Introducción1
Después de la etapa de ajustes, posterior a los periodos de transición democrática, las nuevas democracias latinoamericanas se enfrentaron a los retos que implicaba la consolidación de sus instituciones y los procesos que habrían de marcar la dinámica política de los siguientes años. Sin embargo, en las últimas décadas, las expectativas que se habían generado en torno a la democracia - al menos para los ciudadanos - han encontrado una realidad lejos de alentadora. Para muestra, en el Informe más reciente de Latinobarómetro (2017) se puede leer en su primera página que en la región “el declive de la democracia se acentúa (…) no se observan indicadores de consolidación, sino, acaso, indicadores de desconsolidación”. En otras palabras, hay algo que está fallando en las democracias.
Naturalmente, el fenómeno del desencanto con la democracia no es nuevo y desde la academia se ha buscado entender esta compleja realidad con propuestas teóricas que evolucionaron de los estudios sobre la transición y consolidación para orientarse hacia nuevos ejes temáticos. Así, comenzaron a surgir enfoques que analizaban el desempeño de los gobiernos o la calidad de las democracias. Esta agenda de investigación mostraba especial interés por saber cuáles eran aquellos aspectos en los que la democracia se estaba quedando corta, por un lado; y en qué medida las democracias estaban cumpliendo sus objetivos, por el otro.
En lo que respecta al primer grupo, se puede identificar el surgimiento de análisis sobre los grandes problemas de y con la democracia2. Los estudios sobre problemas de la democracia, por un lado, parten de una visión que podría describirse como “de la democracia hacia fuera” pues abordan temas referentes a fenómenos que explican escenarios en donde la democracia se compara con otros regímenes como el autoritarismo y la posibilidad de volver a éste. Así, se pueden encontrar textos sobre posibles procesos de desdemocratización (Tilly, 2003), de quiebres, colapsos o regresiones autoritarias (Tomini y Wageman, 2017).
Por otro lado, los estudios sobre problemas con la democracia tienen más bien una visión de “ver la democracia hacia adentro” y exploran temáticas relacionadas a la forma en que los ciudadanos perciben el trabajo de las democracias como forma de gobierno. Así, se encuentran trabajos sobre la crisis de representación y el rol de los partidos políticos en la democracia (Domínguez, 1997; Mainwaring, 2006; Corral, 2010; Morales Quiroga, 2011), el malestar con la representación (Cantillana et al., 2017), los fenómenos de despego y desafección política (Maldonado, 2013), la desconfianza política (del Tronco, 2012) y la pérdida de legitimidad (Monsiváis, 2017).
Vinculados a estos últimos, y haciendo referencia al segundo tipo de estudios, se pueden identificar los trabajos que se encaminan a estudiar en qué medida las democracias funcionan o no. Principalmente, destaca la agenda de investigación sobre la calidad de la democracia, que desde hace algunos años ha crecido considerablemente. Una de las principales características de los estudios sobre la calidad de la democracia es su propuesta de ver a la democracia más allá de las elecciones (Altman y Pérez Liñán, 2002; O’Donnell en Diamond & Morlino, 2005; Diamond & Morlino, 2005; Hagopian , 2005; Morlino en Hutcheson & Korosteleva, 2006; Levine & Molina, 2007; Roberts, 2010) y explorar dimensiones o áreas que la componen y se relacionan con su desempeño. En este sentido, destaca la aportación de Morlino, quién presentó un esquema de calidad de tres etapas: proceso, contenido y resultado. Cada una de estas etapas es caracterizada por ciertos elementos o dimensiones: para el primero, Estado de Derecho, rendición de cuentas horizontal, rendición de cuentas vertical, participación y competencia; libertad e igualdad para el segundo; y responsividad para el tercero (Morlino en Hutcheson & Korosteleva, 2006; Morlino, 2011).
Para Morlino, la responsividad es sumamente importante ya que “una buena democracia es primeramente y sobretodo un régimen ampliamente legitimado que satisface a sus ciudadanos (calidad en términos de resultado)” (2009: 213). Debido a la influencia de esta propuesta de Morlino, que ha sido replicada en otros países, la dimensión de responsividad ha cobrado relevancia para quién está interesado en conocer y evaluar cómo funcionan las democracias. Sin embargo, una cuestión interesante, en lo que respecta a la responsividad, es que, a pesar de que parece haber tomado nuevos vuelos a partir de los análisis sobre la calidad, existen abordajes de este concepto desde agendas de investigación distintas a la calidad de la democracia. En otras palabras, no todo lo que se ha estudiado sobre responsividad ha partido de la agenda de la calidad, ni todo lo que se estudia sobre la calidad, incorpora a la responsividad en sus dimensiones analíticas.
Ante este panorama de diversidad teórica, el presente escrito tiene como principal objetivo presentar las distintas perspectivas analíticas desde las que se ha aproximado la responsividad (Parte I). La intención detrás de este objetivo es dual: por un lado, ofrecer al lector un panorama lo más completo y claro posible, con respecto a las diversas formas en que se ha pensado este concepto y; por el otro, mostrar cómo la responsividad es un concepto que permite hacer un análisis particular de la democracia (a partir de la relación con sus ciudadanos) y que tiene un potencial explicativo muy amplio, dependiendo de la perspectiva teórica de la que se parta. Adicionalmente, se complementará este objetivo al discutir la relación de la responsividad y otros conceptos cercanos con los que usualmente puede confundirse: la representación, la rendición de cuentas y la responsabilidad (Parte II) y al presentar también un repaso sobre las diversas formas de medición y operacionalización del concepto en estudios empíricos y sus principales limitaciones (Parte III). Finalmente, en la última sección se presentarán algunas reflexiones sobre el potencial explicativo del concepto de responsividad.
Parte I: Entendiendo la responsividad desde distintas perspectivas
Una primera aproximación a la responsividad como elemento clave de la democracia se puede encontrar en trabajos clásicos de la Ciencia Política como los de Pitkin (1967), (1989) y Dahl (1989) en donde se destaca como la capacidad del gobierno para atender a sus ciudadanos. Tomando esto como punto de partida, para Manin, Przeworski y Stokes (1999) la responsividad es importante pues cuando existe, se puede decir que los ciudadanos en realidad están siendo representados. Pero ¿quiénes son los ciudadanos a los que se atiende? y ¿cómo se puede identificar lo que se debe atender?
Estas dos preguntas representan un buen punto de partida para comenzar la exposición de las distintas aproximaciones teóricas sobre la responsividad. En términos prácticos, ciudadanos puede asumir dos sentidos: las mayorías y los grupos no mayoritarios; mientras que lo que se debe atender puede verse desde la idea de las preferencias generales o las demandas particulares. Estas distinciones son útiles pues permiten distinguir entre aproximaciones teóricas para entender la responsividad, las cuales se expondrán a continuación.
Perspectivas electorales
Estas perspectivas parten de la idea de que la responsividad está intrínsecamente relacionada con el principio de representación democrática (Pennock, 1952) y que éste, a su vez, se materializa a través de los procesos electorales. Los estudios que parten de esta perspectiva, posicionan, por un lado, a los ciudadanos (potenciales electores) como generadores de preferencias; y, por otro lado, a los gobiernos que buscarán atenderlas (Powell, 2003). El énfasis en el mecanismo electoral como canalizador de preferencias presente en estas perspectivas radica en la idea de que “los votos constituyen una evidencia única en términos tanto de autorización como de conducta, de las preferencias de los ciudadanos” (Powell, 2003: 10). Es decir, los votos representan un camino efectivo para “capturar” una imagen de qué es lo que “los ciudadanos quieren” que sus gobiernos hagan por ellos.
