Introducción
En la actualidad existen dos perspectivas críticas principales del supuesto de una discontinuidad radical entre los seres humanos y el resto de los seres vivos. El acento de la primera se encuentra en la dimensión ética y el concepto fundamental en el que se centra su enfoque crítico es el de especismo, a saber, la idea de una superioridad moral en los seres humanos que les habilitaría a utilizar el resto de lo viviente en pos de sus propios fines, en particular los animales no humanos (Ryder, 1971: 41-82). A través de una analogía con el racismo, el especismo evidencia una imposición arbitraria en la convicción de que la especie humana es necesariamente superior en términos morales al resto (Caviola, Everett y Faber, 2018).
De la explicitación del problema ético tras la superioridad injustificada de lo humano ha surgido una perspectiva complementaria, en este caso centrada en la problematización del antropocentrismo.1 Dicha vía de investigación, aunque lo supone, no tiene su foco puesto en el nivel ético, sino en uno de tipo historiográfico-disciplinario. Por ejemplo, filósofos contemporáneos como Jean-Marie Schaeffer advierten que la idea de una superioridad humana, no sólo moral sino incluso óntico-ontológica, permanece estable en los fundamentos de las humanidades en general y de la filosofía en particular. Este filósofo francés caracteriza dichos cimientos discontinuistas como una “tesis de la excepción humana” (2001), constituida por cuatro postulados imbricados entre sí:
Una ruptura óntica entre los seres humanos y el resto de los seres vivos.
Un dualismo ontológico entre un ámbito “natural” y otro “espiritual”.
Una concepción gnoseocéntrica que sitúa la actividad propiamente humana en lo racional.
Un ideal cognitivo anti-naturalista, es decir, una concepción epistemológica en la cual todo “lo natural” queda al margen de la pregunta sobre las características de lo humano. (Schaeffer, 2009: 24)
A primera vista podría considerarse que el antropocentrismo o, en términos de Schaeffer, la tesis de la excepción humana, en realidad no representa un riesgo verdadero, pues se trataría una visión predarwiniana ya obsoleta. Es decir, siendo que la teoría de la evolución biológica representa un enfoque tan contrastado y experimentalmente fundado como, por utilizar una analogía, la teoría heliocéntrica en el ámbito de la astronomía, ¿por qué comprender que el supuesto de una discontinuidad absoluta de los seres humanos representa un problema aún vigente? De ser así, con sus postulados, el pensador francés estaría describiendo obstáculos epistemológicos que en realidad no existen.
Pues bien, el aporte de este filósofo reside en que no caracteriza la tesis de la excepción humana en tanto una dificultad exclusiva de las ciencias biológicas, sino como un problema que compromete los fundamentos mismos de la filosofía. Según Schaeffer, a pesar de que la teoría de la evolución biológica constituya una teoría sólida y aceptada por, al menos, la mayor parte de la comunidad académica en general, los cuatro postulados citados formarían parte de una suerte de sesgo institucional perpetuado y/o reproducido al interior las humanidades. El filósofo denomina el fenómeno en cuestión como una “inmunización epistémica” de estas disciplinas (Schaeffer, 2009: 25).
De allí que, al mismo tiempo que de uno de tipo ético, pueda hablarse de un nivel epistemológico o, más específicamente, de uno historiográfico-disciplinario de la crítica al supuesto de una discontinuidad radical entre los seres humanos y el resto de los seres vivos: historiográfico por el hecho de que para identificar las características del antropocentrismo es preciso explorar sus orígenes históricos y disciplinario porque, si se trata de supuestos generalmente obviados y/o considerados como aproblemáticos en las humanidades, desterrarlos precisaría de un meta-análisis que permita sacarlos a la luz y reconocerlos en tanto problemáticos. Por lo tanto, la discusión acerca de la existencia de un sesgo discontinuista en las humanidades muestra ser un tópico filosófico (o, más bien, meta-filosófico) de actualidad. A la luz de estos desarrollos, múltiples teorías y conceptos, que en el pasado representaron una autoridad sólida entre las diversas disciplinas humanísticas, actualmente se muestran, al menos en parte, fundadas en concepciones ya caducas de la condición humana (Suárez-Ruiz, 2019).
Teniendo en cuenta el contexto filosófico expuesto, en este artículo considero la posibilidad de que algunos conceptos del afamado psicoanalista francés Jacques Lacan se sostienen en supuestos discontinuistas problemáticos a la luz de una perspectiva filosófica crítica del antropocentrismo. Para ello, no me centraré en la relevancia que sus reflexiones puedan poseer en la terapia psicoanalítica, sino que, partiendo de críticas contemporáneas por parte de filósofos como Schaeffer, discuto la vigencia de su pertinencia filosófica.2 Vale decir, también, que esta investigación no busca ser exhaustiva respecto a las múltiples aristas del psicoanálisis lacaniano, pues un análisis profundo de la teoría del pensador francés precisaría mucho más que estas páginas. El propósito general es, principalmente, señalar un problema acerca del cual escasean reflexiones en la literatura filosófica hispano-hablante.
Los conceptos a discutir serán los dos relacionados con lo que algunos especialistas en el pensamiento de Lacan caracterizan como su original solución al enigma antropológico, es decir, a la transición que acontecería en el desarrollo ontogenético de la psicología humana desde un ámbito natural hacia otro cultural. Dichos conceptos son el estadio del espejo y la función del padre.3 El punto fundamental a discutir es que tras estos conceptos existen supuestos problemáticos a la luz de investigaciones actuales. Particularmente, en relación con la influencia experimental que habría inspirado a Lacan a la hora de gestar la idea del estadio del espejo como una etapa fundamental en el desarrollo del niño. Me refiero a las investigaciones del psicólogo francés Henri Wallon, el primero en ver en la prueba del espejo un acontecimiento bisagra en la complejización psíquica de los seres humanos. Tal como se argumentará, las conclusiones que Lacan deriva de su inspiración científica resultan imprecisas a la luz de estudios recientes.
