Introducción
Adquirí, desde entonces, la convicción de que la tarea mas meritoria que, en el interés de la historia del Rio de la Plata, podia desempeñar la generación á que pertenezco, era la de descubrir, ordenar y salvar nuestros monumentos y materiales históricos, lastimosamente dispersos, truncados, maltratados, y que iban desapareciendo por su destrucción ó por su salida para el estranjero, donde he encontrado algunos y muy importantes documentos oficiales del Rio de la Plata que allá habían llegado como mercadería.
Andrés Lamas
El intelectual uruguayo Andrés Lamas iniciaba con estas palabras el prospecto de la Colección de obras, documentos y noticias inéditas ó poco conocidas para servir a la historia física, política y literaria del Río de la Plata, publicado en Buenos Aires en 1869. Dicho proyecto editorial, aunque de escaso éxito, constituyó una de las apuestas más ambiciosas para la recopilación y edición de insumos heurísticos (Sansón 2011) durante la segunda mitad del siglo XIX argentino y articuló a su alrededor una extensa red regional para la circulación de piezas documentales e impresas, con la finalidad de conformar una Biblioteca del Río de la Plata que frenara la “fuga” de materiales históricos y facilitara al investigador las fuentes necesarias para la elaboración de relatos sobre el pasado nacional y continental (Arenas 2019).
Este esfuerzo particular desplegado por Lamas, junto a los escritores argentinos Juan María Gutiérrez y Bartolomé Mitre, representó uno de los numerosos intentos por completar el débil e intermitente impulso de las iniciativas estatales —en coyunturas marcadas por la inestabilidad institucional y las fluctuantes condiciones económicas— y se sostuvo principalmente en la fruición bibliófila y coleccionista de los hombres de letras (Buchbinder 1996; Crespo 2016). Así, la conformación de copiosas y valiosas bibliotecas particulares y la labor continua de búsqueda y compra de materiales a través de un complejo y amplio entramado reticular de carácter intelectual y alcance transnacional —que conformó un verdadero “mercado común heurístico” (Sansón 2011: 45; 2015: 48)—, convirtió a estos letrados en verdaderos albaceas del pasado y les habilitó cumplir con la misión intelectual que, según su parecer, la historia les imponía: preparar el “terreno” a las próximas generaciones para la escritura de un relato que permitiera dar fundamento al nuevo orden republicano (Betancourt 2018).
En este contexto se explica la aparición en el mercado editorial bonaerense, tan solo dos años después de la publicación del referido prospecto, de la Revista del Río de la Plata. Periódico mensual de Historia y Literatura de América (1871-1877). Dicho soporte impreso, dirigido por los intelectuales Juan María Gutiérrez (1809-1878), Vicente Fidel López (1815-1903) y Andrés Lamas (1817-1891), y editado por el destacado impresor Carlos Casavalle (1826-1905), se posicionó dentro del espacio editorial local y regional como una plataforma eficaz para lograr la reunión, salvaguarda y difusión del acervo documental disperso en distintos repositorios (públicos y/o particulares) y como nodo articulador de redes intelectuales transnacionales que permitieron la ejecución del proceso de construcción de un “archivo móvil”, capaz de accionar como herramienta útil para la realización de actuales y futuras investigaciones.
A partir de ello, este artículo define y examina las características de esta empresa de recopilación heurística, para comprender el lugar del periódico dentro del espacio editorial/intelectual argentino de la década de 1870 y explicar de qué forma este impreso participó del proyecto cultural fraguado por las elites letradas de la época. De igual modo, analiza los mecanismos de construcción material y de contenidos del formato para detectar y visibilizar a los agentes y medios que posibilitaron su existencia y circulación dentro del campo publicitario local, nacional y regional.
Así, se pretende demostrar que este impreso configuró una empresa editorial particular en el ámbito cultural/editorial argentino de la segunda mitad del siglo, en la medida que su propuesta programática priorizó, a diferencia de otros proyectos de revistas culturales1 que le precedieron y sucedieron, la recopilación y puesta en valor de material documental por sobre la producción original. De esta forma, se posicionó como espacio escritural canonizador de un corpus documental (Ortiz 2018: 213) a partir del cual se apostó a una reescritura de la historia argentina y americana.
Al iniciar este estudio, se observa la existencia de exiguos materiales que hayan dedicado atención al análisis del soporte. Entre ellos, el reconocido “índice” de la revista del investigador argentino Ernesto Maeder (1965) constituye el mojón inicial de esta escasa tradición. Maeder, a partir de un ejercicio analítico realizado durante la década de 1960 para muchas de las publicaciones periódicas decimonónicas del periodo (El Plata Científico y Literario, la Revista del Paraná, La Revista de Buenos Aires, la Revista Arjentina o la Nueva Revista de Buenos Aires), articula el intento más asertivo por recuperar la historia del impreso. Mediante un estudio preliminar que no pretende ser exhaustivo, el historiador argentino entrega interesantes datos sobre las características y el funcionamiento de la publicación, así como acerca de sus contextos de producción, edición y circulación (Louis 2014). Igualmente, el índice que lo acompaña representa una valiosa herramienta para indagar en sus contenidos, tal como lo atestigua su constante referencia en muchos de los textos que profundizan en la cultura rioplatense del siglo XIX.
Varias décadas después, un artículo de Marcelo Isidro Mattioli (1997) en la colección Historia de las revistas argentinas de la Asociación Argentina de Editores de Revistas, dio a conocer nuevas pistas sobre la publicación de Lamas, López y Gutiérrez. El escrito de Mattioli, aunque brinda información relevante, muestra cierto desbalance entre la presentación del contexto en que se publicitó la revista y la historia de la propia publicación, la cual queda reducida a unas pocas páginas. No obstante, su construcción discursiva eminentemente descriptiva reluce por el descubrimiento de los principales avances y obstáculos de la cultura letrada republicana y por sus correctas semblanzas de los directores, las cuales ayudan a revelar su lugar dentro del ámbito editorial porteño.
