Introducción
Las reapropiaciones de la crónica llevadas a cabo por autores y autoras latinoamericanos/as en trabajos de no ficción actuales1 permiten restituir aspectos de lo real otrora silenciados al tiempo que cuestionar un orden social desigual e instituyente de subjetividades doble o triplemente periféricas, marcadas simultáneamente por la pertenencia genérica, la extracción y/o posición social y el lugar de residencia. Entre estos discursos de no ficción desplegados en particular por escritoras, tomaron impulso en la última década aquellos que desde una perspectiva de género apuntan a visibilizar una problemática que acucia históricamente a las mujeres y a las disidencias sexuales en general: la violencia ejercida sobre el cuerpo por cuestiones de género.2 Desde la mexicana Lydia Cacho, quien mediante una investigación militante se ocupa de sacar a la luz y denunciar en sus libros a una poderosa red de pedofilia ligada al poder político y empresarial de México, hasta la argentina Josefina Licitra, quien en su crónica 38 estrellas deconstruye el relato hegemónico sostenido por las figuras masculinas de la guerrilla tupamara uruguaya, la mirada crítica de estas autoras sobre la realidad da cuenta de una “lógica feminista” (Arfuch) orientada a develar las disimétricas relaciones de poder que subyacen a la construcción de identidades sexuales y de género. En diálogo con lo arriba expuesto, la presente propuesta apunta a examinar la obra de no ficción Chicas muertas, de la escritora argentina Selva Almada. Publicado originalmente en 2014, el libro ahonda en tres femicidios impunes hasta el presente, ocurridos en tres provincias argentinas a lo largo de la década de 1980,3 cuando el país recién retornaba a la democracia y en momentos en los que, como la propia autora anota, aún era lejana la institución de la figura del femicidio en el ámbito jurídico y social.4
La premisa de la que partimos es que el relato de Almada no se erige tanto como una investigación exhaustiva sobre los crímenes de las adolescentes, sino como una indagación en la que la mirada del yo narrador se identifica con una subjetividad femenina que pone en cuestión lo real instituido en tanto sociedad regida por un orden heteropatriarcal y perteneciente a la periferia urbana; apela al mismo tiempo, siguiendo a Inés Kreplak (2020), a la experiencia personal mediante una estrategia de transformación en experiencia política y literaria. En esta dirección, afirmamos, la narradora ensaya diferentes definiciones de sí e indaga en su subjetividad no como un acto confesional,5 sino en tanto experiencia personal pensada en el marco de una experiencia colectiva.
Puede postularse que Chicas muertas en tanto narrativa de no ficción recoge en parte el imperativo presente en la literatura testimonial de la década de 1960 en América latina, cuyos frutos, siguiendo a la antropóloga Paula Sibilia (2008), “también ostentaban un tono confesional, realista y documental” (236); sin embargo, a diferencia de los testimonios sesentistas, el relato de Almada apela de manera recurrente a lo autobiográfico6 mediante la inclusión de escenas cotidianas del pasado familiar de la figura de la narradora/cronista. Desde una dimensión conflictiva, impulsa una subjetividad narrativa en tanto “posicionalidad relacional” (Arfuch 2005), construye una “identidad narrativa” situada, esto es, en términos de Leonor Arfuch, una positividad no esencialista, “confluencia de discursos donde se actualizan diversas posiciones de sujeto no susceptibles de ser fijadas más que temporalmente ni reductibles a unos pocos significados ‘claves’” (Arfuch 2005: 31). La narradora evoca, rememora y convierte a la experiencia pasada en un relato que no termina de zanjar los fragmentos dispersos de una vida en proceso de reconocimiento identitario que nunca se termina. Al mismo tiempo, la rememoración se aleja de todo gesto de aproximación nostálgica o idealizada a la realidad que apunta a reconstruir; por el contrario, en la superficie textual asoma una mirada crítica y desencantada depositada no solo sobre la propia historia, sino sobre la historia de vida de las mujeres -niñas, adolescentes, adultas- en un poblado periférico de la Argentina. El registro de lo autobiográfico está entonces en conjunción con una actitud crítica y reflexiva por parte de un sujeto narrativo atento a los claroscuros de la experiencia y dispuesto a desnaturalizar ciertos núcleos de sentido imperantes en el statu quo social, en torno tanto de las relaciones sexoamorosas y matrimoniales, como de las identidades femeninas instauradas.
