Introducción
En su artículo “Historiografía sobre la República Boliviana”, Marta Irurozqui y Víctor Peralta (1992) ilustran que la tendencia historiográfica en torno a los procesos de construcción del Estado-nación durante el siglo XIX en Hispanoamérica ha estado focalizada principalmente en la búsqueda de los orígenes nacionales y su significado como entidad hegemónica. Ello, por sobre el análisis del impacto que tuvieron, por ejemplo, las historias regionales, rescatando únicamente la idea de nación unitarista, centralista y homogeneizadora (Irurozqui y Peralta 1992: 13).
Si bien ésta es una temática interesante, en ella se privilegian principalmente aspectos teóricos, hace énfasis en los asuntos institucionales y, sobre todo, en aquella perspectiva que establece que el proceso de creación y construcción de la comunidad nacional se efectuó sin ningún tipo de negociación, adaptación y conflicto entre las diversas agencialidades involucradas en el proceso: estatales, locales, étnicas y regionales, entre otras (König 1997; Annino y Guerra 2003). Por esta razón, aún quedan interrogantes que debatir para profundizar en el poder e impacto que tuvieron en el proceso, los sentimientos regionales y las especificidades culturales de las poblaciones originarias que se vieron involucradas en el proceso de construcción, instalación y consolidación de las tempranas repúblicas hispanoamericanas. En síntesis, la potencia de las distintas filiaciones étnicas y locales de la población indígena que se vio afectada directamente por las políticas y agencialidad estatal.
Mónica Quijada propone y reconoce el aporte de estas poblaciones en el proceso de construcción de una identificación y sentimiento de lealtad nacional frente a las nuevas entidades estatales. Según su planteamiento, éstos contribuyeron necesariamente a la creación de la comunidad nacional o bien, a su enriquecimiento desde el interior (Quijada 1994: 51). Lo anterior, facilitado en gran medida por la debilidad estructural y la cautela consiguiente con que el Estado peruano tuvo que avanzar sobre aquellos espacios de la joven nación que aún no se hallaban controlados y ocupados efectivamente por la institucionalidad republicana.
De este modo, la heterogeneidad y diversidad cultural, regional, identitaria y étnica que se vio subyugada por el proyecto que se erigió como dominante y hegemónico logró posicionarse en la historiografía como un elemento de gran interés para ser analizado en profundidad, por su vinculación y papel en la construcción y materialización del Estado y la nación. Así, el conocimiento que se tiene respecto de éste se enriquece, invitando, dicho sea de paso, a concebir el proceso de construcción de la comunidad nacional y la historia de Perú como un proceso histórico más bien negociado, flexible y en constante evolución, mas no un fenómeno impuesto unidireccionalmente y que se experimentó sin resistencias por aquellos que se vieron sometidos (Pearce 2017).
Parafraseando a Renan, lo verdaderamente relevante es considerar la construcción del orden nacional como el resultado de un proyecto en el cual la voluntad y la decisión cotidiana y reiterada de la comunidad se imponen sobre cualquier individualismo o arbitrariedad de aquellos que detentan el poder en un momento y espacio determinado. El reconocimiento como nación requiere, por lo tanto, de un deseo de vivir juntos y mantenerse unidos a través de un programa y una autoridad aceptada y legítima para todos. De este modo, se incentivará la construcción de una conciencia moral y, a partir de ella, una identidad y un sentimiento de lealtad hacia la figura que encarna el poder (Renan 1999: 65).
En definitiva, la instauración y creación del Estado y la nación deben comprenderse como un proceso de negociación y consecuente con un plebiscito cotidiano y periódico entre los miembros de la sociedad afectada directamente por los dictámenes e institucionalidad creada por unas élites que monopolizaron el poder (Escobar et al. 2010) y que no hubiesen alcanzado dicho sitial, de no ser por la gestación de una solidaridad social e identidad colectiva que subalternizó otras formas de lealtad y filiaciones regionales, locales, étnicas o culturales (Calhoun 1997: 16). A partir de esta nueva perspectiva de análisis, la historiografía hispanoamericana ha entendido que el Estado y la nación constituyen construcciones históricas, en cuya formación hubo interacción, luchas, litigios, negociaciones y adaptaciones por parte de todos los actores sociales y políticos involucrados.
En este sentido, se ha puesto en valor el papel desempeñado por los denominados sectores populares y, particularmente, los habitantes originarios y sus comunidades en la construcción del Estado nación en el siglo XIX (Irurozqui y Peralta 1992: 13). Éstos son objeto de estudio del presente artículo, los que a partir de una especificidad y ethos particular se articularon con los poderes locales y regionales, resistieron los avances de la política liberal y su demanda de tierras, se adaptaron a un escenario que en la cotidianidad —no legalmente— buscó su marginación de la toma de decisiones relevantes y, en consecuencia, reformularon su identidad y praxis ciudadana con tal de incorporarse en la historia del proceso de construcción de la comunidad nacional (Méndez 2005: 390). Desde esa posición, buscaron la conservación de ciertos derechos y exenciones jurídicas conquistadas desde el periodo virreinal, convirtiéndose en actores y sujetos políticos y socio-territoriales activos, alejados de la vieja mirada que los posicionó como pasivos y sin participación e interés real en la construcción de la comunidad nacional inspirada en los principios liberales y republicanos del siglo XIX (Irurozqui y Reina 1997).
