las propias mujeres, la escasez de servicios especializados para las víctimas, etc. Se ha subrayado también el clima de impunidad en el que transcurre la violencia sexual (Hercovich, 1997) y (CLADEM, 2007).
La lucha contra la violencia sexual se ha centrado en la violación; es decir, el sometimiento corporal para obligar a la víctima a tener una relación coital13. Sin embargo, hay muchos otros actos de coerción sexual: miradas insistentes, palabras soeces, insultos, bromas con contenido lascivo, tocamientos no deseados, críticas abiertas o veladas sobre el aspecto físico, persecuciones, exhibicionismo, etc. Antes de la imposición de la cópula, las mujeres están sometidas social y culturalmente; han sido construidas como seres violables, víctimas socialmente autorizadas para ventilar la hostilidad de los hombres. Fantasía masculina, pesadilla femenina, la violación se recrea como práctica erótica proscrita, fuente de poder masculino, demostradora de virilidad (CLADEM, 2007) y (Aucía, et al., 2011).
La violación sexual no es un fenómeno nuevo. Tiene una historia que, como toda historia de violencia, está cifrada en la cultura y relacionada con la libertad14. La apropiación de los cuerpos de las mujeres se ha vinculado con la esclavitud, práctica milenaria universal; los pueblos conquistadores hicieron de los hombres fuerza de trabajo y de las mujeres objetos de placer y fuerza de trabajo. En nuestro continente, han sido utilizadas como botín de guerra antes y durante la conquista española, en las guerras de independencia, y más recientemente en los conflictos étnicos, en las dictaduras militares, en las luchas por los territorios ocupados por bandas de narcotráfico (CLADEM, 2007).
La violación entró en la ley de manera oblicua, como un delito contra la propiedad; en esa lógica, el violador vulneraba el derecho de otro hombre: el dueño de la mujer15. Por ello la violencia sexual contra las mujeres ha sido utilizada como estrategia de sometimiento y control sobre las propias mujeres o contra el grupo al que pertenecen o representan. Este proceso de cosificación impide reconocer a las mujeres como seres con voluntad propia y, en consecuencia, definir la violencia como un ataque a su libertad. Esto se logra, en el terreno formal, apenas en la segunda mitad del siglo xx.
Paralelamente, la historia de los derechos humanos es la historia del reconocimiento de la libertad y la dignidad: todas las personas deben disfrutar un conjunto de prerrogativas básicas que les permitan una vida digna. El sujeto de los derechos humanos, que en sus orígenes (fines del siglo XVIII) era muy acotado, se ha ampliado sensiblemente hasta ostentar, por lo menos en el nivel declarativo, un carácter universal. En 1926, la Convención contra la esclavitud, que veintiséis años más tarde sería complementada, condena expresamente el ejercicio de derechos de propiedad (o algunos de ellos) sobre otra persona; curiosamente, ese documento no abordó, siquiera marginalmente, la condición específica de las mujeres.
Ya entrada la segunda mitad del siglo XX -en 1979, para decirlo con exactitud- Naciones Unidas abre a firma la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres (CEDAW, por sus siglas en inglés), elaborada con base en la Convención contra la discriminación racial. Años más tarde, en 1992, el Comité respectivo señaló que la noción de discriminación “incluye la violencia basada en el sexo, es decir, la violencia dirigida hacia las mujeres por ser mujeres o porque las afecta en forma desproporcionada” (Comité CEDAW, 1992).
A menos de un decenio del final del siglo, la violencia contra las mujeres no había sido reconocida como una transgresión específica a sus derechos humanos; en 1993, el Plan de Acción de la Conferencia Internacional sobre Derechos Humanos que se realizó en Viena, señala la necesidad de eliminar “cualquier acto de violencia basado en el género que dé por resultado un daño físico, sexual o psicológico, o sufrimiento para las mujeres, incluyendo las amenazas de tales actos, la coerción o privación arbitraria de la libertad, sea que ocurra en la vida pública o privada” (artículo 1o). Más que una definición de violencia, la Declaración de Viena ofrece una tautología: “acto de violencia basado en el género”. Enfatiza el daño producido y, a guisa de ejemplo, señala la privación de la libertad. Un acierto indudable es ampliar los espacios, de tal suerte que el Estado tiene responsabilidad de atender a una víctima aun si la violencia ocurre en la esfera privada.
La Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, emitida un año más tarde en Belem do Pará (Brasil), ofrece la siguiente definición: “debe entenderse, por la violencia contra la mujer, cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado” (artículo 1o). Se habla de violación, abuso sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso sexual; todas estas variantes pueden presentarse, de acuerdo con la Convención, tanto en la unidad doméstica como en la comunidad. Además, señala expresamente la violencia perpetrada por agentes del Estado. La violencia de género, en el texto de la Convención, queda ejemplificada a partir del ámbito más pequeño (la pareja y la familia) al más amplio (que refiere a la intervención estatal).
Hasta aquí la generalidad de la Convención de Belem do Pará. El Informe mundial sobre la violencia y la salud (Krug et al., 2003) no avanza mucho en precisión y conserva las tautologías. Este documento define la violencia sexual como:
Cualquier acto sexual, el intento de lograr un acto sexual, los comentarios o las insinuaciones de carácter sexual no deseados, o los actos de trata o de otro tipo, dirigidos contra la sexualidad de las personas, empleando la coerción, realizados por cualquier persona (...) en cualquier entorno.
Como puede verse, es una definición bastante amplia: cualquier acto de índole lasciva que se realice en contra de la voluntad de la víctima. Sin duda alguna, la falta de consentimiento es fundamental para entender la dinámica, los procesos y las consecuencias de la violencia sexual. Todo ello se ve exacerbado en una situación de conflicto armado; los cuerpos de las mujeres son también campos de una batalla simbólica donde cristaliza la humillación, el sometimiento, la violencia.
Violencia sexual en escenarios de conflicto
El conflicto social vulnera la estabilidad democrática. Esta fragilidad es tierra fértil para las transgresiones constantes a los derechos humanos y para generar un clima de impunidad. Si en algunos contextos (urbanos y rurales), las mujeres podían transitar con relativa seguridad, el primer cambio que se registra es el miedo. La sola presencia de militares, guerrilleros o simplemente hombres armados por cualquier motivo genera una profunda inseguridad. Las mujeres saben que pueden sufrir hostigamiento (miradas, chiflidos, comentarios sarcásticos), que las palabras rápidamente pueden convertirse en tocamientos indeseados y que de ahí a la violación el trecho puede ser muy breve.
Los conflictos represivos tienen una impronta masculina: son decididos y protagonizados por hombres, en función de sus intereses. El imaginario que se construye en torno a la guerra exalta cualidades como el valor, el coraje, la fuerza, la intrepidez, el desapego, la insensibilidad. Todo ello conduce a una idea específica de masculinidad. La participación en actividades militares o vinculadas con la militarización es en sí misma fuente de prestigio porque implica valores culturales asociados con la hombría. También la violación se considera demostradora de virilidad, sobre todo en un contexto en el que la vida cotidiana e institucional está totalmente trastocada.
Paralelamente, la violencia sexual es parte del imaginario de muchas mujeres; en escenarios de conflicto armado, esa presencia -como hecho real o como amenaza- aumenta notoriamente. Si en general se minimiza la violencia de género, en escenarios de conflicto queda subsumida en la violencia social y se ve como algo aislado o simplemente no se ve; si la violación habitualmente se percibe como una patología individual, un problema particular de algunos (pocos) hombres desequilibrados, en situaciones de conflicto armado las patologías se normalizan. Si comúnmente se ignora la magnitud del fenómeno, se relativizan sus efectos o se inculpa a las víctimas, en escenarios de conflicto, todo esto se naturaliza. La violencia contra las mujeres es prácticamente invisible, la denuncia que era escasa se vuelve nula y las consecuencias se ignoran por completo. La imagen en bloque sobre la violación (Hercovich, 1997) se fortalece; entonces aparecen como innatas o naturales la capacidad de los hombres para ejercer violencia y la correlativa capacidad de las mujeres para aceptarla. En contextos de violencia extrema, la violencia contra las mujeres, que suele ser también extrema, se oculta en ese discurso paradójico. Cuando mucho, se le coloca una pequeña etiqueta de “consecuencia” de la violencia social y se la condena al silencio, invocando el pudor16. La vergüenza se coloca en las víctimas. La negación individual es negación social.
