Introducción
En este breve poema, Emily Dickinson -ejemplo canónico de la ausencia de reconocimiento en vida, pese al valor atribuido hoy a su obra- equiparaba una abeja con la fama para sugerir que esta tiene múltiples caras: una agradable (song), otra peligrosa (sting) y otra, acaso, volátil y efímera (wing). La poeta norteamericana compuso este texto en la segunda mitad del siglo XIX; desde entonces, con el fenómeno de mundialización y el surgimiento de la llamada sociedad digital, la idea de fama no ha hecho sino multiplicarse en la medida en que también la sociedad -o la percepción de la misma, si se prefiere- ha hecho lo propio.
De este modo, en este trabajo se pretende ofrecer una perspectiva ilustrativa de la fama en el contexto actual de la sociedad digital, tres décadas después de la aparición de la web en 1989. Así, se parte tanto de la noción misma de fama como de su concepción y relevancia históricas, cuando la tecnología digital era poco menos que una entelequia difícil de imaginar. Con ello se busca no solo entender mejor el contexto contemporáneo, preñado de redes sociales, influencers y arte mercantilizado, sino también vislumbrar en cierta medida el venidero. El objetivo último no es emitir un discurso sesgado a favor o en contra de las redes sociales, sino radiografiar determinadas situaciones derivadas de su uso. La práctica totalidad de los seres humanos está sujeta, en mayor o menor medida, a la fama.
La fama: concepto y pasado
En sentido estricto, la fama, como la justicia o la belleza, no es más que una condición intangible, pues no puede experimentarse de un modo físico directo; en todo caso, son sus diversas concreciones y realizaciones (como es el caso de las llamadas celebridades: personas famosas) y sus consecuencias sociales (mayor poder adquisitivo, por ejemplo) las que agregan un componente tangible indirecto. La fama produce, no obstante, efectos de carácter emocional en quienes la ostentan o ambicionan, y posiblemente incluso en quienes, simplemente, piensan en ella de manera esporádica.
A efectos teóricos, cabe tomar la fama más como una idea que como un concepto, entendiendo que la primera pertenece al dominio de la filosofía y el segundo al de, sobre todo, la ciencia (Bueno, 2009). Como se argumentará, resulta complicado objetivar la fama desde un punto de vista estrictamente científico, ya que se trata de una atribución social, inevitablemente extrínseca, cuyas implicaciones psicológicas y emocionales a menudo rebasan los límites de una definición cerrada gnoseológicamente. La existencia de la fama, en cuanto que referente abstracto, cesa en el momento en el que nadie la piensa; depende enteramente de una humanidad que la valide mediante el pensamiento.
Tanto la idea o concepto de fama como lo afamado en sí están, pues, supeditados a un reconocimiento externo: la persona, el animal, el objeto, el lugar y el resto de entes susceptibles de recibir fama necesitan que alguien se la atribuya para poder ser considerados como famosos. Si bien la lista de posibles recipientes de la fama es extensa, el ser humano es el único que puede otorgarla: como también sucede con los derechos, pura invención humana en pos del bienestar social, ni un animal ni, desde luego, un objeto o un lugar tienen la capacidad de conferir fama, que además suele requerir de un cierto consenso colectivo, en ocasiones tácito. La socialización del ser humano posibilita la fama, y esta lo circunda e impregna, a menudo con efectos tan opuestos como la consagración o el hundimiento social (la comúnmente llamada mala fama). La celebridad está, en fin, fuertemente enraizada en los códigos y convenciones sociales de la humanidad. Sus características, no obstante, han virado a lo largo del tiempo en función de los diversos mecanismos propios de cada periodo.
