En las últimas décadas, han ocupado un lugar central en la discusión teórica acerca de la historia y la historiografía los planteamientos de autores como Hans Ulrich Gumbrecht y François Hartog, que han diagnosticado una crisis del tiempo histórico convencional -el historicismo- y la consiguiente llegada de un nuevo régimen de relación con el tiempo, el presentismo, definido como el predominio de la experiencia temporal del presente, en detrimento del pasado o el futuro. Resulta reveladora, sin embargo, la convivencia de estas propuestas presentistas con el surgimiento de otro discurso acerca de la temporalidad histórica que parecería cuestionarlas, o por lo menos, sugerir una perspectiva distinta acerca de la temporalidad: el discurso del “retorno del acontecimiento”, entendido como la irrupción inesperada de una singularidad en la historia. A este discurso han aportado no sólo historiadores, también filósofos y teóricos políticos, entre los que destacan Alain Badiou y Slavoj Žižek, como casos representativos. Ante la coexistencia de estos dos discursos sobre la naturaleza temporal e histórica del presente, surgen varias preguntas. ¿Tal “retorno del acontecimiento” implicaría una ruptura o una continuidad con el historicismo? Más en concreto, ¿representaría este “retorno” una suerte de rehabilitación del historicismo en plena era presentista o constituiría, más bien, un fenómeno interno y asimilable al propio presentismo? ¿El habla sobre el acontecimiento representaría, en todo caso, un discurso particular sobre la temporalidad histórica, diferente tanto del historicismo como del presentismo, aunque en diálogo con los dos? En este artículo me propongo responder a estas preguntas sobre la especificidad de la temporalidad histórica del acontecimiento respecto a los regímenes historicista y presentista. En un primer momento, expondré los supuestos básicos del presentismo por medio de sus representantes principales, Hartog y Gumbrecht. Propondré después un panorama del discurso del “retorno del acontecimiento” y el análisis de dos de sus exponentes más emblemáticos: la caracterización del concepto de acontecimiento a manos de Badiou y Žižek. Por último, presentaré una reflexión sobre las particularidades del “tiempo del acontecimiento” a la luz de las consideraciones previas sobre el presentismo y el historicismo.
La crisis del historicismo y el régimen de historicidad presentista
Uno de los rasgos definitorios del discurso sobre la historia a finales del siglo XX y principios del XXI ha sido la “crisis del historicismo”. Guillermo Zermeño la define como “la pérdida de la centralidad de la historia en las sociedades contemporáneas y su tendencia creciente a la fragmentación narrativa” (2016: 13). El historicismo puede definirse como el tiempo histórico convencional, que Alfonso Mendiola (2016) ha identificado con el tiempo nacido con la Revolución francesa: un tiempo revolucionario, marcado por el cambio radical, que por definición otorga la primacía al futuro por encima del presente y el pasado. En este esquema, el cambio radical instaura una tabula rasa histórica que interrumpe la determinación del pasado sobre el presente y establece el futuro como un espacio de posibilidad abierto (Mendiola, 2016: 60). La principal diferencia entre las experiencias del tiempo propias de finales del siglo XX y lo que va del XXI -la era de aparición del presentismo-, respecto a aquellas que prevalecieron durante todo el siglo XIX y la mayor parte del xx, los siglos “clásicos” de la historia, sería la relación con el futuro. En la era contemporánea, esta relación se habría estrechado tanto que, en muchos sentidos, el futuro habría dejado de existir como horizonte abierto de posibilidad. En su lugar, tendríamos una concentración de la atención histórica en el presente: un nuevo “presente extendido” (Zermeño, 2016: 14). El historiador François Hartog y el teórico literario Hans Ulrich Gumbrecht han sobresalido como los principales autores detrás de la conceptualización de esta experiencia de “presente extendido” y de su régimen de historicidad correspondiente, el presentismo.
En diversas obras, entre las que destaca Régimes d’historicité: présentisme et expériences du temps, publicado en 2003, François Hartog opone el presentismo al régimen de historicidad moderno. Para él, el régimen de historicidad moderno -propio del historicismo- comenzó en 1789 con la Revolución francesa y concluyó en 1989 con la demolición del Muro de Berlín, como símbolo de la caída de los regímenes socialistas de Europa central y del este. El rasgo definitorio de este régimen había sido su carácter “futurista”: la creencia en un futuro que iluminaba el pasado mediante la enunciación de un telos -“fin” o “sentido”- de la historia: la Nación, el Pueblo, la Sociedad, el Proletariado. El futurismo del régimen moderno dictaba que la historia se tenía que hacer en nombre del futuro. A pesar de las catástrofes de las dos guerras mundiales, el futurismo se mantuvo vivo y tomó la forma, en Europa, del impulso de reconstrucción y planeación. Poco a poco, sin embargo, señala Hartog (2003), hacia las últimas décadas del siglo XX el presente comenzó a reemplazar al futuro como foco de la atención histórica. Dos síntomas de este reemplazo fueron, en la década de 1970, la liquidación tanto de los ideales revolucionarios como de la confianza en el Estado benefactor. Por la misma época, también se empezaba a fijar la atención social y cultural en el “ahora” de la productividad, la innovación tecnológica, el consumo y los medios de comunicación efímeros (2003: 113).
Esa década fue la de la gestación del régimen de historicidad presentista, que Hartog define como “el sentido de que sólo el presente existe, un presente caracterizado al mismo tiempo por la tiranía del instante y por la rutina de un ahora inacabable” (2015: XV). El presentismo tiene dos caras: por un lado, el “tiempo de los flujos y la aceleración”, de la velocidad, la movilidad, y por el otro, el tiempo del “estancamiento”, la inactividad, la paralización, que es, por ejemplo, el tiempo en el que vive el “precariado”, ese conjunto social conformado por los trabajadores casuales, carentes de contratos de tiempo completo y prestaciones, e incapaces por lo tanto de planear nada acerca de su futuro por la falta de certezas económicas y laborales. En el presentismo, sólo la inmediatez tiene valor. Además, el futuro ya no es el tiempo de la promesa, sino al contrario, de la amenaza: un “tiempo de desastres”, como el calentamiento global, causados por nosotros mismos (2015: XVIII).
