Introducción
El giro afectivo en las ciencias sociales, entendido como una tendencia a una incrementada atención a las emociones como fuente privilegiada de verdad sobre el sujeto (Arfuch, 2016), y desarrollado en las últimas dos décadas desde diversos centros académicos del mundo (e. g. De La Nuez y Wences, 2016; Goodwin, Jasper y Polletta, 2001; Gregg y Seiworth, 2010; Kingston y Ferry, 2008; Krause, 2008; Máiz, 2010; Thompson y Hoggett, 2012), ha popularizado recientemente en las aulas el trabajo acerca de la educación emocional. Gran parte de los análisis de las emociones en la educación inicial y primaria, que por fortuna están extendiéndose gradualmente, apuntan a los resultados mensurables: motivación y autorregulación del aprendizaje, concentración, control de la ira y el acoso escolar, entre otros puntos muy relevantes y beneficios para el aprendizaje.
Sin embargo, existe un trabajo muy importante que puede hacerse en el ámbito de las emociones a nivel educativo, cuyos resultados no necesariamente se podrán percibir durante los cursos escolares. Se trata de un estudio de las emociones políticas o públicas, expuestas por Martha Nussbaum (2014) particularmente en su libro Emociones políticas. En ese libro, Nussbaum desglosa la relevancia política de determinadas emociones cuya presencia o regulación considera esenciales para una sociedad democrática. Definidas como públicas o políticas, “tienen como objeto la nación, los objetivos de la nación, las instituciones y los dirigentes de esta, su geografía, y la percepción de los conciudadanos como habitantes con los que se comparte un espacio público común” (2014: 14). Éstas pueden ser las mismas que las emociones particulares, individuales, pero se manifiestan ante situaciones muy diferentes. Así, la vergüenza de alguien por haber sido sorprendido sin ropa es una emoción particular, que si bien fue formada por medio de una educación implícita acerca del ocultamiento del cuerpo en una sociedad determinada, no tiene que ver con grupos sociales específicos ni con la ciudadanía. Sin embargo, la vergüenza por la propia religión, el color de la piel o la condición de pobreza, sí es una emoción pública o política, pues implica creencias acerca de grupos determinados de ciudadanos que son discriminados. El odio hacia una persona que nos hizo daño es otra emoción particular, mientras el odio racial es una emoción política. Entendiendo así las emociones, este artículo tiene como foco la educación de las emociones políticas o públicas (al igual que Nussbaum, las usaré como sinónimos) por su vinculación con una educación ciudadana y dejará de lado las particulares, las cuales podrían ser tomadas en cuenta preferentemente desde un estudio psicológico.
Más allá del asentimiento cognitivo de un ciudadano a las normas de convivencia en una sociedad pluralista, su motivación para tratar a sus conciudadanos con respeto y solidaridad, valores democráticos por excelencia (Cortina, 1997), proviene de sus disposiciones emocionales, que lo llevan a establecer contacto y relaciones con otros, o por el contrario lo aíslan. Eso hace indispensables a las emociones para una formación ciudadana integral.
Ese tipo de emociones requiere de un cultivo que se extienda a lo largo de la vida, cuyos beneficios podrán observarse principalmente en la vida ciudadana, y con menor intensidad también en el aula. En virtud de esto, dado el papel que desempeñan las emociones políticas en la estructura motivacional de los sujetos, sin un serio trabajo educativo enfocado en tales emociones, toda educación ciudadana será incompleta. Es teniendo como objetivo el desarrollo de esa clase de educación que este artículo presenta una guía para una educación ciudadana basada en emociones políticas.
En primer lugar, me remitiré brevemente a la posibilidad de educar las emociones a través de la autorreflexión (que ya he desarrollado en Modzelewski, 2014, 2017), a partir del análisis de variadas tendencias en relación con esta temática a lo largo de la historia de la filosofía. En segundo lugar, daré cuenta de la noción de autorreflexión a la que me refiero. Por último, presentaré una taxonomía de las emociones potencialmente democráticas que surge a partir de una autorreflexión acerca de algunas de ellas, y que a su vez servirá de criterio para determinar si cualquier emoción beneficia o no a una convivencia democrática. Así, la autorreflexión tiene una doble incidencia en este proceso: por un lado, es la guía para determinar las categorías de la taxonomía propuesta y, por otro, es lo que permitirá en adelante subsumirlas a cualquier nueva emoción con la que nos encontremos.