El “estadio del espejo” y la “función del padre” en contexto
Intérpretes de Lacan como Markos Zafiropoulos y Bertrand Ogilvie resaltan que uno de los aportes más importantes del psicoanalista ha sido su investigación acerca del “enigma antropológico” (Zafiropoulos, 2002: 112) o la “revolución antropológica” (Ogilvie, 2000: 106), es decir, la transición psicológica ocurrida en la ontogenia humana desde un orden puramente biológico hacia uno preeminentemente cultural. Ogilvie, por ejemplo, observa un antes y un después en la descripción lacaniana de los procesos mentales, en comparación a la complejidad menor que caracterizaría a los procesos biológicos. En sus palabras:
¿Se trata de la manifestación de un proceso físico, corporal? No, porque el fenómeno físico aprehendido en su singularidad de cuerpo humano y no como cuerpo en general no es aquí el nivel preferencial. Nada en él permite privilegiarlo. En tanto cuerpo humano, como veremos (y aquí está la revolución antropológica), es él mismo manifestación de algo mucho más complejo. (Ogilvie, 2000: 86)
Zafiropoulos, por su parte, sitúa la clave fundamental de la innovación lacaniana en el papel que cumple la “función del padre” en el desarrollo del niño, cuya evolución, en tanto transición del ámbito natural al cultural en la teoría lacaniana, atraviesa varios procesos hasta consolidarse como tal. Según señala este autor, en los primeros desarrollos de Lacan puede hallarse una marcada influencia de Durkheim, la cual lo llevaría a preferir un enfoque sociológico y, en consecuencia, lo alejaría del freudismo clásico. En palabras del intérprete lacaniano, “mientras que el descubrimiento freudiano convoca a «un padre que no se discute», Lacan opta por el valor de un padre de familia cuyo «rumbo edípico» varía según las condiciones socio-históricas del ejercicio de su autoridad” (Zafiropoulos, 2002: 57). La influencia durkheiminiana se mantendría vigente desde el año 1938 hasta la denominada “coyuntura del 1953” (Zafiropoulos, 2002: 22), cuando el pensamiento lacaniano atravesaría una serie de cambios conceptuales que llevarían a la maduración del concepto mencionado. En dicha “coyuntura” se combinan:
un retorno a las fuentes freudianas,
un reemplazo de la perspectiva sociológica durkheimiana por la antropología levistraussiana (particularmente influenciado por los famosos textos Introducción a la obra de Marcel Mauss y Antropología estructural),
una adaptación de la teoría de Ferdinand de Saussure, particularmente en lo vinculado con la distinción entre significante y significado,4
y una separación definitiva de la Asociación Psicoanalítica Internacional (A.P.I.) en 1953.
De modo que, exceptuando el concepto de estadio del espejo, presentado ya en 1936 y mantenido en todo su trabajo posterior,5 desde 1953 las reflexiones del psicoanalista se modificarán profundamente. En este tiempo Lacan se compromete por entero con el estructuralismo y madura su preocupación epistemológica por fundamentar el sistema simbólico como el objeto especifico de la psicología (Rabaté, 2003: 14).
Ahora bien, antes de avanzar al periódo donde se asentaría lo que podría denominarse como la etapa de madurez del psicoanalista y se gestaría la noción de función del padre, resulta preciso delinear las características del concepto que habría de mantenerse perenne en la teoría lacaniana, es decir, el estadio del espejo. Dado que las aristas que surgen de dicho concepto son demasiado numerosas como para abordarlas en este artículo, me limitaré a la definición de una especialista en las reflexiones del psicoanalista, a saber, Élisabeth Roudinesco:
El estadio del espejo, que ocurre entre el sexto y el décimo octavo mes de vida, es el momento en que el infante anticipa el dominio de su unidad corporal a través de la identificación con la imagen de un ser humano, percibiendo de esta manera su propia imagen en un espejo. De aquí en adelante, Lacan basa su idea del estadio del espejo en el concepto freudiano del narcisismo primario. Así, la estructura narcisista del ego se construye con el imago del doble como elemento central. Cuando el sujeto reconoce al otro en la forma de un vínculo conflictivo, alcanza la socialización. (Roudinesco, 2003: 30. Traducción mía)
Lacan interpreta que es recién en el periodo del espejo donde el niño de pocos meses logra confirmar su yo a través de su reflejo. De allí, justamente, que el psicoanalista concibiese al “estadio del espejo como formador de la función del Yo” (Lacan, 2002: 99). Es decir, si bien el infante posee ya un incipiente auto-reconocimiento gracias a la madre, a través de la identificación del sí mismo en el espejo logra consolidar su independencia “yoica”. De esta manera, con dicha imago -imagen del objeto real que en este caso sería el sí mismo-, anticipa una conformación imaginaria del yo que es previa a su maduración biológica (Lacan, 2002: 101).
No obstante, si se considera que lo que le permite al niño auto-reconocerse no es su yo propiamente dicho, sino su imagen especular, esta independencia se presenta como ilusoria, puesto que su yo reflejado no es sino un otro conformado por esa imagen alternativa (de ahí, justamente, que Roudinesco hable en la cita de un vínculo conflictivo). El “estadio del espejo”, entonces, no concluye en una identificación en sentido estricto, sino en una alienación del sujeto generada por la irrupción de la dimensión imaginaria representada por el espejo. La precoz consecución de su “yo” le resulta, al mismo tiempo, alienante (Lacan, 2002: 103).
