Uno de los supuestos más aceptados en el estudio de la gobernanza y la violencia política es que los Estados siempre buscarán mantener el monopolio de la violencia dentro de un territorio determinado (Weber, 1946). Este presupuesto weberiano ha llevado a los científicos sociales a esperar que cuando un Estado confronta grandes olas de violencia por parte de actores armados no estatales -e. g. grupos rebeldes, organizaciones terroristas, mafias y grupos del crimen organizado- usará su poder militar y policial para reprimir los ataques violentos y reinsertar en la ley a quienes amenacen al Estado o actúen ilegalmente.
Una serie de trabajos importantes sobre gobernanza en países de ingreso medio ha cuestionado recientemente el clásico supuesto weberiano y demostrado que los funcionarios gubernamentales a menudo hacen uso estratégico de la aplicación de la ley y estimulan, toleran o simplemente "administran" la violencia, en lugar de reprimirla. Staniland capta la esencia de esta crítica al observar que "los intereses de un gobierno no siempre son sinónimo del monopolio de la violencia" (Staniland, 2012). Un número creciente de investigaciones en economía, sociología, y ciencia política (Acemoglu, Robinson y Santos, 2013; Auyero, 2006; Wilkinson, 2005; Staniland, 2012) ha mostrado en una amplia variedad de escenarios y regiones del mundo donde los funcionarios gubernamentales buscarán monopolizar la violencia y castigar a quienes la ejerzan sólo en la medida en que eso arroje beneficios electorales.
Este artículo se enfoca en los incentivos electorales para ejercer y aplicar la ley en países federales que enfrentan grandes olas de violencia. Evaluamos una intervención gubernamental de gran envergadura en México entre 2007 y 2012, en la que el gobierno federal lanzó una importante campaña militar y policial para poner fin a doce años de guerras entre cárteles por el control de las rutas del tráfico de droga hacia Estados Unidos. En vez de reducir la violencia, la intervención derivó en niveles de violencia seis veces mayor al inicial, y en la expansión de los cárteles y sus socios criminales hacia nuevos mercados, incluyendo la extorsión, el secuestro, el tráfico de personas y el saqueo de recursos naturales. Sin embargo, la violencia y la criminalidad no se esparcieron equitativamente, sino que la situación se volvió particularmente intensa en ciertas regiones del país.
Académicos y funcionarios del gobierno mexicano han afirmado insistentemente que las diferentes trayectorias de violencia fueron en parte el resultado de problemas de coordinación entre el gobierno federal y las autoridades subnacionales de oposición.1 Según esta visión, los funcionarios públicos en los tres niveles de gobierno -nacional, estatal y municipal- compartían el objetivo de terminar la guerra y la violencia entre cárteles, pero no lograron coordinarse porque tenían distintas concepciones de la política de seguridad y porque el presidente no fue capaz de disciplinar a los funcionarios subnacionales de oposición para que trabajaran con él, dejando de lado sus diferencias políticas.
A partir de un enfoque estratégico sobre la gobernanza, en este artículo cuestionamos el argumento de la coordinación y sugerimos una explicación alternativa: más que la descoordinación entre autoridades, el conflicto partidista intergubernamental explica la variación geográfica en los niveles de violencia entre cárteles. En un contexto de polarización política sin precedentes, tras la disputada elección presidencial de 2006, en la que el candidato conservador venció al de izquierda, pero el partido perdedor se negó a conceder el triunfo y cuestionó el resultado en las cortes y en las calles, el conflicto partidista condicionó la intervención federal.
Distinguimos cuatro dimensiones de la intervención federal: 1) el despliegue de las fuerzas militares y policiales por el territorio mexicano y su grado de cooperación con las policías locales; 2) la investigación judicial y el enjuiciamiento de autoridades subnacionales bajo sospecha de colusión con el crimen organizado; 3) la estrategia de comunicación para exponer y denunciar la corrupción y colusión de autoridades subnacionales con el crimen organizado, y 4) el manejo de la crisis para ayudar a las autoridades locales a enfrentar los contraataques criminales en respuesta a la intervención federal.
Nuestro principal argumento es que las autoridades federales en México desarrollaron intervenciones coordinadas en regiones bajo el control del partido del presidente, pero adoptaron estrategias de confrontación en estados gobernados por la izquierda -la fuerza política que negó persistentemente la legitimidad del presidente como autoridad legalmente constituida, se opuso a su programa legislativo de reformas económicas, y se había convertido en la principal amenaza electoral para el presidente y su partido.
Si bien es cierto que el ejército y la policía federal se desplegaron inicialmente en las regiones más conflictivas del país sin importar afiliaciones partidistas, nuestro argumento es que las autoridades federales adoptaron estrategias radicalmente diferentes para confrontar el contragolpe del narcotráfico y el aumento sin precedentes de la violencia que se suscitaron tras la intervención. Las afiliaciones partidistas, más que criterios de eficiencia, se convirtieron en un factor esencial para confrontar la escalada de violencia criminal.
Sugerimos que en regiones subnacionales gobernadas por el partido del presidente, el gobierno federal apoyó a sus copartidarios en los gobiernos estatales y municipales en el manejo de las grandes espirales de violencia criminal y se apropió del crédito que se derivó de la respuesta coordinada. En estados de derecha, las autoridades federales protegieron a los alcaldes de ataques criminales y los ayudaron a purgar sus fuerzas policiales; coordinaron operaciones entre el ejército y la policía federal con los funcionarios y las policías locales, y compartieron información de inteligencia; removieron de sus puestos a copartidarios corruptos pero no los enjuiciaron ni los expusieron públicamente, y trabajaron junto con los alcaldes para brindar bienes y servicios públicos en municipios donde los cárteles reclutaban jóvenes pandilleros. Estas acciones debilitaron a los cárteles y contribuyeron a detener la epidemia de violencia.
En regiones subnacionales de izquierda, en cambio, el gobierno federal no cooperó con las autoridades locales y buscó castigarlas dejando que gobernadores y alcaldes enfrentaran solos la escalada de violencia, para luego culparlos de la intensificación del conflicto. En estados de izquierda, las autoridades federales diseñaron unilateralmente intervenciones militares y policiales sin compartir información con los gobernadores y alcaldes; enjuiciaron a funcionarios locales y los expusieron en medios nacionales como corruptos e ineptos, incluso sin tener pruebas concluyentes y sin haber un juicio de por medio; se negaron a brindar protección a alcaldes izquierdistas y a su personal que enfrentaban amenazas criminales; y optaron por no promover ninguna intervención de política social significativa. Estas estrategias confrontativas debilitaron a los gobiernos locales de izquierda y permitieron que los cárteles y las organizaciones criminales capturaran los municipios y a su población mediante la extorsión y el secuestro.
En resumen, el artículo argumenta que la expansión desigual de la violencia criminal tras la intervención federal no fue resultado de problemas de coordinación en los que el gobierno nacional y los líderes de oposición subnacionales compartían el objetivo de frenar las guerras entre cárteles, pero diferían en cómo hacerlo; sugerimos, más bien, que la intensificación de la violencia criminal en las regiones de izquierda fue producto de un profundo conflicto partidista entre dos fuerzas políticas antitéticas, en el que las autoridades federales usaron la guerra contra las drogas para minar las bases electorales de la fuerza política que se convirtió en la némesis política del presidente: la izquierda.
Probar el argumento de la coordinación contra la hipótesis del conflicto partidista es un ejercicio sencillo. Si el argumento de la coordinación es correcto, tras el despliegue del ejército y la policía federal se deberían observar los niveles más altos de violencia criminal en las regiones gobernadas por partidos de oposición, sin importar si son de izquierda (Partido de la Revolución Democrática, PRD) o de centro (Partido Revolucionario Institucional, PRI). El argumento de la coordinación se sostiene si no encontramos diferencias significativas entre las regiones gobernadas por el PRI y aquellas gobernadas por el PRD. En ambos casos, la violencia debería ser mayor comparada con las regiones gobernadas por el partido del presidente, el conservador Partido Acción Nacional (PAN), pero no debería existir diferencia entre PRD y PRI. Sin embargo, si el argumento del conflicto partidista es correcto, deberíamos observar los mayores niveles de violencia criminal en las regiones dirigidas por el PRD. El argumento del conflicto se sostiene si encontramos diferencias significativas entre las regiones del PRD y del PRI, esto es, si la violencia criminal es mayor en las regiones de izquierda que en las gobernadas por el PRI y el PAN.
A partir de una nueva base de datos sobre violencia criminal en México, construida mediante una revisión sistemática del periódico Reforma, nuestros resultados estadísticos demuestran que, aunque los municipios en los estados gobernados por cualquiera de los partidos de oposición sí experimentaron mayores niveles de violencia que aquellos en estados dirigidos por los copartidarios del presidente, los niveles más intensos de violencia criminal se dieron en ciudades ubicadas en estados gobernados por el PRD. En comparación con una situación de gobernanza unificada, donde el partido del presidente regía en todos los niveles de gobierno, nuestros resultados estadísticos muestran que los municipios de estados gobernados por la izquierda experimentaron niveles de violencia criminal cinco veces mayor. Controlando por factores económicos, demográficos, sociales, geográficos y espaciales, nuestros hallazgos estadísticos son robustos ante una amplia gama de explicaciones alternativas.
Para entender cómo los sesgos partidistas moldearon la intervención federal en la guerra contra las drogas y por qué las estrategias diferenciadas redujeron o estimularon la violencia criminal, realizamos estudios de caso en tres ciudades que compartían muchas características relevantes, excepto la distribución vertical del poder político: Tijuana, en el estado de Baja California (ambos gobernados por el partido del presidente), Apatzingán, en el estado de Michoacán (ambos gobernados por la izquierda) y Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua (ambos gobernados por el PRI).
