Introducción
Centroamérica y el Caribe conforman la región que de manera más inmediata sintió el efecto de contagio de la Revolución mexicana en la tercera década del siglo XX. En algunos países de esa cuenca, como Venezuela, Guatemala y Cuba, se establecieron dictaduras con evidentes subsistencias del Porfiriato, como la de Juan Vicente Gómez, Manuel Estrada Cabrera y Gerardo Machado. Pero también en el gran Caribe, a principios del siglo XX, el intervencionismo militar norteamericano y la expansión territorial de las compañías comercializadoras de frutos, especialmente de la United Fruit Company, generaron una resistencia nacionalista que adaptó el programa revolucionario mexicano a nuevas condiciones económicas y sociales.
Entre fines de los años veinte y principios de los treinta, estallaron revoluciones en Nicaragua, El Salvador y Cuba, además de constantes campañas internacionales de la izquierda socialista o nacionalista contra la injerencia de Estados Unidos en la región, sobre todo en relación con el Canal de Panamá, las incursiones militares en Nicaragua y la disputa territorial entre Guatemala y Honduras, en la que jugó un papel central el secretario de Estado del gobierno de Calvin Coolidge, Frank Billings Kellog. Dos de los principales líderes de la izquierda latinoamericana, el cubano Julio Antonio Mella y el peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, viajaron a Guatemala en 1927 y 1928, respectivamente, y fueron expulsados de ese país por el gobierno militar de Lázaro Chacón González. El primero viajó a fundar la Liga Antimperialista Guatemalteca y el segundo a difundir las ideas de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y denunciar las violaciones de la soberanía nacional en Centroamérica.
Aquella efervescencia revolucionaria se reflejaba intelectualmente en la revista Repertorio Americano, en San José, Costa Rica, encabezada por Joaquín García Monje. Algunos de los mayores intelectuales e ideólogos de la Revolución mexicana, como José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, y algunos de sus interlocutores en Suramérica, como José Ingenieros, Manuel Ugarte o Alfredo Palacios, eran presencias reconocibles en la publicación.1 En Repertorio Americano, el cubano Raúl de Cárdenas (1921) publicó una serie de artículos, bajo el título de “Preponderancia de los Estados Unidos en el mar Caribe”, tomados de la revista Cuba contemporánea, que alertaba sobre el avance de la hegemonía norteamericana y asignaba a aquella publicación centroamericana el papel de cuestionar las amenazas a la autodeterminación de los pueblos caribeños. La idea reaparece en la conferencia de Henríquez Ureña (1921), en la Universidad de Minnesota, “Las islas del mar Caribe y la doctrina Monroe”, en la que se definía a toda la región como “playas del Caribe”, de esta manera: “parte de México, las seis repúblicas de la América Central, Colombia, Venezuela, colonias inglesas, francesas, holandesas, norteamericanas (y hasta hace poco danesas) y tres países insulares independientes: Cuba, Haití y Santo Domingo” (Henríquez Ureña 1921: 346). El dominicano llamaba a los intelectuales y políticos de ambas Américas a voltear los ojos al Caribe y dar con una forma de convivencia en esa región que pusiera fin a la constante limitación de las soberanías nacionales. El papel del México revolucionario, bajo el gobierno de Álvaro Obregón, sería decisivo en ese ejercicio de equilibrio.
Repertorio Americano adelantó algunas de las ideas de revolución que pondrían en práctica pocos años después, cuando Augusto César Sandino se levanta en armas contra la ocupación norteamericana. Las revoluciones nicaragüense, salvadoreña y cubana serán tres eventos de propagación y reformulación de la idea revolucionaria en Centroamérica y el Caribe. En ese proceso migratorio de la práctica revolucionaria, algunas premisas de la ideología nacionalista mexicana se escoraron hacia una perspectiva confrontacional con Estados Unidos o se mezclaron con postulados socialistas y populistas, favorables o no a la hegemonía de Moscú sobre la izquierda latinoamericana. La lucha de Sandino y Farabundo Martí en Centroamérica, así como la Revolución de 1933 en Cuba, fueron, también, escenarios de la tensión entre aquellas izquierdas.
Repertorio Americano, así como la Unión Latino Americana, creada en Buenos Aires en 1923, y su revista Renovación, estudiadas por Alexandra Pita González (2009), fueron proyectos difusores de una ideología renovadora, claramente vinculada al impacto de la Revolución mexicana en el sur del continente (Yankelevich 1997). Muchos de los enunciados de aquel discurso —juvenilismo, antimperialismo, latinoamericanismo—, adelantados en la obra intelectual de José Enrique Rodó, José Ingenieros, Manuel Ugarte, Francisco García Calderón y José Vasconcelos, se activaron durante procesos políticos concretos como las revoluciones centroamericanas, en Nicaragua y El Salvador, y el movimiento social y político contra la dictadura de Gerardo Machado en Cuba.
Sangre en la Casa Blanca
El lenguaje de Augusto César Sandino verbaliza un nacionalismo antiestadounidense que difícilmente se encuentra en el discurso revolucionario mexicano. No hay en Zapata o en Villa, por mencionar a dos de los líderes más populares de México, esa representación tan negativa de los Estados Unidos o de los norteamericanos. Luego de su regreso a Nicaragua, en 1926, tras unos años como trabajador en empresas petroleras de Veracruz, Sandino respaldó al ejército liberal nicaragüense en su lucha contra el gobierno golpista de Emiliano Chamorro Vargas, artífice, cuando era embajador en Estados Unidos, del impopular Tratado Bryan-Chamorro de 1914, que concedía a Washington derecho a construir un canal interoceánico en Nicaragua. La guerra civil entre liberales y conservadores, en 1926, rápidamente derivó en una nueva intervención militar de Estados Unidos, que envió miles de marines a secundar a los conservadores. Cuando en mayo de 1927 el líder liberal José María Moncada pacta con el enviado de Estados Unidos, Henry L. Stimson, Sandino decide continuar la lucha contra los ocupantes extranjeros. La guerra civil se transforma en una Revolución nacionalista.
Aunque Sandino cargaba con una experiencia en luchas agrarias, mineras y sindicales, como trabajador de la United Fruit Company en Nicaragua y de las petroleras en Veracruz, su plataforma ideológica se presenta, centralmente, como nacionalista. Sin embargo, a medida que su movimiento despierta el entusiasmo de la izquierda mundial, la Revolución nicaragüense va integrándose a las redes del aprismo, de la Liga Antimperialista de las Américas y su Congreso en Bruselas y, también, del comunismo del Comintern, a través del Partido Comunista Mexicano. Una lectura de la documentación programática originaria de Sandino, entre 1926 y 1927, nos persuade del énfasis nacionalista de un discurso en que el propio agrarismo se subordina a la conquista de la soberanía nacional.
