El desmantelamiento del orden colonial y su fragmentación en poderes regionales dieron una nueva configuración político-administrativa al territorio mexicano. Éste fue el contexto, largo, doloroso y de violencias múltiples, en el que surgieron diversos liderazgos reconocidos como caudillos y caciques, entendidos por la historiografía y la sociología clásica en términos de la evolución social y política del país; los primeros, asociados al cambio y pensados en una escala nacional, y, los segundos, a la conservación de un orden tradicional y delimitados a una escala regional.1 Esta conceptualización se ha problematizado gracias a la contribución de estudios con enfoque regional que han sacado a la luz diversidad de liderazgos, su relación con los grupos sociales de los que surgieron, las redes sobre las cuales asentaron su influencia y poder, y el modo en el que participaron en la política regional y nacional en el curso de los conflictos armados que caracterizaron el siglo XIX.2 Algunos de estos estudios también han demostrado que una de las condiciones para la consolidación duradera de estos poderes dependió de su capacidad para establecer alianzas más allá del grupo social al que pertenecían sus líderes.3 Según Charles Tilly, esta capacidad fue una característica propiamente decimonónica, vinculada al proceso de surgimiento de nuevas clases sociales y de un cambio de posicionamiento ofensivo dirigido a la conquista de nuevos derechos, que implican formas de organización colectivas sostenidas en el tiempo y la creación de “repertorios colectivos comunes”.4 Ésta sería la condición para que múltiples fuerzas sociales confluyeran en luchas comunes por medio de las cuales conectaban demandas e intereses particulares con la estructura de poder nacional.
Desde esta perspectiva de la innovación en las formas de organización colectiva que adquieren el sentido de “movimientos sociales”, la valoración de los caciques regionales como ligados a la tradición y a la conservación de un status quo ha ido perdiendo sentido. A esta revaloración de los jefes regionales y sus diversas formas de liderazgo han contribuido estudios recientes que han demostrado la coexistencia entre convicciones liberales, anticatólicas y empresariales con los valores, costumbres, instituciones y habla indígenas, como en el caso del nahua Juan Francisco Lucas, que astutamente media entre el sistema de autoridad local y la red de funcionarios y agencias estatales y federales que afianzaron su dominio en la sierra norte de Puebla por medio siglo.5 Este tipo de liderazgos, sostenidos por un periodo tan extendido, contrasta con otros como el de Julio López Chávez, quien, desde el valle de México, se vinculó con ideologías políticas anarquistas llegadas de Europa que incidieron en la politización del medio rural y obrero con su plan socialista.6 O con los liderazgos yaquis que emergen de manera intermitente en un largo proceso de defensa territorial, como en el caso de José María Leyva Cajeme, cuyas alianzas con las redes de poder sonorenses lo llevaron a implementar estrategias militares y proyectos autonomistas sofisticados en el Valle del Yaqui.7 A esta revaloración sobre la diversidad de liderazgos y del ejercicio de poder también han contribuido estudios enfocados en los movimientos interclasistas que convergen en la Revolución mexicana.8
En el occidente de México, uno de los caciques mejor investigados ha sido Manuel Lozada. Su autoadscripción a la categoría de indígena, que emplea en los distintos documentos generados por el movimiento que lideró -si bien sabemos que era mestizo-, da cuenta del proceso al que se refiere Tilly, ligado a la conformación de un discurso en torno a los problemas de una clase, la indígena, que Lozada entiende como la clase “menesterosa” o “pobre” de la sociedad mexicana,9 de la cual se asume como “amigo”, “compañero”, “jefe” y “padre”.10 Este tipo de apelativos justificaron que tanto sus aliados como sus adversarios erigieran su persona como “excelentísimo general” o “cacique despótico”, o que los historiadores lo hayan estudiado como líder ejemplar, visto desde la problemática campesina o del conservadurismo popular.11 Sin embargo, al considerar la diversidad de alianzas y de fuerzas heterogéneas que caracterizaron el movimiento de los Pueblos Unidos -nombre con el que sus adherentes se dieron a conocer-, este artículo recupera la multiplicidad de liderazgos que hicieron posible que el movimiento alcanzara tan extraordinaria extensión en tiempo y espacio, más allá de Manuel Lozada.
Esta revisión explora el papel crucial que tuvieron otros líderes militares, quienes, con Lozada, dan cuenta de una cartografía de relaciones de poder articuladas en torno a la tierra y organizadas entre el bajío, los valles y las serranías del entonces séptimo cantón de Tepic.12 Desde los valles, Manuel Lozada, Andrés Rosales y Domingo Nava consolidaron la organización de los Pueblos Unidos en defensa de sus bienes colectivos y la expansión de los cultivos comerciales. En el bajío y desde la jefatura política de Tepic, el general Carlos Rivas Góngora -en articulación con la red de hacendados empresarios- impulsó la comercialización de la agricultura en el cantón. Desde las serranías, los comandantes Alejandro Guerrero y Dionisio Gerónimo organizaron los contingentes coras, huaynamotecos y huicholes de la Sierra de Nayarit con base en relaciones de intercambio interétnico y en defensa de sus autonomías.
El artículo se estructura en dos partes. La primera estudia la trayectoria y organización militar del movimiento que da cohesión a esta multiplicidad de relaciones e intereses políticos y sostiene la unidad del conjunto más allá de sus contradicciones. La segunda se concentra en las particularidades de cada una de estas regiones, su problemática, historias, liderazgos y bases sociales, para destacar las relaciones de colaboración y de antagonismo que los vincula en su conjunto. Propongo que analizar el movimiento de los Pueblos Unidos en su configuración tripolar resulta fructífero, no sólo al proporcionar la plataforma que permite vincular los intereses de cada sector social con la estructura de poder nacional, sino al revalorar las diferencias internas al movimiento que crearon mecanismos que evitaban la concentración de poder y, con ello, los faccionalismos que finalmente surgieron en sus últimos años. El reconocimiento de los liderazgos divergentes, más allá de la problemática campesina, revalora también el carácter interclasista e interétnico de los movimientos sociales que han sido destacados en otras regiones y periodos de la historia nacional.
“Aquí todos somos uno”: la organización militar de los Pueblos Unidos
En 1863, el diario local de Tepic El Amigo del Orden Nacional13 escribía con entusiasmo:
Aquí todos somos unos, nuestras visuales todas se dirijen a un punto, este punto es el Excmo. S. general D. Manuel Lozada. El gobierno político marcha con una uniformidad fraternal con el Cuartel General; la prensa, otro de los poderes sociales, sigue las mismas inspiraciones de ambas autoridades; una porción de hombres inteligentes están reunidos a la sombra de todos estos poderes, que son los destinados a hacer del Territorio la parte mas fuerte y unida de la nación.14
Este lenguaje sobre la unión fue recurrente en la prensa local durante la década de 1860, la más prometedora, aunque también la más violenta para los pueblos del séptimo cantón. En ésta se consolidó la organización entre pueblos, colectivos y líderes entrelazados por relaciones contradictorias de colaboración y de antagonismo, las cuales fueron superadas por un modo de hacer colectivo: la guerra. Pero las victorias alcanzadas no sólo se deben a sus hombres más visibles, sino a la extraordinaria organización militar creada conjuntamente entre 1858 y 1873.