Las desigualdades se exacerban en escenarios de conflicto y perviven en los procesos de reconstrucción. En los siguientes incisos, veremos la conformación de espacios de vulnerabilidad en virtud de los conflictos sociales o políticos, el horror de la violencia que puede producirse en su interior, así como las dificultades para su definición como crímenes de lesa humanidad.
Los escenarios
Varios países latinoamericanos han sido escenario de conflictos sociales durante las últimas décadas del siglo XX. En Guatemala, el conflicto se inició formalmente en 1962 y duró más de tres décadas. Por parte del Estado, participaron las fuerzas armadas, policías militares y patrullas de autodefensa civil; por parte de la insurgencia, hubo movimientos revolucionarios, frentes estudiantiles, frentes guerrilleros y organizaciones sociales. El conflicto terminó oficialmente en 1996, con la firma del Acuerdo de Paz Firme y Duradera entre el gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) encontró una alta incidencia de violencia sexual perpetrada por militares, sobre todo en zonas rurales o indígenas. El Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica denunció violencia sexual en las masacres ocasionadas por la guerra civil. En el juicio por genocidio en contra de Ríos Montt (presidente en 1982 y 1983), se denunció que las violaciones a las mujeres eran parte fundamental de los ataques sistemáticos a la población ixil.
El Salvador registra grandes desigualdades económicas y sociales. El conflicto social duró de 1981 a 1992. Empezó con la ofensiva del Frente Farabundo Martí por la Liberación Nacional (FMLN)17 y concluyó con los Acuerdos de Paz. La Comisión de la Verdad contabilizó 5,293 personas desaparecidas, torturadas o asesinadas (CLADEM, 2007).
Aunque no abordó directamente la violencia sexual, consigna el hecho de que las combatientes (aproximadamente 30% del FMLN) sufrieron acoso sexual, abortos forzados y expulsión por embarazos. Algunos testimonios dan cuenta de la violencia sexual utilizada tanto por el ejército revolucionario, que entraba en los poblados y atemorizaba a la población, como por los uniformados (escuadrones de la muerte, policías y militares).
En Haití, a partir de 1993, el gobierno de facto que destituyó al presidente Aristide utilizó la represión como forma de control. Miembros del ejército, de la policía y de grupos paramilitares violaban a las mujeres por sus actividades políticas, su pertenencia a una organización popular, las actividades del esposo, hijo, padre, novio, etc. Destruían cualquier movimiento democrático por medio del terror (CIDH, 1995).
En Colombia, hay una larga historia de violencia social. La guerrilla atacaba a los ricos terratenientes, secuestraba y extorsionaba.
A partir de los años 90, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) intensificaron sus ataques en zonas urbanas. Se dice que cuentan con veinte mil combatientes (CLADEM, 2007). Los grupos paramilitares, por otro lado, han tenido respaldo económico de las élites de terratenientes y del narco. Al iniciar el nuevo siglo, se acordó el cese de las hostilidades y se anunció la desmovilización. Ya no hay masacres, aunque persiste la violencia selectiva.
Los grupos guerrilleros no incluyeron reivindicaciones de género, pero sí convocaron a mujeres de sectores marginales a unirse a su lucha. Al igual que en El Salvador y Guatemala, las colombianas constituyeron un porcentaje importante en los ejércitos revolucionarios, donde también fueron subordinadas, resintieron la división sexual del trabajo y, en muchos casos, fueron también víctimas de acoso sexual fuerte y frecuente. Además, el imaginario que se construye en torno a las guerrilleras o simplemente mujeres rebeldes y subversivas, asociadas con movimientos radicales, es un ejemplo claro de violencia cultural (Galtung, 2004): no se les reconoce la inteligencia ni la capacidad de decisión para unirse a una lucha determinada; se las define más bien como egoístas, apasionadas, buscadoras de sexo. Un suboficial comenta: “[las guerrilleras] eran muy peligrosas; en eso insistían mucho [los instructores de la Escuela de las Américas]... siempre eran apasionadas y prostitutas, y buscaban hombres” (Aucía, et al., 2011: 32). Se les acusa continuamente de ser malas madres o de no merecer tener hijos.