Al alero de este nuevo paradigma, sostenemos que el orden nacional anhelado por las élites peruanas no hubiese podido ser instaurado en la zona surperuana —específicamente en el espacio más meridional que comprendía las áreas de Arica y Tarapacá— sin la aceptación de los aymaras y sus comunidades en la implementación de las nuevas políticas liberales. Este espacio, amparado en la debilidad de las instituciones en la temprana república, la lejanía de la zona respecto de los centros administrativos y de poder más importantes como Lima, o bien por el desinterés de las autoridades, fue caracterizado como un espacio ajeno a la civilización. Fue identificado como una zona enfocada sólo a la realización de actividades mineras —como la importante economía argentífera llevada a cabo en el mineral de San Agustín de Huantajaya— (Castro 2018: 367-368). Un espacio convulso por las más de trece crisis institucionales que enfrentó la zona entre 1834 y 1865 y habitado mayoritariamente por población originaria, profundizando su marginación y lenta incorporación a los proyectos de ocupación y modernización impulsados por el Estado peruano. Pese a lo anterior, los 94 494 indígenas que habitaban la zona, equivalentes a 59% de la población (Gootenberg 1995: 20-32), contribuyeron en el sostenimiento del Estado y su reproducción, en paralelo a la búsqueda de los medios para satisfacer sus necesidades y alcanzar la perpetuación de sus intereses, especificidades y derechos comunales sobre la tierra y sus recursos.
Ya sea participando de la ciudadanía liberal a través de su papel de contribuyentes, estableciendo alianzas con los funcionarios estatales instalados en la zona o acudiendo a las instancias judiciales republicanas con tal de litigar sobre la posesión de sus tierras y los bienes que en ella se resguardaban, los aymaras de las comunidades altoandinas ejemplifican que la integración y creación del Estado nacional no pudo haber sido impuesto de manera instrumental y unidireccional (Damonte 2011: 12).
En otras palabras, este artículo espera contribuir a la re-visita y re-escritura de la idea concebida en torno al proceso de construcción nacional en Hispanoamérica y la imagen del indígena como víctima naturalizada. Es más, busca dar un sitial relevante a las concepciones de identidades etnizadas y espacios periféricos en el marco de la construcción nacional. Además, a partir de las prácticas, estrategias, discursos y praxis cotidianas desplegadas por la población aymara en favor de la conservación de sus propiedades, intereses, individualidades y proyectos locales de desarrollo, poner en valor su dimensión histórica como sujeto político y actor social activo dentro del sistema tradicional, más allá de los márgenes permitidos por el Estado para disfrutar de los derechos de la ciudadanía liberal.
Es más, estas acciones reivindicativas enarboladas por las comunidades y las poblaciones originarias del espacio surandino constituyen, a nuestro parecer, un proceso de afirmación de una ciudadanía indígena alternativa y concebida según el propio mundo epistémico configurado por ellos, y que fue finalmente aceptado por la institucionalidad estatal, en aras de garantizar la reproducción del sistema republicano en la zona. De este modo, las poblaciones andinas fortalecieron las instituciones republicanas a través de la aceptación de su poder y legitimidad, al tiempo que disfrutaron de las oportunidades económicas, políticas y sociales que la legislación y el mismo sistema republicano les otorgó. En este contexto, protegieron sus intereses, perpetuaron su especificidad histórica, identidad y, sobre todo, resguardaron el elemento que daba sustento a su cosmovisión: la propiedad de la tierra (Muñoz 2015: 157).
Como señala Brooke Larson, si bien el caos de las guerras por la independencia dislocó las economías regionales y catalizó un cambio social y cultural, no fue suficiente para destruir ni la producción ni el comercio regional de los indios y tampoco desató el latifundismo en contra de las maltratadas comunidades de indios (Larson 1983: 621-622). Por ello es que este artículo considera el intersticio temporal que se prolonga entre la década de 1820, cuando el Estado peruano comenzó la construcción de la institucionalidad nacional, y la década de 1870, cuando Perú, al decaer el boom guanero, desplegó una fuerte y decidida campaña y arremetida latifundista sobre las tierras comunales andinas, bajo el impacto de los procesos de la moderna globalización (Gootenberg 1995: 39).
Los expedientes analizados, en definitiva, constituyen evidencias para visualizar cómo mediante el uso instrumental de la retórica republicana, el discurso liberal y el sistema judicial republicano, los miembros de la macroetnia aymara realizaron la defensa de sus tierras comunales, el resguardo de un territorio por ellos comprendido como propio y lucharon por los derechos que de tales elementos emanaban. Dichas acciones fueron desplegadas en momentos en que éstos se vieron afectados por el Estado-nación y sus políticas liberales orientadas a un colonialismo interno que se consolidaría a través de un proyecto de territorialización y expoliación de las tierras comunales. En este sentido, dicho proyecto colisionó con la incuestionable existencia de distintos niveles de adscripción que existían en el ahora territorio nacional y por lo tanto, con aquella otredad que tensionaba los anhelos nacionalizadores (Morfa-Hernández 2020: 865).
