Escribo desde y para todas las excluidas del gran mercado de la buena chica. No me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. Yo hablo como proletaria de la feminidad.
Virginie Despentes
Aperitivo teórico metodológico
Ya se apunta en la entrada a este artículo a la autoetnografía como metodología que permite poner de manifiesto las condiciones concretas de experiencias individuales, conectadas con lo cultural, social y político. Llegué a ella gracias a mi tutora de tesis doctoral, para ingresar al posgrado había presentado un proyecto de investigación donde quería abordar la intersección de las categorías mujeres, gordura y clase social. La doctora, que conocía mi formación académica y participación política cercana a la sociedad civil, dijo que sería interesante que hablara de dichas categorías pero desde mis vivencias como socióloga feminista gorda de clase trabajadora. La escuché con escepticismo y regresé a casa con dos artículos autoetnográficos para pensarlo. Leí de primera Múltiples reflexiones sobre el abuso sexual infantil: Un argumento en capas de Carol Rambo (2019), quedé inquieta, lo había sentido completo, pensé que estaba tan acostumbrada a repetir cifras y leer notas sobre violencia social y de género que frecuentemente olvidaba a quienes las encarnaban.
El segundo texto fue Ya es hora: narrativa y el yo dividido de Arthur P. Bochner (1997) con el que reflexioné sobre los candados a nuestra subjetividad que, mientras nos formamos en la investigación, aceptamos y luego reproducimos, limitando posibilidades para generar conocimiento. Me identifiqué con el relato, al igual que el autor tampoco quiero omitir a mi yo en la práctica académica. En la investigación que emprendía no quería ser neutral, las mujeres gordas no eran otras ajenas a mí, me interesaba lograr exponer con la profundidad necesaria lo que investigaba. La autoetnografía, por tanto, conjuntaba mis intereses narrativos, de investigación social y políticos; tenía una potencia que me había pasado inadvertida.
Dicen Ellis, Adams y Bochner (2010) que la “autoetnografía es un acercamiento a la investigación y a la escritura, que busca describir y analizar sistemáticamente la experiencia personal para entender la experiencia cultural”. (párr. 1). La autoetnografía dota a la investigación de un sentido reivindicador, transdisciplinar, aspectos que persiguen los estudios socioculturales desde su origen. De ahí la necesidad de su empleo en este texto. Esta investigación permite de una vez, mediante la narrativa, exponer problemas socioantropológicos que inciden directamente en la psicología femenina y su ejercicio político. Es disruptiva e incómoda, sobre todo para quienes reducen la metodología a las técnicas de investigación. Según Jaime Osorio (2005) uno de los grandes problemas en las facultades de ciencias sociales en América Latina es que han dejado a la filosofía lo que hay detrás del dato empírico. Para quienes hacemos investigación social, esto entorpece conectar con nitidez la cotidianidad con aquello que la estructura, situación que nos mete en problemas epistemológicos sin solidez de pensamiento crítico. Es todavía común el alto aprecio a la medición, objetividad y neutralidad en nuestros estudios. Considero que la autoetnografía es un instrumento que posibilita una visión en zoom tan complicada de lograr cuando hacemos investigación; ésta, en un momento afina la capacidad explicativa de la realidad para luego volver a mostrar su marco completo. Así, retomando la idea de la comprensión de conocimiento weberiana expuesta por Osorio (2005), “lo general y lo particular constituyen momentos en el proceso de aprehensión de la realidad” (p.20). La autoetnografía problematiza densamente, luego retoma y va a lo abstracto. Para generar ese orden sistemático de ideas generales y lógicas que es la teoría, pienso imprescindible analizar de cerca hechos empíricos, escudriñarlos para dar cuenta del andamiaje sociocultural del que son fundamento.
Por otra parte, al igual que Laurel Richardson y Elizabeth Adams St. Pierre (2005) creo que para quienes hacemos investigación cualitativa, la escritura debe ser también método de indagación. Me interesa hacer investigación que tenga sentido para las personas que la leen, que sea provocadora, que conmueva como la poesía y la música. La autoetnografía dota de elementos para ello. El método de escritura autoetnográfico es alterno al científico cuantitativo; en él no hay tablas ordenadoras, sino buena narrativa; no es sintético, mas priva la profundidad y espesura del relato; no hay hipótesis sino intuiciones compartidas. Como investigadora me siento instrumento, veo potencialidades positivas en el hecho de hablar de lo que sé a la luz de la teoría sociocultural aprendida. El énfasis en la narrativa de la autoetnografía puede confundirla con la autobiografía. Mercedes Blanco (2012) expone las particularidades de una y de otra en su artículo ¿Autobiografía o autoetnografía? Desde ahí discurre sobre las sutiles diferencias, las cuales radican en que, si bien en ambas se exponen las vivencias de quien escribe, la autoetnografía “sostiene que una vida individual puede dar cuenta de los contextos en que los que vive la persona en cuestión” (p. 170). En la autobiografía no hay una intención explícita de analizar y comprender el fenómeno que se observa. En las autoetnografías es preciso explicar la experiencia de quien investiga, además de contextualizarla e historizarla; finalmente es un estudio socioantropológico intencionado.