Con base en lo arriba explicitado, el recorrido a realizar se orienta a delimitar en Chicas muertas la dimensión de lo autobiográfico en función del afán testimonial que atraviesa la construcción de la no ficción. Los intentos denodados por parte de la cronista para reconstruir las vidas de las adolescentes asesinadas apuntan al movimiento de restitución de la memoria de las mujeres cuyos cuerpos fueron violentados. Constituye un modo de intervención política, pues la puesta en revisión de la propia historia en diálogo con las de las jóvenes muertas posibilita a la narradora posicionarse en tanto “sujeto femenino, reivindicativo y crítico” (Angulo 2010: 163) de la condición de la mujer en las sociedades heteropatriarcales. En concordancia con lo antes dicho, encontramos que el modo de aproximación a la realidad desplegado por Almada en esta obra es cercano al propuesto por una cronista transgresora y disruptiva como la peruana Gabriela Wiener:
Gay Talese escribió que la misión de un escritor de no ficción es dar cuenta de la corriente ficticia que fluye en los túneles subterráneos de lo real. Hay escritores que buscan la verdad a través de la ficción. Me gusta pensar que formo parte del otro grupo, el de esos excavadores que buscan en lo real lo impredecible y lo extraño (pero también lo abrumador) de la normalidad, el absurdo que contienen las noticias, todo eso que puede ser tan serenamente triste como una llamada perdida (Wiener 2015: 8).
Almada se integra así al conjunto de voces femeninas que siguiendo a María Angulo Egea (2010) conjugan una voz testimonial con un tono confesional y personalista heredado de la corriente de mujeres periodistas protagonistas hacia mediados del siglo XX del Nuevo Periodismo norteamericano y también, desde el otro lado del océano, de experiencias europeas.7 Entre las voces de narradoras/cronistas latinoamericanas actuales con una mirada crítica y cuestionadora del orden social, encontramos a las ya mencionadas Josefina Licitra, Lydia Cacho, Gabriela Wiener, y también a las argentinas María Moreno, Leila Guerriero, Mariana Enriquez, entre otras. El texto de Almada dialoga con las escrituras de estas últimas autoras, al problematizar y deconstruir las prácticas sexoamorosas y familiares como parte de un orden desigual y violento en donde los cuerpos vulnerables8 de las mujeres son disciplinados en pos de la perpetuación del actual sistema de poder.
La mirada desde y hacia el “interior” argentino: la narración entre lo autobiográfico y la reflexión colectiva
En diversas entrevistas, Almada fue interpelada a raíz de la escritura de Chicas Muertas y en forma recurrente declaró que se proponía rescatar la memoria de las adolescentes cuyos asesinatos habían quedado impunes para los fueros policial y judicial. En esta dirección, aspiró a construir una crónica concebida, como ella misma consigna, en los términos de una “novela de no ficción”,9 alejada de la denominada crónica roja, característica de un tipo de periodismo adepto a cubrir hechos policiales con un marcado tono efectista.
El gesto de restitución de las vidas de las jóvenes violentadas, en la obra de Almada va de la mano de la posibilidad de narrar lo acontecido, nombrándolo y otorgando a lo nombrado algún tipo de orden, pues como advierte Judith Butler (2006), si no hay discurso, nada de lo ocurrido pertenece a la dimensión del acontecimiento. En este sentido también, Almada adopta en su obra un posicionamiento político. Su labor de reporteo previa a la escritura apunta a indagar en los acontecimientos desde una voz que no afirma categóricamente “esto fue lo que pasó” o “así sucedieron los hechos”, sino que se pregunta, inquiere10 e interpreta la realidad a medida que la cuenta. Lejos de las convenciones discursivas del periodismo noticioso, paradigma encarnado en las fórmulas de la neutralidad y de la despersonalización narrativa, aquí cobra protagonismo la mirada de la narradora/periodista como organizadora de un relato que al indagar en el porqué de los sucesos, profundiza en el “qué” típico de la nota informativa.