En Colombia, las mujeres en mayor riesgo han sido, históricamente, indígenas, afrodescendientes, campesinas, pobladoras de barrios urbanos marginales y, de manera destacada, las desplazadas. En un primer momento, los grupos armados limitan y controlan los movimientos de la población mediante el confinamiento. La presión es tal que la gente decide huir. Se estima que hay poco más de tres millones de personas desplazadas por violencia, de las cuales el 75% son mujeres e infantes18. Perdieron todo su patrimonio y muchas veces fueron obligadas a presenciar ejecuciones masivas o torturas a sus seres queridos. En ese contexto, ellas mismas pueden minimizar la violencia sexual que sufren. Quienes intentan denunciar, advierten que la impunidad es una realidad tan contundente como la propia violencia.
En Perú, el conflicto armado duró de 1980 a 2000. El Partido Comunista Sendero Luminoso inició una “guerra popular” contra el Estado. La Comisión de la Verdad y Reconciliación calcula un saldo de sesenta mil personas muertas; el período más intenso fue de 1986 a 1992. Las condiciones de marginación de las mujeres se agudizaron. Sufrieron violaciones, abuso sexual, abortos forzados, prostitución y más miseria. La violencia se presenta también en las organizaciones subversivas, como el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru y el Partido Comunista, lo que dificulta la denuncia. La violencia sexual se da en forma masiva en incursiones, masacres y territorios de bases militares. Las mujeres más vulnerables son las rurales y, entre ellas, las indígenas monolingües (quechuahablantes).
En Argentina, a partir de 1984, se intentó documentar las agresiones sexuales cometidas por las fuerzas armadas entre 1976 y 1983.
En 2006, se abren los procesos penales y algunas de las víctimas empiezan a contar sus historias. La violencia sexual fue perpetrada en distintos espacios: las casas de las víctimas, otras casas, la vía pública, las cárceles y, de manera destacada, los centros clandestinos de detención.
Argentina vivió un Estado terrorista, que ciertamente es un estado de excepción. El Estado militar militariza. El terrorista es un Estado militar que, además, utiliza el crimen y el terror. Hay dos formas paralelas de aparatos coercitivos: uno estatal (leyes, poder judicial, instancias de seguridad) y otro clandestino, que es justamente el que siembra el terror: detenciones, secuestros y torturas que ocurren al margen de las actividades estatales. No se sabe quién fue el secuestrador ni dónde está. El Estado terrorista es un enemigo no reconocible porque no usa insignias, uniformes ni banderas; mimetizado con la sociedad civil, genera el pánico indiscriminado, literalmente de todos contra todos.
Para concluir este inciso, hay que señalar que en México, aunque no exista dictadura militar ni terrorismo de Estado, aunque no haya un conflicto social declarado que involucre a las fuerzas armadas y convoque a un movimiento insurgente, es posible identificar varios escenarios de vulnerabilidad para las mujeres y alta incidencia de violencia sexual: en el norte los feminicidios, ocurridos desde los primeros años de los noventa en Ciudad Juárez, Chihuahua; en el sur, mujeres rurales e indígenas violadas por soldados en escenarios de conflicto en Guerrero y en Chiapas, así como numerosas violaciones a mujeres centroamericanas migrantes. En el centro, en San Salvador Atenco fueron violadas 30 mujeres en mayo de 2006, por integrantes de las fuerzas represivas del Estado.
El horror de la violencia sexual
En distintos espacios, las mujeres están expuestas a variadas formas de violencia sexual, desde las miradas lascivas hasta la violación tumultuaria y serial19. La violencia abarca un amplio espectro de manifestaciones que varían en recurrencia y severidad: gestos obscenos, palabras soeces, burlas del aspecto físico, persecuciones, tocamientos, manoseos, mordidas, abuso sexual, violación. Las mujeres saben qué es el hostigamiento -de propios y extraños- y desarrollan diversas estrategias para lidiar con él. Muchas mujeres sufren una violación en algún momento de su vida. Algunas de ellas tienen esa dolorosa experiencia más de una vez y todavía algunas más son sometidas a una violación tumultuaria. En tiempos de paz, esta forma de violencia extrema no es una experiencia común ni generalizada; es una situación excepcional.
