El conflicto armado que surgió hace más de sesenta años en Colombia como una guerra por el territorio ha traído consigo una ola de violencia que parece no tener fin, sin embargo, los últimos acuerdos de paz firmados en el año 2016 entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) dan cuenta de la intención de construir una realidad diferente en la que las desapariciones forzadas, las masacres, los despojos, las extorsiones, la violencia sexual, los secuestros y el reclutamiento no sean noticia diaria.
Una de las estrategias adoptadas en este proceso hacia la reconstrucción del tejido social es “la educación para la paz”. Mediante ella se busca formar una sociedad democrática en la que se valoren y respeten las diferencias, así como los derechos humanos. Para esto se crearon los “estándares básicos en competencias ciudadanas” y después la Cátedra para la Paz, no obstante, Morales (2021) señala varios puntos que hacen controvertida su implementación y eficacia: 1) poca claridad en los objetivos de la Cátedra para la Paz, 2) insuficiente acompañamiento y capacitación de los docentes, 3) la visión universalista de educación para la paz que se maneja invisibiliza las diferentes necesidades de cada localidad al proponer soluciones generales, y 4) la falta de apoyo institucional y de recursos para la realización de proyectos. Además, este mismo autor señala que debería cuestionarse el concepto de paz, pues para que esta sea verdadera no solo debe eliminarse la violencia directa, sino también la estructural y cultural. Asimismo aboga por una “educación crítica para la paz” que observe las relaciones de poder y promueva la agencia y la ciudadanía participativa.
Es en este escenario donde en el libro Docencia rural en Colombia: educar para la paz en medio del conflicto armado, Marcela Bautista y Gloria González, sociólogas y académicas con amplia experiencia como consultoras e investigadoras en políticas educativas, buscan mostrar la influencia de la educación y del personal docente en la superación de la violencia y la construcción de una paz duradera a través del análisis de las condiciones de formación y permanencia de docentes y directivos de quince zonas rurales altamente afectadas por el conflicto armado y la pobreza multidimensional —salud, educación, trabajo, vivienda y servicios básicos— en la que se encuentran debido al abandono del Estado.
Si bien esta obra escrita a dos manos con un lenguaje sencillo y directo tiene como primera intención ofrecer un vasto panorama sobre las circunstancias de docentes rurales en Colombia y a partir de ello proponer alternativas pertinentes de formación que abonen a garantizar una educación de calidad que contribuya a alcanzar la paz, lo cierto es que la presente investigación va más allá al profundizar en los factores sociales, económicos, políticos y culturales que pueden favorecer, pero también obstaculizar, que la educación sea una herramienta de transformación en entornos rurales. Esta es una de las grandes aportaciones del texto: complejizar la educación rural para ampliar su comprensión y dimensionar su posible impacto en generar entornos pacíficos, así como para mostrar las dinámicas estructurales que la limitan, pues hay problemas sistémicos más profundos que perpetúan la desigualdad educativa. Retomando las palabras de Galván (2020), este estudio muestra “el interés renovado que existe en la región por el conocimiento de la escuela rural, el diálogo establecido —no libre de tensiones— con las políticas educativas y la búsqueda compartida de una escolaridad inclusiva en los territorios rurales” (p. 48), ya que en la mayoría de los países de Latinoamérica la educación rural ha recibido poca atención desde la investigación educativa.
Para empezar, una de las discusiones más interesantes que las autoras plantean es la problematización de qué se entiende por ruralidad. Coinciden con De Grammont (2004) en que ya no se puede acotar lo rural al campo o a las actividades agropecuarias, sino que prevalece una relación de interdependencia entre lo rural y lo urbano que da lugar a procesos de hibridación cultural que responden a la reconfiguración de las culturas —medios de comunicación y tecnología—, la migración y el desarrollo de nuevos modelos socioeconómicos y políticos. En Colombia la diversidad de ruralidades se ve determinada por los grados de conflicto armado, la localización geográfica, la cultura, las actividades productivas de sus habitantes, su cosmovisión y sus procesos históricos. El desconocimiento de las particularidades de los territorios rurales ha dado pie a que no existan acciones y políticas diferenciadas que atiendan las verdaderas necesidades de sus poblaciones, perpetuando la inequidad y las brechas sociales prevalecientes entre las zonas rurales y urbanas.
En lo educativo, tal omisión del Estado es de suma gravedad si se considera que al menos una tercera parte de docentes y estudiantes viven en áreas rurales. Ejemplo de ello, y en el que ahonda esta publicación, es la poca pertinencia en la formación inicial, continua y posgradual de los docentes rurales. Aprenden a desarrollar, sobre la marcha, estrategias vinculadas con cuestiones didáctico-pedagógicas, de adaptación y supervivencia, de manera autogestiva y en el mejor de los casos con el acompañamiento solidario de sus pares y directores (mentorazgo). Aunque como menciona Tardif (2013) muchos de los conocimientos docentes no se restringen a lo teórico, sino que también se relacionan con su práctica en las aulas, sus interacciones con estudiantes y el entorno socioeducativo e institucional en el que trabajan, sin duda, la homogeneización en la formación del magisterio afecta el ejercicio de la docencia en las ruralidades. Igualmente, tienen menos posibilidades de acceder a un posgrado y cuando lo hacen es mediante el uso de recursos económicos propios, en centros educativos de baja calidad con opciones de formación poco adecuadas. Asimismo, los cursos o capacitaciones que llegan a recibir, en su mayoría, no tienen un impacto real en su práctica docente dado que son muy breves o no responden a sus demandas. Sin embargo, como subrayan las investigadoras “… con o sin programas de formación y acompañamiento específico para la ruralidad los 112,912 docentes y directivos que actualmente se ubican en los establecimientos rurales del país cuentan con una trayectoria que les provee los recursos intelectuales y profesionales para su desempeño en las aulas” (p. 155); esta situación no exime al Estado de su responsabilidad de dar apoyo y herramientas a los docentes para llevar a buen puerto la misión titánica de formar ciudadanos para la paz
.Adicionalmente, el texto advierte que el aprendizaje de los estudiantes rurales —indígenas, campesinos y afrodescendientes— se ve comprometido debido a que las propuestas curriculares son inadecuadas al no tomar en cuenta ni su situación socioeconómica ni su cultura ni sus ritmos de vida. En este sentido cobra fuerza el planteamiento de Jairo Arias (2017) sobre la necesidad de una pedagogía rural que considere el contexto, las experiencias, las prácticas y los saberes locales, y que promueva dinámicas interculturales que ayuden a erradicar la discriminación prevaleciente para que así la educación que se ofrezca sea pertinente y no una mera adaptación de un modelo educativo pensado para el entorno urbano. Es la escuela la que debe ajustarse a las circunstancias del estudiantado y no a la inversa.