Finalista del Premio Rodolfo Walsh en España, la obra es producto, según la autora, de un trabajo de campo de larga duración que incluyó entrevistas a familiares de las víctimas y a jueces, consultas a expedientes de los casos, revisión de la prensa de la época, pero también la apelación a una tarotista aludida en el libro como “la Señora”, a quien la cronista acude “por recomendación de unos amigos escritores que la consultan cuando deben tomar decisiones importantes” (Almada 2019: 46).11 La figura de la Señora adquiere centralidad en el relato de Almada en la medida en que posibilita a la narradora dar un hilo conductor a las historias tramadas en la superficie textual;12 la autora apela a esa voz para delimitar con claridad el propósito de su labor: “Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (50). La escritura actúa en esta dirección como aquello que viene a reparar lo que la sociedad ha silenciado, excluido y/u olvidado. De manera semejante al narrador protagonista de la novela Crónica de una muerte anunciada, quien regresa a un pueblo “olvidado” “tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el espejo roto de la memoria” (García Márquez 2012: 10), la cronista de Chicas muertas intenta reconstruir la memoria de las jóvenes asesinadas a partir de los “pedazos de la memoria ajena” (García Márquez 2012: 51); también, de las impresiones propias, derivadas de sus experiencias de adolescencia transcurrida en la provincia de Entre Ríos.13 A esta localidad acude en primera instancia para investigar el asesinato de Andrea Danne, ocurrido en la ciudad de San José. La rememoración permite a la cronista introducir una escena cotidiana del pasado y contextualizar al mismo tiempo, el momento del femicidio:
La mañana del 16 de noviembre de 1986 estaba limpia, sin una nube, en Villa Elisa, el pueblo donde nací y me crié, en el centro y al este de la provincia de Entre Ríos.
Era domingo y mi padre hacía el asado en el fondo de la casa. Todavía no teníamos churrasquera, pero se las arreglaba bien con una chapa en el suelo, las brasas encima y encima de las brasas la parrilla. Ni siquiera con lluvia mi padre suspendía un asado: otra chapa cubriendo la carne y las brasas era suficiente (13).
La precariedad descripta en esta escena se complementa con la aparente tranquilidad en la que parece transcurrir la vida en Villa Elisa donde “los fines de semana pasaba poco y nada” (13). El crimen de Andrea Danne ocurrido a sólo 20 kilómetros de ese lugar, constituye un acontecimiento que altera la supuesta calma de la comunidad, al tiempo que trastoca y pone en cuestión el orden de cosas existente en el imaginario colectivo de los habitantes. Desde el momento mismo en que la cronista refiere el femicidio, el relato da cuenta de la amenaza en ciernes a la que se exponen las mujeres del lugar; contraría de este modo la imagen construida en torno a ese pueblo del “interior” de la Argentina en el que aparentemente “no pasa nada”. La narración deconstruye esa representación armónica del territorio y apela al registro autobiográfico en diferentes segmentos de la crónica con el fin de impulsar una subjetividad que se constituye como experiencia personal pensada en el marco de una experiencia colectiva. Postulamos que este movimiento no se vincula en Almada tanto con la necesidad de exponer esa subjetividad en su relación con “lo íntimo” —lo que es dable encontrar en otras cronistas latinoamericanas practicantes de una vertiente intimista ligada al rastreo en los orígenes familiares y a la metanarración (Gorodischer 2018)— como con la posibilidad de promover “un tono, una mirada, una manera de entender el mundo que no es urbana, que es de la periferia, de eso que llamamos ‘el interior’” (Almada).14 En diferentes entrevistas, la autora se autofigura como una “escritora de provincia” a la que le atraen las “historias rurales”. En su intervención para el “Programa de Producción Televisiva” de la Universidad Nacional de Quilmes, emitido en octubre de 2017, afirma que “escribe historias de la periferia con personajes no urbanos”.15 El interés por narrar las vidas de un pueblo del “interior” argentino, se conjuga en esta obra con la colocación de militante feminista que la autora asume como impulso para su escritura.
Concebido en tanto intervención política, el relato apunta a desmontar el “sentido común” imperante en torno de los femicidios: la idea de que es un fenómeno propio del siglo XXI. Por ello, afirma Almada en su entrevista por la Universidad Nacional de Quilmes, recurre a crímenes de mujeres acaecidos en la década de 1980 y situados en los márgenes de la sociedad urbana. Los asesinatos de Andrea Danne, María Luisa Quevedo y Sarita Mundín, aunque diferentes en cuanto a su modalidad, ponen en foco un móvil común: actúan como castigos a los cuerpos femeninos que parecen haber infringido los imperativos de sexo género asignados por las comunidades donde las adolescentes nacieron y crecieron, comunidades regidas por desiguales relaciones de poder e insertas en la cultura heteropatriarcal.
