Introducción
La cuestión de los temples anímicos o afectivos es crucial para el pensamiento de Heidegger, es una constante que atraviesa los dos grandes periodos de la obra del filósofo, la etapa de la ontología fundamental en Ser y tiempo, de carácter eminentemente fenomenológico, y el pensamiento ontohistórico desplegado sobre todo en los Aportes a la filosofía. En la primera de estas obras encontramos ya una tesis que, en sus rasgos más generales, Heidegger no dejará de sostener que toda relación posible con los entes que comparecen en el mundo es abierta siempre, en todo caso, en y desde un modo de encontrarse afectivamente (Befindlichkeit), incluso en los momentos de mayor indiferencia y pasividad: “el Dasein ya está siempre anímicamente templado” (2012, p. 153). No hay un darse neutro y objetivo de los entes, sino que la relación con ellos está siempre anímicamente configurada.
Por otro lado, cabe distinguir entre los temples cotidianos, los cuales se dan en toda relación habitual con lo ente, y los temples fundamentales (Grundstimmungen). Estos últimos, más inusuales, no solo nos colocan frente a lo ente habitual, sino que, en cierto modo, nos des-colocan con respecto a esa habitualidad, nos ponen frente a la aperturidad no de algún ente en concreto, sino de la totalidad del ente en su conjunto, totalidad que es designada por Heidegger como mundo (Welt), el cual nos incluye a nosotros mismos en ese conjunto. Con ello, los temples fundamentales pueden conducir a la reflexión y la interrogación filosófica: “Los estados de ánimo, en particular lo que hemos denominado ‘estado de ánimo fundamental’, se revela (sic) como el modo de acceso privilegiado a esta totalidad” (Gilardi, 2014, pp. 173-174). Sin embargo, al asumir esta perspectiva, el filósofo alemán toma distancia de toda filosofía basada en la razón y en la cientificidad, puesto que los temples anímicos advienen sin estar supeditados a la voluntad y control de un sujeto, nadie decide libremente cuándo angustiarse o cuándo aburrirse de manera profunda.
Tal distancia con respecto a la subjetividad humana se acentuará con el pensamiento ontohistórico, el cual planteará que los temples fundamentales son, además, históricos, lo cual implica entre otras cosas que cada época en la historia del pensamiento occidental estará marcada por uno o algunos temples fundamentales específicos: “La tesis que Heidegger sostendrá es entonces que el acaecer histórico de la filosofía occidental no es neutral, sino que ahí se despliegan temples históricos que corresponden al pensar epocal respectivo” (Xolocotzi, 2016, p. 54). En sus rasgos generales, la meditación filosófica de la Grecia clásica es abierta por el asombro (thaumazein); la meditación cristiana en san Agustín estará orientada por el horror trepidante, aplacado solamente por la fe en Dios; y la modernidad cartesiana será inaugurada por la exigencia de la certitudo, un temple que, a diferencia de los anteriores, tiene un matiz más activo con respecto a la existencia humana.
La certeza moderna se encaminó a la culminación de un proyecto que buscó someter, controlar y explicar la totalidad de lo ente. Cuando dicha tendencia se aproxima a su culminación, como en la actualidad —al menos en teoría, en potencia, no hay nada que no pueda y deba ser explicado y calculado en términos técnicos y científicos—, no hay lugar ya para el asombro, ni en general para ningún temple fundamental que se interrogue por lo ente en totalidad, pues dicha totalidad ha quedado prácticamente explicada en su conjunto. Esto se vincula con una de las tesis que recorre el pensamiento heideggeriano, en particular en su periodo ontohistórico, de acuerdo con la cual la verdad, que en un inicio es experimentada como desocultamiento, es asumida gradualmente como corrección:
Por eso el temple fundamental tampoco puede ser aquél del asombro en el cual por primera vez irrumpió el ente como tal respecto a su ser como lo más inhabitual. Qué tan lejos estamos de la posibilidad de siquiera ser dispuestos en el ente por aquel temple fundamental del inicio se puede medir fácilmente en el hecho de que hoy desde hace siglos el ser del ente, que para los griegos era lo más asombroso, vale para nosotros como lo más obvio de todo lo obvio, lo usual, lo que todo mundo conoce en todo momento (Heidegger, 2008, p. 171).1
Hoy sabemos de manera general —y aunque no lo sepamos con ideas claras y distintas, confiamos en que la información está siempre disponible, especialmente en repositorios de información digital— cómo nació el universo, cómo se formaron las galaxias y planetas, cómo surge la vida y qué necesita para mantenerse, cómo funciona el cuerpo y la psique humana. En tal escenario, la filosofía pierde también su sentido, pues no hay lugar ya para el querer saber si se considera todo como consabido. Si aún es posible un pensar filosófico en nuestra época, o en otra venidera, ello solo tendría sentido si un temple fundamental vuelve a acontecer.
Pero uno de los rasgos de mayor indigencia en nuestra época es, de acuerdo con Heidegger, que nos hemos tornado por completo incapaces para ser arrebatados por un temple anímico histórico y fundamental. En los Beiträge zur Philosophie, el filósofo alemán plantea la tesis según la cual, si es posible otro comienzo para el pensar, este será abierto por la oscilación entre el espanto (Erschrecken), la retención (Verhaltenheit) y el temor (Scheu), reunidos todos ellos en un presentimiento (Ahnung). A propósito del espanto, apunta a una relación con el asombro, ya que es “(…) más fácilmente aclarable en contraposición a la disposición fundamental del primer comienzo, al asombro [Erstaunen]” (Heidegger, 2011, p. 30). Ambos temples, aunque no son iguales, se asemejan en el hecho de que implican un cierto retroceder frente lo habitual y consabido, por ello señala Heidegger (2011):
El espantarse es el retroceder desde lo corriente del proceder en lo familiar, hacia la apertura de la afluencia de lo que se oculta, en cuya apertura lo hasta ahora corriente se muestra como lo extraño y a la vez el cautivamiento. Pero lo más corriente y por ello más desconocido es el abandono del ser [Seinsverlassenheit] (p.30).