En resumen, esperamos contribuir al enriquecimiento de la comprensión del proceso de construcción e identidad nacional, superando la distinción binaria con que se analizó anteriormente el proceso y que invisibilizó el hecho de que entre los proyectos oficial/nacional y popular/local existió una compleja articulación que soportó y complementó hasta nuestros días a la nación misma. De este modo, construiremos historia a partir no sólo de los relatos, experiencias y evidencias recogidos por la narrativa oficial y que durante el siglo XIX estuvo abocada a consolidar la idea nacional, sino desde la interacción en el tiempo y espacio de este tipo de relatos y hechos históricos, con aquellos protagonizados por sujetos que fueron históricamente silenciados, producto que sus necesidades e identidades singulares los posicionaban como individuos con una identidad monolítica.
Así, estaríamos estableciendo proyecciones a futuro para unas nuevas historias nacionales, que analicen la reacción de las poblaciones subalternizadas por el proyecto gubernamental y que fueron sugeridas para su especificidad cultural, observando cómo operaron sus movimientos, organizaciones y tradiciones en un escenario de asimetría y marginación sociopolítica, impulsado por las autoridades de los países andinos. Gootenberg ha denominado este tipo de expresiones como respuestas y agencialidades con “poderosas implicaciones históricas y antropológicas” (Gootenberg 1995: 39).
El liberalismo y la integración asimétrica de los indígenas: narrativas políticas y territoriales
El periodo que siguió a la consecución de la independencia política de Perú en la década de 1820 estuvo caracterizado por el enfrentamiento de un conjunto amplio y diverso de desafíos que se prolongaron y manifestaron por toda la centuria en el país andino. El desafío mayor enfrentado por la naciente república fue la urgencia con que las élites limeñas se esforzaron por la construcción de un “nosotros” (Portocarrero 2014). La creación de una comunidad nacional unida en torno a la idea de igualdad profesada por la ciudadanía moderna y erigida sobre los valores de la Ilustración del siglo XVIII tenía por objetivo consolidar un sentimiento colectivo que modificara y erradicara los patrones coloniales imperantes hasta ese momento (Quijada 1999). A partir de él, se impulsarían una serie de políticas de ciudadanización, como señala Quijada, que legitimarían la masificación de una cultura unitaria y homogeneizadora proyectada en un territorio con fronteras externas e internas bien definidas, facilitando la consolidación de la ahora nación republicana (Contreras 2014). En el nuevo contexto, bajo la influencia del liberalismo, la idea era hablar de ciudadanos y no de indios, castas o grupos heterogéneos en materia étnica y cultural como se hizo durante el periodo colonial.
De este modo, el proceso de formación del Estado-nación peruano estuvo íntimamente ligado con el concepto de nación política y liberal tan característico del siglo XIX. Sustentado en las ideas de igualdad y libertad como aspecto distintivo de los nuevos Estados frente al antiguo estatus virreinal, se crearía de esta manera un camino viable hacia la unidad y la integración social. En dicho proceso, las élites también habrían de incluir a las demás etnias no blancas del territorio, es decir, a la población afroamericana, pero sobre todo a la nativa. “Desde la perspectiva de Unánue el Proyecto Aristocrático puede ser semejante a la imagen de un tren, donde los criollos ocuparían el lugar de una locomotora que arrastra los vagones de los indios y demás castas, hacia el Nuevo Perú caracterizado por la Ilustración y las luces” (Bracamontes 1996: 31).
Un programa de este tipo y envergadura debía comenzar por la promoción de una identidad nacional homogeneizadora para todos los habitantes que se encontraran dentro de las fronteras internas trazadas por el Estado, por lo que una educación ilustrada se erigió como el requisito sine qua non para conseguirlo (Mc Evoy 2011: 212). Como opinaban los redactores de La Abeja Republicana, la instrucción responsable y guiada por la vanguardia intelectual constituiría la brújula que indicaría la ruta a seguir por el país (La Abeja Republicana 1822: 16).
Evidentemente, este tipo de anhelo puede ser opresivo y de hecho “tiene un papel principal tanto en las depuraciones étnicas como en los proyectos que alientan formas correctas de cultura y comportamiento entre aquellos que son considerados parte de la nación” (Calhoun 1997: 21). En definitiva, si bien la lógica de las autoridades de los primeros años republicanos fue incorporar a la población nativa como parte de la ciudadanía peruana, el proceso mediante el que lo hizo fue paradójico. En efecto, el abordaje que hicieron las élites sobre la incorporación de las poblaciones originarias a la nación tuvo una mirada más bien circunstancial y episódica. Más allá de la retórica utilizada para su consideración en la sociedad republicana, la problemática indígena se desempeñó como un asunto secundario en las agendas estatales y siempre estuvo condicionado a lo que dictaban las necesidades de la dinámica republicana en sus distintos estadios de desarrollo (Méndez 2000: 31).
