En el alba del siglo XX Cuba no había logrado su soberanía después de la guerra de independencia contra España, sino que permanecía bajo la hegemonía de los Estados Unidos, nación que izó su bandera el 1o. de enero de 1899 en palacios y plazas. La situación cubana tras la lucha armada que inició el prócer José Martí con un puñado de independentistas en 1895 era difícil en muchos sentidos: epidemias de fiebre amarilla, instituciones educativas y culturales debilitadas o nulas, así como ausencia de fuerzas políticas locales. En el aspecto económico el sector más poderoso continuó siendo el español, cuyos integrantes se vieron entre dos bandos contrarios: el repudiado vencedor norteamericano y el sector de los temidos mambises, guerrilleros independentistas cubanos.
A esa isla caribeña, considerada la mayor de las Antillas, arribó el joven dominicano Pedro Henríquez Ureña bajo el clima fresco de la estación “seca”, en abril de 1904. Después de tres días de navegación desde Nueva York, La Habana se ofreció llena de color y luz a su vista (Henríquez Ureña 1989). Su llegada física fue antecedida por un escrito publicado por su compatriota Tulio M. Cestero en El Fígaro, en el que incluyó su retrato, el de su hermano Max y de su padre, Francisco Henríquez y Carvajal, este último elogiado como una de las más altas personalidades de República Dominicana, conocedor profundo de las matemáticas y la literatura, y exministro de Relaciones Exteriores que tuvo la responsabilidad de la negociación de la deuda de su país ante Estados Unidos y otras naciones europeas.
En el artículo del 28 de junio de 1903, Cestero señaló que Pedro y Max, hijos del doctor Henríquez y la poetisa Salomé Ureña, eran jóvenes que vivían consagrados al estudio en Nueva York aumentando el acervo de su familia. Respecto del primero, detalló que, a sus 19 años de edad, era poeta y escritor; el segundo, dos años menor, era escritor y pianista. Añadió que ambos recibieron en la cuna un legado: “talento y sentimientos de artista. Son infatigables en el estudio; Pedro, es en la hora actual uno de los escritores dominicanos de más cultura literaria y su verso tiene de la Ureña el amplio soplo lírico. Maximiliano es un pianista admirable, y como estudia sin desmayos, será algo más que un virtuoso; posee además en cuanto crítico, cualidades preciosas” (AHCM-FPHU).1
Pedro Nicolás Federico Henríquez Ureña nació en Santo Domingo el 29 de junio de 1884. Su hermano mayor, Francisco Noel —Fran—, vino al mundo en diciembre de 1882; Max, en noviembre de 1886. Camila, su hermana menor, nacería también en Santo Domingo, pero en 1894. Formaron parte de una familia de la élite política y cultural caribeña. Sus padres fueron parte de cruzadas importantes en pro de la educación nacional al lado de los puertorriqueños Román Baldorioty y Eugenio María de Hostos, con quienes fundaron las escuelas Normal y Preparatoria en 1879, así como el Instituto de Señoritas en 1881.
Salomé Ureña murió en marzo de 1897. Su impronta fue más evidente en su hijo Pedro, cuyas inquietudes literarias se formalizaron a los 12 años de edad, mientras observaba a su madre declamar sus poesías; ahí descubrió el poder de la palabra y la magia del verso. Sus balbuceos literarios estuvieron influenciados por la lectura poética; su texto señero fue, precisamente, una poesía escrita en Puerto Plata en agosto de 1896. La errancia de Pedro Henríquez Ureña y su familia comenzó desde entonces. En junio de 1897 viajaron con su padre a Cabo Haitiano con la promesa de continuar con la instrucción que tuvieron con Salomé Ureña, teniendo como base libros y periódicos hasta concluir el bachillerato.
El primer viaje de Pedro Henríquez Ureña fuera de su isla se concretó en 1901, cuando junto con Fran, y siguiendo a su padre en asuntos diplomáticos, llegó a Nueva York en un destierro “voluntario a causa del imperativo vocacional” (Lugo 2009: 100), una vez graduado como bachiller. Henríquez y Carvajal tenía la idea de que las andanzas transoceánicas ayudaban a desarrollar la mente y el espíritu de manera integral, por eso llevó a sus hijos a Estados Unidos, para que recibieran la influencia de la que consideraba una civilización superior (Henríquez Ureña 1989). Max y Camila permanecieron en Santo Domingo.
Pedro y Fran Henríquez Ureña llegaron a Nueva York el 30 de enero de 1901. Su traslado obedecía al delibrado “designio de ganar el sustento de la propia vida mediante el trabajo que esperaban encontrar y de acrecentar el acervo, cual lo hicieron, de su ya abastecido bagaje cultural” (Henríquez 2008: 598). El puerto estadounidense, uno de los más importantes centros comerciales del mundo, ofrecía una amplia oferta de actividades culturales en sus salas de ópera y teatro, además de las librerías, bibliotecas y museos. Esto entusiasmó a Pedro, aunque mantenía un prejuicio antiyanqui por la política exterior de ese país, de manera particular hacia las islas del Caribe (Henríquez Ureña 1989: 78-79).
A los 16 años de edad, Pedro Henríquez Ureña conocía los esfuerzos de algunos antillanos para crear una confederación independiente de España y de los Estados Unidos, como los de Hostos y Martí. Además, tenía un sentimiento patriótico heredado de la obra poética de su madre, los trabajos en favor del progreso dominicano de su padre y el ambiente político y cultural de Santo Domingo que estaba imbuido en la búsqueda de una identidad que definiera a los dominicanos como una nación. Estas circunstancias fueron reforzadas por la lectura de Ariel, del escritor uruguayo José Enrique Rodó, con la que su sentimiento contra el país norteamericano nubló su visión inicial de Nueva York (Henríquez Ureña 1989: 79).
Al dúo filial de Pedro y Fran Henríquez Ureña se unió Max a finales de noviembre de 1901. Este último se convirtió en la compañía predilecta de Pedro; Fran poco a poco se alejó de las aspiraciones que para él tenía su padre de convertirse en el guía intelectual de sus hermanos. Henríquez y Carvajal deseaban que Pedro pusiera su atención en las ciencias y en las buenas letras (Familia Henríquez Ureña 1996, t. I). Contra estos designios el joven decidió su carrera literaria a los 17 años de edad y fue, a partir de entonces, el guía y mentor de Max.