En época caballeresco-cortesana se establecía, como ha recogido Alejandro García-Reidy (2018), una diferenciación entre la fama adscrita al linaje (intrínseca opredeterminada) y aquella adquirida porlavirtud de las acciones realizadas. En rigor, la idea de una fama ligada intrínsecamente al linaje se antoja aporética: supóngase un escenario en el que no hay más seres humanos sobre la Tierra que los del propio linaje; ¿seguiría este último gozando de fama aun sin posibilidad alguna de reconocimiento externo? Evidentemente, este razonamiento no es pertinente en términos sincrónicos en la medida en que atenta contra la creencia imperante del periodo histórico. Sin embargo, desde una perspectiva temporal contemporánea la idea de una fama por linaje presenta síntomas de agotamiento ya que, especialmente con la aparición de la sociedad digital, han surgido nuevas formas de fama que siglos atrás no habrían sido posibles.
En realidad, la visión de la fama del Renacimiento bebe directamente de aquella de la Antigüedad, en la que, como asevera María Rosa Lida de Malkiel (2006, p. 11), “el amor a la fama es un impulso enérgico y fecundo como el que más en la vida y en el arte”. Frente a esta, la fama de la época medieval presenta un talante mucho más vinculado con la actitud ascética y espiritual, con la importante salvedad de los códigos de honor caballerescos y cortesanos, que después se heredarán también en época renacentista. De la fama en estos últimos aporta numerosos ejemplos Lida de Malkiel: el Libro de Apolonio (2006, p. 190), el Poema de Fernán González (2006, p. 238), el Conde Lucanor (2006, p. 284) o el Amadís (2006, p. 314), por citar solo algunos. Incluso en un texto híbrido como la Comedia de Dante, conmixtión de paganismo y sacralidad, la fama está en ocasiones presente en un sentido más renacentista que medieval debido a, entre otros elementos, la figura del poeta latino clásico Virgilio, que dice las siguientes palabras a Dante:
[…] No me seas perezoso, que la fama no llega mientras duermes ni te viene a alcanzar bajo las sábanas; y quien sin ella su vivir consume deja la misma huella allá en la Tierra que el humo en aire o que la espuma en agua. (Alighieri, 2018, pp. 216-217)
La idea de la fama como inmortalidad terrenal subyace claramente en el fragmento, si bien la obra concluye en términos más divinos y espirituales. También en las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique (2013, p. 132), se da una ambivalencia entre la tradición medieval de la ascética cristiana y una concepción renacentista de la fama como perduración en la memoria de las generaciones siguientes. Esta última es la fama que imperó después en tiempos de Cervantes y de la que el escritor goza aún hoy, más por su obra literaria que por su trayectoria vital (Lucía Megías, 2016, p. 13). Ya en el siglo XX, en 1925, José Carlos Mariátegui reflexionaba sobre la situación del artista en el contexto de su tiempo, próximo y similar en no pocos aspectos al actual. El del escritor peruano es un ensayo lúcido, en el que evidencia ser consciente del cambio de paradigma. A pesar de esta claridad de pensamiento, se percibe también en el texto un sentido de inevitabilidad, de imposibilidad para cambiar la situación de un mundo que marcha cada vez más acelerado. Así comienza Mariátegui “El artista y la época”:
El artista contemporáneo se queja, frecuentemente, de que esta sociedad o esta civilización, [sic] no le hace justicia. Su queja no es arbitraria. La conquista del bienestar y de la fama resulta en verdad muy dura en estos tiempos. La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores. La obra de arte no tiene, en el mercado burgués, un valor intrínseco sino un valor fiduciario. Los artistas más puros no son casi nunca los mejor cotizados (Mariátegui, 2011, p. 20).
La fama pasa a fundamentarse en el dinero, se torna crematística. Quienes han de determinarla se rigen por cuestiones a menudo ajenas al mérito, esto es, a la virtud de las acciones realizadas, como sí ocurría -por una parte- en la época de la caballería y la corte. También con agudeza, Mariátegui alude a esta circunstancia y compara la situación del artista de la sociedad aristocrática con la coyuntura burguesa de su tiempo. Aunque en un principio plantea que el primero se encontraba en una posición más favorable al no existir la prensa y ser únicamente la clase aristocrática la que acreditaba o desacreditaba su labor, lo cierto es que termina abogando por no incurrir en la nostalgia fácil y, muy probablemente, incierta: “El arte depende hoy del dinero; pero ayer dependió de una casta. El artista de hoy es un cortesano de la burguesía; pero el de ayer fue un cortesano de la aristocracia. Y, en todo caso, una servidumbre vale lo qué [sic] la otra” (Mariátegui, 2011, p. 22). Este es quizás el espíritu crítico desde el que debe enjuiciarse el cambio de paradigma, y no desde el simple relativismo, cuando menos insuficiente en términos críticos y científicos, de mejor/peor.
