Borges y nosotros1
A treinta años de la muerte de Jorge Luis Borges seguimos maravillados por el permanente redescubrimiento de su obra y curiosos por indagar las claves del universo que imaginó, las grandes operaciones literarias que realizó, la originalidad en la selección y tratamiento de los temas, sus complejos modos de intervención en el campo literario y sus novedosas formas de diálogo con una tradición de escritura que a su vez reconfiguró. Todos estos elementos detonaron a su vez un proceso de transformación en las relaciones de fuerza del campo literario -con repercusiones tales que, en mi opinión, pueden compararse con las que en su momento implicó, según Bourdieu, el ingreso de la noción de arte puro al campo de las letras.
Por ello quiero, a modo de homenaje, recuperar algunas de las que considero operaciones fundamentales llevadas a cabo por el gran escritor argentino. Por una parte, lectura y escritura, conducidas a un grado eminente y a una combinatoria infinita, nos brindan una de las principales claves compositivas de su obra. Para decirlo de otro modo, con Borges la literatura se convierte radicalmente en la escritura de una lectura y en la lectura de una escritura, en una compleja combinatoria que da lugar a magias parciales y descubrimientos imprevistos y aleatorios, una de cuyas posibilidades es también el encuentro de un destino, de una trama secreta que pronto habrá de combinarse con otro recurso que llevó a un grado sumo: la exploración de los confines entre los ámbitos de la ficción y la no ficción. Con todo ello, Borges demostró que el ámbito literario sigue sus propias reglas, funda sus propias genealogías, instaura su propia legalidad. Borges nos enseñó un nuevo modo de leer: un modo altamente productivo, además que derivará en un nuevo modo de escribir.
Por otra parte, al incluir una compleja combinatoria entre las posibilidades de paso de umbral entre texto y paratexto, hipotexto e hipertexto, Borges logró modificar la relación jerárquica y el sistema de relaciones entre centro y periferia del discurso que solía guiar nuestras lecturas, y al hacer de prácticas consideradas secundarias o ancilares respecto de la propia creación, como el comentario, la nota, la glosa, la cita, la traducción o la adaptación transgresora, elementos de peso, Borges desplazó el eje convencional y las jerarquías de la lectura, y transformó el equilibrio de fuerzas propio del campo literario.
Al poner en relación el texto literario propiamente dicho con un tan rico como efervescente contexto propio del mundo editorial, Borges logró recrear el espacio literario que rodea al libro.2 En efecto, la obra de Borges se desarrolla por los mismos años en que la industria editorial argentina ingresa en su etapa dorada y se multiplican librerías y bibliotecas, así como se da una admirable expansión en el número de actividades y formas de sociabilidad ligadas al ámbito de las letras, y muy particularmente la producción de libros, revistas y suplementos literarios. Se asistía al crecimiento del número, la calidad y la cobertura de casas editoriales, librerías, revistas, asociaciones, espacios para cursos y conferencias, cafés literarios, con la correspondiente multiplicación de actores: una constelación de editores, asesores, prologuistas, correctores, traductores, reseñistas, autores de antologías, etc., giraba en torno del libro, y no hizo sino reforzar la expansión de las prácticas de escritura y lectura. Sin ir más lejos, el mundo de Borges es el mundo de revistas como Sur, editoriales como Sudamericana, Emecé o Colombo, agrupaciones como la Sociedad Argentina de Escritores, prácticas de sociabilidad como sus diarias visitas a la casa de los Bioy, las reuniones, ciclos de conferencias y presentaciones de libros en que participó, los cafés que frecuentó.3
Es que a lo largo del siglo XX, se presencia en varios puntos de América Latina y del mundo entero un fenómeno que llamaré “de alta lectura”, conforme la expansión de la práctica lectora, de los niveles de escolaridad, de la matrícula universitaria, de la industria editorial, la circulación y la traducción de libros, dan acceso a la lectura a cada vez más amplios sectores de la población en distintas partes del globo. El sector editorial comienza también a consolidarse, ayudado tanto por esa atmósfera de gran interés por la lectura como por avances materiales importantes (mejoras en la producción del libro, abaratamiento del papel, expansión de nuevas técnicas, etc.) y de allí esa expansión de prácticas de sociabilidad que se organizan en torno al mundo de las letras.