Teniendo en cuenta que la ciudadanía liberal decimonónica se consolidó a partir de las ideas ilustradas que inauguraron una nueva concepción del hombre en el contexto social, el individuo pasó a ser el centro de toda justificación racional del conocimiento, poder y derechos. En el escenario hispanoamericano, siguiendo la premisa kantiana que considera a las personas como fin en sí mismos, los miembros de las comunidades andinas en la medida que fueron civilizados e incorporados a la comunidad nacional en lo discursivo paralelamente fueron objeto de operaciones que continuaron marcándolos como “otros”, en un contexto que reforzó sus roles subalternos y de sociedades indeseables para la comunidad anhelada (Kant 2002: 115). Fue así como la ciudadanía operó, en este contexto, como un instrumento de exclusión y marginación (Piketty 2019: 16).
Civilización y barbarie, pasado y presente, homogeneidad y heterogeneidad fueron los conceptos en pugna que condicionaron los esfuerzos por imponer el Estado y su modelo civilizatorio. Esto generó que las élites entendieran que su misión era la de “proteger” a estos otros, ya que siendo considerados como menores de edad —lo que constituye un reflejo de la actitud paternalista heredada de la sociedad antigua regimental— éstos debían ser excluidos de cualquier decisión que interviniese en el desarrollo de la nación.
Ahora bien, el Estado además tuvo que definirse en términos no sólo políticos, sino también territoriales. Por ello, se abocó a la búsqueda del elemento necesario en toda relación de poder que facilitara el mantenimiento del orden social y lograse que todos los habitantes de la comunidad nacional se sintieran unidos y afiliados a un territorio en particular. En la mente de los miembros de las élites que impulsaron el proyecto estatal, el territorio se transformó en un elemento adicional en la formación de los nuevos valores patrios, provocando que la retórica progresista característica del siglo XIX lo transformara simbólicamente en un paisaje del progreso y la descripción de sus recursos en una narración del futuro prometedor de la nación.
Para consolidar el Estado nación en Perú, se pretendió incentivar un colonialismo interno que invisibilizara al indígena y despojara la otredad, con la intención de crear una nación homogénea y uniforme en términos territoriales, que se sumara a los ya esbozados objetivos políticos. Así, la población y el territorio pasarían a ser elementos que coexistiendo dentro de lo que identificamos como la identidad nacional, se volverían fundamentales para la construcción del nacionalismo. Como señalamos, en dicho proceso se impulsó la creación de una comunidad humana a partir de una ciudadanía para todos aquellos considerados aptos para formar parte de la nación, con un territorio donde se compartiese un imaginario común, un tiempo y una identidad que, homogeneizada, invisibilizara las diferencias internas.
Con este objetivo, se promulgaron un conjunto de leyes y medidas administrativas que legitimaron la nueva condición e incorporación de la población nativa. Tempranamente en 1821, el general argentino José de San Martín dictó medidas con un evidente tono liberal para que toda la población pasara a ostentar la ciudadanía peruana, sin ningún tipo de miramiento o diferenciación entre indios y no indios. Cabe recordar que sólo unos pocos serían considerados como iguales por las élites a la hora de establecer la República y delinear la nación.
En evidencia queda el hecho de que “Los criollos no construyeron sus Estados nacionales basados en criterios étnicos culturales como lengua, cultura, religión, historia […] el proceso de formación del Estado nacional en América Latina comenzó con el concepto de nación cívica o de la nación de ciudadanos” (König 2005: 23). A partir de ésta, Chiaramonti sostiene que en la construcción de las naciones durante el siglo XIX se favoreció una identidad global que básicamente neutralizó la fuerza centrífuga de la diversidad identitaria existente en sus territorios (Chiaramonti 2005: 255). Lo indio siempre perteneció al discurso sobre la construcción de la identidad nacional, pero en lo que respecta a su verdadera participación en los asuntos del Estado, se encontró cada vez más ausente (Saavedra 2009: 335).
A esta condición de indefensión cívica y jurídica en que se hallaron, se sumó con posterioridad el intento de comenzar a explotarlos como fuerza de trabajo, tanto o más que lo realizado durante el periodo colonial por los encomenderos. El argumento, esgrimido era que “ante la carencia de mano de obra, la clase indígena es adecuada […], por ser análoga su temperatura a la de los rígidos climas en donde las situó la naturaleza, es por su condición inclinada al ocio, apática, sin aspiraciones a mejorar su triste modo de existir, y con la única necesidad de proporcionarse un escaso y grosero alimento” (El Republicano de Arequipa 1829: 3-4).
Con posterioridad, en sintonía con los dictámenes del Protector del Perú y sus ideales de orden liberal, en 1824, Simón Bolívar estableció una serie de medidas que buscaron modernizar el sistema económico nacional, fomentando el comercio exterior y particularmente las exportaciones. En este sentido, para incentivar el desarrollo económico nacional, el foco de las reformas se colocó en la estructura y actividad económica rural peruana, afectando directamente a las comunidades andinas y sus patrones de vida, particularmente en lo que respecta a las pautas organizativas y de reproducción socio-comunitarias que éstos habían estado practicando por siglos.
