En el mes de noviembre de 2004, la UNAM rindió homenaje a uno de los más grandes pensadores mexicanos: Leopoldo Zea. Como fruto de dicho evento, ha sido publicado Homenaje a Leopoldo Zea, que aparece con los sellos editoriales del, CCYDEL, la FFyL y la Coordinación de Humanidades. El volumen está compuesto por textos de treinta y tres autores de diversas procedencias institucionales y disciplinarias, entre los cuales podemos mencionar a: Juan Ramón de la Fuente, Estela Morales Campos, Porfirio Muñoz Ledo, Joaquín Sánchez Mcgregor, José Luis Balcárcel, Jorge Ruedas de la Serna, Patricia Galeana, Liliana Weinberg, Eugenia Revueltas, Jesús Silva Herzog, Margarita Vera y Mario Magallón, entre otros. La característica principal de este homenaje a Zea es que nos ofrece un panorama muy completo, muy redondo, de su vida y su obra. Los trabajos incluidos en el libro se ocupan de Leopoldo Zea el filósofo, el historiador de la ideas, el latinoamericanista, el politólogo, el funcionario en Relaciones Exteriores, el promotor cultural, el creador de instituciones y revistas académicas, el editor, el intelectual comprometido, el maestro, el patriarca intelectual, el viajero, el amigo, el hombre sin más que fue Don Leopoldo Zea. La lectura del libro nos revela una perspectiva impresionante de las distintas facetas de este insigne mexicano que a lo largo de sus casi noventa y dos años de vida brindó tantos servicios al país y -¿por qué no decirlo?- al mundo entero. Podemos expresar, en consecuencia, que este libro es una valiosa y original contribución a la bibliografía sobre la obra y la persona de Leopoldo Zea.
En su contribución al volumen, Porfirio Muñoz Ledo dice que Zea fue el más grande filósofo de la Revolución mexicana, lo que no significa, aclara Muñoz Ledo, que haya sido su cronista, su panegirista o, mucho menos, su usufructuario. Coincido plenamente con la afirmación de Muñoz Ledo. En un artículo incluido en esta antología, yo examino las ideas sobre la Revolución que Zea planteó en su libro Conciencia y posibilidad del mexicano, de 1952. En otro capítulo del libro, Dulce María Sauri hace un recuento de la relación intelectual e institucional de Zea con el PRI. Pero creo que más allá del análisis que yo hago y del que, a su vez, realiza Sauri, podemos darle una interpretación todavía más amplia y más generosa a la descripción definida de Zea como “el más grande filósofo de la Revolución mexicana”. Él es, en efecto, el más grande filósofo de nuestra Revolución no sólo por sus análisis e interpretaciones de ésta, sino porque su obra entera es un ejercicio intelectual inspirado en los valores sociales y en las aspiraciones colectivas que fueron manifestados de diversos modos durante el periodo revolucionario. Es en este contexto histórico en el que creo que podemos mejor entender su humanismo ético y, sobre todo, su concepción de la filosofía como práctica liberadora. Como apunta de manera acertada Margarita Vera, Zea concibió a la filosofía como algo inseparable de la política. Quisiera citar la parte final de su ensayo, en donde ella expresa esta idea de una manera precisa:
A mi modo de ver, esta actitud de Zea se deriva de haber privilegiado la necesidad de transformar una realidad frente a la cual se sentía profundamente insatisfecho, una realidad que rechazaba. Leopoldo Zea fue un inconforme con el mundo, con la explotación y exclusión que abarcaban, por igual, a hombres que a pueblos, y que eran la constante no sólo de la realidad latinoamericana, sino también de otros continentes. Por eso, si apretamos las conclusiones[…], probablemente tendríamos que decir que al autor le importó, en último término, crear un mundo mejor, más justo, más humano. Para conseguirlo hizo filosofía e hizo política; hizo de la filosofía una manera de hacer política” (p. 174).
Lo que dice Vera nos ayuda a entender, de otra manera, en qué sentido fue Zea no sólo un filósofo de la Revolución, sino un filósofo revolucionario. Lo fue porque creía que había que cambiar nuestra realidad -local, nacional, global-; pero, a diferencia de los que empuñaron las armas, él intentó llevar a cabo esas transformaciones mediante el pensamiento, mediante la filosofía. Es verdad que la historia de la relación entre la filosofía y la política en México puede remontarse, -como el mismo Zea lo mostró- al positivismo, a la Reforma, e incluso más atrás; pero es en la obra de Zea que esta conexión se hace explícita y, sobre todo, se hace un objeto de la propia reflexión.