El artículo está estructurado en cinco secciones. Primero discutimos distintos enfoques teóricos sobre las motivaciones de la cooperación intergubernamental para regular la violencia en sistemas federales y presentamos nuestras hipótesis sobre la politización de la aplicación de la ley bajo condiciones de polarización ideológica. Enfocándonos en la controvertida elección presidencial de México en 2006, en la segunda parte describimos el contexto de la aguda polarización política entre derecha e izquierda que sirvió de trasfondo a la intervención federal. En la tercera sección discutimos los resultados de una amplia variedad de modelos estadísticos que ponen a prueba las hipótesis de la coordinación y el conflicto partidista, y en la cuarta parte presentamos los estudios de caso. El trabajo concluye con una discusión sobre las implicaciones de nuestros hallazgos para el estudio del Estado y de los incentivos electorales que condicionan la gobernanza y la aplicación de la ley en sistemas federales violentos.
La regulación del crimen y la violencia en las federaciones: ¿Cuáles son los motores de la cooperación intergubernamental?
El crimen organizado en el mundo actual se ha convertido en una industria global en la que los grupos criminales operan dentro de una red transnacional que conecta a múltiples actores ilegales que llevan a cabo sus operaciones en espacios locales. El tráfico de drogas, por ejemplo, es una cadena transnacional de operaciones locales, donde las organizaciones de narcotraficantes operan a nivel global, nacional y local. Este rasgo multinacional y multiespacial exige que cualquier intervención gubernamental en contra del narcotráfico involucre a múltiples autoridades que trabajan en diferentes niveles geopolíticos y espaciales. Aunque los académicos y los organismos internacionales han puesto énfasis en la cooperación entre la comunidad internacional y los gobiernos nacionales, las relaciones intergubernamentales subnacionales es una variable que se ha omitido en el análisis de la industria de la droga y de las guerras entre cárteles. Esta omisión es particularmente relevante para el estudio de sistemas federales.
Uno de los rasgos que definen a las federaciones es que los gobiernos nacionales y subnacionales tienen distintas jurisdicciones administrativas, responsabilidades y capacidades institucionales. En la mayoría de los países federales, las autoridades nacionales tienen jurisdicción sobre asuntos de seguridad nacional y crimen organizado, y las fuerzas policiales locales son responsables de delitos del orden común. Esta división de labores deriva en diferentes capacidades en la aplicación de la ley. Mientras que las autoridades nacionales tienen acceso a las fuerzas militares y policiales federales -que disponen del mejor armamento disponible- las autoridades locales cuentan con fuerzas policiales con entrenamiento y equipo menos sofisticados. Estas diferencias implican que los alcaldes dependen de las autoridades federales cuando enfrentan situaciones particularmente violentas. En esta relación asimétrica, la cooperación intergubernamental es esencial para la paz y la supervivencia de las autoridades locales.
¿Qué factores guían la cooperación intergubernamental en las federaciones?
Un importante paradigma en el estudio económico del derecho y la política pública sugiere que la cooperación intergubernamental es cuestión de eficiencia institucional (Oates, 1972). Cuando un país asigna responsabilidades políticas de manera eficiente al nivel de gobierno más adecuado (e. g. la seguridad nacional al gobierno federal y la recolección de basura a los gobiernos locales), las relaciones intergubernamentales se distinguen por la cooperación y no por el conflicto. En este enfoque, se asume que los funcionarios de gobierno son planificadores benevolentes y que la cooperación intergubernamental es una cuestión técnica de definir claramente los "derechos de propiedad" sobre las políticas entre los diferentes niveles de gobierno.
Un influyente paradigma alternativo en ciencia política sugiere que la política partidista es un factor decisivo de la cooperación intergubernamental en sistemas federales. En su estudio clásico sobre federalismo, Riker sugiere que los partidos y los sistemas de partido condicionan las acciones de los funcionarios gubernamentales (Riker, 1964). Puesto que el federalismo requiere la constante negociación política entre distintos órdenes de gobierno, la distribución del poder político entre niveles de gobierno suele ser determinante en las relaciones intergubernamentales. Cuando los líderes nacionales cuentan con copartidarios en gobiernos subnacionales, se crea un sistema político vertical que impulsa a los líderes nacionales a disciplinar a los representantes locales, promoviendo la cooperación intergubernamental y la coherencia de las políticas ("armonía"). En contraste, cuando los líderes nacionales cuentan con pocos copartidarios subnacionales, la gobernanza verticalmente dividida puede llevar a relaciones no cooperativas y a la incoherencia de las políticas ("desarmonía") (Riker y Schaps, 1957).
Siguiendo el enfoque partidista de Riker, estudiosos de la violencia del narcotráfico en México han sugerido que la guerra contra las drogas del presidente Felipe Calderón y el despliegue del ejército para controlar la violencia del narcotráfico resultó más efectiva en condiciones de gobernanza unificada, donde los copartidarios del presidente panista gobernaban en los niveles estatal y municipal, y menos efectiva en condiciones de pluralidad partidista vertical.
Según el argumento de Urrusti, la alineación partidista vertical permite que las autoridades tengan un control territorial más efectivo (Urrusti, 2012). Las agencias encargadas de hacer cumplir la ley en los niveles federal, estatal y municipal pueden coordinarse para asegurar los territorios sub-nacionales, y su comunicación fluida y el intercambio de información facilita la implementación de ataques efectivos contra los cárteles. La violencia criminal es menos intensa en gobiernos integrados verticalmente porque donde el poder político está coherentemente alineado los cárteles no se disputan las rutas de contrabando. En la interpretación alternativa de Ríos, la alineación partidista vertical impulsa al presidente a disciplinar a sus copartidarios subnacionales, lo que produce políticas de seguridad coherentes y consistentes que disuaden a los cárteles de competir por el control territorial (Ríos, 2015).
Una limitación importante del estudio de las relaciones intergubernamentales de Riker -y de los estudios que aplican su enfoque- es que no considera la posibilidad de que en gobiernos verticalmente divididos las autoridades de mayor nivel usen su poder para recompensar estratégicamente a sus copartidarios subnacionales y castigar a sus enemigos. Como sugirió Weingast para el estudio de la descentralización fiscal, los gobernantes nacionales en federaciones verticalmente divididas tienen incentivos "para obstruir la descentralización y minar la capacidad de [sus oponentes políticos subnacionales] para conseguir sus objetivos programáticos" (Weingast, 2014).2 Este comportamiento estratégico se ha analizado en estudios clásicos de políticas redistributivas, en los que los autores afirman que los gobiernos suelen usar las transferencias, subsidios y la protección arancelaria para premiar a sus simpatizantes o a votantes indecisos. En su influyente modelo del votante duro (core-voter model), Cox y McCubbins sugieren que los gobiernos suelen recompensar a sus simpatizantes y castigar a votantes de partidos políticos rivales (Cox y McCubbins, 1986).3
A partir de estos modelos de política redistributiva, estudiosos de la violencia política han empezado a evaluar cómo los incentivos electorales pueden también moldear decisiones gubernamentales sobre la aplicación de la ley en sistemas federales. En vez de analizar la asignación de recursos de la federación a las regiones como un problema técnico, estos estudios analizan el despliegue de fuerzas policiales para confrontar estallidos de violencia subnacional como un problema estratégico en el que los funcionarios del gobierno nacional pueden ordenar que las fuerzas de seguridad combatan la violencia en algunas regiones, pero toleren o incluso instiguen la violencia en otras, según las condiciones electorales locales.
En su influyente estudio sobre revueltas religiosas en India, Wilkinson muestra que en un contexto de aguda polarización entre hindúes y musulmanes, las autoridades estatales desplegaron más activamente las fuerzas policiales para detener los ataques hindúes a barrios musulmanes en distritos donde los votantes musulmanes se podían convertir en votantes bisagra (pivotal voters) y decidir el resultado de la elección (Wilkinson, 2005). En contraste, donde los votantes musulmanes no eran un grupo electoral decisivo, las autoridades permitieron los ataques en contra de los barrios musulmanes.
En su revelador estudio sobre revueltas urbano-populares tras el gran colapso macroeconómico de 2001 en Argentina, Auyero muestra que en un contexto de polarización aguda de clases, las autoridades locales de oposición asociadas con el populista Partido Justicialista (PJ) enviaron a las fuerzas policiales locales a prevenir el saqueo en áreas donde los negocios de sus electores se vieran afectados, pero permitieron estratégicamente el saqueo donde los negocios estaban asociados con el partido de gobierno de centroderecha (Auyero, 2006).
En su importante estudio sobre los vínculos entre autoridades públicas y fuerzas paramilitares en Colombia, Acemoglu, Robinson y Santos muestran que las fuerzas paramilitares de derecha desempeñaron un papel clave en la elección de los políticos conservadores en el Congreso colombiano, y que esos representantes, a su vez, pasaron leyes favorables a los intereses de los paramilitares (Acemoglu, Robinson y Santos, 2013). Como demuestra el trabajo de Steele, la protección de facto que los actores políticos nacionales ofrecieron a los paramilitares en Colombia resultó ser muy efectiva cuando estos especialistas en violencia usaron sus armas para forzar la reubicación geográfica de votantes de izquierda hacia otros pueblos y distritos electorales (Steele, 2011).
En contraposición al supuesto weberiano clásico, el cual sugiere que los Estados buscarán, por axioma, tener el monopolio de la violencia y reprimir la violencia no estatal, estos tres estudios muestran que los gobernantes en países en vías de desarrollo pueden optar por tolerar o incluso estimular la violencia para su propio beneficio electoral. Los tres casos también muestran que, bajo condiciones de polarización social o política, las autoridades gubernamentales pueden manipular estratégicamente la aplicación de la ley para recompensar a sus aliados y castigar a sus enemigos.
Para formular nuestras hipótesis sobre violencia en la guerra contra las drogas en México, usamos como punto de partida el enfoque partidista de Riker. Más allá de Riker, sin embargo, siguiendo la literatura de estudios estratégicos de política redistributiva y de violencia política, afirmamos que bajo condiciones de polarización política, las autoridades federales tienen incentivos para perseguir la violencia criminal y desplegar efectivamente a las fuerzas de seguridad para proteger regiones gobernadas por sus copartidarios, pero tolerar la violencia en áreas dominadas por sus principales rivales políticos. Sugerimos que el gobierno federal puede adoptar una estrategia punitiva en la que deliberadamente deja desprotegidos a sus rivales políticos subnacionales en regiones conflictivas, con el fin de socavar su credibilidad y sus bases electorales. Como parte de esta estrategia, las autoridades federales intentarán persuadir a los votantes locales de que atribuyan la responsabilidad de las espirales de violencia a sus rivales políticos subnacionales.