A quién hace investigación en ciencias sociales, que aún ve con recelo la propuesta metodológica autoetnográfica, le invitaría a pensar en las diferencias entre decidir definir una muestra, establecer sus características, determinar ciertas fórmulas y utilizar la experiencia en primera persona. No, no es una cuestión de objetividad; nuevamente, discutiendo con Weber y Marx, Osorio (2005) expone que son los valores de quien investiga, lo que establece las franjas de realidad que se privilegian para analizar. Habrá que pensar y discutir de forma más consistente este tipo transversal de práctica analítica creativa que es la autoetnografía que, aunque controversial, suponen Alegre-Agís y Riccó (2017) una manera de experimentar el trabajo de campo, la escritura y la facultad de quien escribe/ investiga desde “un margen que permite alejarse de la hipocondríaca pretensión de objetividad en las ciencias sociales” (p.280). Mientras tanto este texto es una aproximación a observar autoetnográficamente los elementos contextuales que operan oprimiendo a las mujeres con una corporalidad gorda; un acercamiento a un proceso concreto de identificaciones y afectaciones deseantes.
Entrada: Intuiciones de una feminista gorda
Las feministas gordas tenemos una doble tarea: rastrear a las mujeres en la historia, reclamar nuestro lugar en ella y además, apuntar la opresión colateral auspiciada por el rechazo social a nuestro cuerpo gordo. Desde hace relativamente poco, en las Ciencias Sociales nos hemos dado a la tarea de rescatar la historia de la mujeres, su participación política y social. Cada vez somos más quienes abordamos desde la academia o el arte las visiones y experiencias de las mujeres. Soy socióloga de formación y el feminismo desde hace tiempo me dotó de elementos teóricos y prácticos para explicarme mi condición de género. Durante gran parte de mi vida la gordura fue la gigante sombra intencionalmente ignorada, como herida latente sabía que me encarnaba pero al mismo tiempo la negaba. Los feminismos que conocía, aunque estupendo conjunto de saberes, de mi gordura no hablaban.
Si a lo largo de la historia las mujeres no habíamos sido nombradas, mucho menos las gordas. Cuando era niña no tuve heroínas, ninguna con quien me pudiera relacionar físicamente. No había niñas gordas y preguntonas en los programas de televisión abierta a los que tenía acceso. Las gordas mayores que conocía eran siempre motivo de burla o pretexto fisgón en la feria o el circo. Al crecer en una familia numerosa con cinco hermanas y más de una docena de primas, aprendí rápidamente a destacar mis logros académicos, carácter y simpatía sobre mi aspecto. Me resultaba normal disimular el malestar por mi físico.
A falta de referentes gordas, temprano apareció el deseo por ser delgada, tan temprano que parecía natural desde siempre. Anhelando disminuir/desaparecer mi gran cuerpo. La paradoja que esto encierra es motivo de indagación feminista: mujeres aprendiendo a ser como dicta la convención social, niñas sin referentes femeninas qué admirar, mujeres jóvenes en batalla dolorosa consigo mismas para ser sexualmente atractivas, adultas asumidas como inservibles para los imperativos patriarcales y capitalistas. Si al análisis de la construcción sociocultural de las mujeres, le adherimos la categoría gorda, obviamente el problema se complejiza. Me topé tarde con el libro de Naomi Wolf El mito de la belleza (1991), donde analiza la forma en que las condiciones estéticas que se esperan irremediablemente de las mujeres son fundamento para la perpetuación del poder patriarcal. Supongo que esta demora se debe a que mis tempranas mujeres referentes feministas cumplían con los estándares de belleza imperantes, por lo que problematizar sobre ello no parecía apremiante. Durante mi juventud creí que adelgazando alcanzaría la belleza sin problemas.
Escudriñar sobre nuestras identificaciones gordas es tarea iniciada eficientemente por numinosas compañeras feministas, pero continúa siendo imprescindible complejizar los análisis. Cuando descubrí el activismo gordo, me apresuré a buscar a otras compañeras feministas gordas cercanas, pero me topé con que más que la opresión por su corporalidad, les interpelaba discurrir sobre su identidad sexual. Sentí que mi visión era corta, así que busqué fuera y fui encontrándome con gordas antirracistas, más lesbianas, veganas antiespecistas y queers, hoy me resulta imposible separar el análisis de mi cuerpo gordo de las demás opresiones. Las gordas encarnamos varias opresiones a la vez, de ahí que resulta necesario buscar más historias y voces, hablar de lo que sabemos, de nuestra experiencia como gordas, de nuestros reconocimientos corporales y deseos. Creo que hay mujeres gordas que se resisten a pensar o desear desde un saber que es ajeno.
