I
La Metafísica de las costumbres de Immanuel Kant de 1797 fue tardíamente atendida debido a múltiples factores: desde los muy tempranos ataques que la veían como una regresión precrítica, hasta algunos problemas de compaginación en el texto, no revisado de manera puntual por el anciano Kant.1 Esto se ha retomado en las últimas décadas, argumentando que los factores mencionados no justifican la minusvaloración de la obra, pues es clave en la estructura de la filosofía práctica kantiana porque supone el momento de aplicación del principio moral a priori sobre los rasgos esenciales de la antropología práctico-moral y, por ello, es precisamente en la Metafísica de las costumbres donde encontramos el despliegue del sistema de los deberes, tanto jurídicos en su primera parte, la Rechtslehre, como los estrictamente éticos o deberes de virtud, la Tugendlehre.
Uno de los temas de la Metafísica de las costumbres que sí ha sido atendido repetidamente y de critica frecuente es el de los deberes éticos para con o hacia uno mismo (Pflichten gegen sich selbst). No me refiero a discusiones puntuales sobre si un deber en particular forma parte de este conjunto -por ejemplo, sobre si no mentir debe considerarse un deber para con uno mismo (catalogado por Kant en la Tugendlehre [MdS Ak. VI: 429]), o un deber para con los demás-, tampoco me refiero a las controversias sobre los criterios de demarcación de la esfera general de dichos deberes -un caso algo intrincado es el deber de no suicidarse, ante el cual vacila entre clasificarlo como un deber jurídico, por ser un deber negativo y perfecto, o uno ético (que es finalmente lo que en el propio texto se decide) por la imposibilidad de coaccionar de forma externa en su cumplimiento mediante la amenaza de una sanción adecuada (MdS Ak. VI: 422)-. Me refiero, más bien, a la posibilidad misma del concepto de deberes para con uno mismo.
Diversos pensadores de vaga inspiración utilitarista han objetado el concepto de deber para con uno mismo, sugiriendo que este punto disfraza, con un lenguaje moral y normativo, una serie de recomendaciones más bien propias de los imperativos hipotéticos, planteamientos estratégicos relativos a exigencias del interés propio. Para estos críticos, si el deber es para con uno mismo, el propio agente podría liberarse de él de un modo moralmente legítimo, al amparo del principio de que quien obliga puede a su vez liberar de la obligación y así, volenti non fit injuria. El concepto de un deber para con uno mismo incurriría entonces en el absurdo de una obligación voluntaria. En este caso, el grado de necesidad práctica que alcanzarían preceptos relativos al trato con la propia persona, como el de no excederse con el alcohol o el de desarrollar los propios talentos, sería solamente del plano prudencial.
He dicho que estas críticas son de inspiración utilitarista porque pueden encontrarse, de alguna manera, esbozadas en On Liberty, de John Stuart Mill2 y desarrolladas después en el pensamiento de Marcus George Singer.3 Por cierto, en el contexto filosófico mexicano se han repetido estas críticas recientemente.4 Todas ellas suponen que el concepto de deber remite a una obligación que se adquiere sólo en relaciones intersubjetivas mediante contratos implícitos o explícitos reconocidos por la otra parte involucrada.5 Desde los mismos autores puede rastrearse también la preocupación de que, si se admite una idea como la de deberes morales para con uno mismo, se abra la puerta a una forma de intervencionismo paternalista, pues alguna instancia social podría, ex hypothesi, invocar estos deberes morales para -con el pretexto de ayudar al individuo a cumplir las obligaciones consigo mismo- imponerle fines que en principio debían determinarse en el espacio de la libertad individual. Cabe agregar más objeciones, por ejemplo, que los deberes para con uno mismo supondrían una especie de narcisismo moral semejante al del alma bella que critica Hegel: un agente enajenado con su propia pureza interior, que renuncia por ello a la acción y termina omitiendo el cumplimiento de obligaciones sociales en una especie de fanatismo moral autorreferencial. O podría suponerse que si hay deberes morales para con uno mismo en el terreno, por ejemplo, del cultivo de las capacidades, del cuidado del cuerpo, del uso de los recursos materiales, etcétera, entonces la ética kantiana sería inadmisible por homogeneizante y niveladora, pues no deja espacio para la diversidad y la creatividad individual. Estaríamos, incluso en el ámbito más privado, literalmente rodeados por deberes.