Puede que no sea tan obvio a qué se refieren estos temples anímicos ni cuál sea la relación entre ellos, salvo el hecho de que en ambos está en juego un retroceder ante el mundo habitual. Dicha cuestión, las relaciones, pero también la diferencia entre espanto, retención y temor, así como su articulación en el presentimiento, es por sí misma bastante compleja como para requerir un análisis propio y detallado; nos conformaremos aquí con señalar la necesidad de dicha interpretación. Sin embargo, Heidegger ofrece en el pasaje citado una importante aclaración sobre el significado del espanto, a saber, que es posible pensarlo en contraste con el asombro. De acuerdo con ello, el presente estudio buscará aclarar cuál es el sentido filosófico del espanto, tomando como punto de partida una descripción fenomenológica del asombro, en otras palabras, una descripción del modo en que dicho temple anímico puede tener un rendimiento fenomenológico. Se buscará explicar por qué el asombro ya no es posible en nuestra época, como temple fundamental e histórico, y a partir de la experiencia de dicha imposibilidad comprender a qué se refiere el espanto y cómo puede inaugurar la posibilidad de otro comienzo.
1. El sentido fenomenológico del asombro y su imposibilidad contemporánea
En la conferencia de 1955, que lleva el título francés Qu’est-ce que la philosophie?, Heidegger llega en su reflexión a las palabras de Heráclito Ἕν Πάντα, todo (es) uno. Esto significa, para el filósofo alemán, que el conjunto o totalidad de lo ente está reunido en el ser o, dicho de manera más sencilla, que todo ente es en el ser. Esta afirmación raya en la más obtusa obviedad, sin embargo, “fue justamente este hecho —que el ente permanezca reunido en el ser— lo que en primera instancia asombró a los griegos, y solamente a ellos. El ente en el ser: esto fue lo que causó a los griegos el mayor de los asombros” (Heidegger, 2013a, p. 20). La apariencia de obviedad es aquí relevante: si el estar de los entes en el ser se toma como obvio y se da por descontado, entonces no es necesario preguntar por ello. El asombro constituye entonces la ruptura de dicha obviedad: la reunión de los entes en el ser ya no es algo automático ni inevitable, sino que se exige una razón para ello, un principio o fundamento. El asombro no apunta a este o aquel ente en particular, sino a la reunión de todos los entes en el ser. Desde esta experiencia fue inaugurada la que Heidegger denomina, en los Beiträge, la pregunta inicial y conductora del pensamiento occidental, a saber, la pregunta por el ser del ente, la cual deberá dar paso, en el otro comienzo, a la pregunta por la verdad del ser.
Pero aquí surgen unas preguntas: ¿cómo es posible semejante ruptura de la obviedad? ¿Cómo es posible que irrumpa el asombro? ¿Se trata de una decisión que los seres humanos puedan tomar, o se trata más bien de un acontecimiento histórico, independiente de la voluntad humana? Estas preguntas llevan a cuestionar el origen de la singularidad que significó el mundo griego y, en medio de él, la aparición de una actividad tan inusual como la filosofía, algo que va más allá de los alcances de esta aproximación. En lugar de una pregunta histórico-genética por las circunstancias y condiciones en que surgió el asombro del filosofar griego, aquí nos conformaremos con hacer una descripción de éste, la cual nos acerca, como se verá enseguida, a una consideración fenomenológica.
Es posible comprender de manera más precisa lo que tiene lugar en el asombro, si consideramos que consiste en un cambio de actitud frente al mundo, lo cual nos permitirá hacer una lectura fenomenológica del mismo. En la vida cotidiana se da por descontado que los entes están reunidos en el ser y no hay necesidad de preguntar por aquello que se considera como automático, evidente o inevitable. Esto puede equipararse a una actitud dogmática: los entes son, obviamente. Pero en el asombro sucede un cambio de actitud, ya no se asume sin más que los entes están reunidos en el ser, y esto lleva a preguntar por la razón de dicha reunión, esto es, su fundamento. Aquí se presenta una semejanza con el cambio de actitud que, de acuerdo con Husserl, debe ocurrir en la fenomenología, aunque semejanza no significa, desde luego, igualdad. En el marco de las Ideas (Husserl, 2013 [Hua III]), la actitud natural tiene un carácter a la vez ingenuo y dogmático con respecto al mundo, es decir, se asume sin problemas la realidad objetiva de las cosas que nos son presentadas a través de la percepción y la conciencia. En cambio, la actitud reflexiva o fenomenológica no hace uso de la tesis natural del mundo: no niega la existencia efectiva de aquellos objetos, pero tampoco las afirma.