Para propósitos evaluativos, consideramos dos argumentos alternativos: las hipótesis de coordinación y de conflicto partidista. A partir de Riker, el argumento de la coordinación sugeriría que:
H1. La violencia entre cárteles será más intensa en regiones donde el poder esté fragmentado verticalmente -sin importar la ideología de los partidos de oposición- que en regiones donde el poder esté unificado y las tres autoridades ejecutivas pertenezcan al mismo partido.
Más allá de Riker, el argumento del conflicto partidista propone que en un contexto de polarización política:
H2. La violencia entre cárteles será más intensa en regiones gobernadas por funcionarios pertenecientes al principal rival ideológico del presidente que en regiones gobernadas ya sea por copartidarios del presidente o por partidos de oposición ideológicamente más cercanos al partido del presidente.
Nótese que mientras la violencia criminal en H1 resulta de la incapacidad del gobierno federal y la oposición subnacional de coordinar sus acciones antidrogas, la violencia en H2 resulta de la decisión estratégica del presidente de castigar a sus rivales políticos subnacionales al dejar sin protección a los funcionarios públicos locales frente a grandes amenazas criminales. La acción coordinada contribuye a reprimir efectivamente las guerras criminales en estados gobernados por el partido del presidente, pero el conflicto intergubernamental estimula las guerras de los cárteles por el control territorial en estados gobernados por los enemigos políticos del presidente.
Usamos la intervención federal mexicana en la guerra contra las drogas para poner a prueba las hipótesis de la coordinación y el conflicto partidista. Ponemos a prueba H1 y H2 con información sobre la violencia del narcotráfico en 2 108 municipios mexicanos entre 2007 y 2012. Pero antes de realizar nuestras pruebas estadísticas, es necesario establecer el grado y naturaleza de la polarización política que llevó a la politización de la guerra contra las drogas.
Las guerras contra las drogas en México y la polarización política
La elección presidencial de 2006
Tras siete décadas de dominio ininterrumpido en el poder, la derrota del PRI en 2000 abrió una era de polarización política sin precedentes en México, entre el partido conservador, PAN, y el partido de izquierda, PRD. Durante el largo dominio del PRI, a pesar de sus diferencias en materia de política económica, el PAN y el PRD compartían una meta común a favor de la democratización y de elecciones libres y justas. El Diagrama 1a ilustra la distribución espacial de los partidos durante la última década de gobierno del PRI en dos dimensiones: económica (izquierda y derecha) y política (autoritarismo y democracia) (Klesner, 2005). Aunque el PAN y el PRD nunca crearon un frente de oposición unificado contra el dominio autoritario, y aunque la coalición estratégica del PAN con el PRI para promulgar grandes reformas económicas aletargó el ritmo de la liberalización política, el deseo compartido de la oposición de tener elecciones libres y justas siempre dejó un espacio abierto para la cooperación entre izquierda y derecha.
La victoria presidencial del PAN en 2000 y el triunfo del PRD en la Ciudad de México, sin embargo, llevaron al país a una era de un profundo conflicto interpartidista. A falta de un líder visible del PRI, el presidente Vicente Fox y el jefe de gobierno de la Ciudad de México Andrés Manuel López Obrador -dos líderes carismáticos- pronto se convirtieron en las figuras políticas más destacadas y personificaron la polarización política del país. Como muestra el Diagrama 1b, en el periodo postautoritario las dimensiones económica y sociocultural se convirtieron en el campo de batalla de la confrontación entre izquierda y derecha (Moreno, 2010). En el frente económico, el presidente Fox y el PAN intentaron promulgar un ambicioso programa de reformas de mercado, a las que López Obrador y el PRD se opusieron tajantemente. En el frente sociocultural, el PRD en la Ciudad de México enarboló el aborto y los derechos para las parejas del mismo sexo, temas que Fox y su partido condenaron inflexiblemente. En la geografía ideológica del México postautoritario, PAN y PRD se volvieron fuerzas antitéticas. Cuando estas batallas ideológicas pasaron a los medios de comunicación, la rivalidad entre el PAN y el PRD se volvió el titular de las noticias del país.
La polarización política alcanzó un punto álgido cuando el procurador general acusó a López Obrador de violar una orden de la Corte para detener la construcción del acceso a un hospital en propiedad privada. El caso escaló, el Congreso realizó un juicio político a López Obrador y decidió quitarle su inmunidad. Esto significó que el jefe de gobierno tenía que ir a juicio y no podría presentarse como candidato para la presidencia, a pesar de llevar la delantera en las encuestas de intención de voto.4 Pero una ola de protestas a favor de López Obrador y un giro en la opinión pública contra el juicio llevaron al presidente Fox a retirar los cargos, y así su rival pudo competir por la presidencia en 2006.5
La campaña presidencial de 2006 se volvió una confrontación directa entre izquierda y derecha y la elección fue un plebiscito sobre López Obrador (Schedler, 2007; Langston, 2007). México vivió meses de amargas campañas negativas. La campaña del candidato panista, Felipe Calderón, se centró en identificar a López Obrador como el "Hugo Chávez mexicano", un "populista autoritario" que representaba una enorme "amenaza para México". El presidente Fox dirigió su propia campaña pidiéndole a los mexicanos que no tomaran la ruta populista de López Obrador. Y la campaña de López Obrador catalogó a los empresarios aliados del PAN como "criminales de cuello blanco". Sin obedecer la orden del Instituto Federal Electoral de retirar la publicidad negativa y de que el presidente dejara de intervenir en la campaña, todos los partidos siguieron su dura confrontación mediática.
La victoria del candidato conservador por un estrechísimo margen de 0.6 por ciento llevó la polarización de las élites a niveles sin precedentes.6 López Obrador no aceptó la derrota, denunció un gran fraude electoral, e impugnó la elección en las cortes y en las calles. Después de que el Tribunal Federal Electoral revisara las quejas legales y confirmara la victoria del candidato panista, a pesar de que la intervención ilegal del presidente "puso en riesgo" la validez de la elección, López Obrador lanzó una gran campaña de resistencia no violenta y llamó a la creación de un gobierno "legítimo" paralelo.7
Entre enormes manifestaciones, Calderón tomó posesión del cargo en una base militar. Con el respaldo de su partido y del PRI, al día siguiente el presidente Calderón fue al Congreso a hacer oficial su posesión en el cargo, pero una multitud de legisladores izquierdistas lo sacó de la tribuna violentamente. Al mismo tiempo, en una asamblea masiva en el centro de la Ciudad de México, López Obrador juró como "presidente legítimo de México".
Con una situación de soberanía dual en la Ciudad de México, y ante una escalada de violencia entre cárteles en los estados del centro y del norte del país, el presidente Calderón inició su gobierno con el anuncio de un programa que pretendían superar la crisis política. Dirigiéndose al país en televisión nacional, el presidente convocó a todos los mexicanos a trascender rivalidades políticas y enfocar sus energías en la lucha contra el "verdadero" enemigo: el narcotráfico. Aunque las políticas antinarcóticos apenas se habían mencionado durante la campaña, el presidente Calderón declaró una "guerra contra las drogas" y ordenó el despliegue del ejército por todo el territorio nacional para acallar la creciente violencia entre cárteles (Presidencia de la República, 2006).
Las guerras entre cárteles y la evolución de la violencia
En el transcurso de los siguientes seis años, controlar la violencia del narcotráfico se convirtió en la preocupación central del gobierno federal. Las guerras entre cárteles en México se habían desatado a principios de la década de 1990, pero se convirtieron en un reto serio para el Estado entre 2004 y 2006, los años previos a la elección de Calderón (Trejo y Ley, 2014). Inicialmente las guerras involucraban a cuatro cárteles: Tijuana, Juárez, Sinaloa y Golfo. Para principios de la década de 2000, apareció un nuevo cártel, La Familia Michoacana, en el estado occidental de Michoacán.
Con información de la base de datos Violencia Criminal en México (VCM),8 el Mapa 1a ilustra la geografía de la violencia entre cárteles en 20002006 e identifica tres grandes áreas de conflicto: 1) noroeste, 2) noreste y 3) suroeste. Las guerras del narcotráfico entre 1990 y 2006 involucraron principalmente conflictos bilaterales entre cárteles y sus milicias privadas por el control de las rutas de la droga.9 Desde 1989, cuando el PRI perdió el poder en Baja California y el cártel de Tijuana se vio sin acceso inmediato a la protección de la policía estatal, los cárteles mexicanos empezaron a desarrollar sus propias milicias privadas para salvaguardar sus rutas y renegociar la protección policial con las nuevas autoridades de oposición. La proliferación de milicias privadas tras cada nuevo ciclo de alternancia en los gobiernos de los estados en las décadas de 1990 y 2000 llevó al estallido de múltiples guerras entre cárteles en el noroeste, noreste y suroeste (Trejo y Ley, 2014).
Aunque el presidente pensó que la intervención federal sería una victoria militar relativamente sencilla que volvería a unir al país y ayudaría a su gobierno a superar la gran crisis postelectoral, entre 2007 y 2012 la violencia del narcotráfico se multiplicó por seis. Para fines de la administración de Calderón, se habían perdido más de 70 000 vidas (Reforma/redacción, 2013); 22 000 personas habían desaparecido; más de 300 autoridades locales, candidatos y militantes de partidos habían sido víctimas de atentados o habían sido asesinados (Trejo y Ley, 2014a); y los cárteles se habían expandido hacia nuevos mercados criminales, incluida la extorsión, el secuestro, el tráfico de personas y el saqueo de recursos naturales (Guerrero, 2011; Grillo, 2012). Estas múltiples formas de violencia, sin embargo, no se esparcieron equitativamente a lo largo del territorio nacional; en algunas regiones se intensificaron, pero en otras no.