El lenguaje sobre la unión que puso en circulación la prensa local tomó forma en la figura de Manuel Lozada, a quien erige como núcleo de esta unión y promueve positivamente. Mientras esta lo describe como un “hombre laborioso, honrado, legal, justiciero y lleno de clemencia y piedad con sus enemigos”,15 la prensa adversaria abunda en apelativos racistas y deslegitimadores que se intensificaron en el curso de su vida.16 Sin embargo, la exaltación de su figura parece desmesurada cuando se considera otro personaje central para el movimiento conservador en occidente. Se trata de Carlos Rivas Góngora, hombre notable de la oligarquía local que la prensa de Guadalajara calificaba de “faccioso” y “bandido”, que sólo se distinguía “de los demás bandidos en que se [vestía] de chaqueta y pantalón” y que tenía “muy buenas relaciones con el clero y con los contrabandistas”.17 El vínculo entre estos personajes hace volar la imaginación, pues, si bien su alianza se cimbra en el campo de batalla, es posible que se haya tratado de una gran amistad.
Entre 1859 y 1861, Lozada y Rivas destacaron por sus destrezas en hacer la guerra y organizar el cuerpo militar conservador del cantón que la prensa de Guadalajara redujo a gavilla: “los indios de Álica no forman un cuerpo compacto ni organizado, ni merecen por lo mismo, el nombre de ejército”.18 Por un lado, con las fuerzas que primero formaron parte de la gavilla de Álica, cuya organización incipiente fue descrita en 1855:
Las armas de fuego no todas son útiles; aseguran que hombres y armas eran cosa de treinta, vienen muy mal vestidos, la tercera parte viene en calzón blanco, traen un clarín y al entrar y salir lo tocaron, no se les conoce disciplina alguna porque para montar y desmontar les dicen monten o apéense.19
Entre 1857 y 1858, esta “gavilla” se había conformado como “las fuerzas de los pueblos unidos”, con gente de poblados entre la sierra de Álica y la sierra del Nayarit. Voluntarios, piquetes rurales y batallones sostenidos por los hacendados de la región también se integraron a las tropas auxiliares del ejército conservador, con el llamado de Tacubaya. Entonces, el ejército conservador no contaba con los medios suficientes para sostener el control más allá del centro del país, por lo que el apoyo de bases regionales para la obtención de recursos y de información sobre movimientos del enemigo, así como las redes de contacto y colaboración con grupos económicos, políticos regionales, fue clave en la instalación de gobiernos afines y la organización del sistema de defensas.20
En el curso de esos primeros enfrentamientos, Carlos Rivas Góngora ascendió en la jerarquía militar. Fue nombrado coronel de auxiliares de infantería por Félix Zuloaga, en 1856; coronel de caballería de auxiliares por Leonardo Márquez, en 1859, y general de brigada por el ministro de guerra José María Herrera y Lozada, en 1861. Este último rango fue ratificado durante la Intervención francesa y el Imperio.21 Entre los jefes de los Pueblos Unidos, Manuel Lozada, Andrés Rosales y Domingo Nava también destacaron como hombres de armas. Sin embargo, Lozada lo hizo de manera sobresaliente, y es a él a quien se le atribuyen méritos militares extraordinarios: de coronel de caballería en 1859, bajo el mando del general Fernando García de la Cadena, asciende a general en 1862, junto a Carlos Rivas. Una serie de batallas en diversos puntos del occidente, en las que la relación del número de fuerzas y de pérdidas humanas con las del enemigo son verdaderamente apabullantes, los condujeron a ambos a la gran victoria atribuida a la recuperación de la plaza de Tepic el 2 de junio de 1862, que mantuvieron bajo su control hasta 1873.22
En 1862, se emitió un decreto sobre la organización del Primer Cuerpo de Auxiliares del Ejército, dando cuenta de su dimensión.23 Se componía de dos divisiones. La 1ª División de Álica, bajo el mando de Lozada, se compuso de las brigadas San Luis, comandada por Domingo Nava (con 4 batallones de infantería y 2 regimientos de infantería, formados por 34 compañías); Huaynamota, al mando de Alejandro Guerrero (con 3 batallones de infantería y 1 regimiento de caballería formados por 11 compañías), y Bolaños, liderada por Ventura García (con 3 batallones de infantería y 2 regimientos de caballería formados por 12 compañías). Sólo esta última brigada alcanzaba los 2 300 hombres.24 La 2ª División del Bajío de Tepic, con Carlos Rivas como su general en jefe, se compuso de las brigadas de Ahuacatlán, al mando de Julio García (con 3 batallones de infantería y 1 regimiento de caballería formados por 26 compañías), y Compostela, comandada por Fernando García de la Cadena (con 3 batallones de infantería y 1 regimiento de caballería formados por 18 compañías).25 Esta división sabemos que se compuso de 2 000 hombres y ascendió a 3 500 con la incorporación de los cuerpos conservadores “sueltos” de Jalisco entre mayo y agosto de 1863.26
En julio de 1863 se prosiguió con la organización del territorio en ocho distritos militares: Tepic, San Luis, Huaynamota, Bolaños, Ahuacatlán, Compostela, San Blas y Santiago. Manuel Lozada instaló el cuartel general en su pueblo natal, San Luis, al que se trasladaron todas las familias de los empleados en el gobierno militar, entre éstos su secretario particular y “compadre” Miguel Oceguera. De él dependió el nombramiento de los jefes de las brigadas, batallones y demás cuerpos, conforme a la “ordenanza general del ejército”. En cada cabecera se estableció un consejo militar, conformado por un comandante que fungía como presidente y dos oficiales subalternos de la clase de capitanes que servían como vocales secretarios. En caso de delitos, le competía al consejo practicar las diligencias para la averiguación de los hechos, dar cuenta al cuartel general y notificar al juez ordinario para que juzgara conforme a las leyes ordinarias.27
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Fuente: CartoCrítica. Investigación, mapas y datos para la sociedad civil. 2019
Mapa 1 Primer Cuerpo de Auxiliares del Ejército en 1862
En cuanto a la organización general de los soldados auxiliares, pasaban revista el primero de cada mes y se registraban en el padrón que cada pueblo mantenía con la lista de hombres en edad y condición física para combatir. Jean Meyer señala, además, que diez por ciento permanecía siempre en armas, según un sistema de rotación que aseguraba una movilización mínima y permanente, así como la familiaridad de todo el contingente con las prácticas milicianas. Estos soldados se encargaban de su alimentación y estaban armados con lanza, sable, machete, puñal, pistola y fusil.28 De cada soldado dependía el aprovisionamiento de armamento y de parque (cuatro paradas de parque por plaza).29 Como retribución o botín de guerra, se beneficiaban del ganado vacuno, caballar y mular tomado de los enemigos, para el cual se expidió la Ley de Marcas Públicas, que estableció marcas de fierro para cada pueblo.30 Su circulación y porte de armas era estrictamente regulada, y sólo se toleraba con un pasaporte emitido por el cuartel, el cual estaban obligados a mostrar a la entrada de Tepic. El tamaño y número de los contingentes fue creciendo y decreciendo en el curso del movimiento. También se crearon cuerpos y piquetes de voluntarios cuando las coyunturas lo requirieron. A los desertores del ejército liberal que se incorporaban como nuevos reclutas se les ofrecía el valor de las armas con las que llegaban, y se reiteraba que la leva se prohibía en el territorio.31
A partir de 1864, las compañías fueron reorganizadas en veinte batallones e integradas
[...] en clase de auxiliares a la causa de imperio que aunque en la actualidad se encuentran separadas de las armas puedan ser llamadas por el Gral. Lozada cuando sus servicios se necesiten en el concepto de que todos son de la mayor confianza por su adhesión al actual orden de cosas.32
Con esta adhesión se comprometieron a sostener una fuerza de mil caballos y dos mil infantes listos, así como a vigilar los caminos entre Guadalajara y los puertos; se acordó el relevo del personal de la tropa para atender sus labores agrícolas, y, por vez primera, ésta recibió un salario quinquenal, que disfrutó entre abril de 1864 y marzo de 1866, bajo la condición de que las tropas francesas no pisaran el séptimo cantón y respetaran la independencia de la autoridad en Tepic.33 Entonces, los jefes fundadores de los Pueblos Unidos -Domingo Nava y Andrés Rosales- figuraron al inicio como comandantes y después con grado de coroneles. Éstos asumieron un papel más destacado cuando se dio el relevo generacional y la muerte de algunos comandantes de la primera generación, como Ventura García, asesinado por miembros de la brigada de Bolaños que se disuelve,34 posiblemente de Alejandro Guerrero que deja de figurar en la documentación, y un poco más tarde, de Julio García que se rebela por su cuenta.35 En estos años, figura Dionisio Gerónimo como comandante de infantería; su liderazgo se constituyó al atraer nuevos contingentes indígenas y posicionarse sobre Huaynamota, que quedó bajo su mando. Cuando el embarco de las tropas francesas era inminente, en asamblea general se resolvió levantar el Acta de neutralidad, en diciembre de 1866.