En este contexto, la medida con mayor impacto estructural para las poblaciones nativas, por sus profundos efectos en las comunidades y sus formas de organización y reproducción social, fue la promulgación de la supresión de la propiedad corporativa sobre la tierra. Ello significó la desaparición en términos legales de las comunidades indias y, por ende, de los derechos colectivos que de ellas emanaban, por considerarse como trabas para el progreso de la nueva República (Thurner 2003: 176). En una sociedad de iguales, se consideró a la comunidad como un elemento de atraso y miseria, propio del régimen virreinal, un rasgo contrario a los principios de la declaración de la Independencia y el proceso civilizatorio que se comenzaba y anhelaba implementar (Aguilar 2000: 183). En la mente del caraqueño estaba el modelo fisiócrata europeo del siglo XVIII y la idea de la liberalización de la propiedad comunal de la tierra por vía de la enajenación, ya que la verdadera riqueza de una nación se encontraría en la expansión y productividad de su actividad agrícola (Chiaramonti 1992: 307). De este modo, se disolvió el vínculo entre Estado y colectivos andinos. Se comenzó a materializar la aspiración de transformar las comunidades tradicionales en un conjunto de pequeñas propiedades agrícolas disponibles para su adquisición e incorporación a la gran propiedad latifundista, en función de la creencia de que la mejor forma de traer civilización a las sociedades era mediante la explotación de la tierra a través de la propiedad privada (Guerrero 2015: 103-104). En palabras de Heraclio Bonilla, “la ideología que guió la acción de los Libertadores era incompatible con la persistencia de instituciones que obstaculizan la circulación libre de la tierra y del trabajo, y que impedían el establecimiento de una República de pequeños propietarios” (Platt 1991: 14). Como propietarios, los habitantes originarios del territorio practicarían el ejercicio cívico de la igualdad y la libertad, transitando de la pluralidad de posesiones, derechos y usos, a la individuación de la propiedad y el predominio del individualismo hacendal (Labra 2007:16).
A partir de ese momento, se abrieron las puertas para que, en las antiguas reducciones coloniales, surgieran las propiedades privadas familiares o individuales al interior de aquello que por siglos se consideró un espacio comunal. Con ello, se consolidaron las bases para homogeneizar la sociedad, esfuerzos coincidentes con el proceso de territorialización de la nación que pugnaba por la construcción de una sociedad de ribetes nacionales. El territorio cumplía así su función de cordón umbilical entre el individuo y el Estado, de tal forma que el primero se sienta parte de éste, lo defienda y tenga desde una concepción económica, el recurso y el medio para contribuir al sostenimiento del Estado.
Sin embargo, para las comunidades aymaras, la tierra y el territorio constituían elementos nodales y significativos de sus propias identidades. He aquí el origen de la colisión entre los anhelos de territorialización encabezados por las agencias estatales y las poblaciones altoandinas. Este grupo étnico poseía vínculos con un locus particular o territorio, que consideraban como propio y más allá de cualquier límite que fuera impuesto por la agencialidad estatal, generando un conflicto y la dificultad para homologarse o superponerse con exactitud (Todorov 2013: 85). Ello no significa que éstos hayan estado invariablemente condicionados por una estructura identitaria propia, ya que existe un cierto nivel de movilidad e incluso de instrumentalización de la identidad, en la medida que éstos “comparten y viven otros niveles de identidad (individual, de clase, género, y otras)” (Bello y Rangel 2000: 32).
La tierra y el territorio, con todos los recursos que en él se encuentran, resultaban valiosos más allá de sus características objetivas, sino más bien, porque en ellos se encontraría la fuente y fundamento de un legado y una simbiosis entre su origen y quienes son como individuos. La posesión de la tierra y, por ende, del territorio, constituye una dimensión emocional entre los grupos humanos y su identidad. En él se desarrolló su historia, se encuentran enterrados sus antepasados y sus experiencias, crecen sus hijos, se nació y vivió, se produjeron todos los medios para su subsistencia y es la fuente de su origen e individualidad histórica.
La asociación con la Pachamama posee un valor distinto para los habitantes de este periférico y marginado espacio de Perú. El territorio conservado por las comunidades es parte esencial de la memoria colectiva y de la identidad del grupo, por ello el conflicto generado en relación con las medidas y políticas impulsadas por el Estado en pos de conseguir la desestructuración del sistema de tenencia, propiedad y administración de la tierra.
Este proceso de desamortización y desestructuración de las comunidades andinas que se encontraba dentro de los objetivos del plan de territorialización estatal impactó no sólo en las relaciones económicas y de poder al interior de las comunidades, sino que mayormente en el sostenimiento y capacidad de supervivencia de una territorialidad alternativa que se basó en la conservación de la tierra como fuente de una identidad y ethos particular. Fue así como el proyecto de privatización y particularización de las tierras cultivables que pertenecían a las comunidades aymaras del espacio altoandino se enfrentó con una concepción alternativa que proveía de identidad e identificación no solamente en el ámbito individual, sino también social y grupal, ya que ésta se encontraría irreductiblemente vinculada con la experiencia, historia y vida de los ay- maras de la zona.