De esta manera pretendo fundamentar un posible programa de educación ciudadana que tenga a las emociones políticas como principal objeto.
¿Son educables las emociones?
Responder si es posible educar las emociones, y cómo, permitirá orientar el diseño de la taxonomía de las emociones democráticas que propongo. Tradicionalmente se ha sostenido que las emociones son impulsos ciegos, más cerca de los instintos y, por lo tanto, poco pasibles de ser educadas (Schaffer, Gilmer y Schoen, 1940; Woodworth, 1940), pero el actual giro afectivo tiende a revertir esa forma de concebirlas.1 Por ejemplo, Martha Nussbaum (2005) toma de los antiguos estoicos la definición de la emoción como una clase particular de juicios relacionados con la eudaimonia y su educabilidad. Desde esa perspectiva, las emociones son juicios implícitos acerca de la importancia de los diferentes elementos que constituyen nuestra vida buena y están íntimamente relacionados con la convicción de que somos seres vulnerables en tanto dichos elementos pueden verse afectados por circunstancias positivas o negativas. En este sentido, las emociones pueden ser vistas como racionales. Los estoicos aprovechaban este carácter racional de las emociones para afirmar la posibilidad de su erradicación, por medio del logro de la convicción (a nivel racional) de que ningún objeto aparte de nuestra propia virtud es importante. Por el contrario, Nussbaum toma la misma característica racional de las emociones como una oportunidad para su transformación, no con el propósito de deshacernos de ellas, sino de adecuarlas hacia una sana vida en común, en la constitución de un ethos democrático.
He sostenido (Modzelewski, 2014, 2017) que es necesario conocer los juicios que sustentan nuestras emociones para proponernos su regulación, y para ese conocimiento se requiere introducir una instancia de autorreflexión, cuyo cultivo es posible en un ámbito educativo. Si bien Nussbaum no se entusiasma demasiado con esta idea de la autorreflexión por considerarla “una concepción un tanto racionalista demás”, concede que “es a menudo importante pero no estoy segura de con cuánta flexibilidad [...] cuenta” (Modzelewski, 2014: 326).2 Nussbaum (2005) reconoce la deliberación humana en las emociones como característica distintiva respecto de los animales. Admite, por ejemplo, el hecho de que en las emociones humanas hay lógica. Si bien es posible que las metas eudaimónicas que provocan las emociones humanas sean inconsistentes en relación con otras metas o principios que guían nuestra vida, y a partir de allí las emociones también lo sean, también es cierto que ante la conciencia de tal inconsistencia surge la deliberación, la autocrítica, lo cual no sucede en otras especies de animales. Las emociones humanas, entonces, están sujetas a la revisión en conexión con una deliberación más general acerca de los propios proyectos. Sostengo que esta evaluación crítica, objetivada en las emociones, es un aspecto de la autorreflexión que no puede ser desatendido y conduce a metaemociones. Esa noción me ha permitido sustentar la propuesta de la autorreflexión como médula de la educabilidad de las emociones (Modzelewski, 2014, 2017). Si bien es posible objetar, en sintonía con Nussbaum, que un modelo de educación emocional con la autorreflexión como componente central puede llegar a ser contradictorio por dejar muy poco espacio para las emociones en sí mismas. En el apartado siguiente explicitaré mi concepción de autorreflexión que, a través de la inclusión de los deseos, implica una dimensión afectiva, salvando así esta posible objeción.
Educación de las emociones, autorreflexión y metaemoción
Es preciso definir el concepto de autorreflexión. Con tal fin podemos comenzar desde el acuerdo general expresado por Christine Korsgaard (2000) de que nuestra mente humana es reflexiva, es decir, consciente de sí misma, porque podemos dirigir nuestra atención a nuestros propios deseos y actividades mentales y, distanciándonos de nosotros mismos, evaluarlos y juzgarlos. De ahí mi adopción de la autorreflexión como la capacidad de distanciarse de los propios fines, preferencias y deseos, generando voliciones de segundo orden (Frankfurt, 2006). Esta inclusión de los fines, las preferencias y los deseos permite que la autorreflexión también se aplique a los aspectos emocionales, resultando en metaemociones como se verá después.