Es preciso apuntar que también a lo largo de mi experiencia política como feminista han sido muchas las compañeras que no ven la opresión que enfrentamos las personas gordas, que nos alejan acríticamente de la vieja consigna “este cuerpo es mío”. Que siguen considerando la gordura como una situación poco importante que se desvanece si acordamos adelgazar -achicarnos-, que apelan a la autodisciplina y fuerza de voluntad para acomodarnos en la normalidad. Al interior de los feminismos se debe comprender que así como se cuestiona el orden estructural de géneros, desarticular la jerarquización de los cuerpos también es indispensable para contrarrestar el gordo-odio que impera. Entender los elementos opresivos en torno a la gordura favorece la creación de nuevas maneras de ser y estar: devenir gorda con otras gordas para evidenciar otra forma más que alimenta la maquinaria sexista, que contribuye fuertemente a perpetuar la internalización de sentimientos de inferioridad en las mujeres. Durante el proceso de identificaciones he aprendido a rechazar ser reducida a la patologización de mi cuerpo, soy gorda, no una enferma. A seguir la crítica iniciada por el grupo de activistas Fat Underground, que aunque desaparecido ya, según Cooper (1998) desde los años setentas sus análisis feministas sobre la gordura retoman un modelo similar al del activismo de la discapacidad. Dicha crítica me permitió comprender que no soy yo quien debe cambiar mi cuerpo para adaptarme socialmente, sino activar la estructura social para que esta sea quien se adapte a las todas las diferentes corporalidades.
Hacerse gorda tiene la potencia política de advertir y mostrar las infinitas posibilidades de armonía, deleite y goce de nuestro cuerpo gordo que han sido negadas históricamente. Es romper con la normalización del menosprecio, existir materialmente majestuosas y eróticamente deseantes. Devenir gorda implica, inexorablemente, explicar la experiencia, diría Joan Scott (2001), más que simplemente relatarla.
El propósito de este escrito consiste en profundizar en el imbricado proceso de la apropiación de la gordura por las mujeres gordas; el establecimiento no identitario sino de identificaciones con otras gordas, puesto que no hay una sola forma de ser gorda, pero sí hay elementos opresivos en común, independientemente de la cultura, que ponen de manifiesto una condición social concreta para quienes tienen estos cuerpos; y finamente, la asunción del deseo: devenir gorda. Además pretende abonar a la historia recién visibilizada de mujeres con cuerpos gordos. El texto está dividido en tres apartados principales: en el primero se problematiza la gordura como opresión; luego se expondrá la construcción de las identificaciones gordas; y finalmente se hablará del proceso/proyecto de hacerse gorda con sus respectivas afectaciones de deseo.
Plato fuerte. La opresión: gorda proletaria de la feminidad
La construcción de la identidad de género está relacionada con el cuerpo y su forma, delimita las posibilidades subjetivas, políticas y sociales (Lagarde, 1996; Lamas, 1996; Esteban, 2013). Estar gorda estigmatiza: las niñas gordas no son buenas en los deportes, las jóvenes gordas no son sexualmente atractivas, las mujeres gordas son feas y no consiguen pareja. A quién me lee, seguro estos ejemplos le son conocidos, incluso utilizados como aseveraciones. Vivimos en una cultura que constantemente recrea por todos sus medios cuál es el ideal que debemos perseguir todas las mujeres: la gordura es lo más alejado a ese ideal, de hecho, es la contraparte a menospreciar.
Hace años, asistiendo un círculo de lectura feminista, alguien me preguntó si era lesbiana, recuerdo bien la respuesta: no, pero soy gorda. Lo que quise decir aquella vez era que desde mi gordura podía empatizar de alguna forma con la opresión que viven las lesbianas. También a mí el sistema me excluía y marginaba, la gordura me alejaba del ideal de mujer establecido en el sistema patriarcal occidental. Observo con preocupación que muchas identificadas como cisgénero y heterosexuales continuamos sin realizar una crítica exhaustiva del mandato de la delgadez. En el discurso mediático proliferan las consignas de amor y apropiación corporal, pero no disruptivamente; persiste el interés por la aceptación social, por encontrar en las tiendas de ropa tallas adecuadas para nuestros volúmenes, organizando concursos de belleza gorda, invitándonos al movimiento body positive que en sí mismo impone sin mucha reflexión el amor propio a ultranza (Ahmad, 2016). En fin, adecuando la gordura como producto rentable para el sistema capitalista. Noto además, que hacemos grandes esfuerzos por ser gordas sexualmente deseadas bajo la mirada heteropatriarcal sin indagar sobre nuestros propios deseos.