La apelación al testimonio de mujeres en el pasado, y en particular, a la voz de la madre y el diálogo entablado con esta figura, posibilita a la narradora deconstruir las relaciones conyugales y cuestionar aquello que se presenta como naturalizado dentro del entorno cotidiano:
De chica, mi madre me contó en varias ocasiones la misma anécdota. Una de cuando recién se habían casado con mi padre. […] Al poco tiempo de vivir juntos, mientras almorzaban, tuvieron una discusión, alguna tontería de adolescentes que se fue poniendo acalorada. Entonces mi padre levantó una de sus manos, amagándole una cachetada. Y mi madre, ni lerda ni perezosa, le clavó un tenedor en el brazo que él tenía apoyado en la mesa. Mi padre nunca más se hizo el guapo (53).
[…]
No recuerdo ninguna charla puntual sobre la violencia de género ni que mi madre me haya advertido alguna vez específicamente sobre el tema. Pero el tema siempre estaba presente (53-54).
[…]
Desde el extrañamiento que provoca el relato presente de esa vivencia pasada,16 el registro autobiográfico da lugar a la reflexión sobre un orden de cosas, un estado de mundo que sostiene los vínculos sexoafectivos edificados sobre disimétricas relaciones de poder entre los géneros17 y atravesados por violencias de distinta índole:
Estas escenas convivían con otras más pequeñas: la mamá de mi amiga que no se maquillaba porque su papá no la dejaba. La compañera de trabajo de mi madre que todos los meses le entregaba su sueldo completo al esposo para que se lo administrara. La que no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa. La que tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta (55-56).
La introducción de la palabra ajena permite a la narradora problematizar las imágenes estereotipadas sobre las que se construyen las relaciones de pareja. La exposición de las diferentes escenas desplegadas en el ámbito de lo íntimo18 están orientadas en Almada a desmontar las representaciones sociales erigidas en torno de las identidades femeninas y de los roles de género que en función de la división sexual de la sociedad, se atribuyen a los cuerpos feminizados.
En el contexto de las imágenes familiares antes delimitadas, la cronista apela, como señalamos, al recuerdo personal para narrar su experiencia en relación con el femicidio de Andrea Danne, asesinada de una puñalada en el corazón mientras dormía en su propia casa. Enfatizando el impacto que el suceso generó en su subjetividad, la narradora evoca: “Yo tenía trece años y esa mañana, la noticia de la chica muerta, me llegó como una revelación” (17). La figura de una gata pariendo a los pies de su cama, es introducida para dar cuenta de las sensaciones corporales que a modo de premonición, anuncian el crimen:
Esa madrugada me había despertado el ventarrón que hacía temblar el techo de la casa. Me había estirado en la cama y había tocado algo que hizo que me sentara de golpe, con el corazón en la boca. El colchón estaba húmedo y unas formas babosas y tibias se movieron contra mis piernas. Con la cabeza todavía abombada, tardé unos segundos en componer la escena: mi gata había parido otra vez a los pies de la cama. A la luz de los relámpagos que entraban por la ventana, la vi enrollada, mirándome con sus ojos amarillos. Mi hice un bollito, abrazándome a las rodillas, para no volver a tocarlos (14).
La posición fetal a la que se retrotrae el cuerpo de la adolescente deja al descubierto el sentimiento de indefensión que enfrenta el yo de la narración, delineado, según se indicó, en términos de una figura femenina cuya posición identitaria da cuenta de una apertura a la intimidad que, al mismo tiempo que monitoriza la reflexión acerca de sí, permite introducir una problemática inherente a muchas mujeres. En esta dirección, la mirada que el sujeto autorreferencial del relato deposita sobre la joven víctima del crimen ocurrido en San José se vuelve sobre sí para exponer que la aparente excepcionalidad del caso podría devenir en regla:
Mi casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo. Adentro de tu casa podían matarte. El horror podía vivir bajo el mismo techo que vos (17).
Los nombres que, en cuentagotas, llegaban a la primera plana de los diarios de circulación nacional se iban sumando: […]. Cada una de ellas me hacía pensar en Andrea y su asesinato impune” (17).
