Puntos de partida
Este número de Desacatos parte de una pregunta general: ¿qué uso fecundo puede tener el pensar en términos de circulación y movilidad para comprender y analizar procesos de relocalización1 cultural de expresiones identificadas como “negras”, “africanas”, “afrocaribeñas”, “afrodescendientes” en el contexto de la globalización contemporánea? Los estudios históricos y antropológicos sobre lo “afro” en el país, inaugurados por Aguirre Beltrán con el libro La población negra en México (1946), se han enfocado en su mayoría en las poblaciones “negras” y “afrodescendientes” presentes en el territorio desde el siglo XVI, pero desconocidas e invisibilizadas en el México contemporáneo. Los debates que dominaron los estudios antropológicos de la diáspora africana en Latinoamérica y el Caribe desde la década de 1930, ejemplificados por las posturas opuestas de Hersokovitz y Frazier entre supervivencias y rupturas, permearon buena parte de los estudios sobre el tema (Yelvington, 2001: 227-232) y México no fue la excepción. Asimismo, se mantienen como áreas privilegiadas de estos análisis la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, y Veracruz (Weltman-Cisneros y Méndez, 2013, Aguirre Beltrán, 1989; Naveda, 1987; Hoffmann, 2007; 2008; Velázquez y Correa, 2007; Vinson III y Vaughn, 2004), incluso en una visión comparativa (Hoffmann y Rinaudo, 2014).2 No es nuestra intención restar importancia a las valiosas contribuciones que han abonado todos estos estudios, los cuales se han multiplicado de manera notable en las últimas décadas, además de que se han diversificado en enfoques y áreas geográficas (Cunin, 2010; 2014; Gallaga, 2010; Izard, 2007; Restall, 2009; Velázquez, 2011; Martínez Montiel, 1994; Velázquez y Correa, 2005; Cunin y Juárez, 2011). No obstante, aún quedan muchas tareas pendientes (Velázquez y Hoffmann, 2007), en especial en lo que concierne al terreno de la circulación de prácticas de “origen afro”, que germinan más allá de sus poblaciones “correspondientes” y que no se circunscriben a México ni a sus regiones, pero las implican (Carpio, 2013; Juárez, 2014; Lara, 2014; Pérez Montfort y Rinaudo, 2011; Pulido, 2010; Rinaudo, 2012).
De esta manera, en el presente número de Desacatos evitamos centrarnos en el estudio de “poblaciones” identificadas como “afro” y proponemos enfocarnos más en la circulación y movilidad de prácticas y símbolos culturales identificados así en algún sentido, en un contexto mundial caracterizado por la compresión de tiempo y espacio (Harvey, 2008). Asimismo, nos adherimos a la propuesta de Wimmer (2013), interesado en los procesos de fabricación de las fronteras étnicas y crítico de la ontología herderiana,3 quien propone que las fronteras sociales están modeladas por relaciones de poder y no son resultado de diferencias culturales o de distancia social entre “pueblos” distintos. En este sentido, nos preguntamos: ¿cómo impactan las circulaciones de prácticas culturales en los procesos de definición “afro” de expresiones? ¿De qué manera ciertas prácticas, definidas como regionales o nacionales en su lugar de origen, se convierten en “afro” en su proceso de relocalización en otro lugar? ¿En qué sentido estas apropiaciones culturales participan de una visión racializada y de una fascinación por el exotismo (Le Menestrel, 2015)?
¿De qué hablamos cuando hablamos de expresiones “afro”?
En uno de sus textos fundamentales, Stuart Hall se preguntaba qué es lo “negro” en la cultura popular negra. Su respuesta insistía en “el n de una noción inocente de una esencia de la ‘negritud’” (2010: 287) y en que se trataba de construcciones históricas, políticas y estéticas particulares que, en el marco de un planteamiento contrahegemónico, habían sido portadoras de formas de expresión de la diferencia:
En su expresividad, su musicalidad, su oralidad, en su riqueza profunda y su variada atención al habla, en sus inflexiones hacia lo vernáculo y lo local, en su rica producción de contranarrativas y, sobre todo, en su uso metafórico del lenguaje musical, la cultura popular negra permitió la aparición [...] de elementos de un discurso que es diferente [...] de otras formas de vida, otras representaciones de tradiciones (2010: 292).