Al consistir en una suspensión del juicio, Husserl retoma el antiguo nombre de epojé para referirse a este acto, en el cual “ponemos fuera de acción la tesis general inherente a la esencia de la actitud natural; ponemos entre paréntesis todo lo que ella abarca ónticamente: así pues, este mundo natural entero, que está constantemente ‘para nosotros ahí’, ‘ahí delante’” (2013, p. 144 [Hua III]). Pero la gran diferencia entre el antiguo asombro y la epojé fenomenológica consiste en que esta última se realiza de manera voluntaria, es el fenomenólogo quien decide realizarla. En cambio, el asombro, con mayor razón si se lo considera como temple anímico, no es algo que pueda planearse ni decidirse. Por tal motivo, la fenomenología practicada por Heidegger pierde todo carácter científico, al menos en el sentido moderno de la palabra,2 es decir, como proceso planificado y metodizable en una serie de pasos previstos y controlados.
Sin embargo, los temples fundamentales no dejarían de tener, a pesar de todo, una especie de rendimiento fenomenológico.3 Por eso la angustia tiene un papel fenomenológico en Ser y tiempo, pues opera una reducción que redirige el sentido de la mirada, con la salvedad de que, a diferencia de Husserl, en Heidegger la reducción ya no tiene lugar como la puesta entre paréntesis que reconduce “(…) de lo fáctico a lo eidético y de este a la fuente de todo sentido, a la conciencia. En Heidegger, la reducción fenomenológica implica la reorientación de la dirección de la mirada al ente como presupuesto para que se pueda alcanzar una cierta tematización del ser” (Chillón, 2018, p. 220). Dicho brevemente, en la obra de 1927 la angustia reconduce la mirada del mundo previamente decidido —en la Uneigentlichkeit)— hacia la apertura y posibilidad del Dasein, que es el locus en el cual se abre el sentido del ser. De este modo, “la angustia se muestra como una actitud fenomenológica que debe atender a la propiedad del vivir humano [Eigentlichkeit] que pasa inadvertida para la actitud natural personalista [si utilizamos la terminología vista más arriba de Husserl]” (Chillón, 2018, p. 222).
Pero en los Grundstimmungen descritos a partir de los años 30, después de la Kehre, el filósofo alemán destacará sobre todo su carácter histórico, es decir, que están marcados por un horizonte epocal, con lo cual la reducción que opera en dichos temples recibirá un nuevo matiz; entre otras cosas implica que la reducción en juego ya no es un emprendimiento individual, suscitado por el fenomenólogo, sino un acontecimiento histórico-colectivo, completamente fuera de las decisiones del filósofo. Podría decirse que los temples históricos como el asombro son una especie de epojé —en el sentido de que empujan hacia un cambio de actitud con respecto al mundo— históricamente acontecida, marcada por los peculiares rasgos de una época histórica. Desde esta perspectiva, es llamativo que en alemán la palabra para referirse a una época, Epoche, solo difiera en un acento con respecto a Epoché. En 1962, en la conferencia Tiempo y ser, Heidegger deja señalada esa relación; ya que el despliegue histórico del ser se caracteriza por una abstención o contención. Dicho rehúso constituye la epojé que marca las épocas de la historia del ser: “Contenerse en sí [an sich halten] significa en griego έποχή. De ahí el discurso sobre las épocas [Epochen] del destinar del ser. Época no se refiere aquí a una sección del tiempo en el acontecer, sino al rasgo fundamental del destinar” (Heidegger, 2007a, p. 13).4
En ambos casos, en el temple histórico o en la reducción fenomenológica, estamos ante una transformación esencial de la mirada o de la relación con el mundo, la cual no está en el orden de lo observable. Esta diferencia de actitudes se puede entender, en el caso de la reducción husserliana, como “(…) una transformación modal radical en la que ninguno de los ‘contenidos’ de mi vida y del mundo mismo resultan alterados o excluidos o ‘duplicados’; es, pues, una y la misma vida” (Rojas, 2016, p. 124). Las cosas del mundo no cambian en absoluto, pero sí, y radicalmente, quien lo mira desde la epojé. Semejante cambio de actitud es “(…) un evento irruptor de la normalidad, naturalidad e ingenuidad de la actitud natural de la vida no filosófica” (Rojas, 2016, p. 125). Esto fue considerado por Husserl (2008) en la Crisis de las ciencias europeas (Hua VI); allí describe a este cambio como una transformación (Wandlung) o conversión (Umkehrung) en quien ostenta la actitud fenomenológica. Algo semejante puede decirse de los antiguos griegos templados a través del asombro, experimentaron una conversión profunda en su forma de ser. Heidegger (2007b) inclusive se referiría a esto como una transformación en la esencia del hombre, como en el curso de 1929/30, los Grundbegriffe der Metaphysik. En suma, en ambos casos se trata de una conversión de la mirada, aunque en el caso de la epojé husserliana es un proceso individual y planificado, mientras que en los temples históricos se trata de una reducción acontecida.