En realidad, el concepto de autorreflexión puede entenderse en un primer momento desde un punto de vista hegeliano, como un impulso de la conciencia dirigida hacia sí misma como objeto de conocimiento (Hegel, 1987). Harry Frankfurt con su “autoevaluación reflexiva” va un paso más allá: a la autoconciencia como objeto de conocimiento, agrega la autoevaluación. En esa línea, defiende que la diferencia esencial entre las personas y otras criaturas es que la estructura de la voluntad típica de una persona radica en los “deseos de segundo orden”, es decir:
[...] además de querer, elegir y ser inducidos a hacer esto o aquello, es posible que los hombres también quieran tener (o no) ciertos deseos y motivaciones. Son capaces de querer ser diferentes, en sus preferencias y en sus propósitos, de lo que son. (Frankfurt, 2006: 27)
La formación de deseos de segundo orden manifiesta la capacidad de realizar una autoevaluación reflexiva, que aquí llamaré autorreflexión. Al producir la identificación del sujeto con tales deseos y eventualmente traducirse en acciones, se forma lo que Frankfurt llama “volición de segundo orden”.
Sostengo que esa instancia de segundo orden en el caso de las emociones se asimila a la noción de metaemoción. Por ejemplo, la culpa o vergüenza que surgen al volverse autoconsciente de una emoción de primer orden, pone de manifiesto el ejercicio de la autorreflexión, como autoconsciencia en el sentido hegeliano y como autoevaluación en el sentido de Frankfurt.
Por otra parte, esta definición de autorreflexión es iluminada por el desarrollo de Charles Taylor. Partiendo del concepto de deseo de segundo orden presentado por Frankfurt, Taylor distingue, dentro de la evaluación humana acerca de los propios deseos, dos tipos de evaluación: una débil y una fuerte (1977: 104). La primera toma como criterio los resultados, mientras la segunda asimila la calidad de nuestra motivación, al valor cualitativo de los diferentes deseos. En otras palabras, al decidir entre una u otra marca de ropa, la elección tomará en cuenta una comparación entre los beneficios de una u otra, mas no los valores subyacentes a la motivación, es decir, si la elección será “admirable, por ejemplo, como cuando quiero ser capaz de un gran y resuelto amor o lealtad” (Taylor, 1977: 106). El deseo de lo valioso va mucho más allá de un cálculo; implica una forma de vida, la aspiración a ser una clase de persona que determinada acción definiría. La diferencia entre los dos tipos de evaluación yace en las razones para la elección.
Es necesario considerar cuál es nuestra verdadera motivación y las razones que nos mueven. Las emociones toman aquí un papel fundamental, pues la mayoría de las veces son la motivación para la acción. En el caso de la autorreflexión acerca de las emociones que resultará en una metaemoción, entra en juego la evaluación fuerte postulada por Taylor. Sentir envidia, ser autoconsciente de ella, no desarrollar como consecuencia de esa autorreflexión una metaemoción que la rechace y actuar conscientemente en consonancia con la envidia equivale a tomar una explícita decisión acerca de la clase de persona que deseo ser. No elijo guiarme por la envidia de la misma manera que elijo una marca de ropa, porque mis acciones de acuerdo con la envidia me definirán como persona, mientras que la marca de ropa no. Por otra parte, sentirse culpable por tener una emoción como la envidia no es producto de un cálculo acerca de un beneficio, sino una evaluación de lo que la emoción hace de mí como persona. Así, la metaemoción aparece como el producto de una evaluación fuerte.
La perspectiva de Korsgaard (2000) confluye con esta, a partir de su afirmación de que la “mente reflexiva” necesita una razón para comprometerse con algo y actuar, en tanto un mero deseo no es una razón. Las razones tienen, como característica distintiva, la capacidad de resistir nuestro escrutinio reflexivo; por eso sólo los impulsos que superan dicho escrutinio se convertirán en razones y, como productos de reflexión, pueden explicarse como una forma de realizar la libertad, pues al crearlas los agentes se distancian de sus propios impulsos, los respaldan reflexivamente y obtienen autoridad sobre ellos. Por lo tanto, lo que impone a un sujeto la obligación de hacer lo correcto es estar convencido de que debe hacerse, y la sanción autoinfligida al fallar es lo que Korsgaard (2000: 188) llama “emociones morales”, como el remordimiento o la culpa, en una línea similar a la metaemoción.