En otros términos, para Hall “lo negro”, a la hora de pensar en una cultura popular “negra”, no remite a una esencia específica sino a “un conjunto muy profundo de experiencias negras distintivas e históricamente definidas” (2010: 294). Hall no cuestiona lo que denomina “el repertorio negro”, “las experiencias negras”, “la expresividad negra”, “la estética negra” o “la subjetividad negra”, sobre las que constata su carácter diverso cuando afirma que “es a la diversidad y no a la homogeneidad de la experiencia negra que debemos prestarle nuestra indivisible y creativa atención” (2010: 294). Él asocia esta diversidad a la “variedad de las diferentes subjetividades negras” (2010: 295), según la localización social del “sujeto negro” -género, clase, edad, orientación sexual, etcétera-.
En este tenor, podríamos reformular de otra manera el cuestionamiento de Hall, como lo hace Peter Wade, quien, en su trabajo sobre la música comercial en la costa colombiana, se pregunta: ¿en qué sentido esta música es “negra”? (Wade, 2000; 2011). Incluso, cómo ésta se formula en las respuestas y comentarios a la carta abierta de Tagg (Raibaud, 2009; Tagg, 2009), y en el título de un número de la revista Volume! que se dedica a deconstruir las categorías raciales dentro de la música: ¿se puede hablar de música negra? (Parent, 2011). Si retomamos los términos de Sara Le Menestrel, a propósito de la presentación crítica que realizó sobre una gran exposición en París intitulada Great Black Music, habría que preguntarse si podemos de verdad “endosar la apelación de ‘músicas negras’ sin establecer fronteras con otras músicas, llamadas blancas, y con ello perpetuar el lazo entre una identidad ‘racial’ y/o ‘étnica’ con una sonoridad específica” (Le Menestrel, 2014).
Estos cuestionamientos que buscan comprender la producción y los usos sociales de las categorías y los estereotipos que remiten a una herencia africana, todavía no han sido lo suficientemente abordados como objeto de investigación empírica. En este sentido, un enfoque centrado en la circulación de las prácticas culturales, como proponemos en este número, permite interrogarnos sobre los contextos de producción y el uso de estas categorías y poner énfasis en los circuitos y actores que participan en sus definiciones, reconocimientos y legitimación social. Así, más que estudiar las supuestas culturas populares “negras”, sus características e historia, esto nos conduce a analizar las condiciones según las cuales una práctica cultural se torna “negra” o “afro” para los actores implicados en su producción, como lo muestra el caso del son jarocho analizado por Ishtar Cardona y Christian Rinaudo en este número.
En razón de lo anterior, el término “afro” no es suficiente en sí mismo, como tampoco lo es el término “negro”. Ambos tampoco son necesariamente equivalentes o sinónimos. Existen prácticas culturales identificadas con una raíz africana o “afrodescendiente”, una raíz que además no siempre está en primer plano ni es condición sine qua non de una identificación étnica (Sansone, 2003). Se trata de categorías históricamente definidas. La de “afrodescendientes” ha ganado legitimidad luego de su adopción en la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, en 2001, y en la Organización de las Naciones Unidas, que la asume como una que abarca “un origen común -la trata- asentado en la diáspora y una revalorifización política y cultural” (Valero, 2011). El término “afro” engloba así una gran diversidad de expresiones, que requieren ser ubicadas histórica y culturalmente, y que en este número de Desacatos abraza denominaciones que no han sido necesariamente ni ampliamente consensuadas: “negro”, afrocubano, afroamericano, afrocaribeño, afrodescendiente, jarocho, yoruba. Como señala Itzá Varela (2015) en su análisis sobre el movimiento político de las organizaciones de la Costa Chica, las nominaciones son un “espacio en disputa”. Para las expresiones culturales arraigadas en las identidades regionales, como el puerto de Veracruz, la denominación de una identidad jarocha juega de manera ambigua con la raíz africana o negra (Pérez Montfort, 2007; Rinaudo, 2012). Para las identidades religiosas, como la santería, hoy llamada por muchos de sus adeptos religión yoruba, esta denominación se ancla en una disputa de reconocimiento y valoración social y cultural en el país, y fuera de él, en amplios procesos de patrimonialización (Juárez, en este número).