La causa de dicha alienación, vale decir, no se limita al espejo concreto, sino que forma parte de una articulación compleja entre el niño, el espejo y sus padres. Con el fin de ejemplificar esta articulación con un caso concreto, es propicia la siguiente cita en la cual Lacan busca explicitar los fenómenos psicológicos fundamentales tras un evento cotidiano:
Ejemplifiquémoslo con un gesto del niño ante el espejo, gesto que es bien conocido y que no es difícil observar. El niño que está en los brazos del adulto es confrontado expresamente con su imagen. Al adulto, lo comprenda o no, le divierte. Entonces hay que dar toda su importancia a este gesto de la cabeza del niño que, incluso después de haber quedado cautivado por los primeros esbozos de juego que hace ante su propia imagen, se vuelve hacia el adulto que le sostiene, sin que se pueda decir con certeza qué espera de ello, si es del orden de una conformidad o de un testimonio, pero la referencia al Otro desempeñará aquí una función esencial. (1995: 392)
Tras gestos aparentemente casuales o improvisados, el psicoanalista ve indicios de una transición que resulta esencial en la ontogénesis del sujeto humano. En este caso, el asentimiento del adulto ante el juego del niño frente al espejo representa la legitimación de un Otro, la cual al mismo tiempo que auxilia al infante en su proceso de desarrollo termina por contribuir en su alienación (Lacan, 2002: 103).
Tal como mencioné, al prístino concepto del estadio del espejo se le sumaría, en 1953, la relevancia fundamental de la función del padre. En el análisis del desarrollo del niño, este concepto reemplazaría la preeminencia que el “complejo de Edipo” había tenido en la teoría del psicoanalista hasta entonces (el cual no es excluido, sino modificado en términos de su relevancia). De hecho, el quiebre de Lacan con la API en 1953 se encuentra correlacionado con esta novedosa interpretación de la relación del infante para con sus progenitores, dado que, a través de la traslación del acento puesto originalmente en la madre hacia el rol paterno, el psicoanalista propuso una visión personal de las reflexiones freudianas que no fue bien recibida por sus colegas.
Lacan retoma los desarrollos de Tótem y tabú, particularmente respecto de la importancia de la paternidad como origen de las represiones sexuales, la cual antes de 1953 había rechazado para adoptar la perspectiva durkheimiana del padre como un miembro subordinado al rol de la madre (Lacan, 2002: 269; Zafiropoulos, 2002: 197). Con el retorno y reinterpretación de los fundamentos freudianos, la aparición de la función paterna actúa ahora en la vida del niño como la introducción de la dimensión simbólica. Es decir, siendo que el padre coarta la relación incestuosa para con su madre, dicha prohibición funciona como el primer principio normativo impuesto por un otro proveniente del plano cultural. En esta interpretación se puede ver claramente no sólo la influencia freudiana, sino también la de la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, quien a partir de sus múltiples investigaciones en culturas diversas concluía que es a través de la prohibición de la relación sexual entre hermanos que la estructura cultural puede ingresar en la vida humana como una suerte de quiebre para con lo natural (Rosman y Rubel, 2009: 76).
Ese gran Otro, el padre, funciona como la sinécdoque de lo que será de allí en más la cultura en su totalidad. A su vez, es a partir de esta apertura simbólica que una disciplina puede dedicarse al estudio de la condición psíquica humana fundándose exclusivamente en su elucidación lingüística, a saber, la versión lacaniana del psicoanálisis (Lacan, 2002: 89). En otros términos, es en ese momento fundacional del sujeto simbólico donde, al mismo tiempo, se traza una distinción epistemológica: aquella que marca el fin de la jurisdicción de las ciencias biológicas y el comienzo del análisis psicoanalítico.
Al mismo tiempo, sumado a Freud y Lévi-Strauss, es a través de esta omnipresencia de lo simbólico en la vida del individuo a partir de la cual Lacan introduce su interpretación de la distinción saussuriana entre significado y significante (Lacan, 2002: 464). Según el psicoanalista, la función del significante no está subordinada a ser mera imagen de un significado supuestamente vinculado con lo real, sino que, más bien, la referencia de todo significante que forma parte del lenguaje sería otro de los significantes contiguos que conforman la estructura simbólica (Lacan, 2002: 466). De esta manera, dicha estructura quedaría definida como un sistema constituido por una gran cadena de significantes en donde la significación estaría, en última instancia, dada por la relación misma que existe entre éstos (Lacan, 2002: 469). Según Lacan, entonces, la relación del significado para con lo real no sería tan transparente como la que permitiría suponer el esquema de Saussure. Esta reinterpretación de la dicotomía original es denominada como la “supremacía del significante” (Lacan, 2002: 478).
Desde este marco se comprende que el niño, al introducirse mediante su imagen especular en el plano imaginario, y luego en el plano simbólico mediante el padre, ingresa, al mismo tiempo, en el inconsciente en tanto sujeto del lenguaje (Lacan, 2002: 441). Es decir, en Lacan no se habla ya sólo del inconsciente como aquello que se opone a la consciencia, sino también, justamente, de un inconsciente que está en sí mismo estructurado como lenguaje, el cual determina la consciencia y es estructuralmente inaccesible a través de ella (Ogilvie, 2000: 118). Así entendida, la dimensión simbólica que se abre al individuo con la función del padre (luego de acontecido el estadio del espejo), abre al mismo tiempo la dimensión del lenguaje y es ésta la que gesta al sujeto en el individuo biológico.
De modo que, a partir de esta afinada reflexión donde confluye el discurso estructuralista y el freudiano, Lacan logra darle coherencia discursiva al acople de dos disciplinas de insoslayable relevancia en su contexto socio-histórico: el psicoanálisis y la lingüística. La versión lacaniana del psicoanálisis, tomando herramientas de la semiología sausseaureana y la antropología levistrausseana, se presenta como la disciplina indispensable para desentrañar las incógnitas propias de la dimensión simbólica humana. A su vez, de manera paralela, dicha disciplina quedaría radicalmente separada del objeto de estudio que compete a la biología. Esto es, la fusión discursiva inherente al psicoanálisis lacaniano, a partir del ingreso de un sistema simbólico exclusivamente humano en su modo de investigación, fundamenta un deslinde epistemológico decisivo de las ciencias biológicas. Por lo que, la solución al enigma antropológico que emergería de las nociones estadio del espejo y función del padre, le permitiría a Lacan presentar como legítimo el hecho de que la “psicología no asociacionista” (Lacan, 2002: 82), a saber, el psicoanálisis lacaniano, pueda comprenderse como una disciplina psicológica emancipada por completo de las características biológicas, es decir, del estudio del componente natural de la psicología humana.