La figura de Andrea adquiere en la historia de Chicas muertas una resonancia singular. Para la narradora, “hay algo ritual en la manera en que fue asesinada: una sola puñalada en el corazón, mientras estaba dormida” (65). “Como si su propia cama fuera la piedra de los sacrificios” (65). Esta idea del sacrificio litúrgico asociado al crimen de una mujer, se refuerza en el texto con los testimonios aportados por aquellos que conocieron a la adolescente; también, con las impresiones personales de la cronista, quien recuerda a San José como “un lugar muy feo, desangelado” (63) cuyos habitantes, empleados de un frigorífico, obreros y pobres, circulaban a la manera de “un batallón de fantasmas” (64) y eran prejuiciosamente vinculados por los habitantes de pueblos vecinos con las prácticas de la magia negra y del rito satánico. Esta es la imagen que prevalece en el inconsciente colectivo de los residentes de San José a quienes se los estigmatiza como “indeseables” por parte de los pobladores de otras ciudades lindantes como Villa Elisa.
La caracterización de los habitantes de San José antes señalada posibilita a la cronista presentar lo que el relato señala como el móvil del asesinato de Andrea. Mediante la voz de la “Señora”, delinea la figura de la adolescente: “Andrea quería otra cosa, dice la Señora. No es cierto que soñara con casarse, tener hijos y recibirse de profesora. Si no la hubiesen matado Andrea se habría tomado el palo. Ella quería irse. Ella no veía futuro en lo que la rodeaba” (112). Ante ello, el cuerpo violentado de Andrea adquiere las resonancias de un castigo ejemplar sobre la mujer que se muestra irreverente frente a los lugares asignados por la sociedad.
Si bien la razón del crimen emerge con claridad en la reconstrucción de los hechos, la narración no llega a deslindar la identidad del o de los asesinos de Andrea; esta cuestión permanece como interrogante a lo largo de todo el relato. La cronista expone dialécticamente los hechos, pero no llega a clausurar ninguna de las opciones que insinúa: el novio, Eduardo; el posible amante, Pepe; el vecino de la víctima, Aldo Cettour; los padres mismos. Aunque de acuerdo con los testimonios proporcionados por algunos de los entrevistados, la sospecha más fuerte cunde sobre los progenitores,19 la indagación no alcanza a obtener ninguna certeza al respecto.
Las razones que conducen al crimen se presenta, de acuerdo a lo ya señalado, como una verdad irrefutable: el asesinato de la joven es un escarmiento a una mujer proveniente de familia obrera que intenta quebrar los estándares sociales dominantes en un pueblo del “interior” argentino.20 Aquí la imagen del “interior” no sólo está reñida con la idea del progreso instaurada por los relatos modernizadores de la primera mitad del siglo XX en Argentina,21 sino con la de una sociedad más permeable a lo que los tiempos actuales imponen en términos de diversidades sexuales y de géneros. Concebido de este modo, el discurso de Chicas muertas cuestiona el lugar que la sociedad depara a la mujer de determinado sector u origen social. Como vimos, la posición de Andrea atañe una doble marginalidad otorgada por la pertenencia sexo genérica primero y por el origen social después. El texto impugna esas representaciones sociales vigentes al mismo tiempo que propone otros lugares posibles para las mujeres. En esta dirección, las autorreferencias autorales posibilitan a la cronista delinear una colocación identitaria relativa a una figura femenina que subvierte los mandatos asignados: al ser ella misma una mujer nacida en un “pueblo” de Entre Ríos, emigra en búsqueda de una profesión. Como Andrea, aspira a cultivar una vida que ofrezca algo más que un matrimonio o hijos propios; a diferencia de aquella, puede lograrlo.22
De La reflexión a La denuncia. Las desapariciones y los femicidios como crímenes de estado
A diferencia de la crónica sobre la muerte de Andrea, el relato construido en torno de los asesinatos de Sarita Mundín y de María Luisa Quevedo no apela a intromisiones por parte de la narradora, vinculadas a su historia familiar. Sí, en cambio, a datos del contexto que dan cuenta del momento histórico por el que atravesaba el país cuando se produjeron los crímenes. Es justamente ese marco histórico el que permite situar con más claridad la perspectiva que la cronista despliega en relación con los femicidios. María Luisa desapareció el 8 de diciembre de 1983 y su cadáver fue encontrado tres días después, en la mañana del domingo 11 de diciembre, cuando, refiere la narradora, “recién se apagaban los ecos de las fiestas populares por la asunción de Raúl Alfonsín, el primer presidente constitucional de los argentinos después de siete años de dictadura” (26). Mientras los ciudadanos festejaban el regreso de la democracia, en un pueblo de Chaco, la familia Quevedo buscaba a María Luisa, una “chica menudita” de 15 años que “todavía no había terminado de echar cuerpo” (14) y que recién comenzaba a “andar el mundo adulto, el mundo fuera del hogar” (101). El caso adquiere resonancia mediática, gana protagonismo en un momento