La gordura ha sido también el medio que me permite conectar abyectamente con el mundo. Durante años escuché a la vecina llamarme “grandota” sin perder la oportunidad de aleccionarme sobre lo que debía comer y contarme de las dietas saludables en boga. Tuve un novio que de puertas hacia dentro me adoraba pero se negaba a dejarse ver en público conmigo. Acudir a consulta médica siempre es un albur de paciencia pues los médicos me lanzan miradas desaprobatorias, como si debiera apenarme por enfermar, como si mi gordura explicara mágicamente mis padecimientos. En terapia, el psicólogo que no dejaba de insistir que perdiera peso, como si estar delgada irremediablemente me dotara de autoestima. Los compañeros de trabajo que se creían con derecho de opinar sobre mis lonjas. Mis amigas que, para sentirse más jóvenes, dicen que al menos no son gordas, o me llaman “la fat” en secreto.
Acepto que para hablar de esto, es preciso revisar los propios privilegios. No me han discriminado por mis preferencias sexuales; pero entiendo que el mandato de masculinidad impide que acepten públicamente su deseo por cuerpos como el mío. Jamás me he sentido intimidada por mi expresión de género, pero sí porque uso ropa apretada o que marca mis lorzas. Ni la heterosexualidad ni la identificación como cisgénero contribuyeron para estar cómodamente en el sistema normativo. Ahora lo agradezco. Fue la gordura siempre mi periferia, el elemento detonador de la exclusión. Sí, veo el mundo de las mujeres en clave gorda. Espero que en algún momento de la historia se pueda asumir la gordura sin sobre esfuerzos intelectuales, que podamos evitar sentirnos como seres humanas inferiores, que deje de ser una asunto del que tengamos que discurrir o investigar.
Somos muchas mujeres gordas que nos resistimos a pensar o desear desde un saber que nos es ajeno, sabemos desde nuestro cuerpo que la gordura no es enfermedad, ni carencia emocional, ni defecto; que nos falta decir qué es y qué nos significa. Por lo pronto, quiero hablar de mi gordura; cis2, hetera3, femenina que no quiere competir con otras opresiones, que a ratos no sabe cómo potenciar ser otro cuerpo que no sea éste. Pretendo continuar cuestionando mi heteronorma4 justo porque la gordura constantemente me saca de ahí. Deseo con ahínco encontrar nuevas formas de ser y estar gorda sin que me persiga ese halo de vergüenza e inferioridad, porque incluso frente a compañeras feministas, lesbianas, trans5, queer6, pobres o racializadas a veces se siente como si la gordura no fuera una opresión importante a desmontar.
Paradójicamente, por las calles, mi cuerpo grande me vuelve invisible, poco relevante, sus detractores le azuzan acallándolo. No importa si nací gorda, si engordé o si puedo adelgazar: importa que se deconstruya todo elemento que nos limita y coarta nuestras soberanías corporales, ¿no es ese un asunto feminista? Como gorda he sido silenciada. Pasó que aprendí a sentir vergüenza de mi cuerpo, de mis pensamientos y de mis deseos. Es necesario atender y descolonizar7 nuestra propia gordura, es decir, enarbolar la diversidad corporal, ser gorda es tener un tipo de cuerpo, dejar de lado la idea que el epítome de la belleza/normalidad es ser blanca, delgada, burguesa y europea. (Luckett, 2018; Piñeyro, 2019). Precisamos resistir a la opresión gordófoba, nos falta todavía registrar experiencias, pensar sobre ellas, plantear alternativas para relacionarnos a nuestro antojo de forma no perniciosa sino libre. Escribo aquí porque aún se sabe poco de las mujeres gordas, nos han hecho, inventado; socialmente está impuesto lo que somos y es complejo y doloroso salirse de ese apartado. Hablo como contra saberes, porque es necesario acuerpar las experiencias invalidadas por la vulgar patologización de la gordura, porque hay historias geniales no contadas. Quizá este trabajo pueda contribuir a ello.