En el presentismo, el presente deja de ser la anticipación del porvenir o un momento de transición entre pasado y futuro: ocupa todo el espacio de la experiencia temporal. El presente se impone como categoría porque se otorga inteligibilidad de manera autónoma a las determinaciones de lo ya acontecido o lo que está por acontecer. Hartog (2015) enumera como signos históricos de este nuevo presente propiamente “presentista”, además de la caída del comunismo y el fracaso de los proyectos revolucionarios, la globalización, y sobre todo, la creciente tendencia hacia la preservación del medio ambiente, los paisajes, las formas de vida, y en especial, los archivos y monumentos. En este sentido, las palabras clave del presentismo son memoria, herencia, conmemoración e identidad. Escribe: “nos hemos vuelto archivistas obsesivos, convirtiendo todo en memoria, en fomento de la autohistorización inmediata del presente” (2015: 124). Hartog recurre a la noción, acuñada por historiador francés Pierre Nora, de los “lugares de memoria”, que supone la idea de que el pasado existe mediante su “germinación” en el presente. La nueva forma de la memoria, nos dice Nora, “ya no es lo que tiene que ser recuperado del pasado para preparar el futuro que uno quiere; es lo que hace al presente presente en sí mismo” (citado en Hartog, 2015: 125).
La principal diferencia entre la actual época presentista y los años de mediados del siglo XX, es que, en términos de Hartog, “ya no creemos en la historia” (2016: 33). Esta desaparición de una “creencia en la historia” implica que la historia, entendida como el largo plazo, ya no es un horizonte privilegiado, sino sólo una escala de análisis entre otras. Todavía en las décadas de 1950 y 1960, el concepto de “modernización” había confirmado una vez más, después de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, la creencia en la historia. La “modernización” se constituyó como un imperativo histórico basado en planes y futurologías, un concepto temporalizado que suponía la existencia de un proceso en marcha hacia un futuro, así como de un llamado a la acción. En contraste, el primer plano está ahora ocupado por el “acontecer” -l’événementiel-, que se manifiesta tanto en la incesante producción y consumo de acontecimientos como en el fenómeno de la globalización, un concepto espacial que aspira a la ubicuidad y a la instantaneidad como simultaneidades absolutas desplegadas en “una especie de presente permanente” (2016: 40). La prevalencia del acontecer y la globalización viene acompañada, a su vez, de una “retirada del futuro” por la cual el futuro ya no está “indefinidamente abierto”, sino que se presenta “cada vez más restringido” por la irreversibilidad de las acciones humanas (2016: 44). En el presentismo, el presente se ha “convertido en su propio horizonte”, es un “presente perpetuo” (2016: 42). Este giro de lo temporal a lo espacial marca el fin, no tanto de la historia en general, sino de la historia como “singular colectivo” y como único horizonte para la comprensión de la acción humana. En un régimen presentista, lo histórico es un modo de relación con el pasado, entre otros.
Por su parte, a partir de los campos de la filosofía y la teoría literaria, Hans Ulrich Gumbrecht ha llegado a conclusiones convergentes con las de Hartog respecto a la caducidad del enfoque futurista del régimen histórico moderno y el advenimiento de un nuevo régimen de temporalidad basado en la centralidad del presente. En obras como Producción de presencia (2004; 2005), Lento presente: sintomatología del nuevo tiempo histórico (2010) y Our Broad Present: Time and Contemporary Culture (2014), de manera análoga a Hartog, Gumbrecht ha identificado el predominio, desde finales del siglo XVIII hasta finales del xx, de un “cronotopo historicista”, es decir, de un esquema determinador de la experiencia del tiempo basado en las coordenadas del historicismo. En el cronotopo historicista, dice Gumbrecht, el pasado carece de valor como punto de referencia existencial, porque se le deja atrás con frecuencia. El futuro es lo que se presenta como horizonte de posibilidades y fuente de sentido. El presente, por su parte, se reduce al fugaz momento de transición entre el pasado y el futuro (2016: 126). Este “presente breve” del historicismo es el “hábitat epistemológico” del sujeto moderno. Desde esa franja efímera, el sujeto adapta la experiencia del pasado al presente y elige entre las posibilidades del futuro, en otras palabras, “actúa” históricamente. El cronotopo historicista es la matriz común tanto de las ideologías enemigas del comunismo y el capitalismo, como del esquema teórico de las disciplinas históricas académicas. La expansión y penetración del cronotopo historicista, expone Gumbrecht (2014), llegó a ser tal que se ha dejado de ver como una posibilidad de experiencia temporal entre muchas otras y se ha confundido con el tiempo en sí mismo.
A partir del tercer cuarto del siglo XX, sin embargo, Gumbrecht diagnostica el brote de una “nueva construcción social del tiempo”, un nuevo “cronotopo” cuya aparición marca una crisis del historicismo. En este nuevo esquema de experiencia del tiempo, el futuro ya no tiene un valor especial como punto de referencia: ha dejado de ser “un horizonte abierto de posibilidades entre las cuales elegir o moldear” (2004: IX) para convertirse en una “confluencia de amenazas que se avecinan” (2004: 128), como la explosión demográfica, el calentamiento global o la escasez de recursos naturales. Este nuevo futuro viene acompañado de un nuevo pasado que ya no se queda atrás, sino que inunda el presente como resultado tanto de la “cultura de la memoria” -a la que también hace alusión Hartog- como de las capacidades aumentadas del almacenamiento electrónico. Entre este futuro cerrado y este pasado que no se va, el presente deja de ser un breve espacio de transición -como lo era en el esquema historicista- para convertirse en un “presente lento”, “amplio”, “cargado con efectos de simultaneidad” (2016: 128): nada se olvida, sino que coexiste con el presente, y al mismo tiempo, se vuelve imposible prever la dirección en la que queremos avanzar en el futuro. En este presente extendido, “el cierre de la futuridad hace imposible actuar, pues ninguna acción puede ocurrir donde no hay espacio para proyectar su realización” (2014: XIII).