Teniendo esto en cuenta, intentemos describir de manera más detallada qué debió suceder para que los antiguos griegos fuesen depuestos de su actitud cotidiana, ingenua, con respecto al ser de los entes. De acuerdo con lo indicado por Heidegger, en la actitud ingenua o cotidiana se da por descontado que los entes están en el ser, ello implica asumir que hay un porqué, una razón, principio o fundamento para dicha reunión. De modo que la condición sine qua non para ser traspuesto a un temple del asombro —salir de la actitud ingenua— es que dicho fundamento sea avistado, experimentado o inclusive que falte; semejante falta no sería, desde luego, decidida por el filósofo en un nivel individual, sino que históricamente es puesto frente a ella como una experiencia histórica. Entonces, el temple fundamental del asombro solo podría surgir desde una experiencia del fundamento o del des-fondamiento. Para Heidegger (2008) esa fue, precisamente, la experiencia del primer comienzo entre los griegos. Si esto es correcto, la filosofía templada por el asombro no necesariamente se dio en otras culturas además de la griega, porque aquellas no parten de la experiencia del fundamento o de su falta.5
Desde una perspectiva muy diferente a la fenomenología, la lectura que hace Cornelius Castoriadis del comienzo del mundo griego coincide con lo anterior. Para el filósofo greco-francés, lo que hace a Grecia es su captación trágica del mundo, una experiencia de la falta de fundamento, representada en el hecho de que, ya desde su mitología más antigua, se anuncia que lo primero en el mundo, previo al mundo, es el khaos: “Se trata, pues, de un hueco, de un vacío (…) Todo debe surgir sobre el fondo de vacío, el ser adviene a partir del no-ser esencial del vacío” (Castoriadis, 2006, pp. 205-206). En otras palabras, más antiguo y originario que el ser está el no-ser; si esto es así, resulta entonces desconcertante cómo pudo surgir el ser del no-ser, el ser entonces carece de fundamento, porque lo único anterior a él es precisamente un vacío. La pregunta sobre cómo fue posible que los antiguos griegos fuesen traspuestos a semejante experiencia de un desfondamiento es lo que escapa a toda aproximación historiográfica y, en buena medida, permanece inexplicable.
Volvamos ahora a una mirada fenomenológica sobre el asombro. Para Heidegger, ningún ente aparece aislado, desligado de todo lo demás, sino que en su comparecer como dicho ente presupone y remite a una serie compleja, pero tácita, de otros entes y, en suma, termina por apuntar a la totalidad del mundo. “En este sentido, el mundo puede ser considerado como el horizonte significativo (cómo del ente en totalidad), solo a partir del cual todo ente puede comparecer, esto es, puede mostrarse de un modo determinado” (Di Silvestre, 2010, p. 259). En la actitud cotidiana dicha horizontalidad está asegurada, como si los entes aparecieran con un sentido firme, claro y seguro. En cambio, el temple del asombro presupone que tal horizonte significativo se tambalee o se derrumbe, esto significa que no solo un ente en particular, este o aquél, aparece con un sentido dudoso, cuestionable, sino que la instancia misma que permite el sentido de todos los entes, el mundo como horizonte significativo, ha sido, al menos, puesta en entredicho, una suspensión de sentido tan radical que también es cuestionada la reunión de la totalidad de lo ente en el ser.
Esto último es lo que ya no es posible en nuestra época: hoy nuevamente el horizonte de sentido que es el mundo ha sido apuntalado en sus cimientos para otorgarle una firmeza que no conocieron los griegos; esto sucedió con la exigencia moderna de una razón o fundamento suficiente, la cual fue llevada por Leibniz a su máxima expresión, nihil est sine ratione. Heidegger describe del siguiente modo dicho principio: “Aquello que cada vez es efectivamente real tiene un fundamento de su realidad efectiva. Aquello que cada vez es posible tiene un fundamento de su posibilidad” (1991, p.183). Pero la proposición no solo rige a cada ente en particular, dándole una explicación suficiente sobre sus causas y fundamentos, sino que llega a definir al conjunto de lo ente en totalidad, esto es, el ser de lo ente, pues si nada es sin fundamento, “toda cosa, de la suerte que sea, vale como algo en cuanto ente, y solo si, como objeto calculable, está seguramente emplazada para el representar” (1991, p. 187). La proposición se despliega en al menos dos implicaciones: solo es aquello que tiene fundamento, el cual se asegura a través de su representación técnica y calculable; pero, en segundo lugar, dado que todo tiene una razón o fundamento, entonces no hay tal cosa como el no-ser y, por lo tanto, queda anulada la antigua inquietud sobre el desprendimiento o surgimiento del ser a partir del no-ser.
El hecho de que el principio de razón suficiente configure las líneas generales de la modernidad no significa que automáticamente todo quede explicado —la ciencia aún tiene muchas preguntas abiertas y enigmas por resolver—, lo importante aquí consiste en que, si se asume que nada se da sin una razón o principio, entonces, aunque yo no conozca dichas razones, por ejemplo, por qué los seres vivos necesitan del oxígeno, confío en que hay una razón explicable, que algunos científicos la conocen y pueden dar cuenta de ello, que además dicha información está disponible en diversas bases de datos digitales, por si necesito saberlo algún día, y más aún, aunque no hubiera de momento una explicación para ello, confío en que eventualmente la ciencia logrará llegar a una respuesta. Y lo mismo sucede con los fenómenos celestes, con la enorme diversidad de la vida, con los complejos comportamientos de los seres humanos: aunque en lo individual ni siquiera pueda dar razón de ello, confío en el principio metafísico de que todo tiene una razón suficiente.
En este panorama ya no es posible un temple fundamental como el asombro; y si este último motivó la antigua búsqueda filosófica por un adecuado conocimiento de un fundamento que dé razón de lo ente, entonces probablemente la filosofía, como querer saber el fundamento, ya no sea posible como tal en la actualidad, toda vez que su propósito ha sido colmado. A menos, claro, que otro modo de filosofar sea concebible desde otros temples fundamentales. En este contexto aparece la posibilidad del espanto como un temple que puede encaminar el pensamiento filosófico contemporáneo y por venir. En lo que sigue, esbozaremos la tesis según la cual el espanto, al asumir y experimentar la imposibilidad del asombro, lleva a experimentar también la posible pérdida de la relación con la pregunta por el ser. Y dado que dicha relación con el ser es lo que, de acuerdo con Heidegger, configura la esencia del ser humano, entonces el espanto también se experimenta ante la posible pérdida de dicha esencia.