Huellas del lenguaje aprista y del legado de la Revolución mexicana se leen en cartas de 1926, en las que recuerda la gesta del gran país mesoamericano, o en un temprano manifiesto, de julio de 1927, desde el Mineral de San Albino, en Nueva Segovia, donde se dirigía a “los nicaragüenses, a los centroamericanos y la Raza Indohispana” (Sandino 1988: 3 y 42). La defensa de la integridad de la nación nicaragüense era más que suficiente para reclamar la legitimidad de la Revolución: “el vínculo de nacionalidad me da el derecho a asumir la responsabilidad de mis actos, sin importarme que los pesimistas y los cobardes me den el título que a su calidad de eunucos más le acomoda” (Sandino 1988: 3 y 42). El nacionalismo completaba el liberalismo, ya que la lucha contra el ocupante extranjero depuraba moralmente el bando revolucionario: “la revolución liberal está en pie y hoy más que nunca está fortalecida porque sólo quedarán en ella los elementos que han dejado aquilatado el valor y abnegación de que se halla revestido todo liberal” (Sandino 1988: 43).
Como en México, subsistía entonces en Centroamérica un liberalismo decimonónico que, mezclado con el patriotismo agrario y el honor militar, convertía al Ejército en una institución proclive a la ideología revolucionaria. En Sandino, esa ideología era constantemente revestida por una retórica moralista, que asociaba el intervencionismo con el saqueo de los recursos naturales, el contrabando de minerales y el robo de la riqueza nacional. Con nombre y apellidos, el líder nicaragüense denunciaba a los empresarios norteamericanos: “el americano Alexander, que vive en Murra, Departamento de Segovia, tiene varios años de ser contrabandista de oro, lo cual le produce pingües utilidades, para darse una vida regalada de Nabab, extorsionando al proletariado minero” (Sandino 1988: 47). O Chas Butters, “americano, que tiene varios años de hacerse llamar dueño de la mina de San Albino, defraudador del salario de mis compatriotas, a quienes obliga a trabajar doce horas diarias, pagándoles vales desde cinco pesos a un centavo” (Sandino 1988: 48). En la lucha, Sandino tuteaba al “invasor aventurero” y lo maldecía por “pirata”, como en su famosa carta al capitán de los marines, G. D. Hatfield:
¿Quién eres tú miserable lacayo de Wall Street, que con tanto descaro amenazas a los hijos legítimos de mi patria, así como a mí? ¿Acaso crees que están en el corazón de África, para venirnos a imponer tu capricho por el solo hecho de que eres sicario de Coolidge. No, degenerado pirata; tú no puedes decir ni quien es tu padre, ni cuál es tu legítimo idioma… O te llenas de gloria matando a un patriota, o te haré morder el lodo tal como lo demuestra el sello oficial de mi ejército (Sandino 1988: 49).
Sandino hacía constantes llamados a la lucha “a sus hermanos de raza” y postulaba un marco integrador o supraclasista para el nacionalismo revolucionario: “todo nicaragüense verdaderamente patriota está obligado a defender voluntariamente el decoro de la nación” (Sandino 1988: 50 y 60). Pero también sugería una cultura de clase, en frases que certificaban el apoyo que comenzaba a recibir de la izquierda comunista norteamericana, europea y, sobre todo, latinoamericana, a través de los comités Manos Fuera de Nicaragua, en los que jugaron un papel central el cubano Julio Antonio Mella, el peruano Jacobo Hurwitz y la Liga Antimperialista de las Américas. Escribía Sandino en 1927: “para mí no quiero nada; soy artesano, mi martillo repercute en el yunque a gran distancia, y habla todos los idiomas en materia de trabajo. No deseo nada, solo la redención de la clase obrera” (Sandino 1988: 49). Acto seguido, reiteraba su “fe en Dios” y esgrimía el argumento de la “raza indo-hispana”, para reforzar el enunciado nativista, que llegaba a extremos retóricos como el siguiente:
Venid gleba de morfinómanos, venid a asesinarnos a nuestra propia tierra, que yo os espero a pie firme al frente de mis patriotas soldados, sin importante el número de vosotros; pero tened presente que cuando esto suceda, con la obstrucción de vuestra grandeza trepidará el Capitolio de Washington, enrojeciendo con nuestra sangre la esfera blanca que corona vuestra famosa White House, antro donde maquináis vuestros crímenes (Sandino 1988: 44).
Había en Sandino un republicanismo cristiano, consistentemente enfrentado a la avaricia y el despojo del intervencionismo económico y militar de Estados Unidos. Pero el forcejeo de las redes internacionales de la izquierda, en el entorno de Sandino, llevaban al líder nicaragüense a privilegiar el diálogo con el México revolucionario y los gobiernos latinoamericanos. La oposición sandinista al canal interoceánico no era intransigente: si la “civilización exigía” dicha obra, entonces debía garantizarse que la inversión no fuera mayoritariamente norteamericana, por medio de una mitad del valor total de la inversión, en capitales latinoamericanos, y la otra mitad, repartida entre los “demás países del mundo que deseen tener acciones en dicha empresa” (Sandino 1988: 45), sin excluir a Estados Unidos. El “progreso”, dirá en otro momento, no debe estancarse, pero no a costa de la “civilización del despojo” (Sandino 1988: 72, 73 y 111).
En 1928, cuando se reúne en La Habana la Sexta Conferencia Panamericana, a la que asistió el presidente de Estados Unidos Calvin Coolidge, Sandino envía diversos mensajes en los que enfatiza que su resistencia a la ocupación militar no afecta “a ningún gobierno de nuestras repúblicas hermanas” (Sandino 1988: 69 y 120) e inscribe su lucha dentro de la causa bolivariana de la integración de América Latina. A tono con los artículos de Carleton Beals en The Nation, el líder nicaragüense intenta enmarcar más explícitamente su ideología en el nacionalismo revolucionario, estableciendo más claras distancias con el comunismo internacional. El “Decreto de confiscación de bienes norteamericanos”, la carta de Froylán Turcios, donde habla del “oro corruptor que ha carcomido las conciencias y maniatado las intelectualidades de América Latina” y su mensaje a “A los gobernantes de América”, de agosto de 1928, forman parte de una documentación en la que sería perceptible un alineamiento del sandinismo con la izquierda no comunista latinoamericana (Sandino 1988: 127, 131-134). El referente doctrinal de la solidaridad con América Latina, según Sandino, debería ser México:
La célebre doctrina Carranza expresa que México tiene, por su posición geográfica, que ser —y en realidad lo es— el centinela avanzado del hispanismo en América. ¿Cuál será la opinión del actual gobierno mexicano respecto a la política que desarrollan los yankees en Centro América? ¿Acaso no habrán comprendido los gobiernos de Iberoamérica que los yankees se burlan de su prudente política adoptada en casos como el de Nicaragua? (Sandino 1988: 164).