Ahora bien, es necesario hacer una puntualización con respecto a las perspectivas electorales. Dentro de este amplio grupo de estudios (se puede decir que es la perspectiva más utilizada), existen distintas posturas sobre quiénes son “los ciudadanos” que hay que atender dependiendo del tipo de sistema político que se estudie, específicamente si se habla de responsividad en sistemas mayoritarios versus sistemas de representación proporcional. De acuerdo con Powell (2003) el estudiar la responsividad en un sistema u otro implicará una diferencia con respecto a definir “a quién” le será responsivo un gobierno. Por un lado, los análisis de responsividad en sistemas de representación proporcional suponen que los gobiernos buscan ser responsivos a “tantos como sea posible” y no solo a las “mayorías”3, pues esto permite la generación de políticas (respuestas) que dejen a menos gente fuera de las posibles soluciones a problemas.
Por otro lado, las perspectivas “mayoritarias” equiparan las preferencias ciudadanas con las manifestadas por las mayorías, pues son éstas las que llevan a ganar elecciones y, por lo tanto, las que se buscará atender. En este sentido, un gobierno que es responsivo ante sus ciudadanos (o la mayoría de ellos) es más probable que sea ratificado (ya sea el gobernante en particular por la reelección o el partido político en caso de no haberla) en las siguientes elecciones, por lo que éstas se consideran como el principal motor de detrás de la responsividad (Amarcher, 1979; Boeckleman, 1993; Powell, 2003; Griffin, 2006).
Bajo esta lógica, se retoman los planteamientos de Manin, Przeworski y Stokes, que sostienen que los gobiernos son representativos en la medida en que se apegan a la “regla de la mayoría”, ya sea que sigan las políticas preferidas de la mayoría que los llevó al poder (representación por mandato) o porque buscan el interés de cualquier otro grupo mayoritario (representación ampliada) (1999: 8). En este caso, el vínculo de representación hace referencia al cruce entre intereses de los ciudadanos y la respuesta de los gobiernos. Partiendo de lo anterior, en los procesos electorales, los ciudadanos encuentran la plataforma para “mandar señales” a las autoridades sobre cuáles son estas necesidades o preferencias, mismas que los candidatos captan y que una vez que llegan al gobierno buscan atender. No obstante, estas perspectivas reconocen que otras mayorías también pueden emanar “señales” sobre preferencias entre procesos electorales las cuales también hay que atender4. Finalmente, existe un reconocimiento sobre un lazo entre preferencias y comportamiento de los representantes (Eulau y Karps, 1977; Page, 1994; Besley y Burgess, 2002; Powell, 2004; Binzer Hobolt y Klemmemsen, 2005; Brooks y Manza, 2006; Griffin, 2006; Bartels, 2006)5.
Uno de los textos que mejor explica este lazo es el de la “Cadena de Responsividad” de Powell (2004), en el cual propone los pasos que existen entre la construcción de las preferencias ciudadanas, la conducta de voto, la constitución de gobiernos a partir de elecciones, la generación de acciones concretas y los resultados de dichas acciones. Desde esta propuesta los ciudadanos con preferencias específicas (etapa 1) escogen a partir de distintas opciones al momento de votar (etapa 2). El resultado de lo anterior es que los ciudadanos permiten la conformación de un gobierno (etapa 3) que se supone que buscará impulsar políticas apegadas a lo que esos ciudadanos quieren (etapa 3) y estas políticas darán un resultado concreto (etapa 4). Adicionalmente, cada una de estas etapas está unida por eslabones o vínculos que tienen que ver con decisiones de voto (vínculo 1), mecanismos de agregación institucional (vínculo 2) y el proceso de política (vínculo 3). Desde esta visión la responsividad ocurre cuando el resultado (etapa 3) de esta cadena coincide con lo que los ciudadanos manifestaron en un inicio (etapa 1) (Powell, 2004: 92).
Al final, lo destacable de estas posturas (independientemente del sistema que se estudie, mayoritario o de representación proporcional) es la relación que establecen entre responsividad y elecciones, pues lleva a las siguientes preguntas: ¿son los procesos electorales la única forma que tienen los ciudadanos de “mandar señales”? ¿son las preferencias canalizadas por medio de elecciones las únicas que deben ser atendidas por los gobiernos? ¿qué sucede con las demandas concretas que pueden manifestar algunos grupos específicos? Como una respuesta a esto, se ha desarrollado otro enfoque de la responsividad que se plantea a continuación.
Perspectivas desde la participación no electoral
Si se considera que mucho de lo que sucede en las democracias sucede entre periodos electorales y que los ciudadanos han encontrado otras formas de canalizar sus inconformidades cuando así lo consideran, las perspectivas no electorales de la responsividad, que tratan de enfatizar un gobierno democrático, deben también enfocarse en atender demandas de distintos grupos de ciudadanos y no solo de las mayorías. Este tipo de estudios, por una parte, retoma y repiensa conceptos que se han desarrollado desde otras literaturas como la acción colectiva, la protesta política, los movimientos sociales y la participación no electoral, para explicar las distintas alternativas de canalización de demandas que existen en las democracias tales como marchas, manifestaciones, plantones, campañas en Internet, envío de cartas etc. Estas acciones permiten la expresión de demandas (o envío de “señales”) y refuerzan la vinculación del gobierno con los ciudadanos más allá de las elecciones (Kuklinski y Stanga, 1979; Cleary, 2003; Cleary, 2007; Franklin, 2009; Moreno Jaimes, 2007; Ura y Ellis, 2008; Morales, 2014; Grimes y Esaiasson, 2014).
Por otra parte, y regresando a lo planteado inicialmente, la visión “no mayoritaria” que asumen estos análisis enfatiza que en las democracias son tan válidas las preferencias de las mayorías como las demandas de individuos con intereses y experiencias compartidas que incluso pueden ser minorías (Hero y Tolbert, 2004; Hänni, 2017). De la misma manera en que las perspectivas mayoritarias-electorales se anclan en el concepto del principio de la mayoría como reflejo de la representación, estas posturas se plantean la importancia de la igualdad para la representación al considerar que si en una sociedad democrática todos los ciudadanos son iguales, entonces un gobierno representa no solo a través de las elecciones sino cuando se muestra abierto y dispuesto a considerar todos los intereses y preferencias existentes en la sociedad (Ura y Ellis, 2008; Ross y Smith, 2009)6.
De manera similar que el texto de Powell puede considerarse como representativo de las perspectivas mayoritarias-electorales, en este caso, la propuesta analítica de Schumaker es especialmente útil pues define la responsividad como “la relación entre las demandas manifiestas o explícitamente articuladas de un grupo de protesta y las correspondientes acciones de un sistema político que es el blanco de las demandas del grupo de protesta” (1975: 494). En lo que respecta a la forma en la que un gobierno atiende a las demandas de ciertos grupos, existe un amplio espectro de acciones que se pueden identificar. Schumaker ubica “cinco criterios de ‘responsividad’” que coinciden con las distintas etapas del ciclo de Políticas Públicas (1975: 494-495).