Desde esta perspectiva, la libertad, en una clara formulación kantiana, no sólo se expresa en la adopción de razones, sino también en la obligación propia, ya que el agente determina qué deseo es lo suficientemente bueno como para convertirse en una máxima de acción y, por lo tanto, lo aprueba de una manera que pueda actuar de acuerdo con él como si fuera una ley; en otras palabras, el sujeto se autoimpone esa ley. De aquí se deriva la responsabilidad, no sólo de nuestros actos, sino también de nuestras motivaciones y sus emociones imbricadas. Debemos ser capaces de autorreflexionar, estar habituados a ello y conocer la responsabilidad que tenemos en dicho proceso. Por ello postulo, como principal elemento de un programa de educación emocional, un cultivo de la autorreflexión.
¿Cuáles emociones son relevantes para la educación cívica?
Una vez establecido que el ejercicio de la autorreflexión es el elemento clave a desarrollar en un programa de educación ciudadana, surge la pregunta acerca de la forma en que funcionará para identificar, cultivar o desalentar determinadas emociones políticas. Propongo que la autorreflexión opera de dos maneras complementarias: por una parte, es la herramienta que permite determinar una taxonomía bajo la cual subsumir emociones en general y, por otra, es la capacidad de habilitar a cada sujeto para clasificar una emoción cualquiera en aquella. Presentaré a continuación la taxonomía que propongo a partir de la autorreflexión, ejemplificando además la manera en que diferentes emociones pueden ser ubicadas bajo una u otra categoría, también por medio de la aplicación de la autorreflexión.
El abanico de emociones posibles a las que un individuo se expone a lo largo de su vida hace prácticamente imposible que pueda determinarse una lista de emociones democráticas de una vez y para siempre. Sin embargo, para definir esa lista se necesitaría un criterio, el cual desarrollaré utilizando la autorreflexión según la he definido, que permitirá a cualquier ciudadano juzgar si una emoción que experimenta es ubicable bajo una u otra categoría, favorable o no a una convivencia pluralista. Un programa educativo de este tipo, por tanto, tendrá como objetivo el cultivo de una actitud reflexiva hacia las propias emociones. Algunos tipos de emociones serán difíciles de sostener en la convivencia democrática si se les aplica la autorreflexión, porque generarán intrínsecamente una metaemoción negativa, como se verá a continuación.
Convengamos en que un ciudadano de una sociedad democrática, pluralista, deberá estar preparado para tomar parte de los procesos de deliberación donde se determinan las decisiones conjuntas por el bien común. Los valores que permiten esos procesos son, como sostiene Adela Cortina (1997) entre otros, igualdad, libertad, respeto, solidaridad y diálogo. Un ciudadano que se guíe por esos valores necesita estar capacitado para intervenir razonablemente, tener una apertura hacia los demás, y en lo posible estar libre de prejuicios hacia sus congéneres. Sobre estas características argumento y propongo tres categorías por medio de las cuales identificar emociones democráticas a través de la autorreflexión. Estas son: a) emociones adecuadas e inadecuadas, que se relacionan reflexivamente con el rasgo de razonabilidad que debe tener un ciudadano ejemplar, b) emociones dirigidas a un hecho y dirigidas a un objeto, que nos llevan a juzgar objetivamente acciones, o prejuiciosamente a personas, y por último, c) emociones que abren y que cierran las fronteras del yo, que nos acercan o alejan respectivamente de quienes comparten nuestra sociedad.
a) Emociones adecuadas e inadecuadas3
Definir a las emociones como racionales, siguiendo a Nussbaum, implica su inevitable ligazón con la razón, pero no necesariamente significa que todas las emociones sean racionales en el sentido de ajustadas ante una situación dada. De la misma forma, decir que los enunciados son racionales porque provienen del ejercicio de la razón no implica que todo lo que alguien enuncie se corresponda con los hechos a los que pretende referirse. Existen, entonces, emociones adecuadas e inadecuadas, y para explicar su distinción seguiré a Jon Elster.