en que según se advierte en el libro, se investigaban otras desapariciones de personas ocurridas en la época de la última dictadura militar argentina (1976-1982). El paralelismo establecido en el texto entre el femicidio de la joven chaqueña y los crímenes de la dictadura no resulta aleatorio; la puesta en relación de ambos hechos está al servicio de la construcción de un núcleo de sentido conducente a señalar el protagonismo que adquieren el Estado y las fuerzas policiales y judiciales en la resolución de los homicidios concebidos como violaciones a los derechos humanos. Contra lo que podría suponerse, la puesta en agenda mediática del caso de María Luisa Quevedo parece al mismo tiempo devenir en un perjuicio para el avance satisfactorio de la investigación en torno al crimen, cuya impunidad es la resultante de la actuación de poderes poco eficaces y transparentes: “un juez de instrucción de turno, el doctor Díaz Colodrero, juez comercial sin experiencia penal, y una policía con los vicios de la dictadura” que “empantanaron el caso […] y fueron la comidilla de la prensa que, a falta de novedades, acababa basándose en rumores, chismes, presunciones de los vecinos” (152). El texto denuncia aquí, como en el caso de Andrea, que la sociedad civil y los poderes del Estado no actúan en resguardo de la víctima; protegen en cambio a los victimarios y depositan la culpabilidad en la joven asesinada: “Como si la muerte hubiese sido el castigo por algo que ella estaba haciendo mal” (101). A través de la voz de la Señora, el discurso de Almada cuestiona nuevamente esa idea al tiempo que propone revertir la mirada depositada sobre estas adolescentes del “interior”, estigmatizadas a partir del statu quo imperante en la sociedad: “Yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas” (109). “Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cuál era la mirada que ellas tenían sobre el mundo, ¿entendés?” (109).
Respecto de Sarita Mundín, su caso es descripto en la crónica como lo más cercano a una desaparición: nunca se pudo comprobar que los huesos aparecidos a orillas del río Tcalamochita a fines de diciembre de 1988 se correspondieran en efecto con la identidad de la joven. El testimonio de la madre de Sarita da cuenta de este interrogante, al tiempo que apunta a poner en duda que su hija esté muerta:
Me dijeron que estos huesos eran de Sarita, un montón de huesos blancos. Agarraban uno y me lo mostraban. Mirá: huesos largos, de mujer alta. De una caja sacaron una calavera con unos pocos pelos pegados a la coronilla. Le abrieron la mandíbula y me mostraron las muelas con emplomadura. Sarita tenía algunos arreglos en los dientes, pero yo qué sé, podía ser ella como podía ser otra mujer. Para mí eso que me mostraban no era más que una pila de huesos (125).
Ocurrida en un momento anterior a la posibilidad de identificación de un cuerpo mediante el estudio de ADN, la presunta muerte de Sarita Mundín no llega a ser comprobada en ese tiempo ni tampoco con posterioridad, cuando diez años después la madre decide vehiculizar la individualización de los huesos atribuidos a la joven. En dos oportunidades, el estudio arroja un resultado negativo. A partir de ello, el texto introduce la sospecha acerca de la muerte efectiva de la adolescente y genera una nueva hipótesis: la posibilidad de que Sarita haya sido vendida por Dady Olivero, el amante de la joven, a una red de trata y aquélla se encuentre viva en un prostíbulo en Valladolid, España. Nada de esto, sin embargo, llega a ser investigado por la policía ni por la justicia, instituciones que dejan sin identificar el esqueleto encontrado en el río: “y entonces caigo en la cuenta de que hay otra mujer muerta por la que nadie reclama o a la que todavía su familia la sigue buscando: ese atadito de huesos que enterraron con el nombre de Sarita” (128). La cronista denuncia que la violencia por razones de género se conjuga en este caso con la violencia institucional ejercida por los poderes del Estado, cuyo accionar resulta marcado por la ineptitud, el desinterés o el ocultamiento expreso. El texto cuestiona este proceder y a través de la figura visionaria de la Señora, pone en palabras una afirmación incomprobable: “En el tarot nunca aparece rastro de Sarita, viva o muerta. Es la única de las tres que nunca habla. La Señora dice que siente que Sarita está viva o, al menos, lo estuvo hasta hace poco tiempo” (129). El discurso de la crónica intenta reponer aquello que ha sido silenciado por el resto de la sociedad. Frente a la falta de pruebas, las voces de la tarotista y de la madre de Sarita invocan razones de orden metafísico para establecer la posibilidad de vida de la joven desaparecida:
Además del resultado negativo del estudio de ADN, su madre también apela a una razón casi esotérica para decir que Sarita vive: nunca la he podido soñar. Me hubiera gustado volver a tocarla, escucharle la voz que ya no recuerdo, aunque más no sea un sueño. Pero por otro lado, yo digo que si nunca la soñé es porque sigue viva. Si estuviera muerta, hubiese vuelto en sueños a despedirse (129).