Y no se trata sólo de observar estas prácticas de manera amplia, general y tersa, sino que también es posible intentar reconstruir las experiencias estéticas y los espacios de disputa simbólica que cada una de ellas puede llegar a encerrar, en nueva proliferación de espacios de encuentro y debate, como es el caso de la traducción. Así es como escribe Patricia Willson: “Como sucede en otros diarios de escritor, muchas de las entradas del Borges de Adolfo Bioy Casares se refieren a los espacios en disputa de la institución literaria. Uno de esos espacios es el de la importación de la literatura proveniente de tradiciones extranjeras”, así, las menciones a la traducción que se hacen en dicha obra permiten indagar “no sólo en sus dimensiones estética y teórica, sino también en la dimensión concreta de las condiciones de su práctica”.4
Asistimos también a un despegue inusitado en los campos del pensamiento y la imaginación, en que el descubrimiento del lenguaje como tema de reflexión y exploración tendrá también consecuencias de alcances sorprendentes. Así, las distintas operaciones borgeanas, sus “obras” y sus “maniobras”, para tomar el título de Annick Louis, portarán como marcas distintivas su estrecha relación con el mundo del libro y la lectura. Tampoco sorprende a Sylvia Molloy la recreación literaria de las sociedades de amigos.5
Borges dio además un sello original al vínculo entre los mundos de la crítica y la ficción, así como supo sacar el mejor partido estético de las distintas pugnas entre posiciones filosóficas, debates sobre cuestiones literarias, y muy particularmente reflexiones sobre el lenguaje, y logró llevar el escepticismo hasta puntos que se tocan con lugares límite cruciales y, una vez más, de gran aprovechamiento estético. En un libro de muy reciente publicación, Borges crítico (2016), Sergio Pastormerlo plantea que en Borges “se borran las fronteras entre la ficción y la crítica, entre la narración y el ensayo, pero ese cruce de géneros tiene, por así decirlo, un punto de partida y una dirección: del ensayo a la narración, de la crítica a la ficción”.6
A continuación me asomaré a algunos de los textos más recordados del autor argentino, con el objeto de indagar algunas de estas operaciones.
“Borges y yo”
He querido comenzar mis comentarios por “Borges y yo”,7 puesto que este texto nos permite asomarnos a algunas de las claves de la grandeza del quehacer borgeano. Aparecen allí dos entidades: el yo que vive distintas experiencias vitales y el escritor que las registra y se alimenta de ellas para labrar una literatura. A partir de esos elementos condensados se detona una prodigiosa luminaria de sentidos posibles. La paradójica relación entre el pronombre y el nombre, la enunciación y el enunciado, la experiencia y el sentido, da lugar a una combinatoria infinita, a una eterna carrera como la que en otro lugar libran Aquiles y la tortuga, y que no llega a resolverse nunca, sino en penúltimas soluciones transitorias.8
“Borges y yo” cumple además las condiciones de economía perfecta de un texto tal como las exigía el propio autor: el mínimo de personajes, el mínimo de anécdotas, el máximo de eficiencia narrativa para causar asombro y alcanzar una alta productividad estética. Imposible llegar a una economía mayor en cuanto al número de personajes: se trata de uno solo, desdoblado, en tensión entre el yo íntimo y privado que vive y se deja vivir, y la figura de un autor que porta marcas de identidad y es quien trama una literatura. Tras la presentación de ambos, el remate final, “no sé quién de los dos escribe esta página”, nos conduce a la indecidibilidad de una resolución que tanto puede enviarnos al yo (el que vive en la experiencia presente, y se traduce en una voz que la enuncia) o al otro (el que lleva el nombre, asume la condición de autor, vive en el mundo de las letras, y puede labrar la literatura), o tal vez se hace necesario que aparezca una tercera instancia (tal vez la incorporación del propio lector), que media en el relato y lo cierra con una duda escéptica. Macedonianamente considerado, además, el texto no puede terminar, no tiene final, puesto que “el sentido no se cierra al terminar”: se trata de un “relato en presente, un tiempo no narrativo, el tiempo de la escritura que es pura duración [...] todo final es un simulacro de la muerte”.9
La eficacia del texto se apoya en las posibilidades que da el empleo del tiempo presente y el desdoblamiento de una instancia entre las figuras de autor, narrador y personaje, y la complica al atender a los efectos que causa en ella la incorporación del yo que enuncia y del Borges convertido en figura de autor que tiende nuevos puentes entre el autor de carne y hueso y el personaje que se apodera de la experiencia y la vida del yo.
Por otra parte, la presentación de sí que hace la instancia del “yo” se plantea a nosotros, sus lectores, desde el espacio íntimo de la experiencia de escritura, y hace que los lectores nos desdoblemos también en un “tú” que se vive leyendo y un lector que se figura como tal en correspondencia con ese Borges que es figuración del autor.
