Introducción
La intención de este texto es presentar algunas ideas que los antiguos pobladores de los Andes centrales tenían sobre el agua, de acuerdo con la ideología andina que predominó desde antes de la llegada de los españoles hasta el siglo XVII. Así, se propondrá una interpretación del significado que tuvo este elemento y el lugar destacado que tuvo en la religión. En relación con esto, es pertinente señalar que el agua constituyó un eje cósmico que interrelacionaba el cielo, la superficie terrestre y el interior de la tierra. Para ello, hay que considerar que los lagos, fuentes y ríos fueron importantes marcas de referencia en el paisaje y en el imaginario social, pues fueron estimados como ámbitos especiales que trascendían el mundo terrenal, ya que eran residencia de entidades concebidas como superiores al ser humano y constituían la fuerza vital o “espíritu” de esos espacios, por eso podían manifestarse en ellos. La relevancia que algunas poblaciones le dieron a los lagos se nota, además, porque fueron concebidos como sus pakarinas o lugares de origen. Por eso, estos cuerpos de agua fueron núcleos de identidad, pues aglutinaban a la población y constituían el marco de referencia identitario que los unía, en lo cual tuvieron un papel destacado las creencias en torno a ellos y los ritos que les dedicaban. Sobre esto, Pablo Joseph de Arriaga (1999: 75) dice que “los indios están pertinaces y tercos en conservarse en sus sitios y pueblos antiguos y en volverse a ellos cuando les reducen a otros pueblos porque tienen aquellos por su patria y Pakarina”.
Esta investigación está sustentada en diversas obras de los siglos XVI y XVII, la gran mayoría de ellas producidas por españoles, aunque también en los pocos que se conservan elaborados por autores de filiación indígena y que dejan ver las antiguas concepciones. No está de más mencionar que los datos que provienen del núcleo cusqueño se refieren a la religión inca, a la que presentan como dominante opacando las tradiciones regionales y sus especificidades al relegarlas a un plano subyacente. Por ello, resultó muy fructífera la consulta de otro tipo de documentos, ya que permitió abrir nuevas perspectivas sobre los conceptos regionales que dejan ver sus propias particularidades, las cuales enriquecen el complejo mosaico de la ideología religiosa andina. Dichos manuscritos son aquellos generados con motivo de la campaña de extirpación de idolatrías, que fue realizada con gran ahínco por los misioneros en diferentes zonas, principalmente durante el siglo XVII.1 Ellos, en su afán por suprimir las antiguas prácticas y creencias, consignaron en sus informes una variedad de datos sobre diversos temas relacionados con las antiguas tradiciones que estuvieron vigentes antes del arribo de los españoles, continuaron vivas durante el periodo colonial e, incluso, muchas de ellas han llegado hasta la actualidad, aunque con modificaciones.
Los datos recopilados en las fuentes documentales han sido interpretados desde el enfoque de la historia de las religiones y de la antropología simbólica. Así, de acuerdo con Clifford Geertz (1992: 89-104) y como ya lo expresé en otro trabajo (Limón 2012: 29), he considerado a la religión como un sistema cultural formado por una compleja red de significaciones que se expresan mediante símbolos que pueden ser interpretados. De esta manera, el análisis de sus componentes y sus interrelaciones permiten acercarnos a las concepciones que tuvieron las antiguas sociedades andinas. Para aclarar el significado que tuvo el agua, he considerado a dicho elemento como un símbolo medular de la religión, ya que “los símbolos sagrados tienen la función de sintetizar el ethos de un pueblo -el tono, el carácter y la calidad de su vida, su estilo moral y estético- y su cosmovisión, el cuadro que ese pueblo se forja de cómo son las cosas en la realidad, sus ideas más abarcativas acerca del orden” (Geertz 1992: 89).
De acuerdo con lo anterior, para los pueblos andinos el agua constituyó un símbolo y, por lo tanto, tuvo un carácter polisémico pues conjuntaba diferentes significaciones, como se verá a lo largo del presente artículo. Esto debido a que los símbolos sintetizan la forma de aprehender la realidad, explicarla y darle sentido, de allí su polisemia, ya que conjugan diversos conceptos que permiten interpretar su valor y funcionalidad en el mundo tanto sagrado como profano. Como dice Víctor Turner (1975: 153): “Esta categorización racional de la realidad permite a la comunidad humana afrontar con eficacia los problemas de abastecimiento y el mantenimiento del orden social”. Igualmente, el agua presentó un carácter liminar, ya que fungía como vehículo para contactar a las deidades y para que la entidad anímica del difunto pudiera trasladarse al otro mundo. Esto debido a que los símbolos son una forma de conceptualizar la realidad pues formulan “concepciones de un orden general de existencia” (Geertz 1992: 89).
El agua en los extremos del cosmos
Según la cosmología andina, la estructura del cosmos estuvo constituida por dos sectores opuestos y complementarios: el alto, ámbito celeste llamado hanan pacha y el espacio bajo que correspondía al interior de la tierra denominado urin pacha o uku pacha. Estos dos extremos confluían o tenían como intersección la parte media conformada por la superficie terrestre, conocida como kay pacha, destinada al ser humano para que allí viviera y alabara a las divinidades o guacas y donde podían manifestarse los seres ctónicos y celestes. Debido a lo anterior, las entidades sagradas podían ser vistas por algunos individuos, especialmente en diferentes accidentes naturales, los cuales pueden ser considerados como umbrales de acceso a otro mundo, aquel no humano, en el que habitaban los seres míticos con los cuales era posible que el hombre tuviera contacto y que podían mostrarse favorables o dañinos hacia la persona que se topaba con ellos.