De ser estos motivos suficientes para rechazar los deberes para con uno mismo, ello impactaría al sistema kantiano en su base, pues los deberes para con los demás reposan en el cumplimiento de los deberes para con uno mismo: como se verá, por concepción de autonomía kantiana, si no hay deberes para con uno mismo no hay deberes morales simpliciter. Además, si lo que se debe, se puede -pero el desarrollo individual de ciertas disposiciones naturales involucradas en lo que se puede llamar percepción práctica o sensibilidad moral necesarias para la relación moral con otros- es optativo y no obligatorio, entonces tampoco serían moralmente vinculantes los deberes para con los demás que Kant deriva y justifica.
Lo que pretendo en este texto es, de manera sencilla, mostrar que Kant se anticipó a las críticas esbozadas y disipó la aparente antinomia respecto a los deberes para con uno mismo de una manera aceptable, incluso sin comprometerse con el dualismo radical entre lo fenoménico y lo nouménico. Para ello, me apoyo en comentaristas, como Jens Timmermann y Lara Denis. Después, demostraré por qué me parece aún más interesante la crítica matizada que hace Fichte, en su Sittenlehre de 1798, al tratamiento kantiano de los deberes para con uno mismo. Él no rechaza del todo estos deberes, pero sí disminuye su importancia sistemática, replanteándolos como mediatos y condicionados por motivos que parecen más de fondo, y que, a diferencia de las objeciones anteriores, no cabe descartar de modo simple solamente con la doctrina kantiana de la virtud, sino que se requiere extender la discusión hacia rasgos más fundamentales de la comprensión kantiana de la moral. Finalmente, intentaré dar ese paso y defender a Kant de la asimilación crítica fichteana.
II
Ya desde la “fórmula de la Humanidad” del imperativo categórico que presenta la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, se ordena reconocer la dignidad de los seres humanos, tanto en la persona de los demás como en la de uno mismo (GMS Ak. IV: 429), lo cual fundamenta la necesidad de deberes hacia o para con uno mismo (gegen sich selbst). Aunque esta fórmula por sí sola no expone de manera detallada o jerarquizada la relación entre estos deberes y aquellos que se mandan hacia o para con los demás (gegen die Anderen), tampoco se enfrentan las objeciones antes anotadas. En la Doctrina de la virtud, Kant analiza temáticamente los deberes para con uno mismo, siendo uno de los puntos donde es más explícito el distanciamiento respecto de los tratamientos anteriores del asunto, para él deficientes e incorrectos. 6
En Tugendlehre, antes de emprender el análisis de los deberes concretos de virtud para con uno mismo (la autoconservación, la temperancia, la sexualidad, la veracidad, la humildad, al desarrollo de los propios talentos, etcétera), Kant enfrenta una apariencia de antinomia o una antinomia aparente (Anschein, scheinbar) (Timmermann, 2013: 207 y ss.), que sintetiza así:
Si el yo que obliga se toma en el mismo sentido que el yo obligado, el deber hacia sí mismo es un concepto contradictorio. Porque en el concepto de deber está contenido el de una coerción pasiva (yo soy obligado). Ahora bien, como es un deber hacia mí mismo, me represento como obligando, por tanto, ejerciendo una coerción activa (yo, el mismo sujeto, soy el que obliga); y la proposición que expresa un deber hacia sí mismo (yo debo obligarme a mí mismo) contendría una obligación de estar obligado (una obligación pasiva que, sin embargo, sería a la vez activa en el mismo sentido de la relación), por consiguiente, contendría una contradicción. […] El que obliga (auctor obligationis) puede exonerar de la obligación (terminus obligationis) al obligado (subiectum obligationis) en cualquier momento; por tanto (si los dos son uno y el mismo sujeto), no está obligado en absoluto a un deber que él mismo se impone: lo cual encierra una contradicción. (MdS Ak. VI: 417)7