En primera instancia, ante la presencia de una demanda, una autoridad puede manifestar disposición a escuchar las preocupaciones o demandas de cierto grupo (“responsividad” de acceso). El segundo criterio hace referencia al momento en el que un gobierno incorpora cierta demanda a la agenda política y esta se convierte en un asunto por resolver (“responsividad” de agenda). El tercer criterio complejiza el tipo de respuesta del gobierno pues involucra la propuesta de legislación o políticas concretas para atender la demanda de un grupo (“responsividad” de política). Los criterios cuatro y cinco corresponden a las etapas de “resultados” e “impacto” del ciclo de política pública y son acciones concretas para implementar la legislación o políticas diseñadas para atender una demanda7.
En esta misma línea, Morales ve a la responsividad “no solo como la disposición de un gobierno para atender demandas, sino un comportamiento real que indique respuesta (…) requiere que un gobierno cambie un curso de acción política a una dirección que de otra forma no hubiera tomado” (2014: 10). Cuando se da un empate entre opinión pública y conducta de los gobernantes hay congruencia, misma que se puede alcanzar cuando un gobierno cede ante lo que la gente ha manifestado como el curso de acción a seguir alterando su propio curso de acción, pero con cambios menores (“responsividad” política moderada) o cuando cede y altera su curso de acción al impulsar cambios políticos mayores (“responsividad” política sustancial).
Perspectivas desde la calidad de la democracia
Tal como se expuso al inicio de este texto, una vez que las democracias pasaron las etapas de transición y consolidación, surgió interés académico por explorar el desempeño de las democracias y así diferenciar a las “buenas” de las “no tan buenas” o “malas” democracias. De entrada, las perspectivas sobre la calidad de la democracia enfrentaron el reto de establecer qué se entiende por calidad desde la teoría, para después proponer cómo medirla empíricamente8. Antes de esto, para acotar su universo de casos a estudiar, los analistas de la calidad de la democracia distinguen entre las democracias y las no democracias a partir de la presencia/ausencia de elecciones libres, justas y periódicas. Solo en los casos que cumplen, al menos, estos tres criterios, es viable estudiar la calidad de la democracia (Altman y Pérez Liñán, 2002; O’Donnell en Diamond & Morlino, 2005; Diamond & Morlino, 2005; Hagopian , 2005; Morlino en Hutcheson & Korosteleva, 2006; Levine & Molina, 2007; Roberts, 2010).
Una vez que se asumió una postura sobre qué es democracia y poder elegir qué casos analizar, lo más común es proceder con una definición sobre qué es la calidad y presentar una propuesta de cómo medirla9. Para O’Donnell, por ejemplo, el criterio del Estado de Derecho es un elemento central de la calidad pues garantiza los derechos civiles, políticos y sociales a los ciudadanos (O’Donnell en Diamond & Morlino, 2005). Para Morlino, la calidad es una cualidad o atributo que tiene la democracia que permite distinguir entre “buenos” y “malos” casos. Este autor habla de tres calidades: a) calidad en el procedimiento, b) calidad en el contenido y c) calidad en el resultado. En las democracias, estos enfoques se refieren a las reglas (procedimiento), la sustancia (contenido) y el producto (resultados) de la misma (Morlino en Hutcheson & Korosteleva, 2006).
Estas dimensiones se componen a su vez de variables: en la dimensión de procedimiento (las reglas) se consideran: 1) Estado de Derecho, 2) rendición de cuentas electoral (vertical), 3) rendición de cuentas interinstitucional (horizontal), 4) participación y 5) competencia. Por otro lado, en la dimensión de contenido (sustantiva) se encuentran: 6) el respeto a los derechos que se adquieren a través de la ampliación de libertades y 7) la implementación progresiva de la igualdad (política, económica y social). Finalmente, en la dimensión de resultado se hace énfasis en: 8) la responsividad o la correspondencia entre las acciones del gobierno y los deseos de los ciudadanos en general (Diamond & Morlino, 2005).
Por su parte, Levine & Molina10 proponen sus propias dimensiones interrelacionadas, entre las que destacan: 1) la decisión electoral, 2) la participación, 3) la responsividad, 4) la rendición de cuentas y 5) la soberanía. Hagopian define la calidad de la democracia a partir de dos dimensiones: derechos y representación. En la primera dimensión (derechos) incluye la protección de derechos políticos y libertades civiles, el Estado de Derecho, la justicia/protección de la corrupción y la igualdad. La segunda dimensión (representación) abarca la rendición de cuentas, la participación y la responsividad (2005: 45).
Para Roberts, no se puede entender la calidad de la democracia sin la responsividad. El corazón de la democracia está en el mandato o en la capacidad de los ciudadanos para controlar a sus gobernantes a través de instituciones y procedimientos11. En este sentido, una democracia de calidad es aquella que habilita o permite que dicho mandato se realice. ¿Cómo se logra esto? La propuesta de Roberts (2010), similar a la idea de Powell. discutida en el apartado de perspectivas electorales, es hablar de la “calidad como vínculos”. Desde una visión ideal, las instituciones democráticas promueven el mandato popular/ciudadano primordialmente a través del las elecciones y los derechos y esto permite el ubicar tres vínculos:
a) El que se establece a través de las elecciones (rendición de cuentas electoral) y que faculta a los ciudadanos castigar o premiar en las urnas a funcionarios que están ejerciendo cargos públicos y que es la forma más básica de control popular.
b) El que se establece por el “mandato” y que plantea en las elecciones el espacio no solo para sancionar/premiar sino para seleccionar a la mejor opción para gobernar.
c) El vínculo de la “responsividad de política”, que ayuda a que los ciudadanos pueden tener el poder de hacer peticiones al gobierno entre periodos electorales y que implica que las preferencias de los ciudadanos moldean las decisiones políticas día a día.
Para resumir, en las pasadas líneas se pudo destacar que, dentro de la calidad de la democracia, la responsividad es una dimensión importante. Por ejemplo, Morlino propone el concepto como la variable detrás de la dimensión de “resultado”. Levine y Molina, lo destacan como parte de un conjunto de variables que, interconectadas, conforman una democracia que funciona. Hagopian enlaza a la responsividad con la dimensión de representación, y, finalmente, Roberts la considera un elemento clave en la medida en que permite evaluar si existe o no el mandato popular/ciudadano.
Perspectivas de la responsividad como producto administrativo
Hasta ahora, las aproximaciones discutidas se han enfocado en entender la responsividad como una característica de los gobiernos. No obstante, hay perspectivas analíticas que consideran a la responsividad como un rasgo interno de los gobiernos, propiamente de sus aparatos administrativos-burocráticos. En este punto, se pueden ubicar dos tipos de análisis: los que destacan la relación “ciudadanos-administración pública” y que toman al ciudadano como un cliente (Saltzstein, 1992; Yang, 2007; Yang y Pandey, 2007); y los que suponen que la responsividad es un atributo de la relación entre los funcionarios electos y la burocracia con la que trabajan (Mulgan, 2008).
En el primer grupo de estudios un gobierno es responsivo cuando tanto las autoridades electas, como su aparato burocrático es capaz de atender a los ciudadanos en términos de los servicios que prestan. Estos aportes recuperan también las nociones planteadas por la perspectiva del “Nuevo Servicio Público” en donde los ciudadanos son vistos como “clientes” que acuden a las organizaciones buscando la atención a sus problemas y éstas tienen que encauzar sus esfuerzos en atenderlos favorablemente (Vigoda, 2002; Yang, 2007; Yang y Pandey, 2007)12.