Durante los últimos años, el mundo académico brasileño ha manifestado y demostrado un creciente interés por el examen de distintos medios de prensa periódica que funcionaron en la Argentina durante la segunda mitad del siglo XIX. Un ejemplo de ello se observa en los trabajos de Bruno Terlizzi (2016, 2019), quien reconstruye desde aquel espacio historiográfico la historia de la Revista del Río de la Plata. En sus aproximaciones, Terlizzi examina la publicación en tanto medio para la configuración del campo literario e histórico durante el proceso de organización nacional y modernización de la Argentina. Asimismo descubre, a partir del escrutinio de los “itinerarios intelectuales” de los responsables del soporte, de qué modo este impreso asume y refleja el proyecto político-cultural de la generación de 1837. En un análisis que se encuentra en la intersección entre la historia intelectual y la historia de la historiografía —tal como declara el autor—, intenta mostrar al soporte como un espacio de intervención política pública, que a la vez funciona como herramienta cultural capaz de transmitir el ideal de nación concebido por los exiliados liberales, ahora protagonistas de la dirección del Estado. Tal abordaje hace que la historia de la publicación alterne el protagonismo con el estudio de las figuras de Gutiérrez y López —Andrés Lamas fue relegado a un papel marginal—, en tanto referentes de la conformación del campo literario e histórico respectivamente. Así, la principal contribución de los trabajos de Terlizzi se orienta al conocimiento de estos agentes mediadores de la memoria nacional y a la comprensión de su accionar dentro del formato periódico.
De tal forma, la aproximación que propone este artículo abreva en la tradición de estos textos e incorpora nuevo material documental, así como una lectura desde una perspectiva de historia de la edición y del libro no ejecutada por los estudios precedentes. En tal sentido, el trabajo permite comprender no solamente al propio formato en su materialidad (Pedraza 2017), sino que, a partir de este, al mundo editorial (el ámbito publicitario rioplatense) que lo contiene (Pita 2014; Pita y Grillo 2013) y le permite intervenir en el espacio público. Igualmente, habilita entender a la revista como punto de confluencia de “trayectorias individuales” y como medio para la consagración de un “proyecto colectivo” cultural común (Beigel 2003: 106).
El mercado bibliográfico bonaerense y la Revista del Río de la Plata
Las revistas culturales decimonónicas funcionaron en el ámbito rioplatense como plataformas articuladoras de redes intelectuales a escala transnacional, conformando un medio eficaz para la circulación e intercambio de insumos heurísticos, material bibliográfico e ideas sobre los más diversos tópicos. Concebidas, al menos de modo programático, como verdaderos espacios de sociabilidad ideológicamente “plurales” y declaradamente ajenas a los avatares de la política —en una estrategia que buscaba diferenciarlas del soporte “diario”—, nuclearon a los principales miembros de las elites letradas de la época, tanto en el ámbito nacional como continental, ofreciendo sus páginas para visibilizar los escritos originales de los intelectuales americanos, así como para acercar las fuentes documentales que servirían para la confección de sus relatos.
Al mismo tiempo, dichos proyectos editoriales fungieron como ámbitos performativos de un determinado discurso que pretendía imponer su hegemonía en el proceso de conformación del campo histórico-literario nacional y americano. Mediante la práctica de diversos géneros —ensayo histórico, exégesis documental, novela, poesía, crítica bibliográfica, etc.—, intentaron establecer una “agenda lectora”, constituyéndose en “el vehículo del gusto de determinados sectores sociales o intelectuales, que busca[ro]n proponerlo, difundirlo, legitimarlo, a través de diversas operaciones conceptuales, y de diferentes apuestas estético-ideológicas” (Moraña 2003: 67). En consecuencia, y en aras de posicionarse dentro del panorama editorial argentino, las revistas aspiraron a ganar un lugar frente a una masa lectora escasa y en un espacio en que les goûts des lecteurs no se orientaban al consumo de este tipo de impresos, sino que decantaban hacia otros soportes como el diario y el folletín.
En dicho marco, cabe preguntarse cuáles eran las características de ese espacio editorial en que se insertó la Revista del Río de la Plata, pues dicho ejercicio facilita dar cuenta de las condiciones de posibilidad (ventajas y obstáculos) a que se vio enfrentada la publicación (Louis 2014). Primeramente, el final del gobierno de Juan Manuel de Rosas tras su derrota en Caseros había clausurado un largo periodo de “militarización de la cultura impresa” (Acree 2013: 58) —regulada a través del persecutor y restrictivo Decreto sobre Libertad de Imprenta de 1832— que daba paso, a partir de 1852, a “la edad de oro del libro argentino” (Buonocore 1974: 33). En esta coyuntura, la restauración del marco regulatorio de 1828 y la nueva legislación surgida en 1853 y 1857,2 brindaron condiciones idóneas para el desarrollo de la industria impresora a lo largo de la geografía argentina. De este modo, se produjo la creación y afianzamiento de distintas imprentas y librerías y se intensificó el nivel de producción y circulación de diversos soportes periodísticos (Galván 1994: 193; Auza 1999: 22 y Bruno 2009: 342); procesos que se centralizaron en Buenos Aires tras la unificación posterior a la batalla de Pavón (1861),3 convirtiendo a esta ciudad en el mayor emporio y polo cultural de la región y en punto de enroque con los principales centros de la cultura europea. Así, durante las décadas de 1860 y 1870, se establecieron en la capital los principales agentes del mercado bibliográfico decimonónico: el uruguayo Carlos Casavalle con la Imprenta y Librería de Mayo (1862), el francés Pablo Emilio Coni (1863), el alemán Guillermo Kraft (1864), los hermanos Igón y la Librería del Colegio (1865), el germano Jacobo Peuser y su Librería Nueva (1867), Ángel Estrada y su Imprenta Americana (1871) y el impresor galo Félix Lajouane (1877). Estas casas editoras/impresoras funcionaron dentro del ámbito porteño como intermediarias para la difusión “de catálogos y el acopio y circulación de documentos” (Devoto y Pagano 2009: 35) y para la promoción de autores argentinos y americanos, a la vez que como facilitadoras de las principales novedades bibliográficas publicadas en otros espacios (europeos y americanos).