Así como el presente breve del historicismo estaba asociado al sujeto cartesiano, el nuevo presente amplio requiere una nueva autorreferencia filosófica, que Gumbrecht denomina la “producción de presencia”. El recurso a esta autorreferencia explica la nueva atención dada al cuerpo, la sensibilidad y las emociones en el mundo contemporáneo. El nuevo presente extendido -ese “terreno de inmovilidad temporal y simultaneidad” (2014: 32)- se caracteriza por un “estado de ánimo de estancamiento” cuyos síntomas son los esfuerzos por reinstalar otros componentes de la existencia, más allá de la racionalidad o la “conciencia pura”, como el espacio, la presencia y los sentidos (2014: 32). En este esquema, la dimensión de la acción -Handeln, “la posibilidad de permanentemente transformar (y con eso renovar) el mundo” (2014: 34)- es mucho menos importante. Gumbrecht define la presencia como el hecho de “que las cosas inevitablemente se encuentren a una distancia de, o en proximidad con, nuestros cuerpos” (2014: IX). Al referirse, en esencia, a las relaciones espaciales, no temporales, la dimensión de la presencia busca ser la base para registrar todas esas experiencias y formas de actuar que ya no pueden ser explicadas desde los parámetros del historicismo.
El “retorno del acontecimiento”
Como se ha señalado, resulta significativo que las propuestas conceptuales para entender el tiempo actual en clave presentista, como las de Gumbrecht y Hartog, hayan convivido con otro discurso sobre la experiencia de la historia que, en principio, parecería contradecirlas o tomar otro rumbo. Se trata del discurso acerca del “retorno del acontecimiento”. De acuerdo con esta perspectiva, a partir de las últimas décadas del siglo XX se asistiría a un regreso, lo mismo en el campo de la historiografía y las ciencias sociales que en el de la experiencia social y política, del concepto de acontecimiento, entendido como esa ocurrencia única y singular que marca un antes y un después en el flujo de la historia. Se habla de “retorno” porque se asume el punto de vista de las ciencias sociales e históricas que durante décadas desplazaron o negaron el concepto de acontecimiento a favor de esquemas de interpretación más generales, que pasaban por alto el tema de la particularidad histórica de sucesos aislados, como la “larga duración”, representada sobre todo por Fernand Braudel (1958) y la Escuela de los Annales, o el estructuralismo antropológico de Claude Lévi-Strauss (1995).
El historiador François Dosse ha dedicado un libro, Renaissance de l’événement. Un défi pour l’historien: entre Sphinx et Phénix (2010), a la exploración de este regreso del acontecimiento como protagonista de los debates históricos. Más que “retorno”, Dosse prefiere hablar de “renacimiento”, porque considera que el acontecimiento que ha “regresado” tiene poco que ver con la noción restrictiva que prevalecía en la historiografía decimonónica. Ahora la atención está menos fija en las causas del acontecimiento que en sus huellas, sus trazos. Dosse entiende el acontecimiento como “la llegada de lo nuevo”, como “una singularidad que viene a romper el curso regular del tiempo” (2010: 7). Lo que define el acontecimiento es que éste trae consigo un “enigma” que sacude la vida y que, como la Esfinge de la mitología, señala la insuficiencia de las capacidades racionales para comprender el sentido de la novedad histórica (2010: 6).
La noción de acontecimiento que ahora prevalece no es, entonces, la del acontecimiento tradicional -una mera descripción de “lo que sucede”, que se integra con facilidad en los esquemas de regularidad-, sino la del acontecimiento como emergencia, ese acontecimiento “suprasignificativo”, en el lenguaje de Paul Ricoeur (1991), que es “parte integrante de una construcción narrativa constitutiva de una identidad fundadora” (Dosse, 2010: 172), como en el caso paradigmático de la toma de la Bastilla. El acontecimiento es aquello que no puede ser previsto, pero tampoco dotarse post facto completamente de sentido, porque es inasible:
Insubordinado a una recuperación saturada de sentido, el acontecimiento es lo que no puede ser reducido, pues su única marca es él mismo, siempre más acá o más allá de todas las formas de determinación. El acontecimiento es lo que reenvía a un verdadero encuentro con la alteridad, a un devenir otro, a una primera vez, a la inminencia de una recepción plena y entera (Dosse, 2010: 81).
El acontecimiento no se explica por su contexto, más bien el acontecimiento, al ser él su propia causa, ilumina su propio contexto (2010: 92). Una de sus características centrales es su replanteamiento de las relaciones entre pasado, presente y futuro. El acontecimiento no es explicable en términos de las condiciones preexistentes, porque al suceder las reconfigura a ellas tanto como a las posibilidades en el presente y el futuro. En palabras del filósofo Claude Romano, el acontecimiento “está originariamente presente como pasado, es decir que su presencia es necesariamente retrospectiva, y sólo en esta medida prospectiva: abre posibles” (citado en Dosse, 2010: 85). Dosse sintetiza este aspecto de la temporalidad del acontecimiento de la siguiente manera: “el acontecimiento crea su propio pasado y se abre hacia un futuro inédito, al manifestar una discontinuidad que no permite pensar más en términos del contexto que ya está ahí, preexistente y provocando el acontecimiento” (2010: 255).