A partir de entonces, los cambios fueron vertiginosos y la relación de fuerzas en la esfera política nacional se reconfigura. Manuel Lozada, como dirigente de los Pueblos Unidos, se abocó a los problemas agrarios: se creó una nueva comisión de deslinde y reconocimiento de terrenos; se instauraron asambleas anuales, y, con la emisión de pronunciamientos, planes y manifiestos, se hicieron públicas las posiciones políticas defendidas por los Pueblos Unidos. Al mismo tiempo, Lozada marcó su distancia de los grupos de poder y decidió no prestar más su “cooperación” a ningún partido, ya fueran juaristas, lerdistas o porfiristas.36 También se desligó del proyecto autonomista de Tepic: “que la promesa de reconocer nuestro Estado, no ha sido mas que un embroyo con que se ha querido mantener en la inacción a estos pueblos, y que por lo mismo no será extraño que ellos busquen otros medios para satisfacer sus legitimas aspiraciones”.37 Con la muerte de Carlos Rivas, en 1870, los primeros pueblos en desprenderse de la organización de los Pueblos Unidos fueron Compostela y San Blas, revelando “una marcada antipatía” hacia aquéllos, así como contra “los actos del Cuartel General”.38 A pesar de que Lozada “transfirió” la dirigencia de los Pueblos Unidos a Domingo Nava, no impidió el brote de “desavenencias y discordias” que fracturaron el movimiento desde dentro.39
El 17 de enero de 1873, el Plan libertador, proclamado en la sierra de Álica por los Pueblos Unidos del Nayarit, anunció la última campaña militar. El Gobierno federal respondió con el despliegue de diez mil soldados que penetraron la sierra de Nayarit por todos los rumbos. Fue el último intento de los Pueblos Unidos por recuperar su posición. Dos años habían pasado desde la muerte de Carlos Rivas.
Asentada la trayectoria y dimensión extraordinaria de la organización militar, se pondrá atención en la diversidad de liderazgos que sustentó dicha organización en su configuración tripolar.
Los valles y cañones de la sierra de Álica: convergencia de luchas ante agravios comunes
Jean Meyer liberó a Manuel Lozada de la serie de dicotomías que habían restringido una mejor comprensión de su papel histórico, sacando a la luz las múltiples relaciones en juego para entender el problema agrario en occidente: las que se desenvuelven entre hacendados y campesinos, de las que surge el ranchero; aquéllas entre el clero y los feligreses, de donde surge el párroco, y las existentes entre indígenas y no indígenas, de las que emerge el mestizo. Con ello, visibilizó en el plano geográfico una porción del territorio nayarita -entre valles, cañones, río y cuencas- que separa al bajío y las llanuras costeras con las montañas del sur de la Sierra Madre Occidental, conocida en las fuentes como la sierra de Álica: es aquí donde brotó el germen del descontento que detonó la organización de los Pueblos Unidos del Nayarit.
Entre sus actores principales, destaca, por supuesto, Manuel Lozada, del que mucho se ha escrito y especulado y cuya historia de vida y del lugar donde nació son representativos de las condiciones sociales de la época. Becerrero, vaquero y caballerango de la hacienda de San José de Mojarras, entró en conflicto con la familia de ésta y se le negó trabajo en las demás haciendas de la región. Así inició su vida de marginación. Se tiene noticia sobre su primer encarcelamiento en 1848, en Tepic; alrededor de 1850 se incorporó a la gavilla de un tal Rodrigo González, y al poco tiempo lideraba la suya, conocida como gavilla de Álica.40 Su lugar natal, San Luis, es el núcleo en el que aprendió la vulnerabilidad del medio rural del México independiente. Según los cronistas franciscanos, San Luis fungió como zona de amortiguamiento entre las poblaciones criollas en las tierras cercanas a Tepic y los pueblos de indios coras insumisos hasta 1722; fue fundado tempranamente en el siglo XVI con indígenas de Cuagolotán, y poblado por otros “más nuevos”, hablantes de castellano.41 A pesar de que obtuvo sus títulos de propiedad en 1675, la vida de los habitantes de San Luis se desenvolvió en una serie de conflictos con la hacienda de San José Mojarras. Con la Independencia, fueron saqueados, y, desde 1822, solicitaron de nuevo la titulación de sus tierras a Guadalajara, pero este se entorpeció por dos procesos simultáneos: el primero debido a las medidas expedidas por el obispo de Guadalajara, Diego de Aranda, para fortalecer el control de la Iglesia sobre los bienes y terrenos de cofradía, que detonó tensiones entre feligreses y miembros del bajo clero, y, el segundo, por las primeras disposiciones de la década de 1830 para deslindar la propiedad corporativa en el contexto de la expansión de la frontera agrícola hacia los valles y las colindancias con los ríos San Pedro y Santiago, especialmente codiciados para el cultivo de algodón en pleno auge comercial.42
Esta presión detonó un primer proceso organizativo. En defensa de sus bienes colectivos, los cofrades de los pueblos de Santa María del Oro, Jala y Tequepespan se organizaron para defender la “economía espiritual” de los pueblos -expresión de Aaron Van Oosterhaut-, que empleaba dichos bienes como “moneda” para pagar las misas, así como para la manutención de la iglesia, las necesidades de los cofrades en tiempos de enfermedad o de muerte, o como apoyo en tiempos de hambruna, peste o guerra. Tras décadas de lucha, Andrés Rosales -junto con otros representantes de los pueblos afectados- logró recuperar el dinero de la venta de los bienes de cofradía de Nuestra Señora de la Asunción de Santa María del Oro que el cura había acaparado.43 En noviembre de 1857, este personaje era el principal firmante del primer pronunciamiento en nombre de la “fuerza de los pueblos unidos-los indígenas de los pueblos unidos”, el cual se manifestaba en contra del hostigamiento de las haciendas a sus familias y tierras, de las que eran “dueños desde tiempo inmemorial”.44 Simultáneamente, Manuel Lozada -ya conocido en la región como el jefe de la gavilla de Álica-, junto con representantes de los pueblos de Pochotitán y Huaynamota, envió al gobierno de Jalisco una solicitud de indulto en la que declaraba “ser hombre de bien”, a pesar de que “a fuerzas” lo querían “hacer ladrón”, por lo cual no tuvo otro remedio más que incorporarse “con los Indigenas de los Pueblos Unidos, que se hallan también en la Sierra”.45
Con agravios comunes, las luchas convergieron y se gestó la alianza entre gente de los pueblos de San Luis, Pochotitán, Huaynamota, con los de Santa María del Oro, Jala y Tequepespan. Conjuntamente, organizaron los primeros ataques a las haciendas de la región, como los perpetrados a la hacienda de Mojarras, al grito de ¡Viva la religión!, en grupos de hasta 90 hombres, denunciando el hostigamiento a sus familias y tierras. Para 1858, Manuel Lozada es nombrado dirigente de los Pueblos Unidos, y Carlos Rivas Góngora su apoderado general, para resolver, por la vía legal, la invasión de los terrenos que argumentaban poseer desde fecha inmemorial.