2. El sentido filosófico del espanto
En el contexto de los Aportes a la filosofía Heidegger comienza a sugerir la posibilidad de que el ser se retire definitivamente, de que el hombre como ente abierto llegue a su fin, de que el desocultamiento sea destruido en favor de una plena y luminosa disponibilidad, ¿todo esto puede aún causar espanto a los seres humanos? ¿O no es necesario que con-mueva a toda la humanidad, sino solamente a unos cuantos pensadores y creadores singulares? ¿Es posible que aún experimentemos en el rehúso la seña más inaparente del ser? Jason Powell comenta sobre este posible estado anímico: “El horror y el miedo sobre la falta del ser, el cual se retira en la subjetividad moderna, es el modo apropiado de estar-templado para esta ausencia, fondo abisal hecho de una oscuridad que el pensamiento no puede esperar iluminar nunca” (2007, p. 69).6 Tenemos entonces que el espanto apunta a una ausencia radical del ser.
En la Introducción a la metafísica el filósofo alemán hace una reflexión en torno a un fragmento de Edipo en Colona (v. 1224), a partir del cual ofrece otra aproximación al espanto. Sófocles dice: μὴ φῦναι τὀν ἄπαντα νι / κᾷ λόγον. El filósofo propone traducir estas palabras así: “el no haber entrado jamás a la existencia triunfa sobre el conjunto del ente en su totalidad” (Heidegger, 2003, p. 161). En estas palabras es reconocida la victoria final del no-ser sobre el ser, lo que ha de suceder tarde o temprano; ellas “(…) designan la mayor lejanía del ser, es decir, la no-ex-sistencia [Nichtdasein]. Aquí se muestra la posibilidad más pavorosa del Dasein [unheimlichste Möglichkeit des Daseins]: la de quebrar la fuerza sometedora del ser en el acto violento extremo contra sí mismo. El Dasein tiene esta posibilidad no como salida vacua, sino que es esta posibilidad” (2003, p. 161).7 ¿Puede nuestra época llegar a sentir, ya no el pavor designado sino, aunque sea, una leve inquietud ante el quiebre del ser? Es llamativo que, además, en estas mismas líneas Heidegger reconoce que esa posibilidad de no ser más, Nicht-dasein, no es algo ajeno y externo al Dasein, sino que ella misma es su más íntima posibilidad. Como existentes singulares, un primer anuncio del Nicht-dasein se da a través del ser relativamente a la muerte, pero desde un punto de vista ontohistórico tal posibilidad es del ser, pertenece a él.
Sabemos aún bastante poco de este rehúso (Entzug)8 esencial porque ni siquiera somos capaces de experimentarlo en medio de la comodidad y eficiencia establecidas por la dictadura del ente. Lo único que podemos por ahora es señalar el sitio en el cual se da este rehúso: el despliegue de la técnica, cuyo dominio no es casual ni secundario. Como observa el filósofo, “la maquinación [Machenschaft], como esenciarse de la entidad, da una primera seña de la verdad del ser [Seyn] mismo. Bastante poco sabemos de ella, a pesar de que domina toda la historia del ser de la filosofía occidental vigente desde Platón hasta Nietzsche” (Heidegger, 2011, p. 113). ¿Cómo podríamos saber algo de esa seña si vivimos entregados a la productividad, consumo y disfrute de las maquinaciones? ¿Hay algún temple o suceso que pueda sacarnos de ese mandato de la técnica? El pensador se pregunta “cómo debía ganar aquí aun el mínimo espacio la sospecha de que el rehúso es el primer sumo obsequio del ser [Seyn], su esenciarse inicial mismo” (2011, p.199). Estas palabras se encuentran en el ensamble del salto en los Beiträge, lo cual puede indicar que el experimentar ese rehúso como seña del ser constituye un paso preparativo para el salto. En este rehúso el ser deja de ser pensado como algo permanente y eterno, el máximo ente, y se lo concibe por primera vez en su radical finitud y fragilidad, desde la cual el ser necesita del hombre.
Desde tal necesidad, se abre una menesterosidad del ser, que no es un mero discurso o una tesis sobre la filosofía de Heidegger, sino que al experimentarla participamos de su máximo rehúso, es decir, de la posibilidad de que no se dé más. En otras palabras, mientras sigamos obstinados en comportarnos con lo ente y en comprender al ser como disponible, eterno e inmutable, jamás intuiremos algo del peligro de un rehúso consumado. En este sentido el profesor de Friburgo se pregunta: “¿Pero qué perspectiva se abre aquí? Pensar al encuentro de la necesidad extrema del ser quiere decir, en efecto: dejarse involucrar en el peligro de la aniquilación de su esencia y, por lo tanto, pensar algo peligroso” (Heidegger, 2013b, p. 835). Este dejarse involucrar es lo que abre la posibilidad de un temple fundamental para experimentar el rehúso del ser y con ello, tal vez, la posibilidad de otro comienzo.
¿De qué naturaleza es el referido dejarse involucrar? El hombre es quien debe dejarse. Justo en este punto comprendemos que no estamos ante una dictadura del ser, como se ha reprochado a la filosofía de Heidegger, particularmente al pensamiento ontohistórico.9 La menesterosidad del ser deja ver que no todo depende del ser, el hombre tiene algo por hacer, solo que, precisamente, no es para nada un hacer, en el sentido de la actividad que responde intencionalmente a planificaciones establecidas. El llamado al hombre es inclusive mucho más sencillo que eso: soltar, dejar (lassen), dejarse involucrar en un temple anímico fundamental. Solo entonces puede comenzar el giro (Kehre) en el cual puede darse un Ereignis, un acontecimiento apropiador que ponga en relación —de nuevo o por vez primera— al hombre con el ser.