En Nueva York, Henríquez Ureña consideró un deber la lectura de clásicos griegos y latinos. Retomó las lecturas que hizo en Santo Domingo de novelistas rusos y franceses, y completó la del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, quien sería una de sus más grandes influencias literarias. Asistió también a los recintos teatrales y de ópera, de los cuales enviaba reseñas para ser publicadas en Santo Domingo. Continuó escribiendo poesía y traducciones del inglés, idioma que aprendió con facilidad. Los temas y géneros se diversificaron durante su estadía en Nueva York, así como las revistas y países de destino de los escritos. Sus artículos fueron recibidos en Perú, Cuba y Costa Rica (Vega 2015: 129).
La estancia neoyorkina de los hermanos Henríquez Ureña concluyó en abril de 1904. Un par de meses antes la República Dominicana había sido intervenida militarmente por los Estados Unidos. Francisco Henríquez y Carvajal sostuvo una postura política contra esa invasión y envió una carta de protesta al secretario de Estado norteamericano, la cual fue difundida con amplitud (Henríquez Ureña 2016: 83-84). Esta situación complicó la estancia de los Henríquez Ureña, al tiempo que impedía que se trasladaran a Santo Domingo, por lo que viajaron a Cuba, donde su padre tenía muchas amistades y planeaba ejercer su profesión de médico. Pedro Henríquez Ureña no partió con tristeza de Nueva York. En esa ciudad aprendió cuanto tenía que aprender en su juventud, etapa formativa2 determinante. Entre sus frutos tuvo la concreción de su vocación literaria, el dominio del idioma inglés, el perfeccionamiento del francés y el conocimiento del italiano, el establecimiento de relaciones hoy conocidas como redes intelectuales, además del prestigio ganado entre muchos antillanos por sus conocimientos sobre la literatura clásica y contemporánea, lo cual se refleja en su obra simiente. El conocimiento moral e intelectual debía servirle para volver a vivir entre su gente (Henríquez Ureña 1989: 113). De acuerdo con Díaz (2006), Henríquez Ureña se formó en una tradición política del exilio donde muchas familias dominicanas emigraban, provisoria o permanentemente, a Estados Unidos o Cuba, entre otros países.
Arribo de Pedro Henríquez Ureña a La Habana
Además del elogioso artículo de Cestero, el poema “En la cumbre” antecedió la presencia física de Henríquez Ureña en Cuba. Fue escrito en Nueva York en 1902 y publicado en la revista cubana A zul y Rojo en marzo de 1903. Es probable que varios de sus artículos y reseñas artísticas neoyorkinas publicadas en revistas dominicanas hubieran sido conocidas también en Cuba por el constante tránsito de publicaciones culturales y literarias entre ambas islas, separadas solo por 85 kilómetros. Además, había antecedentes de simpatía, hermandad y amistad entre los dirigentes de la lucha independentista cubana y la elite dominicana, como la participación del dominicano Máximo Gómez en la guerra contra España, la visita de José Martí a Santo Domingo, donde fue recibido por integrantes de la familia Henríquez y Carvajal, así como el apoyo económico del presidente Ulises Heureaux para financiar el movimiento de independencia en 1895 (Mendoza 2019: 77-78).
Las referencias anteriores permitieron el rápido acercamiento de Pedro y Fran a la élite política, la mayoría amigos de su padre. Uno de ellos, Manuel Silveira, los empleó como secretarios u oficinistas en su empresa de seguros Silveira y Compañía. En ese trabajo les serían útiles a Pedro Henríquez Ureña los cursos de Derecho Comercial y Público, tomados en una escuela de Harlem, Nueva York, ciudad donde trabajó también como tenedor de libros y asistió a clases de leyes en la Universidad de Columbia (Mendoza 2019).
Cuando Pedro Henríquez Ureña llegó a Cuba, la historia de la literatura de esa isla no había sido recogida por especialistas para presentarla con características propias. La cultura y la educación se desarrollaron lentamente bajo el dominio español; la Iglesia formó parte esencial de la educación de la época, desde la elemental hasta la superior. El Seminario fue el principal canal por el que se recibieron en Cuba las ideas y nociones de la Ilustración, movimiento cultural e intelectual europeo cuyos principios prácticos y educacionales formaron a las sociedades de amigos del país en España (Zanetti 2013: 90-91), que fueron replicadas en algunos países americanos, como República Dominicana y Cuba.
Según Camila Henríquez Ureña (1992: 25-29), los intelectuales más representativos de la América hispánica son los luchadores y constructores que defienden la libertad, y la difusión de la verdad. Entre ellos destaca a los cubanos José Enrique Varona y José Martí. Al primero lo califica como el gran mentor nacional de Cuba; al segundo como el último de los grandes hombres de letras americanos que fueron a la vez forjadores de la independencia política. Previo a la guerra de 1895 la producción literaria cubana se acercó a la creación de formas y estilos individuales y regionales, paralelos a los creados en otros países americanos. Después emergió un grupo de prosadores y poetas modernistas que encauzaron una renovación del lenguaje y del estilo castellano. Sin embargo, esa obra de nacionalización era realizada por los partidos de la revolución, muchas veces ausente de la isla, en donde prevalecía la tradición española (Henríquez Ureña 1960: 17).
A inicios del siglo XX la cultura no se propagaba con facilidad entre los diversos sectores de la población cubana. A pesar de los esfuerzos educativos, el número de analfabetos aumentó y la enseñanza pública tuvo un deterioro importante, de manera específica en el nivel medio. La educación privada tuvo un auge en los colegios para hijos de familias acomodadas y se favoreció el avance de la Iglesia católica, cuyo prestigio había disminuido por el apoyo que dio al régimen colonial durante la etapa independentista. El retroceso educativo contrastó con el florecimiento de publicaciones periódicas de notable calidad como Bimestre Cubana, Cuba Contemporánea o el apogeo de una literatura propia en la que se reflejaban la frustración, el desengaño y el cinismo en la narrativa de Jesús Castellanos, Miguel de Carrión o José Antonio Ramos, que contrastaban con el cosmopolitismo y la despreocupación sobresalientes en la poesía que continuaba impregnada de modernismo3 (Zanetti 2013: 218).
El traslado de los hermanos Henríquez Ureña obedeció al deseo de su padre por mantenerlos cerca de él y seguir ejerciendo su tutela (Mendoza 2019: 85). La educación no era una opción para ellos, ya que la única escuela de educación superior en el país, la Universidad de La Habana, estaba en un proceso de reconstitución después de la guerra contra España y de la intervención norteamericana que finalizó en 1902. Una de las tres facultades de ese Universidad, la de Letras y Ciencias, comprendía las escuelas de Letras y Filosofía, y de Pedagogía. Quizá estos cursos no interesaron a Pedro Henríquez Ureña por las malas instalaciones, porque los estudiantes reducían el año académico de ocho a siete meses y porque los catedráticos cobraban un sueldo sin impartir sus materias (Le Roy y Galves 1966).