Lo que queremos resaltar de las nominaciones contemporáneas sobre lo “afro” en México, más allá de si son correctas o no, es su emergencia estratégica y su anclaje en dinámicas y especificidades regionales y nacionales, y procesos de identidad, imbricados en el marco contemporáneo de movimientos internacionales y de la globalización cultural.
Circulaciones, movilidades, relocalizaciones
Queremos destacar que nuestro enfoque estará más en la circulación y menos en los movimientos migratorios strictu sensu. No los soslayamos, pues desde finales de la década de 1980 numerosos trabajos sobre los efectos de la migración en la cultura han destacado el “papel polinizador de la migración” (Castro, 2012: 12)4 y han permitido comprender mejor la capacidad de los actores para mantener, transmitir, desarrollar y reinventar elementos de su cultura (Hily y Meintel, 2000; Anguiano y Hernández, 2002).5
Desde esta perspectiva, no pocos investigadores han mostrado cómo las expresiones culturales y lingüísticas de los migrantes pueden ser apropiadas y adoptadas por los países huéspedes. Éste es el caso, por ejemplo, del danzón, que llega con la migración cubana a México durante el siglo XIX. Esta práctica se desarrolló en ciertas ciudades portuarias, como Veracruz (Malcomson, 2010), que se caracterizó por una fuerte presencia de migrantes de la Gran Antilla (García de León, 1993) y que constituye hoy una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, como lo atestiguan las principales guías para visitantes del puerto (Rinaudo, 2012). De manera paralela, otros procesos de apropiaciones culturales emergen fuera de los vínculos directos con la migración. Por ejemplo, en Los Ángeles, donde gran parte de los 90000 migrantes en 1930 eran originarios del Bajío, el son jarocho se da a conocer mediante representaciones teatrales producidas por compañías que dirigían a este público una oferta de obras que presentaba los elementos del folclor nacional mexicano,6 y también gracias a la distribución en Estados Unidos de películas producidas en México,7 y no, como subraya Figueroa, por la inmigración de veracruzanos, que “por estos años fue prácticamente inexistente”, es decir que “la música veracruzana no llegó como parte del equipaje de los migrantes” (2014: 51).
Natse Nindú Rojas Zárate► Los talleres vivenciales de son jarocho, impartidos por músicos de varias comunidades en la casa de cultura de San Andrés Tuxtla, culminaban con un fandango en una localidad cercana. Conforme llegaban, los maestros se iban sumando a la música. Apixita, San Andrés Tuxtla, Veracruz, México, julio de 2012.
En razón de lo anterior, proponemos enfocar nuestra mirada en las movilidades que no se ciñen a la migración y atañen más a los itinerarios, rutas y circuitos de actores y prácticas culturales que en su circulación dislocan y generan reacomodos entre el territorio jurídico, la cultura y las identidades (Appadurai, 1996; Grimson, 2011). La circulación nos permite cambiar de perspectiva, cruzar fronteras y poner de relieve la manera en que al cruzar una frontera, no sólo física, “acervos culturales” que pueden estar en disputa en el marco de un discurso nacional, cobran valor, incluso “patrimonial”, o a la inversa, se deslegitiman una vez que cruzan la frontera simbólica que les dio ese valor, como se observa en el caso de las religiones afroamericanas, como la santería en México (Juárez, 2014), o de otras religiones afroamericanas en el Cono Sur, que pasan por el mismo proceso en Buenos Aires (Frigerio, 1999).