Resumiendo hasta aquí, en su retorno a las fuentes freudianas el psicoanalista francés hace hincapié en la función paterna como reguladora de la relación edípica del niño para con su madre, esto es, como aquella figura fundamental que instaura el principio de la Ley en la vida del infante y que impide su vínculo incestuoso (Zafiropoulos, 2002: 101). A su vez, con dicha Ley ingresa también lo simbólico en la vida del niño, es decir, a partir de la imago especular primigenia y después la función paterna, el infante terminaría por constituirse en tanto sujeto inscripto en un sistema simbólico (Lacan, 2002: 269). Con la función del padre Lacan estaría ofreciendo su particular visión de cómo acontecería en el desarrollo del individuo humano la transición psíquica desde de lo puramente natural hacia una estructura cultural y simbólica.
Para los fines de este artículo no resulta pertinente continuar ahondando en la teoría lacaniana. Lo importante a señalar es que el concepto función del padre representa el fundamento originario de la transición naturaleza-cultura, esto es, la solución al enigma antropológico por parte de Lacan. Cabe resaltar, a su vez, que el concepto función del padre depende del de estadio del espejo. Es decir, al ser el niño un puro narcisismo, es gracias a la primera identificación alienante propia de este estadio que se puede efectivizar dicha función. La imagen especular con la que se identifica el niño funcionaría como una suerte de soporte donde el padre impondría la Ley y el infante ingresaría en el sistema simbólico. Por tanto, en la argumentación lacaniana la función paterna se presenta subordinada al imago primordial que resulta como consecuencia del estadio del espejo. En sus términos, podría decirse que el plano simbólico depende del plano imaginario previo.
De acuerdo con lo anterior, las características de la función del padre en la resolución del enigma antropológico están claramente vinculadas con su contexto estructuralista, estando influenciado tanto por la teoría antropológica de Lévi-Strauss, como por su interpretación personal del estructuralismo originario de Ferdinand de Saussure y, obviamente, del psicoanálisis freudiano. Como mencioné en la introducción, existe otra influencia importante en la gestación del concepto previo, fundamental para la comprensión de la función paterna, me refiero al influjo de Henri Wallon en la ideación del estadio del espejo.
El fundamento experimental tras el estadio del espejo
Siguiendo lo desarrollado en el apartado anterior, la función del padre se manifiesta como la respuesta lacaniana al enigma antropológico. Dicha noción representa un pívot en el desarrollo del infante en el cual acontece el paso psíquico desde un ámbito dominado por influencias biológicas a uno en el cual predomina el aspecto cultural. Ahora bien, en el concepto previo a la aparición de la función del padre, a saber, en el estadio del espejo , existe una particularidad en la cual me detendré en esta sección: la idea original parece haber surgido de estudios experimentales contemporáneos a su época.
En sus primeros años de incursión en el psicoanálisis, Lacan presenta en una conferencia el concepto estadio del espejo como un aporte significativo para dicha perspectiva psicológica (Roudinesco, 2003: 25). No obstante, el psicoanalista no menciona, ni en esas primeras presentaciones ni tampoco en las posteriores, los estudios de alguien que ya había trabajado hondamente en ello, a saber, los experimentos del psicólogo francés (Henri Wallon Ogilvie, 2000: 96). Sólo a través de la reconstrucción efectuada por parte de historiadores especializados se puede dar cuenta de ello. Por ejemplo, Elizabeth Roudinesco afirma:
Es de un artículo publicado por Henri Wallon en 1931 que Lacan toma prestado el término de “estadio del espejo” (stade du miroir). Sin embargo, el psicoanalista no cita su fuente principal. El nombre de Wallon no se menciona ni en la conferencia de Lacan ni en la bibliografía de la Encyclopédie française. Como he tenido ocasión de mostrar, Lacan siempre trató de borrar el nombre de Wallon para presentarse como el inventor de la expresión. Por ejemplo, Françoise Bétourné ha encontrado unos sesenta ejemplos del uso del término “estadio del espejo” en el trabajo de Lacan. Lacan siempre insiste en el hecho de que fue él quien introdujo el término. [...] En 1931, Henri Wallon le dio el nombre de “prueba del espejo” (épreuve du miroir) a un experimento en el que un niño, colocado frente a un espejo, gradualmente llega a distinguir su propio cuerpo de su imagen reflejada. Según Wallon, esta operación dialéctica tiene lugar debido a la comprensión simbólica del sujeto del espacio imaginario en el que se crea su unidad. (Roudinesco, 2003: 27. Traducción mía)
Según Roudinesco, siguiendo a Bétourné, la multiplicidad de usos que Lacan emplea para el concepto de estadio del espejo explicita lo mencionado en la sección anterior, esto es, tal vez todo intento de caracterizar dicha noción se frustrará en su cometido, no sólo por la complejidad teórica tras ella, sino también porque posee una profunda ambigüedad a lo largo de sus escritos. A su vez, la definición de la prueba del espejo de Wallon tiene una gran semejanza con el estadio del espejo. No obstante, a diferencia de Lacan, Wallon sí parecía buscar una teorización unívoca de sus experimentos.