En escenarios de conflicto armado, el espacio se redefine drásticamente. Esto significa que las condiciones de riesgo se multiplican y aumenta exponencialmente el número de víctimas; no hay lugares seguros porque los contendientes -guerrilleros, soldados, paramilitares- se adueñan de todos los espacios. La violencia se produce de manera reiterada; la violencia extrema implicada en una violación tumultuaria es una experiencia común y generalizada. Significa, en síntesis, una vivencia inenarrable de horror.
La violencia sexual contra las mujeres ha sido un arma de guerra ampliamente utilizada por los distintos actores en el conflicto. El objetivo es sembrar el terror en las comunidades, obligar a la gente a huir, acumular “trofeos de guerra” como esclavas sexuales, atemorizar al máximo a las mujeres y debilitar a los hombres del grupo enemigo. El sacerdote jesuita Ricardo Falla, en el juicio de genocidio en Guatemala, señaló que las masacres revelaban la existencia de un plan: los soldados rodeaban un pueblo, separaban a los hombres, violaban a las mujeres y luego mataban a la población e incendiaban la localidad (FIDH, 2013). La violación es un ataque contra los hombres enemigos: someten a sus mujeres.
La presencia militar o paramilitar en una comunidad determinada es en sí misma fuente de inseguridad y temor; para las mujeres, es una amenaza permanente. Los testimonios recogidos por diversas organizaciones revelan que la violencia se inicia con actitudes corporales y desplantes: ver de manera insistente, “desnudar” con la mirada, morderse el labio inferior, frotarse los genitales. Siguen las palabras soeces, las alusiones directas al cuerpo de la mujer con un lenguaje vulgar, las persecuciones, las amenazas directas de violación. En un espacio público, donde la presencia militar se ha impuesto sin concesiones y la gente se acostumbra a ver uniformes en todos lados, el hostigamiento verbal se vuelve totalmente invisible.
Una siguiente etapa es la desnudez y el exhibicionismo, que varios informes señalan como recurrentes y sistemáticos. En Guatemala, Colombia, Perú, Argentina, entre otros escenarios, las mujeres eran obligadas a permanecer desnudas a campo abierto, con las piernas abiertas (CLADEM, 2007). La exposición de los cuerpos (principalmente de mujeres, pero también de algunos hombres) fue una práctica frecuente en Perú y en Colombia. También obligaban a las mujeres a quitarse toda la ropa y bailar delante de sus maridos. A veces, las dejaban atadas a la cama durante horas, exhibiendo sus genitales. En palabras de un detenido argentino: “me hacían tocarla para ver que estaba colgada o atada, desnuda absolutamente; hacen obscenidades y las relatan” (Aucía, et al., 2011: 37).
A las agresiones verbales, el hostigamiento, las persecuciones, la desnudez forzada y los tocamientos, sigue la violación. Numerosos testimonios dan cuenta de que las mujeres fueron agredidas en distintos espacios: sus propias casas, los cuarteles del ejército, las cárceles y, en el caso del terrorismo de Estado que se vivió en Argentina, en los centros clandestinos de detención. Cada sitio imprime su propia huella a la experiencia del sometimiento sexual.
En escenarios de conflicto, la propia casa es un sitio inseguro. La Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú anota que entre 1980 y 2000 hubo numerosos actos de violencia sexual cometidos tanto por agentes del Estado como por grupos subversivos; irrumpían en las comunidades, entraban en las casas y violaban a las mujeres. Muchas de ellas fueron atacadas por integrantes de su propio bando. El control social de las mujeres parece diluir las barreras ideológicas. Una mujer refiere que fue encerrada en su casa durante seis días; los soldados la violaban y le exigían determinadas conductas: cocinarles, lavar su ropa, desnudarse y bailar para ellos, etc. (CVR, 2003). El control sexual implica también un reforzamiento del rol doméstico.
Las violaciones en cuarteles del ejército, delegaciones de policía y cárceles también fueron frecuentes. Algunas mujeres fueron llevadas con engaños; les decían que habían detenido a su marido o compañero, que había muerto y ellas tenían que identificar el cadáver, o bien que se requería alguna declaración de trámite; una vez ahí, las detenían y las violaban en ese o en otro sitio. En Perú, los militares detenían a cualquier mujer “por vínculos con los senderistas”, la llevaban a la base y la violaban (CVR, 2003). Incluso los recintos institucionales implican un riesgo porque la estructura de legalidad está vulnerada y reina una total impunidad. Las víctimas eran guerrilleras, activistas, mujeres vinculadas con algún guerrillero (por matrimonio, parentesco o amistad) o civiles, sin nexo alguno con los actores en el conflicto. El factor de riesgo no era la actividad política sino el ser mujer.