Sandino sabía que el gobierno mexicano de Plutarco Elías Calles, un aliado suyo desde 1926, había asistido al Congreso Panamericano de La Habana. Pero sabía también que la posición de México, incluso en los momentos más contemporizadores de los sucesores de Calles, Emilio Portes Gil y Pascual Ortiz Rubio, intentaba ejercer un contrapeso al intervencionismo de Washington por medio de la que pronto sería la Doctrina Estrada, en contra del reconocimiento de la legitimidad de gobiernos surgidos de revoluciones. De ahí que la posición del revolucionario nicaragüense fuera más cercana a quienes, como los mexicanos y los apristas, apostaban a una gran alianza latinoamericanista contra Washington. Lo dirá Sandino en un texto de 1929, en el que se refiere textualmente a las dictaduras de Juan Vicente Gómez en Venezuela, Augusto Leguía en Perú y Gerardo Machado en Cuba:
Por eso es que, para formar un Frente Único y contener el avance del conquistador sobre nuestras patrias, debemos principiar a darnos a respetar nuestra propia casa, y no permitir que déspotas sanguinarios como Juan Vicente Gómez y degenerados como Machado, Leguía y otros, nos ridiculicen ante el mundo como lo hicieron en la pantomima de La Habana (Sandino 1988: 165).
Meses después, en un contexto en que se produce la ruptura entre estalinistas y populistas, formalizada en las tesis de la Primera Conferencia Comunista Latinoamericana de Buenos Aires, en 1929, Sandino llamará a que dicha alianza se traduzca en una “Federación de la Nacionalidad Indo-Latina de América” (Sandino 1988: 218), ni más ni menos que el llevado y traído partido continental de Haya de la Torre, cuestionado por Mella y Mariátegui. Su proyecto de una Conferencia de Representantes de la Nacionalidad Latinoamericana, donde se reunirían delegados de 21 Estados latinoamericanos, fue un intento de proyectar, en el terreno diplomático, la red de solidaridad con su lucha, que se había expandido por la región (Sandino 1988: 220-231). Su largo viaje a México, entre el verano de 1929 y la primavera de 1930, estuvo relacionado con esos esfuerzos diplomáticos, justo en el momento en que Genaro Estrada, desde la cancillería mexicana, comenzaba a elaborar el proyecto sobre la legitimidad de regímenes revolucionarios en América Latina, que se presentaría a la Sociedad de Naciones.
Las cartas de Sandino al presidente Emilio Portes Gil reflejan la ambigüedad de quien agradece la ayuda de México pero la considera insuficiente. Desde Mérida, Yucatán, Sandino escribe: “el espíritu radioso de Juárez ha iluminado mis pasos por las montañas” (Sandino 1988: 237). Pero pronto dice al presidente: “hasta en estos momentos, Señor Presidente, no he visto ni en lo más mínimo el principio para que las aspiraciones que me impulsaron a venir a México puedan ser llenadas” (Sandino 1988: 504). Siente que el gobierno mexicano lo elude, a pesar de brindarle apoyo para su residencia en Yucatán, e insiste en que México, por su experiencia histórica y su liderazgo revolucionario “no puede permitir que la piratería yankee colonice Centroamérica” (Sandino 1988: 505). Durante la estancia en México, Sandino también entra en contacto con Hernán Laborde, el nuevo secretario general del Partido Comunista Mexicano (Sandino 1988: 310-313).
El viaje a México fue utilizado por medios de la derecha centroamericana para desacreditar a Sandino con la noticia de que las redes del comunismo y el antimperialismo le habían pagado 60 000 dólares para que abandonara la lucha. Sandino discute el tema con Laborde y escribe también a Willy Münzenberg y Henri Barbusse, dos importantes figuras de la Liga Antimperialista, que tuvo su segundo congreso en Frankfurt a fines de 1929. En sus cartas, Sandino pide explicaciones sobre las calumnias en torno a su retiro del combate, pero también asegura que su Ejército ha “adoptado las resoluciones del Congreso Antimperialista” (Sandino 1988: 319). Lo cual era bastante contradictorio con su propio lenguaje integracionista, ya que el aprismo peruano y el nacionalismo revolucionario mexicano eran englobados, por la corriente más pro-soviética de la izquierda comunista latinoamericana, dentro del llamado “social-fascismo”, es decir, la supuesta alianza entre socialdemócratas y fascistas.
En su propia carta al Congreso Antimperialista de Frankfurt, desde Veracruz, Sandino hacía un relato de la lucha contra la ocupación norteamericana que no recurría al enfoque de clase contra clase, predominante en el Comintern, ni en la corriente hegemónica de la Liga Antimperialista (Sandino 1980: 57-60). Su regreso a Las Segovias está marcado por la imposibilidad de unificar todas las fuerzas revolucionarias nicaragüenses, que en su interior reflejaban la propia fractura de la izquierda internacional. Las campañas militares de Sandino como “Jefe Supremo de la Revolución”, entre 1930 y 1933, se verán acompañadas de una estrategia de movilización y propaganda enfocada en la unidad nacional contra la intervención extranjera (Sandino 1980: 35). Consciente de la imposibilidad de una unificación latinoamericana, apuesta en sus últimos años por una integración de las fuerzas nacionalistas centroamericanas, pero choca con la nueva agenda antipopulista del estalinismo regional.
A medida que arreciaba la lucha, el pensamiento de Sandino iba adquiriendo un tono místico, cristiano y teosófico, que interactuaba con el nacionalismo revolucionario. En su famoso manifiesto “Luz y Verdad”, desde el Chipotón de Las Segovias, en febrero de 1931, Sandino llena el texto de mayúsculas como Universo, Dios, Naturaleza, Amor, Espíritu, Justicia Divina y Juicio Final, para anunciar que, en el lapso de un siglo, deberá producirse una hecatombe emancipadora, por la cual todos los pueblos oprimidos se levantarán en armas contra el imperialismo. El profetismo de Sandino mezclaba la idea marxista de la explosión proletaria con las tesis de Helena Blavatsky sobre la unidad del espíritu universal. Ese mestizaje ideológico, reflejo de una estrategia incluyente de la liberación nacional, le enajenó el apoyo del comunismo centroamericano.