Desde una perspectiva economicista, la tierra entendida y conservada como un bien comunal constituyó el elemento sobre el cual se erigieron relaciones de cooperación y, por ende, se aglutinó y unificó a los miembros de la misma en cuanto a la defensa de ésta y su aprovechamiento. En esta lógica, tanto tierra como relaciones de cooperación constituyen un binomio fundamental en el entendimiento que se le da a la comunidad aymara andina como un grupo de unidades familiares que gozan de una organización autónoma y que trabajan tierras consideradas como familiares y otras comunales. Entre éstas se desarrollan constantes relaciones de cooperación y solidaridad, derechos propios y consagrados de las comunidades andinas de esta parte del territorio peruano (Spalding 2016: 35).
He aquí el refugio de las comunidades ante la barahúnda provocada por la sociedad peruana y el proyecto nacional impulsado. En otras palabras, los aymaras construyeron una particular forma de identidad basada en los elementos que, asentados en el territorio, formaron parte del acervo cultural propio de un grupo determinado, yendo desde lo local hasta lo global, favorecidos en gran medida por el caos político y la debilidad fiscal que experimentó el Estado peruano durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX (Méndez 2005: 128). Así, la casa que se ocupa, la cuenca hidrográfica de la que se obtiene el recurso, el valle y a región, fueron interiorizados como espacios fundamentales para la vida individual y comunitaria, no siendo en ningún sentido, estos niveles excluyentes entre sí.
Este sentimiento de pertenencia en múltiples escalas se proyectó desde la esfera local (comunidad) hasta lo global (nación). Sin embargo, a diferencia de la visión arraigada en la agencialidad estatal, la concepción de las comunidades comprendía que la territorialidad podía ser parte constitutiva de ambas dimensiones, ya que éstas se encontrarían profundamente intervenidas entre sí y, sobre todo, se constituyen mutuamente a través de diversos vínculos e interacciones (Massey 1994: 151).
La dificultad se originó, entonces, cuando el proyecto nacional —impulsado por la economía del guano a partir de 1840—, con sus características únicas y su fuerte orientación a la exportación (Méndez 2000: 27), sentó las bases de una nación sustentada en la ocupación funcional de un territorio considerado como homogéneo en lo étnico y cultural, donde la diferenciación identitaria debía estar con el otro más allá de las fronteras nacionales y por ende, resulta ajeno. De este modo, dentro del ahora territorio del Estado nación, no podían subsistir estas formas y filiaciones subnacionales de identidad, diferencias regionales, étnicas, culturales, económicas y territorialidades alternativas que sostenían a grupos corporados con derechos particulares, ya que se colocaba en juego el proyecto nacional y su hegemonía.
La respuesta instrumental de los indígenas/comunidades aymaras
Producto de esta contradicción y de la retirada parcial del Estado de las provincias principalmente surandinas, en honor de la tierra y su especificidad, las comunidades aymaras de la sierra y del espacio altoandino desplegaron múltiples estrategias activas/pasivas en la defensa de sus derechos comunales y de propiedad sobre la tierra ante el intento de expropiación o depredación por parte de diversos agentes externos. Por temas de espacio, se han privilegiado sólo algunos expedientes y archivos que evidencian tal situación, siendo representativos de ellos aquellos que a continuación se analizan. Dentro de todos ellos, encontramos que las acciones más significativas en pos de este objetivo fueron el uso extensivo de la narrativa y retórica republicana liberal con ribetes coloniales, la negociación con autoridades intermedias por parte de los miembros de las élites indígenas y el uso instrumental de la condición híbrida de ciudadanía que ostentaron por el pago de la contribución. Todas estas estrategias, manifestadas desde una posición de subalternidad y que evidencian, a la luz de las circunstancias, lo negociado que fue el proceso de construcción estatal, confirman, como asevera Florencia Mallón, “que los indígenas se adaptaron a los cambios políticos decimonónicos asumiendo el lenguaje político nuevo, pero simplemente para lograr preservar sus antiguas comunidades. Asumir un nuevo lenguaje no significó ningún cambio sustancial al interior de los pueblos, puesto que adoptaron una máscara ante el poder, la máscara del ciudadano” (Mallón 2003: 64-75).
Un ejemplo de esta valorable capacidad de adaptación e instrumentalización, lo constituye el caso de septiembre de 1827, cuando se apersonaron un grupo de originarios ante el juez y alcalde de Arica, para denunciar las malintencionadas acciones de un individuo, ajeno a su comunidad, que había practicado una serie de procedimientos fraudulentos para apoderarse de unos terrenos que pertenecían a la colectividad indígena. Para dar sustento a su reclamación, éstos se identificaron como “indígenas naturales y contribuyentes”, propietarios de unos terrenos de comunidad que poseen por concepto de reparto en el Valle de Lluta (Fondo Judicial de Arica 1827: Foja 2 v.).