Este próspero ambiente para la producción de materiales impresos se vio favorecido por la modernización de los sistemas de transporte, la cual permitió una mayor conectividad interprovincial y con otros países de la región, factor que redundó en la cooptación de nuevos públicos. Esta conquista de flamantes lectores también se vio auxiliada por los procesos de escolarización y alfabetización impulsados por el Estado desde la década de 1860 —especialmente durante las administraciones de Bartolomé Mitre (1862-1868) y Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874), a partir de la creación de escuelas y Colegios Nacionales y de Bibliotecas Populares (Costa 2009: 5)—, los que habilitaron el surgimiento, lento pero progresivo, de un nuevo público capaz de consumir impresos y sostener la industria por medio de la compra y las suscripciones. Sin embargo, en el caso particular de las revistas, estas no lograron masividad en términos de consumo, por lo que se enfrentaron a una frágil situación económica y, en general, disfrutaron de una vida efímera.
Un caso atípico se manifiesta entonces en la Revista del Río de la Plata, soporte periodístico que publicó, entre 1871 y 1877, 52 números (de entre 160 y 200 páginas cada uno) contenidos en 13 tomos. Bajo la dirección de tres intelectuales y bibliófilos reconocidos (Gutiérrez, López y Lamas) y mediante un sello consagrado dentro de la escena porteña (la Imprenta y Librería de Mayo), la publicación se constituyó en uno de los proyectos decimonónicos en formato revista más longevos —solo superado por La Revista de Buenos Aires (1863-1871)— que avivó el espacio editorial de la capital argentina y nucleó a su alrededor a los principales agentes de la cultura letrada.
Desarrollar la trayectoria previa de cada uno de sus tres directores resulta una tarea ardua, ya que cuentan con una dilatada y polifacética actividad. Sin embargo, se pueden determinar ciertos rasgos que los mancomunan y los definen. En primer lugar, se trata de tres intelectuales liberales de profundas conexiones con el poder político. Vicente Fidel López fue ministro de Instrucción Pública (1852) y rector de la Universidad de Buenos Aires (1874-1877). Gutiérrez antecedió en este último cargo académico a su amigo y colega (1861-1873), además de desempeñarse como jefe del Departamento General de Escuelas (1875), y haber ocupado, previamente, puestos gubernamentales como ministro de Gobierno (1852) y ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación (1854). Lamas, por su parte, desplegó una intensa carrera diplomática que le llevó, alternativamente, a Buenos Aires (1862-1867 y 1872-1875) y Río de Janeiro (1836, 1847-1862 y 1867-1872) como representante del gobierno uruguayo, a la vez que ejerció diversos cargos políticos como secretario de Gobierno, Relaciones Exteriores y Hacienda (1839), alcalde ordinario (1840), juez letrado del crimen y juez de lo civil e intestados (1842-1843), jefe de Policía y jefe político de Montevideo (1843).
Por otra parte, los tres vivieron la común experiencia del exilio. López y Gutiérrez debido a su oposición al gobierno de Rosas y Lamas por enfrentarse —en la misma época— a la administración del caudillo blanco Manuel Oribe, por lo demás aliado del gobernador bonaerense.4 Esto les consintió entrar en contacto con diversos intelectuales y tejer redes transnacionales de solidaridad e intercambio (Blumenthal 2019). En el caso de Gutiérrez —el mayor del grupo—, este se instaló primero en Montevideo donde coincidió con Lamas colaborando en El Iniciador (1838), periódico fundado por el uruguayo junto a Miguel Cané. Poco tiempo después (1843), emigró a Europa junto a Juan Bautista Alberdi, para instalarse finalmente en Valparaíso dos años después. Allí trabó contacto con otro emigrado argentino, Vicente Fidel López, quien llegado a la ciudad portuaria había despuntado como periodista y polemista y como creador de la Revista de Valparaíso (1842). En 1846, López abandonó Chile y se trasladó a Montevideo, lugar en el que conoció a Lamas poco antes de la partida de este último hacia el Brasil.
En tercer lugar, todos contaban con una dilatada trayectoria dentro del espacio periodístico regional, como directores y colaboradores de diversos medios de prensa, lo que les facilitó un vasto conocimiento del campo editorial, así como de los hábitos y gustos de sus lectores. Asimismo, tenían lazos previos con Casavalle,5 lo que garantizó una comunicación fluida entre los directores y el impresor. Durante los años previos a la salida de la revista, Gutiérrez había editado bajo este sello diversos materiales: las Noticias históricas sobre el oríjen y desarrollo de la enseñanza pública superior en Buenos Aires (1868); sus Poesías (1869), así como las de Florencio Balcarce (1869) cuya publicación dirigía; y dos ediciones de la traducción de la biografía de George Washington de François Guizot (1870). Del mismo modo, López había visto aparecer en sus prensas uno de sus trabajos más exitosos: La novia del hereje o la Inquisición de Lima (1870). No obstante, y a pesar de esta relación preexistente, los enfrentamientos relativos a diversos aspectos de la edición del formato fueron reiterados.