Un síntoma de este regreso o renacimiento de la noción de acontecimiento al centro de las preocupaciones históricas es la existencia de un grupo de autores -integrado, entre otros, por Giorgio Agamben (2013), Alain (Badiou 1985; 1990; 2000; 2005) y Slavoj (Žižek 1999; 2001)- que ha recurrido a esta noción para explicar los principales rasgos de la temporalidad de la edad contemporánea, a partir de la filosofía, la historia o la teoría política o literaria. Desde finales de la década de 1980, estos autores han dedicado varias obras a la conceptualización de problemas filosóficos e históricos acerca de la integración de una perspectiva del acontecer. Para los fines del presente texto, me centraré en el caso emblemático del pensamiento del filósofo francés Alain Badiou y de la exégesis de sus ideas por parte del filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Žižek. Fijar la atención en los componentes de este pensamiento y esta exégesis, desmenuzarlos, nos dará algunos elementos clave para emprender una evaluación más certera acerca del lugar de la noción de acontecimiento respecto a los regímenes de historicidad presentistas.
Desde la publicación de obras como Peut-on penser la politique? (1985), Manifiesto por la filosofía (1990) y El ser y el acontecimiento (2000), Badiou ha desarrollado una propuesta filosófica original centrada en la categoría de acontecimiento. En ese momento, uno de los puntos de partida de su reflexión sobre el acontecer era lo que llamaba el “retiro de la política”. En el clima posutópico de los años ochenta, cuando las expectativas de cambio radical de las décadas anteriores parecían superadas por una naciente ortodoxia liberal, Badiou consideraba que la historia, entendida como “singular plural” en el sentido de Koselleck (2007), ya no era capaz de determinar la esencia de la acción humana colectiva. El acontecimiento, “la precariedad de lo que adviene” (Badiou, 1985: 67), se convertía entonces en el único punto de referencia para la acción. Badiou llamaba, por lo tanto, a “liberar a la política de la tiranía de la historia para entregarla al acontecimiento” (1985: 18). El acontecimiento político es colectivo por definición y tiene el efecto de presentar lo que en la jerga badiouiana se denomina la “infinidad de la situación”, es decir, la naturaleza de la política “como abierta, jamás cerrada”, y como una “deliberación acerca de lo posible” (2005: 142-143).
Más adelante, desarrollaría una visión filosófica sistemática e integral, a partir de la noción de acontecimiento, que abarcaría no sólo la teoría política, sino también la ontología, la ética y la estética. Una parte fundamental del pensamiento de Badiou es la noción de que existe una distancia fundamental entre las cosas y su representación, por ejemplo, entre la multiplicidad de hechos que constituyen la sociedad francesa y la estructura simbólica que permite designar esa multiplicidad como una unidad (Žižek, 1999: 129). Esta distancia se manifiesta de dos maneras. Por un lado, la multiplicidad de hechos que precede a la representación aparece como “nada”, un mero vacío, un conjunto amorfo no representado. Por el otro, en cada representación hay siempre un excedente o cierto residuo, algo que no es “contado” en la representación, que está presente pero no es re-presentado. El acontecimiento se vincula con este excedente: es estrictamente irrepresentable, lo que sobrepasa o no está comprendido en la representación. El acontecimiento resulta por esta razón aleatorio e impredecible, imposible de deducir a partir de una cierta representación. Su modelo es el “tiro de dados” de Mallarmé, ya que “no mantiene ninguna relación con determinaciones estructurales cerradas” (Bensaïd, 2004). En el terreno de la política, éste es el caso, por ejemplo, de la Revolución francesa: no existía cantidad de conocimiento suficiente que hubiera permitido predecirla en su momento. En palabras de Daniel Bensaïd, para Badiou:
No hay verdad más activa que aquella de una política que hace erupción como una pura instancia de decisión libre cuando el orden de las cosas se colapsa y cuando, al rechazar la aparente necesidad de ese orden, valientemente nos aventuramos en un hasta ahora insospechado reino de la posibilidad (2004).
Es así como, en cierto sentido, el acontecimiento parece emerger ex nihilo, “de la nada”, justo porque no puede ser explicado en términos de la representación. El acontecimiento forma parte de ese vacío, esa “nada” que está “presente” pero no “re-presentada”. En la explicación de Žižek, “el acontecimiento es la verdad de la situación que hace visible/legible lo que la situación ‘oficial’ tuvo que reprimir” (1999: 130). La Revolución francesa se comprendería dentro de este esquema como el acontecimiento que hizo visibles las inconsistencias -lo “reprimido”- del Antiguo Régimen. Este “emerger de la nada” forma el carácter inconcluso e “irresoluble” del acontecimiento: no poder ser reducido a, o deducido de, la situación previa, porque emerge de ese elemento que, si bien pertenece a la situación, no tiene un lugar oficial en ella (1999: 140).
Al ser “algo que emerge de la nada”, el acontecimiento de Badiou es “un acto autónomo abismal, fundado sobre sí mismo” (Žižek, 2004: 136), que no puede ser derivado de ningún orden del ser. Esta situación es lo que Žižek llama la “paradoja del acontecimiento”: su condición, en apariencia contradictoria, de ser “un fenómeno retroactivo, que se postula a sí mismo”, o dicho en otras palabras, “un acto que crea sus propias condiciones de posibilidad” (Žižek y Daly, 2004: 136). La “paradoja del acontecimiento” recuerda la reflexión de Borges (2017) acerca de “Kafka y sus precursores”: sólo a partir de la irrupción de la obra de Kafka en el paisaje literario fue posible leer de manera retrospectiva una posible genealogía de sus antecedentes en la tradición. Sin el horizonte abierto por “lo kafkiano”, este ejercicio genealógico hubiera sido imposible. Es “lo kafkiano” mismo lo que permite la configuración retroactiva de una categoría, y ésta puede, a su vez, ser proyectada más allá de la propia obra de Kafka.