Con base en lo anterior, se infiere la existencia de un eje cósmico que relacionaba el cielo con el interior de la tierra. En esta concepción, el agua en la cosmología andina fue el elemento que se encontraba en los tres ámbitos: en el celeste (hanan pacha), cuya manifestación fueron las lluvias y las tormentas; en el terrestre (kay pacha) estuvo presente en los cuerpos acuíferos, y en el inframundo (urin pacha) a través de las aguas subterráneas que afloraban a la tierra como manantiales. El agua fluía a través de estos espacios y los conectaba, por lo que fue un elemento relacional de los diferentes sectores, además de que algunas entidades míticas establecían una conexión entre ellos. Debido a esto, el agua constituyó un eje cósmico que servía como vehículo que permitía el contacto entre los seres humanos y las divinidades, especialmente con aquellas relacionadas con dicho elemento, las cuales podían hacerse visibles a algunos individuos en los cuerpos de agua.
En el pensamiento andino, dos masas acuíferas se encontraban en los extremos del Tahuantinsuyu, pues los incas concebían como los límites de la tierra el lago Titicaca en las alturas y el mar en las costas de Pachacámac, en la parte baja (Taylor 2003: 103; Gose 2018: 118). En relación con esto, es pertinente señalar lo que dice Cristóbal de Molina sobre el movimiento del taqui onkoy, pues consigna que las guacas se reunieron en los santuarios de esos dos cuerpos de agua los cuales, como se acaba de mencionar, se encontraban en los extremos del mundo.
Y bolviendo a la ynventiva que el demonio tuvo para derivar a estos pobres, fue que ellos creyeron que todas las guacas del reyno, quantas avían los cristianos derrocado y quemado, avían resucitado, y dellos se avían hecho dos partes: los unos se avían juntado con la guaca Pachacama, y los otros con la guaca Titicaca y que todos andavan por el ayre hordenando de dar batalla a Dios (Cristóbal de Molina 1989: 130).
Así, según Taylor (2003: 173) “Se establece un paralelo entre el lago Titicaca, el ‘mar de arriba’ y el huracocha, el ‘mar de abajo’, donde se situaba el santuario de Pachacámac”. De acuerdo con Gose (1993: 501, 505) estos dos cuerpos de agua conformaban una dualidad al ser las dos pakarinas acuáticas y principales fuentes de agua en el sistema cosmológico. Cabe señalar el hecho de que el lago Titicaca se encuentra en las alturas y tiene como contraparte el océano Pacífico, ambos dotados con cualidades sagradas, ya que esto se ajusta al esquema binario característico del pensamiento andino. Al respecto, Gose (1993: 510) propone que la oposición entre el Titicaca y el Pacífico, como máximas pakarinas, puede remitirse a la época de Tiahuanaco por el intercambio que éste sostuvo con Pachacámac y, por lo tanto, es plausible que el expansionismo inca se hubiera fundamentado en una ideología religiosa anterior, originada desde el Horizonte Medio.
Además, las dos fronteras que se encontraban simbólicamente en esos dos cuerpos de agua se asociaban con el trayecto del sol, ya que el astro sale por el este en el lago Titicaca y se mete por el oeste en el océano Pacífico, por lo que dicho astro unía las dos máximas pakarinas de los pueblos de las tierras altas y de las costas (Gose 1993: 502-503). Igualmente, Joan de Santa Cruz Pachacuti (1993: 192-193) atribuye al dios y héroe cultural Tunupa el haber hecho un recorrido que iba del lago Titicaca al océano Pacífico siguiendo el río Chaca Marca. De esta manera, la trayectoria de dicho ciclo señala al Titicaca como punto de surgimiento y renovación y al Pacífico como punto de muerte y entrada al interior de la tierra, con lo cual se establece un eje Titicaca-Pachacamac (Huertas 1981:70-83; Gose 1993: 503). Por consiguiente, dicho lago y el mar fueron puntos destacados en la cosmología andina, pues eran parte del axis mundi que conectaba la parte superior con la inferior.
El agua en el sector celeste
El agua tuvo su manifestación celeste a través de las tormentas, es decir, estaba presente en el hanan pacha o mundo de arriba, de donde caía la lluvia para fecundar la tierra. La tradición inca presenta a Illapa, dios del rayo, como el tercero en importancia, pues ocupaba un lugar jerárquico por debajo de Wiracocha y de Inti. Sin embargo, la información que proviene de los habitantes de otras zonas proporciona datos particulares que muestran sus creencias específicas, en las cuales se observa una perspectiva diferente sobre las ideas relacionadas con los vendavales.