Pronto el ambiente cubano empezó a incomodar a Henríquez Ureña. En las fiestas callejeras se manifestaban las costumbres y tendencias de la isla, lo que hizo al joven añorar los espectáculos artísticos neoyorquinos. Sabía que su estancia en la isla obedecía a asuntos políticos en los que su padre estaba vinculado. Cuando este partió hacia Santiago de Cuba para instalar un consultorio médico, él y Fran quedaron en La Habana bajo la mirada de personas destacadas en la política, las artes y las letras, como la dominicana Adriana Billini, pintora y maestra de enseñanza artística, la escritora, periodista e independentista puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió, así como el cubano Manuel Serafín Pichardo Moya, fundador de El Fígaro. Revista Universal Ilustrada(Henríquez Ureña 1989: 113-114).
La intención de Henríquez Ureña por dedicarse a la literatura halló mayores obstáculos en La Habana que en Santo Domingo y Nueva York. Si bien su padre aceptaba de a poco su inclinación hacia las letras, el joven no tenía muchos incentivos en una ciudad con una “superficialidad incurable” (Henríquez Ureña 1989: 116). El ambiente juvenil habanero daba poco de sí, por lo que asistió a conferencias de viejos y destacados intelectuales, y grandes oradores cubanos como el periodista Manuel Antonio Sanguily y el ensayista y filósofo Enrique José Varona, a quien Henríquez Ureña llamaría el primer intelectual de Cuba.
Es probable que alguna de las figuras literarias o artísticas reconociera entre el público de las salas a Pedro Henríquez Ureña, joven delgado de piel morena y cabello quebrado y duro, muy parecido a la fisonomía característica de los cubanos. La identificación no obedecería solo al mencionado artículo de Cestero, sino a la actividad literaria que comenzó a desarrollar con base en una amplia visión cultural derivada de sus inicios en las letras en Santo Domingo y de su experiencia neoyorquina, enriquecidos con su vasta lectura de autores clásicos y modernos para realizar observaciones críticas a través de sus primeros ensayos habaneros (Mendoza 2019: 83).
Aunque su empleo en Silveira y Compañía representaba su mayor dificultad, Henríquez Ureña tenía que cumplir con él para procurarse dinero y satisfacer a su padre. Para estudiar pasaba las horas de descanso del mediodía, incluso los domingos enteros, en la Biblioteca Nacional. Esos ratos de indagación se adhirieron a sus primeras crónicas de espectáculos artísticos y de crítica literaria neoyorquina cuya característica era ser crítica iniciática y orientadora que se desprende de un análisis revelador y desprejuiciado, formulada en “una época en la que el modernismo es norma literaria dominante y la crítica centraba su interés en el poeta vivo y portaestandarte del movimiento: Rubén Darío” (Durán 1995: 22).
El contexto cubano y la formación literaria de Pedro Henríquez Ureña
Henríquez Ureña percibió los síntomas sutiles de la reacción de la intelectualidad cubana en la producción literaria frente al escenario sociopolítico de la “seudorrepública”. Consideró que había una pasividad política en los escritores de la generación que se abría paso, y que carecía de la vitalidad política y literaria de la obra de José Martí, de la cual deberían ser herederos (Durán 1992: 29 y 32). La generación a la que se refiere Henríquez Ureña fue formada en el positivismo de Herbert Spencer que Varona proponía para la liberación mental de los cubanos, antes que la liberación política; consideraba que el positivismo de Augusto Comte suprimía la libertad, y que sin esta no podría haber progreso, y que el progreso para Cuba significaba su libertad (Zea 1976: 367).
El ser perfectamente moral, decía Varona, será aquel que sea capaz de recortar algo de sus utilidades y de imponerse alguna privación por favorecer a otro miembro de la comunidad que lo requiera, atento solo al sentimiento y progreso de la colectividad (Zea 1976: 373). La confianza de Varona en la ciencia para el mejoramiento del hombre, el bien de la patria y el aumento de la civilización se refleja en su discurso de la apertura del curso académico de la Universidad de La Habana 1903-1904. Allí señaló que el objeto de la institución era iniciar “a las nuevas generaciones en el conocimiento de la ciencia acumulada por sus antecesores, despertar en ellas el deseo de aumentar ese gran acervo y facilitarles los medios para conseguirlo” citado en Pantoja (2007: 61).
Varona consideraba que los jóvenes eran la parte más importante del adelanto cubano, y en la Universidad deberían formarse como un verdadero cuerpo moral y no consentir que “se consideren como unidades dispersas, ni siquiera como grupos independientes, que penetren en sus aulas y laboratorios solo a adquirir la destreza y las ideas precisas para ejercer después una profesión lucrativa” citado en Pantoja (2007: 63). Henríquez Ureña, con 20 años de edad, conocedor de la obra de Varona, adopta su aspiración y se incorpora a una de las etapas más complejas por las que ha transitado América. “Un periodo en el que Hispanoamérica es, de manera hiperbólica, tierra de nadie, continente abierto a las más diversas influencias y a las operaciones imperialistas más desembozadas […] Tiempo prerrevolucionario de efervescencia en el cual el debate teórico capacita a la intelectualidad pequeño-burguesa de prioridades insospechadas en la discusión socio-cultural” (Durán 1992: 41).
Formado bajo convicciones racionalistas y humanistas, Henríquez Ureña confiaba en la fuerza vigorosa de la juventud para ser educada en el racionalismo y contribuir a la formación de Estados nacionales, independientes y prósperos. Esta confianza descansaba en el pensamiento del juvenilismo, según el cual a los jóvenes les corresponde asumirse como avanzada histórica, redentores sociales y portadores de utopía (Biagini 2013: 57). Esta ideología descubre una “dialéctica en la consecución generacional de diferentes etapas históricas. Ante demandas relativas de cada época o totales, concernientes a tareas no alcanzadas, la juventud se erige como fuerza nueva en el debate de su tiempo […] Henríquez Ureña formaba parte de la misma juventud que, llamada por una nueva época, debía separar el trigo de la paja” (Durán 1992: 36 y 39).