En lo que respecta al segundo grupo de trabajos, un gobierno responsivo es aquel en el que los funcionarios electos son capaces de hacer que sus subordinados cumplan las directrices planteadas. Cuando los funcionarios electos llegan al poder a través de la decisión de los ciudadanos, estos tienen el derecho de marcar un camino a seguir, pues los burócratas buscan cumplir un propósito mayor: atender a los ciudadanos. Simultáneamente, los miembros de la burocracia adquieren la obligación de hacer todo lo posible por cumplir con los lineamientos planteados por los funcionarios electos (Mulgan, 2008).
Perspectivas | Propuesta General | Autores |
---|---|---|
Perspectivas
desde lo electoral y desde la representación |
La capacidad
de un gobierno para hacer lo que sus ciudadanos prefieren. Dentro de este conjunto, específicamente se pueden identificar un sub-conjunto de autores que consideran que la atención de las preferencias de los ciudadanos (el ser responsivo) forma parte de un fenómeno de mayor calibre: la representación. Desde estas perspectivas, la responsividad (y por ende la representación) está relacionada al principio de la mayoría que se manifiesta a través de los procesos electorales |
Pennock (1952) Eulau y Karps (1977) Manin, Przeworski y Stokes (1999) Stimson, Mackuen y Erikson (1995) Powell (2003, 2004) Binzer Hobolty Klemmemsen (2005) Griffin (2006) Brooks y Manza (2006) Besley y Burgess (2002) Bartels (2006) Amarcher (1979) Boeckleman (1993) Eulau y Karps (1977) Page (1994) |
Perspectivas
desde la participación no electoral |
La
responsividad es la capacidad de un gobierno
democráticamente electo para atender las demandas de sus ciudadanos, entendiendo a éstos últimos no solo como una mayoría cuya voluntad se manifiesta a través de las elecciones, sino como diversos grupos de ciudadanos con demandas específicas |
Schumaker (1975) Kuklinski y Stanga (1979) Cleary (2007 y 2010) Ura y Ellis (2008) Ross y Smith (2009) Manin, Przeworski y Stokes (1999)* Franklin (2009) Moreno Jaimes (2007) Grimes y Esaiasson (2014) Hero y Tolbert (2004) Hänni (2017) Morales (2014) |
Responsividad
como producto del proceso administrativo o burocrático |
La
responsividad es parte del proceso de producción de
resultados no solo de una autoridad electa, sino de todo el conjunto de funcionarios públicos que constituyen la administración pública y depende de la capacidad del aparato administrativo para atender a los ciudadanos. |
Yang y Pandey (2007) Yang (2007) Mulgan (2008) Saltzstein (1992) Vigoda (2002) |
Responsividad como dimensión de la calidad de la democracia |
Énfasis en la responsividad como
una dimensión de la calidad de la democracia (resultado) o como centro de la misma idea de calidad. |
Morlino (2005, 2006, 2011) Levine y Molina (2007) Hagopian (2005) Roberts (2010) |
Fuente: elaboración propia en base a la discusión de los autores enlistados
Otras visiones de la responsividad
Para algunos autores la responsividad es un fenómeno que trasciende los gobiernos democráticos y que puede observarse en otros actores como los partidos políticos e incluso en los regímenes no democráticos. La responsividad de los partidos políticos analiza si éstos siguen las preferencias de sus militantes o del electorado en general y qué los motiva a actuar de una forma u otra. En el caso de las no democracias, la responsividad es estudiada tanto como un mecanismo utilizado para obtener información sobre el estado de una sociedad y con esto mantener el control.
La literatura sobre responsividad de los partidos políticos guarda una estrecha relación con las visiones mayoritarias/electorales. La diferencia entre una y otra radica en el foco de análisis: los partidos o el gobierno. Las dos principales líneas de investigación sobre los partidos políticos son, por un lado, los enfoques del “responsible party goverment” que suponen que éstos priorizan el ser responsivos a su militancia (Dalton, 1985; Adams, Ezrow y Somer-Topcu, 2011) y no al votante mediano; y, por otro lado, los enfoques que consideran que el motivador de la conducta de los partidos es seguir las preferencias de la ciudadanía general y así ganar elecciones (Coleman, 1999; Adams, Clark y Ezrow, 2004; Ezrow, De Vries, Steenbergen, Edwards, 2010; Arnold y Franklin 2012; Lehrer, 2012; Lee, 2014; Ezrow y Hellwig, 2014; Morlino y Quaranta, 2014; Spoon y Klüver, 2015)13.
El otro conjunto de análisis examina la idea de que los regímenes no democráticos pueden hasta cierto punto ser responsivos a pesar de que no existe un vínculo de representación con los ciudadanos como en las democracias (Chen, Pan y Xu, 2015)14. Para Su y Meng (2016) existe una “responsividad selectiva” que se da en contextos caracterizados por la ausencia de elecciones, pero en donde los gobiernos dan ciertas respuestas motivados por minimizar la posibilidad de amenazas de acción colectiva (y así disminuirlo), la necesidad de evitar que ciertos problemas escalen a niveles altos del gobierno o la búsqueda de cierto nivel de apoyo ciudadano a políticas concretas que se quieren implementar con poca resistencia (Su y Meng, 2016).
En lo que se refiere a contextos no democráticos, pero en los que las instituciones políticas funcionan medianamente y se realizan elecciones (aunque sean poco competitivas, por ejemplo), otro conjunto de estudios enfatiza que los gobiernos permiten esto porque les sirve como mecanismos para obtener información sobre las necesidades y las preferencias de sus ciudadanos (Miller, 2014). Con esta información y teniendo una motivación por tener el control y mantener la estabilidad, los gobiernos se hacen una idea sobre qué hacer o no (Boulianne Lagacé, 2013)15. En una línea similar Yap (2003), formula la idea de “mecanismos de regateo”16 que enlazan a los ciudadanos con sus gobiernos. En estos contextos, donde las elecciones no funcionan como mecanismo de control, los gobiernos pueden enfrentarse a situaciones (impulsar cierto proyecto económico, por ejemplo) en las que esperan encontrar aceptación (o al menos no resistencia) por parte de los ciudadanos. Ante esto, los gobiernos optan por conocer las preferencias de sus ciudadanos y ser responsivos a las mismas.
Visiones | Propuesta General | Autores |
---|---|---|
Responsividad en
las no democracias |
En el caso de las
no democracias, la responsividad es estudiada tanto como un mecanismo utilizado para obtener información sobre el estado de una sociedad como un mecanismo utilizado para mantener el control. |
Yap (2003) Boulianne Lagacé (2013) Miller (2014) Chen, Pan y Xu (2015) Su y Meng (2016) |
Responsividad de los partidos políticos |
La responsividad de los partidos
políticos se centra en estudiar si éstos siguen las preferencias de sus militantes o del electorado en general y qué los motiva a actuar de una forma u otra. |
Dalton (1985) Coleman (1999) Adams, Clark y Ezrow (2004) Ezrow, De Vries, Steenbergen, Edwards (2010) Adams, Ezrow y Somer-Topcu (2011) Arnold y Franklin (2012) Lehrer (2012) Lee (2014) Ezrow y Hellwig (2014) Morlino y Quaranta (2014) |
Fuente: elaboración propia con base en la discusión de los autores enlistados
Parte II: Responsividad y conceptos cercanos: Representación, rendición de cuentas y responsabilidad
Otro de los retos de la responsividad como concepto (además del que implica el salto a lo empírico) tiene que ver con la cercanía que tiene con otros conceptos como la representación, la rendición de cuentas electoral y la responsabilidad. Dicha cercanía incluso puede llegar a dar la idea de que se está hablando de lo mismo, pero desde diferentes aristas. En esta sección, se discutirán y clarificarán estos conceptos “cercanos” con la idea de explicitar más las distinciones entre los mismos.