Al ingresar en el mundo editorial porteño, la revista heredó la misión cultural de La Revista de Buenos Aires, publicación dirigida por Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola entre 1863 y 1871. Esta conexión fue revelada y expuesta, por ejemplo, por José Manuel Estrada en las páginas de la Revista Arjentina(1868-1872). Luego de anunciar el cese de aquella publicación, Estrada celebró la aparición de la Revista del Río de la Plata (30 de septiembre de 1871) y apuntó que “el estenso prospecto que han publicado, da la idea de sus trabajos, de su método y de sus numerosos materiales, clasificados y preparados ya, con que cuentan [los directores] para continuar la tarea de los señores Quesada y Navarro Viola” (Estrada 1871: 573). Incluso, en el número inaugural del nuevo soporte, los editores dedicaron una “oda fúnebre” a su antecesora y clamaron por el pronto retorno de aquel formato:
Después de una vida de ocho años, y formando una colección de 96 entregas, que equivalen a 14 000 pájinas in 8º encerradas en 24 volúmenes, acaba de despedirse temporalmente de sus suscritores esta interesante publicación. Ella deja un vacio en las letras argentinas. La “Revista de Buenos Aires” ha contribuido a despertar en la juventud la afición a las indagaciones históricas sobre la América en general y especialmente sobre la República Argentina, y ha dado a conocer obras y autores que nos eran desconocidos en Buenos Aires a pesar de su crédito en las Repúblicas hermanas, tan aisladas de la nuestra, especialmente en el comercio intelectual. […] Hacemos votos porque la interrupción que hoy esperimenta este periódico literario sea de poca duración; y este deseo es tanto mas sincero cuanto profesamos la creencia de que la demanda aumenta con la concurrencia y que toda publicación literaria suscita lectores para las demás de su especie (Dirección 1871a: 153).
Así, la Revista del Río de la Plata se incluía dentro de una “genealogía de revistas” que iniciaba tras la caída del rosismo e incluía a El Plata Científico y Literario (1854-1855), la Revista del Paraná (1861) y La Revista de Buenos Aires; las tres publicadas en las prensas de Carlos Casavalle. Esto le permitió adquirir desde el inicio una cierta legitimidad dentro del campo cultural en que circulaba y, por defecto, aseguró una rápida aceptación en el mercado y una veloz movilidad a escala transnacional.
La construcción de un gran archivo argentino y americano
No obstante, esta novel tribuna editorial se diferenció de sus antecesoras, en cuanto privilegió la exhumación y puesta en valor de documentos inéditos del pasado colonial argentino y americano por sobre la producción de artículos originales. Desde sus plataformas programáticas, la revista se posicionó dentro del universo letrado porteño decimonono como una apuesta distinta, estableciendo un nuevo “norte” que impelía a la generación que conformaban sus directores. Así lo explicaba Andrés Lamas en el primer número: “Antes, pues, de pretender escribir y enseñar nuestra historia nos es necesario reunir y estudiar todos los materiales históricos que dejamos indicados, y esta no podria ser la labor ni de un hombre, ni de una vida, en sociedad alguna, y mucho menos en las nuestras, donde a pesar del amor á la Patria y á las letras que distingue á nuestra inteligente juventud, todavia no se puede hacer de las letras una carrera esclusiva [sic]” (Lamas 1871a: 142).
De tal forma, el objetivo de la publicación estuvo en allanar y abonar el terreno, a partir de la publicidad de documentos en sus páginas, para el trabajo de las siguientes generaciones en aras de una reelaboración de los relatos históricos sobre el pasado de las repúblicas americanas. La preocupación por el frágil estado de los repositorios locales impulsaba a estos intelectuales a una rápida acción para salvar la memoria histórica y exponerla ante el público lego y/o experto. Según los directores, las malas condiciones de los espacios que albergaban los archivos y la falta de personal y de mantenimiento de las colecciones amenazaban su conservación, tanto que “esos peligros se multiplican por el número de localidades en que los papeles se encuentran, de lo que resulta la dispersión que concurre a inutilizarlos para el presente, [y] aumenta los riesgos de que desaparezcan para el porvenir” (Gutiérrez 1873: 536).
En esta tarea de conservación, el objetivo de la revista se vio auxiliado por la labor coleccionista que, durante décadas, ejecutaron sus tres responsables —especialmente Lamas, quien detentaba una de las bibliotecas más importantes en el espacio rioplatense—6 y por la pasión bibliófila que se diversificó y complejizó en el siglo XIX (Potten 2015: 74) e impuso una verdadera competencia entre los miembros de las elites letradas, donde la posesión de un acervo copioso y original se consagró como un símbolo de estatus social. Tal confesión la exteriorizaron los propios redactores al afirmar que contaban con “gran copia de esos antecedentes históricos, metodizados y estudiados con detenimiento y muy de antemano”, fruto de una ardua —y muchas veces costosa— labor de acopio (Dirección 1871c: 3).
Igualmente, en esta práctica de recopilación documental y libresca jugó un rol esencial el exilio, en tanto instancia que favoreció la conformación y activación de redes de intercambio intelectual mediante las cuales circularon numerosas piezas custodiadas en archivos públicos y privados. Asimismo, el ejercicio de cargos públicos les facilitó el acceso a los archivos y la consulta de numeroso material documental, que luego tendría cabida en las páginas de la revista.
A esta acción ejecutada por los directores desde la Revista se unieron una serie de iniciativas gubernamentales y particulares que impulsaron la recolección y salvaguarda de documentos relativos al pasado nacional y americano, las cuales fueron promocionadas en las páginas de la publicación.7 Entre las últimas, se ha mencionado la Colección de obras, documentos y noticias inéditas ó poco conocidas para servir a la historia física, política y literaria del Río de la Plata, que entre 1873 y 1874 publicó en cinco tomos la Historia de la conquista de la provincia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán de Pedro Lozano, trabajo que inauguró y clausuró rápidamente una empresa que promovía la edición de más de medio centenar de obras (Arenas 2019: 112).8
Respecto a los proyectos gubernamentales —tanto del Gobierno Provincial de Buenos Aires, como del Gobierno Nacional— varias apuestas confluyeron a inicios de la década de 1870. En primer término, se reactivó, mediante un decreto del 24 de febrero de 1872, una propuesta ya impulsada en 1821 que buscaba la colaboración de las familias más notables de la capital para reunir toda la documentación relativa al periodo de la independencia, en aras de acrecentar el acervo de la Biblioteca Pública. Así, se establecía la conformación de una comisión compuesta por Gutiérrez, junto a Bartolomé Mitre y Vicente Quesada —director del repositorio—, para organizar las tareas de transcripción y autentificación de los papeles y la posterior elaboración de un Cartulario de celebridades argentinas. De tal forma, se pretendía subsanar el problema de la dispersión convirtiendo a la Biblioteca en ámbito nodal para el resguardo de los vestigios del pasado.