Como puede verse, Kant se hace cargo del núcleo de las objeciones antes presentadas, el cual es la tesis de la antinomia aparente. El problema es que los deberes para con uno mismo parecen contradictorios, pero -he aquí la antítesis- sin ellos no habría deberes para con los demás ni deberes en general:
Suponiendo que no hubiera semejantes deberes [del hombre para consigo mismo], no habría ningún deber en general, tampoco deberes externos. -Porque yo no puedo reconocer que estoy obligado a otros más que en la medida en que me obligo a mí mismo: porque la ley, en virtud de la cual yo me considero obligado, procede en todos los casos de mi propia razón práctica, por la que soy coaccionado, siendo a la vez el que me coacciono a mí mismo. (MdS Ak. VI: 417-418)8
Es decir, la objeción contra los deberes para con uno mismo derrumba la idea de autonomía en su conjunto, pues lo que se niega de fondo es que sea la razón quien genera la necesidad práctica de obrar según sus propios principios. Además, en un nivel más operativo, es innegable que las obligaciones del agente con su propia dignidad le mantienen natural y moralmente apto para el cumplimiento de otros deberes cualesquiera: los deberes para con uno mismo son requisitos para la conservación de la libertad interior y de las capacidades como agente racional y moral. Sería imposible identificar y reconocer como tales los deberes hacia los otros seres humanos sin preservar y fortalecer las condiciones de receptividad del deber y las facultades involucradas en el juicio moral. El pleno cumplimiento de los deberes para con otras personas está condicionado por el progreso y la integridad de la moralidad, y así, no solamente por los deberes perfectos para con uno mismo, sino también por los deberes imperfectos (Denis, 2001: 157-160).
Timmermann (2013: 211) destaca que la postura de Kant no es una antinomia real, sino sólo aparente, pues en ella, a diferencia de lo que ocurre en los conflictos de la antinomia de la razón pura o en la antinomia de la razón práctica, la tesis es refutada del todo; no conserva un puesto ni ejerce algún tipo de atracción o preserva algún papel tópico en la argumentación, como es propio de las antinomias en sentido estricto. La completa refutación de la tesis depende de una doble perspectiva en la consideración del agente moral. Éste puede ser considerado simplemente en su humanidad entendida como estatus de un animal racional o dotado de razón (vernünftiges Wesen), limitado al uso instrumental de la razón para fines cualesquiera, como homo phaenomenon; pero también puede ser visto como un ser racional, un ser de la razón (Vernunftwesen), que mediante su libertad interna es interpelado por la razón práctica, es decir, estrictamente en su personalidad, su dimensión de homo noumenon.9 Evidentemente este último es el que funciona en el deber para con uno mismo como el que obliga, y el hombre en tanto sensible como el obligado:
En la conciencia de un deber hacia sí mismo el hombre se considera, como sujeto de tal deber, en una doble calidad: primero como ser sensible, es decir, como hombre (como perteneciente a una de las especies animales); pero luego también como ser racional […] se considera como un ser capaz de obligación, y particularmente, de obligación hacia sí mismo (la humanidad en su persona): de modo que el hombre (considerado en el doble sentido) puede reconocer un deber hacia sí mismo, sin caer en contradicción consigo (porque no se piensa el concepto de hombre en uno y el mismo sentido). (MdS Ak. VI: 418)10
El problema con los autores que objetan el concepto de deber para con uno mismo es que se niegan a admitir este dualismo. Sin embargo, esto reposa en una mala comprensión de esa dualidad de perspectivas que de modo inverosímil, Richard McCarty (2009) ha reconstruido un dualismo de dos mundos o planos inconmensurables en la teoría kantiana de la acción.11 En realidad, como ha destacado Lara Denis (2001), basta con un dualismo mínimo, no entre mundos o entre la realidad percibida y sus trasfondos noumenales, sino entre dos modos de comprender al agente, de modo que simplemente se dé cuenta del hecho innegable de que algunas acciones no son adecuadas a su dignidad y, sin embargo, puede verse inclinado a ellas y, en conciencia, debe auto-coaccionarse para evitarlas; o -en el caso de los deberes imperfectos- acciones que requieren la dignidad del agente y exige en contra de las inclinaciones que llevan a omitirlas.12 Con ello basta para una comprensión adecuada de la fórmula de la Humanidad y del despliegue de deberes para con uno mismo en la MdS. Esta dualidad de perspectivas puede incluso respaldarse en el lenguaje ordinario, como apunta el propio Kant:
Así, cuando se trata, p.e. de la salvaguarda del honor o de la autoconservación, decimos <<yo me debo esto a mí mismo>>. Incluso cuando se trata de deberes de menor importancia, que ciertamente no afectan a lo necesario, sino sólo a lo meritorio en el cumplimiento del deber, me expreso así, p.e. <<yo me debo a mí mismo acrecentar mi habilidad para tratar con los hombres, etc. (cultivarme)>>. (MdS Ak. VI: 418n)13
Independientemente de qué tan frecuentes sean expresiones de ese tenor en las distintas lenguas y contextos lingüísticos, lo cierto es que, en este punto, Kant tiene en su favor la experiencia moral ordinaria.14 Cualquier ética que admita que el ser humano tiene dignidad y que de ésta derivan consideraciones normativas, constatará también que en muchas ocasiones el primero en atentar contra dichas consideraciones es el propio agente en primera persona. La definición kantiana del deber no implica ningún contrato implícito o explícito, es simplemente la necesidad de una acción por respeto a la ley, la cual se encarna en todas las personas, también -y prioritariamente en algún sentido- en la propia persona. En suma, uno no puede liberarse voluntariamente de los deberes para con uno mismo. Y cuando se dice que volenti non fit injuria, ha de precisarse que ese volenti puede supositar por un querer cualquiera, en cuyo caso sin duda puede ser una transgresión a la ley moral y a la dignidad en el agente, o puede significar la voluntad como razón práctica, en cuyo caso hablamos del elemento activo y no pasivo de la obligación.
En cuanto a las objeciones anexas, sobre el riesgo de paternalismo, fanatismo narcisista o rigorismo que supondría la idea de deberes autorreferenciales, Lara Denis ofrece algunas ideas para objetarlas con cierta facilidad. Los deberes kantianos para con uno mismo no suponen paternalismo porque son deberes de virtud, por tanto, no radican en la realización exterior de las acciones, sino en las máximas de acción que de éstas emanan, cuya aceptación es irreductiblemente libre. Por algo Kant establece como fines solamente deberes dos: la propia perfección y la promoción de la felicidad ajena. Invertirlos y tratar de participar en la perfección de alguien más sería un paternalismo que él no suscribe (y, ¿cómo podría promoverse la perfección de la autonomía moral desde afuera, si eso sería heteronomía?), lo mismo que hacer de la propia felicidad un deber, sería un despropósito en tanto es algo a lo que siempre estamos inclinados. Además, al tratarse de deberes de virtud, los deberes para con uno mismo presuponen la dinámica de formación progresiva del carácter, por lo que suponen una ampliación de la libertad y no su obstrucción, al incluir dentro de su conjunto deberes imperfectos, se trata de obligaciones con una latitud o espacio de juego (Spielraum), que dictan únicamente qué máxima general debe tenerse -por ejemplo, una máxima de ayuda, de no indiferencia a los demás-, pero cuya concreción particular (el cuándo, cómo, dónde, en qué medida) queda indeterminada y es decidida en cada caso con prestaciones de la facultad de juzgar. Por esto mismo, Kant acompaña la derivación de estos deberes con apartados casuísticos que suscitan la reflexión mediante dilemas sin una respuesta taxativa. Esta misma latitud desmiente la idea de que los deberes para con uno mismo supondrían un rigorismo inaceptable o excluirían los afectos y las preferencias personales del campo de la deliberación (Véase Denis, 2001: 178-185; y MdS Ak. VI: 409, 452 y 456-458).