Para Federico Kauffmann-Doig (1991: 130), el fenómeno pluvial fue plasmado en los relieves de Chavín de Huántar (1 000 a. C. - 200 d. C.) por medio de un felino volador, el cual ha sobrevivido hasta la actualidad con el nombre de Quwa, cuyos orines se transformaban en la lluvia que hacía germinar las plantas. Igualmente, informes redactados en los siglos XVI y XVII, con motivo de la extirpación de idolatrías en las regiones central y norcentral de Perú, aportan información que enriquece el mosaico de las antiguas creencias relacionadas con las tempestades, las cuales fueron concebidas como seres míticos que establecían una relación entre los sectores celeste y terrestre. De esta manera, la fuerza sagrada encargada de producir los aguaceros adoptó diferentes formas para descender a la tierra. Por ejemplo, en el mito registrado por Fabián de Ayala (Polia 1999b: 394-395), los temporales estaban personificados por un félido que arrojaba granizo de sus fauces. Asimismo, se menciona una piedra de rayo, un hombre o un bebé que alcanzó la adultez en cinco días y se transformó en ese animal. Para los llacuaces, el personaje en cuestión fue su progenitor, con lo cual muestran que tuvieron un origen mítico diferente al de los waris y los incas, ya que los primeros descendían del rayo, entidad que los transportó de su pakarina, el lago Titicaca, a su territorio local, mientras que los segundos decían provenir del sol (Gose 1993: 490-491). En estos casos, los linajes dirigentes esgrimían descender directamente de esas divinidades para justificar su posición privilegiada (Limón 2017: 2; Duviols 2003). Es pertinente apuntar que existe una relación entre los lagos y las tormentas documentada en diversos cuentos contemporáneos, en los que es muy factible que se conserven elementos de origen muy antiguo, pues muestran la conjunción del dualismo arriba/abajo y la conexión de los ámbitos terrestre y celeste. Por ejemplo, algunas narraciones refieren que en determinadas lagunas vive un felino mítico o un toro que, al verse amenazados, producen una tempestad para defenderse, con lo cual vemos que la asociación entre ciertos cuerpos de agua y dicho fenómeno meteorológico sigue vigente (Arguedas e Izquierdo 2009). El vínculo entre ambos se puede ver, también, en la costumbre prehispánica de lanzar piedras con una honda a las lagunas para evitar que se secaran y atraer el líquido celeste (Arriaga 1999: 128; Polia 1999a: 158).
Como ya se refirió, la posición del lago Titicaca en uno de los altiplanos más elevados (3 812 msnm) lo relaciona con el ámbito celeste. Asimismo, fue el lugar donde Viracocha creó a los astros y a los diversos pueblos. De esta manera, fue valorado como el escenario mítico en el que esa divinidad formó a los ancestros de los diferentes grupos. Por eso, se le puede calificar como el modelo de pakarina o sitio de origen, es decir, que otras lagunas y manantiales fueron considerados simbólicamente como su reproducción, razón por la cual se le atribuyó una especial sacralidad. Además, dentro de la cosmovisión se le consideró como un extremo del axis mundi.
De acuerdo con Gose (2018: 115), en la cosmología andina la tierra era concebida como una isla continental rodeada por agua, lo cual concuerda en parte con la etnografía moderna que la considera como un cuenco de cerámica invertido que flota en el mar, cuyas perforaciones permiten que el agua subterránea se filtre a la superficie. Así, Sherbondy (1982: 4) afirma que “el mar rodea el mundo y yace por debajo de él”, además, sus aguas fluyen por canales subterráneos y, según el mito de Puquio, el agua constituye “las venas de sangre de los Wamanis (cerros)” (Sherbondy 1982: 11). Igualmente, esta autora menciona que por los estudios de la organización social andina se sabe “que el centro se asocia con lo de afuera”, es decir, con el mar que rodea la tierra por su periferia y por debajo (Sherbondy 1982: 17). Sin embargo, como el agua se filtra por los conductos subterráneos de la tierra, emerge a la superficie formando lagunas que, al ser derivaciones del mar, constituyen el centro de la región donde se encuentran (Sherbondy 1982: 4). Debido a la importancia del lago Titicaca como el mar de arriba y lugar de la creación, aquel fue concebido como el centro por excelencia y, por lo tanto, este simbolismo fue reproducido en cada lago que era considerado como el sitio principal de un territorio, en torno al cual se incorporaban los grupos que lo consideraban su pakarina y, por lo tanto, representaba su centro, sitio privilegiado con las implicaciones que esto conllevaba: lugar de origen y destino, umbral al más allá que permitía la comunicación con dioses y ancestros y sitio saturado de poder sagrado.
Los cuerpos de agua y el interior de la tierra
Los cuerpos de agua estuvieron vinculados con la parte baja del cosmos, llamada urin pacha o uku pacha, que estaba ubicada en el interior de la tierra y se relacionaba con el ámbito inferior, oscuro y húmedo. Éste era concebido como un espacio femenino, dominio de Pachamama y lugar de los muertos, en el que se encontraban las posibilidades de la regeneración de la vida por ser el depósito de las semillas. Para Mario Polia (1999a: 159), el urin pacha correspondía a los difuntos y al tiempo pasado, mientras que el uku pacha era un mundo más profundo asociado a un pasado aún más remoto en el que moraban los progenitores más antiguos, las razas primordiales, los dioses primigenios y los héroes de los mitos, por lo que equivale al mundo religioso ancestral.
En relación con esto, diversos documentos consignan que, ante la represión ejercida por los misioneros para terminar con las prácticas y creencias originarias, los indígenas escondieron a sus malkis, guacas y objetos de culto en lugares de difícil acceso para protegerlos de la destrucción. Los sitios preferidos fueron las cuevas que se encontraban en la parte alta de la cordillera. Aquí hay que señalar que las montañas también constituían un eje cósmico, pues sus cimas se asociaban con el sector celeste, mientras que las cavernas que albergaban en sus entrañas eran parte del mundo inferior. Posiblemente, debido a ello se derive la convicción de que con la llegada de los conquistadores las guacas se escondieron debajo de la tierra o se transformaron en piedra. Al respecto, el documento de Huarochirí (Ávila 2007: 61) apunta que “la adoración de Pariacaca en los cerros comenzó desde la llegada o la aparición de los huiracochas (españoles), pues desde entonces simularon ser algo como piedras; antes de ellos, todos los hombres de todas partes iban hasta el mismo (cerro) Paricaca”. Lo anterior puede relacionarse con la tradición común a diversos pueblos andinos, según la cual los ancestros fundadores de los pueblos, luego de haber procreado a sus hijos, se petrificaron y en esa forma eran adorados por sus descendientes. De acuerdo con Polia (1999a: 160): “Lo que era este espacio-tiempo, después del triunfo de la nueva fe, se ha ocultado en el mundo de abajo, morada de los ancestros, donde se ingresa sólo si ellos lo permiten y donde llegan ‘volando’ sólo aquellos que ellos mismos llaman”.