En consonancia con el interés por promover la modernización de este espacio, el patrocinio a la misión de Vicente Quesada en archivos y bibliotecas europeos a inicios de la década de 1870 significó una oportunidad para conocer el funcionamiento de los repositorios allende el Atlántico, pero también para descubrir e inventariar los materiales que se conservaban sobre los territorios rioplatenses.9 Las páginas de la revista se hicieron eco de esta iniciativa, no solo a través de la divulgación de las instrucciones entregadas al director de la Biblioteca (12 de abril de 1873) —cuya redacción estuvo a cargo de Lamas— sino también publicitando diversas crónicas enviadas por Quesada desde Europa. Así, se compartieron en el formato los estudios del argentino sobre la Biblioteca Real y del Estado de Múnich, la Biblioteca Nacional de París, la Biblioteca Nacional de Madrid, el Archivo de Indias de Sevilla, la Biblioteca de la Real Academia de la Historia de Madrid y la Dirección de Hidrografía de la capital española.10
Toda esta renovación en el sistema de conservación de fuentes, del que la revista fue protagonista y partícipe, facilitó la ejecución de “trabajos preparatorios” para poner al alcance de los lectores insumos que permitieran la relectura del pasado colonial y republicano y, al tiempo, otorgaran fundamento al relato del Estado-nación (Milligan 2005: 159). De este modo la publicación accionó una serie de operaciones para seleccionar y consagrar un corpus a partir del cual reconstruir la historia patria, siempre desde una perspectiva de indagación positivista y a partir de una apuesta ideológica particular, asociada a un relato de nación civilizada y moderna.11 Mediante las notas o estudios introductorios, los escritores se convirtieron en intermediarios que daban sentido a esa selección e insertaban cada fuente dentro de aquel proyecto intelectual.
Funcionamiento de un proyecto editorial revisteril decimonónico
Según refiere el investigador argentino Ernesto Maeder, de los tres responsables del formato, Gutiérrez fungió como director principal de la publicación (Maeder 1965: VI). Esta preminencia se observa no solo en el caudal colaborativo volcado por el escritor en la revista, sino también por un intercambio constante con Casavalle en que se ocupó de cada detalle de la publicación. Los otros dos directores tuvieron una participación más intermitente. En el caso de López, solo permaneció al frente del soporte hasta 1874, momento en que asumió sus funciones como rector de la Universidad, aunque no cesó como activo colaborador hasta la desaparición de la revista. En el caso de Lamas, su trabajo efectivo en la dirección del formato comenzó tras su arribo a Buenos Aires en 1872. Este hecho lo introdujo tarde en la administración del soporte, siendo su rol principal —además de participar como colaborador—, operar como facilitador para la circulación y comercialización de la revista en Uruguay y Brasil y, a la vez, para acercar fuentes custodiadas en diversos repositorios de ambos territorios. Su presencia como director se extendió hasta el tomo 11 (momento en el que retornó a Uruguay para ejercer, brevemente, el cargo de ministro de Hacienda bajo el gobierno de Pedro Varela), aunque sus colaboraciones siguieron presentes hasta el último número de la publicación. No obstante, a diferencia de López, quien apareció como director en cada uno de los tomos del soporte, el nombre del intelectual uruguayo se desvaneció de la presentación de los tomos 12 y 13 (1876-1877).
Esta dirección plural de la revista impuso a Casavalle —quien conocía como nadie el gusto lector y las características del mercado impresor— la necesidad de asumir la asesoría de los directores, sugiriendo qué contenidos debían publicarse en cada uno de los números. Así lo atestigua, por ejemplo, un conjunto de cartas intercambiadas con Andrés Lamas. Por este medio, Lamas envió al impresor un trabajo sobre Juan Díaz de Solís para que viera la luz en el número 3 de la Revista, correspondiente a enero de 1872. Al recibir esta nueva contribución, Casavalle informó que ya tenía avanzados los pliegos para dicho número —casi completo con textos inéditos de los viajes de Félix de Azara, con un estudio preliminar de Bartolomé Mitre y con los “Apuntamientos para la historia colonial del Río de la Plata”, de Manuel R. García— y señaló que dicho trabajo (de Solís) era de tal relevancia que debía encabezar una entrega. Frente a esta situación, propuso a la Dirección —a quien correspondía la decisión final— incluir el texto en el siguiente número (febrero de 1872). Finalmente, tras el fallo editorial los pliegos del texto fueron agregados al final del número de enero de 1872.12 Esta forma de trabajo se reiteró durante la vida del formato y generó, tal como fue referido, no pocas tensiones entre los directores y el impresor.
Por otra parte, la existencia del primer balance de la revista, fotografía fragmentaria correspondiente al primer trimestre de actividades (noviembre de 1871-enero de 1872), permite obtener algunos datos que se obvian en el propio soporte o en la prensa diaria. El examen en detalle de este insumo habilita la oportunidad para comprender el funcionamiento de un proyecto editorial en la época. Por dicho documento se conoce que el precio de la revista fue de 30 pesos por número y apostó por una suscripción anual, para asegurar cubrir los costos de impresión y distribución del soporte (fletes y comisiones de los agentes) y, a la vez, para fidelizar a los lectores en el consumo de dicho producto cultural. Cada entrega se publicó en octavo y lució alternativamente portadas de color verde, azul, amarillo, violeta y rosado (Figura 1). Del mismo modo, cuatro entregas conformaban un tomo, que podía ser encuadernado en la propia casa impresora de Casavalle por un costo adicional, lo que descubre que intentó adquirir, como fin último, la perennidad del formato libro (Tarcus 2007: 4) para completar los anaqueles de las bibliotecas del mundo letrado.