Borges apela a cuestiones linderas con la filosofía del lenguaje para proponer un texto cuya eficacia es a la vez argumentativa y narrativa. Se trata de encontrar en la raíz del pronombre, los deícticos y la apelación al acto enunciativo posibilidades de alto rendimiento estético. La realidad sólo consta al sujeto que la vive en tiempo presente: desde una postura escéptica no nos constan ni el pasado ni el futuro que escapan a la propia existencia. (Resuenan en nuestro recuerdo las palabras de Macedonio Fernández: “El Universo o Realidad y yo nacimos el 1º de junio de 1874”.)
En la condensación del “Borges y yo” se despliega un texto que tanto puede ser considerado perteneciente al orden de la narrativa como al orden del ensayo, e incluso al de la poesía. En palabras de José Miguel Oviedo, “es un cuento que es también un ensayo que es también un poema”.10 “No sé quién de los dos escribe esta página”, leemos en su última línea: se trata así, en muchos sentidos y dimensiones, de un indecidible, y allí radica una de sus grandezas.
Y si atendemos a otro de los aspectos del texto, veremos que el quid de la cuestión consiste en un juego entre el pronombre y el nombre propio: “yo vivo, yo me dejo vivir, para que el otro, Borges, trame su literatura”. Se trata también del sutil paso de una situación de enunciación literaria a una situación de enunciación ficticia, y del doble juego de un nombre de autor que se comporta también como un nombre ficcionalizado.11 Por lo demás, ¿quién es el que escribe la última línea del texto? ¿Se trata del yo de la experiencia, del que porta el nombre de Borges y por lo tanto es el único que puede firmar el texto, o de un tercero, un tercero que engloba, niega, supera, contradice a los anteriores y nos conduce a un salto en el plano narrativo? El “yo” que enuncia no puede sobrevivir si Borges, el otro, no lo salva del olvido y la desaparición, aun a precio de apoderarse de todo lo que ese “yo” (“esa cosa que soy”) vive, siente, piensa. Sin embargo, quien narra se refiere a Borges en tercera persona, de modo que es difícil que sea éste -puede o no serlo- quien tenga la última palabra. Recordemos una vez más lo dicho por Pastormerlo: “Borges hizo de su relación con la literatura un tema literario”.12
Pero hay más, en cuanto la inclusión del problema del yo y el de la enunciación nos conducen a un problema del lenguaje. Otro tanto sucede con el despliegue de problemas como el estatuto de la ficción y la experiencia de mundo, ya que todos ellos plantean en última instancia problemas de lenguaje. Recordemos además que una de las lecturas dilectas de Borges fue la obra de Fritz Mauthner, cuyo Diccionario de Filosofía frecuentó. Como comenta Arturo Echevarría:
A grandes rasgos, se podría decir lo siguiente respecto de las ideas filosóficas de Mauthner: partiendo del concepto del lenguaje como un sistema arbitrario de símbolos que en nada se parece a la realidad, el filósofo centro-europeo postula, entre otras cosas, la naturaleza metafórica del lenguaje y, por consiguiente, su inevitable tendencia a falsear toda realidad. Como consecuencia de lo anterior, todo sistema que intente explicar la realidad es por esencia defectuoso y arbitrario, y tiende más bien a definirse a sí mismo -a definir la naturaleza de la mente de quien lo hizo (para Mauthner mente y lenguaje son una misma cosa)- que la realidad exterior.13
Se abre además, en otra dimensión, un enigma tan propio de la metafísica como de la filosofía del lenguaje, ya que, como anota Borges en un texto dedicado a Swedenborg, “El empleo de cualquier vocablo presupone una experiencia compartida, de la que el vocablo es el símbolo. Si nos hablan del sabor del café, es porque ya lo hemos probado, si nos hablan del color amarillo, es porque ya hemos visto limones, oro, trigo y puestas del sol...”.14 De este modo, la sola experiencia de un sujeto requiere, para completar su sentido, de su interpretación desde una experiencia compartida: en este caso, la confianza del lector prueba ser tan indispensable para el autor como temible puede resultar su incredulidad.
Por otra parte, el final, la desaparición, no pueden ser contados sino por un tercero. Economía perfecta de un texto que se apoya en el difícil equilibrio entre experiencia y sentido para dar un salto estético notable, con el mínimo de datos, de personajes, de peripecias, rematado por el final perfecto de un cuento perfecto.