Como la literatura de Kafka en la visión de Borges, la Revolución francesa -para regresar al ejemplo de Badiou- no es explicable nada más por las condiciones sociales que la precedieron. Sólo puede entenderse como “un acto autónomo que nos permite leer las condiciones [previas] como condiciones revolucionarias” (Žižek y Daly, 2004: 136). Para encontrarle sentido a esta paradoja, es necesario recurrir a las ideas hegelianas sobre el devenir, pero asumirlas de una manera modificada: pensar en el acontecimiento como una “inversión dialéctica por la que algo emerge y entonces retroactivamente incorpora o trata sus propias presuposiciones como postuladas por sí misma” (2004: 137). En esta “estructura autorreflexiva” no hay un esquema simple de causa y efecto, sino “una causa que de algún modo postula retroactivamente sus propios supuestos” (2004: 138).
¿Cuál es la temporalidad del acontecimiento?
¿Cómo conciliar la coexistencia de estos dos discursos históricos, presentismo y retorno del acontecimiento? ¿Es uno asimilable al otro? ¿Es, por ejemplo, el acontecimiento reducible a un síntoma del nuevo cronotopo presentista? O, más bien, ¿constituye el discurso sobre el acontecimiento una continuación del cronotopo historicista, que niega las premisas del presentismo? ¿Representa quizá el “tiempo del acontecimiento” un paradigma temporal singular, distinto tanto del presentismo como del historicismo?
En lo que resta de este artículo me propongo argumentar a favor de la tercera posibilidad: que el tiempo del acontecimiento representa un paradigma temporal específico. Me parece que es así, porque la temporalidad del acontecimiento, al mismo tiempo que constituye, como el presentismo, una ruptura con el historicismo, tampoco puede asimilarse al propio presentismo, porque el acontecimiento exhibe características conceptuales propias; sobre todo, supone centrales dos aspectos ausentes en la propuesta presentista: la noción de posibilidad histórica y la idea concomitante de un futuro abierto. Esta resistencia a la asimilación en el presentismo tampoco significa, sin embargo, un simple regreso a la visión historicista. Representa, más bien, la enunciación de una forma de temporalidad que, aunque está en comunicación con diversos aspectos tanto del presentismo como del historicismo, constituye una forma singular de la experiencia del tiempo.
Si, como escribe Michel de Certeau, “el acontecimiento es lo que deviene” (1994: 51), entonces sería difícil clasificarlo con facilidad en cualquiera de los dos cronotopos o regímenes de historicidad. Si bien la temporalidad del acontecimiento coincide con las propuestas presentistas en afirmar la centralidad del presente -es el acontecimiento en el presente lo que reconfigura el pasado y abre las puertas del futuro-, al mismo tiempo las cuestiona al afirmar la existencia del presente como un tiempo autónomo respecto tanto del pasado -por la tabula rasa de la acción histórica- como del futuro, porque éste es un espacio abierto y en buena medida indefinido; precisamente, es el territorio de la posibilidad. Por consiguiente, me parece que fijar la atención en el acontecimiento revela un hueco conceptual importante en el planteamiento del cronotopo presentista: sus límites a la hora de pensar en los temas de la posibilidad histórica, la acción política y la transformación social.
Antes de seguir, es necesario mencionar que de hecho hay también un “acontecimiento presentista” y discutir las implicaciones de su existencia para la temporalidad del acontecimiento. Como señala Nora Rabotnikof, un elemento de la caracterización del presentismo como régimen de historicidad o clima cultural es “llevar al límite la lógica del acontecimiento contemporáneo, que se muestra mientras ocurre, se historiza, y mientras transcurre es su propia conmemoración” (p. 32). En su lista de signos del nuevo tiempo presentista, Hartog enumera, en efecto, el “predominio del acontecimiento”, la “historia en el momento mismo [en] que tiene lugar” (2015: 104), junto a la caída del socialismo o la globalización. Al hablar del “predominio del acontecimiento”, el historiador francés hace referencia a la manera en que, en el nuevo régimen de historicidad posterior a 1989, el acontecimiento adquiere atributos presentistas. Los atentados contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 constituirían, en este sentido, el acontecimiento presentista por excelencia porque ahí “el acontecimiento contemporáneo alcanzó su límite lógico” (2015: 104), se convirtió en historia en tiempo real y realizó una forma instantánea de autoconmemoración. Hartog describe este fenómeno de la siguiente manera:
El presente, en el momento mismo de su ocurrencia, busca mirarse a sí mismo ya como historia y pasado. En un sentido, se da a sí mismo la espalda para anticipar cómo será considerado cuando sea completamente pasado, como si quisiera “predecir” el pasado, convertirse a sí mismo en un pasado antes de que haya siquiera emergido por completo como presente. Y sin embargo, esta visión retrospectiva nunca sale del círculo cerrado de su propio dominio, el presente (2015: 114).
Entonces, hay también un “acontecimiento presentista”, pero no introduce nuevos elementos, más bien sólo confirma los límites del presentismo, porque sigue careciendo del aspecto central para el concepto de acontecimiento: la capacidad de abrir el campo de lo posible. Y es que el acontecimiento presentista está disociado por completo de la idea de comienzo, por lo tanto, de la libertad y la acción. Este aspecto -su vínculo con los comienzos a partir de la acción como esencia de la libertad en la historia- es lo que hace del acontecimiento la condición de la historicidad. Que el acontecimiento sea la condición de la historicidad depende, precisamente, de la posibilidad siempre presente de la acción. Hannah Arendt (2006) dedicó algunas páginas memorables a la articulación de este vínculo entre acción, acontecimiento e historicidad. Para ella, el acto de libertad se aproxima de hecho al milagro porque ambos representan fenómenos fuera de la cadena de la causalidad (Arendt, 2006). El acontecimiento escapa así a toda teleología, pero esto es distinto a afirmar que escapa en general del tiempo histórico. Por esta razón, pensar en la historia a partir del acontecimiento requiere establecer una distinción clara entre historicismo e historicidad.