Aristas de la fama en la sociedad digital
Dos hechos interrelacionados han marcado profundamente la percepción de la fama -y del mundo en general-en la actualidad: la globalización y la aparición de la tecnología digital. Tanto una como otra han tenido efectos en todos los órdenes: el económico, o la globalización -en ocasiones glocalización- de los mercados;1 el político, o la difuminación de las fronteras nacionales (Hirst, Thompson y Bromley, 2009); y el social, o el advenimiento de una fama de carácter global. Ninguno de los tres casos ha conllevado todavía una pérdida total (los pequeños mercados, aunque mermados, aún existen y el sentir nacional sigue latente en muchas personas [el Brexit del Reino Unido es indicativo de ello]), pero sí ha supuesto un cambio de grandes proporciones en el funcionamiento general del mundo.
En el caso particular de la fama, su valor en los ámbitos rural y local se mantiene prácticamente intacto, pues las personas que integran los ámbitos laborales -por citar uno de muchos posibles ejemplos- siguen siendo reconocidas de modo similar: el médico del pueblo, el panadero del barrio o el profesor de la escuela mantienen intacta una cierta condición de famosos, por involuntaria que esta sea; la idea de fama no pierde su validez por circunscribirse a un ámbito geográfico reducido. Ahora bien, el surgimiento de una sociedad mundializada (no de manera absoluta, pero sí en una medida muy considerable) ha traído aparejado el nacimiento de la precitada fama global, entendible ahora en un sentido más literal que en época medieval o renacentista, cuando las fronteras estaban más definidas y la conexión entre unas y otras era mucho menos fluida.
Es aquí donde entra en juego la tecnología digital como vía de comunicación instantánea, por un lado, y como medio de participación democrática, por otro lado. En concreto, las redes sociales permiten a los usuarios una interacción fácil, bien como proyección de sí mismos (cuando la persona usa sus fotos o nombre reales), bien como ocultación de sí mismos (cuando no se utilizan ni el nombre ni fotos reales de la persona), bien -y aquí los factores de riesgo aumentan- como suplantación de la identidad (cuando se usan el nombre y fotos de otra persona). El hiperrelativismo posmoderno alimenta la utilización de las redes sociales y genera, con ello, un caldo de cultivo para el ya referido beneficio capitalista:
Al considerar que la verdad es relativa, devaluamos el conocimiento y nos ponemos en manos de la tiranía de la opinión, arriesgándonos a naufragar como sociedad por defender el valor de la autoexpre- sión por sobre todos los demás. Curiosamente, este “valor” de autoexpresión es el mejor combustible para el capitalismo digital en el que el nuevo combustible de la economía son justamente los datos que producen las personas en línea, opinando y consumiendo entretenimiento (Carrillo, 2019).
Aun concediendo cierta vaguedad a la idea de capitalismo -“el capitalismo es una superstición que tenemos”, ironiza Alarcón (2019) en una greguería-, la existencia de un interés económico subyacente a ciertas aristas de la fama contemporánea parece fundamental para entender el porqué de determinadas tendencias. No en vano, desde el marco de los estudios culturales, Graeme Turner (2010, p. 14) resalta la necesidad de entender y estudiar la celebridad como una industria. Casos como el de la plataforma YouTube, en la que algunos de los denominados youtubers (las personas que graban y suben videos al sitio) son subvencionados por empresas (patrocinadores) en función del número de reproducciones que tengan y cobran sueldos elevados, cuando no propician eventos paralelos con beneficio económico, lo que prueba el valor mercantil de esta fama. Aunque no dejan de ser una minoría, su visibilidad en la esfera pública se vuelve notable, a lo que cabe sumar el factor del dinero.