Nos preguntamos entonces, ¿cuáles son las condiciones sociales e históricas en las que estas prácticas culturales se implantan en nuevos contextos? ¿En qué sentido estos procesos participan de una resemantización de prácticas y de nuevas narraciones que insisten sobre tal o cual herencia? ¿Qué está en juego en los procesos de apropiación cultural que se ponen en marcha (Manuel, 1994)? ¿Cómo impactan estos procesos a las prácticas sociales y artísticas en sus propios lugares de origen (Vaillant, 2013)?
Del transnacionalismo al estudio de la circulación transnacional de prácticas culturales
Entre los teóricos que reflexionan en torno a los procesos y flujos culturales en el contexto de la globalización contemporánea existe cierto consenso cuando señalan que en el mundo de hoy se aprecia una “densificación y diversificación de las movilidades” (Kearney, 1995; Appadurai, 1996; Hannerz, 1998). En palabras de Grimson:
La hipervisibilidad de los procesos migratorios [...] junto con la compresión espacio-temporal del planeta (Harvey, 2008) relacionada con los cambios tecnológicos y comunicacionales volvió inviable la interpretación de otras culturas como si fueran mundos distantes (2011: 22).8
No hablamos sin embargo de flujos globales descentrados, libres de constreñimientos y de alcance planetario. De ahí que autores como Hannerz (1998) propusieran el término “transnacional” para referirse a fenómenos de alcance más “modesto”. Éste y otros investigadores de los estudios culturales (Bha bha, 2003), de acuerdo con Smith y Guarnizo, son quienes llevaron la batuta de los análisis de prácticas y procesos transnacionales (1998: 88). En paralelo, en el campo de las ciencias sociales surgió un interés en estos procesos, salvo que el enfoque estuvo dominado por el análisis de los procesos mediante los cuales se mantienen y reproducen los lazos entre “transmigrantes” y sus respectivos Estados, tanto de origen como receptores (Basch, Glick-Schiller y Blanc, 1994; Gledhill, 1999; Glick Schiller y Fouron, 1999; Kearney, 1995; Mahler, 1998; Portes, Guarnizo y Landolt, 1999; Smith, 1999: 57-59; Vertovec, 2003). A partir de un acercamiento más normativo que analítico-descriptivo,9 el transnacionalismo fue concebido, en este campo, “como un espacio político contrahegemónico”, en tanto proceso de resistencia y “desde abajo”, aunque no siempre fuera así (Smith y Guarzino, 1998: 89).
En las últimas décadas, se ha puesto de relieve la necesidad de considerar también otros flujos, además de personas, es decir, de recursos, bienes, ideas, símbolos, información, entre otros, así como los impactos que éstos puedan tener en las actividades, identidades, vida cotidiana, reproducción y reconfiguración de relaciones de poder en terrenos transnacionales diversos (Mahler, 1998: 77-92). La discusión entre este campo o perspectiva de análisis y sus definiciones sigue en marcha (Portes, 2003). En este número de Desacatos, utilizaremos el término de transnacionalización siguiendo a Emmerich y Pries (2011: 5-6), “como un proceso dinámico constituido por múltiples lazos e interacciones que vinculan personas o instituciones a través de las fronteras de los Estados-nación” y que pueden producir “espacios sociales transnacionales”, o en términos de Basch, Glick-Schilier y Blanc, “campos sociales transnacionales” (1994: 6).
Lo que nos interesa destacar de la densidad y diversificación de flujos y redes en el contexto de la globalización contemporánea, en palabras de Hannerz, es la “interconección cultural transnacional” (1998: 34), es decir, los flujos y redes transnacionales con raíces y ramas que generan una amplia gama de discursos y narrativas interactivas de inclusión/exclusión (véanse Argyriadis et al., 2012a; Argyriadis et al., 2008; Pérez Montfort y Rinaudo, 2011).