Jorge Luis Borges, lector y autor de Tlön
Mucho se ha escrito ya sobre “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, cuento publicado en 1941 dentro de la colección El jardín de senderos que se bifurcan y posteriormente integrado a Ficciones (1944), en cuyo “Prólogo” Borges se refiere a dicho relato como una pieza literaria que corresponde a “la escritura de notas sobre libros imaginarios”. Me interesa en mi caso enfatizar hasta qué punto este relato se apoya en el tránsito de umbral entre el texto y las prácticas de sociabilidad literarias, y hasta qué punto evidencia la observación de Pastormerlo en cuanto a que “Borges hizo de su relación con la literatura un tema literario”.
Se trata de un relato que se desencadena a partir de un dato inicial, que es la visita de Borges a la biblioteca de su amigo Bioy Casares.15 Al respecto considero ha sido providencial la publicación hace ya diez años del Borges de Bioy, obra que, a despecho de las muchas curiosidades, inquietudes morbosas y críticas gozosas que despertó, aporta nuevas pruebas al respecto: en esa obra queda puesto en evidencia el diálogo entre ambos amigos-cómplices, y en las escenas que pinta es posible descubrir la omnipresencia de libros, personajes, citas y enciclopedias o referencias al género fantástico y policial, que acompañan a esa constante reiteración de una misma cita a cenar y de un gran diálogo de buenos entendedores entre dos amigos unidos para siempre en la confidencia. El escenario usual de esos encuentros es la casa de Bioy, en un continuo que va del comedor a la biblioteca. Morosas observaciones sobre detalles de edición o traducción, comentarios críticos sobre algún dato o pasaje, reflexiones a partir del cotejo de ediciones, apuntes propios de prólogos o epílogos, resultan así la simbolización de rutinarias desesperaciones aparentes y súbitos consuelos secretos en la literatura. Pero además, bien leído, el Borges de Bioy encierra una complicidad mayor: dos personajes, despojados casi de todo nombre y seña, discuten sus lecturas (se saborea una palabra, un verso o un pasaje en traducción; se discuten las bondades de un autor; se consulta una enciclopedia para confrontar una cita que vive en la memoria) y a la vez pergeñan un nuevo episodio de la literatura.
Diálogo de amigos, escritura y ficción se cruzan desde las primeras páginas: “Por dispares que fuéramos como escritores, la amistad cabía, porque sentíamos una compartida pasión por los libros. Tardes y noches conversamos de Johnson, de De Quincey, de Stevenson, de literatura fantástica, de argumentos policiales”.16 Bioy se pregunta:
¿Cómo evocar lo que sentí en nuestros diálogos de entonces? Comentados por Borges, los versos, las observaciones críticas, los episodios novelescos de todos los libros que yo había leído aparecían con una verdad nueva y todo lo que no había leído, como un mundo de aventuras, como el sueño deslumbrante que por momentos la vida misma llega a ser. Me pregunto si parte del Buenos Aires de ahora que ha de recoger la posteridad no consistirá en episodios y personajes de una novela inventada por Borges. Probablemente así ocurra, pues he comprobado que muchas veces la palabra de Borges confiere a la gente más realidad que la vida misma.17
El Borges de Bioy permite iluminar una zona del sistema creativo de Borges en una de sus etapas más productivas. Nos permite además, en particular, confrontar las escenas y atmósferas concretas con las que presenta éste que es uno de sus más grandes relatos y que comienza a tejerse a partir de la evocación de datos históricos: nombres, lugares y hábitos afortunadamente cotejables con el testimonio de Bioy: cenas y paseos compartidos, recorrido por las bibliotecas, discusiones literarias que solían acabar en la consulta de alguna edición rara o los volúmenes de una enciclopedia:
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal.18
El diálogo entre dos amigos, la duplicación inquietante del mundo que produce el espejo y ese no menos inquietante efecto de duplicación que produce la reimpresión casi literal de una enciclopedia, abren a dimensiones desconocidas y nos permiten adivinar nuevas realidades. Así, el detonante del relato no necesariamente obedece a aventuras o tramas complejas: la búsqueda de Uqbar y el hallazgo de Tlön se desencadenan y transcurren entre libros y lectores. Una vez trabados en una discusión sobre versiones posibles de la Encyclopaedia Britannica, y al detenerse en particular en la entrada dedicada a Uqbar, donde se dice que “Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”, los amigos se ven tentados a revisar y cotejar ediciones, para, al descubrir que una de ellas no contiene ese artículo, dar el salto a otro universo. Así, el indicio de este relato no es otro que una rareza bibliográfica: un indicio que evoca prácticas concretas y a la vez funciona como “pista” dentro de la trama. Otro tanto sucede con el personaje de Herbert Ashe, personaje que en vida “padeció de irrealidad”, cuyo interés radica en otro episodio más cercano al orden de la lectura que de la acción, y que implica añadir al complejo rompecabezas del mundo aún otro sitio secreto, Tlön:
Era un libro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo y sentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches se abren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertas se abrieran no sentiría lo que esa tarde sentí (p. 434).