Tal como permiten interpretar este tipo de testimonios, todo parece indicar que la herencia experimental de Wallon no le habría resultado muy atractiva a Lacan. El psicoanalista no sólo no citaba la fuente de su inspiración, sino que también renegaba de ella. Otro testimonio relevante es el de Louis Althusser, acerca de las investigaciones de Wallon comenta: “es el primero que ha insistido sobre la importancia fundamental del estadio del espejo, lo que Lacan, yo no quisiera decir que no se lo perdonó jamás, pero, en todo caso, siempre se las ha arreglado para silenciarlo” (2014: 15). Aún más, no sólo faltaba la referencia al psicólogo francés, sino que, tal como señala el historiador Emile Jalley (1998), durante el periodo de gestación estadio del espejo, Lacan mencionaba autores citados por Wallon sin conocerlos. Vale resaltar nuevamente que, a pesar de su desprecio de la herencia walloniana, esta noción específica será tan importante en su versión del psicoanálisis, que acompañaría de allí en más todas sus consideraciones respecto de los fenómenos psíquicos.
Ahora bien, a pesar de sus omisiones, puede hallarse en sus desarrollos algunas menciones veladas a los estudios de Wallon. Por ejemplo, en relación con investigaciones vinculadas con el estadio del espejo, en una conferencia en Londres de 1953, Lacan anunciaba que “numerosos hechos de este tipo son observados ahora por biólogos, pero aún está pendiente la revolución intelectual necesaria para su comprensión total” (citado en Ogilvie, 2000: 95). Podría interpretarse que si bien este estudio ya había sido llevado a cabo en el ámbito científico-experimental, aún no habían sido consideradas en profundidad las consecuencias psíquicas del mismo. Esta interpretación supone el marcado dualismo del psicoanálisis lacaniano entre un orden biológico y uno psicológico, ya expuesto en el apartado anterior.
Otra influencia de orden experimental que resultó relevante en la concepción de la noción lacaniana fueron los desarrollos del embriólogo holandés Louis Bolk (1926). A partir de esta teoría, Lacan habría forjado la idea según la cual la relevancia del reconocimiento en el espejo por parte del niño estaría correlacionada con el hecho de que, siendo que la prematuridad humana al nacer conlleva una incompletitud anatómica y una coordinación física defectuosa durante los primeros meses de vida, dicha identificación corporal contribuiría en el progreso de su desarrollo (Roudinesco, 2003: 30). Aunque la investigación del embriólogo no habría tenido la injerencia que tuvo la de Wallon, ambas influencias explicitan que, a la hora de elaborar el estadio del espejo, Lacan se basó en estudios experimentales y no sólo en estudios estrictamente especulativos. Aún más, el punto que me interesa señalar es que si el concepto estadio del espejo se originó de, por lo menos en parte, experimentos científicos realizados en su época, la vigencia de dicho concepto quedaría comprometida, en cierto grado, con la suerte de dichos estudios experimentales.
Uno de los supuestos fundamentales que Lacan parece extraer del trabajo de Wallon es que la prueba del espejo sólo podría ser superada por seres humanos. De ahí que el estadio del espejo sea caracterizado por el psicoanalista como una etapa inherente al desarrollo psíquico propiamente humano, donde la función del padre posterior sería la que termina por efectivizar la transición desde lo natural hacia lo cultural. Ahora bien, en la actualidad son numerosos los estudios que explicitan la presencia de dicha posibilidad en animales no humanos. De hecho, el experimento rupturista que sacó a la luz ante toda la comunidad científica el que otros seres vivos actualmente existentes también podían atravesar el test, se remonta a los inicios de la década de 1970. Justamente, el trabajo precursor de Gordon Gallup realizado con chimpancés data de 1970, como bien resume con su equipo en un artículo posterior:
¿Pueden los animales reconocerse en los espejos? Gallup (1970) realizó una prueba experimental de esta pregunta utilizando un enfoque relativamente simple. Los chimpancés alojados individualmente se enfrentaron a un espejo de cuerpo entero fuera de sus jaulas durante un período de 10 días. Los chimpancés inicialmente reaccionaron como si estuvieran viendo a otro chimpancé realizando una variedad de exhibiciones sociales dirigidas hacia el reflejo. Estas respuestas sociales disminuyeron después de los primeros días. En lugar de continuar respondiendo al espejo como hasta entonces, los chimpancés comenzaron a usarlo para responderse a sí mismos haciendo movimientos faciales y corporales mediados por el espejo, así como también respuestas autodirigidas, como hacer el aseo de partes del cuerpo que solo son visibles en su reflejo. La transición de la respuesta social a la auto-orientada dio la impresión de que los chimpancés habían aprendido a reconocerse a sí mismos. Es decir, se habían dado cuenta de que su propio comportamiento era el origen del comportamiento que se representaba en el espejo. (Gallup, Anderson y Shillito, 2002: 1. Traducción mía)
En un artículo reciente se afirma incluso que la posibilidad de pasar la prueba del espejo es una capacidad presente en especies aún más lejanas en términos filogenéticos. Los investigadores Koji Toda y Michaell Platt (2015) realizaron una prueba similar a la de Gallup en monos rhesus, señalando que los individuos de esta especie aparentemente también contarían con la posibilidad de reconocerse a sí mismos en un espejo. Actualmente se encuentran en desarrollo estudios vinculados al auto-reconocimiento en animales todavía más distantes, como perros (Horowitz, 2017), osos (Hafandi, Hanafi, Azwan, Mohd, Hassim, Zeid, Jaya-seelan y Tengku, 2018) y cuervos (Vanhooland, Bugnyar y Massen, 2020). No obstante, vale aclarar que se trata de investigaciones no desarrolladas lo suficiente como para hacer afirmaciones o negaciones contundentes.