Comenzando con la representación, y como ya se hizo referencia previamente, la discusión original de Pitkin (1967), (1989)17 en torno a este concepto sembró la base para comenzar a vincularlo con la idea de responsividad. La vinculación entre responsividad y representación política, parte de entender a esta última como “el actuar en el interés del representado, de una manera responsiva a ellos (…) el representante debe actuar de manera independiente, con discreción y juicio” (1967: 209)18. Yendo más allá, Pitkin articula la idea de que este actuar del gobierno debe esta finamente vinculado a los “deseos” de sus representados: “un gobierno representativo requiere de una maquinaria para la expresión de los deseos de los representados y que el gobierno responda a estos deseos o al menos que tenga buenas razones para no hacerlo” (1967: 232). Es decir, no basta que un gobierno tenga intenciones de actuar en función del interés de sus representados, sino que es necesario que existan instituciones que permitan la materialización de este “ser responsivo”.
A partir de lo anterior, la pregunta que surge es ¿cómo se establece esta vinculación entre representantes y representados? En las democracias actuales, la respuesta a esta pregunta es, sin duda, a través de las elecciones. Por lo tanto, representación y responsividad se conectan bajo la siguiente lógica: al ser las elecciones el mecanismo a través del cual se establece la relación de mandato entre los representantes y los ciudadanos, entonces un gobierno puede decirse representativo si es capaz de actuar en función de lo que los ciudadanos le indicaron desde las urnas. La idea es que un gobierno es responsivo a estas directrices desde la vía electoral (aquí se recuperan visiones como la ya mencionada de Powell y la “cadena de responsividad”) y, por lo tanto, es representativo.
Este texto sigue la postura de Manin, Przeworski y Stokes (1999), quienes plantean que la responsividad es una manifestación del principio de representación junto con la rendición de cuentas. En concordancia con Pitkin, para estos autores la responsividad es el resultado o la evidencia de que las acciones de gobierno se alinean a los preferencias o intereses de los ciudadanos. Sin embargo, para ellos la idea de los “ciudadanos” adquiere el sentido específico de “las mayorías”. Por lo tanto, un gobierno es representativo en la medida en que sus acciones están guiadas por lo que dictan las “mayorías”, especialmente aquellas que los llevaron al poder. Puesto de esta manera, pareciera que responsividad y representación son lo mismo. Sin embargo, cuando se considera que: a) las elecciones no son el único y exclusivo mecanismo con el que cuentan los ciudadanos para mandar señales e incentivar la acción de sus gobiernos, b) que los gobiernos no pueden solo atender preferencias canalizadas por la vía electoral (visiones mayoritarias), sino que también amerita la atención de demandas que grupos específicos han encontrado la manera de expresar; entonces se puede comenzar a pensar en la responsividad como un concepto que forma parte del fenómeno más amplio de la representación democrática.
En lo que respecta a la rendición de cuentas, se puede sintetizar este concepto como aquello que se presenta cuando un actor puede llamar a otro actor para que explique, justifique, se responsabilice por sus acciones emprendidas y asuma las consecuencias (sanción o recompensa, por ejemplo). En términos políticos, el aporte de Schedler es de suma utilidad pues define a la rendición de cuentas como el fenómeno que se presenta cuando “un actor A está obligado a informar a B sobre las acciones y decisiones (pasadas o futuras) de A, a justificarlas y a sufrir el castigo en caso de una conducta indebida” (1999: 17)19. En estos términos, pareciera que la rendición de cuentas está vinculada no solo a la idea de la responsividad, sino a la de la representación ya que alude a la capacidad que tienen los ciudadanos para evaluar (y eventualmente premiar o sancionar) el desempeño (o capacidad de respuesta) de sus gobernantes. Pero ¿cómo se materializa la rendición de cuentas? Recuperando la discusión de las pasadas líneas, mucho se ha destacado a las elecciones como el mecanismo por excelencia de rendición de cuentas.
El papel crucial de las elecciones para la rendición de cuentas estriba en que son un mecanismo clave para que los ciudadanos puedan premiar o sancionar el desempeño de un gobierno (ya sea el representante en sí mismo o a su partido) y así mantenerlo o sacarlo del poder . Por lo tanto, las elecciones son un “mecanismo de rendición de cuentas de renovación contingente” (Manin, Przeworski y Stokes, 1999: 10). Ahora bien, es importante aclarar en este punto que la idea de rendición de cuentas materializada a través de las elecciones se vincula con lo que se ha llamado teóricamente “rendición de cuentas vertical-electoral”. Empero, igualmente que con la representación, sigue surgiendo la pregunta de ¿qué pasa con todos aquellos aspectos que los ciudadanos quieren ver atendidos y que no se pueden “castigar” o “premiar” a través de las elecciones, porque no fueron (o no son) parte de plataformas electorales?
En este punto, autores como Smulovitz y Peruzzotti (2000) abonan a la discusión sobre la rendición de cuentas proponiendo otros matices. Así, presentan la idea de la “rendición de cuentas vertical social” en la cual mecanismos no electorales (pero si verticales, ya que van del ciudadano al gobierno) son puestos en marcha por los ciudadanos para controlar a las autoridades. De esta manera, los ciudadanos (agrupados en asociaciones o movimientos particulares) impulsan acciones para: promover en las autoridades la atención a ciertas demandas o solución a ciertos problemas, evidenciar deficiencias gubernamentales, posicionar nuevos temas en el debate público e incluso fomentar o incentivar el funcionamiento de agencias gubernamentales horizontales que puedan sancionar a las autoridades que no están realizando bien su labor.
Tomando en cuenta lo anterior, ¿cómo se vinculan entonces la responsividad con la rendición de cuentas? Aquí se recupera la postura de Manin, Przeworski y Stokes para quienes rendición de cuentas y responsividad son dos caras de la moneda de la representación. Así, el qué tan responsiva es una autoridad electa a las preferencias construidas desde la lógica electoral, encontrará complemento en el mecanismo de rendición de cuentas vertical-electoral (sanción o premio que los ciudadanos otorguen al desempeño que se materializa en permanecer o ser removido del poder). Similarmente, aquellas respuestas impulsadas por un gobierno para atender demandas que grupos específicos manifiestan fuera de los tiempos electorales tienen como complemento los mecanismos de rendición de cuentas verticales sociales. Lo que se puede concluir es que ambos conceptos son complementarios, pero no iguales. Su complementariedad se encuentra en el énfasis que ambos ponen en la idea del control ciudadano del poder: la rendición de cuentas al analizar mecanismos a través de los cuales la autoridad explica y justifica su actuar y cómo se ponen en marcha; mientras que la responsividad se enfoca en analizar el tipo de respuesta que la autoridad despliega en atención a demandas o preferencias.