Para que esta realidad social que expongo sobre las mujeres gordas sea conocida, deber ser pensada como una totalidad compleja y ésta, para conocerla, se debe desestructurar. La descomposición o desestructuración es un rasgo característico del conocimiento, es sólo un paso, un momento que debe trascender para lograr una unidad interpretativa. De ahí la pertinencia de hablar en primera persona y desde experiencias concretas individuales, teniendo en cuenta que este es sólo un momento y que siempre se tiene en la mira la totalidad compleja. Para Osorio (2005), los elementos de desarticulación del conocimiento de la realidad social son capas o espesores, que a su vez tienen categorías particulares. Respecto a los primeros, van desde lo más visible (superficie) a lo oculto (estructura), si queremos analizar sólo lo visible (experiencias de vida de las mujeres gordas), entonces las ciencias sociales serían innecesarias.
El objetivo del conocimiento es asociar lo visible y lo oculto. Las posturas de superficie deben ser tomadas en cuenta, porque ahí se generan relaciones y conductas sociales que es necesario conocer, es decir, genera realidades. Por ejemplo, en ésta indagación sobre mujeres gordas, al relatar las experiencias, éstas pueden dar cuenta de las imbricaciones de ser tratadas como obesas. Aceptarlo sin más, sin tener en cuenta que la obesidad implica el empleo del discurso médico que patologiza y privilegia a quienes tienen cuerpos delgados, normalizándolos, no tiene tampoco en cuenta los condicionamientos de clase y alimenticios. Amparadas en estos conceptos, la gran mayoría de las personas impone realidades significantes que son incapacitantes sociales y opresoras a aquellas con gordura. Se dice, y se considera como hecho de facto, que las personas gordas son flojas, tontas, lentas, sin autoestima, indeseables, asunciones que hacen duro el estigma y lo perpetúan. Las capas profundas son las que permiten ordenar la dispersión y caos de la superficie. Son necesarios los conocimientos de la superficie (autopercepción social: qué dicen las mujeres gordas de sí mismas, incluida yo) como los de la ubicación real (capa profunda: a qué clase pertenecen, qué elementos de participación política, creencias, educativos, de control social integran, yo encuadrada) que confluyen y se imbrican para mostrar el conocimiento de la realidad social a analizar: el devenir gorda.
Guarnición. No hablo sólo de mí. Identificaciones gordas
La primera vez que fui a un taller sobre gordura aprendí que ninguna de las mujeres que estaban ahí podrían ser consideradas normales. Todas teníamos múltiples defectos a la luz de los convencionalismos estéticos y sociales sobre nuestros cuerpos, salud, intelecto y sexualidad. Sentí alivio. Fui consciente hasta hace poco, pero antes de ello jamás pude evitar que esa impuesta normalidad inalcanzable explicara, señalara y definiera mañosamente mi cuerpo. Hay múltiples maneras de ser gordas: nos reconocemos rechazadas, grasosas, inmensas pero invisibles. No hay una forma única de ser gorda, por eso no hablo de identidad, hablo de identificación. Toda gorda comprende lo que significa que no te consideren físicamente capaz de realizar ciertas actividades, estar pendiente de las partes de tu cuerpo a disimular, ser considerada la menos atractiva, sentir que no eres valiosa o suficiente, la angustia de comer en público, las miradas lesivas, batallar para encontrar ropa con la que te sientas cómoda, esconder tus deseos por temor a ser ridiculizada por ellos. Cada gorda es la excluida.
Las gordas somos las que desde el discurso hegemónico y cientifista de la salud excedemos en peso a los estándares impuestos desde el siglo XIX por Quetelet. Nuestro índice de masa corporal desborda el deber ser. Somos las incómodas y difíciles de ver. Nombrarnos gordas es instrumental, nos sirve para señalar una opresión, permite, además, ir aplanando el terreno para que, por un lado, quien nos hace gordas como oposición a la salud o la belleza, enfrenten su tiranía, y por otro, para que cada vez seamos más las que hablemos por nuestro cuerpo y de nuestra vida con él. Es fundamental la apropiación del término, dejar de obviarlo para que no lastime. Conviene traerlo en la frente, dejar su opacidad y conformismo permitiendo que otras personas le llenen de significados peyorativos.
Hoy hay algunas potentes voces de mujeres feministas gordas: Lucrecia Masson (2017) quien fue la primera que me invitó a rumiar juntas y confabular gordamente. Epistemología rumiante es un texto tremendamente significativo para mí. Laura Contrera (2016) que desde Gorda! Zine me descubrió toda la potencia del activismo gorde. Magda Piñeyro (2016) y el entrañable Stop Gordofobia y las panzas subversas. Constanza Álvarez (2014) con su texto complejo y disruptivo La cerda punk. Finalmente, Charlotte Cooper (1998) ¿qué gorda activa políticamente no se siente agradecida con ella? Todas abonan a la historia de los cuerpos no normativos, hablan de la gordura y sus intersecciones. Imaginemos cuántas posibles configuraciones gordas podrían emerger si seguimos el camino del pronunciamiento, de la aceptación gozosa de nuestra existencia política, social, intelectual y erótica.