Otro ejemplo reciente muy representativo lo constituye el tan anunciado debate intelectual entre Slavoj Žižek y el psicólogo canadiense Jordan Peterson: de lo que debería ser un encuentro académico y una búsqueda del conocimiento se genera un espectáculo, con entradas de 1 500 dólares (Bartlett, 2019), que mercantiliza el saber y, sobre todo, rodea de superfluidad el debate mismo. En paralelo al verdadero interés por el conocimiento, se propaga una fama superficial que se ubica en el exterior de la circunferencia, y no en su interior. El ensayista mexicano Gabriel Zaid hace referencia a una circunstancia análoga a propósito del siempre revelador terreno artístico y literario:
La fama concentra la atención social en unos cuantos nombres. Es algo bueno, si nos lleva a leer grandes libros, a sumergirnos en grandes obras de arte. Malo, si se reduce a recitar los nombres, sin la experiencia viva de las obras, que va definiendo el gusto personal frente a los juicios de la fama (Zaid, 2008).
Se trata de una fama de oídas, esa que Hans-Joachim Neubauer (2009) denomina rumor, existente desde la más remota antigüedad griega pero que ha mutado hoy por la presencia de la tecnología digital. En otro artículo, Zaid (2005) recoge también testimonios de celebridades decepcionadas con su propia fama (“la decepción es una lucidez tardía”, escribe); algunas de ellas, como el músico Rod Stewart, lamentan el interés general no en su talento artístico o profesional, sino en cuestiones accesorias como su personalidad o vida privada. Se convierten, como indica el intelectual mexicano, en “objetos”, o lo que es lo mismo, en arquetipos sin demasiada sustancia más allá de la mera preconcepción.
Esto es precisamente lo que sucede en el contexto más inmediato con redes sociales como Instagram, cimentadas sobre lo visual. Como se ha indicado más arriba, en una red social la persona deja de ser ella misma para convertirse en una proyección, en un fantasma impalpable. Ya a principios de siglo, José Saramago, autor de La caverna (2000), advertía en una entrevista que “el mundo se está convirtiendo en una caverna igual que la de Platón: todos mirando imágenes y creyendo que son la realidad” (Saramago, 2001). Lógicamente, ni la imagen ni la irrealidad tienen por sí solas el efecto de otorgar fama; sin ir más lejos, de la primera nacen muchas de las grandes obras de arte -pictóricas, fotográficas- de todos los tiempos, e incluso la segunda, la irrealidad, es, según escribió Borges (1982, p. 169) , “condición del arte”.
Harina de otro costal es la fama adquirida mediante la proyección del yo en, entre otras, la precitada Instagram. Un ejemplo relevante es el de los llamados influencers, término inglés (el que influencia) que, ante todo, resulta sintomático de la preponderancia que este idioma tiene en la globalización posmoderna. El influencer -a veces autodenominado como tal- se suele adscribir a una campaña de mercadotecnia que eleva su fama con, nuevamente, intereses económicos de fondo. Joshua Gamson (1994, pp. 1-12) recogió, cuando aún no existían las redes sociales, el interesante caso de Angelyne, mujer de identidad incierta durante décadas que compró diversos soportes publicitarios para promocionar su propia imagen como mujer rubia de físico atractivo. Lo que Instagram propicia hoy por hoy es algo muy similar, con el añadido de la gratuidad de registro para el usuario.
No es casualidad que la gran mayoría de influencers se ajusten a parámetros similares a los de Angelyne: juventud y presunta belleza física al servicio de su propia promoción, cuando no de una sociedad lucrativa. Al mismo tiempo que un sistema de libre expresión y gran alcance, las redes sociales son potenciales catapultas a la fama para quien las utiliza. Esta fama, sin embargo, no suele ser correlativa a la virtud -ni tan siquiera a la dificultad- de las acciones realizadas: aunque numerosas personas reúnen las dos condiciones citadas y pueden ir, por poner un solo ejemplo, a Florencia, en Italia, y echarse una selfie con el David, ¿cuántas pueden crear la estatua? Acaso solo Miguel Ángel, el verdadero acreedor de la fama por talento artístico en sí. Este anhelo de fama sencilla y, podría decirse, corriente es común a un número significativo de individuos de hoy, incluso a pesar de que, en términos estadísticos, quienes acaparan plenamente este tipo de fama siguen siendo una minoría. Como escribió el filósofo Fernando Savater (2008, p. 50) ya en el año 1979, “la arrogante exigencia de que nos vean vivir es el vicio capital en nuestra relación con los demás”. Huelga decir que las redes sociales magnifican este ímpetu y devalúan y relativizan la fama.