En este sentido, es posible argumentar que es justo el “presentismo” del acontecimiento -su carácter de quiebre repentino en la lógica de la continuidad histórica y la sensación resultante de autonomía del presente respecto al pasado y el futuro- lo que constituye el fundamento de la conciencia histórica. En la década de 1930, Georg Herbert Mead (1981) ya había estudiado el acontecimiento como una interrupción del flujo temporal que “suscita por ella misma nuestra conciencia del tiempo” (Dosse, 2010: 255). Así, se puede afirmar de una manera análoga que es el acontecimiento lo que, en términos más amplios, suscita la conciencia de la historicidad. Para Slavoj Žižek, la historicidad es igual a “un quiebre radical, una ruptura entre antes y después”; esta ruptura en el continuo de evolución “es la marca de la historia” (2001: 111). Ese quiebre, continúa Žižek, es también la base de la brecha que separa la historia como “despliegue de una simple dinámica evolucionaria” de la “historicidad en sentido propio”, la cual sólo sucede en el espacio de tensión entre “eternidad” -en el sentido de negación del sentido habitual del tiempo como flujo- e “historia” (2001: 112). La historia es propiamente esa tensión.
Otra paradoja del tiempo del acontecer sería que todo acontecimiento es en sí mismo crisis del tiempo y de la historia -porque es una “esfinge” inexplicable en términos exclusivamente históricos-, y de manera simultánea estas crisis le dan forma al tiempo histórico. El acontecimiento es lo que interrumpe el flujo del devenir, pero esa interrupción sería lo que, de un modo contradictorio, lo constituye. La historicidad -distinta de la teleología y por lo tanto del historicismo en su sentido más habitual- depende de esas rupturas en el flujo temporal histórico.
Vale la pena recordar a este respecto las reflexiones que Jacques Derrida dedicó a las relaciones entre los conceptos de acontecimiento y posibilidad. Derrida asocia el acontecimiento con la zona “abierta, sin resolver” de la realidad. Para el filósofo francés, un acontecimiento es tan disruptivo e impredecible que perturba hasta las mismas bases sobre las cuales creemos reconocerlo como tal. Cuando se trata de pensar en el acontecimiento, “todas las cuestiones ‘filosóficas’ permanecen abiertas, quizá aun más allá de la propia filosofía” (Borradori, 2003: 90). La experiencia de un acontecimiento siempre llama a un “movimiento de apropiación” o interpretación, basado en un “horizonte de anticipación”, pero forma parte de la naturaleza del acontecimiento que esta apropiación fracase en algún momento, porque este horizonte “se escapa, permanece elusivo, abierto, sin resolver” (2003: 90-91).
La experiencia del acontecimiento es, de acuerdo con Derrida, de “absoluta sorpresa, incomprensión, riesgo de malentendido, novedad imposible de anticipar, singularidad pura, ausencia de horizonte” (Borradori, 2003: 91). En el vocabulario de Reinhart Koselleck (2007), el acontecimiento sería la fuerza que media entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativa”, aquello que trasciende el “espacio de experiencia”, y al abrir el campo de la posibilidad histórica, produce de manera inesperada un nuevo y amplificado “horizonte de expectativa”. La temporalidad del acontecimiento procede de un presente que no es un “ahora” del pasado ni un “ahora” del presente convencional, sino “un im-presentable por venir”. El acontecimiento sería lo que nos expone a la posibilidad: “nos abre al tiempo, a lo que acaece sobre nosotros, a lo que llega o sucede, al acontecimiento -a la historia, si se quiere, una historia que debe ser pensada de manera completamente distinta de un horizonte teleológico, de hecho, distinta de cualquier horizonte” (Borradori, 2003: 120).
Esta asociación entre el acontecimiento y la posibilidad histórica fue la idea rectora de una tríada de pensadores judíos -Walter Benjamin, Franz Rosenzweig y Gershom Scholem-, identificada por Stéphane Mosès (2008), que en la década de 1920 desarrolló una escuela de pensamiento histórico basada en el acontecer como reacción al desgarramiento de la Primera Guerra Mundial. Las reflexiones sobre la historia de estos tres pensadores conforman una filosofía del acontecimiento que reproduce las características antes mencionadas: un profundo desencanto ante cualquier forma de teleología o visión mecánica de la historia, unido a la creencia en el acontecimiento como apertura radical a la posibilidad histórica y el carácter indefinido del futuro. Para Benjamin, Rosenzweig y Scholem, el tiempo fundamental es, en palabras de Mosès (2008), el “tiempo del hoy”: cada instante es único, autónomo e irreductible, nunca la realización de un pasado ni el anuncio de un futuro. A la vez, sin embargo, cada uno de esos instantes puede ser la fuente de “un futuro posible completamente distinto del presente en tanto que irrupción de lo nuevo”; la oportunidad de pasar “de un tiempo de las necesidades a un tiempo de los posibles [temps des possibles]” (Dosse, 2010: 123). En estos pensadores -en particular en Benjamin- hay, por lo tanto, una crítica explícita a los supuestos del régimen de la temporalidad historicista. Pero su crítica, aunque los acerca a los supuestos del presentismo, no los sumerge plenamente en él, porque, a diferencia del cronotopo presentista, su visión depende de manera fundamental de la postulación de un futuro abierto.
Guillermo Zermeño ► Santa Sofía, Estambul, restauración de las obras del pasado, otro síntoma del presentismo, julio de 2010.