Elster (2002) sostiene que las emociones pueden ser consideradas análogas de las creencias. En esto, su posición se acerca a la de Nussbaum, para quien las emociones constituyen juicios basados en creencias. Desde esta perspectiva, las emociones pueden ser ajustadas o adecuadas en función de las creencias que las suscitan, las cuales pueden coincidir o no con la evidencia disponible. De esta manera, Elster relaciona a las emociones con las creencias antes que con la información disponible, porque puede existir información que el sujeto no llegue a procesar y, por ende, sostenga una creencia opuesta a la evidencia. En relación con la creencia, se puede hablar de adecuación de una emoción. De aquí, Elster sostiene que las emociones pueden ser racionales o adecuadas incluso si se basan en una creencia irracional o no ajustada a la evidencia, y también pueden ser irracionales o inadecuadas aunque estén basadas en creencias racionales o adecuadas. Por ejemplo, para Elster (2002: 377), la ira hacia alguien que nos ha ayudado es irracional, pues por definición debería suscitar gratitud, mientras la ira debería surgir del daño. Sin embargo, si el sujeto cree, por razones de diversa índole, que la persona lo ha ayudado para evidenciar su incapacidad, la ira sería racional o adecuada, porque corresponde con su creencia. El examen autorreflexivo de las emociones realizado por Elster resulta en la presentación de esta primera categoría de la taxonomía: emociones adecuadas e inadecuadas. Además, esta clasificación sirve como guía para que un sujeto autorreflexivo examine las creencias detrás de sus emociones y determine si caen o no dentro de esta categoría. Un proceso de autoevaluación reflexiva realizado cuidadosamente será capaz de evidenciar la inadecuación de una emoción. Ese sería un primer paso y si esa autorreflexión desemboca en una metaemoción, como la culpa por esa ira, puede decirse que la emoción de primer orden ya está siendo educada.
Esta primera clasificación de emociones es meramente formal o propedéutica, pues no enumera emociones que aporten o no a una convivencia democrática (de hecho, el odio puede ser adecuado teniendo en cuenta las creencias que lo sostienen, e igualmente antidemocrático), sino que es una condición previa para trabajar con las emociones a nivel sustantivo. Una emoción en apariencia positiva como el amor, pero manifestada caprichosamente ante una creencia inadecuada, no es útil a los propósitos de regulación que rigen a un proyecto educativo. En primera instancia, entonces, es preciso asegurarse que una emoción es adecuada para promoverla o erradicarla.
b) Emociones hacia un objeto y hacia un hecho4
En un segundo nivel, de mayor concreción, defenderé que las emociones dirigidas a un objeto son producto de un proceso generalmente irreflexivo, mientras que las emociones dirigidas a un hecho son capaces de distanciarse, condenar o aprobar un hecho concreto, pero no adjuntarse de forma prejuiciosa a una persona o cosa. Las últimas emociones son producto del examen de un hecho en particular, mientras que las primeras están presas de un preconcepto acerca de un objeto; en ese sentido son más y menos autorreflexivas, respectivamente.
Las emociones dirigidas a un objeto se asimilan a lo que Elster (2002: 101) llama “emociones de prejuicio”. Éstas no superarían el examen de una seria autorreflexión, pues evidenciaría que ninguna persona debería ser aborrecida o admirada por lo que tiene o es; en todo caso, esas emociones son relevantes al juzgar sus acciones, las cuales pueden expresarse como hechos. Desde una perspectiva política, los prejuicios, y por ende las emociones que conllevan, no son saludables para la convivencia.
Elster (2002) también ofrece otra forma complementaria de definir la diferencia entre las emociones hacia un hecho y hacia un objeto, así como su relación con la autorreflexión: las primeras son causadas por una creencia proposicional (ejemplo: estoy enojado porque X me insultó) y las segundas están dirigidas hacia el carácter de una persona o grupo (ejemplo: odio a X). Una emoción sostenida por una creencia proposicional es pasible de reflexión, porque siempre se puede pensar en si tal proposición es verdadera o falsa. Por el contrario, una emoción dirigida a un objeto, como “odio a X”, deja abierta la posibilidad de preguntar qué actos de X me llevan a odiarlo, y es posible que, tras un proceso autorreflexivo, el sujeto llegue a la conclusión de que no es adecuado odiar a la totalidad del objeto, sino rechazar ciertos actos que sí entran en la proposición. Por ejemplo, “odio a X” tras un proceso de reflexión deriva en la conclusión de que en realidad “estoy furioso porque X me ha hecho daño”, lo cual cambia en gran medida la magnitud de la emoción, tanto en su expresión como en sus posibilidades de reversión.