Este tipo de investigaciones demuestran que los estudios de Wallon, en los cuales Lacan se había inspirado a la hora de formular el estadio del espejo, distan de ser vigentes. De hecho, contemplando la gran cantidad de evidencia recolectada desde entonces, es posible arriesgar la afirmación de que la supuesta exclusividad de los seres humanos fundada en el hecho de que sería la única especie capaz de superar exitosamente la prueba del espejo ha sido refutada. Hoy en día se comprende que, más bien, representa una habilidad compartida con otros seres vivos. Esta se suma a una larga lista de características que hasta hace poco se suponían como exclusivas de la especie humana, pero que a la luz de investigaciones actuales se ha demostrado que no eran tales.6
De hecho, otra de las habilidades que ya no representa una exclusividad es el pensamiento conceptual. Por ejemplo, aludiendo a estudiosos como el psicólogo cognitivo Michael Tomasello (2000) o el biólogo del comportamiento James L. Gould (2002), el filósofo Antonio Diéguez afirma:
No son pocos los investigadores en cognición animal que piensan que para tener conceptos no hace falta tener lenguaje. Para estos investigadores no sólo tendría sentido atribuir algún tipo de proto-pensamiento a los animales, sino pensamiento conceptual en toda regla. (Diéguez, 2014: 91)
Esta obsolescencia en la influencia experimental lacaniana no necesariamente representa un problema para la teoría psicoanalítica en sentido estricto, pues podría interpretarse que el estudio de Wallon sirvió como fuente de inspiración en la cual el psicoanalista tan sólo habría visto un simple punto de partida, similar a la analogía wittgeinsteniana de la escalera que luego de ser utilizada puede abandonarse. Ahora bien, este punto no resulta igualmente irrelevante en lo que concierne a la filosofía, en particular si se tiene en cuenta el contexto filosófico actual en el cual la problematización de las herencias excepcionalistas en las humanidades se manifiesta como una tarea que se ha vuelto insoslayable. En la próxima sección me concentraré en ello.
¿“Enigma antropológico” o excepcionalidad humana en otros términos?
En relación con los estudios mencionados en el apartado anterior, a la hora de considerar su pertinencia en la problematización del concepto estadio del espejo es posible realizar, por lo menos, dos objeciones. En primer lugar, el hecho de que animales no humanos puedan reconocerse en un espejo no implica necesariamente que se trate de una característica compartida. Siendo que los chimpancés adultos, por ejemplo, precisan de varios días frente a un espejo antes de advertir que se trata de un reflejo de sí, podría verse en ello un indicio de la artificialidad de dicho evento. Según este enfoque, forzar una suerte de continuidad humano-chimpancé en los resultados de la prueba del espejo de Gallup sería, más bien, propio de una afirmación antropomórfica. Es decir, hablar de un reconocimiento de sí mismo en animales como los chimpancés no sería sino una proyección de capacidades humanas en otras especies.
La segunda objeción, estrechamente vinculada, residiría en que el éxito en la prueba del espejo por parte de animales no humanos resulta inconmensurable al de la especie humana, por el hecho de que en los individuos de nuestra especie el estadio del espejo surge en vísperas de la consecución del lenguaje, el cual representa una capacidad que distingue radicalmente a los seres humanos del resto de los seres vivos. Si bien, en términos lacanianos, el sistema simbólico ingresaría a partir de la etapa de la función del padre, el estadio del espejo se presenta como una condición de posibilidad para que dicha función se haga efectiva. Por tanto, como los individuos humanos son seres que no pueden pensarse sino inmersos en un sistema simbólico posibilitado por su capacidad lingüística, hablar de la prueba del espejo como un test que arroja los mismos resultados sin importar a cuál sea la especie que se aplique, implica no haber considerado seriamente el nivel de complejidad que se agrega con dicho sistema. De modo que, en animales sin capacidad lingüística, superar la prueba del espejo no representaría un momento bisagra como sí lo sería para el desarrollo de los seres humanos.
Para responder a ambas objeciones procederé a introducir algunos conceptos y teorías de investigadores críticos del punto de vista antropocéntrico de las características humanas. Respecto de la primera objeción, es menester introducir el concepto antroponegación (anthropodenial) del primatólogo holandés Frans de Waal. Así como el antropomorfismo remite a una precaución metodológica en biología del comportamiento respecto de, a la hora de describir sus conductas, no investir a los animales no humanos de características humanas, el negar rotundamente la posibilidad de hallar en otros seres vivos características presentes en la especie humana representa una antroponegación. Dicha noción fue propuesta por de Waal para advertir que, paradójicamente, el antropomorfismo, en tanto precaución metodológica, corre el riesgo de legitimar el supuesto de una discontinuidad absoluta de las características humanas, es decir, en términos de Schaeffer, una excepcionalidad humana. En palabras de de Waal:
Necesitando un nuevo término para expresar mi punto de vista, he inventado la “antroponegación”, que es el rechazo a priori de rasgos similares a los humanos en otros animales o rasgos similares a nosotros. El antropomorfismo y la antroponegación tienen una relación inversa: cuanto más cerca esté de nosotros otra especie, más antropomorfismo ayudará a nuestra comprensión de esta especie y mayor será el peligro de antroponegación. Por el contrario, cuanto más distante esté una especie de nosotros, mayor será el riesgo de que el antropomorfismo proponga similitudes cuestionables que han surgido de forma independiente. (Waal, 2016: 52)
De modo que la antroponegación es un recaudo epistemológico complementario al antropomorfismo. Si bien afirmar algo así como “el cuervo se reconoce a sí mismo” está cerca de una caracterización antropomórfica, negar cualidades compartidas con animales mucho más cercanos en términos evolutivos, como por ejemplo los chimpancés, implica una antroponegación.7 Es decir, por un lado, por más de que eventualmente los investigadores que estudian la posibilidad de que los cuervos superen de forma exitosa la prueba del espejo hallen uno o varios casos que den indicios de ello, siendo que se trata de animales no humanos filogenéticamente mucho más lejanos que, por ejemplo, los grandes simios (chimpancés, gorilas y orangutanes), esto no significa necesariamente que los cuervos se reconozcan a sí mismos. Para no caer en una afirmación antropomórfica sería necesario sumar otros estudios a dicha prueba. Por otro lado, el hecho de que animales filogenéticamente tan cercanos como los chimpancés logren atravesar la prueba, sí hace plausible, tal como argumentan Gallup y su grupo, la afirmación de que dichos individuos poseen auto-reconocimiento. Negarlo implicaría caer en una antroponegación.