De los autores de esta tríada, Walter Benjamin es tal vez el más relevante para la discusión sobre la temporalidad del acontecimiento. De sus ideas sobre la historicidad, sintetizadas en sus tesis “Sobre el concepto de historia”, de 1940 (Löwy, 2016), surge una visión del acontecimiento en la que el pasado está “siempre presente”, pero no como una fijeza -la de la “memoria” o la “identidad”-, sino contraintuitivamente, como posibilidad. El futuro también está “presente” en ese presente, pero sólo como latencia, como la posibilidad de un acontecimiento por venir. Ese futuro será en algún momento el “presente” de un “pasado” que es, a su vez, este presente. Otra manera de expresar esta singular dinámica temporal es decir que nosotros, en nuestro presente, estamos trabajando para cumplir el sentido de un pasado que quedó incompleto, a la vez que para sentar las bases de un cumplimiento futuro, cuya forma final no conoceremos. En Benjamin, el paradigma temporal del acontecimiento es, en este sentido, “antipresentista”, porque implica una deslocalización del presente. El sentido de los actos del presente está antes, en el pasado, o después, en el futuro, pero nunca sólo en el ahora. Es como si Benjamin estuviera postulando la existencia de un “inconsciente histórico” alojado no sólo en la sedimentación de los hechos pasados, sino más bien en una suerte de “nube” en la que se agrupara todo lo que no ha ocurrido. En este “inconsciente histórico” estaría el sentido último, profundo, de los actos en nuestro presente. El presente, entonces, no nos pertenece, no está del todo presente, su sentido está en otra parte.
Para finalizar, me gustaría ofrecer unas reflexiones acerca de las condiciones sociales que el presentismo toma como justificación de su propuesta histórica. Me parece que es posible analizar estas condiciones desde otro punto de vista y que de esta otra perspectiva sobre las mismas condiciones sería posible derivar conclusiones históricas distintas a las del presentismo. De acuerdo con el relato del cronotopo presentista, el mundo contemporáneo se caracterizaría por ciertos desarrollos históricos y sociales -como la caída del socialismo real, el desempleo y la aparición del “precariado”, el cambio climático, la explosión demográfica y el agotamiento de los recursos naturales-, que tendrían el efecto de provocar un “cierre del futuro”. Pero, ¿es necesariamente así? ¿Es posible plantear de otra manera las relaciones de estas circunstancias contemporáneas con el futuro? ¿No podrían producir de hecho estos desarrollos nuevas posibilidades de futuridad? ¿No sería posible que estas circunstancias llamaran precisamente a otras formas de acción e imaginación históricas? Dicho en otros términos, ¿no podrían las condiciones a partir de las cuales el presentismo diagnostica una “clausura del futuro” ser más bien el origen, no tanto del cierre del porvenir, sino de otra noción de futuridad como horizonte abierto? Me parece necesario introducir la posibilidad de que quizá lo que negaría las condiciones históricas, ambientales, sociales, a partir de las cuales el presentismo hace su diagnóstico sería, ante todo, una visión optimista del futuro -propia de las visiones ilustradas o Whig1 de la historia-, en las que el progreso sería un despliegue automático e inevitable. Las condiciones aludidas, sin duda, contradicen cualquier teleología del progreso, pero -y esto me parece fundamental- no necesariamente a otras características del tiempo histórico, como las ya discutidas ideas de acción y posibilidad en la historia.
La postura presentista propone que, dada la fatalidad de fenómenos como la explosión demográfica y el cambio climático, lo primero que quedaría superado sería justamente la noción del futuro como posibilidad abierta, y con ella, la idea de acción histórica. Pero, ¿son en realidad el cambio climático y la explosión demográfica pruebas suficientes para declarar la “clausura del futuro” y de una idea posibilista del porvenir? Me parece necesario introducir el argumento de que, dada la propia naturaleza de los desafíos que estos problemas plantean, lejos de dibujar una imagen unívoca del futuro, implican una amplia gama de posibles respuestas colectivas y un campo de acción política heterogéneo que dejan abierta la puerta a la contingencia y la posibilidad en la historia. En las nuevas condiciones ambientales, la acción histórica no carecería de sentido, en todo caso, se volvería más relevante, porque ahora estaría más que nunca relacionada con cuestiones radicales -de “vida o muerte”- que conciernen a la supervivencia de la especie. Una evidencia de esto es la naturaleza política del debate acerca del cambio climático y las posibles medidas a tomar para contrarrestarlo o por lo menos para adaptarse a él. Éstos son debates que tocan, o deberían tocar, la estructura misma de la economía y la sociedad. Una evidencia más en este sentido es el reciente auge de los géneros “distópicos” y de la literatura sobre los “futuros del capitalismo” (Frase, 2016; Leonard y Sunkara, 2016; Srnicek y Williams, 2015; Fisher, 2009; Mason, 2016). Lo que en realidad negaría las condiciones históricas a partir de las cuales el presentismo refuta el porvenir sería la noción del futuro como esperanza, seguridad, certeza o anticipación, y no del futuro como posibilidad. En la medida en que persistan las capacidades de acción colectiva - así como la fortuna y el azar-, resultaría imposible clausurar la posibilidad y la contingencia, y con ellas la historia.