Desde mi perspectiva, estos pueblos tejieron el primer nodo del movimiento de los Pueblos Unidos del Nayarit, nombre que continuó apareciendo en los pronunciamientos más tardíos, pero, en la década de 1850, esta organización incipiente fue vista por la prensa como una gavilla más de las que proliferaban en la región, aunque vinculada con los “contrabandistas” del cantón. En realidad, la prensa se refería a los tratos que la gavilla de Álica -bajo el mando de Lozada- había entablado con una serie de familias de la oligarquía tepiqueña -entre ellas la de Carlos Rivas- para fungir como escolta en el tráfico terrestre de las mercancías que llegaban desde San Blas y debían ser transportadas rápidamente debido a la humedad y la polilla del puerto, lo cual la posicionó por encima de las gavillas de la región.
En la documentación temprana se encuentran los nombres de los actores que tendrán un papel decisivo en el desarrollo del movimiento: elogiados y odiados por su destreza en el campo de batalla; escalando en la jerarquía de la organización militar que se consolidó en los siguientes años; firmando los pronunciamientos que legitimaban el movimiento, y participando en las asambleas de los pueblos y comisiones para el deslinde y reconocimiento de terrenos en los litigios con las haciendas vecinas. Unidos por agravios semejantes que los vinculan como parte de la “clase indígena”, cuyo contexto de uso la hace equivalente a la “clase menesterosa”, esta unidad no se articuló conforme a una identidad étnica compartida, sino desde una problemática común que afectaba a los pueblos del medio rural en el proceso de expansión capitalista.46 Los primeros pasos en la organización y conformación de un lenguaje común -el asumir un nombre colectivo en tanto Pueblos Unidos del Nayarit- dan cuenta del cambio de posicionamiento defensivo hacia uno ofensivo, en el sentido enunciado por Charles Tilly.
Entre los cientos de militantes que participaron en este movimiento, tres nombres fueron cruciales en su desarrollo y desenlace: Manuel Lozada, Andrés Rosales y Domingo Nava. Compañeros de armas por casi 20 años, su ruptura marcó el fin de una lucha en común. Rosales hizo prisionero a Lozada, quien fue fusilado en 1873, y Nava se mantuvo como líder de la organización militar, aliado a las fuerzas liberales triunfantes. El mismo que en 1870 había llamado a los pueblos “a hacerse justicia por sí mismos”, pues “jamás se ha[bía] visto que el débil triunfe del poderoso”,47 en 1879 hacía un llamado a los pueblos a “seguir en sus ocupaciones, siempre sumisos, obedientes y respetuosos con las autoridades que nos ha mandado el Gobierno”.48 Tras tantos años de lucha, de expectativas y decepciones acumuladas, este viraje parece un acto de supervivencia. Su transición hacia el nuevo orden político aseguró su posición como parte de la estructura de gobierno local y de la Guardia Nacional, para ser testigo del deterioro de las condiciones del medio rural.
Articulación de intereses privados y relaciones políticas en el bajío de Tepic
La década de 1850 fue experimentada de modos muy disímiles por los habitantes del séptimo cantón de Jalisco. Mientras los pueblos de los valles se organizaban para hacer frente a la fragmentación y despojo de sus bienes, los negocios de los hacendados y empresarios tepiqueños eran favorecidos por la caída del precio mundial del azogue, que abría márgenes positivos de rentabilidad para nuevas empresas mineras, así como por el jugoso mercado para el comercio de algodón, habilitado por las repercusiones de la guerra de secesión en Estados Unidos.49 En este contexto, la familia Rivas destacó por su papel en la articulación de los intereses privados y las relaciones políticas necesarias para el sostenimiento del desarrollo económico, pues, como sugiere Mario Contreras, éste no se vio interrumpido ni por el movimiento independentista ni por la Guerra de Reforma.50 De la familia Rivas, Carlos -como abogado consolidado con experiencia en cargos públicos- tuvo un papel decisivo en la capitalización del descontento campesino en el contexto de la confrontación entre liberales y conservadores, que localmente se tradujo en un recrudecimiento de tensiones entre Tepic y Guadalajara.