En buena medida, los orígenes de la revuelta comunista de 1932 en El Salvador están relacionados con aquella fractura. Agustín Farabundo Martí, el líder del Partido Comunista salvadoreño, encabezó una fuerte movilización política contra el régimen militar de Maximiliano Hernández Martínez, emanado de un golpe de Estado. La represión contra los comunistas salvadoreños radicalizó el movimiento, que buscó alianzas con el campesinado del suroeste de El Salvador, cerca de la frontera con Guatemala. Martí había formado parte del ejército sandinista en Nicaragua, pero se distanció del general por sus diferencias con el comunismo. Su aproximación al sandinismo estuvo ligada a sus vínculos con la Liga Antimperialista de las Américas, con la que entró en contacto en Nueva York, durante su exilio de los años veinte. Miguel Mármol, un sobreviviente de la guerrilla salvadoreña, relató aquel cisma al joven poeta socialista Roque Dalton, en un encuentro que tuvieron en Praga en 1966:
Martí había pasado a ser una figura legendaria al incorporarse en nombre nuestro a las fuerzas guerrilleras del general Augusto César Sandino en las selvas nicaragüenses, en cuyas filas había ganado en combate el grado de Coronel y había pasado a ser Secretario Privado de Sandino. Tenía el prestigio del combatiente activo que, quiérase o no, es el prestigio que más acepta la masa porque sabe que se gana arriesgando el pellejo y el esqueleto. En un hombre que está dispuesto a sufrir, morir y matar, por sus ideas, dice la gente, se puede confiar. Y tiene razón (Dalton 1983: 88).
Y agregaba Mármol:
Martí rompió con Sandino por razones ideológicas. Aun considerando a Sandino un gran patriota antimperialista rompió con las concepciones nacionalistas estrechas de este gran caudillo popular, que no compartía la visión revolucionaria marxista-leninista de la lucha de clases y del internacionalismo proletario que Martí ya tenía bien metida en la cabeza y en el corazón. También puede ser que el Negro Martí, que era tan intransigente en los principios, no haya tenido la flexibilidad para tratar con un aliado como Sandino, pero el caso es que la ruptura vino (Dalton 1983: 88).
La historiografía ha debatido qué tanto pesó realmente un partido comunista pequeño y poco ramificado, como el salvadoreño, en aquella revolución. Durante décadas, Thomas Anderson (1971), Erick Ching (1997), Jeffrey Gould y Aldo A. Lauria-Santiago (2008) se han preguntado si el saldo mortífero de aquellas confrontaciones, de varios miles de muertos, podía haberse alcanzado sin conflictos étnicos y sociales que escapaban al choque entre las bases comunistas y el régimen de Hernández Martínez. Lo cierto es que la revolución salvadoreña no solo involucró al partido mismo sino a organizaciones como el Socorro Rojo Internacional, impulsado por el Comintern, pero con un gran respaldo en la izquierda mexicana y centroamericana. La articulación entre ambas revoluciones, la nicaragüense y la salvadoreña, y el apoyo que ambas recibieron desde México, fueron evidentes.2
La resistencia de Sandino, y también el cambio de la política de Estados Unidos hacia Centroamérica, durante el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, decidieron el retiro de las tropas norteamericanas de Nicaragua. Pero tanto el asesinato del líder nicaragüense como la neutralización de la revuelta salvadoreña, entre en 1932 y 1934, lograron la retirada de las tropas norteamericanas, aunque no el fracaso de la revolución centroamericana. Farabundo Martí y sus compañeros, los estudiantes Alfonso Luna y Mario Zapata, fueron ejecutados, en medio de una represión que causó decenas de miles de muertos. Tras la retirada de las tropas norteamericanas, en 1933, Sandino negoció la paz con el presidente Juan Bautista Sacasa, con quien llegó a tener una relación cordial. Justo tras una cena con Sacasa, en el Palacio Presidencial, en febrero de 1934, el líder nicaragüense fue asesinado por órdenes de Anastasio Somoza García, quien dos años después derrocaría a Sacasa por medio de un golpe de Estado.
El fracaso de las revoluciones centroamericanas de los años treinta, acentuado por las diferencias estratégicas y tácticas entre las izquierdas nacionalistas revolucionarias, populistas y comunistas fue, acaso, la primera evidencia de que aquellas distinciones ideológicas y políticas no eran tan importantes para los poderes hegemónicos de las oligarquías regionales y sus aliados en Estados Unidos. Los conflictos teóricos y prácticos dentro de la izquierda latinoamericana siguieron reproduciéndose, casi en los mismos términos, hasta bien entrada la Guerra Fría. Los comunistas preservaron sus recelos frente a las otras izquierdas, que consideraban “burguesas” o “pequeñas burguesas”, y los revolucionarios nacionalistas o populistas llegaron, en momentos, a posiciones contrarias al comunismo, que entraban en sintonía con las derechas autoritarias de la región.
En todo el gran Caribe hispano aquella encrucijada entre comunismo y nacionalismo se vivió con especial intensidad. En los orígenes de Pedro Albizu Campos y el Partido Nacionalista de Puerto Rico, que compartieron las redes comunistas en la Liga Antimperialista de las Américas y su periódico El Libertador a fines de los años veinte, se palpa el dilema de extender el apoyo a la causa de la independencia de la isla a bases más amplias que las del movimiento obrero. La identificación de Albizu con los procesos independentistas de Irlanda y la India, desde sus años de estudiante de derecho en Harvard, donde conoció al líder del separatismo irlandés Éamon de Valera, lo acercaron al catolicismo y a la importancia de las religiones políticas para los nacionalismos poscoloniales (King 1999: 35-61). Con Albizu, la causa nacionalista puertorriqueña se incorporó a una órbita transnacional en la que destacaron otros líderes poscoloniales como el indio Manabendra Nat Roy, fundador del Partido Comunista Mexicano (Carrasco 2017: 37-71).
En sus viajes por Haití, Santo Domingo, Cuba, Colombia y México, el líder defendió la independencia de Puerto Rico con un discurso apostólico y profético, con resonancias en la prédica republicana de José Martí, Eugenio María de Hostos y Ramón Emeterio Betances (Meneses 2008: 88-95). Como muchos revolucionarios caribeños, Albizu contempló inicialmente una lucha legal y parlamentaria, a través de la participación de su partido en las elecciones legislativas. Al constatar la imposibilidad de una lucha democrática por la independencia, optó por la vía de tantos de sus antecesores y sucesores en el nacionalismo revolucionario latinoamericano: la insurrección armada. En 1936 comenzó la larga historia de presidio político de Albizu Campos, en cárceles de Estados Unidos y Puerto Rico, que se extendería de manera intermitente hasta su muerte en 1965.