Así como los actores tienden a ganar fama por los personajes que encarnan, la celebridad de los influencers pertenece más a la proyección ideal que la persona hace de sí misma. Existe, empero, una diferencia sustancial: mientras que los primeros -los artistas en general- suelen tener de por sí cierto renombre y usan las redes sociales para promocionar el trabajo realizado o para mostrar ciertos aspectos de la vida cotidiana como complemento, los segundos, en muchos casos, buscan cosechar la fama únicamente a través de su proyección en las redes sociales. Un caso muy relacionado, con el añadido de la cuestión de género, lo constituyen las denominadas WAGS (Wifes and Girlfriends), esto es, mujeres y novias de, por lo general, deportistas de perfil elevado. Mientras que algunas mantienen una independencia personal y profesional, otras, aun pudiendo no hacerlo, viven exclusivamente de los méritos de sus parejas y aprovechan su posición para promocionarse; constituyen así, quizás, un subtipo de influencer. Esta situación, que bien merecería un estudio aparte, puede ser examinada desde los estudios de género (gender studies), tal y como apuntó P. David Marshall en Celebrity and Power. Fame in Contemporary Culture (1997)).
En cualquier caso, el fondo del asunto se encuentra en el reconocimiento masivo que estas personas reciben a través de los llamados likes (me gusta). El teórico de medios Douglas Rushkoff lo ha explicado con claridad meridiana en el punto 39 de su libro Team Human: “El énfasis de internet en las métricas y en la cantidad sobre la profundidad y la calidad, ha generado una sociedad que valora la celebridad, el sensacionalismo y las medidas numéricas del éxito” (Rushkoff, 2019, traducción propia).2 En particular, en las redes sociales es la colectividad, usuario a usuario, la que sigue y concede fama numérica a estas celebridades, ya que la conexión global en red permite que la interacción con ellas -o, mejor dicho, con sus proyecciones- se dé a una escala casi mundial y de manera instantánea. Si el número de seguidores virtuales de estas personas es tan grande, ¿es acaso porque realizan algún tipo de arte o de actividad benemérita?
Si bien la controversia es inherente a la definición de arte, resulta posible enumerar una serie de características que cada manifestación humana susceptible de ser considerada como arte debería cumplir. De acuerdo con los principios estéticos de Parker (2004), la belleza, el poder de atracción y una significación más allá de lo ordinario pueden entenderse como requisitos básicos que cada obra de arte debe cumplir para ser apreciada como tal. De este modo, “aunque toda obra de arte es una expresión, no toda expresión es una obra de arte” (Parker, 2004, p. 16, traducción propia).3 A ello cabe sumar un cierto reconocimiento externo de quien contempla la obra, pues el arte, como la fama, no deja de ser -como se argumentó al principio- un mero juicio de valor humano que se le atribuye a una persona u objeto, entre otras posibilidades. Así, incluso concediéndoles cualidades de belleza y poder de atracción a las instantáneas de un usuario de Instagram cualquiera en, por ejemplo, la Riviera Maya, tales atributos radican más en el monumento mismo y el lugar que en la persona, que incluso incurre en lo ordinario en el momento en que toda una masa de gente se toma una fotografía similar. Esto, desde luego, no anula la posibilidad de crear arte a través de la cámara con una persona como modelo, pero debe evidenciar que cualquier fotografía, por el mero hecho de tomarse en un lugar o con un objeto emblemático, no basta para crear algo merecedor del calificativo artístico.