Las aguas se encuentran sobre la tierra y en la parte inferior del cosmos, debido a que los manantiales provienen de las profundidades terrestres y de las montañas. Así, los cuerpos acuíferos constituían pasajes que enlazaban la superficie terrestre con su interior y con los seres que lo habitaban, por lo que eran vías de comunicación con el otro mundo. El lago Titicaca es un buen ejemplo de ello pues, aunque era valorado como el “mar de arriba”, se creía que sus aguas penetraban en el urin pacha. Sobre este aspecto, Agustín de Zárate proporciona información sobre la conexión que tenía dicho lago con el ámbito subterráneo y las aguas del mar cuando dice que el Titicaca:
desagua por un gran río que corre hacia la parte del occidente, que tienen en parte media legua de ancho, el cual entra en otra pequeña laguna que está a cuarenta leguas de la grande; así se consume sin que haya otro desaguadero, con gran admiración de los que consideran como en tan pequeño sumidero desaparece tan gran cantidad de agua; aunque en esta pequeña nunca se halló suelo, créese que va debajo del mar (Agustín de Zárate 1577: 27).
Con base en lo anterior, se puede ver que las aguas de la superficie van a dar al océano, pero de igual manera, éste fluye por las entrañas de la tierra para aflorar como fuentes, ríos y lagos generando, de esta forma, un movimiento constante. Igualmente, la lluvia proviene del mundo de abajo, pues los documentos refieren que los pobladores andinos solían hacer ritos para controlar la lluvia y el granizo en algunas cuevas, como la de Ciracoya, espacios que correspondían al sector inferior (Castro 1992: 22).
De acuerdo con Gose (1993: 502; 2018: 115-117), el sol y la constelación de la llama fueron las dos fuerzas que llevaban el agua a la sierra y la reciclaban del mar. Ambos surgían en el este, transitaban por el cielo y descendían en el océano del oeste. Luego, realizaban una jornada bajo la tierra para surgir nuevamente por el este, trayendo con ellos el agua hacia arriba a través de los canales subterráneos que conectaban el Pacífico con el lago Titicaca. Esto debido a que la constelación de la llama y el sol podían acumular agua y dirigirla, propiciando su tránsito en el cosmos. Así, el agua de las tierras altas se reconstituía cada noche para que ésta se pudiera dispersar durante el día cuando fluía tierra abajo hacia el mar. Uno de los efectos de este movimiento es que los ríos subterráneos fluyen en dirección opuesta a los ríos de la superficie. Por lo que las periferias vertical y horizontal de la tierra reciben y regresan agua en un ciclo ascendente hacia el cielo y descendente a lo subterráneo, lo cual define al cosmos andino, fundamentalmente, como una forma de circulación.
Como ya se mencionó, el lago Titicaca se encuentra en uno de los altiplanos más altos de la cordillera de los Andes y en esa región Viracocha creó a los ancestros de los pueblos, a quienes ordenó sumergirse debajo de la tierra y transitar por pasajes subterráneos o canales (Sherbondy 1982: 8; Gose 1993: 490), para luego surgir por diversos accidentes geográficos, entre ellos lagos y fuentes, que indicaban el territorio que les correspondería poblar. Estos cuerpos de agua, en tanto reproducción del lago Titicaca como espacio sagrado, pueden ser considerados también como axis mundi, pues conectaban a la superficie terrestre con la parte baja del cosmos o urin pacha. Por eso, de ellos provinieron los ancestros de algunas comunidades, cuyos miembros rendían culto a esas pakarinas divinas, pues fundamentaban míticamente su establecimiento en sus respectivos territorios. Así, por ejemplo, Cristóbal de Albornoz (1989: 169, 184; Duviols 1967: 20) establece que los angaraes y soras surgieron de la laguna Choclococha, los cajamarcas de la laguna de Auquiuilca y los chuhayayas de la lagunilla Cuichacolla.