Soy gorda porque elijo nombrarme así y con rara rabia alegre salgo del closet de las tallas y de la tiranía del cuerpo-patrón, ese cuerpo inobjetable que sólo portarían algunxs pocxs: lxs que se se ejercitan, lxs que comen “bien”, lxs que se “cuidan”, lxs que se mesuran y mensuran al resto. Soy gorda así, en tiempo presente, porque no se nace gordx, sino que hay un devenir constante, que no se corresponde únicamente con una patología o desorden somático/psíquico o una relación desequilibrada con la comida y la posibilidad de híper consumo en estas sociedades hetero-capitalistas. (Contrera, 2016, pp. 24-25)
Se debe admitir que es un largo y complejo proceso el de desmontar la opresión por gordura que tenemos internalizada, pero estamos comenzando a explicárnoslo, a tentar posibilidades, a ensayar y errar. Todavía faltan voces, pues a ratos pareciera más complicado resistir a la gordofobia que al machismo. Nos faltan estudios que realizar, evidencias empíricas que señalar, pero sobre todo es necesario hacernos presentes. Asumirte gorda junto a otras y sonreír como escarmiento a la opresión, es germinar una feminidad disidente. ¿No es este uno de los propósitos del feminismo? Carol Gilligan (2013) en su texto La ética del cuidado, expone de forma consistente que las voces de las mujeres, aunque silenciadas en la historia, son quienes lo han roto; abriendo debates éticos, manifestándose contra los abusos sexuales y violaciones, son quienes han puesto en marcha proyectos que salvan vidas y transforman la sociedad. Este feminismo gordo que se enuncia, es otro campo de saber, plagado de reivindicaciones sobre la corporalidad femenina.
Postre. Devenir gorda, proceso de afectaciones deseantes
-Soy ancha -
para los asientos del camión
los jeans y vestidos
para el abrazo de Jaime
y las mentes pequeñas.
Soy desborde
como tesonera planta de asfalto
o un río generoso
como la Magdalena y sus partisanas,
la risa de Démeter y Baubo
como el eterno salvaje femenino
que atiza sólo a hogueras creativas.
Soy un cuerpo grave.
Es probable que el mundo no entienda mi diferencia, por eso hablo en primera persona. Apropiarme mi cuerpo ha sido un largo proceso de cuestionamientos cada vez más complejo. Escribo desde mi experiencia amparada en la consigna “lo personal es político”. En el famoso fanzine La cerda punk, Contanza Alvarez8 (2014) expone que escribe como ejercicio de activismo político, porque hay una necesidad de “retratar nuestra propia historia y que no lo hagan otrxs que tienen el poder, el aparentemente ‘simple y neutral’ poder de escribir… Para construir historia, memorias, recuerdos desde otro lugar… Volver a armar nuestras cuerpas luego de escribirlas” (p. 20).
A los cinco años, en el jardín de infantes, sabía que mi cuerpo era más grande que el del resto. Recuerdo en un desfile de primavera, por primera vez fui consciente de mi cuerpo, me sentí avergonzada por mi volumen, no quería tomar de la mano a Juanito, un compañerito que era de menor estatura y delgado. Caminé con la cabeza gacha todo el desfile, me sentía monstruosa a su lado. Tampoco mis pequeños brazos pudieron aguantar el peso de mi cuerpo cuando intenté colgarme en el patio de juegos simulando ser Chitara de los Thundercats; me dolieron y fingí estar aburrida como excusa para dejar de jugar. Creo que esa fue la primera vez que oculté la molestia de ser gorda. Para los seis sabía muy bien cómo esconder mi cuerpo; nuevamente en la escuela se organizó un festival para las madres y en mi salón se preparó un bailable donde simulábamos ser flores. Abochornada nuevamente por mis piernas, brazos y vientre grande, mi rostro hacía de centro para los pétalos y mi cuerpo de tallo. Le rogaba a mi madre no me obligara a salir al patio a bailar. Me gustaría haber sabido que las flores de tallo grueso son resistentes y mantienen la flor erguida. En otra ocasión, debido al fervor familiar religioso me vistieron de angelita para alguna de las tantas peregrinaciones católicas de la parroquia. Iba en un carro alegórico simulando orar detrás del niño Dios. Cuando terminó el trayecto, el joven que bajó a todos los niños y niñas que iban conmigo hizo un ruido de queja por mi peso cuando me cargó para bajarme del carro. Otro sonrojo público. No volví a ser angelito nunca más.