Por último, no hay riesgo de convertirse en un alma bella narcisista, porque los deberes hacia uno mismo no eximen los del cumplimiento para con los demás;15 por el contrario, los hacen posibles, pues ninguna máxima de beneficencia, por ejemplo, sería factible sin antes desarrollar los talentos que nos hacen capaces de ayudar, y el hacerlo no está exclusivamente motivado por preocupaciones prudenciales o estratégicas, sino por una normatividad moral que en algún caso puede exigir incluso algo que se contraponga a la propia conveniencia en nombre de un fin último, como es la propia humanidad en el agente y en el resto de los seres humanos. Por otro lado, Kant previene contra formas malsanas de introspección en la Antropología advirtiendo que el autoconocimiento perfecto es imposible (ApH Ak. VII: 112-113).
En última instancia, reitero, si esta forma de dualismo mínimo que requieren los deberes para con uno mismo es rechazada, habría que prescindir del todo, y, por los mismos motivos, del ideal de autonomía, en tanto supone esas dos perspectivas y las articula sin renunciar por ello al carácter de necesidad práctico-moral y a la constelación de autocoacción y coerción pasiva implícitos en el concepto de deber ético. Es por ello que Klaus Steigleder sugiere que, en algún sentido, todo deber es hacia uno mismo, en tanto el agente lo debe, ‘lo adeuda’ (schuldet) a su propia razón práctica (2002: 263). Jens Timmermann (2006) y Nelson Potter (2002: 377) sostienen una postura semejante. Esto porque, en última instancia, el deber en la ética kantiana no supone una exigencia externa al agente de praxis, sino que interpela a su propia identidad individual en tanto ser de la razón; esto también cuando en su materia se refiere a las demás personas.16 Aun así, pueden distinguirse deberes específicos que sólo tienen por objeto a la humanidad en uno mismo y no en algún otro. Los primeros son los deberes particularmente señalados como autorreferenciales.17
III
Es bien conocido que Fichte retoma la ética kantiana y la modifica en varios puntos cruciales, en algunos casos radicalizándola y en otros adoptando posturas muy apartadas de ella -por ejemplo, haciendo reposar la certeza moral en un sentimiento peculiar de concordancia (véase Vigo, 2011)-. En lo que respecta a la doctrina de los deberes, Fichte es más bien un crítico de Kant, de hecho, el libro donde la expone, Das System der Sittenlehre nach den Prinzipien der Wissenschaftslehre, sale a la luz en 1798, un año después de la aparición de la Tugendlehre kantiana. Es verdad que algunas partes de la Sittenlehre son previas a la publicación formal, pues se habían entregado folios a sus alumnos con anterioridad; pero es innegable que esos adelantos fueran escritos posteriormente a la obra kantiana y la tuvieran en cuenta. Hay varios pasajes que confrontan la ética kantiana muy claramente (por ejemplo, SL § 24). De modo que la reestructuración de los tipos de deberes y, en concreto, la reubicación y revaloración de los deberes para con uno mismo que Fichte propone, representan un distanciamiento consciente de la postura kantiana.
Al comparar ambas doctrinas de los deberes, hay diferencias sistemáticas y arquitectónicas a tener en cuenta. Kant asume como dados por la experiencia los essentialia humanos, sobre los que aplicará el principio supremo de la virtud -deducido desde el imperativo categórico-, tales como la corporeidad, la vulnerabilidad, la mortalidad, la afectividad, las predisposiciones estéticas del ánimo para la receptividad de los conceptos del deber, la intersubjetividad, etcétera. La metafísica de las costumbres no se fundamenta en la experiencia, pero ha de aplicarse a ella (MdS Ak. VI: 217), y en concreto se aplica a dichos rasgos identificados por una antropología práctica. En cambio, la Sittenlehre fichteana pretende, como es sabido, desde el imperativo categórico y las condiciones trascendentales de la acción, una deducción de la materia prima, de la naturaleza en sí misma y de la corporeidad humana, radicalizando al máximo la prioridad de la razón práctica y explicando, desde la dialéctica del Yo, toda realidad como condición necesaria de la autoafirmación y realización de dicho Yo autotético y actuante, que ha de enfrentar siempre oposición y resistencia en el No-Yo para su progresivo perfeccionamiento y determinación.