Fuente: Centro de Documentación y Estudios de Iberoamérica, Uruguay (CEDEI). Colección Dr. Lauro Rodríguez.
En relación con el espacio de circulación, el formato fue consumido principalmente en Buenos Aires, donde la revista contó con una serie de repartidores que distribuían la publicación y cobraban las suscripciones (a cinco pesos de ganancia por cada número vendido). Además, llegó a diversas provincias argentinas y a Montevideo (por intermedio de la Librería Maricot), a través de los vínculos de los directores, así como mediante las redes editoriales de Casavalle. Fueron repartidos 200 prospectos y 2300 cartas de invitación para suscribirse, de modo de obtener la mayor cantidad de adherentes. La rápida y efectiva convocatoria, que elevó a más de 400 el número de suscriptores durante los primeros meses, animó a los responsables del formato a imprimir 500 ejemplares en el primer número, guarismo que ascendió rápidamente a 700 tras el éxito comercial de la revista.
Las suscripciones fueron el sostén del soporte. El examen de la lista de adhesiones, publicada en el número 5 de la revista, facilita ciertas claves para entender los modos de consumo del impreso. En primer lugar, se advierte que el principal puntal para mantenerla estuvo en las suscripciones particulares, las cuales representaron un 93.3% (379 personas) del total (Gráfico 1). Si bien los distintos organismos de la administración pública apoyaron la propuesta editorial suscribiendo por un total de 25 números (12 del Gobierno Nacional al mando de Sarmiento; 10 del Gobierno Provincial gracias a las gestiones de Emilio Castro; 1 de la Biblioteca de la Universidad de Buenos Aires —cuyos rectores fueron durante el periodo Gutiérrez y López—; 1 del Colegio Nacional y 1 de la Biblioteca Pública), dicha colaboración no fue suficiente para asegurar la continuidad de esta empresa cultural.
El otro aspecto destacable del perfil lector está en la supremacía casi hegemónica de hombres como consumidores del impreso. De las 379 suscripciones, solo dos corresponden a mujeres (Nicolasa P. de Cerantes y Eloisa Sosa), lo que demuestra un marcado predominio masculino; elemento extensivo a las colaboraciones, donde solo participaron la argentina Juana Manuela Gorriti13 y la hispano-cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda.
A pesar de la buena acogida dentro de la comunidad lectora de Buenos Aires y sus alrededores, la inquietud por mantener la periodicidad prometida en el primer número fue constante. La carencia de materiales apareció frecuentemente dentro de las preocupaciones editoriales. Por ejemplo, en una carta de Carlos Casavalle a Andrés Lamas, el primero agradecía el envío de materiales para la revista, aunque lamentaba el poco tiempo que podía dedicarle el escritor uruguayo a tal faena, ya que terminaba “privando a sus lectores de trabajos nada comunes y que tanto interés tienen para los que aman la literatura y la historia patria”,14 acción que también afectaba el flujo de artículos para cubrir las necesidades de la revista. Este lamento no parecía una exageración, desde que el formato solo logró conservar el carácter mensual hasta 1875. Durante el bienio 1876-1877, este problema, junto al impacto de la crisis económica mundial, provocó que únicamente se publicaran cuatro números al año, lo que deja en evidencia que estos obstáculos perturbaron la propuesta programática y afectaron la periodicidad del soporte.
En su plan programático los directores orquestaron ciertos proyectos para mantener la revista. Así, resolvieron invertir el excedente de lo obtenido por concepto de venta y suscripción del formato para retribuir a los colaboradores ajenos a la redacción, intentando cumplir así con la propuesta impulsada por Gutiérrez en su fracasada experiencia como codirector de La Revista de Buenos Aires en 1867.15 Además, este incentivo facilitaría la solicitud a destacados escritores de “trabajos especiales de crítica ó de erudición a quienes tienen derecho de avalorar el empleo de su tiempo”. De este modo, consideraron los directores que “aparta[ba]n de su camino un obstáculo en que han tropezado otras publicaciones análogas, no siendo bien visto que el trabajo ajeno, por espontáneo y generosamente que se preste, contribuya á la ganancia de la empresa que no le remunera” (Dirección 1871c: 11).
Otra propuesta para elevar el número de lectores y colaboradores estuvo en generar, a partir de la revista, una instancia asociativa capaz de congregar a todos aquellos individuos aficionados a las letras —como el efímero Instituto Histórico y Geográfico Nacional de Montevideo, el Instituto Histórico del Río de la Plata, el Círculo Literario o la proyectada Sociedad de Amigos de la Historia Americana y Argentina—16 y que “andando el tiempo no seria imposible que llegase a ser una institución honrosa para el país y que se ramificara fuera de él ensanchando el círculo de sus tareas y de su acción no solo en provecho de la historia propiamente dicha, sino de los demás ramos de indagación y saber que se tocan con ella” (Dirección 1871c: 9). La progresiva institucionalización de un espacio de sociabilidad en que se nucleara a los diversos actores del universo letrado para compartir conocimiento podría redundar en la creación de materiales para nutrir a la revista (Dirección 1871c: 10). No obstante, esta iniciativa —así como la del pago a los colaboradores— no logró materializarse, lo que privó a la publicación de una potencial usina para completar sus páginas. Igualmente, dicho soporte buscó abrir un espacio de diálogo y una conexión editorial con distintas publicaciones nacionales y extranjeras con el fin de establecer diversos flujos colaborativos que permitieran la supervivencia de la publicación. Es posible registrar el contacto y referencialidad mutua de la Revista del Río de la Plata con la Revista Arjentina (1868-1872) dirigida por José Manuel Estrada y Pedro Goyena y la Revista del Archivo General de Buenos Aires (1869-1872), bajo el control de Manuel Ricardo Trelles; y más allá de fronteras con la Revista Chilena (1875-1880), editada por Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunátegui. Con las argentinas coordinó políticas de publicidad recíproca, tanto de los artículos como del propio formato (Estrada 1871: 191). Respecto al soporte chileno, existió una notoria y reiterada migración textual de materiales desde el impreso extranjero. Artículos pertenecientes a Diego Barros Arana, José Victorino Lastarria y Alejandro Reyes aparecieron en las páginas del impreso argentino luego de ser publicados en su par trasandina.