Aun con todo, asumiendo que rara vez crean arte, muchas de estas personas (youtubers, influencers) sí que gozan de la precitada fama numérica. Las redes sociales funcionan como una metáfora de la democracia, dado que posibilitan la libre expresión en el marco de la globalidad digital. Siendo así, que la pareja de un conocido deportista, por el simple hecho de serlo y sin realizar ninguna otra actividad digna de elogio, tenga millones de seguidores en una red social, mientras un artista de talento no llega ni a la décima parte, no es sino reflejo del espíritu de la sociedad digital, global, que la sigue y ensalza. ¿O ha sido siempre así, desde época grecolatina o medieval, y las redes sociales simplemente han hecho patente el ánimo cultural de gran parte de la población, hasta entonces velado? Hay famosos admirados, pero no necesariamente admirables, y ambos conviven amalgamados bajo el mismo paraguas de la fama.
Esta coyuntura ha tenido una incidencia evidente en el mundo literario. No se trata ya de una mera cuestión económica, como señalaba Mariátegui (la hoy etiquetada como literatura comercial), sino de apreciación colectiva. Son diversos los ejemplos de obras que comienzan con una publicación digital, en blogs y páginas personales, y que después pasan por un proceso editorial de imprenta y adquieren gran fama, en muchos casos con calidad artística. Las redes sociales, no obstante, van un paso más allá al introducir el factor numérico, con frecuencia tomado como indicio de fama y -a menudo erróneamente- de calidad. Cabe pensar que la concesión de un premio literario no se basa, al fin y al cabo, más que en el dictamen de un jurado compuesto por un número de miembros muy reducido, pero el grado de conocimiento que se le presupone a esta suerte de oligarquía cultural bien puede ser superior al de todo un millón de personas por completo ajenas al ámbito literario. Tal y como ocurre en determinadas performances poéticas, espectáculos en los que el modo de lectura o representación es susceptible de soterrar el texto mismo (el cómo está escrito, su posible simbolismo), las cifras y algoritmos de las redes sociales tienden a amalgamar la calidad de los contenidos, cuando no a desplazarlos a un segundo plano.
La percepción en sí de un espectáculo suele implicar una actitud pasatista y un estado de fugacidad.
No por casualidad, las recientes estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) han recogido una bajada drástica en el promedio de lectura de los habitantes de México (O., 2019). Ya el escritor Aldous Huxley vislumbró un mundo en el que no sería necesario prohibir los libros porque, simplemente, no se leería. Las lecturas rápidas y consumibles en un golpe de vista colman hoy los móviles y redes sociales: se llevan la fama. En su Brave New World Revisited, Huxley escribió:
Con respecto a la propaganda, los primeros defensores de la alfabetización universal y la prensa libre imaginaron tan solo dos posibilidades: la propaganda podría ser verdad, o podría ser falsa. No previeron lo que en realidad ha ocurrido, sobre todo en nuestras democracias capitalistas occidentales: el desarrollo de una amplia industria de comunicación de masas, no centrada por lo general en lo verdadero o lo falso, sino en lo irreal, lo más o menos totalmente irrelevante. En una palabra, no tuvieron en cuenta el apetito de distracciones casi infinito del ser humano (Huxley, 1958, p. 65, traducción propia).4
La actualidad no se encuentra, ciertamente, demasiado alejada de la distopía imaginada por el intelectual británico. Por otro lado, el célebre autor argentino Jorge Luis Borges, a quien “la fama le multiplicó la imagen” (Arrigucci, 1987, p. 1), dijo, no sin cierta modestia e ironía: “Quiero dejar escrito que no he cultivado mi fama, que será efímera, y que no la he buscado ni alentado” (Borges, 1973). Nada más lejos de la realidad: este autor ocupa hoy -por derecho propio- un lugar privilegiado en el canon literario, al mismo tiempo que su obra ha alcanzado un número muy significativo de ventas (probando que no necesariamente es lo económico sinónimo de servilismo a un grueso poco versado de lectores). Pese a ello, la idea de una fama efímera es más real hoy de lo que probablemente ha sido nunca: el ritmo vertiginoso y de consumo rápido -en todos los órdenes- que rige la esfera social marca también los tiempos de numerosas celebridades, como si de flores de un día se tratara. La sintética frase “el presente engendra el pasado”, escrita por Ernesto Sábato (2013) en uno de sus artículos en Unoyel Universo (1945), es aplicable a la circunstancia de la fama: ¿cuántos de los autores que hoy lideran las listas de ventas y seguidores en las redes sociales estarán entre los canónicos de mañana? También Andre Lefevere (2016) plantea, en su libro Translation, Rewriting, and the Manipulation of Literary Fame, cómo la reescritura condiciona de forma decisiva la difusión y canonización de las obras literarias.