El Mapa 1b muestra la expansión de la violencia del narcotráfico de 2007 a 2012 e identifica tres nuevos puntos focales de violencia: 4) Golfo, 5) centro-norte y 6) centro. Para 2012, el panorama del narcotráfico en México se había transformado de una industria dominada por cinco cárteles a una donde más de 50 organizaciones estaban activamente involucradas en el tráfico de drogas y en actividades criminales relacionadas (Guerrero, 2011; Ríos, 2012). En el transcurso de seis años de la guerra contra las drogas, la violencia entre cárteles había evolucionado a conflictos que involucraban a varias organizaciones criminales que luchaban por el control de las ciudades, pueblos y barrios. Éstas ya no eran solamente guerras por el trasiego de la droga, sino conflictos por el control de múltiples mercados criminales y jurisdicciones territoriales, particularmente gobiernos municipales.
Con el telón de fondo de la aguda polarización política durante la elección presidencial de 2006 y la intensificación de la violencia tras la intervención federal, en la siguiente sección procedemos a las pruebas estadísticas de los argumentos de coordinación y conflicto partidista.
El conflicto partidista y la violencia del narcotráfico: Un análisis estadístico
Para probar si el conflicto partidista entre distintos niveles de gobierno tuvo algún impacto en la intensidad de la violencia entre cárteles, usamos información de VCM10 y analizamos la evolución temporal y espacial de 30 000 asesinatos y ejecuciones perpetrados por grupos criminales y de narcotraficantes en 2 108 municipios mexicanos entre 2007 y 2012.11 Utilizamos un contador de asesinatos en el municipio i y el año t como indicador de nuestra variable dependiente. Para verificar la validez de nuestros resultados, probamos todos nuestros modelos con información de la base de datos del gobierno mexicano sobre muertes atribuidas al crimen organizado entre 2007 y 2010 (no se muestra), y los principales resultados permanecieron inalterados.12
Coordinación contra el conflicto partidista
Para poner a prueba los argumentos de coordinación (H1) y de conflicto (H2), utilizamos información sobre la afiliación partidista de los gobernadores y alcaldes a partir de reportes de los institutos electorales federales y estatales mexicanos. Los tres partidos principales de México (PAN, PRI y PRD) compiten en los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal).13 Durante el periodo 2007-2012, el PAN tuvo la presidencia, pero los gobiernos estatales y municipales quedaron dispersos entre los tres partidos. Por ejemplo, el partido del presidente obtuvo 22.9 por ciento de las 31 gubernaturas en México, el PRI 59.4 por ciento, y el PRD 17.7 por ciento.14
Para probar el argumento de la coordinación, siguiendo a Urrusti, creamos cuatro variables de "coordinación": Coord1 identifica con una variable dicotómica todos los casos de gobernanza unificada donde el partido del presidente dirige los tres niveles de gobierno (PAN, PAN, PAN). Para fines de notación, el partido identificado en la primera fila de los paréntesis es el partido en el gobierno federal, el segundo pertenece al gobernador y el tercero al municipio. Coord2 describe los casos donde el gobernador es la única fuerza de oposición (PAN, oposición, PAN), Coord3 identifica los casos en que el alcalde es la única fuerza de oposición (PAN, PAN, oposición) y Coord4 captura los casos en que tanto gobernador como alcalde son de oposición (PAN, oposición, oposición). Nótese que estas medidas no identifican la afiliación partidista de la oposición; estas medidas simplemente identifican a partidos en el poder distintos del partido en el gobierno federal. Cuando ponemos a prueba Coord2-4, usamos Coord1 como categoría de referencia.
Para probar la hipótesis de conflicto, introdujimos la afiliación partidista y creamos tres conjuntos de variables que distinguen la orientación ideológica de los diferentes partidos de oposición en el gobierno.
Primero, nos enfocamos en la afiliación partidista del gobernador y creamos medidas de conflicto intergubernamental sin importar quién gobierne a nivel municipal. Confl1 identifica con una variable dicotómica todos los casos en que el gobernador pertenezca al partido del presidente (PAN, PAN, cualquiera), Confl2 son casos de gobernadores de oposición de centro (PAN, PRI, cualquiera) y Confl3 son casos de gobernadores de izquierda (PAN, PRD, cualquiera). Estos modelos asumen que los gobernadores son el único actor relevante para la cooperación intergubernamental en la guerra contra las drogas. Usamos Confl1 como categoría de referencia.
En segundo lugar, creamos un conjunto de variables para identificar la estratificación o la distribución vertical de los partidos en todos los niveles de gobierno. El supuesto aquí es que los municipios juegan un papel importante en la operación de las organizaciones narcotraficantes (vía redes de protección) y en cualquier intento gubernamental por vencer al crimen organizado (mediante la información sobre las condiciones locales que pueden brindar los alcaldes y fuerzas policiales municipales no corruptos).
Como ilustra el Cuadro 1, identificamos nueve combinaciones de fragmentación partidista. Como se reporta en la columna a la derecha de la tabla, el poder político en la federación mexicana estaba muy fragmentado.15 Tras seis décadas de gobernanza monopólica del PRI, la transición "federalista" a la democracia iniciada en la década de 1990 -cuando el PRI empezó a perder en las ciudades, luego en los estados y finalmente a nivel nacional- formó un complejo mosaico de relaciones intergubernamentales plurales que siguieron desarrollándose en la era postautoritaria con el PANN en la presidencia.
Fuente: Institutos Electorales Locales. Nota: PAN = gobierno en turno (conservador); PRI = oposición (centro); PRD = oposición (izquierda). Cuando hubo coalición entre partidos, reunimos información sobre los orígenes partidistas del candidato y la fuerza del partido en la localidad de estudio.
Usamos la información del Cuadro 1 para generar dos pruebas. Para la primera, agrupamos las nueve combinaciones en una sola medida ordinal, índice de yuxtaposición, que va de la gobernanza unificada (PAN-PAN-PAN) en el nivel más bajo, hasta la oposición subnacional de izquierda (PAN-PRD-PRD) en el nivel más alto. Usamos la distancia ideológica como guía para jerarquizar las diferentes combinaciones, de derecha a centro a izquierda. El hecho de que el conflicto PAN-PRD fue la principal fuente de polarización en la década de 2000 nos permite establecer con facilidad las jerarquías de yuxtaposición. Para la segunda prueba, usamos el efecto independiente de las nueve categorías y tomamos el caso de gobernanza unificada (PAN-PAN-PAN) como categoría de referencia. Esta medida desagregada nos brinda la medición más apropiada para probar las implicaciones de la hipótesis de coordinación y para probar más directamente la hipótesis del conflicto.
Explicaciones alternativas y controles
Controlamos por una serie de variables políticas, policiales, judiciales, sociodemográficas y geográficas que han resultado relevantes en estudios sobre crimen y crimen organizado. Diversos estudios sobre violencia criminal en México asocian el estallido y la intensificación de la violencia con la democratización subnacional y la competencia electoral. Se argumenta que la expansión de la competencia electoral destruyó las redes de protección previamente desarrolladas bajo el PRI y abrió una era de guerras entre cárteles por el control territorial y la renegociación de la protección. Por ello controlamos por el efecto de la competencia electoral estatal y municipal y por la alternancia de partidos políticos en los poderes estatales y municipales.16
Diversos estudios subrayan la importancia de la capacidad estatal para hacer cumplir la ley como un factor que impacta la violencia criminal. En concordancia con la literatura sobre violencia política (Fearon y Laitin, 2003), algunos académicos han afirmado que la capacidad judicial y policial del Estado está asociada con menores niveles de violencia criminal. Para controlar por el impacto de la capacidad estatal, utilizamos el número de ministerios públicos por cada 10000 habitantes.17 Uno de los argumentos más significativos sobre la intensificación de la violencia en México tras la intervención federal de 2007 sugiere que la política gubernamental de eliminar a los grandes capos de los cárteles alimentó una escalada de la violencia criminal. Según el análisis pionero de Guerrero, las decapitaciones del liderazgo llevaron a la fragmentación de los cárteles, al surgimiento de nuevos líderes y grupos criminales, y a un escalamiento del conflicto por el control de los corredores del tráfico de drogas (Guerrero, 2011).18 Para controlar por el impacto de la decapitación delliderazgo criminal, utilizamos un contador de los líderes criminales que murieron en operaciones gubernamentales o en conflictos entre cárteles, y asignamos el conteo a los municipios donde sucedió el evento.19
En consonancia con la literatura de la sociología del crimen, controlamos por algunas variables asociadas al contexto social y la estructura familiar que han demostrado ser indicadores importantes de la violencia criminal (Sampson, 1985; Villarreal, 2002): el índice de pobreza(Conapo) (2006, 2011) (el cual mide el acceso a bienes y servicios públicos a nivel municipal), el cociente de género municipal, la proporción de hogares encabezados por mujeres, la población entre 15 y 35 años y el tamaño de la población municipal, lnpob (INEGI, 2000 y 2010).
Para controlar por características regionales no observadas en nuestras variables de control, incluimos siete regiones geográficas -Norte, Centro-norte, Centro, Pacífico, Golfo, Sur y Sureste, donde Sureste es la categoría de referencia. Por último, incluimos un rezago de un año de violencia en municipios vecinos para controlar por la dispersión espacial de la violencia.
Para las pruebas estadísticas utilizamos modelos de regresión con binomial negativa, la técnica más adecuada para analizar datos de conteo (count data) en los que las observaciones no son independientes y están muy dispersas. Usamos modelos de efectos aleatorios (EA) en lugar de efectos fijos (EF) porque nuestras variables independientes clave no varían durante algunos años consecutivos, lo que hace que los EF sean inapropiados. Transformamos los coeficientes EA en cocientes de tasas de incidencia (CTI) para facilitar la interpretación.