Por otro lado, y para favorecer los intereses de Casavalle, se impulsó la simbiosis entre el soporte y la Imprenta y Librería de Mayo. Por una parte, esta estrecha relación permitió la venta y circulación de la revista a través del amplio entramado construido durante décadas por el impresor uruguayo. En contrapartida, la publicación funcionó como espacio publicitario para diversas obras impresas por la casa editorial de Casavalle, no solamente a partir de críticas bibliográficas en que se recomendó el consumo de determinada obra, sino también mediante avisos publicitarios que informaron al lector de la próxima aparición de algún trabajo de este sello impresor.17 Este reciprocidad fue la que permitió al impresor uruguayo la obtención de algún rédito por la realización del soporte, ya que lo producido por concepto de suscripciones solo alcanzó para cubrir apenas los costos de impresión.
Sin embargo, a pesar de estos denodados intentos, la pervivencia de la revista se vio afectada por un problema estructural de la industria impresora argentina: la asfixiante política restrictiva en materia de importación de materiales de imprenta que se imponía a la producción nacional. La revista denunció de manera constante cómo la alta carga en derechos de aduana para la importación de papel y otros insumos encarecía la elaboración de las publicaciones y, por tanto, su valor de venta en el mercado (Gutiérrez 1871: 154). Desde la dirección del soporte se subrayó la importancia de auxiliar la producción libresca y, por ende, la de publicaciones periódicas, pues estas constituían un “fusil de aguja” para la instrucción de los ciudadanos —y de los extranjeros que en gran número comenzaban a arribar a la rada porteña— y funcionaban como instrumentos útiles para alcanzar la modernización y la civilización. Desde estas premisas, la publicación de Gutiérrez, López y Lamas se posicionó como “centinela de cuanto pueda tener relacion con el fomento del arte tipográfico y con la circulación de los libros, y pedimos que nos ayuden cuantos tengan el convencimiento de que no hay libertad, no hay grandeza nacional sino alli donde no imperan la ignorancia y donde las supersticiones políticas y religiosas no cuentan con la credulidad de los menesterosos de instrucción” (Gutiérrez 1871: 158). En buena parte, la estabilidad y continuidad de la revista dependía de la acción incesante en defensa del “libro” argentino y de la producción nacional.
Redes trasnacionales en torno a una empresa editorial coleccionista
Tal como fue referido, en la conformación de la revista el papel del entramado reticular construido a partir de las relaciones de sus directores y su impresor resultó ineludible para mantener los flujos colaborativos necesarios para su salida mensual. Empero, y a diferencia de otros proyectos editoriales de similar formato, impresos en Buenos Aires durante la segunda mitad del siglo XIX, la Revista del Río de la Plata observó un staff de participantes reducido y de edad avanzada. Si se excluye a la tríada directriz, la publicación contó, durante sus siete años de existencia, con tan solo 34 colaboradores.18
Asimismo, el análisis de los artículos que componen el corpus del soporte exhibe una gran dependencia respecto a las contribuciones de Gutiérrez, Lamas y López. Los tres fueron los encargados de la mayor parte de los artículos originales y de las exégesis y estudios preliminares de documentos; situación que se acentuó con el pasar de los números, donde las plumas externas al núcleo editorial se posicionaron marginalmente en los contenidos del formato.
Un estudio del origen de las colaboraciones brinda mayores precisiones sobre las características y alcances de esta red. Durante los dos primeros tomos (números 1 al 8), la participación fue exclusivamente rioplatense. Esto respondió al tiempo de conocimiento que, según los redactores, debía existir entre la revista y el público lector. En su opinión, era conveniente establecer una relación de confianza que animara a la intelectualidad a colaborar con este nuevo formato y que permitiera exhibir frente a la opinión pública un producto de calidad y en consonancia con los intereses del lectorado (Sansón 2011).
A los autores argentinos que comprendieron casi la mitad del total de colaboradores (16 escritores), siguieron los chilenos (cinco), los colombianos, cubanos y peruanos (cuatro cada uno) y los bolivianos, venezolanos, brasileños y uruguayos (uno por país). No obstante, y a diferencia de otros soportes periódicos del periodo, la presencia extranjera (21 escritores) superó a los autores nacionales. Esta superioridad de autores foráneos podría demostrar la consolidación de los canales relacionales de tres figuras consagradas dentro del ámbito letrado regional. Sin embargo, si se examina la relación entre la nacionalidad y la cantidad de artículos publicados en la revista, las proporciones se revierten y las colaboraciones locales predominan. Si excluimos a Andrés Lamas en su función de codirector del formato, solo 24 de los 105 artículos (en que se pudo detectar la autoría), pertenecen a autores extranjeros.