Así se fue configurando la vergüenza por mi cuerpo, demarcándose los límites de lo posible y de lo prohibido. También recuerdo desde siempre cuestionar secretamente esos límites y sentirme incómoda aceptando simplemente que era por gorda. Creo que esta desazón estaba incitada por el trato familiar, no recuerdo a mis padres referirse a la gordura de forma negativa. Aunque me sabía gorda, no hablaba de ello, siempre intenté que no se notara mi gordura, que otros aspectos fueran más importantes que ella. Hacía todos los ejercicios en la clase de deportes, jamás me quejaba, participaba en las carreras y competencias. Aprendí a defenderme con palabras y a imponer control sobre otros antes de que me lo impusieran a mí. Recuerdo haber protegido y controlado tan bien mis relaciones sociales desde chica, que ni en la primaria ni secundaria viví ningún tipo de burla. A medida que crecí, mi mundo también se ensanchó y fue imposible mantener el control. Aparecieron las fiestas, los chicos y la pobreza. Luego de la crisis económica del 94, para mis padres fue complicado mantener el estado de tranquilidad económica en que vivíamos, si bien no éramos ricos, jamás habíamos pasado privaciones. Universitaria, hormonal y en apuros económicos, mi gordura, la eterna sombra obviada se hacía cada vez más presente. Por esos tiempos comenzó el peregrinar por dietas, médicos, pastillas, gimnasios, tés milagrosos y extenuantes periodos de hambre. La delgadez como tierra prometida. Recuerdo mis años de juventud malgastados en pos de tres objetivos: ser delgada, acumular dinero y ser sexualmente atractiva. Aunque realicé su persecución con ahínco, terminé desfallecida e insatisfecha: no era yo. El feminismo contribuyó a que comenzara a habitar mi mundo hecho a medida. Luego de discurrir qué era ser mujer, de comprender mi posición de clase, de cuestionar mi heterosexualidad y racismo, llegó el turno para desmontar la opresión sobre mi cuerpo.
He comenzado a rescatar qué se siente ser gorda, pero desde mis circunstancias únicas. Aprendí la gordura desde la mirada ajena, desde la exigencia sociocultural maniqueada por los cánones estéticos imperantes. A comprender que soy gorda y otras muchas cosas más y lo importante, a resignificarla: a hacerme gorda.
Devenir gorda requiere desobediencia, creer al cuerpo gordo como posible para el amor, la belleza, el orgullo, la aceptación, el goce y la inteligencia. En no creerlo está el núcleo duro de la opresión. Devenir gorda apela a quitar capas y capas de prejuicios asumidos sobre nuestros cuerpos, de desaprender la infravaloración no cuestionada. Apremia identificar los patrones de normalidad y opresión, enfrentarlos con valentía cotidianamente, seguir los impulsos de nuestro corazón. Secretamente me preguntaba si ser gorda era lo peor que podía ser. Hacerse gorda interpela también a recuperar los deseos de “poder hacer” de cuando éramos niñas, de cuando nos hemos sentido capaces de crear, transformar, querer, realizar. Demanda hacer caso omiso del acecho de nuestros patrones de sometimiento. Reclama existir sin vergüenza. Gorda no es más un insulto para mí.
El tránsito no es tranquilo, hay poquísimos referentes. A ratos sólo me dejo ser gorda, hetera, femenina. Entiendo que los últimos dos son privilegios, y después de vigilarlos, he decidido usarlos para continuar la crítica. Por ahora es la única manera que conozco de posicionarme en el mundo. Pero subyace fuertemente el deseo por encontrar nuevas maneras de ser y apuesto a ello. Creo que por ahí hay mujeres gordas que se atreven a ser sin moldes o que se los inventan para sí mismas y me entusiasma encontrarlas, aprenderles. Me he topado ya con varias en el camino, las activistas gordas son esos referentes para mí: todas sabias y amorosas; todas escupen rubíes. Todas en pos de deshacer ser gorda como insulto y vergüenza, reclamando el espacio que siempre hemos ocupado y que se insiste en negarnos, haciendo real el deseo, volviendo la ternura hacia nosotras.
A ratos, cuando leo y veo las múltiples resistencias gordas de otras compañeras, me siento poco eficaz. Parece que lo que hago y mis aportes son limitados. Como si mi gordura cis hetera femenina fuera insuficiente para impulsar mi creatividad. Como feminista en ejercicio he aprendido a identificar opresiones, he indagado sobre las que me atraviesan, pero al no vivir directamente los efectos del lesbianismo, la negritud, la extrema pobreza, hay momentos en que he batallado para encontrar identificaciones, pero la opresión por ser mujer y gorda de clase trabajadora me ha permitido entender sus rabias y sus manifestaciones de desobediencia que son también mías. Al final, de las gordas activistas he aprendido a vivir la ternura radicalmente. Este escrito es también para mí un ejercicio de posicionamiento y de vigilancia epistémica, de revisión a mis cuestionamientos y críticas.