Será entonces a partir del cotejo de versiones y la persecución de un enigma de lectura como se irá desplegando un complejo recorrido que conduce a otros territorios: el de Tlön y, más tarde, el hotel de Adrogué, donde se descubre el undécimo tomo de una enciclopedia desconocida, en cuya primera página aparece la inscripción “Orbis Tertius”. Nos encontramos ante el desciframiento, a través de la escritura, de un mundo secreto atisbado entre libros y lecturas.
Creo entrever aquí una de las operaciones centrales de Borges: el orden de la literatura puede ser mayor que el orden del mundo: un asomo al mismo permite proponer y presuponer un orden tan completo y cerrado como el de Tlön, y es como éste ideado por infinitos autores y ordenado por leyes y sistemas rigurosos y secretos. El libro, la enciclopedia o la biblioteca configuran y a la vez anuncian la existencia de universos autosubsistentes. Tlön es un mundo secreto, cuyo orden es regido por “íntimas leyes” que “han sido formuladas, siquiera en modo provisional”:
¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio. Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional.19
Como he escrito en otro lugar,20 el salto a ese otro universo regido por leyes secretas, que constituye a la vez el salto a la ficción, se nos muestra en el momento mismo de su concepción, en la que participan infinidad de autores que de todos modos no alcanzan a descubrir el plan general de la obra. Dado que los habitantes de ese universo hasta entonces desconocido obedecen al idealismo, su lenguaje sigue un sistema clasificatorio y de razonamiento diverso del nuestro, mientras que el realismo es considerado herético. Todo ordenamiento estará destinado a ser conjetural, como lo será la selección de rasgos o noticias en un catálogo infinito de posibilidades. El orden que nos indica, por yuxtaposición, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, plantea una posible sucesión, una posible combinatoria que encierra ya una clave secreta, pero que a la vez podría ser reordenada en otras muchas series conforme a una combinatoria de tres elementos, y derivaría así a su vez en diversos órdenes que contienen y preanuncian a su vez infinitas posibilidades. Los ejemplos que el autor escoge para ilustrar las noticias de Tlön abren a su vez a otros infinitos racimos de combinaciones y probabilidades: “Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial.”21
Se trata de un planeta ideado por hombres y que alcanza a su vez vida propia: una vida cuya cifra no puede ya descubrirse, porque obedece a una serie de leyes peculiares que sólo pueden ahora los lectores de ese mundo intentar descubrir parcialmente. Es el rigor absoluto de un orden perfecto que nos dice de una magia parcial, de una participación secreta aunque siempre a punto de desmoronarse y de dar lugar a otra magia parcial, a otra forma de participación secreta. El autor es así a la vez tan poderoso y tan frágil como puede serlo un cronista del azar; es uno y es nadie a la vez, y nos ofrece con lucidez la conjetura de un cierto orden que de inmediato prescindirá de él y nos hablará por sí mismo. El lector del mundo de las cosas se convierte en el escritor de un mundo de ficción que será a su vez leído por nosotros en obediencia a un código secreto y conjetural. Las poderosas leyes de Tlön, gigante mundo postulado que puede contraponerse al mundo tan miserable como material de los críticos literarios de oficio, lo dejan muy claro; un autor de ficción no es sino el cronista fiel del propio orden de un mundo que sigue sus propias e inextricables leyes:
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo [...]. También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas las permutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto (p. 439).
Tlön representa así, en una de sus magias parciales, la creación literaria. Todos los libros pueden ser ordenados en dos grandes categorías, ficción y filosofía: en un caso, los libros de todas las permutaciones imaginables; en el otro, los libros donde tesis y antítesis, pro y contra, establecen una lucha que no desemboca tampoco nunca en doctrina. Todo libro encierra su contralibro. El libro encierra el mundo y el mundo encierra su libro. Hemos llegado, por la lectura, a la ficción. Hemos llegado, por la ficción, a la lectura. Borges es a la vez lector y autor asombrado de Tlön. Y sus lectores comprobamos, también para nuestro asombro, aquello que se había dicho ya: la realidad puede ser atroz o banal. El autor ha descubierto el prodigioso cosmos que Ashe contribuyó a diseñar, y comienza a leerlo y a seleccionar para nosotros algunos rasgos particulares de ese mundo, al punto que él mismo queda comprendido por las generales de la ley de Tlön: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica” (p. 436). El autor de Tlön es tragado por Tlön en el momento de la lectura. Los metafísicos ideados históricamente por él, convertidos ahora en objeto de ficción, han explicado su propio quehacer: el asombro de Borges ha sido contemplado por los metafísicos que él pergeñó y que ahora lo explican.