En otro orden, cabe señalar que cada uno de los “textos extranjeros”, excepto la traducción de José Victorino Lastarria de la obra del profesor francés Jean Courcelle Seneuil, Compendio de Moral Racional, fue publicado en un solo número de la revista. Esto marca una diferencia radical respecto a los materiales de escritores rioplatenses, que, en muchos casos, transitaron numerosas entregas. Por ejemplo, “El año XX” (referido a la anarquía de la región rioplatense acaecida en 1820) de Vicente Fidel López fue publicado a lo largo de treinta y tres números de la revista; es decir durante casi cinco años. Si bien este es el caso más extremo, varios son los artículos de largo aliento que ocupan muchas entregas de la publicación. Esto demuestra que, a pesar del crecimiento de las redes y los círculos de contacto entre los intelectuales, aún se hacía dificultoso mantener el flujo de artículos que la revista necesitaba, por lo que sus editores y quienes formaban parte de sus vínculos más directos y cercanos fueron los que lograron mayor visibilidad como autores de la publicación. En casi todos los casos se trató de autores que se integraron a los círculos colaborativos de la revista mediante alguno —o varios— de estos medios: relaciones políticas, vínculos masónicos o recomendación de autores que ya pertenecían a la red y que, en gran medida, se constituían como elementos consagrados dentro de la cultura letrada en diversos ámbitos (local, nacional, regional o continental). Dicho elemento también explica el alto promedio de edad de los colaboradores (47.2 años) y la escasa participación de escritores jóvenes dentro del soporte.
A modo de cierre
Un anuncio relativo al inicio de una serie sobre historia argentina (a cargo del Dr. López), que apareció en el número 51, hace pensar que la revista observó un abrupto final. No obstante, numerosos indicios permiten especular que el soporte vivió un lento proceso de desintegración, que reveló no solo la disminución en su periodicidad, sino también variaciones cada vez más ostensibles respecto a las plataformas programáticas expuestas por los tres directores en 1871.
En 1876 comenzaron a manifestarse los primeros problemas: la crisis económica que afectó a la región impuso una creciente disminución en el número de suscriptores, dificultades para la obtención de papel e inconvenientes para mantener los flujos colaborativos necesarios para una publicación mensual, elementos que conspiraron para la continuidad del formato periodístico. En abril de ese año, el impresor Casavalle hizo saber a Gutiérrez que la “utilidad pecuniaria” que generaba la revista apenas alcanzaba para cubrir los costos de impresión. En su misiva, el librero uruguayo señalaba que efectuaba ingentes esfuerzos para continuar la publicación, al menos hasta dar por finalizada la serie sobre “El año XX” de autoría de López.19
Por otra parte, los normales atrasos en la impresión del formato se vieron intensificados por los numerosos trabajos asumidos por Casavalle entre 1875 y 1877. Su destacadísima reputación dentro del panorama editorial porteño lo sumió en una acelerada y constante labor que cosechó numerosos éxitos: La Patagonia y las Tierras Australes del Continente Americano (1875) de Vicente G. Quesada; la tercera edición de la Historia de Belgrano (1876) de Bartolomé Mitre; Panoramas de la vida, colección de novelas, fantasías, leyendas y descripciones americanas (1876) de Juana Manuela Gorriti; las Memorias de un Viejo (1877) de Víctor Gálvez y Las bibliotecas europeas y algunas de América Latina (1877) del ya mencionado Quesada; además de memorias, boletines y otras obras de distintas dependencias gubernamentales. Esta persistente producción editorial le insumió el despliegue de un enorme aparato publicitario —que exigía tiempo y dinero— para recuperar el capital invertido, y la revista no fue, dentro de este engranaje, un material que facilitara la obtención de réditos económicos. Junto con ello, dos mudanzas sufridas por la imprenta tampoco colaboraron para acelerar los tiempos de producción del soporte.
La Dirección de la revista también se resintió durante este periodo, especialmente por su carácter egocentrado en las tres personalidades que la manejaban. Al mencionado alejamiento de Lamas por sus responsabilidades en Uruguay, sus trabajos como abogado y su compromiso con otros proyectos editoriales de recopilación documental —especialmente la Biblioteca del Río de la Plata—, se sumó la partida de López para atender diversas cuestiones relativas a su cargo de rector de la Universidad, así como los problemas de salud de Gutiérrez, que desembocaron en su fallecimiento al año siguiente de la desaparición de la revista (1878).
Otra explicación alrededor del ocaso del impreso podría hallarse en el carácter perimido que iban adquiriendo este tipo de formatos de corte cultural frente a nuevos públicos interesados en consumir contenidos más especializados. Sin embargo, habría existido la propuesta de lanzar una segunda época del soporte, solo un par de años después de su desaparición. Así lo hace constar Andrés Lamas en una comunicación a Casavalle en que, a inicios de 1879, se complacía, llegado el caso, en ceder sus derechos a los señores Sorondo y Elías para dar continuidad a la publicación.20
En 1877, la revista dejó de publicarse, no sin recoger más de un centenar de documentos dispersos y en peligro de desaparecer —tal como lo señalara Lamas en 1869—, accionando dentro del espacio cultural argentino y regional como un “repositorio móvil” que permitió la conservación del acervo documental del país y el continente. De tal forma, los intelectuales al frente del formato impreso lograron posicionarlo en el ámbito editorial porteño como un instrumento eficaz de “intervención cultural” (Sarlo 1992)—particular respecto a otros soportes periodísticos— que cumplía con el cometido intelectual que movilizaba a la generación encargada de la construcción de los primeros relatos nacionales: publicitar y poner en valor piezas documentales dispersas y en riesgo de desaparecer, que luego sirvieron para la escritura de la historia argentina.
Para cumplir con este objetivo desplegaron un complejo entramado relacional de carácter transnacional y alcance continental y aprovecharon las facilidades que les proporcionaron sus vínculos con el poder. Así, lograron mantener —no sin sobresaltos— los flujos colaborativos y las suscripciones necesarias para su producción y venta, lo que le permitió sobrevivir a pesar de los obstáculos impuestos al mercado bibliográfico nacional y la competencia de otros formatos que buscaban ganar el espacio público y el gusto e interés de los lectores en el ámbito editorial argentino decimonono.21