Clasificando algunos ejemplos de emociones, me propongo justificar la relevancia de esta categoría. Comenzaré por las emociones que acabo de mencionar: la ira y el odio. Dice Nussbaum (2005)) que la ira, muchas veces acusada de ser causa de tantos males, no es necesariamente negativa, pues con frecuencia es una respuesta a la injusticia y la consecuencia de la indignación, que sirve de norte para señalar los comportamientos socialmente inapropiados u ofensivos. Esto quedaría más claro si recurriéramos a nuestra taxonomía. La ira se trata de una emoción dirigida a hechos, como las injusticias, de ahí que la acción educativa necesaria es dirigirla reflexivamente a hechos adecuados (recurriendo así a la primera categoría de la taxonomía), sin necesidad de extirparla.5
Por su parte, si bien existiría un odio adecuado en el sentido antes mencionado, es difícil pensar que esta emoción pueda tener alguna bondad. La razón para esto puede encontrarse en una comparación posible entre estas emociones que Elster (2002: 90) fundamenta de la siguiente manera: el primer miembro de este par (la ira) se basa en una evaluación del hecho y el segundo (el odio) en una evaluación del objeto. Las emociones basadas en una evaluación del objeto tienden a ser parciales,6 pues se dirigen a su objeto y sus características asumidas, mientras las basadas en una evaluación del hecho tienden a ser más ecuánimes. La diferencia crucial es que las emociones basadas en evaluaciones de hechos no se manifiestan mientras éstos no se suscitan, y es relativamente sencillo verificar si las creencias, expresadas en proposiciones, coinciden con los hechos; por ejemplo, basta con examinar si es verdad que X me ha hecho daño. Por otra parte, las emociones basadas en evaluaciones del objeto tienen lugar independientemente de sus acciones, porque se fundamentan en prejuicios, más arraigados y difíciles de extirpar; el odio hacia una minoría racial no se relaciona con hechos verificables, sino que, sin pasar por un proceso de autorreflexión, está condenado a perpetuarse.
La vergüenza y la culpa constituyen otro par de emociones con una relación similar a la analizada entre el odio y la ira. En la Ética Nicomaquea, Aristóteles expresa que la vergüenza es una emoción conservadora útil a los jóvenes en su período de formación, pues contribuye a mantener una escala de valores que se pretende cultiven y desarrollen. Una vez superada esta etapa, la persona con valores introyectados debería comportarse autónomamente de acuerdo con ellos, y no por la sanción de la vergüenza. En palabras de Elster (2002: 98): “la vergüenza puede ser una etapa en el proceso de aprendizaje moral […]. Por último, cuando el aprendizaje ha finalizado, la vergüenza no juega ningún otro papel”. De hecho, indica Elster, cuando la vergüenza es tan grande que no puedo esconderme, una de las salidas es el suicidio, pues ésta no se refiere a hechos específicos erróneos que puedo reparar, sino a toda mi persona. El problema con la vergüenza es que está dirigida a la totalidad de quien la experimenta, que siente acerca de sí mismo. En ese sentido, es una emoción dirigida a un objeto, el sujeto mismo que la siente, y abarca la percepción de la totalidad de su ser, lo paraliza. Una emoción que genera tanta rigidez no puede derivar en resultados beneficiosos para una sociedad. Al respecto dice Nussbaum (2005: 229) que “las sociedades que usan penas vergonzantes para burlarse de los criminales refuerzan la vergüenza primitiva ante las fragilidades del ser humano. […] En la sociedad en general, avergonzar a los otros contribuye a una rigidez impía”. Esto, además, exacerba la agresividad y la violencia.
La culpa, por otro lado, surge a partir de la habilidad de imaginar el dolor de los demás, que en las primeras etapas de la vida abarcan generalmente los adultos cuidadores. Esta capacidad sugiere una estrategia, que el niño en su proceso de aprendizaje utilizará cada vez más frecuentemente: borrar malas acciones con buenas acciones, acciones dañinas con acciones amorosas. Una parte crucial de esta estrategia de reparación es la aceptación de los límites de las exigencias de uno mismo, la aceptación de vivir en un mundo donde otras personas tienen demandas legítimas y en el cual los propios requerimientos no son lo más importante. Es decir, desde el dolor causado por la culpa de haber dañado a un ser amado, el sujeto aprende las nociones de justicia y reparación. Siente culpa por haber hecho determinada acción, que puede expresarse como una proposición (“siento culpa porque hice X”); en este sentido, es una emoción dirigida hacia un hecho.
Como en la culpa la atención está dirigida a la reparación de un hecho y no a la necesidad de esconderse, permite buscar estrategias para reparar el daño, lo que, de ser posible, representa un alivio para el sujeto. Y de éste, como metaemoción, surge la moralidad. La culpa moral es una emoción positiva frente a la vergüenza, porque puede ser reparada e implica simplemente una mala acción, no la completitud de su ser. Es una emoción con dignidad, “compatible con un optimismo acerca de las propias perspectivas” (Nussbaum, 2005: 216). La moralidad así suscitada desde las emociones no es egoísta, implica respeto por las actividades de otros, a la vez que deja lugar para el perdón y la piedad. Así, la culpa es potencialmente creativa.