Dos sistemas filosóficos, idealismo y realismo, son puestos ahora por Borges al servicio de una construcción ficticia con alto rendimiento estético. Como ha dicho un especialista, Clive Griffin, Borges vio siempre con escepticismo la cuestión de la existencia objetiva de las cosas, y esto resultó decisivo no sólo para su propia escritura sino para su idea de la literatura. Si el mundo existe sólo en nuestras mentes, entonces el realismo mimético estaría basado en premisas falsas, o que, por lo pronto, resultarían indecidibles. Esto proveyó a Borges de un apoyo para su predilección por la fantasía y su rechazo al realismo en la mayoría de sus ficciones, y de allí el propio título de la colección en que se incluyó este relato, Ficciones. Se podría argüir que el mundo de la ficción es intrínsecamente idealista: los escritores de ficciones emplean palabras para generar algo conjurado en su imaginación y, cuando leemos esas palabras, como lectores creamos por nuestra parte eventos y caracteres que no tienen una sustancia real. Escribir y leer ficción es idealismo filosófico puesto en práctica. De este modo, agreguemos, nosotros, los lectores, al dar forma a los significados, estamos cumpliendo una función equiparable a los habitantes de ese universo idealista cuya existencia o no existencia no podremos nunca comprobar. En el prólogo a una edición en inglés de sus Selected poems, Borges consigna el siguiente razonamiento: “Así como el filósofo Berkeley aplicó argumentos idealistas para mostrar que el sabor de una manzana radica en el contacto de la fruta con el paladar, y no radica en la fruta en sí misma, del mismo modo la poesía radica en el encuentro entre el poema y el lector y no en las líneas de símbolos impresos en las páginas de un libro”.22
La flor de Coleridge
En el ensayo de ese nombre contenido en Otras inquisiciones leemos:
Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.”23
De inmediato, y como corolario de estas ideas, nuestro ensayista da un salto para instalarnos en un mundo donde esta probabilidad se cumple:
No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente” (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A defence of Poetry, 1821).
Como en el universo de Tlön, y siguiendo las premisas del idealismo, las manifestaciones particulares, los muchos autores y los muchos textos, son la creación de un Espíritu omnisciente, una sola cabeza genial, un solo poema infinito, que -se conjetura- anuncia un orden y una unidad preexistentes, aunque deberá todavía ser escrito por todos los poetas del orbe. Toca a Borges, por ejemplo, seguir uno de los infinitos detalles: “Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores.”24
Nos detendremos en el primero de los ejemplos, que contiene ya, en sí mismo, un mundo:
El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”
No sé qué opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.25
Notemos en este caso que es la inclusión de una imagen y la persecución, a través de ella, de infinitas dimensiones gobernadas a su vez por infinitos sistemas de causa y efecto -una de las cuales podrá ser la propia tradición de la flor como prenda de amor, reavivada en el Romanticismo-, la que permite abrirnos a las propias leyes del mundo de la literatura, sus infinitas relaciones, sus secretas resonancias. Tras revisar el caso de Wells y James, quienes adoptaron -propositivamente o no- el procedimiento de Coleridge, dice nuestro autor:
Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor, tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal […]. Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.26
Subrayamos: la literatura es lo esencial, no los individuos. Borges regresa al tema en distintos lugares:
¿Y qué seríamos nosotros sin Grecia, ya que Virgilio es inconcebible sin Homero y Homero sin duda es inconcebible sin otros griegos, si es que hubo alguien que se llamó Homero? Es decir, todo el mundo está felizmente unido y, para volver a otro concepto de los estoicos, es la idea que justifica las supersticiones, de que todo el mundo es un organismo. De Quincey dijo que las cosas menores son espejos secretos de las mayores […].27
Retomar -siempre desde una perspectiva escéptica- la posibilidad de existencia de una “gran cadena del ser” resulta enormemente sugestivo para repensar los conceptos clásicos de original y de copia. Una vez más, ciertas ideas que se tocan con la metafísica o la mística, así como también con la filosofía del lenguaje, pueden resultar en una alta productividad estética.