Resultados
Los resultados, resumidos en el Cuadro 2, muestran que, consistentemente con la hipótesis del conflicto, la rivalidad partidista entre el presidente y los gobiernos subnacionales de izquierda fue un predictor importante de la intensidad de la violencia entre cárteles de 2007 a 2012. Aunque nuestros resultados sugieren que pudieron haber existido problemas de coordinación administrativa o logística entre el gobierno federal y las autoridades de oposición subnacionales, la evidencia muestra que el problema subyacente fue el amargo conflicto partidista entre izquierda y derecha. Nuestros hallazgos sugieren que al omitir el partidismo en el análisis, el argumento de la coordinación arroja estimadores sesgados y subestima la variación en la violencia entre cárteles.
Fuente: Elaboración propia. Errores estándar entre corchetes. ***p<0.01, **p<0.05, *p<0.10. Nótese que el partido de la primera columna es el del presidente; el segundo, el del gobernador, y el tercero, el del alcalde. PAN-PAN-PAN es la categoría de referencia. CTI = cocientes de tasas de incidencia.
Los modelos 1 y 2 ponen a prueba el argumento de la coordinación. Los resultados del modelo 1 muestran que la gobernanza unificada bajo el PAN sí ofreció una ventaja: en comparación con el resto del país, la violencia fue 17.5 por ciento más baja en los municipios que formaban parte de un esquema de gobernanza unificado (Coord1, CTI = 0.825). El modelo 2 muestra el otro lado de la moneda: en comparación con el caso de la gobernanza unificada del PAN, la violencia entre cárteles fue 56.3 por ciento mayor en las ciudades con gobernadores y alcaldes de oposición (Coord4, CTI = 1.563).
Los modelos 3-5 revelan, sin embargo, que distinguir entre partidos de oposición mejora significativamente el poder explicativo del modelo y añade información esencial sobre la variación geográfica de la violencia criminal.
En comparación con municipios en estados gobernados por el partido del presidente, los resultados del modelo 3 muestran que los municipios en estados con gobernadores priístas (Confl2) experimentaron 31.8 por ciento más violencia (CTI = 1.318), pero los municipios con gobernadores estatales perredistas (Confl3) experimentaron 162.4 por ciento más violencia (CTI = 2.624).
Esta impresionante diferencia de cinco veces más violencia en los estados del PRD en comparación con los del PRI sugiere que, contrario al argumento de la coordinación, algo inusual sucedió en las regiones gobernadas por la izquierda.
Los resultados de los modelos 4 y 5 aportan evidencia adicional de enorme importancia sobre el impacto del conflicto interpartidista en la violencia criminal.
Los resultados del modelo 4, donde probamos un índice ordinal de yuxtaposición, revelan que, manteniendo todo lo demás constante, conforme un municipio se aleja de una situación de gobernanza unificada (PAN-PAN-PAN) en dirección de una gobernanza subnacional de izquierda (PAN-PRD-PRD), la violencia crece 13.1 por ciento (CTI = 1.131). El efecto acumulativo significa que un municipio de izquierda en un estado de izquierda experimentó 104.8 por ciento (13.1 x 8 estratos) más violencia que uno bajo gobernanza unificada del PAN.
Los resultados del modelo 5 introducen matices importantes sobre la naturaleza de la cooperación y el conflicto intergubernamental. Para facilitar la interpretación de los resultados, el Diagrama 2 brinda una representación más intuitiva de los hallazgos principales del modelo. Vale la pena resaltar cuatro resultados.
Fuente: Elaboración propia. Los CTI del modelo 5 se reajustaron con fines de interpretación. A los CTI origina-les se les restó una unidad para mostrar el impacto directo de la yuxtaposición en la violencia. PAN = partido en turno en el poder presidencial (conservador); PRI = oposición (centro); PRD = oposición (izquierda). Nótese que el partido de la primera columna es el del presidente; el segundo el del gobernador y el tercero el del alcalde. PAN-PAN-PAN es la categoría de referencia.
Primero, la significancia estadística nula asociada con los casos PAN-PAN-PRI y PAN-PAN-PRD muestra que los estados dominados por el PAN experimentan niveles menores de violencia que el resto del país, sin importar el partido al mando del municipio. Esto sugiere que la coordinación entre el presidente y los gobernadores panistas fue esencial para mantener la violencia bajo control, como muestra el caso de Baja California.
Segundo, en comparación con los estados con gobernadores panistas, los estados priístas no siempre experimentaron mayores niveles de violencia. Sólo en los casos con estructura PAN-PRI-PRI la violencia fue ligeramente mayor. En comparación con un caso de gobernanza unificada del PAN, los municipios priístas en estados priístas experimentaron 22.7 por ciento más violencia del narcotráfico. Esto sugiere que el presidente Calderón fue capaz de alcanzar cierto nivel de cooperación contingente con gobernadores priístas para luchar contra la violencia criminal, como muestra el caso de Chihuahua.
Tercero, los resultados muestran, sin ambigüedad, que los municipios en estados gobernados por el PRD experimentaron niveles significativamente mayores de violencia criminal. Los municipios del PRI y del PRD en estados izquierdistas (PAN-PRD-PRI y PAN-PRD-PRD) en promedio experimentaron, respectivamente, 179.6 y 125.9 por ciento más violencia que los municipios bajo gobernanza unificada del PAN. Como muestra el Diagrama 2, los municipios más violentos fueron municipios de oposición en estados de izquierda. Estos resultados sugieren que el presidente Calderón no alcanzó ningún nivel significativo de cooperación con autoridades subnacionales de izquierda y que su confrontación con gobernadores y alcaldes y su decisión de abandonarlos estratégicamente en la lucha contra los cárteles derivó en estallidos de violencia criminal, como muestra el caso de Michoacán.
Finalmente, los resultados del modelo 5 y del Diagrama 2 brindan una prueba más directa sobre los argumentos de la coordinación y el conflicto partidista. Si el argumento de la coordinación tuviera razón en afirmar que la intensificación de la violencia fue resultado de la fragmentación partidista -sin importar qué partido gobernaba a nivel subnacional- deberíamos esperar que los dos casos en los que el poder estaba más fragmentado verticalmente (PAN-PRI-PRD y PAN-PRD-PRI) experimentarían niveles análogos de violencia criminal. Sin embargo, no fue así: el caso PAN-PRD-PRI (CTI = 2.796), con un gobernador de izquierda, arroja casi nueve veces más violencia criminal que el caso PAN-PRI-PRD (CTI = 1.208), con un gobernador del PRI.
Esta comparación sugiere que, en la guerra contra las drogas, las relaciones del presidente Calderón con los dos grandes partidos de oposición difirieron de forma significativa: mientras que el presidente logró cierto grado de cooperación con el PRI, el partido que no cuestionó la victoria electoral del presidente y que era un aliado legislativo probable para su agenda económica, la relación con la izquierda estuvo marcada por la confrontación, el conflicto y la falta de cooperación intergubernamental.
Los resultados de las variables de control muestran que otros factores más allá del conflicto intergubernamental también influyeron. En concordancia con los hallazgos de la sociología del crimen, los resultados de los diferentes modelos muestran que los municipios con mayor número de hombres jóvenes y mayor porcentaje de hogares encabezados por mujeres -donde los grupos de narcotraficantes y de criminales reclutan jóvenes pandilleros para que peleen sus guerras- experimentaron mayor violencia criminal. En contra de la visión weberiana de que una mayor presencia estatal reduce la violencia, nuestros hallazgos muestran que los municipios con mayor presencia judicial -más procuradores- tienden a ser más violentos. Esto podría ser porque en estos lugares las autoridades judiciales están coludidas con el crimen organizado. Finalmente, en concordancia con los estudios sobre la decapitación de las organizaciones criminales, nuestros resultados muestran que la muerte de los capos estimuló la violencia entre cárteles.
En resumen, tras controlar por una amplia variedad de factores políticos, sociodemográficos, judiciales y geográficos, nuestros resultados muestran consistentemente que la violencia criminal fue más intensa en municipios ubicados en estados gobernados por la izquierda. El hecho de que nuestras medidas de fragmentación partidista vertical sigan siendo significativas en presencia de estos controles indica que la violencia criminal en zonas gobernadas por la izquierda no se puede reducir únicamente a factores sociales o idiosincráticos sin tener en cuenta las relaciones políticas con la federación.20 La pregunta entonces es por qué y cómo fue que el conflicto entre izquierda y derecha alimentó la violencia del narcotráfico tras la intervención federal.
Desentrañar la intervención federal: ¿Por qué el conflicto partidista intergubernamental estimuló la violencia criminal?
Si bien nuestros hallazgos empíricos muestran que la violencia entre cárteles durante la guerra contra las drogas fue desproporcionadamente mayor en ciudades dentro de estados gobernados por la izquierda, los modelos estadísticos no explican por qué. Para explicar esta conexión necesitamos entender la naturaleza de la intervención federal, la manera como el conflicto partidista afectó la guerra contra las drogas, y las respuestas violentas de los cárteles ante el conflicto intergubernamental.
La guerra contra las drogas y la intervención federal
La guerra contra las drogas del presidente Calderón y la intervención militar pueden dividirse en dos fases: el despliegue inicial del ejército y de la policía federal hacia las regiones más conflictivas del país en 2006-2007, y el desarrollo de una intervención de seguridad más integral para reaccionar ante la virulenta respuesta de los cárteles, desde 2008 hasta 2012.
El despliegue inicial de las fuerzas armadas en diciembre de 2006 respondió a una necesidad de gobernanza. Al declararle la guerra a los grandes cárteles del país, el presidente esperaba que la opinión pública se olvidara de la crisis de polarización postelectoral y volteara la mirada hacia la creciente crisis de seguridad del país. Unificar a la nación en torno a las fuerzas armadas y a su comandante en jefe para destruir a los poderosos cárteles de las drogas parecía ser un "punto de acuerdo" que le ayudaría al presidente a superar la crisis política. Por ello el despliegue inicial de las fuerzas armadas no discriminó entre líneas partidistas. Empezó en el estado izquierdista de Michoacán -estado natal del presidente- y luego se esparció hacia el resto de las regiones más conflictivas del país. El presidente Calderón creyó que la guerra contra las drogas sería una victoria militar relativamente sencilla que le permitiría trascender la gran crisis postelectoral (Aguilar y Castañeda, 2009).