Guiteras y el otro socialismo
En los mismos años en que se extendía la ola revolucionaria en Centroamérica y el Caribe hispano, en Cuba se producía un amplio y heterogéneo movimiento social y político contra la dictadura de Gerardo Machado. Este general de la guerra de independencia de 1895, que había sido alcalde de Santa Clara durante la primera ocupación norteamericana de la isla, entre 1898 y 1902, y que durante las primeras décadas republicanas había militado en el Partido Liberal, llegó a la presidencia en 1925. Como José Miguel Gómez y Alfredo Zayas, otros dos líderes liberales, Machado había participado en un levantamiento armado contra el conservador Mario García Menocal en 1917, y su campaña presidencial, bajo la consigna de “agua, caminos y escuelas”, logró ganar el apoyo de los elementos más renovadores del liberalismo cubano.
Sin embargo, en 1927, con apenas dos años de gobierno, Machado propuso reformar la Constitución de 1901 para asegurar una prórroga de poderes, por dos años más, para ganar tiempo y preparar su reelección. Machado aprovechó la reforma para reforzar el poder presidencial por medio de la extensión del periodo presidencial a seis años, la eliminación del cargo de vicepresidente, el aumento de las iniciativas de ley por parte del ejecutivo y la creación de un Consejo de Estado. El proyecto de reforma constitucional, que sería aprobado por un congreso constituyente, se vio ligado desde un inicio a las relaciones bilaterales con Estados Unidos, toda vez que Machado lo incorporó a la agenda de un viaje a Washington en abril de 1927 en que lo expuso al presidente Calvin Coolidge. En ese viaje, Machado habría planteado al gobierno de Estados Unidos la idea de derogar la Enmienda Platt.
Las primeras reacciones contra el reeleccionismo de Machado provinieron del propio Partido Liberal que lo llevó al poder. Carlos Mendieta Montefur, coronel de la última guerra de independencia, envió una carta abierta a Machado en la que le pedía no violar “las prácticas de la democracia ni las más rudimentarias de la equidad y la justicia” (Rosell 1973: 135). Y le advertía: “acuérdate que no has escalado el poder para conculcar las libertades sino para mantenerlas con todo vigor patriótico. Vuelve los ojos hacia el pasado reciente de nuestra República y hojea el libro de la experiencia, cuyas páginas se han escrito con sangre de hermanos” (Rosell 1973: 137). Machado respondió con una frase que denotaba la subestimación de la nueva generación por la vieja: “nada es más perjudicial a la salud de la República que lanzar a la juventud universitaria, inexperta, cándida y tan llena de ideales hermosos […], a campañas políticas interesadas y fogosas” (Rosell 1973: 140).
Otro de los primeros posicionamientos contra la reforma constitucional de Machado provino, precisamente, de los jóvenes del Directorio Estudiantil Universitario, una organización a la que entonces pertenecía el líder cubano Antonio Guiteras Holmes. En un manifiesto a la opinión pública, en el mismo mes de abril de 1927, los miembros del Directorio decían que la prórroga de poderes era un “atentado a las libertades y a la soberanía del pueblo cubano” y que la promesa de una derogación de la Enmienda Platt no debía aceptarse a cambio de la instauración de una dictadura (Cairo 2007: 23-35). En 1927, Guiteras no creía necesaria una reforma constitucional en Cuba, sobre todo, si la misma servía para perpetuar a Machado.
Al final, la reforma constitucional de Machado se aprobó en 1928, pero sin la prórroga inmediata de poderes, por lo que el presidente se presentó a la reelección de aquel año. Sin embargo, la idea de un sexenio machadista, que se extendería de 1929 a 1935, molestaba profundamente a varios sectores de la población, lo que provocó una mayor radicalización de la juventud opositora. La gran movilización juvenil, que arrancaría en 1930 y que sacudió a los sectores tradicionales de la primera República cubana, fue el punto de partida de una transformación profunda de la sociedad y el Estado de la isla, sin la que es imposible comprender el proceso revolucionario posterior.
Unos años después de aquel manifiesto de 1927, cuando ya era miembro de la Unión Revolucionaria, Guiteras cambia de posición y piensa que Machado debe ser reemplazado por un “gobierno provisional”, llamado a crear “un régimen en concordancia con las nuevas orientaciones político-sociales que han aparecido en el mundo desde que fue redactada la Constitución de 1901, que asegura para Cuba vida libre de opresiones nacionales y de injerencias extrañas” (Cairo 2007: 30). Su valoración de la Constitución de 1901 seguía siendo positiva, sin embargo ahora contemplaba la necesidad de una reforma profunda desde el gobierno, que colocara a Cuba en el panorama de las izquierdas revolucionarias y populistas de la región.
El gobierno provisional, a su juicio, debía durar solo dos años, luego de los cuales se convocaría a un plebiscito y se haría un censo para convocar a elecciones de un nuevo congreso constituyente. Aquel primer programa guiterista proponía, entre otras medidas de beneficio social, la nacionalización de los servicios públicos (ferrocarriles, ómnibus rurales y urbanos, compañías de expreso, cables, telegrafía sin hilos, teléfono, alumbrado eléctrico, gas y agua) (Cairo 2007: 31-32). Además de esos pasos en la dirección de un reforzamiento del papel económico del Estado, en sintonía con las tesis keynesianas y de la London School of Economics, Guiteras suscribía elementos del reformismo agrario mexicano y centroamericano, por medio de leyes contra el latifundio, la extensión del sufragio universal, directo y secreto para hombres y mujeres mayores de 21 años, la autonomía del Poder Judicial y de la educación universitaria.
Con esa claridad programática, a sus veintitantos años, no es raro que el joven, graduado de Farmacia en la Universidad de La Habana, se convirtiera en una de las figuras centrales del nuevo gobierno revolucionario. La Revolución cubana del 33 fue muy heterogénea, pero en Guiteras tal vez tuvo el punto de intersección de todas sus corrientes políticas: los comunistas partidarios de la línea soviética, los socialistas antiestalinistas de tendencia anarquista o trotskista, los nacionalistas revolucionarios de izquierda, los nacionalistas revolucionarios de centro o de derecha, los populistas cercanos a las posiciones del APRA y los viejos liberales y conservadores de las primeras décadas republicanas.