El joven dominicano comenzó a relacionarse con el ámbito literario e intelectual de Cuba. De acuerdo con sus ideas y su mirada crítica de la situación política y social, no solo de esa isla, sino de América Latina, poco a poco dejó de lado la poesía y se dedicó al análisis de las circunstancias continentales, los cuales dio a conocer a través del género ensayístico, que fue para él una forma de compromiso. Ante Henríquez Ureña se abre un amplio campo para “la crítica literaria mucho más consecuente con la lógica de su pensamiento y mucho más cercano al magisterio que quería ejercer sobre sus contemporáneos y sobre la cultura hispanoamericana” (Durán 1992: 33).
Uno de sus primeros ensayos, “Literatura norteamericana”, fue escrito poco antes de salir de Nueva York. En él se aprecia la aguda crítica a la sociedad estadounidense a partir del análisis de las obras de sus escritores. Considera que la literatura de aquel país estaba aburguesada por el aislamiento que se impusieron los autores finiseculares del siglo XIX. Además, menciona que el temperamento sajón, que procede lentamente en las evoluciones sociales y políticas de los Estados Unidos, ha influido en que permanezcan vivas ideas antiguas, y su prosperidad material acentuó sus tendencias conservadoras. Por ello, “en la religión, en el socialismo, en la literatura, el pensamiento americano sigue guardando teorías y prácticas atrasadas e ilógicas a la luz de la civilización” (Henríquez Ureña 2013a: 246-250).
La producción literaria cubana de Henríquez Ureña comenzó con la escritura de versos. Continuó con poesías en postales, de las cuales realizó 31 dedicadas para señoritas cubanas, dominicanas y argentinas. Escribió también otros poemas para diversas revistas cubanas como Cuba Literaria, fundada en Santiago de Cuba por su hermano Max en junio de 1904. La publicación era de pocas páginas, no muy bien impresa y mal ilustrada. Los colaboradores escaseaban, pero la insistencia de su director logró que en ella escribieran Rodríguez de Tió, Pichardo y otros cubanos. Recibían también copioso material de Santo Domingo (Henríquez Ureña 1989: 114). Henríquez y Carvajal contribuyó con la revista, incluso escribió, sin firma, el editorial-programa del número inaugural, y con su nombre publicó cerca de diez artículos con temas sociales, literarios y políticos.
Más que colaborador, Pedro Henríquez Ureña era codirector de Cuba Literaria. Su prestigio comenzó a crecer entre los círculos intelectuales de República Dominicana, Cuba y Estados Unidos. En enero de 1905 escribió a su compatriota Enrique Jiménez, político y abogado residente en Nueva York, para que promoviera la suscripción a la revista entre la comunidad dominicana de esa ciudad y también para que enviara artículos sobre el movimiento artístico y literario neoyorquino. La respuesta fue desalentadora: no tenía tiempo ni humor para escribir las notas artísticas; respecto de la suscripción dijo que fue imposible convencer a sus paisanos; todos contestaron que el tiempo no estaba para periódicos ideales. El abogado cerró su excusa afirmando: “¡Qué tal! ¡Se podrá ir avante con una colonia semejante! ¡Adiós, país! Ni los de afuera ni los de adentro sirven. No valen un comino” (Vega 2015: 154).
La falta de entusiasmo de los dominicanos en Nueva York no desanimó a Henríquez Ureña. Reanudó la comunicación con algunas amistades de su país, entre ellas Mercedes Mota, escritora y profesora a quien conoció en 1896 en Puerto Plata, donde la joven tenía una sociedad de veladas literarias. Mota correspondió con el envío de trabajos para la revista (Vega 2015: 146-151). Max y Pedro Henríquez Ureña se esforzaron por dar a conocer autores dominicanos en Cuba Literaria, sin embargo, la empresa editorial duró poco más de un año, en el que publicaron 55 números entre junio de 1904 y julio de 1905 (Cesana 2019: 55-56).
Uno de los primeros trabajos cubanos en prosa de Pedro Henríquez Ureña fue “La música nueva: Richard Strauss y sus poemas tonales. La ópera italiana. La profanación de Parsifal”, escrito bajo la forma de “Crítica musical”. Publicó también otros artículos sobre literatura “ya en Cuba Literaria (José Joaquín Pérez, Ariel —la obra de Rodó— y Rasgos de un humorista —Bernard Shaw—, el fragmento sobre D’Annunzio como poeta), ya en la Cuna de América de Santo Domingo (Reflorescencia, sobre Gastón Deligne, Sobre la Antología proyectada por Américo Lugo, ya en La Discusión de La Habana (Pinero, El modernismo en la poesía cubana, La sociología de Hostos)” (Henríquez Ureña 1989: 115).
Los trabajos de Henríquez Ureña no eran muy leídos en Cuba, donde, según él, se sacrificaba lo intelectual y se ponía al servicio de lo comercial, y las revistas se llenaban de elogios, de anuncios y de fotografías. No se leían versos, sólo publicaban cortos y nadie escribía artículos sino de actualidad (Vega 2015: 158). Su malestar por permanecer en Cuba era evidente cuando comenzaron a ocuparse de él en República Dominicana por sus ensayos, que eran publicados en revistas como Cuna de América, Listín Diario y El Ibero-Americano. Su empleo en la casa Silveira no le impedía estar atento a las novedades editoriales de Santo Domingo y de otras latitudes. Es el caso de los poemas publicados en 1904 por Gastón F. Deligne, poeta dominicano a quien admiraba desde la infancia. En el ensayo “Reflorescencia”, Henríquez Ureña dice que entre 1899-1903 llegó a temer a Deligne porque sus poemas eran indeciblemente inferiores a su producción anterior, con lo que mostraba un estancamiento o decadencia. Sin embargo, con sus más recientes poesías comprobaba que la nueva inspiración había llegado, rica de promesa, presagiando la magia y la virtud en el escritor ilustrado y consciente (Henríquez Ureña 2013b: 262-264). Al parecer esta fórmula de escritura funcionó al dominicano para acercarse a escritores vivos de generaciones anteriores. Si bien esboza una crítica fundamentada en el conocimiento de las obras de los autores y de las nuevas tendencias literarias -en este caso el modernismo-, rescata de ellos la capacidad de renovarse o adaptarse a los cambios de los primeros años del siglo XX. Así, Deligne fue uno de los primeros interlocutores de los que ha quedado registro en acusar los escritos de Pedro Henríquez Ureña. En diciembre de 1904 el poeta celebró la sagacidad crítica del joven por hacer uno de los juicios más atentos a su obra. En una carta, despachada en San Pedro de Macorís, Deligne justifica su desapego al modernismo y señala que, para él, en todas las épocas, no ha existido sino la individualidad (Vega 2015: 152-153).