También la tabla de los deberes y los criterios para su clasificación son distintos en Fichte. Los deberes morales serán condicionados (bedingte) si son para con uno mismo, e incondicionados (unbedingte) si refieren a la ley moral en sí instanciada en el reino de los fines o -como le llama en El destino del hombre- la “síntesis del mundo de los espíritus” (BM, III). También se distingue si son universales (para todo el género humano) o particulares (establecidos según el estamento o vocación particular de cada agente). Así, hay deberes condicionados universales (relativos a la autoconservación, al cuidado del cuerpo y del espíritu, del patrimonio), deberes condicionados particulares (como el de elegir libremente un estamento en la sociedad), deberes incondicionados universales (como el de no matar, la beneficencia, la veracidad, etcétera) y deberes incondicionales particulares (que tienen un criterio de división según si son naturales, como los existentes entre padres e hijos, o artificiales, según las diversas profesiones).
Lo interesante de esta clasificación es que Fichte no rechaza los deberes para con uno mismo, como intentan los críticos antes discutidos, pero sí los ubica como condicionados (bedingte) y mediatos (mittelbare), lo cual contrasta con la prioridad sistemática que Kant les concedía, proponiéndolo en el § 19 de la SL. Sin embargo, para entender sus razones debe consultarse el § 18, donde Fichte explica no sólo la relativamente célebre deducción del cuerpo como instrumento y condición necesaria para el ejercicio de la moralidad, sino también la deducción de la individualidad en los mismos términos.
Para Fichte, la intención moral se inicia con un impulso natural (Trieb) que al hacerse consciente se convierte en anhelo y, desde el punto de vista de la libertad formal, en un deseo, el cual, para alcanzar la autonomía, ha de instanciarse en una razón individual, porque la individualidad misma es el obstáculo o impedimento (Anstoß) ante el que dicho deseo ha de forjarse elevándose al nivel de una libertad material, esto es, al nivel moral. Ahora, el individuo mismo es, en esta consideración, instrumento y vehículo (en tanto su individualidad ofrece la resistencia requerida) de la ley moral. No puede ser fin de ella, porque ésta sólo se tiene por fin a sí misma, y a la comunidad de acción recíproca que la representa, el reino de los fines. Por eso dice:
La ley moral en mí, como individuo, no tiene por objeto únicamente a mí, sino a toda la razón. A mí me tiene exclusivamente por objeto en la medida en que soy uno de los instrumentos de su realización en el mundo sensible. En consecuencia, todo lo que ella exige de mí como individuo, y de lo único que se hace responsable, es que yo sea un instrumento apto. (SL § 214)18
No pretendo abundar sobre la Doctrina de la ciencia fichteana y su concepción del yo, pero es evidente que esta postura respecto de la individualidad del agente moral es consistente con los principios de su dialéctica del Yo. Además, como apunta de paso la propia Sittenlehre, para Fichte la verdad de lo sensible y la de la razón dependen de la concordancia con otro como criterio de verificación, por ello la intersubjetividad queda subrayada desde el terreno cognitivo y será incluso reforzada en el terreno práctico-moral. Cuando se piensa, dice Fichte (SL: § 221), se argumenta en la razón, pero con las fuerzas del individuo, lo cual explica la falibilidad precisamente con la individualidad como factor disruptivo. En lo moral, el egoísmo y la tendencia al narcisismo son igualmente la falibilidad en sí (dicho egoísmo está, por cierto, relacionado con la inercia o inactividad que Fichte identifica con el mal radical). Es por eso que la inspiración auténticamente moral parte de la convicción de que “no somos nosotros mismos nuestro fin final, sino que todos lo son” (SL: § 227).19 Esto se refuerza con el punto de partida del § 19 dedicado al criterio de distinción de los deberes:
Ya antes se ha distinguido netamente entre sí lo que es puro en el ser racional y la individualidad. La manifestación y presentación de lo puro en él es la ley moral; lo individual es aquello en lo que cada uno se distingue de los otros individuos […] El objeto de la ley moral, es decir, aquello en lo que ella quiere ver representado su fin, no es absolutamente nada individual, sino la razón en general: en un cierto sentido, la ley moral se tiene a sí misma por objeto. Esta razón en general está puesta por mí, en cuanto inteligencia, fuera de mí; la comunidad de seres racionales fuera de mí en su conjunto es su presentación. (SL: § 229)20
De nuevo se encuentra con una dualidad de perspectivas: el yo empírico es el individuo, y el Yo puro, instancia de la razón y de la ley moral, es, en algún sentido, la totalidad de seres racionales aparte de mí, que Fichte llama la comunidad de los santos. Es por eso que en la conciencia moral (Gewissen) yo me presento a mí mismo como herramienta, pero los otros se me presentan como fin final.