La Revolución de 1930 a 1933 contra Machado hizo emerger un espectro de asociaciones y partidos que, creados antes o durante la dictadura, transformaron el sistema político de la isla: Partido Comunista de Cuba (PCC), Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC), Directorio Estudiantil Universitario (DEU), Ala Izquierda Estudiantil, Unión Revolucionaria, Partido Bolchevique Leninista, Unión Nacionalista, Partido Liberal, ABC (Aguilar 1985: 82-85). Entre sus líderes se encontraban miembros de los viejos partidos Conservador y Liberal como Mario García Menocal, Miguel Mariano Gómez, Carlos Mendieta Montefur y Roberto Méndez Peñate, que se levantaron en armas en 1931 contra Machado, o militantes comunistas como Rubén Martínez Villena, que organizó las principales huelgas del movimiento obrero, o líderes universitarios como Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás o Eduardo Chibás, periodistas como Sergio Carbó, o intelectuales como Joaquín Martínez Sáenz, Jorge Mañach, Francisco Ichaso y Juan Andrés Lliteras, fundadores del aBc, un partido mal catalogado como “fascista” en buena parte de la historiografía oficial cubana (Tabares 1974; 1990; Riverend 1973; Pérez Sánchez 2013).
La conspiración del partido Unión Nacionalista había arrancado desde fines de los veinte y prueba de su heterogeneidad fue la aproximación a la misma de Julio Antonio Mella y otros jóvenes de izquierda. Los conspiradores, viejos revolucionarios del xIx, buscaron apoyo en Washington y Nueva York y organizaron una expedición del Havana Yacht Club a Río Verde, Pinar del Río, en el verano de 1931 (Pérez 1976). Otro grupo, que también buscó apoyo en Estados Unidos, encabezado por los tenientes Emilio Laurent y Feliciano Maderne, y apoyado por jóvenes políticos como el ya citado Sergio Carbó, Lucilo de la Peña y Carlos Hevia, desembarcó en Gibara, en la provincia de Oriente (Gott 2005). Ambas sublevaciones fueron rápidamente neutralizadas por el ejército de Machado y sus principales líderes fueron encarcelados, aunque pocos meses después, amnistiados.
El ABC surge, justo en el mismo verano de 1931, a partir de una lectura crítica del fracaso de aquellas revueltas armadas contra Machado. Sus líderes, Martínez Sáenz, Mañach, Ichaso y Lliteras, respaldados por otros intelectuales y políticos de la misma generación como Emeterio Santovenia, Carlos Saladrigas, Ramón Hermida, Gustavo Botet, Orestes Figueredo, Juan Pedro Bombino. Algunos de ellos, como Bombino y Figueredo, provenían del Directorio Estudiantil, y otros, como Mañach, provenían del grupo minorista, desde la década anterior. La identidad juvenil del movimiento se tradujo en una valoración sumamente crítica del rol de la generación anterior que, a su entender, había logrado la independencia de la isla pero era incapaz de encabezar la construcción de una república moderna en el siglo XX, abierta al nuevo repertorio de derechos sociales de la ciudadanía.
La perspectiva generacional y el concepto político de la “juventud”, en el espacio latinoamericano, habían marcado todo el itinerario de la izquierda no comunista: el movimiento estudiantil de Córdoba, la lucha por la autonomía universitaria, la Revolución mexicana, José Vasconcelos, Víctor Raúl Haya de la Torre, el APRA. Varias corrientes de la Revolución del 33, en Cuba, como el DEU, el Ala Izquierda, ABC y la Joven Cuba, comparten ese proceso de invención conceptual de la juventud como sujeto político. El “Manifiesto-programa” del aBc, que comenzó a circular en 1932, planteó el asunto de una manera precisa. Luego de señalar que la aspiración de la nueva “organización” —también llamada “movimiento”, raras veces “partido”— era la “renovación integral de la vida pública cubana”, es decir, no solo “acabar con el régimen tiránico” de Machado sino “también remover las causas que lo han determinado, y mantener efectivamente organizada a la opinión sana del país en una fuerza permanente para la realización y defensa de los intereses nacionales”, decían Mañach, Martínez Sáenz, Ichaso y Lliteras (2018):
El ABC es característicamente un movimiento de juventudes, porque la evolución nacional en los últimos treinta años ha demostrado que una gran parte de los males de Cuba se derivan de que la generación del 95 ha secuestrado para sí la dirección de los asuntos públicos, excluyendo sistemáticamente a los cubanos que alcanzaron la plenitud civil bajo la República. Después de cumplir, gloriosamente, su misión histórica, la conquista de la independencia, esa generación tuvo que servir de puente entre la Colonia y la República. Pero desde sus primeros pasos en su gestión republicana, puso de manifiesto su falta de aptitud para la labor civil de organizar y defender el nuevo Estado. Impedida, por el mismo empeño libertador, de adquirir la preparación doctrinal y técnica necesaria; fatigada de la tensión política; minada por las rivalidades y el espíritu de caudillismo que toda guerra de emancipación naturalmente engendra, esa generación no ha sabido, ni en el Poder ni en la Oposición, organizar las defensas de la nacionalidad. Dominó, sin embargo, de tal modo el sistema político nacional, que los jóvenes admitidos en el mismo han sido únicamente los que se mostraron dispuestos a aceptar sus condiciones y contagiarse de sus vicios, estableciéndose así una selección a la inversa: la selección de los peores (Mañach, Martínez Sáenz, Ichaso y Lliteras 2018: 9-10).
Luego reiteraban estos jóvenes revolucionarios que aquella generación estaba “políticamente liquidada” y que era preciso “sustituirla” porque podía “imputársele el fracaso de la primera etapa republicana” de Cuba (Mañach, Martínez Sáenz, Ichaso y Lliteras 2018: 10). Esa visión estaba sumamente extendida entre los diversos grupos y asociaciones de la lucha contra Machado, incluso, entre los comunistas, aunque la ortodoxia doctrinal del marxismo-leninismo los llevara a negar o subestimar el conflicto de generaciones, frente al conflicto de clases, que consideraban determinante en una sociedad moderna. En diversos escritos de Mella, Martínez Villena o Marinello, es detectable la idea de que la generación del 95 había traicionado los ideales de soberanía y justicia. Sin embargo, algunos de ellos, como Martínez Villena (1973) o el intelectual de izquierda Raúl Roa (1975), que no militaba en el Partido Comunista, juzgaron muy severamente el manifiesto del aBc. Su principal crítica era al método de lucha violenta de la organización, que definían como “terrorista”, pero también cuestionaban la importancia que el programa daba a la “pequeña propiedad” dentro de la reforma agraria.