Si el retiro del ser (máximo rehúso) y su posible fin son experimentados apropiadoramente, se comprende la necesidad de que lo comenzado en su primer despliegue llegue a su fin. Lo único abierto a una decisión es la naturaleza de dicho final histórico. En consonancia con este tono escatológico en los Cuadernos negros, pues se habla de un final histórico, el autor menciona un templamiento del comienzo, al cual describe del siguiente modo: “El profundo luto oculto por el velado pudrimiento [Verwesen] del esenciar [Wesen] del ser como presencia” (Heidegger, 2014, p. 99), un luto por la muerte del primer y único destello del ser, que ha terminado por petrificarse en la presencia disponible, que no es vivida por los hombres como una calamidad, sino como la resolución de todos sus problemas y penurias, pues la técnica deberá terminar por corregir todo error, suprimir cualquier peligro, prevenir cualquier malestar, en suma, inaugurar una época carente de indigencias. Pero los hombres de esta época no tienen la mínima idea de que esto, justamente, es la máxima indigencia de todas, porque con ella el hombre, lo ente y el ser se aproximan a su muerte esencial.
Un primer paso para restaurar la custodia de la verdad del ser es asumir la esencia rehusante de la verdad y preservarla como tal, es decir, reconocer el peligro y no pasar de largo frente a él, pero tampoco neutralizarlo y hacerlo desaparecer. La manera de asumir meditativamente el primer comienzo es reflexionar y experimentar su final, solo así la despedida (Abschied) no solo será del comienzo, sino también de la carencia de ser, de la cual no podrá reponerse el hombre simplemente negándola, sino experimentándola; solo así lo inicial vuelve una vez más, quizá por última vez, con todo el peso de lo de-cisivo, como indica el filósofo germano en las siguientes palabras: “El recuerdo en ocaso es el despedirse a la carencia de ser, despedida a través de la cual, precisamente el ser una vez más, en su por último, es vuelto a custodiar en el impedimento” (Heidegger, 2007c, p. 82).
Heidegger habla en esta época de un ocaso (Untergang) que, si se toma desde un punto de vista metafórico, puede comprenderse como esa última luz, antes de la penumbra, la que traza entre las cosas los perfiles más finos en su contraste con la sombra que se levanta poco a poco, que gana terreno conforme la luz solar cede. Es la luz más cordial del día, porque es la menos agresiva, la que permite ver, aunque sea por un instante, de manera más directa, al sol que languidece rayando el horizonte, el mismo sol cuya observancia es dañina y casi imposible mientras está en el zenit. Así también, tal vez podamos avistar el ser de manera más directa justo en el momento en que se retira.
Pero toda metáfora tiene su límite; la penumbra de la noche se puede sobrellevar porque trae descanso y la promesa de que al día siguiente el sol se levantará de nuevo. Contrario a esto, la despedida del ser bien podría ser un adiós definitivo. ¿Sentimos algo por esta posibilidad, según la cual la luz que nos permite tratar con las cosas, contemplarlas en tanto que son, se apague? ¿O nuestra indiferencia es ya comparable a la materia inerte, que permanece inmutable ante el paso de los astros y al paso de las estaciones? Si es posible mantener la metáfora, ¿podemos experimentar algo del espanto que conmovía el mundo de los hombres antiguos cuando el sol se eclipsaba?
Más que aptitudes intelectuales y grandes despliegues de erudición, lo más necesario para este ocaso y la posibilidad de otro comienzo es la disposición para un temple anímico que nos sitúe frente a la sustracción del ser. De acuerdo con esto, Heidegger escribe en la Superación de la metafísica: “El dolor, del que primero hay que hacer la experiencia y cuyo desgarro hay que sostener hasta el final, es la comprensión y el saber de que la ausencia de penuria es la suprema y la más oculta de las penurias” (1994, p. 181), la más oculta porque es la más difícil de percibir en medio de un mundo en el que todo tiende a estar cómodamente dispuesto y solucionado de antemano a través del acabamiento de una lógica del algoritmo que lo domina todo. No solo los programas computacionales, sino también las actividades humanas más profundas, como la psicología, el pensamiento y la cultura se mueven bajo los términos del algoritmo, que son los términos, también, de la programación de la inteligencia artificial. La máxima penuria es esta, que no haya penuria, que todo esté resuelto, y que lo irresoluble, como la verdad del ser, sea simplemente desechado y condenado a algo más profundo que el olvido: “La ausencia de penuria consiste en creer que se tiene en las manos lo real y la realidad y que se sabe qué es lo verdadero, sin que se necesite saber en qué esencia la verdad” (1994, p. 181).
¿Pero qué es, más específicamente, el espanto al que se refiere Heidegger en los Beiträge como un temple anímico fundamental para el otro comienzo? La palabra alemana es Entsetzen, que separada en sus dos componentes, Ent-setzen, puede ser pensada como des-colocar o de-poner. Visto de este modo, el espanto es el temple anímico que nos arranca, nos des-coloca o de-pone del dominio incuestionado de lo ente. Para el filósofo alemán, el espanto es un Grundstimmung para el otro comienzo, del mismo modo en que el asombro, Erstaunen, lo fue del primer comienzo. La equiparación entre espanto y asombro no es en absoluto arbitraria, como pude constatarse con la etimología griega y también la del término castellano asombro. Ambos, espanto y asombro, nos des-colocan con respecto a lo habitual, son lo un-heimlich; no en el sentido de que muestre algo otro, extraño y novedoso, sino que lo más habitual se torna súbitamente inhabitual y extraño.