Estos pares de emociones son meramente ilustrativos; se podrían agregar más ejemplos, como compasión (hacia un hecho ocurrido a alguien) y condescendencia (hacia una persona o grupo de personas de las que creo que no son capaces de hacer algo bueno) entre otros. Esta categoría, como las demás de la taxonomía propuesta, queda abierta a todo tipo de emociones que puedan descubrirse y discutirse a la luz de este criterio.
c) Emociones que abren o cierran las fronteras del yo7
Las emociones relacionadas con la apertura o clausura del yo tienen que ver con la delimitación de la jurisdicción, por decirlo de alguna manera, del sujeto. En otras palabras, una emoción que abra o cierre las fronteras del yo puede referir a los límites del cuerpo, o a la relación con los asuntos que le conciernen a un sujeto. Una emoción que abre las fronteras del yo revela que lo ocurrido a otro es importante para el sujeto, de manera directamente proporcional. Por ejemplo, la gratitud reconoce algo bueno realizado por otro que le concierne, por lo tanto sale de sí mismo para manifestarlo y, si es posible, retribuirle. Por eso utilizo la expresión “de manera directamente proporcional”; en otras palabras, lo bueno para otro provoca algo bueno en mí, y lo malo para otro representa algo malo para mí. En relación con los límites del cuerpo, una emoción que abre las fronteras del yo busca el cuerpo del otro, abraza, besa, se funde en el otro en la medida de lo posible. De manera opuesta, una emoción que cierra las fronteras del yo considera importante lo que le sucede a otro de manera inversamente proporcional. Es decir, lo bueno en el otro puede provocar envidia, que se percibe como un sentimiento desagradable; en el caso de la corporalidad, una emoción tal provoca un alejamiento, por ejemplo el asco.
La identificación de estas categorías con un beneficio o perjuicio a la convivencia democrática no está, como en el caso de las categorías explicadas en el apartado anterior, en que en sí mismas sean caprichosas y prejuiciosas, sino en que, evidentemente, en una sociedad es importante, para el relacionamiento con otros, una actitud de apertura que lleve a cooperar en lugar de segregar. El asco o la repulsión es una emoción que involucra los límites del cuerpo: se focaliza en la perspectiva de que una sustancia problemática pueda ser incorporada (Nussbaum, 2005). En este sentido, es una emoción que cierra las fronteras del yo. El asco es aprendido socialmente, porque los niños pequeños no lo experimentan, sino que es enseñado de manera intencional por sus mayores. Para Nussbaum, en la experiencia del asco el objeto es identificado a un nivel de extrema generalidad, a veces errónea, lo que hace posible conectarlo con objetos de los cuales es crucialmente diferente. En su origen, este mecanismo tuvo una funcionalidad. En términos de evolución, la sobregeneralización acerca de objetos a evitar sirvió para apartar a nuestros ancestros de los peligros, en especial la ingesta de sustancias contaminantes. El problema del asco está en su dimensión política, donde tiene como objeto a personas o grupos sociales, lo que representa una amenaza a la idea de igual valor y dignidad de las personas. Afortunadamente, al ser una emoción aprendida, también puede ser redireccionada.
La vergüenza también es una emoción que cierra las fronteras del yo en la búsqueda de esconderse del resto del mundo, así como el odio, que procura la aniquilación del objeto amenazante consistente en otro ser humano, y también los celos, que pretenden apoderarse del objeto deseado negándole su libertad. Estas emociones no superarían un examen de la autorreflexión, porque juzgan la parte por el todo: la repulsión por una característica de otro ser humano niega nuestra propia vulnerabilidad, que incluye la posibilidad de encontrarnos del lado de la persona o el grupo repulsivo; la vergüenza juzga una acción o rasgo propios como la totalidad de nuestra persona, el odio no es capaz de ver más que lo detestable en el otro ser humano, y los celos sólo ven la parte del otro que se relaciona con el sujeto, ignorando el resto de su riqueza vital.
La culpa, por su parte, toma en cuenta la existencia del otro dañado, y se preocupa por una reparación del hecho, por lo tanto abre las fronteras del yo, que va hacia el otro. La autorreflexión dirige nuestra atención hacia la injusticia y hacia la posibilidad de restablecer la justicia por medio de una compensación. La generosidad, el amor8 y la gratitud también provienen de una apertura de las fronteras del yo, porque tienen que ver con la valoración de la existencia de un otro fuera del sujeto, un otro necesario para el propio desarrollo, pero que no le pertenece.