Recapitulando, la responsividad hace referencia a qué tanto líderes políticos como gobiernos “escuchan y responden a demandas de ciudadanos y grupos” (Martínez, 2004; Mair, 2009: 11)20. Como ya se ha mencionado, la postura más común para entenderla es desde la idea del mandato emanado de un proceso electoral, a partir del cual los ciudadanos le indican al gobierno en qué debe enfocarse. La rendición de cuentas, por otro lado, apunta a la capacidad tanto de instituciones (rendición de cuentas horizontal) como de ciudadanos (rendición de cuentas vertical electoral y vertical social) para sancionar (o premiar) el desempeño de un gobierno. Finalmente, el otro concepto usualmente vinculado (e incluso confundido) con la responsividad y la rendición de cuentas es el de “responsabilidad”.
La responsabilidad parte de la premisa de que el gobierno tiene restricciones y lineamientos para actuar. Así, se entiende que un gobierno (y sus líderes) es responsable en la medida en que “actúen prudente y consistentemente y que sigan las normas tanto en procesos como en prácticas. Esto también significa apegarse a los compromisos asumidos por sus predecesores y el acatar los acuerdos que estos han creado con otros gobiernos e instituciones. En otras palabras, la responsabilidad implica que, en ciertos procedimientos, “las “manos” de los líderes están atadas” (Mair, 2009:12).
Aquí, es donde responsividad y responsabilidad comienzan a entrar en tensión y, así, a distinguirse. En términos reales, las democracias parecen estar en un constante “estira y afloja” entre ser responsivos (“darle gusto” a los ciudadanos y atender sus preferencias) y ser responsables (moverse dentro del margen de maniobra que en realidad tienen). Los gobiernos democráticos, están siempre sopesando si dar prevalencia a la rápida toma de decisiones durante crisis políticas (responsividad) o seguir los procedimientos democráticos que pueden resultar lentos para sociedades que usualmente quieren salidas prontas a problemas (responsabilidad) (Mair, 2009: 14; Goetz, 2014). La diferencia entre responsividad y responsabilidad se vuelve más clara cuando se consideran ciertas dimensiones (Goetz, 2014; Linde y Peters, 2018):
— Horizonte temporal de las decisiones: desde una perspectiva más general, se puede decir que este es el factor de diferenciación más claro entre la responsividad y la responsabilidad. Mientras que la responsividad está vinculada a decisiones cortoplacistas, la responsabilidad hace referencia a cursos de acción con una visión de más largo plazo.
—Naturaleza de los asuntos: en términos de responsividad, los gobiernos enfocan sus esfuerzos en atender (o al menos tratar) lo más rápido posibles asuntos particulares, sobre todo aquellos que se vinculen directamente con los grupos que los apoyan. Por otro lado, la responsabilidad se encauza en asuntos de mayor complejidad, que pueden llegar a afectar a segmentos más amplios de la población y no solo a los grupos directamente vinculados a los gobiernos y cuya resolución toma más tiempo.
—Mecanismos de toma de decisión: la responsividad implica la necesidad de actuar inmediatamente, entonces, la toma de decisiones está sujeta a mecanismos como la negociación con grupos que desarrollen fines puntuales para encaminar cierto curso de acción. Asimismo, los gobiernos pueden optar por tomar decisiones unilaterales que pueden llegar a imponer sin consulta previa. En el caso de la responsabilidad, al ser los problemas más complejos, los gobiernos buscan deliberar con otros actores para encontrar soluciones aceptadas por la mayoría, sacrificando en ocasiones la rapidez de los resultados o incluso llegar a la parálisis institucional.
—Motivaciones y beneficios de las decisiones: al pensar en la responsividad, se espera que actuar en el corto plazo tendrá efectos positivos como el mantener buenos índices de aprobación gubernamental. Adicionalmente, si se logra emparejar ciertas acciones con coyunturas importantes, como periodos electorales, se espera que el efecto lleve incluso a ganar en los mismos. De hecho, teóricamente se ha explorado ampliamente la capacidad motivadora que tienen los procesos electorales. En contraste, la responsabilidad involucra acciones cuyos efectos o beneficios (si los tiene) no podrán percibirse sino en el largo plazo. Esto hace que no sea fácil explotar dichos beneficios en el presente. Esta situación genera motivaciones menos pragmáticas y más enfocadas en la búsqueda de intereses que trascienden el beneficio inmediato y particularista y ven al futuro.
Resumiendo, las “políticas responsivas” lidian con temas en los que los efectos de una decisión o curso de acción se pueden ver en breve y en los cuales no es posible transferir los costos al futuro, sobre todo si se tienen en puerta procesos electorales. En las democracias, esto implica que los gobiernos están constantemente rastreando las preferencias de los ciudadanos (aquí adquiere relevancia lo planteado en la siguiente sección sobre el método de termostato para estudiar empíricamente la responsividad). En contraste, las “políticas responsables” requieren incorporar la deliberación en la toma de decisiones y, por ende, implican una tarea que consume tiempo; esto las lleva a tener un horizonte temporal más amplio en el cual los efectos y los costos políticos no se pueden ver a corto plazo ya que trascienden la lógica de los tiempos electorales y se enfocan en las consecuencias a largo plazo de ciertas políticas (Goetz, 2014: 385-387).
Se espera que esta discusión con respecto a las similitudes y diferencias entre los conceptos sea útil, ya que independientemente de si se considera a la responsividad, a la rendición de cuentas y a la responsabilidad como mecanismos esenciales de la representación, son distintos. Esto implica que pueden ser explorados en conjunto, pero también particularmente.
Parte III: Complejidad metodológica en los estudios sobre responsividad
Como otros conceptos en la Ciencia Política, la responsividad representa un reto empírico considerable al no ser tan sencillo operacionalizarlo desde la teoría. Para superar esto, se han propuesto diversas alternativas para estudiar la responsividad democrática (Wlezien, 2016). Una de las salidas más exploradas es el analizar el vínculo entre acciones de gobierno y opinión pública desde el llamado modelo del termostato. Otra opción ha sido leer la responsividad a partir de otros conceptos cercanos como la satisfacción con la democracia, el buen desempeño gubernamental, la eficiencia del gobierno, la confianza en las instituciones/gobiernos/políticos, y la legitimidad, entre otros. En cuanto a las fuentes de información, los estudios “termostáticos” de la responsividad se valen primordialmente de información extraída de encuestas de opinión, mientras que los estudios que usan conceptos cercanos pueden usar tanto datos de encuestas como otro tipo de bases de datos.
Analizando la responsividad desde el termostato de la opinión pública
El modelo termostático de la responsividad plantea que esta funciona como una relación de acción-reacción. Así, si los gobiernos son capaces de percibir las preferencias de los ciudadanos y actuar en consecuencia, esto se verá reflejado favorablemente en la opinión pública. Es posible también encontrar el efecto contrario: si el gobierno no es capaz de actuar en función de una marcada preferencia de la opinión pública, entonces ésta se reflejara negativamente en las encuestas (Jennings, 2009; Avaro, 2015; Vidal de la Rosa, 2015; Sarsfield, 2015).