Hay algunas continuidades entre el ABC, el Partido Revolucionario Cubano “auténtico” y el guiterismo —la corriente socialista no comunista impulsada por Antonio Guiteras Holmes, dentro de la propia Revolución de 1933— no reconocidas por la historiografía marxista-leninista, debido al cúmulo de dogmas y prejuicios frente a la izquierda nacionalista revolucionaria. Desde que Guiteras rompió con los sectores que hegemonizaron la Revolución del 33, dejó ver una visión crítica de las generaciones mambisas y un celo conceptual en torno a la idea de Revolución, que rápidamente lo distinguió de otros líderes de aquel proceso (Figarola 2002; Ehrlich 2015). En su conocido artículo “Septembrismo”, en abril de 1934, en Bohemia, reconocía la importancia del cuartelazo del 4 de septiembre, por poner fin al gobierno “débil e impopular” —“por la mediocridad que caracteriza a todo gobierno de concentración”— y “mediatizado” de Céspedes (Cairo 2007: 37). También se oponía a quienes rechazaron sus decretos “martillazos que rompían lentamente la máquina gigantesca que ahogaba al pueblo de Cuba”, ya que “nuestro programa no podía detenerse simple y llanamente en el principio de la no intervención” (Cairo 2007: 38-39). 33 Se refería, desde luego, a Batista, y también a líderes civiles como Sergio Carbó, que mencionaba por su nombre —y a Guillermo Portela y Porfirio Franca, que no mencionaba— como reacios al cambio. Pero no a José Miguel Irisarri o Ángel Alberto Giraudy, miembros del gabinete progresista de fines de 1933, que se incorporarían en 1934 a La Joven Cuba.
Aunque no cuestionaba públicamente a Grau San Martín, su compañero en el gobierno de los “cien días”, y hasta reconocía que su actitud no había sido “estéril”, Guiteras partía de una distinción entre verdaderos y falsos revolucionarios, que suponía una mirada crítica hacia las derivas políticas de la última generación mambisa en la política republicana. El “fracaso” de su breve gobierno progresista era la prueba de que “una revolución solo puede llevarse adelante cuando está mantenida por un núcleo de hombres identificados ideológicamente, poderoso por su unión inquebrantable” (Cairo 2007: 39). Había, sin embargo, semejanzas evidentes entre este concepto de Revolución, en el que se combinaba cohesión política y flexibilidad ideológica, y el de Batista, quien monopolizaría el uso oficial del término hasta los años cincuenta, en Cuba. En septiembre de 1934, a un año de la revolución del 4 de septiembre, decía Batista (1973), en tono filosófico:
Cuando al hombre se sustrae de la rutina, de la costumbre de seguir lo trillado, le sucede como al niño al comenzar su colegio: todo al principio le azora y le sobrecoge; pero pronto atempera su espíritu al ambiente y se adapta a las nuevas formas de vida. Las revoluciones provocan siempre, al estallar, inquietudes y dudas; porque abren amplios paréntesis de incógnitas en la vida de los hombres. No hay que confundir a los movimientos revolucionarios reformadores con las simples revueltas. Estas son pasajeras; los efectos de aquéllos son permanentes o evolucionan. Cuando la marcha de los pueblos se estanca, los cambios se imponen (Batista 1973: 31). 4
Batista reiteraba una serie de núcleos discursivos de toda la tradición nacionalista revolucionaria: la distinción entre revolución y revuelta, la idea de la revolución permanente y la tesis de que, al menos en la historia de Cuba, cada revolución se originaba en el desencanto con una promesa previa de cambio revolucionario. Lo reiteraba más adelante, en el mismo texto, cuando aseguraba que en la primera República cubana, de 1902 a 1933, se habían anquilosado “castas y divisiones que dieron al traste con los ideales de nuestros mambises” (Batista 1973: 31). Batista también compartía el meollo del nacionalismo revolucionario al identificar aquel estancamiento republicano con la “supeditación” de “nuestra república a los grandes intereses de factura extranjera, así como de los de raras influencias nacionales subordinadas a los anteriores” (Batista 1973: 31).
Para Guiteras y sus seguidores era preciso, entonces, contraponer al campo semántico de ese concepto oficial, otra manera de asumir y socializar el término Revolución. El programa de “La Joven Cuba” es un documento donde leer no solo esa resemantización sino los contactos discursivos que aquel programa establecía con otros movimientos de la izquierda nacionalista latinoamericana de los años treinta. Para empezar, Guiteras iba más a fondo que Batista y, otra vez, en sintonía con los programas del ABC y el PRC, cuestionaba la condición nacional de Cuba en 1934. No es que la isla fuera una neocolonia, es que no era una nación, “a pesar de reunir todos los elementos indispensables para integrar una nación” (Cairo 2007: 41).
El programa de La Joven Cuba, publicado como panfleto en octubre de 1934 en las prensas del periódico habanero Ahora, es uno de los documentos más profundos de la literatura revolucionaria en América Latina. Los historiadores coinciden en que la redacción del documento, firmado por el “Comité Central” de la organización, no solo intervino Guiteras sino abogados vinculados al gobierno de Grau como Irisarri, Giraudy y el escritor y periodista Antonio María Penichet, incorporados luego a la corriente septembrista y a la breve experiencia de la asociación secreta TNT (Taibo II 2008: 368). La profundidad ideológica del texto está directamente relacionada con la propuesta de agregar a las “unidades física, demótica, policial e histórica” de la nación cubana —ya existentes— una “unidad funcional” —inexistente— que sería necesaria para “rebasar el Estado colonial” (Cairo 2007: 42). Ese proceso, según La Joven Cuba, solo podría lograrse por medio del “Socialismo”: “para que la ordenación orgánica de Cuba en nación alcance estabilidad, precisa que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del socialismo” (Cairo 2007: 42).
Frente al nacionalismo revolucionario hegemónico u oficial, que trataba de impulsar Batista, el guiterismo proponía una visión radicalizada del cambio, introduciendo el concepto de “Socialismo”, con mayúscula.5 Pero esa radicalización mantenía claras distancias con el socialismo de tipo comunista y, a la vez, no renunciaba a procedimientos propiamente reformistas, toda vez que se asumía como continuidad del programa de gobierno emprendido entre el 4 de septiembre de 1933 y el 15 de enero de 1934. El “Estado socialista”, decían los guiteristas, no era “construcción caprichosamente imaginada” o “mera utopía individual o hipnosis colectiva”, sino una “deducción racional basada en las leyes de la dinámica social” (Pichardo 1980: 515). Los términos son muy parecidos a los del lenguaje de los partidos comunistas latinoamericanos, pero el programa mostraba claras diferencias.