En Guatemala, las mujeres indígenas fueron severamente agredidas; los soldados se ensañaban con ellas por ser mayas. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico recoge varios testimonios que dan cuenta de las violaciones tumultuarias: a veces el último soldado que las violaba, las mataba. Si alguna les caía bien, la dejaban ir. Había mujeres que se desmayaban y cada vez que recuperaban el sentido, encontraban un hombre distinto encima de ellas. Algunas morían durante el ataque y ni así se detenían los agresores (CLADEM, 2007 y CEH, 1999). La primera declaración testimonial en el juicio de genocidio en Guatemala fue de una mujer ixil, que habló en quiché: “yo estaba regresando del mercado, con la comida atada a mi espalda y con un niño en mi pecho. Un soldado me sujetó los brazos mientras otros dos me violaban... le conté a mi marido y él dijo que yo tenía la culpa por haber salido de la casa en vez de estar con los niños” (FIDH, 2013: 14).
Las activistas, militantes de organizaciones populares, de solidaridad o de oposición eran catalogadas, por las fuerzas armadas, como terroristas. Y ser terrorista era sinónimo de mujer fácil, mala madre, destructora de la familia y corruptora de la sociedad (CLADEM, 2007). Se les censuraba severamente haber salido de su espacio natural, el doméstico, y por añadidura actuar en contra del régimen. Se les amenazaba con esterilizarlas (porque no merecían tener hijos) o con infectarlas con VIH. Ambas prácticas fueron frecuentes en varios escenarios.
En los centros clandestinos de detención que existieron durante la dictadura argentina, las mujeres vivieron de manera reiterada todas las formas de violencia ya descritas y algunas otras de mayor severidad. La clandestinidad implica aislamiento y esa es la base del terror. La desnudez forzada y el exhibicionismo eran inevitables porque las duchas no tenían puertas y siempre había soldados apostados frente a ellas. Las mujeres relatan numerosas agresiones sexuales: tocamientos, insultos, golpes, penetraciones en la boca y en la vagina. También había violaciones con objetos; cuando éste era una pistola, el mensaje de muerte era bastante obvio.
En los centros clandestinos, se vivió algo adicional a los otros escenarios de conflicto: la tortura. A muchas mujeres se les aplicó la picana (instrumento de descarga eléctrica) debajo de la lengua, en los pezones, los genitales y el ano. No se buscaba información ni había interrogatorio. Preguntaban por su vida sexual y alguno de los hombres presentes se masturbaba durante la tortura. Las amenazas eran constantes: “Esto se llama corto eléctrico. Vos no vas a poder tener hijos” (Aucía et al., 2011: 55).
Las violaciones tumultuarias eran también una práctica frecuente: “Fui violada por más de veinte hombres tres y cuatro veces al día. No eran los mismos. Una forma más de degradación. La idea era convertirte en nada” (Ibídem: 59). Algunas mujeres embarazadas o amamantando también eran torturadas con picana y violadas en grupo. Hubo casos de empalamiento y mutilaciones genitales o de senos. La intención era castigarlas, “destruir a la persona que quedaba adentro, esa que la picana no podía tocar (...) anular a la persona, degradarla, humillarla” (Ibídem: 2011: 46).
En estas historias de horror indescriptible, había un continuum paralelo: llamarlas putas. Es un insulto reiterado que acompaña el hostigamiento verbal, las amenazas, los tocamientos, el abuso, la violación simple, la violación instrumental y la violación tumultuaria. El director de uno de los centros clandestinos de detención (apodado Charly por asociación con el actor Charles Bronson) decía que las detenidas eran sus mujeres, sus putas. Y para coronar la ofensa, cuando las agredían, las violaban o las torturaban, les decían que les gustaba. “Dale más que le gusta”. Si les gusta, es por que son putas. Y si son putas, en esa lógica patriarcal, merecen que las traten así.