Esto lleva a Fichte a enfrentarse con la fórmula de la Humanidad de Kant, la cual dicta que hay que tratar a la humanidad, en mi persona como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio. Hay que destacar tanto la construcción “sowohl in deiner Person, als in der Person eines jeden andern”, como el “zugleich als Zweck” (GMS Ak. IV: 429). Si la propia sociabilidad implica una cierta mediatización de uno mismo y del otro, en Kant lo que manda la moralidad es que al mismo tiempo se considere al otro y al propio agente como fin en sí mismos. Fichte dice que la idea kantiana de que cada uno de los seres humanos es un fin subsiste (besteht) junto a la suya, pues en este juego de espejos yo también soy fin para el otro “desde su punto de vista, así como él lo es para mí desde mi punto de vista. Para cada uno son un fin todos los otros que están fuera de él, solo que ninguno lo es para sí mismo” (SL: § 230),21 siendo reservada exclusivamente para Dios la visión en la cual todos los seres racionales son fines a la vez.
La motivación de la postura fichteana, como he tratado de mostrar, es sistemática. Pero también revela la preocupación de Fichte ante el narcisismo autocontemplativo, el “recogido meditar profundamente sobre sí mismo” (SL: § 231)22 que desprecia como opuesto a la acción, esencia del Yo y principio último de la existencia. La virtud autorreferencial, dice, “es y seguirá siendo un egoísmo, ellos quieren hacerse perfectos solo a sí. La verdadera virtud consiste en el actuar, en el actuar para la comunidad, en el que uno se olvida enteramente de sí mismo” (SL: § 231).23
Por supuesto, Fichte no niega que el agente tenga que ocuparse moralmente de sí mismo, pero este cuidado de sí está condicionado, es indirecto, pues es moralmente obligatorio sólo en tanto es condición para estar preparado para la acción dirigida a los demás. Por ello niega que dicho deber sea con o hacia (gegen) uno mismo, sino sólo sobre o dirigido a (auf) uno mismo. Esto explica que se les llame también deberes mediatos, pues sólo ingresan al terreno moral, en tanto que la acción ética dirigida a otros he de realizarla desde mí y en ese sentido, por participación, el cuidado de mí es también obligatorio: “si la ley moral quiere lo condicionado, la realización del dominio de la razón fuera de mí por medio de mí, entonces ella quiere también la condición, el que yo sea un medio idóneo y hábil para ese fin” (SL: § 232).24
IV
Concluyo con una breve valoración respecto de esta reinterpretación y reubicación sistemática que hace Fichte de los deberes para con uno mismo tal como los había justificado y ponderado Kant. No discutiré el tema de la deducción de la individualidad como condición de posibilidad a modo de resistencia de la autorrealización del yo. Sin embargo, quiero reiterar que la preocupación de Fichte por menoscabar los deberes hacia uno mismo, para evitar que se conviertan en reducto del egoísmo o en motivo de una auto-observación enfermiza e inactiva, no está justificada, aclarado ya que el tratamiento kantiano de los deberes para con uno mismo no es vulnerable a dicha crítica.