En ningún momento La Joven Cuba suscribía la doctrina del “marxismo-leninismo” ni elogiaba el proyecto soviético. Tampoco proponía la creación de un partido único o la estatalización de la economía. El programa defendía la “nacionalización o municipalización” de servicios públicos y, a la vez, el “fomento de la pequeña industria” privada (Pichardo 1980: 521). Muy en la línea de la Revolución mexicana, especialmente en su versión cardenista, los guiteristas proponían una reforma agraria que concediera tierras al campesinado pobre, que nacionalizara los litorales y el subsuelo y que creara granjas agrícolas cooperativas y estatales, pero sin desmantelar la red empresarial que operaba la industria, el comercio, la agricultura y la banca.
Las reformas previstas por La Joven Cuba incluían una amplia extensión de derechos sociales básicos a la población, pero también un reordenamiento del aparato de justicia y un combate permanente a la corrupción y la malversación de fondos públicos. En términos políticos se contemplaba una reforma electoral que hiciera efectivo el voto de cada persona mayor de 18 años y concediera el derecho al sufragio de las mujeres. En política exterior, los guiteristas suscribían las premisas del antimperialismo, rechazaban todos los tratados y convenios internacionales que perjudicasen a la nación, desconocían la deuda externa y llamaban a la convocatoria inmediata de un “Parlamento de América”, integrado por “representantes de las asociaciones de productores, sindicatos de empleados y trabajadores y colegios de profesionales de todos los países de América” (Pichardo 1980: 517).
¿A qué sonaba este reformismo radical, que mezclaba antimperialismo y panamericanismo y que apostaba a una diplomacia desde la sociedad civil, antes que desde el Estado? Definitivamente no al comunismo de los partidos aliados a Moscú, sino al aprismo peruano y chileno, al cardenismo mexicano y, en menor medida, a los nacientes populismos varguista y peronista en Brasil y Argentina. Los referentes doctrinales de Guiteras y La Joven Cuba se movían entre Ariel y Motivos de Proteo, de José Enrique Rodó, La verdadera revolución social, del anarquista francés Sebastian Faure, los estudios críticos sobre la Revolución rusa de Volin y Archinov y lecturas frecuentes de la izquierda vasconcelista y aprista como Tolstoi, Tagore y Barbusse (Cairo 2007; Taibo II 2008). En una conocida entrevista con el aprista Enrique de la Osa para la revista Futuro, decía Guiteras: “es preciso reconocer que mucho han contribuido a crear ese espíritu antimperialista las organizaciones que como el apra mantienen el propósito fundamental” del antimperialismo (Pichardo 1980: 60).
Entre 1934 y 1935, las diferencias entre el nacionalismo revolucionario de izquierda y el comunismo cubano se profundizaron. En la documentación del Segundo Congreso del Partido Comunista, celebrado en Santa Clara el 21 de abril de 1934, el guiterismo aparece como una corriente de “izquierdista de la burguesía terrateniente”, aliada de Grau San Martín y el prc, Sergio Carbó y el Nacionalista Revolucionario, a pesar de las conocidas críticas de la Joven Cuba a estos líderes y partidos (Pichardo 1980: 370). Desde marzo, en unas “Directivas” del pcc a los obreros se llamaba a “desenmascarar” al guiterismo (Pichardo 1980: 356). Ahora se reiteraba el exhorto, ya que, a juicio de los comunistas, la estrategia huelguista e insurreccional de La Joven Cuba podía atraer a su “campaña demagógica” a sectores del movimiento obrero y campesino (Pichardo 1980: 376).
En un momento en que el comunismo latinoamericano transitaba hacia las tesis del “frente amplio” antifascista, impulsadas desde el Comintern por Jorge Dimitrov, en Cuba el frentismo comunista se presentaba reacio a la alianza con guiteristas, trotskistas, anarquistas y apristas (Schelchkov 2018: 15). No se mencionaba al APRA, por cierto, en aquellos documentos, pero en Cuba existía una organización ligada al movimiento de Haya de la Torre, que colaboró con Guiteras y los auténticos en la huelga de marzo de 1935 y otras acciones revolucionarias (Anderle 2012). En una carta de Guiteras a sus colaboradores, exiliados en Estados Unidos, el líder hablaba del proyecto de crear un frente común entre auténticos, apristas y guiteristas en marzo de 1935, para respaldar la huelga general contra el gobierno de Carlos Mendieta Montefur, convocada por el movimiento estudiantil (Pichardo 1980). El propósito de aquella alianza era conectar la huelga con una insurrección armada, un curso de acción que desaconsejaban el Partido Comunista y la Confederación Nacional Obrera.
Guiteras murió en un choque armado con un contingente del ejército de Batista, en el fuerte el Morrillo, al norte de Matanzas, cuando se disponía a salir de Cuba, rumbo a México, con el propósito de organizar una expedición revolucionaria (Bohemia [1935]: 36-37). En México, un grupo de exiliados guiteristas, bien relacionados con las redes internacionales de la izquierda aprista, buscaba apoyo de Francisco J. Múgica y del propio presidente Lázaro Cárdenas. Las fricciones entre aquellos revolucionarios cubanos y la izquierda comunista prosoviética fueron muy parecidas a las que experimentaron los partidarios de Haya de la Torre en Perú, los cardenistas en México y los peronistas en Argentina.
La Joven Cuba fue vista como amenaza por la derecha batistiana y por la izquierda comunista. La cúpula de la dirigencia prosoviética cubana acusaba a los guiteristas de sostener, como los trotskistas, que la Revolución en Cuba sería imposible mientras no se produjera antes una Revolución en Estados Unidos. En la práctica, las cosas fueron al revés: los guiteristas organizaron una insurrección, mientras los comunistas asumieron la opción más ortodoxa del frente amplio y pactaron con Batista desde fines de los años treinta (Massón 2013; Rojas 2017). El partido comunista, entonces llamado Unión Revolucionaria Comunista, se alió con Batista en la elección de la Asamblea Constituyente de 1939 y formó parte de su gobierno entre 1940 y 1944.
Durante el giro reformista de los comunistas latinoamericanos, que se oficializó con la estrategia de los frentes amplios, establecida en el VII Congreso del Comintern, en el verano de 1935, aquellos socialismos vernáculos latinoamericanos y caribeños, conectados a diversas corrientes de la izquierda populista y nacionalista, adquirieron un importante protagonismo. La iniciativa de la Revolución, dentro de la izquierda regional, se desplazó entonces a movimientos y organizaciones que se distanciaban de las premisas gradualistas del comunismo ortodoxo.