La vergüenza se coloca en las víctimas. Algunas de ellas, entrevistadas a más de tres décadas de distancia, por primera vez hablaban del horror vivido en esos centros. Se sentían culpables porque las culpabilizaba la sociedad, la cultura, las relaciones familiares; el estigma seguía recayendo en ellas. Aunque sea extrema, si las principales víctimas son mujeres, la violencia es silenciada.
Crímenes de lesa humanidad
A lo largo de la historia, se han perpetrado violaciones masivas de mujeres en situaciones de conflicto. Algunos ejemplos pueden ubicarse en Argelia, Vietnam, Ruanda, Camboya, Sierra Leona, Liberia, Bosnia Herzegovina; en nuestro continente, las dictaduras articuladas por el plan Cóndor en América del Sur. A partir de la segunda guerra mundial, se han denunciado represiones, genocidios, torturas, y los excesos de esa violencia se han condenado tanto jurídica como socialmente. Con la violación sexual ha ocurrido algo distinto: se esconde e invisibiliza en la vergüenza, la culpa, el temor y la estigmatización de las víctimas. Los tribunales internacionales de Nuremberg y de Tokio fueron totalmente omisos al respecto. La violencia sexual se aborda por primera vez en los tribunales penales internacionales para juzgar crímenes de guerra en Ruanda y la ex Yugoslavia, en 1994.
En América Latina, las comisiones de la verdad no han investigado la problemática de manera directa y específica. La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú señaló que la violencia sexual “fue vista como un daño colateral o un efecto secundario de los conflictos armados” (CVR, 2003). La Comisión para el Esclarecimiento Histórico en Guatemala también la abordó de manera secundaria, casi tangencial. En El Salvador aparece en un esquema totalmente marginal porque no se incluyó en el diseño de la investigación, aunque se sabe que ocurrió de manera sistemática. En México, la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó al Estado por la muerte de 8 mujeres por falta de investigación adecuada; la sentencia de Caso Algodonero, que aborda directamente los feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez, es un documento histórico que marca un hito en la lucha contra la violencia de género. Otro caso importante fue la violación de Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega, indígenas me’phaa, por integrantes del ejército mexicano; la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió que el Estado mexicano era responsable de los delitos cometidos y ordenó que la investigación fuera hecha por un tribunal del fuero civil. En estos episodios de violación y tortura, hay un componente racial que no debe pasar inadvertido; en Guatemala, se pretendía la eliminación de la población ixil; en la región andina y en México, las mujeres indígenas son devaluadas por su condición de género y también por su origen étnico.
Las mujeres también minimizan las violaciones a sus derechos humanos. No quieren denunciar por varias razones. Por un lado, sienten vergüenza y culpa; esos sentimientos forman parte del imaginario social vigente en torno a la violación (Hercovich, 1993), son reforzados por los propios agresores y también, de manera muy significativa, por las familias y las comunidades. En los procesos de reconstrucción, pervive esa sensación de suciedad, menoscabo, pérdida de valor. Todo ello se encapsula en el silencio. El Comité Latinoamericano por la Defensa de los Derechos de las Mujeres (CLADEM) entrevistó a 18 personas (14 mujeres y 4 hombres) que fueron secuestradas/os en distintos lugares de Argentina entre 1974 y 1978; a más de treinta años de distancia, por primera vez hablaban de la pesadilla vivida en el encierro. La memoria permanecía intacta.
Otro motivo para no denunciar es el miedo. Las mujeres han sufrido burlas y humillaciones y saben que las instancias de impartición de justicia son funcionales a ese sistema de dominación patriarcal. Hay una sensación de enorme desamparo. Los juicios contra los militares han tenido una ceguera de género. El criterio judicial ha sido considerar las denuncias de violencia de manera separada y desde luego menos grave que las denuncias por torturas. Incluso se dio el caso de una mujer que había sido torturada y luego acusada de denunciar la violación sexual por despecho (Aucía, et al., 2011).