La singularidad de Henríquez Ureña en este periodo radica también en la astucia para retomar asuntos como la anunciada muerte de la literatura cubana, donde, según la voz popular, los periódicos se comercializan, los maestros se callan y, lo peor de todo, la nueva generación no aparece. No cuestiona mucho lo que los decepcionados de las letras predican, pero propone una especie de optimismo fundado en su amigo Juan Guerra Núñez, poeta exótico de la nueva generación cubana que trabaja por sus ideales artísticos contra un ambiente no propicio. Considera que Guerra Núñez, nacido en 1883, es un poeta honroso que se ganó un puesto en las filas modernistas. Sin embargo, no se arriesga a predecirle un éxito como novelista, ya que su primer libro en este género era una obra de contornos vagos, difícil de juzgar. Para el dominicano las deficiencias en la escritura del cubano eran consecuencia del medio en el que se desenvolvía (Henríquez Ureña 2013c: 275-277). Al final, el escritor cubano no trascendería en la historia de la literatura.
Henríquez Ureña creía que la evolución del pensamiento cubano no se detuvo después de atravesar la crisis más terrible de su historia que modificó la vida pública de la isla, aunque notaba la ausencia de ideales que dirigieran las actividades sociales, políticas y educativas, así como la falta de un movimiento uniforme que ayudara a la reconstrucción de una vida intelectual genuinamente cubana. Según él, no podía haber decadencia porque a esa época de inicios del siglo XX pertenecían, vivos o recién fallecidos, Martí, Varona, Rafael Calixto Montoro y Esteban Borrero en el grupo de filósofos y artistas; y en el de críticos y eruditos Manuel Sanguily, Enrique Piñeiro y Manuel de la Cruz, entre otros. Sin embargo, se desconfiaba de la juventud que valía más en prosa que en verso. Henríquez Ureña ubicó los triunfos de la nueva generación en la psicología nacional de Manuel Márquez Sterling, la sagacidad de observación de Jesús Castellanos y en el heredero de la tradición crítica, Arturo R. de Carricarte, a quien consideró el más literato de la juventud cubana. Para concluir su juicio sobre la supuesta inactividad literaria cubana, señala
Discípulos y maestros, principiantes y veteranos, parecen entrar ahora en una gran renovación que es promesa de vida intelectual intensa y brillante. Se sienten bullir los gérmenes largo tiempo dormidos, y los brotes que crecían desmadrados y deformes, bajo el azote de los vendavales políticos, principian a desarrollarse normalmente. […] ¡Quién sabe si, para cerrar este periodo de transición, de indecisa y brumosa espera, y llevar de nuevo el espíritu cubano a las luminosas vías del optimismo, se necesita un impulso más activo y más enérgico que las enseñanzas del prudente melierismo4 de los Varona y los Lanuza: una voz poderosa y vibrante como la del apóstol Martí, que haga renacer la salvadora fe en el porvenir! (Henríquez Ureña 2013d: 295-301).
En esta crítica, publicada el 1 de enero de 1906, Henríquez Ureña deja ver los caminos que seguirán sus escritos sobre juicios literarios, los cuales tendrán raíces culturales, sociales y políticas, ya que no solo estudiaba las obras por sí mismas, sino que analizaba la personalidad de sus autores, y a partir de la difusión de esas obras, hacía un análisis que le permitía catalogar el nivel de avance de una sociedad. Acusaba, además, el conocimiento de las obras de Martí y Hostos. Diony Durán afirma que el pensamiento de estos dos autores antillanos serviría a Henríquez Ureña “como puente con el pensamiento revolucionario del siglo XX y la tendencia espiritualista capitaneada por José Enrique Rodó” (Durán 1992: 49), de quien él y Max publicaron Ariel entre enero y abril de 1905, como suplemento de Cuba Literaria. Esta fue la cuarta edición del libro y segunda fuera de Uruguay —la primera tuvo lugar en Santo Domingo en 1900, apenas un año después de su publicación, con edición de Enrique Deschamps—.
Algunos de los fragmentos “más inspirados” de Ariel, según Max Henríquez Ureña, fueron copiados por otros periódicos cubanos y así las ideas de Rodó fueron difundidas con mayor eficacia en el país donde Varona había recibido en mayo de 1900 un ejemplar del libro enviado por su autor pidiendo propaganda entre la juventud. La admiración de Rodó por el positivista cubano lo llevó a plantearle la idea de que él podría ser el Próspero del libro, alrededor de quien sus discípulos se sentarían para escucharle (Capote 2007: 104).
La primera presentación seria al público de Cuba, de acuerdo con García Morales (1992), fue hecha por Pedro Henríquez Ureña a través de “Ariel”, publicado en Cuba Literaria en enero de 1905. Rodó era considerado por el joven dominicano como uno de los mejores escritores de habla hispana de inicios del siglo XX y un excelente crítico literario. Mas la admiración no restó objetividad al texto de Henríquez Ureña que reconoce una disertación filosófico-social en la que el autor se esconde tras la figura de Próspero, el maestro que se dirige a la juventud americana ideal, a la élite de los intelectuales, y es ahí donde Rodó pierde de vista la imperfección de la vida real de los pueblos de Hispanoamérica, pues su objeto es contribuir a formar un ideal en la clase dirigente, tan necesitada de ellos.
Al final del artículo, Henríquez Ureña discute los juicios que Rodó formula sobre los Estados Unidos después de analizar sus méritos y defectos. Los dos males que ve el joven en la sociedad norteamericana son el orgullo sajón en el que descansan las tendencias imperialistas, la moralidad puritana y los prejuicios raciales o de secta; el otro es el espíritu aventurero que originó el comercialismo sin escrúpulos y el sensacionalismo invasor y vulgarizador. Henríquez Ureña afirma que, sobre sus tendencias prácticas, el pueblo estadounidense “sustenta un ideal elevado, aunque distinto de nuestro ideal intelectualista: el perfeccionamiento humano, que tiene por finalidad el bien moral y debe traducirse socialmente en la dignificación de la vida colectiva” (Henríquez Ureña 2013e: 42).
Cuestiona también el temor de Rodó por la nordomanía que puede llevar a la juventud americana a renunciar a los ideales latinos por seguir el ejemplo pragmático y materialista de los norteamericanos. La respuesta de Henríquez Ureña es significativa: propone una reconciliación entre la influencia de los Estados Unidos y la tradición española, y que los pueblos hispanoamericanos deben buscar enseñanzas donde quiera que se encuentren, sin inclinarse por ninguna tendencia exclusivista debido al cosmopolitismo que mostraban. Para él era imprescindible para el progreso asignar un fin a las energías sociales, un sentido ideal que unificara e iluminara los impulsos dispersos en el espíritu de la raza. Por último, considera que a la juventud corresponde hacer la reivindicación de la familia española en un mundo en el que poco a poco se empezaba a conocer la labor intelectual hispanoamericana ligada a la virtualidad aún no agotada de la antigua raza a la que pertenecían —la española—, sobre todo por la espiritualidad y por la lengua (Henríquez Ureña 2013e).