Esto explica por qué algunos de los autores incluidos en este número se inscriben en una de las preocupaciones y desafíos metodológicos más recurrentes para el estudio de los fenómenos transnacionales, a saber: ¿cómo aproximarnos etnográficamente a la “movilidad”? Varios de los teóricos sobre fenómenos transnacionales han hecho uso de la “etnografía nómada” (Smith y Guarnizo, 1998: 105) o de lo que George Marcus (1995) ha definido como “etnografía multilocal”, es decir, como investigadores, movernos en nuestros espacios transnacionales o translocales de análisis, siguiendo objetos, símbolos, personas; trazando circuitos y mapeando las redes y rutas (Argyriadis y De la Torre, 2012).
Contribuciones
Todo lo anterior implica situarse en un enfoque que, en vez de centrarse en el estudio de “poblaciones”, de su historia migratoria o sus circulaciones transnacionales, se interesa por la recomposición de las fronteras, de sus relieves y de las pertenencias culturales que tienen lugar en los contextos de implantación. Las contribuciones presentadas en el presente número de Desacatos tienen en común que parten de la circulación de las prácticas y después reflexionan acerca de cómo calificarlas, cómo dar testimonio de ellas y cómo entender su apropiación como prácticas emblemáticas de tales o cuales “grupos”.
Desde este punto de vista, más que estudiar a los “afromexicanos en Estados Unidos” y su “historia desconocida” (Hernández, 2004), Isthar Cardona y Christian Rinaudo se preguntan, en el caso del son jarocho en Los Ángeles, en qué sentido la circulación de una práctica musical y festiva originaria de Veracruz, México, y su apropiación por músicos activistas del movimiento chicano contribuirá a calificar esta práctica como “afromexicana” y a construir una identidad “chicana” que, contrariamente al chicanismo de la década de 1960 y sus referencias a la “sangre india” del reino de Aztlán, valoriza una herencia “afro” y se inscribe en una historia de las rebeliones de esclavos y otras formas de resistencias culturales contra el poder colonial y poscolonial (Hernández, 2014). El caso de la apropiación de los fandangos comunitarios y de la música de cuerdas originaria de la costa sotaventina mexicana permite ir más allá de un análisis en términos de lu chas pluricomunitarias contemporáneas: “Blacks” y “Browns”, y las “alianzas antirracistas interraciales” (Johnson, 2013) a favor de la libertad y la justicia social, para estudiar el nuevo modo de definición del marco “afro” del activismo chicano y del son jarocho, a partir del proceso de circulación de esta práctica y de los intercambios entre los músicos del movimiento jaranero en México y del movimiento chicano en Estados Unidos. También hace posible entender cómo una práctica cultural definida como producto del mestizaje entre universos culturales diferentes -español, africano, indígena- en el decenio de 1980 en México rompe su proceso de blanqueamiento y se transforma de manera paulatina en el proceso de su circulación, en una práctica “afromexicana”, incluso en los discursos de los músicos veracruzanos.
Estos cuestionamientos implican un análisis de las condiciones de circulación de las prácticas, más que de las prácticas en sí mismas, y con esto, de los itinerarios personales de los “actores-puente” -brokers- de fronteras culturales (Argyriadis et al., 2012b). ¿En qué sentido la consideración en el análisis de las trayectorias migratorias permite identicar los vaivenes culturales y descartar el sesgo de los enfoques en términos de culturas dominadas y culturas dominantes (Compagnon, 2009)? ¿No serían acaso privilegiadas estas vías de acceso para aprehender los procesos de circulaciones, transformaciones y jerarquizaciones de las expresiones culturales definidas como de origen africano o afrocaribeño (Le Menestrel, 2012)?