Esta experiencia daba continuidad a una tradición familiar que, desde hacía generaciones, había logrado mantener bajo su control cargos públicos estratégicos, lo que pone de relieve sus habilidades para posicionarse y transitar entre órdenes políticos. El bisabuelo, Pedro de la Riva Salazar, había llegado a la comarca tepiqueña en 1746, desde Baja California, donde había combatido a los indígenas cochimies con el gobernador Huidobro. El hijo de éste, Agustín de Rivas y Liñan, fungió como subdelegado del Territorio de Tepic en 1793 y amasó su fortuna en la recaudación de las aduanas y las salinas del territorio; le tocó participar en las luchas independentistas de lado de los realistas, hasta su muerte en 1818.51 La transición de la familia hacia el nuevo orden político fue garantizada por sus hijos Ildefonso y Manuel Rivas y Ríos, quienes participaron del lado de los independentistas y juraron el Plan de Iguala.52 Ambos hermanos desempeñaron varios cargos, como alcaldes del Ayuntamiento de Tepic y como administradores de la aduana marítima y terrestre del puerto de San Blas, donde circulaban acusaciones sobre “fraudes atribuidos a los empleados en las rentas generales y otros cómplices del comercio”.53
Manuel, el padre de Carlos, fue quien entabló las primeras relaciones con Eustaquio Barron Cantillón. Este último llegó a la región en 1822, atraído por las oportunidades comerciales que ofrecía el puerto de San Blas, y, de manera astuta y veloz, impulsó una carrera en la diplomacia y los negocios, estableciendo una extraordinaria red de alianzas empresariales en casi todo el litoral del noroeste mexicano, la cual involucraba a diplomáticos, comerciantes, prestamistas, mineros y miembros de la armada británica.54 Esta red se consolidó gracias a las alianzas matrimoniales de los nuevos inmigrados con la élite local y regional, que abrieron paso a inversiones extranjeras y nacionales en rubros diversos como la minería, la manufactura de textiles, la producción de azúcar y aguardientes y la agricultura comercial, impulsada por el proceso de desamortización iniciado desde la década de 1830 con tierras que salieron del control eclesiástico. La red se expandió con la creación de la casa comercial Barron, Forbes y Co., hacia Guayaquil, Manila, San Francisco y Londres. Los rumores sobre sus prácticas de contrabando fueron bien conocidos (la prensa de Guadalajara le llamó Roban & Robes).55
El éxito y rentabilidad de estas empresas comerciales dependía del establecimiento de una red de funcionarios que favorecieran sus intereses en el aparato administrativo político local y desde Guadalajara. Aquí, siguiendo la tradición familiar, los hermanos Rivas Góngora de la cuarta generación fueron estratégicos en el desempeño de estas funciones entre 1850 y 1873, como administradores de la aduana de San Blas y regidores, alcaldes y jefes políticos de Tepic.56 En 1849, Carlos Rivas Góngora adquirió las haciendas de San Cayetano y Trigomil, de más de diez mil hectáreas, dedicadas a la caña de azúcar, y, más tarde, Manuel, su hermano, la hacienda Mora. Mariano Rivas vendió la hacienda de San José Mojarras -la legendaria vecina conflictiva del pueblo de San Luis- a la casa Barron y Forbes, en 1855.57 Sin embargo, al mismo tiempo que se beneficiaron de este desarrollo económico, fueron testigos de las tensiones sociales que acarreaba la expansión de la frontera agrícola hacia el altiplano, en su necesidad por incorporar nuevas tierras a los cultivos comerciales como la caña de azúcar y el algodón, especialmente hacia los valles y cañones con cuerpos de agua permanentes, así como de su impacto destructivo en los terrenos boscosos, terriblemente masacrados por el comercio de maderas como el palo de Brasil, el cedro y la caoba.58
La confrontación entre estos hacendados empresarios que empujaban la frontera agrícola hacia las tierras recién desamortizadas y los representantes de los Pueblos Unidos que intentaban defender a las mismas dio un giro cuando Tepic se pronunció a favor del Plan de Tacubaya. Entonces, la hacienda de San Cayetano se convirtió en cuartel militar y depósito de víveres para sostener una guerra que duró casi diez años, en lugar estratégico de conferencias entre actores de la esfera política, militar y empresarial, pero también de descanso predilecto de los obispos que visitaban el cantón.59
De aquí en adelante, el destino de los Pueblos Unidos y de Carlos Rivas Góngora estaba sellado. Para los Rivas y aliados, cuyos intereses se fincaban entre Acaponeta, Compostela, Tepic y Ahuacatlán, o lo que se conoció como el Bajío de Tepic, esta alianza implicó el apoyo militar necesario para dar cauce a sus aspiraciones independentistas y dar los primeros pasos en la segregación del séptimo cantón de Jalisco, con el objetivo de liberarse de las medidas fiscales -tomadas desde Guadalajara- que limitaban sus empresas comerciales. Para los Pueblos Unidos, la alianza fue crucial, no sólo por ser el eslabón clave con la élite local responsable de sus agravios, sino porque, como jefe político del cantón, implementó medidas para frenar la desamortización y revertir la adquisición de los bienes de la Iglesia.60 Asimismo, la alianza dependió de que Rivas Góngora asumiera el encargo de Apoderado General de los pueblos indígenas, asegurando así el indulto a los sublevados y mediando los primeros pasos en la medición, deslinde y apeo de los terrenos en conflicto.
A finales de la década de 1860, estos conflictos seguían sin ser resueltos, de modo que, en coordinación con Domingo Nava, Rivas Góngora participó en la Comisión de deslindes y reconocimiento de terrenos de, por lo menos, Ixtlán, Jala, Jomulco y Ahuacatlán.61 Entre la máxima de Lozada de “dar a cada cual lo que es suyo”62 y la respuesta de Rivas Góngora que establece la diferencia entre lo que “según sus títulos es suyo” y lo que “ellos están tomando que creen suyo”,63 la tarea resultó sumamente compleja y fue detonante de tensiones, tanto al interior del movimiento como con la oligarquía local. Estos procesos quedaron inconclusos con su muerte el 16 de diciembre de 1870: una “pérdida irreparable”, tanto para los pueblos como para Manuel Lozada, que lo consideraba su “anciano amigo”.64
Ese año, la erupción del volcán del Ceboruco, a manera de presagio, anunciaba un periodo de cambios vertiginosos y el principio de una nueva etapa en la vida política del país. La clase política y capitalista de Tepic se alejaba de los jefes de los Pueblos Unidos; Benito Juárez moría dos años después y, en su lugar, Sebastián Lerdo de Tejada era presionado para poner fin a la “cuestión de Tepic” por su carácter “inconstitucional”. Los demás hermanos Rivas fueron relevados de los cargos públicos en el periodo de transición, mas su lugar en el nuevo orden fue asegurado por la quinta generación, dando continuidad a la tradición familiar de los Rivas. Carlos Rivas Gómez, hijo, se convirtió en secretario particular del general José Ceballos -quien quedó a cargo de la campaña de pacificación de la sierra de Álica tras el fusilamiento de Lozada-, y después de Manuel González, asumiendo diversos cargos públicos en el gobierno porfirista.65
Relaciones interétnicas y defensa de autonomías en la sierra de Nayarit
Mientras los intereses de los pueblos de los valles y de la oligarquía tepiqueña convergían en un programa común a pesar de sus intereses divergentes, una tercera alianza había de gestarse. El pronunciamiento del Plan de Tacubaya abrió un vacío de poder que creó las condiciones para la sublevación de muchos pueblos, entre ellos coras, huaynamotecos, tepecanos y huicholes de la sierra de Nayarit, al oriente del río San Pedro y norte del río Santiago, que marcaban los límites de una frontera histórica. Si bien no todos lo hicieron al mismo tiempo, bajo la misma bandera ni por las mismas razones, en su incorporación a los Pueblos Unidos (y, como parte de éstos, a las fuerzas militares conservadoras), dos líderes fueron destacados: el huaynamoteco Alejandro Guerrero y el cora Dionisio Gerónimo.