Borges se plantea la posible relación de la parte con el todo y del todo con la parte, así como la del original y la copia:
Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.28
Reiteremos entonces que con Borges se completa el proceso de configuración de un espacio literario que a su vez se cierra tras recorrer los ciento ochenta grados de la conversión del mundo en libro. El sueño de Mallarmé se ha cumplido a través de las complejas operaciones del autor argentino, que hicieron necesaria la vinculación entre ficción y lectura. Aunque a su vez esta conversión del mundo en libro es una operación prevista ya por otro libro: el Quijote.
Jorge Luis Borges, lector del Quijote
Para terminar, me permito retomar las propias reflexiones vertidas en otros lugares a propósito de este tema.29 Si todo autor es en última instancia lector, si toda escritura es en última instancia la lectura de otra escritura de modo tal que una lectura asombrada no hace sino desembocar, azarosa y necesariamente, en una escritura, podemos conjeturar que de cierta manera ese Borges inventor de mundos no hace sino releer y reeditar al mismo tiempo las prodigiosas operaciones presentes en ese libro de los libros que tanto admiró: el Quijote. Borges vuelve una y otra vez a la evocación de ese texto, al que rinde homenaje desde todos los géneros, y lleva a nuevos límites una de las vías posibles: su conversión en un universo autosubsistente que es a la vez el de la lectura que Borges hace de la obra de Cervantes y el de las lecturas que don Quijote hace de sus propios libros.
Este repliegue de la obra de creación sobre sí misma incluye dos elementos primordiales: el cierre de la lectura parangonado al encierro en la biblioteca y el traspaso así, por la lectura, de un umbral que, como Alicia a través del espejo, nos lleva a otro mundo, un mundo organizado por las propias leyes de la ficción: por la lectura se tiene acceso al secreto de la aventura y la aventura se conjetura como efecto de lectura. Para instaurar dicha ley se ha debido previamente instaurar la ley de la lectura, pero a su vez sólo la lectura habilita la posibilidad de la aventura.
También la inversa es posible, como lo muestra la obra subterránea, heroica e inconclusa que es narrada en “Pierre Menard, autor del Quijote”: se trata de la vida imaginaria atribuida a un escritor que existió de verdad: Pierre Menard es un simbolista de Nîmes que se interesa por el Quijote en cuanto no lo considera inevitable: “El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología […]. Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito.”30
La nueva escritura del Quijote que emprende Menard resulta a la vez, en gran paradoja, la más fiel y la más infiel, la transcripción total y la adaptación libérrima, y llega incluso a la reducción al absurdo de las leyes del homenaje literario: especie de homenaje por sus antípodas, ya que se omite el culto de los autores clásicos o de la reconstrucción de la historia de la literatura:
Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto “original” y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación [...]. A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.31
Si el “Pierre Menard” fue considerado por muchos estudiosos como uno de los textos clave para la teoría de la recepción y se lo cita una y otra vez como ejemplo de la recuperación del papel creativo de la lectura, muchos olvidaron las consecuencias que trae aparejado el hecho de que la tarea de transcripción que emprende dicho personaje esté ya contemplada por el propio Cervantes: el gesto de Menard es, como don Quijote, como Borges y como nosotros, un tan novedoso como viejo resultado de una genial operación originariamente cervantina, que el autor a su vez atribuye a otros autores. El Quijote nos inventó a nosotros, sus lectores.
La obra de Borges genera su propio espacio de lectura32 al tiempo que se presenta en muchos casos como un homenaje a sus autores dilectos, a un tiempo reiteración y recreación, de operaciones presentes en sus obras. Basta con recorrer su ya citado libro de Prólogos para confirmarlo.
No hay entonces creación ex nihilo: todo está dicho ya, en una infinita imbricación de los hechos de las armas y de las letras, en esa doble genealogía que el propio Borges hizo suya.33
En el ensayo “Magias parciales del Quijote”, publicado en Otras inquisiciones (1952), volverá nuestro autor a un tema recurrente en el ámbito literario: el problema de la originalidad o la novedad de un tema, contraparte de la “angustia de las influencias” -y notemos de paso cuánto deben a Borges varias de las ideas de Harold Bloom.