Los cuerpos de agua y los auquénidos
En el antiguo pensamiento andino los camélidos fueron de gran valor económico y religioso, ya que sustituyeron a los seres humanos en los sacrificios (Sherbondy 1982: 12). Asimismo, estuvieron asociados al agua, especialmente a los lagos y fuentes, espacios que son calificados en los documentos coloniales como su lugar de origen (Sherbondy 1982: 20). De esos cuerpos de agua destacó la laguna de Chinchaycocha, que fue un adoratorio muy importante que era venerado tanto por los habitantes de la zona como por los incas para propiciar la lluvia, la reproducción de las llamas y mostrarle su agradecimiento por los animales que les había proporcionado. Cabe mencionar que la constelación negra de la llama, nombrada Yacana en el manuscrito de Huarochirí, presidía el solsticio de diciembre y la estación lluviosa en la antigua mitología y ritual andino. Por eso, era la representación concreta de la entidad que controlaba el agua, lo cual explica por qué la gente veía a los camélidos como los guardianes de las fuentes, reguladores de la distribución del agua en las tierras altas y sus mediadores para obtenerla (Gose 1993: 501).2 La fiesta dedicada a la laguna, que se llevaba a cabo en la pascua de Navidad (solsticio de verano), consistía en arrojar piedras a sus aguas con unas hondas rituales llamadas titahuaracas, hechas de lana, que remataban por un lado en la cabeza de ese animal y por el otro representaban la cola. Fabián de Ayala (Polia 1999b: 402-403) refiere que la cuerda era sostenida por los varones con las manos, mientras que atrás de ellos iban las mujeres tocando unos tamborcillos y cantando. En dicha celebración invocaban a las lagunas de Chinchaycocha, Urcucocha y Choclococha que eran pakarinas de las llamas y les ofrecían camélidos. Esta última laguna, ubicada en la puna de Guaytara, es descrita como de gran tamaño, punto de partida de varios ríos y motivo de adoración y sacrificios, incluso por los incas (Arriaga 1999: 82; Albornoz 1989: 183 y 184; Polia 1999a: 158, 319, 358 y 359; Sherbondy 1982: 11-12). También, la laguna de Querococha es mencionada como lugar de origen de las llamas. Asimismo, se tiene registrado que los habitantes del pueblo puneño de Juli creían que dichos cuadrúpedos emergieron de un manantial de agua caliente llamado Puc Pocollo. Tenían como agüero que cuando el ruido que producía la salida de agua de esta fuente era suave indicaba que su dios les era favorable, pero cuando el sonido era fuerte mostraba que estaba enojado. En este último caso le ofrendaban corderos blancos y rojizos, cuyes y comida para contentarlo y les proveyera de camélidos (Duviols 2003: 758; Polia 1999a: 253 y 254).
La asociación entre los cuerpos de agua y los auquénidos no sólo se dio debido a que los primeros eran el lugar de origen de los segundos sino porque, de igual manera, había una relación inversa. Por ejemplo, en la Provincia de Chinchaycocha se recopiló un mito en el siglo XVII, según el cual los manantiales de agua salada ubicados en San Juan de Yanacachi, en San Pedro de Hacas, y en San Blas de Cochac se originaron de tres llamas blancas. El relato narra que cuando cada una de ellas estaba orinando, un hombre le arrojó su manta para atraparla, pero en ese momento el animal se introdujo en la tierra y únicamente quedó el textil sobre el suelo, mientras que su orina formó el manantial de agua salada (Polia 1999a: 318 y 361). Esas fuentes eran veneradas por los pobladores de la región, pues de ellas se abastecían de sal. Cabe señalar que los tres camélidos eran de color blanco como el mineral y, por haberse sumergido debajo de la tierra, se relacionaban con el mundo ctónico del origen y los antepasados, con la parte oscura, húmeda, femenina y germinal que dio origen a las posibilidades de vida y a la generación de los productos necesarios para la vida del ser humano, en este caso, la sal. Por ello, dichos cuadrúpedos míticos guardaban una connotación sagrada de carácter creador ya que, en el pensamiento andino, las excrecencias de los dioses tenían propiedades generadoras.
De igual forma, los auquénidos estuvieron asociados con el diluvio que purificó el mundo de las personas que habían cometido trasgresiones. Sobre este tema Bernabé Cobo (1890-1893: 15) y Cristóbal de Molina (1989: 57) mencionan que un mes antes del anegamiento de la tierra, las llamas no comían y sólo miraban las estrellas de noche. Un pastor les preguntó el motivo de su tristeza y le dijeron que la conformación de unas estrellas mostraba que el mundo pronto se iba a acabar por agua. Ante esta advertencia, el hombre y su familia se resguardaron en la cima del monte Ancasmarca, el cual se elevaba cuando las aguas subían y descendía cuando decrecían. Así, gracias a la información proporcionada por estos animales, la provincia de los cuyos se volvió a poblar con la descendencia del pastor. Narraciones semejantes aparecen en diversos documentos como el de Huarochirí (Ávila 2007: 23), sólo que el cerro en cuestión es el Huillcacoto. De acuerdo con Henrique Urbano, este mito tiene que ver con “la manera prehispánica de determinar la época de lluvias” (Molina 1989: 57). Es pertinente apuntar que el relato en cuestión remite no a un conjunto de estrellas sino, como establece este último manuscrito, a una sombra muy oscura en forma de camélido llamado Yacana, que camina en el centro del cielo nocturno. Dicha llama celeste bajaba a la tierra a medianoche, cuando nadie la podía ver ni sentir, caminaba por debajo de los ríos y bebía toda el agua marina para evitar que el mundo se inundara.3 Al respecto, el manuscrito de Huarochirí menciona que un hombre la vio ingerir el agua de un manantial (Ávila 2007: 153).
El agua y sus cualidades liminares
El mar, valorado como el origen y la “madre de todas las aguas”, estuvo personificado en Mamacocha (Murúa 2001: 409). De acuerdo con Henrique Urbano (Arriaga 1999: 27), el apelativo cocha se refiere al mar o a cualquier estanque. Por lo tanto, fuentes, lagunas, pozos y ríos tenían su principio en las aguas marinas, eran su manifestación y poseían las cualidades de purificación, regeneración y renacimiento por formar parte de las aguas primigenias. Éstas tenían un carácter liminar, pues con ellas el individuo experimentaba un rito de paso, gracias al cual resurgía fortalecido y renovado (Van Gennep 2008). Debido a ello, son múltiples las referencias en los documentos de la época virreinal sobre la creencia de que el contacto con el agua liberaba al individuo de sus faltas y les infundía la salud, idea que aún sobrevive en algunas comunidades. En relación con esto, Martín de Murúa (2001: 427; Arriaga 1999: 58) dice: “Suelen en diversas partes, estando enfermos o sanos, irse a lavar a los ríos o fuentes, haciendo ciertas ceremonias, creyendo que con esto lavaban sus almas de los pecados que habían cometido, y que los llevaban las corrientes de los ríos”.