La sublevación de estos pueblos infundió gran temor en la región. Entre diciembre de 1857 y enero de 1858, la jefatura política de Tepic reportaba a las autoridades de Guadalajara que habían convocado a los “fieles al Gobierno” para el restablecimiento del orden.66 Hábilmente, los poderosos de Tepic hicieron de las suyas para liderar la “pacificación” y comisionaron a Manuel Lozada para entrevistarse con “los sublevados de Nayarit”, en el pueblo cora de Jesús María, en marzo de 1858, al que también asistieron representantes de los pueblos coras de la Mesa del Nayarit, San Francisco, San Juan Peyotán y del pueblo de “mejicanos” de Huaynamota.
La adhesión de los pueblos serranos al conflicto, en el contexto de la creciente confrontación entre liberales y conservadores, fue capital político importante aprovechado por los tepiqueños, sustentado en el temor histórico que estos pueblos infundían en todo el occidente. Era bien sabido que los pueblos coras de esta sierra fueron los últimos en someterse al gobierno español, con lo que se ganaron la reputación de guerreros tenaces. Esta notoriedad no terminó con su “conquista”, en 1722, sino que se mantuvo gracias a los “cabecillas” rebeldes que lideraron levantamientos en el transcurso del siglo XVIII, y al “incógnito” Máscara de Oro -como lo recordaba Manuel López Cotilla en 1843-, quien, entre 1801 y 1802, aglutinó a más de 23 pueblos de las tierras bajas, los valles y la sierra bajo la bandera de la Virgen de Guadalupe -en esta revuelta se sospechó la participación de miembros de la élite criolla-.67 Como puede verse, el establecimiento de alianzas más allá de lo local no era algo novedoso en la región.
Esta dinámica histórica tuvo un papel determinante en la identidad nayarita que paulatinamente fueron asumiendo los habitantes del séptimo cantón. La resistencia histórica que caracterizó a los pueblos serranos fue central en las identidades políticas de sus pobladores, así como en las pautas y condiciones del poblamiento de la comarca tepiqueña. Los pueblos “fronterizos” de los valles, como San Luis, Pochotitán, Tequepespan, fueron fundados con indígenas nayaritas bajados de la sierra, a los cuales se les ofrecieron garantías sobre sus tierras, hasta que, en la década de 1830, perdieron su estatus de protección.68 Esta situación también benefició a la sociedad criolla asentada tempranamente entre Acaponeta, Compostela, Tepic y Ahuacatlán, al consolidar su posición social en la conquista del Nayarit, obteniendo títulos nobiliarios y mercedes de tierras, acaparando las redes habilitadas por el puerto de San Blas, convertido en departamento naval en 1769, el cual atrajo a familias como la de los Rivas.
Los coras asentados en pueblos-misión fueron integrados al sistema de milicias indias de esta frontera novohispana, que abarcó más de treinta pueblos hablantes de lenguas diversas entre la costa, los valles y la sierra. Huaynamotecos trasladados a las llanuras costeras fueron empleados como marineros y vigías del puerto de San Blas, en la defensa contra los piratas que asolaban las costas.69 Además, coras de la sierra produjeron jarcia de los magueyes nativos para la elaboración de velas, y se emplearon de manera estacional en las minas, haciendas ganaderas, labores de trigo y trapiches de las tierras bajas, constituyendo la fuerza indispensable para el desarrollo económico regional, de la cual también dependieron los serranos, especialmente en tiempos de sequía y escasez.
Parte importante del funcionamiento del gobierno de la frontera fue el sistema de privilegios y exenciones tributarias desmantelado a inicios del siglo XIX, así como la presencia de evangelizadores que, a finales de la década de 1820, abandonaron las misiones por falta de insumos. El único franciscano en la sierra durante la década de 1850 fue fray Vicente Buenaventura Cárdenas, en Jesús María, quien dejó testimonios sobre la sequía y hambruna de 1852, cuando los serranos “salieron en bandada”, en busca de trabajo, a las haciendas de caña de azúcar y de arroz;70 también narró los estragos de la epidemia de cólera de 1850.
Fray Buenaventura consideró que la sociedad cora estaba polarizada entre “creyentes y mitoteros”.71 Al sector de creyentes se asocia Dionisio Gerónimo. Éste envió una carta al obispo Pedro Espinosa Dávalos en 1854, desde la Mesa del Nayarit, solicitando sacerdotes: “estando en una necesidad tan grande, como estamos de sacerdote para qe nos de los auxilios divinos y nos ynstruya en la Fe de Jesuschristo”.72 Esta solicitud legitimó el reposicionamiento de la mitra de Guadalajara en la región del Nayar, y se expidieron recursos para cubrir el salario de misioneros de base y el establecimiento de escuelas.73 No es de ignorar que el autorreconocimiento como cristiano implicaba el establecimiento de otra relación indisoluble: el vínculo con el Estado y la sociedad criolla (y mestiza).74 Es posible suponer que esta solicitud respondió también a una situación específica: un llamado a su protección debido a las invasiones de “vecinos” dispuestos a ganar terrenos en las tierras altas, posiblemente expulsados de sus propios terrenos con el proceso de desamortización.
Estas invasiones fueron causa directa de la incorporación de Huaynamota a los Pueblos Unidos, en 1857. El futuro comandante militar, Alejandro Guerrero, en el encuentro al que Lozada fue comisionado, en marzo de 1858, declaró, de manera franca: “nosotros ya no admitemos que los vecinos vuelvan a venir a vivir como estaban entre nosotros todos los que habían comprado terrenos si no quieren dejarlos que los levanten con todo y piedras”.75 Además, se exigieron los términos de su representación política: “Nosotros respetamos al Gobierno que se establesca para lo que en el todo lo que se nos ofresca nos entenderemos con una persona que nombremos para que ella lo haga a nuestro nombre con la autoridad y no de otra manera”.76 Esta persona fue Carlos Rivas, que para entonces había asumido el encargo de Apoderado General de los Pueblos.