En Argentina, después del restablecimiento de la democracia, sólo una mínima proporción de los delitos sexuales se han denunciado ante la Comisión correspondiente. No ha habido una política judicial para su investigación. Además, hay mayores dificultades para probar la violencia sexual que la tortura. Para lograr su definición como crimen de lesa humanidad, se ha requerido la acción concertada de las organizaciones feministas y de derechos humanos. En febrero de 2010, CLADEM y el Instituto de Género, Derecho y Desarrollo de Argentina se presentaron como amicus curiae en la causa 4012 (juicios de lesa humanidad en la última dictadura argentina): privación ilegal de la libertad, tormentos, homicidio. El militar en jefe Santiago O. Rivera fue condenado por el juez y por la Cámara de apelaciones por otros crímenes, pero no por violaciones sexuales, consideradas “eventuales y no sistemáticas”, y por lo tanto no constitutivas de crímenes de lesa humanidad. El amicus plantea la necesidad de analizar los contenidos de los testimonios y la frecuencia de los ataques sexuales.
En abril de 2010, el Tribunal Oral Federal de Santa Fe condenó a un militar a 15 años de prisión por secuestro y torturas. Se reconoce que “la violencia sexual cometida en los centros clandestinos de detención fue parte del plan sistemático de represión ilegal y por lo tanto constituye un delito de lesa humanidad, imprescriptibles”. El fiscal señaló: “en contextos de conflictos y/o represión, los cuerpos de las mujeres afectadas se transforman en campos de batalla y, a través de la violencia sexual, los varones imponen de manera cruel el poder” (Aucía et al., 2011: 12-13). En otro juicio, la violación ya no fue subsumida en la figura de “tormentos”, sino un delito específico de lesa humanidad.
A modo de conclusión
La violencia es multifacética. La violencia sexual es expresión paradigmática de la desigualdad de género y de la hegemonía patriarcal. Por ello es importante recuperar el vínculo entre violencia social y violencia de género, analizar los contextos que invisibilizan a las mujeres o bien minimizan la violencia que se dirige específicamente contra ellas. En tiempos de paz y en tiempos de guerra, el uso de los cuerpos de las mujeres para procurar placer masculino ha sido una constante; en ambos casos, se promueve una imagen de masculinidad potente y avasalladora que hace que la culpa se desplace a las mujeres. La imagen en bloque de la violación está presente en la construcción de género y facilita la elaboración de un estigma que sigue colocándose en las mujeres. Los testimonios de algunas víctimas de violencia sexual revelan que la culpa se deposita en ellas, a partir de concepciones rígidas de los espacios sociales y los roles de género.
En el campo de los derechos humanos, el reconocimiento de la violencia de género es muy reciente. La CEDAW y posteriormente la Convención de Belem do Pará son instrumentos clave para entender la especificidad de la violencia sexual como una transgresión a los derechos humanos. Aun en ese nivel formal y declarativo, existe una clara reticencia a reconocer que la violencia contra las mujeres existe en su propia especificidad y no únicamente como corolario de otras transgresiones. En el terreno de la práctica, las dificultades son más severas.
En escenarios de conflicto armado, las mujeres son particularmente vulnerables porque la estabilidad democrática está severamente trastocada, se naturaliza la violencia y las agresiones a las mujeres se vuelven invisibles. La experiencia latinoamericana muestra escenarios de horror, donde las mujeres han sufrido la violencia de soldados, paramilitares, guerrilleros e integrantes de bandas o pandillas. Incluso la violencia extrema se considera un daño colateral, secundario, inevitable. Ciertamente, las comisiones de la verdad han denunciado la existencia de la violencia sexual, pero en los informes respectivos sigue apareciendo de manera colateral. En los casos donde se han recogido testimonios de las mujeres agraviadas, se tiene una información valiosa sobre la violación como arma de sometimiento y control. Es importante recuperar esas voces y darles el peso que les corresponde.
La inclusión de la violencia sexual en el catálogo de crímenes de lesa humanidad es una tarea en curso; gracias a las acciones conjuntas de diversos actores sociales, de manera destacada las organizaciones de mujeres y de derechos humanos, se han logrado algunos avances en este terreno. Recientemente, en junio de 2014, la actriz Angelina Jolie, embajadora de Naciones Unidas para los refugiados, presentó un Protocolo internacional para la adecuada investigación de la violencia sexual como arma de guerra. Sin duda alguna, el tema es importante en los debates contemporáneos sobre derecho humanitario y específicamente la situación de las víctimas.
Hasta ahora, la violación se ha visto como una expresión de la sexualidad (masculina, por supuesto) y se ha condonado, en mayor o menor grado, según el espacio en el que se verifique. El gran reto es colocar el acento en la violencia sexual y definirla como un problema de derechos humanos.