Sin embargo, las intervenciones del ejército y la policía federal para recuperar el control territorial y minar a los cárteles derivaron en un inesperado contragolpe y una dramática escalada de violencia (Merino, 2011; Espinosa y Rubin, 2015). El éxito del gobierno en la decapitación del liderazgo de los principales cárteles produjo grandes espirales de violencia entre y dentro de los cárteles, y ataques contra funcionarios de seguridad y autoridades locales. Como la violencia se disparó y varias ciudades y regiones experimentaron un brote de "epidemia de violencia", se volvió evidente que la guerra contra las drogas no era un punto de acuerdo, sino de división.
Para fines de 2008, "administrar la violencia" se volvió el nuevo objetivo del gobierno federal. El presidente Calderón y su equipo dejaron de ser funcionarios de un Estado weberiano, el cual en principio intentaría reestablecer el monopolio de la violencia, y se convirtieron en políticos oportunistas tratando de adoptar una nueva estrategia de control de daños: aceptar la responsabilidad de la violencia en áreas donde el presidente pudiera persuadir a sus copartidarios subnacionales de seguirlo en el enfrentamiento contra los cárteles y los grupos criminales, y culpar a sus rivales políticos por la violencia en otros lados,21 particularmente a gobernadores y alcaldes de izquierda.
La pregunta clave es si el giro partidista en la guerra contra las drogas afectó la intervención federal y si el conflicto intergubernamental estimuló la violencia criminal. Para responder estas preguntas comparamos la intervención en tres estados, y nos enfocamos en tres ciudades: Tijuana, Baja California; Apatzingán, Michoacán; y Ciudad Juárez, Chihuahua. Estos casos representan tres estructuras de integración partidista vertical: PAN-PAN-PAN, PAN-PRD-PRD y PAN-PRI-PRI. Estas ciudades son grandes centros urbanos que funcionan como principales focos del narcotráfico y albergan a poderosos grupos criminales. En los tres casos, el gobierno federal lanzó una intervención militar para calmar las guerras entre cárteles.
A través de estudios de caso, evaluamos cómo el partidismo moldeó la intervención federal en cuatro dimensiones: 1) la cooperación militar-policial, 2) el proceso judicial de autoridades locales, 3) la estrategia de comunicación del gobierno federal de atribuir responsabilidades por la creciente violencia criminal y 4) la asistencia federal para ayudar a las autoridades locales a lidiar con la multiplicación de la violencia. Nuestro objetivo es evaluar si la variación de estas cuatro dimensiones contribuyó a calmar la violencia criminal o si la estimuló.
Baja California: Tijuana
La intervención federal (PAN) en la ciudad de Tijuana (PAN) en el estado noroccidental de Baja California (PAN) ilustra cómo la coordinación intergubernamental entre los copartidarios federales y subnacionales resultó en acciones conjuntas que facilitaron el control de una espiral de violencia criminal sin precedentes (Sabet, 2012; Durán-Martínez, 2015). La intervención en Baja California también muestra que la coordinación intergubernamental no es un proceso automático, exento de problemas; revela, no obstante, que los incentivos electorales compartidos pueden motivar a los copartidarios de diferentes niveles de gobierno a trabajar juntos y a recuperar la autoridad en territorios bajo el control de los cárteles.
Cuna del cártel de Tijuana, Baja California experimentó el estallido de la primera gran guerra entre cárteles en México tras la victoria del PAN en el gobierno del estado en 1989.22 Desde entonces, el cártel de Sinaloa ha peleado una prolongada guerra contra los líderes del cártel de Tijuana, los hermanos Arellano Félix, por el control de la ciudad de Tijuana, la puerta de entrada a California. La violencia creció nuevamente en 2007, tras el despliegue del ejército por parte del gobierno federal para controlar la guerra entre cárteles y alcanzó niveles nunca antes vistos tras el arresto de Eduardo Arellano Félix, el jefe criminal de Tijuana, en 2008 (Guerrero, 2012). Además del alza en las ejecuciones, el estado experimentó una gran ola de secuestros, robos de vehículos y asesinatos de autoridades locales, estatales y de policías durante 2008.
Aunque el gobierno federal desplegó miles de militares en Baja California en 2007, el gobernador entrante del PAN, José G. Millán (2007-2013) se acercó directamente al general Sergio Aponte, comandante de la 2a Zona Militar de Baja California, para solicitar asistencia adicional y hacer frente a la nueva crisis de seguridad del estado. Aponte accedió y nombró miembros de alto rango de su batallón para servir como jefes policiales a nivel estatal y municipal. Tras unos meses en funciones, sin embargo, Aponte publicó un manifiesto, en los principales periódicos del estado, en el que denunciaba la extendida corrupción y colusión con el crimen organizado en la procuraduría estatal, la policía judicial estatal y en la secretaría de seguridad pública y las fuerzas policiales de Tijuana y otras ciudades importantes. El manifiesto nombraba a más de cincuenta funcionarios de alto y mediano rango, principalmente de las administraciones panistas.23
Ante la amenaza de un gran escándalo político en un bastión del PAN, el gobierno federal llevó a cabo una intervención integral en Baja California. Para proteger a sus copartidarios, el presidente Calderón transfirió al general Aponte a otro estado y designó al general Alfonso Duarte como nuevo comandante de la zona militar. El gobernador Millán, a su vez, designó al general Duarte como coordinador de todas las fuerzas policiales del estado y, con el apoyo del gobierno federal, sacó a los funcionarios corruptos del estado sin proceso judicial de por medio, para prevenir cualquier escándalo mediático. Jorge Ramos, el alcalde panista de Tijuana, y su secretario de seguridad pública, el coronel Julián Leyzaola, siguieron una estrategia similar y purgaron la policía de la ciudad. La coordinación en estos casos significó el manejo estratégico y selectivo de la corrupción, y la remoción silenciosa de los funcionarios corruptos vinculados con las administraciones del PAN; el objetivo era evitar el castigo de los votantes y enviarle un mensaje claro a los cárteles de Tijuana y Sinaloa de que las autoridades estaban unidas en sus acciones.
Con apoyo federal, el general Duarte y el coronel Leyzaola adoptaron una política coordinada de mano dura que involucraba 1) el arresto o eliminación de los señores de las drogas y los líderes de sus milicias privadas, 2) decomisos importantes de cargamentos de drogas y 3) confiscación de armas. Sin embargo, como reportaron diferentes organizaciones de derechos humanos y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la policía militarizada de Baja California llevó a cabo muchas de sus acciones mediante la tortura y violó el debido proceso (Sabet, 2012). A pesar de las acusaciones de violación sistemática y generalizada de derechos humanos, el gobierno federal apoyó las acciones de Duarte y Leyzaola y brindó asistencia militar renovada cuando sus jefes civiles fueron blancos de ataques criminales.
Con asistencia federal, incluyendo generosas transferencias económicas, el gobernador Millán y los sucesivos alcaldes de Tijuana del PAN y del PRI lanzaron una serie de programas de inversión económica y social enfocados a los jóvenes. El objetivo era restaurar la actividad económica en Tijuana, reconstruir la imagen pública de la ciudad, abrir nuevas oportunidades de negocio para los jóvenes y prevenir que continuaran uniéndose a las pandillas que terminaban por incorporarse a los cárteles.
La intervención federal en Baja California y Tijuana logró reducir una gran espiral de violencia criminal hasta un nivel previo a la crisis porque las autoridades federales, estatales y locales pudieron comprometerse y coordinar sus acciones para implementar una amplia agenda de seguridad (Durán-Martínez, 2015). La intervención militar fue efectiva porque una policía nueva y relativamente más limpia en Tijuana brindó información esencial a los funcionarios del ejército y la policía federal, lo que facilitó múltiples arrestos y decomisos. La protección federal que recibió el alcalde de Tijuana cuando su administración tuvo que enfrentarse a un duro contragolpe criminal evitó que los cárteles capturaran el gobierno local e impulsó al alcalde a llevar a cabo más purgas policiales. Finalmente, las acciones coordinadas en política social brindaron oportunidades para la movilidad económica y social de los jóvenes, cuya única opción atractiva de movilidad económica había sido unirse a las milicias privadas de los cárteles.
Sin las redes informales de protección de la policía local, el cártel de Tijuana se debilitó. Sin el acceso extendido a los jóvenes y las pandillas, las milicias privadas del cártel perdieron efectividad. La alineación de las diferentes autoridades panistas y su trabajo mancomunado alentaron a los cárteles rivales a dejar la ciudad y el estado, y así evitaron disputas territoriales futuras. Aunque esta estrategia coordinada desactivó una epidemia de violencia, Tijuana siguió siendo una ciudad muy violenta porque el negocio de contrabando de droga hacia Estados Unidos no dejó de aportar ganancias, las armas de asalto siguieron llegando a México desde Estados Unidos (Dube, Dube, García-Ponce, 2013) y el cártel de Tijuana siguió gozando de cierto grado de protección a nivel estatal por parte de unidades que el gobierno federal y el gobernador dejaron sin purga con el fin de evitar un escándalo político mayor.
Michoacán: Apatzingán
El caso de Michoacán en la costa Pacífico, y de la ciudad de Apatzingán -centro de la actividad económica y política en la parte sur del estado- ilustran cómo el conflicto intergubernamental entre las autoridades federales (conservadoras) y subnacionales (izquierdistas), y el uso partidista de la aplicación de la ley por parte del gobierno federal condujeron a espirales de violencia criminal y facilitaron el crecimiento de Los Caballeros Templarios -un cártel surgido en 2010- como la autoridad de facto en Michoacán.