La documentación con la que se cuenta es fragmentaria. Por ésta, sabemos de acciones de guerra lideradas por Alejandro Guerrero, entre 1858 y 1865, hacia la sierra de Huajicori (al norte de Acaponeta) para combatir al batallón que paradójicamente también se llamó Pueblos Unidos, “formado con gente de la Sierra que se había conservado fiel a la República”, es decir, aliados al bando liberal en combinación con el general Ramón Corona, quien pasó su adolescencia en el mineral del Motaje.77 En estas operaciones participaron su segundo al mando, Marcelino Taisán, y fuerzas huicholas de Guadalupe Ocotán, para “el cuidado de las fronteras”, recuperando el término novohispano que designaba estos territorios.78 El batallón de Huajicori también se internó en la sierra cora en diversas ocasiones, por ejemplo, en la campaña organizada por Pedro Ogazón, en 1862, que mandó apresar a algunas familias, y a fusilar a trece individuos del pueblo de Santa Teresa, “por ser estos de los traidores mas apolladores del bandido de alica”; incidentes semejantes ocurrieron en San Lucas y la Mesa del Nayarit.79
Los vínculos entre los pobladores indígenas de ambas regiones tienen una larga historia. Los pueblos de la sierra de Huajicori fueron fundados en el siglo XVII con “nayaritas”, coras y huaynamotecos, bajados de las serranías, que medio siglo más tarde participaron en la conquista militar de la Mesa del Nayarit como milicianos de la Corona.80 A finales del siglo XVIII, sus pobladores eran aún hablantes de cora y de “mejicano”, pero las guerras insurgentes arrasaron muchos de sus pueblos, detonando movimientos poblacionales y atrayendo nuevos habitantes, posiblemente tepehuanes.81 Es difícil determinar la etnicidad de éstos para el periodo en cuestión, mas sabemos que padecían agravios semejantes por la desamortización de los bienes de cofradía y las invasiones de vecinos.82 De tal modo y a pesar del vínculo con Ramón Corona, la confrontación entre estos pueblos, más que a la lógica antagónica liberales-conservadores, se ligaba a otras condiciones, en las que intervenían relaciones de parentesco, bélicas, comerciales y de tipo ritual, pues sabemos que tanto coras como huicholes transitaban por esta serranía en su paso hacia la costa para abastecerse de sal, y, hasta finales del siglo XIX, se documenta la entrega de ofrendas en lugares de culto en la zona.83
Dionisio Gerónimo, comandante cora de la Mesa del Nayarit, destaca en la documentación entre 1865 y 1873.84 Desde la carta que dirigió al obispo de Guadalajara, en 1854, hay un vacío hasta 1865, cuando figura como comandante de batallón en las tropas auxiliares imperiales. Gerónimo, como Guerrero, fue crucial en atraer milicianos de otros pueblos para organizar los contingentes serranos. Su posición como comandante militar de la Mesa del Nayarit es un hecho de suma importancia cuando se considera la jerarquía ritual y militar de este sitio en la historia del Nayar. Con la organización de los Pueblos Unidos, la influencia de la Mesa del Nayarit fue parcialmente restituida y se extendió hacia sitios más allá de “su comprensión”, es decir, hacia los demás pueblos coras y huicholes, que consideraba sujetos a su autoridad.85 La constitución de su liderazgo debió basarse en una red de vínculos interpersonales, sustentada en el sistema de intercambios rituales que vinculaba a los pueblos coras con los huicholes en torno a los sitios de culto en los cerros colindantes a la Mesa del Nayarit.86
El desempeño de Gerónimo en las campañas militares de los Pueblos Unidos le valió el ascenso al rango de coronel; para 1873, la prensa de Guadalajara lo identificaba como “gefe de todos los indios coras”, bajo el presupuesto de la unidad en el sector indígena.87 A él se encomendó la empresa de tomar la ciudad de Zacatecas en 1873 -nunca llevada a cabo-, durante la última gran campaña del ejército lozadista tras el Plan Libertador, en el que Gerónimo encabeza la lista de firmantes. Cuando depuso las armas, lo hizo en “representación de todos los habitantes de la Mesa del Nayar”, es decir, su autoridad militar se limitó a su pueblo.88 Una vez pactada su integración a las tropas liberales de Guadalajara, se le encomendó la organización de los pueblos indígenas sometidos, coras y huicholes. También se le confió la “pacificación” de los pueblos que se mantenían rebeldes, como Huaynamota, el último en mantenerse en pie de lucha, y a cuyos “cabecillas” finalmente condujo a Tepic.89
Esta última etapa en el mando de Gerónimo dio un vuelco a la tradición cora del ejercicio del poder, según el cotejo de la documentación etnográfica e histórica sobre este grupo. De ésta, se desprende que los liderazgos militares que emergen en coyunturas de guerra se distinguen por estar vinculados a la estructura de poder nativa, la cual los somete a procesos de deliberación con las demás instancias de poder, como los gobernadores, principales y mayordomos. Sin embargo, cuando Gerónimo sostuvo su posición de líder militar una vez disuelta la confederación de los Pueblos Unidos, dio un giro hacia un poder de tipo coercitivo, ejercido hacia dentro y fundado en una estructura de autoridad externa y estatal.
No sabemos más sobre Gerónimo a partir de esta fecha. Lo que sí es una certeza es que, en los años posteriores, las comisarías auxiliares fueron desmanteladas y, desde Tepic, se designaron jueces de paz, dependientes de la Jefatura política, “a fin de que la acción de la autoridad sea mas inmediata y eficaz”, y para evitar su erección en municipalidad, “por no estar todavía la mayor parte de aquellos habitantes en aptitud para ejercer el derecho del sufragio público y porque no hay allí el número suficiente de individuos capaces para desempeñar los cargos del Municipio”.90 Entre los jueces de paz designados, reconocemos antiguos militantes de los Pueblos Unidos, que posiblemente accedieron a los cargos políticos instaurados por el nuevo régimen, independientes de las estructuras comunitarias mermadas por la guerra, la llegada de la peste, la escasez de alimentos y los movimientos poblacionales que se registran entre los pueblos del Nayar.
Plataforma común y liderazgos divergentes: apuntes finales
En este artículo se ha recuperado el papel estratégico que ejercieron Carlos Rivas Góngora, Alejandro Guerrero, Dionisio Gerónimo, Andrés Rosales y Domingo Nava tanto en la conformación de las redes de apoyo regionales a las fuerzas conservadoras en occidente, como en la consolidación del movimiento de los Pueblos Unidos del Nayarit, junto a Manuel Lozada. Su naturaleza divergente reside en las esferas de poder sobre las cuales constituyeron sus liderazgos, cuyas dinámicas y arraigos fueron más allá de la coyuntura de la guerra, aunque se consolidaron en ésta. Se ha propuesto la configuración tripolar de las relaciones de poder que sustenta y extiende el movimiento en un lapso extraordinario, entre 1858 y 1873. Los casi 20 años de lucha y de convivencia entre “compañeros de armas” gestaron una organización y lenguaje común. El discurso sobre la “unidad” fue uno de los conceptos compartidos entre todas las clases y etnias, que cimentó la identidad regional de lo que más tarde se llamó Nayarit, epónimo del gobernante cora de la Mesa del Nayarit que lideró la última resistencia al gobierno español.
Las diferencias entre los liderazgos forjaron las redes que sustentaron la plataforma común que vinculó los intereses de cada sector con la estructura de poder nacional. A pesar de que los diversos líderes que sobrevivieron a Rivas y Lozada fueron integrados a la verticalidad de este poder estatal, es posible valorar los logros alcanzados por cada sector en el curso del conflicto.