Es tan duro el núcleo de la opresión que pasa desapercibido, como gorda, no pasa un día sin que escuche a alguien decir: Fulano me cae gordo. ¿En verdad ser gordo es lo más terrible que una persona pueda llegar a ser? Fulano me cae mal, las personas gordas ¿somos el mal? Responda primero: ¿conoce a alguien que admita abiertamente que le erotizan las personas gordas y que no sea como fetiche sexual? ¿Cuál es la alternativa de construcción para una feminidad disidente? Por el momento, tengo una certeza: estoy hilvanando mi gordura a medida, a mi tiempo, a mi modo, dijeran las compañeras zapatistas. La hechura de mi gordura, ella es mi eje rector, el elemento que traspasa todo lo demás. Poseo algunos saberes y muchas preguntas. Me encanta sentarme con las mujeres gordas a pensar el mundo y subvertirlo, aunque por el momento sea utópico. Quizá es lo único que puedo hacer con este cuerpo y en este tiempo. Sólo sé que cada cosa que hago viene desde la honestidad. Que me pida coherencia quién ya la ha conseguido en su totalidad.
“¡No diga que ama la vida quien no le haya hecho el amor a una gorda!” Dice la poeta Artemisa Téllez. Ahora cuando me dicen que odio porque soy feminista, callo. Que hable de odio quien lo conozca. Yo cuestiono opresiones, hablo del goce por la recuperación de mi numinosidad, de mi mente y cuerpo. Hoy sé que se pude amar y disfrutar a esta gorda. El sistema no está diseñado para eso y nos llama enfermas, de ahí la necesidad y propuesta de que cada gorda vaya a su raíz; hacia dentro, profunda. Que se rescate, ahí en el pozo de sus experiencias, desde la fuente inagotable de saberes gordos hasta ahora no del todo enunciados. No podemos ser ni estar donde no nos advierten positivamente, donde la perene invitación es a desaparecer. La contraparte es que nosotras gordas nos queremos vivas, libres y felices ¿no es ésta una consigna feminista? ¿No es obvio quién padece una enfermedad?
Pensar nuestra propia gordura visibilizará irremediablemente las infinitas posibilidades de placer de nuestros cuerpos gordos. El gustarme desenlaza bienestar, desearme el ser deseada. Podemos afectar a las demás. Por qué seguimos esperando a que otras personas externen abiertamente su deseo erótico por las gordas, que aplaudan nuestra existencia. En qué medida las mujeres gordas nos volvemos partícipes de hacer ostensibles nuestros propios deseos. Lo que no se ve, no existe. Encontremos cómo trabajar nuestra existencia, porque nuestro deseo, por muy escondido o negado, está. Debemos dejarnos ver posibles y deseantes. Soy una gorda que pasó del “quiero que me deseen” al “yo deseo”. Mi cuerpo gordo baila, se escribe, coge, anda y está. Eso es lo que por ahora mi cuerpo puede, intuyo que hay mucho más.
Tampoco creo en redenciones. Pienso al igual que Lucrecia Masson en su Epistemología rumiante (2017), que la rumiante (vaca/gorda) “rechaza los rígidos discursos de la salvación. Y cree que hay muchos relatos posibles. Hay tantos relatos gordos como gordas hay.” Aquí y ahora me toca cuestionar y alentar a hacer evidente que hay tantas posibilidades de goce gordo como gordas. Así como seguimos intentando aprender a aceptar las diferencias culturales, religiosas, de raza, de clase, es hora de cuestionar y aprender a aceptar las diferencias corporales. A lo largo de la historia, hemos venido desmontado el derecho divino de los reyes, la supremacía blanca europea, el poder religioso, el predominio capitalista, la hegemonía masculina. Estoy convencida que también conseguiremos dirigirnos a desarmar los derechos de los cuerpos normales construidos desde parámetros cientifistas; a poner en tela de juicio sus índices de masa corporal, sus medicamentos y procedimientos invasivos. Seguramente sabremos desajustar todos los mecanismos de coerción impuestos socioculturalmente a nuestros cuerpos gordos. Inexorablemente podemos rescatar toda la poesía desmesurada de nuestras carnes trémulas de grasa. La gordura no puede ser sino abundancia.
Advierto en la gordura una potencia para cambiar el mundo, construyó el mío y lo está rediseñando. Devenir gorda no va de alentar estrategias excéntricas que alimenten productivamente al sistema, es sobre tejer creativamente una coherencia y soporte para andar más libres y alegres por la vida. Devenir gorda implica un proceso que parte de la identificación de la opresión hasta urdir conscientemente una resignificación para la autodeterminación y el goce: edificación de erotismo puro.