Ese ensayo se construye a partir de una constatación: en la segunda parte del libro, los protagonistas se convierten en lectores de la propia obra que les dio vida. Este descubrimiento conduce a Borges a la evocación de otros casos parangonables, en los que se da una representación dentro de una representación: el Hamlet, el Ramayana, Las mil y una noches. El gran tema que surge es entonces el de la relación entre idea y representación del mundo: un tema que preocupa también a la filosofía, cuyas invenciones “no son menos fantásticas que las del arte”, y que resultan a su vez, en cuanto invenciones y no en cuanto a su pretensión de verdad, formas certeras de atisbar el mundo. Concluye el autor:
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y Una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben.34
¿Qué fue primero: el mundo o la literatura? En el penúltimo giro de una espiral siempre obstinadamente abierta, ese lector cautivado por las aventuras de don Quijote prefigura el destino de un escritor que no hace sino perseverar en el mismo gesto que su modelo, capturado en un mundo de ficción que es a la vez continuación de un acto de lectura. El mundo de la literatura, regido por sus propias leyes, por leyes diferentes de las del mundo presuntamente real, exige al lector su conversión. Recordemos una vez más, con Clive Griffin, que escribir y leer ficción es idealismo filosófico puesto en práctica y de allí el énfasis de Borges en el papel que cumple el lector en el diseño de los significados, que no son de ningún modo -como el sabor de la manzana- previos a su lectura.
Si hemos revisado la interpretación del Quijote que hace Borges a través de un cuento y un ensayo, no puedo resistir la tentación de terminar mi propio texto con la cita de uno de sus grandes poemas, “Lectores”, recordando que el ingreso de nuestro escritor al mundo de la creación se dio como poeta (en 1923 publica Fervor de Buenos Aires) y como miembro activo del mundo de las letras, para el cual elabora traducciones, reseñas, notas críticas. Recordemos así, con Patricia Willson,35 que Borges dará versiones al español de varios de los más grandes novelistas del siglo XX: Woolf, Joyce, Faulkner. Recordemos también, con Kristal, que ninguna actividad, además de la lectura, ha sido tan central para el proceso creativo de Borges como la de la traducción.36
El poema con que cierro este trabajo fue publicado en El otro, el mismo, de 1964, y en su prólogo dice Borges: “Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.”37 He aquí una muestra de esa “secreta complejidad”:
De aquel hidalgo de cetrina y seca
tez y de heroico afán se conjetura
que, en víspera perpetua de aventura,
no salió nunca de su biblioteca.
La crónica puntual que sus empeños
narra y sus tragicómicos desplantes
fue soñada por él, no por Cervantes,
y no es más que una crónica de sueños.
Tal es también mi suerte. Sé que hay algo
inmortal y esencial que he sepultado
en esa biblioteca del pasado
En que leí la historia del hidalgo.
Las lentas hojas vuelve un niño y grave
sueña con vagas cosas que no sabe.38
El recinto de la biblioteca y las páginas encuadernadas de un libro contienen un mundo regido por sus propias e inevitables leyes. Nos encontramos en las antípodas de la preocupación por la originalidad del escritor: aquí el autor se toca con el lector, y la escritura con la reescritura de una lectura… Traspuesto el umbral, llegamos a lo extraordinario, y ya instalados en esa dimensión resulta inútil decidir cuál de los mundos fue primero. Las operaciones de lectura conducen a un mundo de ficción que impone a su vez las propias reglas hasta convertir al lector en protagonista del propio mundo que se despliega ante su mirada. Y todas estas operaciones están a su vez contenidas en el tiempo sin tiempo del poema. La literatura se conjetura como un mundo emancipado de las reglas y condiciones materiales y sociales del campo.
En suma: las operaciones de cruce entre lectura y escritura llevadas a cabo por Borges se caracterizan por una enorme sofisticación, y son sólo comparables a las operaciones de cruce entre los territorios de lo no ficcional y lo ficcional que también llevó a cabo con mano maestra. De este modo, al encontrar nuevas formas de conciliación entre la lectura como glosa o comentario y la lectura como disparador de la escritura, o las zonas de tensión entre la “buena fe” de una prosa que aspira a decir la verdad y la “mala fe” de la prosa de ficción que aspira a postular mundos de la imaginación, Borges acabó por emancipar la literatura de toda sumisión respecto de otros órdenes y sistemas. Logró así incorporar, a través de un conjunto de operaciones inéditas y geniales, un territorio más para el campo de la literatura, una provincia que acaba por insubordinarse al orden todo de la república de las letras y hacer valer, desde el margen, sus alcances, que llegan a poner en jaque al poder central.
Siempre se trata, en el extraordinario quehacer de Borges, del hallazgo de resortes capaces de poner en suspenso nuestra incredulidad: siempre se trata, por fin, de versiones anticipadas y retroactivas del asombro, salvado éste a su vez de la desmesura por el escepticismo del escritor, que hace de la literatura una penúltima versión de la realidad y de la especificidad de sus operaciones una prueba concreta de la existencia de la maravilla.