Antes de que el término griego θαῦμα adquiriera un sentido filosófico y por ende inevitablemente intelectual, Homero lo empleaba también en el sentido de algo pavoroso; sobre Polifemo dice el aedo que causaba estupor o era un prodigio monstruoso: καἰ γὰρ θαῠμ’ ἐτέτυκτο πελώριον (Odisea, Canto IX, v. 190). Dicha proximidad también queda señalada en nuestro idioma; en castellano, la palabra asombro se puede dividir en su etimología en ad-sub-umbra, sacar algo de la sombra, salir a la luz —es llamativa la semejanza con la idea de des-ocultar—, pero curiosamente sus primeros usos provienen del contexto caballeresco, en el que se usaba para decir que alguien sentía espanto al ver algo entre las sombras, de ahí a-sombrarse.10
Como temple fundamental, el espanto también apunta a un sacar al ser humano con respecto al dominio del ente. En las primeras páginas del quinto de los Cuadernos negros, escribe Heidegger: “El espanto [Ent-setzen] pone al ser humano fuera de su dependencia al ente —traslada al inexperimentable adverar del ser, que solo surge de la diferencia con el ente como tal, como el cual el mundo acontece apropiadoramente” (2018a, p. 5). Lo paradójico de la técnica es que, por un lado, afianza al ser humano en el predominio de lo ente, y por el otro, al ser la fuente del máximo peligro, es también el origen del espanto, como observa Heidegger en los Vier Hefte: “La Gestell es el espanto (acontecedor) en el olvido. Solo si Gestell es el envío del ser acontece apropiadoramente el espanto; verdadera angustia. El Ereignis espanta [ent-setzt] como Gestell en el olvido” (2019, p. 48).
Como vimos antes, en el marco del seynsgeschichtliche Denken los temples fundamentales no son vivencias personales, sino que cada Epoche en la historia del ser está marcada por un o algunos temples. Cada época es un inicio en el sentido de que lo inicial, la verdad del ser se vuelve a experimentar de un modo particular, inclusive único —lo que no significa que se haga una interrogación explícita por ella—. Cuatro grandes temples corresponden a cuatro épocas de la historia del primer comienzo: el asombro entre los griegos, el horror trepidante en el cristianismo iniciado por san Agustín, la duda de la modernidad cartesiana y el espanto para la época última del ocaso. Como observa Ángel Xolocotzi, llama la atención que el temple medieval, experimentado con motivo de la reflexión en torno a Dios, tiene el carácter de un golpe de vista trepidante (in ictu trepidantis aspectus), el cual, como reconoce el sabio de Hipona en sus Confesiones, le provoca un estremecimiento de horror y amor al mismo tiempo.
Como buen cristiano, Agustín tiene el objetivo de encontrar a Dios, porque sabe, como acto de fe, que él es lo incorruptible e inmutable, en contraste con la realidad cotidiana de los hombres (la consuetudo), que es inestable y corrupta. Pero la pregunta en tal caso es: “¿Cómo accede Agustín a la diferenciación entre la ‘realidad´ no-estable en contraposición a la ‘realidad’ incorruptible?” (Xolocotzi, 2016, p. 59). Y la respuesta que da el padre de la Iglesia apunta al temple mencionado, a un horror trepidante que solo encuentra consuelo con la infinitud de Dios. Con respecto este temple medieval cabe preguntar cuál es el motivo del horror, ¿acaso no se trata de la finitud de la vida de los hombres? Este es el temple fundamental del cristianismo: el horror ante la finitud. Y si esta última es, como hemos visto, un rasgo esencial del ser, cabe concluir que, paradójicamente, el cristianismo primitivo experimentó lo abierto del ser, pero retrocedió horrorizado ante él.
El temple del otro comienzo tendría que ser, por tanto, una especie de cristianismo invertido, pues implica el espanto ante la presencia eternizada de lo habitual, en la que lo finito y abismal se retira al completo abandono. Puede observarse que en los temples descritos el factor común es un cierto horror, con excepción tal vez del temple de la modernidad, que tiene como guía maestra a la certitudo —pero no deja de ser interesante el modo en que el horror por lo inhabitual casi se cuela por debajo del discurso cartesiano, por ejemplo, en la figura del genio maligno, que es hecha a un lado gracias a la confianza en la benevolencia de Dios—. De manera que el temple de la modernidad inicia y termina con una negación del espanto inicial; y si el pathos cristiano consistió en la neutralización del horror de la finitud, bien podría decirse que Descartes, junto con toda la modernidad, fue mucho más cristiano que Agustín.