Felipe Guamán Poma de Ayala (1980: v. I, 227) indica que los incas realizaban un ritual de purificación a nivel de la sociedad y la naturaleza en el mes de Coya Raymi. Durante su celebración, en todo el Tahuantinsuyu, los hombres salían armados y arrojaban hondas de fuego. La gente lavaba con agua sus casas y calles para limpiarlas al tiempo que conjuraban que salieran todas las enfermedades y males. Esta fiesta tenía lugar en el mes de septiembre, luego de que habían labrado la tierra, por lo que el rito tenía como otro de sus objetivos evitar daños en los cultivos y propiciar que éstos se dieran adecuadamente. Además, era una fiesta femenina en la que las mujeres se regocijaban, pues en ella celebraban a la luna y a la Coya o esposa del gobernante. Cabe apuntar la presencia del fuego que, al igual que el agua, era un elemento purificador que era manipulado con actitudes guerreras por los varones, por lo que en la fiesta estaba presente la dualidad femenina/masculina asociada con lo bajo y lo alto.
Diversos documentos consignan el uso del agua para curar. Por ejemplo, en el siglo XVII se tiene registrado que en el pueblo Callamarco, en Huayllay, adoraban a un dios en una laguna ubicada en medio del pueblo y los ministros encargados de su culto sanaban con sus aguas las enfermedades sin remedio (Polia 1999a: 444). En tanto que el manantial de agua caliente, localizado antes de llegar a la nieve del volcán Coropuna, era visitado por gente de provincias cercanas y lejanas como Cusco, Guamanga y La Paz, incluidos españoles, para bañarse con el objetivo de recuperar la salud y propiciar sucesos favorables (Polia 1999a: 519 y 520). Esto debido a que:
Las aguas “preceden a toda forma y sostienen toda creación. La inmersión en el agua simboliza la regresión a lo preformal, la regeneración total, el nuevo nacimiento, pues una inmersión equivale a una disolución de las formas, a una reintegración en el modo indiferenciado de la preexistencia; y la salida de las aguas repite el gesto cosmogónico de la manifestación formal, el contacto con el agua implica siempre la regeneración; por una parte, porque la disolución va seguida de un “nuevo nacimiento”, por otra parte, porque la inmersión fertiliza y aumenta el potencial de vida y de creación. El agua confiere “un nuevo nacimiento” por un ritual iniciático, cura por un ritual mágico (Eliade 1972: 178).
Todavía en la actualidad, a algunos cuerpos de agua se les atribuyen propiedades curativas y purificadoras, cualidades que entran en el terreno de lo sagrado, porque el agua es: “Principio de lo indiferencial y de lo virtual, fundamento de toda manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que nacen todas las formas y a la que vuelven, por regresión o por cataclismo” (Eliade 1972: 178). Como se puede apreciar, los documentos coloniales destacan las propiedades purificadoras del agua, lo cual incluye sus efectos devastadores para limpiar el mundo. De esta manera, se mencionan diluvios míticos o la invasión de las aguas marinas que dejaron sumergidos a poblados enteros. Esto debido a que sus habitantes cometieron alguna falta, como despreciar a algún ser sagrado que se presentó como un pordiosero, por eso éste los maldijo, provocó la inundación de su ciudad y la muerte de sus pobladores, con excepción de la persona y su familia que lo había tratado caritativamente, a quien le había advertido, previamente, que abandonara el lugar.
Según Guamán Poma de Ayala (1980: v. I, 227 y 253; v. II, 638), el agua no sólo poseía propiedades curativas, sino que también podía provocar daños, como la enfermedad de manantial (pucyo oncuy) o el haber sido maldecido por uno de ellos (pucyop tapyascan). Para erradicar los males que esto causaba, la gente solía meterse en uno de esos cuerpos de agua, costumbre que fue castigada por los visitadores. Polia (1999a: 131) refiere que la práctica de introducirse en el agua se hacía para que el individuo se purificara del poder contaminante o hucha que le había transferido la fuerza sagrada que residía en ese lugar. Como se creía que los cuerpos de agua eran habitados por una entidad divina, éstos podían manifestarse para bien o para mal, es decir, eran ambivalentes, ya que podían curar enfermedades, pero al mismo tiempo resultaban peligrosos porque eran capaces de infringir algún perjuicio al individuo que pasaba por su cercanía. Como afirma Mary Douglas (2007: 10) “Las cosas ambiguas pueden ser amenazadoras. El tabú confronta lo ambiguo y lo coloca en la categoría de lo sagrado”. Por lo tanto, cualquier persona, elemento u objeto sacralizado pueden ser contaminantes para el ser humano, especialmente para aquellos que no han sido iniciados o no han tenido alguna preparación previa, como el ayuno y la penitencia, para entrar en contacto con ellos. En relación con esto, dicha autora (Douglas 2007: 16) establece que la contaminación se debe a la impureza. Sin embargo, desde mi punto de vista, no es que lo sagrado sea impuro, sino que era concebido como la esencia de las divinidades, que era ajena a la humana y se encontraba en los lugares donde éstas habitaban y, como correspondía a un orden superior, podía incidir de forma benéfica o dañina en la naturaleza, en la sociedad y en los individuos. Por ello, me parece más pertinente la propuesta de Mario Polia (1999a: 109) en cuanto a que lo sagrado corresponde al término de kamaska “saturado de poder”. Un poder que, por tener capacidades particulares, podía perjudicar a los seres mundanos.