Son, en fin, diversas las aristas que el entramado de la fama presenta hoy día. No se trata de un concepto monolítico, sino de uno complejo que ha virado de mano de la posmodernidad y sus avatares. Los antiguos ambicionaban la inmortalidad a través de la fama en la tierra; hoy se busca a través de la riqueza y el transhumanismo, entendiéndose tal vez que la fama es demasiado azarosa y pasajera -así lo reflejó Emily Dickinson (2005) en otro de sus poemas, “Fame is a fickle food”-. También en el ámbito político se gesta, en diversos países, lo que Oliva, Pérez-Latorre y Besalú (2015) han dado en llamar “celebrificación del candidato”: la construcción de la imagen pública del político. Ahora que la sociedad digital se ha tornado tan algorítmica y que casi cualquiera, a través de las redes sociales, puede ganar fama, ¿es posible señalar con claridad dónde empieza y dónde termina esta última?
Hacia una fama heterogénea
En la medida en que permite al pueblo elegir, la democracia es reflejo del espíritu general imperante. Con ella la sociedad se mueve en grupo, desplazando incluso a quienes desearon que la idiosincrasia fuese otra. La condición de fama, en cuanto que atribución social en modo alguno innata, no es una excepción: las redes sociales actúan como una extensión del sistema democrático en la esfera digital y revelan lo que una nutrida parte de la población coincide en certificar como merecedor de fama. Incluso si existe un cierto grado de inconsciencia colectiva al respecto, la realidad se mantiene inalterada.
Parece evidente que se ha producido un viraje en la percepción de la fama, posiblemente más fácil de alcanzar y ostentar ahora que en tiempos pretéritos, pero también, como corolario, más efímera y devaluada en términos cualitativos. En todo ello, las redes sociales -como la web en general- han desempeñado un papel transformador: al calor de ellas ha brotado, por ejemplo, lo que aquí hemos señalado como un tipo de celebridad numérica, basada con frecuencia más en la cantidad que en la calidad. Aunque, como término, la fama queda en el plano de la mera abstracción, resulta constatable la coexistencia de diversas realizaciones de la fama bajo el mismo paraguas conceptual. A la consideración elemental y, tal vez, relativa de la fama como simplemente buena o mala se pueden -y, creemos, se deben- añadir ahora subcategorías en función del factor principal que las genera en cada caso: fama cualitativa, fama numérica, fama digital.
El ejercicio académico no modifica la realidad, pero sí la radiografía y conceptualiza. En el presente artículo se han citado autores (Mariátegui, Huxley) que evidenciaron una gran clarividencia sobre la situación social y cultural de su época, aun careciendo de la perspectiva que aporta el paso del tiempo.
Plantear en este momento la idea de una fama múltiple no cambiará sus aristas, pero sí podría ayudar a entenderlas mejor. En paralelo a la amalgama conceptual existente, se ha desencadenado un debate en torno a quienes transitan las nuevas líneas de la fama trazadas por la sociedad digital. Así, en vista de las repercusiones que la globalización y las redes sociales han tenido en la celebridad, proponemos la idea de una fama heterogénea que resulte, por tanto, clasificable. La nueva realidad cultural de la sociedad digital ha hecho visibles aristas de la fama que una simple homogeneización en forma de concepto monolítico (fama) no permite abarcar ya con la suficiente profundidad.