Conclusión: historizar el presentismo, recuperar la historicidad
Hans Ulrich Gumbrecht (2016: 126) ha señalado los efectos teóricos productivos del gesto de Reinhart Koselleck al “historizar el historicismo”. Inspirados por Koselleck, podríamos emprender el proyecto análogo de historizar el presentismo. Como se ha señalado, resultan significativas en sí mismas la coexistencia del presentismo y el discurso del “retorno del acontecimiento”, y la de estas dos formulaciones con hechos históricos, como las crisis de las aspiraciones revolucionarias y la caída del socialismo real. No menos significativa es la simultaneidad de estas ideas con otros órdenes de discurso que también han buscado responder al mismo grupo de desarrollos históricos. Pienso sobre todo en la narrativa -a la vez liberal y hegeliana- de Francis Fukuyama (2006) y el “fin de la historia”, así como en la propuesta de Jean-François Lyotard (2006) acerca del fin de los “metarrelatos” en una obra que se convertiría en el texto fundador del posmodernismo. ¿Cómo interpretar esta yuxtaposición de discursos y hechos históricos? ¿Qué sentido dar a esta constelación de formas de hablar sobre la historia? Es cierto que el propio presentismo se ha ofrecido de manera deliberada, en tanto gesto “metahistórico”, como una respuesta a estas preguntas. Pero, si seguimos el ejemplo de Koselleck, ese “maestro de la sospecha” histórica, debemos admitir que, como se ha discutido a lo largo de este artículo, la propuesta presentista también contiene -porque no podría ser de otra manera- rasgos históricos y particularidades conceptuales que la vuelven a su vez susceptible de historización.
Este ejercicio de historización tendría que comenzar por advertir las diferencias. Por ejemplo, señalar cómo un mismo conjunto de hechos históricos pudo generar discursos teóricos tan divergentes. Se repararía así en que el presentismo no ha sido la única forma de reaccionar a los sucesos de las últimas décadas del siglo XX y que ha convivido con la respuesta del “regreso del acontecimiento”. Se apuntaría, por consiguiente, que la era de la caída del socialismo y el calentamiento global pudo inspirar tanto un discurso sobre el fin del tiempo histórico (Hartog, 2015; Gumbrecht, 2014) como una suerte de rehabilitación de la propia idea de “tiempo de la historia”, si bien no necesariamente del historicismo, mediante un replanteamiento de la noción de posibilidad (Badiou, 2000; Žižek, 2001).
Pero este ejercicio tendría que continuar mediante un señalamiento de las convergencias. ¿Cómo dar testimonio del hecho de que todas estas formas de hablar sobre la historia, a pesar de sus diferencias, coincidían en la necesidad de elaborar un nuevo relato sobre la historicidad, aunque éste fuera del “fin de los relatos”? El ejercicio anotaría, por ejemplo, la manera en que, en buena medida, tanto el presentismo como el “retorno del acontecimiento” han sido respuestas a la “crisis del historicismo”, entendida como la crisis de la idea del sentido histórico lineal, unívoco e inevitable. Si se pone a un lado el “retorno del acontecimiento”, tendrían que plantearse asimismo preguntas como: ¿en qué medida está el presentismo en alguna forma de continuidad conceptual o histórica con aspectos del estructuralismo o del paradigma de la “larga duración” -diacrónicamente- o con el posmodernismo y el discurso del “fin de la historia” -sincrónicamente-? Sobre la primera opción, sería posible indicar que, en su rechazo a la posibilidad histórica, y por lo tanto, a la acción y el cambio social deliberado, el presentismo parecería repetir para la reflexión sobre la historia ciertas implicaciones fundamentales tanto del estructuralismo como de la “larga duración”. Sobre la segunda, podría señalarse que, por un lado, el cronotopo presentista y el posmodernismo de Lyotard (2006) de hecho coinciden en su mirada descreída ante la historicidad y en general ante los significados fundamentados históricamente, y que, por el otro, el presentismo y el “fin de la historia” parecen llegar -aunque por vías bastante disímiles, es cierto- a un mismo diagnóstico de “estancamiento” o “fijeza” histórica que implicaría una clausura de las posibilidades de innovación o cambio radical. Más en concreto, ¿sería posible, por ejemplo, integrar el posmodernismo y el discurso sobre el “fin de la historia” y las propuestas acerca de la existencia de un cronotopo presentista como síntomas de una misma sensibilidad histórica más amplia? ¿Son quizá estas tres hablas sobre la historia expresiones de un clima político e intelectual común?
Para completar el panorama de este ejercicio de historización, valdría la pena señalar que, de manera aún más reciente, ha comenzado a circular una nueva versión del discurso del “regreso del acontecimiento” -esta vez presentado como “regreso de la historia”- a partir de sucesos como las movilizaciones del 15M en España,2 las “primaveras árabes” de Túnez, Egipto y otras naciones, el movimiento Occupy Wall Street y la precandidatura presidencial de Bernie Sanders, pero también de la llegada al poder de gobiernos autoritarios en Polonia y Hungría, el ascenso en toda Europa de partidos y movimientos de ultraderecha racista y xenófoba, y los triunfos del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos. La segunda década del siglo XXI ha parecido estar marcada de este modo por el retorno de una cierta sensación de la historia, de la impresión de que los acontecimientos pueden revitalizar el sentido de la historicidad al indicar una diferencia entre un “antes” y un “después”. Por un lado, esto se vive como una reminiscencia o hasta una repetición de los años turbulentos del periodo de entreguerras del siglo XX. Por el otro, se admite que las circunstancias actuales distan mucho de parecerse a las de hace casi un siglo y que, por lo tanto, los nuevos acontecimientos apuntan a un futuro completamente impredecible, pero marcado por la posibilidad de un desenlace ominoso. Más allá de la diversidad de reacciones, resulta necesario formular una forma de pensamiento que explique este nuevo sentido histórico. Sabemos, tras las advertencias del presentismo, que un simple retorno al historicismo de antaño es imposible. Pero, al mismo tiempo, es necesario reconocer que, a pesar de sus contribuciones, el presentismo tampoco ofrece por sí solo todas las herramientas para pensar en las dimensiones de la experiencia histórica contemporánea. La construcción de este lenguaje, quizá desde la perspectiva de una recuperación de la historicidad y el acontecimiento, es una de las tareas críticas de nuestra época.