Las guerras entre cárteles en Michoacán empezaron tras la primera victoria de la oposición (de izquierda) en el estado, en 2002, cuando el cártel del Golfo y su ejército privado, los Zetas, entraron a Michoacán para disputar el monopolio del narcotráfico a los hermanos Valencia24 -y sus aliados, los hermanos Arellano Félix- cuya expansión se había dado bajo la protección de funcionarios de la administración priísta de Víctor Manuel Tinoco Rubí (Maldonado, 2012). Cuando los Zetas y sus aliados locales, La Familia Michoacana, vencieron a los hermanos Valencia y los expulsaron del estado, La Familia y los Zetas entraron en conflicto por la hegemonía criminal del estado. Entre 2005 y 2006, la violencia escaló, y Apatzingán y sus alrededores -la región del Valle de Apatzingán y Tierra Caliente- se volvieron el epicentro de grandes guerras territoriales por el trasiego de la droga.
La primera intervención federal de la administración del presidente Calderón se dio por solicitud del gobernador izquierdista Lázaro Cárdenas Batel en diciembre de 2006. Esto muestra que, a pesar de las rivalidades políticas, los funcionarios subnacionales del PRD no dudaron en pedir asistencia federal cuando enfrentaron grandes amenazas criminales. De hecho, la cooperación entre el gobierno federal y el gobernador Cárdenas facilitó el éxito de la intervención inicial. Este esfuerzo militar-policial conjunto debilitó a los Zetas -cuyos miembros tuvieron que regresar al estado de Tamaulipas, al noreste, para defender su propio territorio de otra intervención militar (Guerrero, 2011)- y socavó a jugadores clave de las extensas redes de producción y distribución de drogas de La Familia.
Tras el éxito militar inicial, sin embargo, La Familia lanzó un gran contraataque y en 2008 perpetró un ataque terrorista contra la población civil reunida en el centro de Morelia, capital del estado, durante las celebraciones de la Independencia, y culpó a los Zetas. Aunque el gobernador Godoy tuvo una buena relación de trabajo con el presidente Calderón al inicio de 2008, y aunque él y el ex gobernador Cárdenas compartieron con el presidente la sospecha de que 10 por ciento de las autoridades municipales del estado estuvieran en la nómina de La Familia,25 la cooperación intergubernamental se colapsó tras el ataque terrorista. El gobierno federal dejó de compartir información de seguridad con el gobierno del estado y el ejército dejó de coordinar acciones con las fuerzas policiales estatales y municipales. Además, el gobierno federal suspendió cualquier intervención económica y social conjunta con en el estado y redujo significativamente el presupuesto estatal.26
El conflicto intergubernamental alcanzó un punto álgido cuando el gobierno federal lanzó unilateralmente un mega arresto de doce alcaldes michoacanos de los tres partidos políticos principales -la mayoría de la región del Valle de Apatzingán y Tierra Caliente- y de veintitrés funcionarios de alto y mediano rango del gabinete de seguridad de Godoy en mayo de 2009, 72 horas antes de que se iniciara la campaña para renoval el Congreso federal. Se acusó a estos funcionarios de proteger a La Familia y el gobernador Godoy no se enteró de la operación hasta que las fuerzas federales estaban irrumpiendo las sedes de los poderes estatales. Tras el arresto, el gobierno federal lanzó una campaña en los medios nacionales para señalar al gobernador y a la izquierda como corruptos e ineptos. Sin embargo, un año después salieron libres todos menos uno de los funcionarios acusados, y un reporte de la CNDH concluyó que la mayoría de los arrestos habían sido ilegales y que se había violado el debido proceso (El Economista, 2009).
En entrevistas, ex miembros de los aparatos de seguridad del presidente Calderón aseguran que el gobierno federal no informó al gobernador porque sabía que su medio hermano era parte de la nómina de La Familia y que había facilitado la infiltración del cártel en el gobierno estatal.27 Durante 2008, se hicieron investigaciones para llevar a cabo la intervención, y para enero de 2009 las autoridades federales ya estaban listas para dirigir el arresto, pero el presidente Calderón pidió que esperaran hasta estar seguros de que los casos estuvieran judicialmente blindados. Las autoridades federales afirman que, aunque cada caso estuvo respaldado por evidencia sólida, jueces corruptos en los estados dejaron libres a todos menos a uno de los funcionarios inculpados.28
Tras el mega arresto, la cooperación intergubernamental de las fuerzas armadas y la policía federal con las autoridades estatales y locales se desmoronó, y el gobierno federal y las autoridades locales de Michoacán entraron en una etapa de conflicto intenso. La intervención federal en el Valle de Apatzingán y Tierra Caliente ya no fue un esfuerzo conjunto. Según funcionarios federales, el gobierno decidió no cooperar con autoridades locales corruptas.29 Según el gobernador Godoy, tras el mega arresto, la relación con el gobierno federal quedó marcada por la desconfianza, la hostilidad personal y la rivalidad política.30
Genaro Guízar, el alcalde izquierdista de Apatzingán -uno de los doce alcaldes arrestados en 2009- lamentó amargamente la falta de cooperación intergubernamental tras su regreso de prisión: "Cuando había un secuestro importante en la ciudad [el ejército y la policía federal] se encargaban de la situación y no se molestaban en informarme" (Animal Político, 2011). Sus recuerdos de la ocupación militar en Apatzingán en diciembre de 2010, cuando supuestamente el gobierno federal mató a Nazario Moreno, líder máximo de La Familia, son muy críticos. Afirmó que la policía federal "ha violado a muchachas y socavado los derechos humanos de los habitantes" (Ferrer y Martínez, 2010). Sin información local apropiada, el gobierno federal creyó -y anunció en televisión nacional- haber matado a Nazario Moreno. Sin embargo, el capo sobrevivió al ataque, se escondió y transformó a La Familia en un nuevo grupo criminal: Los Caballeros Templarios.
Tras el mega arresto, en medio de la creciente tensión entre las fuerzas de seguridad federales y las autoridades subnacionales, Los Caballeros Templarios aprovecharon la creciente vulnerabilidad de los alcaldes de la región del Valle de Apatzingán y Tierra Caliente para empezar a apoderarse de los gobiernos locales, de sus finanzas y de los negocios locales (e. g. productores de limón y aguacate), e intimidar a los ciudadanos mediante la extorsión y el secuestro. A partir de 2009, el estado de Michoacán experimentó una ola de ataques criminales contra autoridades locales que alcanzó su punto más alto durante las elecciones estatales de 2011.31
Durante las reñidas elecciones estatales y municipales de 2011, en las que Luisa María Calderón, hermana del presidente, contendió por la gubernatura, la polarización entre el gobierno federal y el gobernador del PRD se volvió particularmente aguda. Los Caballeros Templarios aprovecharon este conflicto y, mediante la coerción y el asesinato de autoridades locales, candidatos políticos y activistas partidistas, trataron de influir en las campañas y en los resultados electorales. Tras la elección, los Templarios tomaron el control del gobierno estatal y de un buen número de municipios; saquearon las arcas municipales, expandieron los impuestos criminales hacia negocios e individuos y exigieron obediencia ciudadana. Cuando los alcaldes de izquierda que no querían entregar sus recursos a los Templarios y solicitaron protección federal, las autoridades nacionales simplemente no respondieron. Un caso paradigmático es el de Ygnacio López, un reconocido doctor, activista social y alcalde izquierdista de Santa Ana Maya, quien fue brutalmente asesinado tras hacer una huelga de hambre para protestar contra la bancarrota de su municipio.32
La ruptura de la cooperación intergubernamental significó que las autoridades federales ya no tuvieron acceso a información local y que las autoridades locales ya no contaron con protección federal adecuada frente a los ataques criminales. La Familia y Los Caballeros Templarios aprovecharon estos conflictos para establecer una nueva gobernanza criminal en los municipios. A diferencia de Baja California, donde la cooperación intergubernamental permitió que el gobierno federal recuperara parcialmente el monopolio de la violencia y reestableciera el orden, en Michoacán la estrategia punitiva del gobierno federal contra el gobernador y los alcaldes de izquierda le permitió a los Templarios convertirse en los gobernantes de facto de Michoacán.
Pero el caso de Michoacán no es único. La intervención federal en el estado izquierdista de Guerrero siguió una lógica similar de castigo contra las autoridades subnacionales. Cuando el alcalde izquierdista de Acapulco, Félix Salgado (2005-2008), solicitó asistencia federal tras recibir amenazas de muerte de organizaciones criminales, las autoridades federales lo acusaron en televisión nacional de proteger al crimen organizado (Pacheco, 2007). Aunque se retractaron públicamente dos semanas después, Salgado y sus sucesores se volvieron vulnerables ante ataques criminales. Frente a los procesos judiciales selectivos del gobierno federal, y desprovistos de protección federal adecuada, los alcaldes del PRI y PRD en Guerrero fueron incapaces de defender sus municipios de la toma del poder local por parte del crimen organizado (Trejo y Ley, 2015).
En el estado norteño de Zacatecas, el gobierno federal no asistió a la gobernadora de izquierda, Amalia García, para evitar el daño colateral de la violencia epidémica del vecino estado de Tamaulipas.33 A diferencia de Aguascalientes y Guanajuato, donde las autoridades federales trabajaron con los gobernadores panistas para evitar daños colaterales de la violencia en estados colindantes, las autoridades federales acusaron a la gobernadora de Zacatecas de corrupción e ineptitud cuando los presos federales que habían sido reubicados en su estado se escaparon. Los Zetas -cuya base de operaciones estaba en Tamaulipas- fácilmente tomaron el control de partes importantes del estado.
Chihuahua: Ciudad Juárez
La intervención federal en Ciudad Juárez (PRI) en el estado norteño de Chihuahua (PRI), ilustra un caso de cooperación contingente: uno en el que circunstancias excepcionales llevaron al gobierno federal a colaborar con el PRI, pero en el que el presidente Calderón no adoptó una estrategia para castigar a las autoridades subnacionales del PRI, como hizo contra la izquierda en Michoacán. El caso demuestra que la cooperación intergubernamental circunstancial contribuyó a disminuir la epidemia de violencia criminal hasta niveles previos a la crisis en Juárez.