El contenido del artículo debe encuadrarse en un optimismo que exaltaba una posición racional ante el mundo con el que debatía con base en la búsqueda de leyes objetivas, que rigen la vida del hombre y su sociedad. Durán (1992: 39-40) señala que en esta época Henríquez Ureña organizaba su pensamiento hacia la obtención de un criterio realista frente a las posiciones antagónicas en el pensamiento filosófico y sociológico, cultural y político. Entre la mesura y el apasionamiento —continúa Durán—, el dominicano era cultor por sí mismo de una personalidad humanística ambiciosa de conocimiento, pero urgida de dirección y enfoque crítico que buscó en la cultura del nuevo mundo, así como en las fuentes de la cultura europea, mismas que fueron parte importante de su formación.
Henríquez Ureña buscaba conciliar las posturas que pretendían privar a los pueblos latinos del influjo de los Estados Unidos, una sociedad a la que conocía y de la que llegó a decir que era una unión sajonamente egoísta en su poder mundial que no miraba hacia el sur sino recientemente y para secundar la unión de los pueblos con razas y lenguas distintas ante la posible implantación de la llamada doctrina Calvo, que establecía que las deudas internacionales no debían cobrarse por la fuerza, en relación a la codicia europea ante el desorden hispanoamericano, que había motivado, entre otras intervenciones, la de México por parte de los franceses. Sin embargo, los estadounidenses planeaban anatemizar la barbarie de los pueblos que juzgaron inferiores y cuya vida turbulenta era un obstáculo para sus planes. Veían que el único medio de los países del sur para alcanzar el conocimiento mutuo era hacer patente su fuerza y afirmar el prestigio de su personalidad nacional y demostrar el desarrollo de su cultura y civismo. Una vez establecido el equilibrio —continúa Henríquez Ureña—, hecha “la coordinación de acciones entre las dos nuevas fuentes de energía civilizadora en América, septentrional y meridional, sajona y latina, ¿no será justificable y honrada su influencia, su intervención moral en la vida de las espléndidas regiones del centro, mantenidas en atraso por los devastadores desmanes del caciquismo?” (Henríquez Ureña 1976: 153-154).
En el artículo a la obra de Rodó, Henríquez Ureña menciona también a los que consideró los máximos pensadores y geniales psico-sociólogos antillanos: Martí y Hostos, cuyas obras literarias comenzaban a ser valoradas en Cuba. En este periodo dedicó textos a cada uno de ellos en los que resalta su calidad como escritores y forjadores de nuevas generaciones. En “Martí escritor” (Henríquez Ureña 2013f: 283-285), publicado en octubre de 1905, afirma que más que un guerrero, Martí fue un hombre de pensamiento que alcanzó la cima de la literatura castellana de su siglo. Adhiere que el valer de Martí como escritor no se conocía en su patria porque no pudo tenerla como su principal campo de acción, y que su recuerdo como corifeo era constante en otros países de América como Venezuela, República Dominicana, México y Argentina. Finaliza con el exhorto para que se divulgue la obra literaria de Martí en Cuba como un deber nacional (Ricardo 2002: 63-69).
Respecto de Hostos, Henríquez Ureña ya había escrito con motivo de su muerte en 1903; en 1905 le dedicó la primera parte del artículo “Sociología” (Henríquez Ureña 2013g: 44-57), en la que se refirió al “Tratado de sociología”, obra póstuma del puertorriqueño. Al inicio ensalza la figura de Hostos como maestro y apóstol de la acción, educado en España y que prefirió trabajar en favor de la tierra americana que disfrutar de un futuro seguro de triunfos ganados con la distinción intelectual de que gozó desde su juventud en Europa. Después de trabajar por la independencia de Cuba, por la dignificación de Puerto Rico y por la educación en Santo Domingo y Chile, luchó “hasta el fin, hasta cuando más destrozos hacía en su espíritu la colosal tormenta que azotaba las Antillas, la parte que más amó de su América” (Henríquez Ureña, 2013g: 44).
La elección de estos dos autores obedece a su intención de posicionarlos en el escenario cubano en el que, supuestamente, eran casi desconocidos. Además, por la tradición humanística, literaria, educativa e intelectual que ambos representan, y de la cual se siente heredero, así como por la cercanía que sus familiares tuvieron con ellos en las últimas décadas del siglo XIX. Sin embargo, Hostos y Martí no son los únicos escritores que ocupan la reflexión de Henríquez Ureña, ávido de seguir conociendo lo clásico y de actualizarse en las tendencias literarias y artísticas de la época, principalmente de América y Europa. Así, en noviembre de 1905 escribió el poema “Hacia la luz” (Henríquez Ureña 2013h: 133-139), en el que dedica versos a, entre otros, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Heinrich Heine, Paul Verlaine, Julián del Casal, Víctor Hugo, Thomas Carlyle, Walt Whitman, John Ruskin, Hostos, Martí y Henrik Ibsen, este último poco conocido y menos gustado en Cuba. Estos autores, con su diversidad de orígenes, épocas y géneros, son fundamentales para la formación literaria, poética, filosófica y moral de Pedro Henríquez Ureña, quien mantenía la inquietud y el deseo de publicar un libro (Henríquez Ureña 1989: 117).
Ensayos críticos, primer libro de Pedro Henríquez Ureña
En Cuba, donde según el joven dominicano la literatura era mediocre y se publicaban muchos libros, aunque casi no se vendían, Henríquez Ureña vio impresa su obra señera Ensayos críticos, pagado con algunos ahorros que reunió por su trabajo en la casa Silveira. En los últimos días de 1905 el tomo fue editado con el pie de imprenta Esteban Fernández como un folleto de 120 páginas que contenía trece artículos, la mayoría publicados con anterioridad en diversas revistas. La selección muestra la variedad de temas que interesaban al joven de 21 años de edad, muchos de los cuales seguirá revisando durante el resto de su trayectoria. Para Félix Lizaso (1956),Ensayos críticos contiene en germen muchas de las direcciones de la dedicación literaria de Henríquez Ureña:
Su inclinación a la literatura inglesa está presente en tres ensayos sobre Óscar Wilde, Arthur Wing Pinero y Bernard Shaw; el crítico literario aparece en sus artículos sobre Rubén Darío, Rodó, José Joaquín Pérez, D’Annunzio y el trabajo sobre el modernismo en nuestra poesía. También apunta su interés por el pensamiento en América, al estudiar las aportaciones a la sociología de Hostos y del cubano Enrique Lluria, y su afición a los temas musicales” (Henríquez Ureña 1976: 101).