Estos postulados están asociados a la idea de que la responsividad involucra el consistente actuar del gobierno en función de las preferencias de los ciudadanos y son estos los que marcan el camino a seguir en lo que respecta a cómo atender sus necesidades. Es así como dichas preferencias o necesidades se convierten en el principal insumo informacional con el que cuenta el gobierno para diseñar políticas, implementar acciones concretas o moldear sus comportamientos. Por lo tanto, desde esta óptica un gobierno es responsivo en la medida en que haya una correspondencia entre preferencias y acciones (Hedlund y Hedge, 1982; Shapiro y Jacobs, 2001; Canes-Wrone y Shotts, 2004; Gilens, 2005; Barrabas, 2007; Camobreco y Barnello; 2008; Gilens, 2009; Kang y Powell, 2010; Kelleher Palus, 2010; Hakhverdian, 2012; Hageman, Hobolt y Wratil; 2016; Rosset, Giger y Bernauer, 2016)21.
Otra característica del modelo es que plantea la existencia de un “punto de equilibrio” que corresponde al momento en que se encuentran preferencia y acción. Cuando hay un desajuste en el equilibrio (ya sea porque los ciudadanos cambiaron de preferencias o porque los gobiernos no supieron leerlas), los gobiernos buscarán ajustarse para volver a empatar. En otras palabras, a lo que esto apunta es que la relación preferencias-acciones se retroalimenta: si surge un cambio de "temperatura" de un curso de acción favorecida, se produce una señal desde la opinión pública sobre la intensidad deseada de la política pública, misma que se detendrá una vez que dicha intensidad sea ajustada (Wlezien, 1995; Jennings, 2009; Sarsfield, 2015).
Como todo modelo, hay una serie de supuestos detrás del mismo que es necesario explicitar pues condicionan su alcance explicativo. En primer lugar, se encuentra la cuestión del acceso a información, pues este modelo asume que, por un lado, los gobiernos tienen una idea de las preferencias ciudadanas (desde las encuestas); y, por otro lado, los ciudadanos tienen tanto información sobre las acciones de gobierno como cierto nivel de conocimiento para manejar dicha información y así formar sus preferencias (Soroka y Wlezien, 2008). Otro supuesto tiene que ver con la lógica de acción-reacción de la que parte el modelo, pues el termostato es útil para medir “cuánto” de algo quieren los ciudadanos (más, menos, lo mismo) y “cuánto” de eso puede dar los gobiernos (Sarsfield, 2015)22.
Partiendo desde el termostato, se han hecho múltiples propuestas para explicar qué condiciona la relación acción-reacción entre gobierno y ciudadanos. Para algunos autores, son los arreglos institucionales materializados en sistemas electorales concretos (proporcionales vs mayoritarios) los que producen distintos efectos en la responsividad (Powell, 2003; Thomas, 2011; Sarsfield, 2015; Soroka y Wlezien, 2015). En otros casos, es la relación entre los niveles de gobierno (federales vs centralizados) la que condiciona que tan responsivo puede ser, ya que afecta la capacidad del ciudadano para identificar claramente a qué actor le corresponde atender una preferencia dada (Soroka y Wlezien, 2008; Thomas, 2011; Sarsfield, 2015). Finalmente, hay quiénes han enfatizado la relación entre distintos poderes (ejecutivo contra legislativo) como el factor clave de la responsividad pues también afecta la información disponible para los ciudadanos (Thomas, 2011; Sarsfield, 2015).
Ahora bien, este modelo no es ajeno a las críticas, siendo la más fuerte la que pone en tela de juicio la idea misma de “preferencias”. ¿Qué son realmente estas “preferencias”? ¿realmente representan el sentir de los ciudadanos? (Jennings, 2009). El argumento central de estas críticas mantiene que las “preferencias” que se observan desde las encuestas de opinión no reflejan una realidad en la que es innegable la existencia e influencia de grupos poderosos sobre el hacer gubernamental y que le restan capacidad de respuesta ante las necesidades de otros ciudadanos (Gilens, 2005; Gilens, 2009). Al respecto, Sarsfield menciona que “existe evidencia a favor y en contra del modelo del termostato. Hay que decir que los hallazgos de los trabajos más recientes desfavorecen al modelo por razones que merecen atención. Las consecuencias de estos hallazgos son de gran relevancia para la teoría de la democracia. Ha sido afirmado que la secuela más importante de esta revisión del modelo del termostato es que las democracias representativas que tenemos distan del principio según el cual debe haber correspondencia entre las preferencias de los ciudadanos y las acciones del gobierno" (Sarsfield, 2015: 119). Esta conclusión, más allá de desanimar la investigación sobre el tema, incentiva a pensar en otras formas en las que se puede estudiar este fenómeno.
Otras formas para estudiar la responsividad
Las alternativas al modelo del termostato tienen que ver con utilizar otros indicadores existentes para observar la responsividad. Uno de esos indicadores es la “legitimidad” que autores como Morlino (2010) consideran como un buen reflejo de esta, ya que entre más legítimo consideren a un gobierno sus ciudadanos, se puede asumir que es más capaz de satisfacerlos y por ende más responsivo. La pregunta es ¿cómo se mide la legitimidad? La sugerencia del autor es utilizar indicadores de satisfacción ciudadana obtenidos de diversas encuestas.
Otra alternativa es la que propone Cleary (2007) y (2010) quién al ver a la responsividad como un fenómeno que trasciende lo electoral, realizó un estudio sobre México utilizando indicadores sobre el desempeño gubernamental al observar la provisión de servicios y la recaudación fiscal. Una perspectiva similar fue la base del trabajo de Moreno Jaimes (2007) sobre México, quién utilizó indicadores de cobertura de servicios como agua potable y drenaje.
Límites y problemas de la responsividad
Tratando de sintetizar lo expuesto en las dos partes previas, se puede decir que la responsividad es un fenómeno complejo de estudiar y que presenta limitaciones tanto en el plano analítico como en el metodológico. De acuerdo con esto, analíticamente existe una gran diversidad de perspectivas sobre qué es en sí misma la responsividad y cómo se puede conceptualizar. En cuanto a lo metodológico, también hay controversia con respecto a las distintas formas en que se ha operacionalizado e intentado medir.
Teóricamente, la salida más sencilla es definir la responsividad en términos de la capacidad de un gobierno para hacer lo que sus ciudadanos quieren. Esta definición se prueba más que común sobre todo en los estudios que parten de una visión mayoritaria/electoral. No obstante, surgen algunos problemas cuando se piensa en ciertos supuestos que esta visión asume. Por ejemplo, se piensa que todos los ciudadanos aspiran a lo mismo o que tienen las mismas demandas, pero ¿qué pasa con la multiplicidad de voces y posturas que son característica clave de las democracias? Es decir, se pueden reconocer algunas preferencias generales como el deseo por empleo, seguridad, salud y educación (sería raro encontrar algún ciudadano al que NO le interesaran alguno de estos temas); pero no se puede negar que hay demandas puntuales a cuya satisfacción ciertos ciudadanos aspiran. De igual manera, asume que los gobiernos siempre actúan en la misma dirección de lo que los ciudadanos quieren, pero ¿cómo se pueden explicar las acciones de gobierno que son opuestas a estas preferencias?
En cuanto a lo metodológico, se destacan las dificultades a las que se enfrenta un investigador cuando quiere vincular la responsividad con datos empíricos tanto de percepciones de los ciudadanos (medidas de satisfacción/legitimidad) como de comportamientos de gobierno (desempeño). Las preguntas sobre “satisfacción con la democracia” que son ampliamente usadas en los estudios de responsividad entran en este primer grupo y son especialmente problemáticas dado las distintas acepciones que puede asumir23. En el segundo grupo, las mediciones de responsividad a partir de indicadores de desempeño tampoco están exentas de dificultades. Por ejemplo, los datos sobre provisión de servicios representan una de las muchas formas en las que un gobierno responde a las necesidades de los ciudadanos, pero no es la única. La recaudación fiscal por su parte tiene el problema de que asumen que lo que el gobierno capta lo utiliza para atender a la ciudadanía y esto no es necesariamente así.