La narración de la desaparición de Mundín posibilita a la cronista la alusión a otra problemática en torno de la cual el relato realiza la denuncia: la prostitución como práctica naturalizada en los sectores de bajos recursos, una práctica a la que apelan mujeres jóvenes que como en el caso de Sarita, resulta consentida incluso por los propios esposos. La puesta en relación de la experiencia de Mundín con la de otras mujeres en situaciones semejantes es llevada a cabo por la narradora a través de la evocación en primera persona de escenas del pasado; la cronista repasa en el presente momentos en los que fue testigo de diferentes formas de prostitución, ejercicio que posibilita nuevamente el impulso de una reflexión colectiva:
Visitar a un hombre solo que a cambio ayuda con plata es una forma de prostitución que está naturalizada en los pueblos del interior. Como la de la empleada doméstica que fuera del trabajo se encuentra con el marido de la patrona y esos encuentros le arriman unos pesos más al sueldo. Lo he visto en muchachas de mi familia, cuando era chica. A la noche, desde la calle. Se oye un bocinazo. Ella, que está esperando, agarra su cartera y sale. Nadie pregunta nada (59).
Las escenas dan cuenta de prácticas en las que el hombre cosifica a la mujer, son portadoras por tanto de dominio y posesión; constituyen parte de ese orden heteropatriarcal naturalizado por el que se rigen las sociedades que el texto denuncia.
Reflexiones finales
Las historias de Andrea, María Luisa y Sarita se entretejen a lo largo de la no ficción de Chicas muertas. Si bien, como expusimos antes, no hay respecto de las dos últimas una apelación explícita a la experiencia personal por parte del sujeto narrativo, sí aparecen marcas en el texto que permiten poner en diálogo ciertas vivencias con las de la propia cronista en su etapa de la adolescencia. Cuando la narradora quiere impulsar una reflexión colectiva desde una mirada crítica del status quo social vigente, apela a sus experiencias, rememora momentos de su vida familiar y social que, lejos de ser depositarios de una mirada nostálgica o idealizada, muestran la posición compleja de una joven mujer en una sociedad dispuesta según una estructura heteropatriarcal, regida por un orden simbólico violento. De acuerdo con el recorrido desplegado, la reconstrucción de las historias de vida de las jóvenes en diálogo con la rememoración de aspectos de la propia, permite a la cronista reflexionar en torno de los vínculos conyugales y sexoamorosos marcados por la violencia, efecto de relaciones entre géneros inequitativas y de dominio.
A modo de cierre, podemos postular que en Chicas muertas la crónica puesta al servicio de la no ficción posibilita a la autora enunciar una verdad incontrastable y, sin embargo, fuertemente creíble. El despliegue de una mirada personal de la cronista se conjuga con el ímpetu de denuncia y el afán de reflexión. La narración se arma a partir de retazos de voces, fragmentos de historias, notas periodísticas y expedientes que no alcanzan a conformar una organicidad irrebatible. La cronista se aferra al poder de su mirada personal, reivindica la subjetividad y al hacerlo, indaga también en sí misma, se cuestiona y pone en cuestión lo real instituido. Erige al mismo tiempo una verdad que no está sujeta a la contrastabilidad pero que de todos modos se impone por la fuerza que adquiere el testimonio.