Así, en las Preguntas fundamentales de la filosofía, el profesor de Friburgo puntualiza la proximidad entre asombro y espanto: “En el asombro, el temple fundamental del primer inicio, el ente llega a estar por primera vez en su forma. En el espanto, el temple fundamental del otro inicio, se desvela, detrás de toda progresividad y dominación del ente, el oscuro vacío de la ausencia de metas y eludirse ante las primeras y últimas decisiones” (2008, p. 180). El espanto (Ent-setzen), por otro lado, introduce una separación (Scheidung) en medio de la de-cisión (Ent-scheidung) con respecto a la esencia del hombre, descrita por el filósofo como la más sencilla y simple, a saber, la decisión sobre si el hombre permanece en la indiferencia ante el abandono del ser, “(…) o si éste sacude al hombre [en su esencia vigente como animal rationale] y hasta lo se-para [ent-setzt] en un espanto [Entsetzen], a través de lo cual es trasladado a la indigencia de toda otra fundación esencial, traslado que sin embargo no puede ser su haceduría y su organización” (2006, p. 190), pues todo temple anímico fundamental es como un rayo que golpea a los hombres, pero también puede no hacerlo, no llegar a suceder, su lugar de impacto es imprevisible y sus efectos incalculables. El hombre no decide ser golpeado, pero sí puede dejarse templar para una disposición.
Quizá el espanto todavía no nos golpea porque el dominio de la esencia de la técnica aún no es pleno ni acabado, lo que se puede constatar ante el simple hecho de que aún hay hambrunas, conflictos armados, catástrofes sociales y humanas, todo lo cual, no obstante, cada día encaja mejor como un hecho presupuestable después de todo; todos estos problemas se convierten en noticias, objeto de cálculo y ganancia para la industria de seguros, oportunidades para la industria armamentista e ingenieril. Tal vez el espanto nos golpee solamente, y eso tampoco es seguro, cuando la falta de indigencias sea máxima. De este modo Heidegger estimó que, para ser dispuestos anímicamente por el espanto, “(…) tiene primero el hombre moderno (el animal historiográfico) que haber hecho calculable hasta el extremo todo ente y con ello a sí mismo como su centro” (2006, p. 216). Pero quizá incluso este acabamiento deba tomar aún mucho tiempo.
Por ello el espanto, para la meditación del otro comienzo, es lo esperado, no un malestar que deba ser evitado, curado o incluso anestesiado. Quizá esto último sería un término más adecuado para esta época última, la que no necesariamente soluciona y cura todos los problemas del hombre, sino que logra finalmente anestesiarlos hasta llevar al hombre a un letargo pacífico y, por lo tanto, placentero. Para un pensador que espera el otro comienzo, el espanto será más bien una especie de alegría. Heidegger escribe en el segundo volumen de los Cuadernos negros que el primer júbilo del Dasein, y por ende un preludio de su fundación, es “(…) el espanto [Ent-setzen] que nos descoloca, gracias al cual tomamos conciencia de que el ser [Seyn] todavía sigue aguardando su fundamentación” (2016, p. 161). Entonces, la fuerza de la máxima indigencia que nos impele de este modo bien podría considerarse una bienaventuranza, Seligkeit, “(…) si es que la inacabable seducción para las más burdas malinterpretaciones no acechara tras esta palabra, la cual enseguida persuade a todo opinar de la noción de lo ‘ideal’” (2016, p. 215), un opinar que, asimismo, en la palabra indigencia solo sabe escuchar desdicha y aflicción. Ya sea en el refugio en lo ideal o en el rechazo de lo conflictivo del espanto, en cualquiera de los dos modos se da una neutralización del temple fundamental; el peligro para los hombres futuros es que logren atrincherarse contra todo temple que los des-coloque del dominio habitual del ente, “su peligro es que mitiguen demasiado pronto el espanto que viene del empentón del ser [Seyn]” (2016, p.171).
Atrincherarse frente al espanto es algo análogo a la huida frente a la angustia de Sein und Zeit. Es digno de notarse que en el volumen 82 de la Gesamtausgabe, en el que Heidegger realiza una revisión crítica de Ser y tiempo, se establece una relación entre la angustia y el espanto: “La ‘angustia’ es el primer nombre del espanto [Schrecken], aquella esconde el horror [Grauen] y este mantiene en sí el espanto [Ent-zetzen]” (2018b, p. 431). En este pasaje puede observarse que la angustia, con toda su radicalidad, aún no permitía ver del todo el horror (Grauen) de un final histórico del ser, probablemente porque la angustia está referida solamente —lo cual ya es decir mucho— a la finitud del hombre singular, mientras que el espanto alude a la finitud completa del ser y de todo lo que se desoculta con él —el hombre, la historia, la totalidad de lo ente—. Por otro lado, hay una ligera distinción entre Schrecken y Entsetzen, palabras que Heidegger usa de manera prácticamente sinónima, pero la segunda recibe el mayor peso semántico, probablemente por el juego referencial que permite: des-colocar con respecto a lo ente habitual. Este sentido es enfatizado por Heidegger en el mismo texto: “El espanto pone fuera [setzt heraus] del olvido del ser y traslada hacia el ser como denegación” (2018b, p. 435).
El espanto es tan crucial para el otro comienzo porque es el temple anímico que permite iniciar el giro (Kehre) en el cual el máximo peligro comienza a tornarse en lo que salva —en alusión a los versos de Hödlerlin: donde está el peligro crece también lo que salva— y esto significa, entre otras cosas, comprender que el peligro no le viene dado de fuera al ser, sino que él mismo consiste en estar en peligro. No obstante, para la época presente tal espanto parece todavía una posibilidad lejana porque, reconoce Heidegger, “(…) aún no sentimos nada de la precariedad existencial espiritual. Y en el hecho de que aún no seamos capaces de experimentarla y de sufrirla, es decir, en el hecho de que aún no seamos lo bastante grandes para ella, justamente en eso consiste la máxima precariedad” (2015, p. 124). Si aún es posible el espanto, este solo puede comenzar a templarnos cuando hayamos experimentado, precisamente, que ya no somos capaces de una experiencia de la máxima penuria.