A pesar de las circunstancias adversas en las que trabajan los docentes rurales como resultado del conflicto armado y de la violencia estructural ejercida tanto por el Estado como por el Ministerio de Educación y las Secretarías de Educación Territoriales al no brindarles las condiciones laborales apropiadas —salario, seguridad, bonificaciones, vivienda, apoyo emocional, etcétera— ni tampoco las herramientas intelectuales y los materiales fundamentales, una cuestión peculiar es el alto porcentaje de maestros que deciden permanecer en las escuelas rurales. Esto responde, según diferentes relatos de los docentes rurales, a factores intrínsecos y extrínsecos, como la estabilidad laboral, la relación con la comunidad, el arraigo al territorio, la atención más cercana que se puede dar a los estudiantes, el estatus social que tienen en la ruralidad y la autovaloración del propio trabajo como importante para incidir en el cambio social y en las trayectorias de los jóvenes.
Otra idea central de este riguroso estudio es el doble papel que desempeñan los docentes rurales: el de víctimas y el de agentes de cambio. Tales roles no son estáticos, van cambiando de acuerdo con las circunstancias que se presentan, y sobre todo ante la necesidad de mantener abiertas las escuelas y salvaguardar la propia vida y la de la comunidad escolar. Para ello, sin previo entrenamiento, a los docentes y directivos les ha tocado negociar con el conflicto armado, ser agentes de paz, pues aun cuando se habla sobre el bajo rendimiento y la escasa calidad de la educación ofrecida en las escuelas rurales, lo cierto es que son de los pocos espacios en que los niños, niñas y jóvenes de estos territorios pueden ejercer su derecho a la educación, a aprender y acceder al conocimiento y la cultura. Así, los docentes y directivos rurales se convierten en sujetos políticos que toman un posicionamiento ante aquello que ocurre a su alrededor, lo que les permite su permanencia y sobrevivencia.
Con todo, son los mismos docentes quienes cuentan que no salen ilesos de dicha empresa, ya que su salud mental y emocional se ve afectada y no hay algún servicio que dé seguimiento a situaciones de este tipo. Dar apoyo a los maestros para procesar el miedo, el dolor y los sentimientos de frustración que menoscaban su calidad de vida, curarse, es imprescindible para avanzar en su formación como educadores para la paz. Adicionalmente, es imprescindible proporcionarles herramientas teóricas y metodológicas para promover en sus estudiantes habilidades socioemocionales que les permitan resarcir los efectos nocivos de la violencia cotidiana.
Con base en los principales hallazgos y conclusiones, así como en el análisis de algunas experiencias internacionales, en el último capítulo titulado “Aportes de política para el desarrollo profesional de los docentes y directivos rurales” las autoras formulan algunas claves y recomendaciones de política educativa a nivel nacional y territorial para elevar y mejorar las condiciones de los maestros y directivos que se encuentran en la ruralidad. Esta es otra de las grandes contribuciones del libro. No solo identifican las problemáticas, sino que proponen estrategias para solucionarlas y hacen un llamado a las instancias educativas y gubernamentales que deberían implicarse en tal proceso. Del mismo modo, hacen énfasis en que es determinante un mayor compromiso político y económico del Estado si se quiere que haya un verdadero cambio en la educación rural.
Indiscutiblemente, los seis capítulos que integran esta obra ofrecen una perspectiva actual y profunda de la educación rural en Colombia, ya que a partir de los temas que se abordan se invita al lector a dignificar y reconocer la gran labor de los docentes y directivos rurales, además de que se valora la escuela rural como un espacio de resistencia y esperanza en el que se pueden gestar procesos hacia la construcción de paz, la cohesión social y la equidad, tarea que se torna compleja ante la presencia del conflicto armado y la ausencia del Estado para proveer de las condiciones de vida mínimas para los habitantes de estos territorios y sus centros educativos.
Por otro lado, en el campo de la investigación educativa, esta obra muestra la relevancia de seguir indagando sobre lo que ocurre en los territorios rurales desde una mirada abierta y renovada que permita construir alternativas educativas no hegemónicas que comulguen con las peculiaridades de cada comunidad rural, dejar atrás la concepción de lo rural como atraso, y más bien apostar por modelos educativos pertinentes y no excluyentes que tomen en cuenta la diversidad de ruralidades que coexisten en Colombia y en el resto del mundo.
De igual forma, sería de gran relevancia recuperar las experiencias que docentes y directivos han llevado a cabo en sus escuelas para crear entornos pacíficos que puedan servir a otros espacios educativos y también que sean consideradas en la elaboración de políticas públicas que vayan más allá del ámbito escolar, de manera que permeen a la sociedad, entendiendo que el camino hacia la paz es un proceso que nos concierne a todos y todas.