Paso a otro asunto. En el libro reseñado hay varios ensayos sobre la labor que realizó Zea a lo largo de varias décadas para fundar la disciplina de los Estudios Latinoamericanos en la UNAM y en otras instituciones nacionales e internacionales. Estela Morales, Alberto Saladino, Mario Magallón, Javier Torres, María Elena Rodríguez, Jorge Ruedas de la Serna y Liliana Weinberg, entre otros, nos dan cuenta del itinerario conceptual y práctico que siguieron Zea y colaboradores para crear instituciones como el CCyDEL o la SOLAR, entre otras. En su ensayo clásico La invención de América, Edmundo O’Gorman sostuvo que América no fue descubierta sino inventada. Nosotros podemos decir que cuando Zea funda la disciplina de los Estudios Latinoamericanos, de alguna manera reinventa a América. Zea es, junto con Bolívar y Martí, uno de los grandes inventores intelectuales de nuestra América. Por eso, al recordar al maestro, no podemos quedar conformes con el proceso de deslatinoamericanización de América del que somos testigos. Es un error histórico sacrificar el ideal latinoamericano por pequeños intereses políticos o económicos. No debemos aceptar que se divida a nuestra América -al territorio físico y mental que ha sido construido como tal- en áreas o en pactos en los que unos cuantos se unen pero los demás quedan fuera. Y esto no significa que no reconozcamos las diferencias que hay entre los pueblos y las culturas que integran a América Latina. Zea las conocía mejor que nadie, pero él nos enseñó a privilegiar la idea de un destino común, uno de libertad y de justicia.
La obra de Leopoldo Zea es un patrimonio cultural de los mexicanos y de los latinoamericanos todos, y por eso debemos estudiarla, divulgarla, preservarla y sobre todo cuidarla. Quiero enfatizar esto último. La obra filosófica e ideológica de Zea ha sufrido, desde hace tiempo, embates desde varios flancos: desde la derecha ignorante, desde la izquierda mezquina, desde la filosofía sucursalera cultivada por la mayoría de nuestros colegas y, más recientemente, desde el poscolonialismo ramplón que nos llega de las universidades de Estados Unidos. Hasta cierto punto es normal que su obra reciba críticas e incluso descalificaciones, le pasa a cualquier gran pensador y no tendría por qué no ser así en el caso de él; pero aquellos de nosotros que aún compartimos con Zea ideas muy básicas acerca de nuestra responsabilidad como intelectuales mexicanos y latinoamericanos, o de la función social que la filosofía debe tener en nuestros países, todos los que pensamos igual, debemos mantener vivo el pensamiento de Leopoldo Zea. No se trata, por supuesto, de endiosarlo, de repetir una y otra vez lo que él ya dijo, sino de que pensemos, de manera autónoma y crítica, siguiendo la ruta trazada por él. Quizá lo que ahora diré puede resultar inoportuno, pero es lo que creo y he de decirlo: tenemos que pasar de los homenajes al trabajo colectivo y organizado. Afortunadamente existen los espacios académicos, creados por él, en donde se puede llevar a cabo dicha tarea. Leopoldo Zea ya no está entre nosotros, pero sí lo está el CCyDEL y -como dije- es una fortuna que así sea. Sin embargo, no basta con la existencia de las instituciones adecuadas, lo que importa es aquello que se haga en el campo de las ideas; es más, yo diría: en el campo de batalla de las ideas. Porque recordémoslo: no se trata sólo de filosofía, sino también de ideología y, a fin de cuentas, de política. Es en este amplio terreno en donde hay que mantener vivo, sano y fuerte el espíritu intelectual de Zea. Tenemos que reformular y fortalecer su idea de la historia, su humanismo ético, su visión de la justicia en el orden global, su latinoamericanismo universal (para usar el término de Altmann citado por Weinberg), su concepción de la filosofía como práctica liberadora, su compromiso con México, con los ideales que han inspirado sus movimientos sociales y, en particular, con el legado ético de la Revolución. La tarea no es sencilla: requiere de mucha organización, voluntad e inteligencia, pero -queridos amigos- no puede dejar de hacerse. Esa tarea sería el mejor homenaje que podríamos brindarle, pero por ahora, felicitémonos por la publicación de este valioso libro que retrata en toda su riqueza y en toda su altura al maestro.