Así, las entidades divinas, por ser diferentes al humano y pertenecer a la “otredad”, constituían un riesgo para la persona que tenía contacto con ellas. De allí la importancia de los especialistas religiosos que fungían como intermediarios entre los seres sagrados y el doliente. Por eso, los lugares cargados de sacralidad estaban bajo la responsabilidad de un ministro que realizaba sus ceremonias y organizaba sus ofrendas, en este caso las que eran dadas a los cuerpos de agua para recuperar la salud o para que remediaran las necesidades del solicitante.
Tanto las propiedades curativas como las propiciatorias de abundancia y buena suerte atribuidas a las aguas se deben a la concepción de que en ellas las formas se disuelven para reconformarse. Por eso, el contacto con el líquido sagrado constituye un rito de paso que purifica y renueva. Equivale a introducirse simbólicamente en las aguas primordiales en donde el individuo deja de ser lo que era para salir reconstituido, una vez que ha pasado por la ceremonia curativa. Debido a ello, los cuerpos de agua también fungían como espacios iniciáticos. Sobre este aspecto, la Relación de los agustinos de Huamachuco (Castro 1992: 13) asienta que cuando la deidad, calificada como demonio por el relator, veía a alguna persona con las cualidades necesarias para ser su ministro, lo arrastraba al fondo de alguno de los lagos de la región y lo tenía allí entre cinco y diez días para enseñarle los diferentes aspectos del oficio, que incluían diversas técnicas de curación. Al salir de las aguas, el individuo tenía que guardar cinco días de ayuno, después de los cuales quedaba habilitado para ejercer las artes encomendadas y poder comunicarse con la deidad todas las veces que quisiera.
Entre las ofrendas destinadas al agua destacaron las conchas spondylus conocidas como mullu. Éstas eran ofrecidas en trozos, en pedazos labrados llamados chaquira y molidas mezcladas con chicha (Murúa 2001: 409. Polo 2012: 343-363). Dicho producto, recolectado en las costas de Ecuador y norte de Perú, circuló por todos los Andes centrales desde épocas tempranas ya que tuvo un valor religioso de gran relevancia, pues se creía que esas conchas eran “hijas del mar” (Polo 2012: 360), simbolizaban el agua y su poder mágico atraía la lluvia; asimismo, hacían producir agua a las fuentes locales y conducían el agua del Pacífico a las tierras altas a través de los canales subterráneos (Gose 1993: 501-502, 508). Por eso, aunque eran ofrecidas en múltiples ritos a diversas guacas, eran dedicadas principalmente a las masas acuíferas y a los dioses de las tormentas para que distribuyeran el agua (Gose 1993: 501-502, 508). Además, el documento de Huarochirí (Ávila 2007: 51-127) menciona que eran el alimento de las divinidades.
El agua y los lugares de los muertos
Es pertinente señalar que tanto el mar como el lago Titicaca tuvieron un valor simbólico especial en cuanto a que eran considerados como el origen del mundo y de las aguas (Sherbondy 1982: 3-11). Sin embargo, en ellos también se ubicaba el sitio a donde iba la entidad anímica de los difuntos. De acuerdo con Gose (1993: 496-498; 2018: 120) esta entidad, llamada Upani, era la sombra débil e insignificante, remanente de la vida individual que se perdía del grupo y de su localidad y viajaba en el interior acuático de la tierra para regresar al punto de origen de sus ancestros. Por ello, Polia (1999a: 159) califica al lago Titicaca como “tumba y paqarina a la vez”. Bernardo de Noboa (Duviols 2003: 341) establece que el upay marca o lugar de muertos se encontraba en dicho cuerpo de agua, en tanto que Arriaga (1999: 76) dice que los pobladores de la sierra creían que el alma iba a la tierra llamada Upamarca, “tierra muda o de mudos”. Relata que antes de que el espíritu llegara a su última morada, tenía que cruzar un gran río a través de un puente angosto hecho de cabellos y, según algunos, lo habían de llevar unos perros negros. Aunque, igualmente, registra la idea de que las ánimas iban a donde se encontraban sus guacas. Asimismo, consigna que los pueblos de la costa, como los de Huacho, afirmaban que la esencia del individuo iba a la isla de Huano y era transportada a ella por lobos marinos a los que llamaban Tumi.
Con esto se puede ver que el agua no sólo era considerada como el origen y conformaba un eje que conectaba el cielo, la superficie terrestre y su interior, sino que también marcaba la frontera entre el ámbito de los vivos y el de los muertos y era un conector que posibilitaba el paso entre ambos. De acuerdo con la cosmovisión andina, era necesario que la entidad anímica atravesara un río o el mar, en ocasiones auxiliado por un animal psicopompo, para llegar al lugar definitivo. Dichas aguas, que eran símbolo del líquido primigenio, procedían del uku pacha y regresaban al punto de origen, que era el depósito de los gérmenes. Como se acaba de mencionar, el cruzar un cuerpo de agua significaba traspasar el límite entre dos mundos diferentes, por ello sólo los finados podían hacerlo. Sin embargo, algunas personas eran capaces de introducirse en ese otro espacio tiempo, como los elegidos para comunicarse con los ancestros o los señalados por la divinidad para convertirlo en su ministro.