Los jefes de los valles consolidaron su poder en una doble coyuntura: la expansión de la agricultura comercial y la desamortización de bienes eclesiásticos. La situación de estos líderes representativos de la dinámica del conservadurismo popular en occidente no se aleja del liberalismo popular de la sierra del Norte de Puebla descrito por Florencia Mallon, en cuanto defienden las condiciones de su participación en la política nacional desde una situación de autonomía. ¿Se habría adaptado Lozada al régimen de Díaz de manera semejante a Juan Francisco Lucas en la sierra Norte de Puebla? En Nayarit, este proceso de autonomía llegó a su cúspide a finales de la década de 1860 cuando se instauraron las asambleas anuales de los Pueblos, asumieron una posición política en el ámbito público y lograron cierto grado de democratización, pues, con o sin la plena voluntad de Manuel Lozada, la dirigencia de los Pueblos fue trasladada, primero, a Domingo Nava en 1869 y, después, a Ramón Galván en 1870. Tanto Lozada como Nava participaron activamente en el diseño de la nueva política del territorio, que, en coordinación con la Jefatura política de Tepic, expidió medidas para control del ganado, leyes contra ladrones y asesinos, de saneamiento, vigilancia de caminos, reparación de edificios públicos, prohibición de bebidas embriagantes, etcétera. A esta articulación entre las instituciones modernas y la estructura militar, Jean Meyer la llamó el sistema bipolar, a la que adjudica la fuerza del movimiento.91 San Luis de Lozada se elevó a la categoría de villa, con la cual aseguró mayor participación en las decisiones políticas como cabecera del segundo distrito que incluye Pochotitán, Tequepespan, Zapotán, Santa María del Oro y Camichín. En San Luis, crearon escuelas de primeras letras, la academia de música y la parroquia, al parecer financiada por el propio Lozada.92
Como lo sostuvo Aaron van Oosterhaut, también considero que los Pueblos Unidos no defendieron a la Iglesia, sino a la fe.93 Esta diferencia hizo pertinente que Lozada robara la imagen de Nuestro Señor de la Ascención del pueblo vecino de Santiago Ixcuintla y la instalara en San Luis por una década. En palabras del periódico oficial de Tepic, no se trató de un robo sino del “sentimiento religioso” de Lozada, que lo llevó a “salvar” la “venerable imagen del Señor de Santiago”, trasladándola a San Luis, con el fin de atraer numerosos fieles y contribuir al aumento de su escasa población.94 Pero, a diferencia de la sierra norte de Puebla, donde -según Guy Thomson- el “sistema de cacicazgos” no se constituyó en torno a la problemática de la tierra, la configuración de liderazgos en Nayarit sí dependió de ésta. La intensidad de intereses confrontados por los jefes de los Pueblos Unidos implicó que los destinos de Juan Francisco Lucas y de Manuel Lozada corrieran con suerte distinta. En este punto, el desenlace fue trágico. En las últimas cartas que Lozada escribió a Domingo Nava, ya alineado al gobierno de Jalisco, insistió: “al tocar el punto de terrenos no se te pase que los terrenos que reconoce San Luis están bien legalizados y reconocidos por dos agrimensores y un licenciado que puso el gobierno”.95 Sin embargo, con su fusilamiento, los hacendados tepiqueños ignoraron este reconocimiento y retomaron por la fuerza las propiedades que consideraban suyas, exigiendo “cantidades fabulosas por el arrendamiento”, a pesar de las medidas tomadas por el jefe político para mediar el proceso.96 Hasta 1917, San Luis seguía pidiendo la restitución de sus terrenos, que no obtuvo con la reforma agraria.97
En cuanto a Carlos Rivas Góngora, su incorporación a la historia del conservadurismo popular en su dinámica multiregional -como Zachary Brittsan propone entenderla- da cuenta de las interacciones en juego: por un lado defiende sus intereses de clase, pero por el otro se ve obligado a negociar y conceder en beneficio de las demás clases, campesina e indígena (en su sentido posrevolucionario). Como buen conservador, sus sentimientos religiosos también fueron exaltados, por ejemplo, al nombrar al Señor Misericordioso de la parroquia de Compostela general en jefe de su brigada.98 También, fue persistente en el objetivo autonomista que él y la red de hacendados empresarios se habían planteado. De Miguel Miramón obtuvo el primer decreto que reconoció el Territorio del Distrito de Tepic, en 1859; del Segundo Imperio, el reconocimiento del Departamento de Nayarit, en 1865; del gobierno juarista, la creación del Distrito Militar de Tepic, en 1867. En estas negociaciones participaron también Luis Rivas Góngora, Carlos Rivas Gómez (hijo de Carlos) y Manuel Payno, como diputados por Tepic, en alianza con una vertiente liberal que no veía inconveniente en pactar con “caciques locales” para asegurar la pacificación nacional y fortalecer el gobierno juarista.99 Sin embargo, como lo sostiene Mario Contreras, esta división político-administrativa tendió en sentido contrario a la articulación económica, fragmentando mercados, aumentando costos de transacción, disminuyendo el potencial económico de la comarca.100
Sin duda, Carlos Rivas fue firme defensor del proyecto conservador, en el campo de batalla y a la sombra, mas el éxito de las campañas proyectaron sus aspiraciones políticas: en 1863, los oficiales de sus brigadas lo proclamaron gobernador del Departamento de Jalisco con el Plan de Tetitlán,101 y en 1865 fue nombrado Comandante Militar del Departamento de Mazatlán.102 Aun así, su figura no fue expuesta públicamente, y, con la misma discreción, quizá ya enfermo, se retiró de la vida pública, cuando el sueño conservador se desmoronó. La articulación entre intereses económicos y políticos en redes de poder fue progresivamente institucionalizada. Su hijo Carlos Rivas Gómez fue el encargado de ello, como heredero de la tradición familiar, reposicionándola en el nuevo orden político, como operador del proyecto modernizador de occidente en el gobierno de Porfirio Díaz.
En cuanto a los pueblos de la sierra de Nayarit, el desenlace tampoco parece afortunado. Plantea la pregunta de si la vinculación de Dionisio Gerónimo con el aparato estatal fue la condición para la supervivencia del sistema de autoridad político-religioso de los pueblos coras, o si se trató de una solución que lo acerca a la figura clásica del cacique moderno que aprovecha las redes de poder para dominar la vida política local por medios violentos y para su beneficio personal. Lo cierto es que los pueblos serranos lograron liberarse de los “vecinos” invasores de sus tierras. Otro logro sobresaliente fue la recuperación de los sitios de culto, incluidos los templos católicos, es decir, la posibilidad de ejercer sus prácticas rituales sin la necesidad de esconderse y con la tolerancia de los franciscanos que regresaron a las antiguas misiones, así como el fortalecimiento de su sistema de autoridad -incluidas las mayordomías-, legitimado por su pertenencia a la confederación de los Pueblos Unidos desde una situación de autonomía. Estos logros fueron concertados con base en el sistema político-ritual sobre el que se funda la autonomía indígena de cada pueblo, y que entreteje toda la sierra del Nayar, desde el oriente en Acaponeta-Huajicori hasta los pueblos huicholes del oriente.
Tanto la sujeción de las autoridades coras a la Jefatura política de Tepic como la secularización de las misiones en las décadas de 1880 y 1890 marcaron una nueva etapa en la vida de estos pueblos, que deberá investigarse con detenimiento. Sólo así podremos avanzar una interpretación sobre el ejercicio de poder de los líderes militares indígenas en la coyuntura de la Guerra de Reforma y la subsecuente verticalización del poder detonada por la estructura estatal. Sin embargo, esta sujeción (los pueblos no adquirieron la categoría de municipio sino hasta 1939) demuestra el fracaso del Estado moderno de hacerse en sus márgenes. Para los serranos, esto significó un nuevo repliegue: los pueblos fueron abandonados y se retiraron hacia sus rancherías para continuar con sus prácticas y costumbres, lejos de la mirada vigilante del gobierno en turno, es decir, una disolución del poder a nivel comunal en favor del sistema parental: un acto bien conocido en su repertorio de acción política.