Profundizando, un poco más, el problema fichteano respecto a que el agente en primera persona ha de considerarse sólo como medio, herramienta o instrumento para el reino de los fines como único y absoluto fin final, revela una confusión o una aproximación incompleta al ideal moral en el sistema kantiano. El reino de los fines como horizonte último de la acción moralmente buena y de la tugendhäfte Gesinnung o disposición fundamental de ánimo virtuosa no supone que el propio agente deba considerarse únicamente como medio para su realización; por el contrario, es una peculiar finalidad sin medios, pues cada uno de los seres humanos, como legisladores de y a la vez ciudadanos bajo la ley moral, en su dignidad y en el respeto que ella suscita, representan ya en sí al reino de los fines, que no se realiza solamente a través de la intención moralmente buena o del respeto a las personas concretas, sino en ellos. Considero que el propio Kant sugiere esto indirectamente en el Gemeinspruch, donde -en la polémica con Garve respecto a si el fin de la moralidad es o no la felicidad- afirma que el fin final, propuesto por la razón pura, contiene la dignidad de cada sujeto “sea el que sea”, concluyendo que “una determinación de la voluntad que se autolimite a tal condición y que a ella ciña su propósito de pertenecer a un todo semejante no es una determinación interesada” (GTP Ak. VIII: 279-280). Por supuesto, la acción por respeto a la ley o, de modo equivalente, a cualquier persona en tanto capaz de ser interpelada por la ley, no es interesada cara a la felicidad, pero tampoco lo es cara a la realización del reino de los fines, pues éste -al menos en perspectiva moral, formalmente distinta de la histórica, la política o la jurídica- no se alcanza como efecto de las acciones con mérito moral, sino en ellas mismas.
El riesgo de la completa anulación o instrumentalización del valor de la propia persona -aun cuando se haga en nombre de la moral- es que desde dicha posición resulta más sencillo resbalar hacia la instrumentalización (incluso hacia la instrumentalización pretendidamente moral) del otro; por el contrario, una dignidad reconocida en primera persona es un punto de apoyo para el reconocimiento simétrico de la dignidad ajena. No es accidental que sea precisamente en la fórmula de la Humanidad, como mencioné antes, donde se explicita esta simetría con el reconocimiento de la dignidad (Würde) tanto en mi persona como en la de cualquier otro (sowohl…, als…).
La propia naturaleza humana racional, en la filosofía kantiana, está configurada para apoyarse en la vivencia de la propia dignidad para reconocer la de los demás. Por ello, entre las predisposiciones naturales que Kant denomina Ästhetische Vorbegriffe, la Tugendlehre enlista el respeto a uno mismo o autoestima (Achtung für sich selbst - Selbstschätzung). Al ser una condición de la receptividad del deber, no puede haber un deber de tener autoestima, sino que más bien ésta se presupone en el agente moral para responder a cualquier otra obligación:
Cuando se dice que el hombre tiene el deber de la autoestima, se dice incorrectamente y más bien tendría que decirse que la ley presente en él le arranca inevitablemente el respeto por su propio ser, y este sentimiento (que es peculiar) es un fundamento de determinados deberes, es decir, de determinadas acciones que pueden concordar con el deber para consigo mismo; pero no puede decirse que el hombre tiene el deber de respetarse a sí mismo porque ya para poder concebir un deber en general ha de tener en sí mismo respeto por la ley. (MdS Ak. VI: 402-403)25
Esta prenoción estética muestra que no sólo hay deberes para con uno mismo, sino que, reitero, la naturaleza misma nos prepara para ello: si nuestro propio valor absoluto como seres racionales y morales no tuviera de algún modo un efecto en nuestra afectividad, no podríamos reconocer lo éticamente relevante en el trato con la propia persona, lo cual nos incapacitaría para el reconocimiento de lo moralmente relevante en el trato con los demás.26 En un estudio reciente, Jeanine Grenberg (2013) profundiza en cómo el cultivo (que sí es un deber) de esta sana autoestima moral es la base para una idea kantiana de la humildad, pues permite evitar la comparación con otras personas y establecer genuinas relaciones de simpatía y benevolencia. Reforzando de nuevo la idea de que el tratamiento moral de sí no puede limitarse a consideraciones pragmático-prudenciales.
En la ética kantiana, el deber para con uno mismo no es menos incondicionado que para con los demás ni se justifica sólo mediatamente como condición del cumplimiento de éste. Aunque es verdad que es condición no sólo del cumplimiento, sino de la justificación misma de los deberes hacia los otros, en tanto todo deber moral surge de la autonomía. La postura fichteana roza con una especie de colectivismo que anuncia la dirección que tomará la filosofía moral en autores posteriores. En el ideal kantiano original cada persona -también y primeramente la propia-, en su dignidad, resume el interés de la razón y no es meramente un instrumento suyo.