En cuanto a las ceremonias luctuosas, Arriaga (1999: 66) refiere una practicada por algunas poblaciones de los llanos en la que el agua tuvo un papel importante. Indica que diez días después de un deceso, se reunían todos los familiares del difunto y miembros del ayllu. Entre los actos rituales que realizaban, estaba el ir a una fuente o río en el que sumergían tres veces al pariente más cercano y lavaban toda la ropa del muerto. Estas acciones tenían como objetivo limpiar la esencia que el individuo pudiera haber dejado en su familiar y en sus prendas debido a que, como ya no pertenecía al ámbito de los vivos, podía causar algún daño a sus allegados y a la comunidad. Al mismo tiempo, esta ceremonia permitía al fallecido desarraigarse de este mundo y poder continuar con su camino al zamay huaci o “casa de descanso”. Con ello, el agua fungía, por un lado, como elemento purificador para los vivos y, por el otro, como liberador para que la entidad anímica del finado pudiera acceder a su última morada, lo cual estaba simbolizado por el lavado de los atavíos que había usado en vida.
Conclusiones
El agua, elemento dotado de sacralidad, fue significado con base en los mitos y ritos que predominaron en el periodo precolonial, algunos de los cuales fueron registrados en la documentación producida en los siglos XVI y XVII, época en la que aún se encontraban vigentes, además de que muchos de sus conceptos y creencias han sobrevivido hasta la actualidad. De acuerdo con la antigua cosmovisión andina, el mundo estaba organizado en dos principios cuyos espacios cósmicos representativos eran la parte alta y la parte baja, que tenían como intersección la superficie terrestre. Según la concepción indígena, el agua constituyó un elemento simbólico que aglutinó diversas significaciones por encontrarse en el ámbito celeste, en la superficie terrestre y en el interior de la tierra. Debido a su comportamiento activo, generado por los seres sagrados que la dominaban, conectaba los dos extremos del cosmos, el superior y el inferior, formando un eje que incluía los cuerpos de agua en la tierra, los cuales tenían como máxima expresión el mar y el lago Titicaca, que en la religión andina eran considerados sitios de creación y como la última morada de las entidades anímicas de los difuntos.
El agua constituyó un axis mundi que relacionaba los extremos del cosmos, ya que existía una interrelación entre las aguas celestes, las terrestres y las del interior de la tierra. En el mundo alto, el agua fue personificada en el dios de las tormentas, del rayo y del trueno, que se caracterizaba por su gran actividad debido al fenómeno meteorológico que controlaba. Esta deidad es mencionada en los documentos con diversos nombres, como Illapa, Catequil, Libiac y otros más, dependiendo de la región. Su manifestación caía a la tierra como lluvia fecundadora que, además, alimentaba las masas acuíferas y, de acuerdo con la mitología, descendía como rayo creador, como piedra sagrada, como un hombre o un infante que se transformaba en felino, animal relacionado con el fenómeno pluvial desde épocas muy antiguas. En la superficie terrestre, el agua estuvo personificada en Mamacocha, a quien correspondía el dominio del mar y los lagos. Estos cuerpos acuíferos se concebían interconectados con las aguas marinas, pues se creía que éstas penetraban por debajo de la tierra y afloraban a la superficie para formar fuentes, lagunas y ríos, además, estos últimos desembocaban en el océano y generaban un movimiento constante.
Como parte del imaginario social, en el paisaje andino tuvieron un lugar especial el mar y los lagos, los cuales constituyeron puntos de referencia e identidad para diversos pobladores. Por sus connotaciones sagradas, fueron calificados como lugares misteriosos, en donde se podía tener contacto con los seres míticos que allí habitaban, por lo que entran en la categoría de umbrales al más allá. Debido a ello, fueron considerados también como espacios que podían ser peligrosos para el ser humano, pues en ellos el individuo corría el riesgo de ser afectado por el poder de las entidades o “encantos” que allí residían. Por lo tanto, constituían sitios liminares en donde se disolvían las formas convencionales pues, cuando una persona se relacionaba con ellos, quedaba suspendida en un espacio simbólico, fuera del mundo cotidiano, donde el tiempo transcurría de manera diferente.
En las concepciones indígenas que prevalecieron antes de la llegada de los españoles y que estuvieron vigentes al menos hasta el siglo XVII, el agua fue identificada con el principio primordial en el que la vida tuvo su origen. De acuerdo con el imaginario social, las masas acuíferas fueron equiparadas con el líquido amniótico en el que se gesta el ser humano dentro del vientre materno, por eso a Mamacocha se le dio la cualidad de madre primigenia al igual que Pachamama. Ambas deidades tenían un carácter creador y presidían espacios en los que las formas previas o germinales eran resguardadas para luego acceder a la superficie terrestre. Por ello, diversos lagos fueron valorados como pakarinas o lugares de origen de diferentes pueblos. Igualmente, algunas lagunas fueron consideradas como el sitio de donde surgieron los auquénidos, cuadrúpedos que se relacionaban con el agua, la fertilidad, el interior de la tierra y el ámbito celeste por tener su expresión en el cielo. Estos animales tan importantes en la religión, la economía y la vida familiar fueron estimados como propiciadores de la lluvia y de la reproducción de los ejemplares de su especie.
Con base en lo expuesto, se han podido ver los nexos que existían entre el interior de la tierra, la superficie terrestre y el espacio celeste a través del agua con algunas de las connotaciones de sacralidad que implicaban. Se ha podido constatar que el agua era un elemento simbólico medular en la cosmovisión andina, ya que fue catalogada como el líquido primordial que conformaba el axis mundi, no solamente por su presencia en los tres sectores, sino porque los relacionaba. Asimismo, conectaba el mundo humano con el de las divinidades y los ancestros, ya que no sólo estuvo asociada con el origen de la vida y de algunos pueblos, sino también con el mundo de los muertos pues, de acuerdo con las antiguas creencias, era necesario el paso por un cuerpo de agua para que la entidad anímica del individuo pudiera llegar a su última morada.