Así, el caso estudiado por Gabriela Pulido Llano sobre la llegada a México del danzón y el mambo “en la maleta de músicos cubanos” permite entender mejor algunos aspectos de las definiciones y las transformaciones de las categorías musicales y de lo que está en juego en cuanto a las aportaciones africanas. Su trabajo cuestiona el papel de la migración artística como elemento central, para entender la inserción de una práctica cultural en un contexto nuevo. El análisis de las fuentes muestra que los músicos cubanos instalados en México en los años 1920-1950 pocas veces relacionan su obra con un “origen” africano o una influencia africana de manera explícita. Por otro lado, con base en un análisis de los estudios musicológicos cubanos y mexicanos, y en la reconstrucción de las concepciones y adaptaciones musicales que experimentaron el danzón y el mambo en Cuba y México, muestra cómo se encuentra el tema de la “africanía de la música cubana” y su persistencia en la memoria musical mexicana en los debates musicológicos entre varios campos de implantación de ambas prácticas. No sólo el texto de Pulido Llano trata de las condiciones de circulación de las prácticas y del papel de los músicos en este proceso, sino también de los musicólogos como actores-puente de la fabricación y de la circulación de sus definiciones como expresiones “afro”.
El texto de Carla Carpio Pacheco expone a las industrias culturales del cine y la música como mediadoras fundamentales en el proceso de circulación de las expresiones culturales afrocubanas en México, que contribuyeron de manera decisiva a la construcción de las representaciones de lo cubano en nuestro país. La música y la danza de la isla, en su diversidad de expresiones, se instalan definitivamente en los “templos del buen bailar” de la vida nocturna de la Ciudad de México. Desde la década de 1980, pero en particular desde la siguiente, la danza afrocubana circula en el marco de la patrimonialización cultural mundial de la mano con la circulación de las prácticas religiosas que rinden culto a los orisha, como la santería y otras expresiones de origen africano en México, en una red que Carpio Pacheco denomina “afroitinerante”. Su relocalización en México sucede gracias a su carácter incluyente, terapéutico y espiritual, que revierte en este proceso, de algún modo, aquellos estereotipos que antaño encasillaron lo “afro” en cierto tipo de exotismo primitivo fabricado y reproducido de manera emblemática durante su primera fase de circulación.
Estos aspectos nos conducen a interrogarnos sobre la articulación entre migraciones, movilidades y procesos de patrimonialización “afro” en campos sociales transnacionales (Barbe y Chauliac, 2014; García Díaz, 2001; Vanderlick, 2009), no sólo bajo un ángulo de las experiencias que derivan de estas movilidades, sino también desde las maneras en que se construyen patrimonios a partir de éstas (Leblon y Condevaux, en prensa) y del papel que juegan otros actores, como las instituciones culturales, el Estado y organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por sus siglas en inglés). Algunas de las interrogantes de Nahayeilli Juárez Huet son: ¿quiénes y cómo se convierten en “empresarios del patrimonio”? ¿Cuáles son las trayectorias, competencias y redes locales y transnacionales de estos actores? ¿De qué forma contribuyen a la construcción de un “patrimonio afro” (Capone, 2011)? En su artículo, parte de la circulación transnacional de la “tradición orisha” entre Nigeria, Cuba y México para exponer cómo los procesos de patrimonialización cultural contemporáneos, en específico el de la “cultura yoruba”, hicieron posible que las religiones orisha, que de manera explícita reivindican ese origen, pasaran de ser atavismos de una “raza indeseable” a un patrimonio cultural revalorado. Esta patrimonialización cobra nuevas relaciones con el Estado y el mercado, y se ha convertido en un elemento rentable para la industria del turismo y de las prácticas religiosas que acompañan ese patrimonio. En este proceso, la cultura se transforma en un recurso que se moviliza transversalmente para generar legitimidad en distintos contextos, y a la vez, afecta las formas organizativas y la praxis religiosa de los adeptos de las religiones orisha.
Por último, en la sección “Legados”, Eduardo Restrepo señala, con base en Stuart Hall, a quien se dedica este homenaje en texto, que cuando las prácticas entran en articulación “no significa que diluyan sus especificidades y condiciones de existencia: [...] una articulación entre diferentes prácticas no significa que se vuelvan idénticas o que una se disuelva en la otra. Cada una retiene sus determinaciones distintivas y las condiciones de su existencia” (Hall, 2010: 195). Con esto en mente, este número de Desacatos busca una manera de estudiar expresiones “afro” que no se “establecen en un vacío” sino a partir de la circulación y la movilidad como parte de sus condiciones fundamentales de posibilidad.