En Ensayos críticos, Henríquez Ureña analiza temas diferentes e inquietudes disímiles que tocan varios aspectos de la realidad que aspira a conocer y explicar, al tiempo que muestra una “sólida cultura y una formación reciente y novedosa, poco usual en muchos países latinoamericanos” (Durán 1992: 39). Debido a su paso por las redacciones de las revistas literarias más importantes de Cuba, y gracias a las relaciones que estableció con directores de publicaciones en República Dominicana, Nueva York, México, El Salvador y Puerto Rico, entre otros países de América, el joven envió ejemplares a escritores como los peruanos José Santos Chocano, Francisco García Calderón y Ricardo Palma, y el español Pedro González Blanco. En la lista que elaboró para remitir los libros, el número uno es para Enrique José Varona, algunos lugares después está el nombre de José Enrique Rodó, quien acusó de recibo con una carta en la que agradece por haberse ocupado tan benévolamente de Ariel. En su respuesta, Rodó dice a Henríquez Ureña que reconoce en él un espíritu levantado sobre la mediocridad y un verdadero escritor, así como una promesa para la crítica latinoamericana, tan necesitada de sangre nueva que la reanime. Y continúa:
Me agradan mucho las cualidades de espíritu que Ud. manifiesta en cada una de las páginas de su obra, y que son las menos comunes, y las más oportunas y fecundas, con relación al carácter de nuestra literatura. Me agradan la solidez y ecuanimidad de su criterio, la reflexiva seriedad que da el tono a su pensamiento, lo concienzudo de su análisis y juicios, la limpidez y precisión de su estilo. Me encanta esa rara y felicísima unión del pensamiento y la moderación reflexiva, que se da en Ud. como en pocos. Y me complace reconocer, entre su espíritu y el mío, más de una íntima afinidad y más de una estrecha simpatía de ideas (Julia 1971: 11).
Para Henríquez Ureña estas palabras, que venían de quien consideró como el escritor joven americano en el que floreció un estilo de prosa nuevo, debían ser un gran aliciente para encaminarse decididamente hacia la profesión literaria. Es poco probable que el dominicano se mantuviera impávido ante los elogios que -decía- siempre se daban como alientos, porque él prefería que estos escasearan ya que lo alentaba más la discusión y así veía que sus ideas tenían algún peso. Poco le importaba que no se estuviera de acuerdo con ellas: quizá él mismo las cambiaría con el tiempo (Vega 2015: 157).
Otras respuestas y saludos llegaron a Henríquez Ureña celebrando la publicación de Ensayos críticos, entre ellos de José Santos Chocano, quien le dice que en América ya se había hecho la revolución de la forma, estaba en proceso la del fondo, y que ahora tocaba hacer juntos la de la poesía (AHCM-FPHU). Se publicaron también varias notas en periódicos y revistas de Cuba, República Dominicana y México; una de ellas fue de José Escofet en El Correo Español, de la capital mexicana. El autor, como la mayoría de quienes escribieron sobre la obra, no conocía al joven literato Pedro Henríquez Ureña, solo después supo que era dominicano. Afirma que más que ensayos, son escritos completos, profundos y llenos de erudición bien adquirida y bien conservada. No se ocupa mucho del libro, pero sí de tratar de describir la personalidad del joven autor:
Ureña es un crítico á lo Zolá y un filósofo á lo Nietzsche. Es un idealista á veces y un sobrio y activo escudriñador de buenas lecturas siempre.
Repito que no conozco á Ureña más que por su libro; pero yo me lo retrato, me lo imagino, no sé si con acierto, pero sí con entusiasmo. Debe ser un artista callado, de pocos amigos, enamorado de la lectura y del ideal, esquivo á la compañía de hombres vulgares, viviendo en los libros más que en las calles, que en los cafés, que en los teatros, que en los salones… Nada para él encerrará tanto atractivo como una biblioteca de estantes repletos y empolvados (AHCM, FPHU).5
Escofet no se equivocó en la descripción de Henríquez Ureña, para quien el ambiente cubano nunca fue de su total agrado. Así lo deja ver en las frecuentes quejas que comparte con Mercedes Mota en sus cartas, en las que afirma que la vida en Cuba era monótona y no tan placentera como en Nueva York. Mota, imaginando la incomodidad de su amigo en la isla le escribe: “Me dices tánto mal de La Habana, qué desearía saber que la abandonas i que te vas otra vez a New York, o que te marchas para París” (Vega 2015: 163). Con el prestigio intelectual juvenil que obtuvo por sus colaboraciones en periódicos y revistas literarias, pero sobre todo con la amplia aceptación de su primer libro, Henríquez Ureña preparaba su equipaje para salir de La Habana, contra la voluntad de Francisco Henríquez y Carvajal y con la complicidad de sus hermanos, principalmente de Max.
Carricarte y la Asociación Literaria Internacional Americana
Durante la primera quincena de agosto de 1905 Max llegó a La Habana para unirse a sus hermanos y buscar un trabajo mejor remunerado. Con la experiencia de la dirección de las revistas Ideal y Cuba Literaria, Max ayudó a Pedro a relacionarse con otros jóvenes literatos cubanos, entre ellos el poeta y prosista Arturo R. de Carricarte, próximo a cumplir 24 años de edad. El panorama intelectual de Pedro Henríquez Ureña se amplió con el trato con Carricarte, a quien consideró como “turbulento y audaz”. El joven cubano ya tenía publicado un libro de relatos y poemas en prosa prologado por Ricardo del Monte, veterano poeta, crítico literario y periodista político descendiente de dominicanos. Además, Carricarte colaboraba con algunas revistas de la isla, como A zul y Rojo, donde escribía reseñas sobre libros nuevos, principalmente de poesía.
Tal vez el joven dominicano se impresionó al conocer al cubano que fue discípulo de Esteban Borrero, poeta y pedagogo que formaba parte del grupo de artistas y filósofos que Henríquez Ureña consideró representativo de la intelectualidad cubana sobreviviente del proceso de independencia. Carricarte obtuvo el título de bachiller en 1894 y en 1900 ganó una plaza de maestro en las escuelas públicas de La Habana, cargo que dejó dos años después para dedicarse a las letras (Salazar 1929: 214), su figura simbolizó para Henríquez Ureña el anhelo que quería cumplir de consagrarse al estudio y a la escritura.