De igual manera, los estudios que utilizan datos de opinión pública también enfrentan problemas si se piensa que existen muchas demandas que no llegan a verse reflejadas en encuestas y no por eso quiere decir que no vayan a lograr canalizarse para ser resueltas. Su idea de qué es ser responsivo es también problemática pues al asumir una relación de acción-reacción deja de lado la posibilidad de que existen otro tipo de influencias que motivaron a un gobierno a asumir un curso de acción y que no son necesariamente las preferencias de los ciudadanos.
Reflexiones finales y retos al futuro
A lo largo de este texto se mostraron las distintas perspectivas teóricas desde donde se ha estudiado la responsividad democrática. Así en la Parte I se revisaron los principales postulados de las perspectivas mayoritarias/electorales, las perspectivas desde la participación no electoral, las de la calidad de la democracia y las administrativas-burocráticas. Adicionalmente se mencionaron otras formas de estudiar la responsividad especialmente como atributo de los partidos políticos o como un fenómeno que también se puede desarrollar en las no democracias.
No obstante que con la presentación de este panorama se mostró la riqueza analítica del concepto de responsividad, en la Parte II se complementó esta discusión al abordar la relación y diferencias entre la responsividad y conceptos afines como la representación, la rendición de cuentas y la responsabilidad. Finalmente, en la Parte III se abordó la complejidad metodológica a la que se enfrentan los estudios sobre responsividad. Ya sea que utilicen modelos termostáticos de rastreo de opinión pública para observar a relación entre acción de gobierno y preferencias ciudadanas o que se acerquen al concepto a través de otros indicadores como la legitimidad (satisfacción con la democracia) y el desempeño, no logran escaparse de las dificultades metodológicas que implica el hablar de preferencias contra hablar de demandas, el tratar con la idea de mayorías o de grupos no mayoritarios etc.
A partir de lo anterior, lo que este texto sugiere es tener una idea matizada de la responsividad, que muestre que en las democracias puede haber tanto preferencias perseguidas por mayorías, como también demandas concretas impulsadas por ciertos grupos de ciudadanos. Sean una o la otra, los gobiernos democráticamente electos enfrentan el reto de darles alguna salida. Con base en esto se considera entonces a la responsividad como la capacidad de la autoridad pública (en sus distintos niveles) para ofrecer respuestas a alguna necesidad o problema - que puede asumir la forma de una preferencia agregada o de una demanda particular- de los ciudadanos con facultades para exigirlas, ya sea a través de su voto en los procesos electorales o de otras formas de participación política.
Esta definición de responsividad incorpora entonces ciertos elementos que complementan lo planteado en las diversas posturas ya mencionadas, entre los que destacan:
— La distinción entre preferencias y demandas que se pueden asumir por los ciudadanos.
— La responsividad, dependiendo de si se habla de preferencias agregadas o demandas específicas, puede impulsar diferentes tipos de respuestas con el objetivo último de atenderlas u ofrecer una salida o solución (desde creación/modificación de legislación, generación de políticas públicas de largo alcance o salidas particulares dependiendo del problema entre otras).
En este punto vale la pena detenerse un poco y hacer explícita la diferencia entre “preferencia” y “demanda” que se plantea en el presente escrito. En lo que respecta a las “preferencias” y rescatando una idea de Powell (2003), en esencia la responsividad es la evidencia de que los gobiernos son capaces de hacer lo que sus ciudadanos quieren en términos de sus intereses. Sin embargo ¿cómo se puede saber cuáles son los intereses de todos? Y sobre todo ¿qué debe hacer un gobierno cuando hay muchos tipos de intereses? Al respecto la propuesta de Powell es que, al hablar de responsividad, se piense más en términos de preferencias entendidas éstas como la manifestación explícita de cierto interés. Así pues, para Powell, la responsividad es “la conexión entre preferencias y políticas” (2003: 3) que encuentra su cauce a través de procesos electorales, pues estos les permiten a los ciudadanos manifestar su inclinación/interés sobre cierto tema y posteriormente guiar al gobierno que de ellos emana (ver la propuesta de Powell sobre la “cadena de responsividad” discutida previamente).
En cuanto a las “demandas”, éstas hacen referencia a cuestiones/problemas específicos y que se pueden encauzar a través de acción colectiva u otras modalidades de participación no electoral. Esta idea, retoma lo planteado por Schumaker que entiende demanda como la manifestación explícita y articulada de una problemática por parte de los ciudadanos (que puede observarse en grupos de protesta, por ejemplo) hacia cierta autoridad de la que esperan solución/atención (1975). Así, se podría decir que tanto las “preferencias” (pensadas desde una óptica más agregada) como las “demandas” (desde una óptica más particular/focalizada) pueden considerarse como formas distintas de manifestación de intereses (tomado la idea de Powell, aunque no haya discutido este tema propiamente).
Así, la propuesta que se deja en la mesa es el hacer una distinción de la responsividad en dos sentidos: por un lado, se habla de responsividad electoral cuando la respuesta o tipos de atención de los representantes atañe a las preferencias de los ciudadanos con respecto a temas de importancia generalizable o agregada (por ejemplo temas como el fomento al empleo, la seguridad pública, la mejora en la educación etc.) y que usualmente se canalizan por la vía electoral. Por otro lado, se tienen casos de responsividad no electoral cuando los representantes buscan atender las demandas concretas de algunos grupos o conjuntos de ciudadanos canalizadas por mecanismos no electorales.
Esta diferenciación de perspectivas desde las que se piensa a la responsividad representa una oportunidad importante para seguir la búsqueda de nuevas maneras de estudiar este fenómeno. Por ejemplo, cuando se piensa en la responsividad electoral vale la pena preguntarse ¿qué pasa después de que se observa un cambio en el actuar de un gobierno a consecuencia de un cambio en la opinión pública? En otras palabras ¿realmente los gobiernos materializan estos cambios de comportamiento en acciones concretas como políticas públicas? ¿estas políticas públicas pudieron atender las preferencias? ¿cómo se puede medir esta alineación/o falta de alineación entre políticas y preferencias? En el caso de la responsividad no electoral es interesante preguntarse ¿cuáles son los distintos tipos de respuestas qué los gobiernos ofrecen a los grupos que demandan? ¿qué factores permiten que ciertos problemas se resuelvan y otros no?
Lo que estas preguntas dejan en evidencia, es la necesidad de dar un paso adelante en términos del análisis de la responsividad. El reto que ahora se presenta es el de reflexionar sobre los distintos componentes o elementos de la responsividad, de manera que se pueda hacer una propuesta analítica que permita abarcar los distintos tipos de responsividad (electoral/no electoral), sus actores y sus resultados. También queda puesto el desafío de pensar en algún criterio o estándar de responsividad que permita decir cuando un gobierno fue responsivo o no. Todo lo anterior, deja planteada la posibilidad de múltiples líneas de investigación futuras, al mismo tiempo que confirman el gran potencial explicativo que tiene la responsividad como concepto, sobre todo cuando se piensa en contextos democráticos.