El reclamo estuvo dirigido contra Eusebio Medina, quien, haciendo uso de testimonios falsos, documentación adulterada y maniobras ilegales, intentó apropiarse de unas tierras que, según indicó, estaban “montuosos y baldíos” (Fondo Judicial de Arica 1827: Foja 2 v.). El caso permite visualizar la reacción de la comunidad indígena como entidad corporativa para, en primer lugar, presentarse y, en segundo, defender la propiedad de unos terrenos que bajo la figura virreinal del reparto les eran legítimos y propios en su condición de habitantes originarios y naturales. Fue así como esta identificación se instauró como un elemento fundamental para dar solidez a su reclamo como dueños históricos de dichos terrenos y, por ende, que los facultó y permitió gozar de un derecho de propiedad sustentado, además, en una ancestral ocupación.
Por otro lado, permite apreciar el uso estratégico de la retórica liberal y republicana que hicieron los habitantes andinos. En este sentido, astutamente vincularon su perjuicio con el del Estado, ya que el arrebato del que estaban siendo víctimas, constituía una amenaza obvia para la comunidad, pero también para el Estado. De continuar esta usurpación, señalaban, se mermaría profundamente la capacidad que los originarios poseían para pagar las responsabilidades fiscales que sobre ellos pesaba. Por esa razón, solicitaron a la autoridad “certificar en justicia para con ello ocurrir a la superioridad, en defensa de nuestros terrenos en que tenemos vinculada nuestra subsistencia y pago de contribución” (Fondo Judicial de Arica 1827: foja 3 r.).
Por último, se presentaron como propietarios en función de su calidad de contribuyentes. Ésta se sustentó en que dicha categoría les otorgó y confirió la posesión histórica de los terrenos que anteriormente habían sido usufructuados por parte de la comunidad y por ende, ahora los reconoce como propietarios legítimos de los mismos. De este modo, amparados en la figura del Estado, se les garantizaron los derechos ciudadanos que les permitieron seguir disfrutando de los beneficios de la posesión de estos terrenos, de manera comunitaria si así ellos lo deseaban. La identificación como contribuyentes y también como originarios le proporcionó al indígena una posición de mayor protección frente al ordenamiento jurídico republicano, al mismo tiempo que participaba de éste (Benton et al. 2013: 4).
En concordancia con el caso anterior, en marzo de 1861, en la tarapaqueña ciudad de Iquique, se apersonaron ante el juez de primera instancia un grupo de personas para denunciar el despojo de tierras que Marcelo Niquilhua y Gregorio Cautín querían practicar (Fondo Judicial de Iquique 1861: foja 1 v.). Por esta razón, ante tan gravosa situación, solicitaron a la autoridad el “cumplimiento del artículo mil trescientos setenta y nueve del Código de Enjuiciamiento para que se sirva revocar este fallo que nos es demasiado gravoso y perjudicial” (Fondo Judicial de Iquique 1861: foja 3 r.).
Fue así como la autoridad tarapaqueña falló a favor de los denunciantes avecindados en Mamiña, señalando que la ley de la República era clara respecto de la posesión de la tierra por parte de los originarios del territorio, dando la posibilidad a éstos de quedarse con las tierras y recursos presentes en ella. En este caso particular, los aymaras lucharon por el reconocimiento estatal de su derecho de propiedad sobre la tierra, al argumentar que, al poseerlas por concepto de herencia, éstas pertenecían a la comunidad desde el periodo virreinal como forma de reparto. De este modo, bajo las identificaciones colectivas realizadas: indígenas, poseedores históricos de la tierra y campesinos que las habían trabajado por largo tiempo, dieron respuesta a las condiciones de dominación y desarticulación que el sistema republicano estaba impulsando. Similar al caso anterior fue la presentación que se hizo frente al juez de primera instancia de Putre en 1862, para evitar que Casimiro Villanueva y su representante Manuel Portocarrero se apoderaran de unos terrenos que señalaban “desde tiempos inmemoriales no reconocen dueño, ni menos los ha poseído persona alguna y por lo tanto no reconocen predio alguno a favor de alguna corporación”. Los argumentos presentados por Jorge Sarsuri y José Huanca es que dichas tierras y sus recursos habían pertenecido de forma ininterrumpida a la comunidad desde la época de sus antepasados, y su usurpación implicaría un grave perjuicio para la comunidad de Putre, en términos económicos y sociales. Finalmente, el juez de primera instancia declaró sin efecto la reclamación hecha por Villanueva. Su fallo se basó en que, considerando los argumentos presentados y la evidencia recopilada, resultó innegable que los terrenos en cuestión pertenecieron legítimamente a la comunidad, fueron ocupados desde antaño y se había hecho usufructo y aprovechamiento de éstos a lo largo de muchas décadas (Fondo Judicial de Arica 1862: s/f).
Es más, un conjunto amplio de documentos de la zona en estudio demuestran el minucioso conocimiento y uso estratégico que hacen éstos y sus legítimos representantes comunitarios: caciques y jueces de paz (cargos que en el periodo republicano no deberían existir), para hacerse con los títulos de propiedad de la tierra, fundamentales para su subsistencia. Pero, sobre todo, para la conservación y mantención de los derechos comunales sobre el territorio y sus recursos, de modo de conservar los soportes de una estructura organizacional comunal basada en la racionalidad de la producción y cosmovisión andina, dando continuidad a las formas ligadas a la tradición en un contexto de modernidad republicana.