Los afanes periodísticos y literarios de Henríquez Ureña y Carricarte fueron compatibles desde que se conocieron. Sus intereses tenían coincidencias, como la dedicación al estudio de la obra de dos de los principales modernistas: Rubén Darío y José Martí. Sobre el primero, Carricarte escribió una parte de su libro Noche trágica, esbozo de novela. A zul, poemitas en prosa. Respecto del segundo, Camila Henríquez Ureña (1992) señala que Carricarte era un “martiano” muy activo, refiriéndose a la propaganda y defensa que hizo de la vida y la obra del libertador cubano en su país natal para que se le asignara el valor que merecía, no solo como independentista, sino como uno de los más importantes escritores de Latinoamérica en el siglo XIX. Es significativo que en esta época Henríquez Ureña haya escrito dos de sus artículos más retomados de su estancia cubana con los dos autores que motivaban la escritura de Carricarte: “Rubén Darío” y “Martí escritor”.
Uno de los sucesos que determinaron el rumbo de la carrera literaria de Henríquez Ureña en Cuba vino aparejado, precisamente, con la relación que estableció con Carricarte, quien compartía con varios de sus compatriotas la idea de unir a las literaturas, artes y ciencias de América del Sur y las Antillas para difundirlas al Nuevo Mundo. Con esa intención crearon la Asociación Literaria Internacional Americana, el 1 de septiembre de 1905; la mantuvieron en secreto hasta que consideraron que estaba bien afianzada. En su directiva figuraron, como presidentes de honor: Enrique José Varona, Ricardo del Monte, José de Armas y Cárdenas, Aniceto Valdivia; presidente efectivo: Francisco Sellen; vicepresidente: Manuel S. Pichardo; secretario: Max Henríquez Ureña; tesorero: J. López Goldarás; vocales fundadores: Arturo R. de Carricarte, Pedro Henríquez Ureña, Jesús Castellanos, Miguel de Carrión, J. M. Guerra Nuñez; vocales: M. Márquez Sterling, Eulogio Horta, Federico Urbach, Enrique Hernández Miyares, Fernando Sánchez de Fuentes, Fernando de Zayas, Francisco Díaz Silveira (Palma 1949: 416-417).
Durán (1992: 54) atribuye a Pedro Henríquez Ureña la organización de estos intelectuales de diferentes generaciones en lo que denomina un esfuerzo heroico de un joven de 21 años de edad que actuó primero como tesorero y más tarde como vocal fundador. Según Durán, el lugar que el dominicano ocupaba en la agrupación no expresa a cabalidad el esfuerzo que hacía al reunir a la intelectualidad latinoamericana en un movimiento que trataba de llevar a la acción (Durán 1992: 54). Es difícil sostener esta afirmación, toda vez que el carácter y la personalidad del joven dominicano no le impedían adjudicarse la creación de una organización de las dimensiones como las que se proponían. En sus escritos sobre esa época no menciona la existencia de esa asociación. Tampoco lo hace Max en su elogioso Hermano y maestro o en Mi padre, Francisco Henríquez y Carvajal, en el que hace un seguimiento cronológico de las actividades de su padre. Lo anterior no intenta demeritar la contribución de Henríquez Ureña a la Asociación, sino ubicarlo en un esfuerzo colectivo que pretendía una obra tan amplia y ambiciosa: la integración de la literatura hispanoamericana para incorporarla al conjunto cultural de la humanidad (Durán 1992: 56).
Pedro Henríquez Ureña huye de Cuba
En los últimos meses de 1905, con la Asociación Literaria Internacional Americana a la espera de consolidarse, Arturo R. de Carricarte se trasladó a México y obtuvo empleo como periodista en Veracruz. Desde allí envió cartas a Henríquez Ureña en las que refería una situación favorable para el ejercicio de su profesión. Este último creyó en los informes de su amigo y se alistó para seguir sus pasos. El 4 de enero de 1906, una semana después de recibir Ensayos críticos, se embarcó hacia el puerto mexicano. Su libro era el principal pasaporte intelectual con el cual buscaría abrirse camino y entrar en ámbitos de más amplia y deseada cultura (Roggiano 1989: 12). Henríquez Ureña salió ofuscado de un país donde consideraba que solo había hombres inteligentes, pero no intelectuales.
Además de los aspectos culturales o literarios, la salida de Henríquez Ureña de Cuba obedecía a una rebeldía hacia su padre, a quien escribió a punto de partir comunicándole su decisión, consiente de la molestia que provocaría en él. Según Susana Quintanilla, hay varias coincidencias que permiten inferir cuáles fueron los motivos que determinaron su partida, el porqué del disgusto del padre, el destino del viajero y las actividades que realizaría. En primer lugar señala el deseo natural de independencia; después el proceso de la “búsqueda del yo” como una evolución interna que en este caso solo se reconoce a través de algunos referentes literarios y filosóficos, que si se toman “como síntomas de la ‘tensión esencial’ que se produce en el paso de la juventud a la madurez, aquella que se produce entre la exigencia moral que la clase media imponía con severidad sobre los jóvenes y los impulsos sexuales y artísticos, podemos entrever la existencia de un drama íntimo, y a la vez profundamente social, para resolver estas interrogantes” (Quintanilla 2008: 90).
Una versión que no se aleja de la anterior es que motivos de carácter moral y sentimental incitaron la huida de Henríquez Ureña de Cuba. De acuerdo con Jorge Tena Reyes (2016: 11), aunque el dominicano se esfuerza en explicar las causas directas de su salida en sus Memorias, en ellas se ve un interés por distanciarse del núcleo familiar creado por su padre luego de la muerte de su madre y acerca del cual tuvo reservas por imperativos sentimentales.
Pedro Henríquez Ureña estuvo en Cuba cerca de 20 meses. Además de los motivos que propiciaron su salida de la isla, se puede afirmar que el joven cumplió con un destino común para casi todos los emigrantes que tomaron a Cuba como tierra de paso para emprender nuevos y más atrevidos proyectos. Al igual que los hombres de letras que pudieron aportar mayores elementos a la cultura de la isla, Henríquez Ureña salió para buscar un centro más favorable para desarrollar su actividad intelectual, sin embargo, la formación que obtuvo resultó fundamental para el desarrollo posterior de su obra crítica, ensayística y periodística. Casi tres lustros después, el dominicano afirmaría que su país tenía parentesco real con Cuba, entre otros países, por las costumbres y tradiciones.