Según Nussbaum (2005: 224), la madurez emocional se alcanza cuando la persona llega a una “interdependencia madura” que requiere la aceptación de que los seres amados están separados del sujeto y no son instrumentos de la propia voluntad. El niño alcanza esta aceptación tras superar la posesividad y los celos, hasta renunciar a sus intentos de control, para recurrir a la gratitud y la generosidad que se espera desarrolle junto con la culpa y la compasión, para ser capaz de establecer relaciones en pie de reciprocidad e igualdad. Así, los celos y la vergüenza, emociones que cierran las fronteras del yo, son necesarias como primeros pasos en el aprendizaje, pero deberán ser superadas una vez se alcance el desarrollo de la culpa, la gratitud y la generosidad. Deberían ser sustituidas, también, a medida que tiene lugar el desarrollo de la autorreflexión. La ambivalencia entre estas emociones, de signo positivo y negativo a la vez, nunca es resuelta. La reparación consiste en un mecanismo necesario durante toda la vida (Nussbaum, 2005) y que también es pasible de ser sometido, por siempre en el sujeto, al examen de la autorreflexión.
Puede recurrirse al siguiente esquema para englobar las tres categorías de emociones propuestas:
Positivas o que superan el examen de la autorreflexión | Negativas o que no superan el examen de la autorreflexión | |
---|---|---|
Adecuación | Adecuadas, se corresponden a la interpretación de los hechos (e. g. indignación ante una falta de respeto) | Inadecuadas, no se corresponden a la interpretación de los hechos (e. g. amor por una pareja abusadora) |
Dirección | Hacia un hecho (e. g. ira ante una ofensa) | Hacia un objeto (e. g. repulsión ante una minoría étnica) |
Límites | Abren las fronteras del yo (e. g. la culpa) | Cierran las fronteras del yo (e. g. el odio) |
La ambivalencia de la mayoría de las emociones tratadas, que pueden encontrarse tanto del lado positivo como del negativo, suscita la pregunta acerca de si es posible postular una emoción democrática por excelencia. Siguiendo la taxonomía planteada, la compasión parece resultar una emoción que cumple con todos los requisitos señalados: cuando es adecuada, es decir, hacia el hecho ajustado a lo que intersubjetivamente se entiende como un infortunio, expande las fronteras del yo porque el sujeto se reconoce en el otro y va hacia él, aceptando la vulnerabilidad del otro y la propia. De todo lo dicho, puede concluirse que la emoción democrática por excelencia es la compasión, aunque la apertura de esta taxonomía permite postular diferentes emociones en tanto se aplique.
Consideraciones finales
Si una educación ciudadana implica la formación de un sujeto autónomo, que se relacione con sus conciudadanos y con las instituciones de su sociedad desde una motivación auténtica, la educación de las emociones políticas no puede quedar fuera. Sin embargo, una educación para la autonomía no podría imponer una forma de ser y sentir en el educando, porque sería contradictorio.
He intentado solucionar esa disyuntiva a partir de la propuesta de Martha Nussbaum de las emociones políticas, y los valores democráticos presentados por Adela Cortina, a que dichas emociones deberían apuntar. El resultado ha sido la formulación de una taxonomía que permite reconocer emociones democráticas desde la idea de lo que debe ser un ciudadano pluralista. Las categorías de la taxonomía clasifican a las emociones políticas según a) su adecuación, relacionándose así con el valor de razonabilidad necesario para los procesos dialógicos de la ciudadanía, b) su dirección, indicando el requerimiento democrático de que las emociones no juzguen a una persona, sino a sus acciones, y c) los límites del sujeto, señalando reflexivamente las emociones que implican una apertura hacia el otro como favorables para la convivencia. Una educación cívica fundamentada en esta propuesta tendrá como meta el cultivo de la autorreflexión en instancias donde las emociones sean identificadas, definidas, comparadas, y eventualmente subsumidas, por los mismos sujetos, a las categorías propuestas aquí.
En un marco educativo mundial en el que las emociones particulares están teniendo cada vez más protagonismo desde un punto de vista psicologicista, una propuesta que abone el terreno educativo a partir las perspectivas filosóficas sobre ciudadanía es un aporte que considero necesario.