Por otro lado, respecto de la segunda objeción y contemplando lo recién desarrollado, el argumento fundamental para responder a ella reside en que la evolución biológica es fundamentalmente un proceso gradual (Mayr, 2001: 94). Por tanto, siguiendo el ejemplo del párrafo anterior, las diferencias para con un ser vivo tan cercano como los chimpancés, por más destacadas que puedan percibirse a primera vista como sucede con el lenguaje, no pueden ser argüidas como el fundamento justificador de una excepcionalidad evolutiva de los seres humanos. De hecho, cuando Schaeffer critica la idea de una ruptura óntica o un dualismo ontológico en tanto herencia aún presente en las humanidades actuales, lo hace suponiendo una perspectiva posdarwiniana desde la cual ya no resulta verosímil aseverar la existencia de distinciones sobrenaturales en la evolución humana, sino sólo diferencias de grado.
Filósofos continentales como Schaeffer no son los únicos pensadores que han criticado las herencias antropocéntricas. John Dupré, por ejemplo, filósofo perteneciente a la tradición analítica, en su libro El legado de Darwin (2007), ha resaltado lo imprescindible que resulta actualmente comprender las características: como la cultura, la racionalidad o el lenguaje, ya no en tanto discontinuidades absolutas en relación con el resto de los seres vivos, sino como distinciones graduales. Por ejemplo, sobre el lenguaje en particular, el filósofo argumenta:
Para establecer la posibilidad evolutiva de un rasgo único de una especie particular, es imprescindible que podamos distinguir una secuencia plausible de etapas intermedias entre las criaturas que poseen el rasgo plenamente desarrollado y las criaturas que carecen por completo de ese rasgo. […] En el caso del lenguaje, no parece haber particular dificultad en cuanto a este punto. Como ya se ha señalado, muchos animales tienen sistemas de comunicación de diversos grados de complejidad y sofisticación. No existe en principio ningún obstáculo evidente para el desarrollo masivo de un sistema de comunicación igualmente simple en dirección al lenguaje humano. Por supuesto, persiste un alto grado de misterio acerca de las fuerzas que podrían haber impulsado esa trayectoria evolutiva, de su relación con otros desarrollos en la complejidad cognitiva y demás. Pero lo que deseo subrayar en este punto es que no hay nada extraordinario en cuanto a estos problemas, y tampoco hay razón para imaginar que en este caso necesitaríamos salirnos del encuadre normal del pensamiento evolutivo. (Dupré, 2007: 109)
La cita de Dupré permite comprender que el lenguaje humano, si bien consiste en una capacidad ausente en otras especies actuales, no justifica de ningún modo que a partir de ella pueda aseverarse la existencia de una discontinuidad radical de los seres humanos respecto del resto de los seres vivos. Características compartidas con otras especies, como son los sistemas de comunicación, darían cuenta de que el lenguaje humano posee antecedentes filogenéticos de su posibilidad lingüística. La discontinuidad específica que representa el lenguaje, entonces, sería un aspecto que distingue a la especie humana sólo en términos graduales.
En sintonía con la visión crítica de aquellas características que tradicionalmente se supusieron como justificaciones válidas de una discontinuidad absoluta humana, hay investigadores que afirman que la cultura, cuando se la entiende en tanto fundamento de una excepcionalidad humana, se manifiesta como un obstáculo epistemológico al interior de las humanidades, pues no sólo dificulta la precisión a la hora de buscar comprender el vínculo entre la especie humana y el resto de los seres vivos, sino también al analizar las características humanas en sí mismas.
Por ejemplo, a pesar de que actualmente hay consenso en la comunidad científica respecto de la posibilidad de afirmar la existencia de cultura en animales no humanos como los grandes simios (Ingmanson, 1996; McGrew, 1998; Sapolsky y Share, 2004), en las disciplinas humanísticas aún continúa suponiéndose una dicotomía con fuerte carga esencialista que divide entre las características propiamente humanas y las de los animales, conjunto vago en el cual podría incluirse tanto un chimpancé como una hormiga. Siguiendo la precisa síntesis de la investigadora Sabrina Tonutti, el enfoque tradicional y aún vigente en las humanidades:
considera los rasgos culturales humanos bajo una lente de aumento, mientras reduce todos los rasgos animales en una sola categoría, sin tener en cuenta diferencias filogénicas inherentes;
ignora / niega elementos de continuidad entre humanos y otras especies animales, etiquetando los signos de la cultura en otros animales como ‘proto-cultura’, ‘pre-cultura’, etc., con el objetivo de subrayar la singularidad y superioridad de la especie humana, mientras ignora que cada especie es única y diferenciada según sus particularidades;
ignora los vínculos filogénicos entre nuestra especie y otros animales (principalmente primates) [...] Esta oposición se basa en una perspectiva esencialista intrínseca, que supone la existencia de una característica compartida por todos los seres humanos (en este caso la cultura), que es capaz de distinguir cualitativamente a los humanos de todas las demás especies animales. (Tonutti, 2011: 185. Traducción mía)
El término que Tonutti utiliza para explicitar este obstáculo epistemológico, basado en la reticencia asentada en las disciplinas humanísticas a la hora de aceptar la posibilidad de ver en los humanos cualidades compartidas otros seres vivos, es el de un “tabú disciplinario” (Tonutti, 2011: 198). El hecho de que, en el ámbito de las humanidades, la cultura en chimpancés suela caracterizarse como pre-cultura o como precursora, conlleva comprometerse con una visión cercana a la antroponegación advertida por de Waal, pues en dicho enfoque el énfasis queda exclusivamente en lo especiales y únicos que muestran ser los rasgos humanos, descartando a priori el que éstos puedan hallarse en otros seres vivos o que existan rasgos animales en los seres humanos.8
Habiendo expuesto las investigaciones recientes del apartado anterior, y los argumentos críticos del antropocentrismo en éste, ahora es posible retomar la problematización de los conceptos lacanianos. En principio resulta pertinente preguntar, tal como figura en el título de este apartado, si la búsqueda de una respuesta al enigma antropológico no supone de por sí que dicha solución estará fundada en un enfoque excepcionalista de los seres humanos. A través de una rápida mirada en la diversidad que caracteriza al resto de las especies actuales, existen numerosos seres vivos que podrían resultar enigmáticos si sus rasgos no se contemplan a la luz de la escala temporal propia de la evolución biológica (Dupré, 2007: 105). Si por ello fuese, podría hablarse del enigma del ornitorrinco, por ejemplo. Claro está, vale decir, que autores como Zafiropoulos se refieren con esta caracterización, tal como argumenté, a la supuesta existencia de una transición entre el ámbito de lo natural y de lo cultural que habría de darse en la ontogenia humana a nivel psicológico.