Tras más de una década de disputas territoriales entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa, la violencia criminal en Juárez alcanzó su cima en 2008, llevando al gobernador José Reyes Baeza y al alcalde de Juárez, José Reyes Ferriz, a solicitar una intervención federal (Zubía, 2008). Como en otras partes del país, la intervención federal llevó a un contragolpe criminal y a una escalada sin precedentes de la violencia criminal, convirtiendo a Juárez en la ciudad más peligrosa del mundo. Las autoridades federales y subnacionales se culparon mutuamente por la escalada de violencia y la cooperación inicial se rompió (González, 2008).
Sin embargo, el mal manejo de una masacre contra civiles en el barrio obrero de Villas de Salvárcar, cuando el presidente Calderón criminalizó públicamente a un grupo de 15 estudiantes que habían sido trágicamente asesinados por sicarios de un cártel, quienes los habían confundido con una banda rival, desató una ola de furia que obligó a Calderón a reformular la intervención federal (Aziz, 2012). Aunque de inicio el presidente se saltó a los gobiernos estatal y local en el desarrollo de las primeras fases del programa "Todos somos Juárez" -una ambiciosa intervención social que incluía la expansión de la infraestructura pública, transporte, guarderías y oportunidades culturales para estudiantes jóvenes- la creciente presión de la sociedad civil obligó al gobierno federal a cooperar con las autoridades subnacionales del PRI en la implementación del programa.34
A pesar de que el procurador federal había reunido evidencias importantes de que el gobernador Reyes Baeza y el procurador estatal habían protegido al cártel de Juárez (Lagunas, 2012), el gobierno federal estratégicamente decidió no enjuiciarlos ni filtrar información a los medios -como sí lo hizo en Michoacán- y más bien decidió cooperar con el gobernador estatal entrante del PRI. Bajo este nuevo esquema de cooperación, las autoridades federales consiguieron persuadir a Héctor Murguía, el nuevo alcalde de Juárez, de designar al coronel Julián Leyzaola -ex jefe de la policía de Tijuana- como jefe de la policía de Juárez. Tras un duro comienzo en el que Murguía, su equipo de seguridad y Leyzaola sobrevivieron a diferentes ataques de fuerzas federales (Luján, 2011) y en el que las transferencias federales al municipio para la reforma del aparato de seguridad se suspendieron, el gobierno federal terminó por apoyar el intento de Leyzaola de purgar a la policía local y acordó con las autoridades de la ciudad para superar la epidemia del crimen con una combinación de políticas de mano dura, reformas policiales y una ambiciosa intervención social.
Si bien la movilización de la sociedad civil desempeñó un papel importante al exigir la coordinación intergubernamental, la cooperación entre autoridades federales y subnacionales se dio porque involucraba a gobernadores y alcaldes del PRI -el partido que no cuestionó la elección de Calderón y que era un probable socio legislativo para su agenda de reformas económicas-. Esta cooperación contingente rindió frutos: la información de inteligencia compartida entre las policías locales reformadas, por un lado, y el ejército y la policía federal, por el otro, facilitó tanto la decapitación de los cárteles y de las milicias privadas como el decomiso de cargamentos de drogas y armas; además, la adopción de un programa extensivo de distribución de bienes públicos contribuyó a mermar a las milicias privadas de los cárteles. Estas acciones debilitaron a los cárteles de Juárez y de Sinaloa y ayudaron a los gobiernos locales a resistir los intentos violentos de captura del gobierno y de la sociedad civil. Aunque la cooperación contingente entre autoridades panistas y priístas le puso fin a la epidemia de violencia en Juárez, la ciudad siguió siendo un lugar relativamente violento por las mismas razones por las que Tijuana siguió siendo un centro urbano conflictivo.
La cooperación contingente entre las autoridades federales del PAN y los funcionarios subnacionales del PRI que contribuyó a terminar la epidemia de violencia en Juárez también se dio en Monterrey, en el estado de Nuevo León, donde poderosas asociaciones empresariales y diferentes grupos de la sociedad civil obligaron a las autoridades federales y subnacionales del PRI a cooperar para controlar la violencia (Conger, 2014). Nótese que en otros estados donde no hubo presión de la sociedad civil, las autoridades federales del PAN no apoyaron a los gobernadores y alcaldes del PRI a confrontar las escaladas de violencia criminal, como muestra el caso emblemático de Tamaulipas. Si bien no hubo cooperación PAN-PRI, cabe resaltar que el gobierno federal no castigó a los funcionarios subnacionales del PRI mediante el proceso judicial selectivo o la exposición en los medios nacionales, a pesar de la existencia de múltiples evidencias que vinculaban a ex gobernadores y alcaldes priístas con el cártel del Golfo o con los Zetas.
Conclusiones
Hace poco más de cincuenta años, en su influyente estudio sobre federalismo, William Riker introdujo la importancia de los partidos políticos para el estudio de la cooperación intergubernamental y sugirió que la alineación partidista vertical producía políticas más coherentes y eficientes que la fragmentación vertical. Con base en este argumento, estudiosos de la violencia del narcotráfico en México han afirmado que la incapacidad de los gobiernos federal y subnacionales de oposición para coordinar logísticamente sus acciones y luchar contra los cárteles de la droga explica que la violencia se haya multiplicado por seis desde la intervención federal de 2007 en la guerra contra las drogas.
En este artículo hemos cuestionado el argumento de la coordinación y sugerido que la distribución desigual de la violencia criminal tras la intervención federal no fue resultado de las diferencias logísticas entre gobiernos de diferentes partidos. Hemos presentado vasta evidencia cuantitativa y cualitativa que muestra que el conflicto partidista intergubernamental entre derecha e izquierda llevó a las autoridades federales del PAN a desarrollar intervenciones militares y policiales efectivas en regiones donde gobernaban copartidarios del presidente, pero intervenciones parcializadas y confrontativas donde gobernaban los enemigos políticos del presidente. Mediante estudios de caso mostramos que el uso partidista del ejército y las fuerzas federales, y la politización del aparato de seguridad y de justicia, no sólo contribuyeron a la intensificación de la violencia criminal en las regiones de izquierda, sino que también volvieron más vulnerables a los alcaldes y a los municipios de oposición ante ataques criminales. Fue en estos espacios donde el narcotráfico capturó gobiernos locales y a la sociedad mediante la violencia letal.
Nuestros hallazgos empíricos tienen tres implicaciones teóricas importantes para el estudio de la gobernanza y la violencia criminal en sistemas federales.
Primero, al introducir el partidismo y el conflicto partidista en nuestra concepción de las relaciones intergubernamentales, mostramos que los incentivos electorales pueden definir los resultados de las políticas públicas en sistemas federales. Si bien los estudiosos de la política redistributiva reconocieron hace tiempo la importancia del papel de los incentivos electorales en la asignación del gasto público, los expertos en temas de violencia y seguridad apenas han empezado a reconocer el uso partidista de la aplicación de la ley. En concordancia con las teorías redistributivas y con el importante hallazgo de Wilkinson sobre el uso partidista de las fuerzas policiales para controlar la violencia entre grupos religiosos en India, en este artículo hemos brindado vasta evidencia sobre el uso partidista de la aplicación de la ley en la guerra contra las drogas en México. Hemos dado cuenta de los incentivos políticos que llevaron al presidente a desplegar fuerzas federales para proteger a sus copartidarios subnacionales que enfrentaban grandes olas de violencia criminal, pero a castigar y dejar desprotegidos a sus enemigos que enfrentaban condiciones similares.
Segundo, nuestros hallazgos cuestionan el supuesto weberiano clásico de que los funcionarios públicos siempre querrán adoptar políticas que maximicen el monopolio estatal de la violencia. En concordancia con los hallazgos de Wilkinson y Staniland para el sur de Asia, y con los de Acemoglu, Robinson y Santos, y Auyero para Sudamérica, nuestros resultados muestran que en condiciones de polarización política aguda entre derecha e izquierda, las autoridades federales en México buscaron "administrar" la violencia criminal con fines electorales; idearon intencionalmente intervenciones militares y policiales, judiciales y de comunicación para proteger a los copartidarios del presidente, y coordinaron políticas de seguridad con ellos, pero deliberadamente dejaron desprotegidos a los enemigos políticos del presidente, se negaron a cooperar con ellos y luego los acusaron públicamente de corrupción e ineptitud. Este hallazgo sugiere que el supuesto generalizado de que los agentes estatales siempre buscarán monopolizar la violencia carece de fundamento: en condiciones de polarización política aguda, los agentes estatales tienen incentivos para proteger a sus aliados, pero tienden a tolerar la violencia para castigar a sus enemigos políticos.
Finalmente, más allá de la teoría, nuestros hallazgos tienen implicaciones políticas importantes para México. En contra del argumento de la coordinación, que ha llevado a estudiosos y legisladores a dudar de la eficacia del federalismo mexicano y a enfatizar un enfoque centralista de la aplicación de la ley (law enforcement), nuestros hallazgos señalan la imperiosa necesidad de introducir contrapesos para restringir el uso político y faccioso de las fuerzas militares y policiales y del poder judicial en México. Aunque la convicción centralista ha llevado a funcionarios federales a señalar a autoridades municipales y policías locales como enemigos corruptos en la guerra contra las drogas, nuestros hallazgos sugieren que un poder federal sin contrapesos contribuyó de forma importante a intensificar la violencia entre cárteles, a la rápida erosión institucional de los gobiernos municipales y a la captura de las instituciones locales por parte de los narcotraficantes y el crimen organizado. Imponer controles más estrictos a las autoridades federales mexicanas para evitar que un presidente vuelva a utilizar a la policía federal, al ejército y a las procuradurías para castigar a sus rivales políticos y asistir a sus copartidarios, sería una reforma institucional absolutamente esencial para establecer el Estado de derecho y sentar las bases institucionales para terminar con las olas de violencia criminal que tienen postrado a México.