A la luz de lo desarrollado en estas dos últimas secciones, búsquedas como las de Lacan a la hora de pretender hallar el punto en el cual el ser humano, en su desarrollo ontogenético, abandona la naturaleza para ser un sujeto de la cultura, parten del supuesto de que habría algo así como una discontinuidad absoluta de la especie humana respecto del resto de los seres vivos. En el marco lacaniano se comprende que, si bien por un período de pocos meses el individuo humano aún sería un ser puramente biológico, luego del estadio del espejo y la función del padre la predominancia del lenguaje lo separaría de forma radical de las herencias filogenéticas naturales, pasando así a poseer influencias eminentemente simbólicas. De modo que la discontinuidad ontogenética de su argumento supone también una discontinuidad absoluta a nivel filogenético.
Tal como argumenté en este apartado, ni el lenguaje simbólico ni la cultura humana pueden comprenderse como características que justifican una discontinuidad radical de los seres humanos. De hecho, investigaciones actuales explicitan que la matriz moderna que dividía tajantemente entre naturaleza y cultura en realidad forma parte de una perspectiva obsoleta. Cuando se busca analizar lo humano desde sus características puramente naturales o puramente culturales se pierde de vista el hecho de que en realidad ya no resulta acertado hablar de estas nociones como opuestas, pues existe una constante interacción entre características de tipo biológicas y de tipo culturales (véase, por ejemplo, Richerson y Boyd, 2005). Por otro lado, en relación con el lenguaje, siguiendo la síntesis del filósofo argentino Gregorio Klimovsky en Epistemología y psicoanálisis, podría argumentarse que “definido el lenguaje de tal modo que estemos hablando exclusivamente del lenguaje humano, ningún animal que no sea el hombre va a tener esa forma de lenguaje” (2004: 113). En los términos desarrollados, si se supone que el lenguaje representa una discontinuidad filogenética en términos absolutos, sería verosímil ver también en la ontogenia humana un quiebre radical para con lo biológico.
Conclusión
En la función del padre, como concepto primordial de la teoría lacaniana a partir de 1953, puede hallarse una concepción discontinuista a nivel ontogenético según la cual la preeminencia de las influencias de tipo biológico se vería reemplazada por las de tipo simbólico. Esta sería, según especialistas como Zafiropoulos u Ogilvie, la clave de la solución lacaniana al enigma antropológico. A su vez, la función del padre presupone el estadio del espejo, pues se trata de un concepto anterior en términos intra-epistémicos, pues para que la función paterna se efectivice es preciso que el infante haya atravesado el estadio del espejo, y extra-epistémicos, por el hecho de que se trata de una noción desarrollada por Lacan en sus primeras incursiones en el psicoanálisis. La gestación de dicho concepto, tal como se desarrolló, estuvo influenciada por las investigaciones de Henri Wallon, en particular la prueba del espejo. Ya que en ese entonces aún se concebía que dicha prueba podía ser superada exclusivamente por los seres humanos, el psicoanalista francés supone en sus reflexiones que tras este estadio habría una discontinuidad filogenética radical de los seres humanos.
A partir de las investigaciones y argumentos expuestos en este artículo se evidenció que las bases experimentales que inspiraron el estadio del espejo actualmente han sido cuestionadas. Hoy se comprende que los humanos no son los únicos seres que poseen la capacidad de superar la prueba del espejo, sino también chimpancés y, por lo menos, otros primates no humanos. Esto evidenciaría que el supuesto de la discontinuidad filogenética en la base del concepto lacaniano ya no posee vigencia. De hecho, actualmente no resulta coherente buscar algo así como un fundamento justificador de una discontinuidad absoluta humana, ya que desde una perspectiva evolutiva no resulta plausible postular la existencia de un rasgo tal.
Del mismo modo, así como la idea de una discontinuidad filogenética que subyace al estadio del espejo quedaría afectada, la discontinuidad ontogenética que supone la función del padre se vería comprometida. Por tal, la respuesta lacaniana al enigma antropológico, suponiendo por un momento que dicha búsqueda aún tiene sentido en esos términos, no resulta satisfactoria a la luz de, por un lado, las investigaciones empíricas vigentes y de, por otro lado, el enfoque crítico del antropocentrismo en el análisis filosófico contemporáneo.
Por último, tal como se argumentó, si bien es posible afirmar que las reflexiones aquí expuestas no afectarían necesariamente lo que compete a la terapia psicoanalítica, sí resultan pertinentes para el análisis filosófico. Al considerar la multiplicidad de pensadores e investigadores que señalan la urgencia de problematizar la presencia de herencias antropocéntricas y excepcionalistas en las humanidades, es menester buscar modos de dar lugar a una revisión en profundidad de los supuestos anacrónicos que podrían ser reproducidos de manera subyacente a través del uso de algunos conceptos filosóficos o de relevancia filosófica. Este punto de vista emergente explicita que de continuar considerando como completamente vigentes las reflexiones del psicoanalista francés y su enfoque discontinuista, se corre el riesgo de perpetuar en el seno de la investigación filosófica diversos problemas de orden ético y epistemológico que subyacen a la anacrónica idea de una excepcionalidad humana.