Como vemos, la comunidad indígena permitió a sus miembros desplazarse entre un ámbito regional-étnico y aquel impuesto por el Estado republicano. En este sentido, en su faceta de espacio defensivo de reproducción de un sistema social, cultural y económico, la comunidad permitió el diálogo e interacción de roles y dinámicas que cada uno de estos espacios en cuestión poseía. En este sentido, las élites indígenas operaron como intermediarios culturales legítimos para encabezar la interacción e incorporación de sus comunidades con el sistema que se erigió como hegemónico, pero también, fueron objeto de reclamos y acusaciones por sus abusos y actuaciones “desvergonzadas, valiéndose de métodos prepotentes y hasta violentos” (Tovias y Cahill 2003: 10), que practicaron contra aquellos que debían proteger y que permiten visualizar cómo la adaptación de los aymaras no sólo se dirigió para incorporarse en el sistema republicano, sino también para reconfigurar sus formas de cotidianidad y praxis cultural.
Un ejemplo de esta situación fue el caso de 1840 abierto en Tarapacá. En el mismo, se informó al subprefecto de la zona sobre el actuar del juez del pueblo, señalando que éste “hizo incar de rodillas al ciudadano Isidro Callasaya indijena juez de paz de la comunidad de Parca, lo mismo que a su hijo, y a ambos les dio azotes por mano de D. Matías Ocsa que los había demandado en ese juzgado de resultas de una diferencia que tuvieron en la distribución de aguas. Este bárbaro castigo que las leyes nacionales tienen prohibido, y que aun las antiguas exigían se infligiese después de un juicio” (El Mensajero de Tacna 1840: foja 2 v.).
Otro caso similar es el del juez de paz de Socoroma, Fernando Vildoso, quien fue acusado en 1858 por Manuel Mamani a nombre de su esposa, la también indígena y “originaria del Distrito de Socoroma”, por unos terrenos que Buenaventura Flores le había cedido a su esposa y que:
el juez de paz Vildoso, con más imperio que la misma ley, y con una autoridad sin límites, por nada mas de haber demandada por si de nombre de su esposa Pablo Quintero, la propiedad de dichos terrenos, sin ver a las partes ni citarlas en la forma que previene el artículo 74 de la ley reglamentaria de los jueces de Paz, no entenderse el acta que menciona el 75 del mismo reglamento, a mandado, caprichosamente, que no deba cultivar ni disponer de dichos terrenos, por no ser quien deba disfrutar de ellos (Fondo Judicial de Arica 1858: fojas 1 v.-1 r.).
Así como ocurrió con Cautín, el juez de primera instancia falló a favor de los comuneros por considerar que el juez de paz se aprovechó de la coyuntura que le proporcionó su cargo. En este sentido, con tal de obtener un beneficio propio, vulneró la jurisprudencia que norma a este tipo de autoridades, no teniendo claro si deseaba el terreno para venderlo a favor propio o, como él indicó, con la finalidad de conseguir “fondos a beneficio del templo que se trabajaba en este pago” (la Iglesia de Socoroma) (Fondo Judicial de Arica 1858: Fojas 1 v.).
De este modo, las autoridades y miembros de las élites indígenas, fuesen jueces de paz o caciques, en la medida que actuaron como intermediarios culturales y legítimos entre las autoridades estatales y las empobrecidas comunidades andinas, también lo hicieron buscando la conservación de su poder, estatus e intereses. Estas situaciones, como las presentadas anteriormente, evidencian que aquellos que detentaron una posición de privilegio no siempre estuvieron a favor de la protección de sus comunidades y derechos colectivos, siendo muchas veces acusados en los litigios que se encuentran conservados en los archivos históricos.
Conclusiones
En síntesis, las declaraciones precedentes, así como aquellas que por razones de espacio no hemos incorporado, constituyen ejemplos y evidencias de la presencia y despliegue que realizaron los habitantes originarios y sus comunidades de una identidad particular que se articuló en torno al ámbito local, es decir, en una lealtad que estaba fundada en la tierra y que los vinculó de forma muy íntima con los miembros de sus parcialidades, ayllus y pueblos. Los habitantes de las zonas serranas surandinas se beneficiaron de ciertos espacios y ventajas inherentes en materia económica, como la capacidad de sacar provecho de los recursos comunitarios, el aumento de la población, en la pérdida del peso del tributo ante la devaluación de la moneda y, sobre todo, la debilidad fiscal para aplicar los decretos liberales de la década de 1820 que privatizaban las tierras comunales.
Dicho reconocimiento se sostuvo sobre un discurso e idea de una ciudadanía soberana y nacional, inserta en un mercado capitalista en que la libertad y la competencia entre personas individuales eran sus principales objetivos. Fue así como la tierra se mantuvo en poder de sus antiguos propietarios, las comunidades se negaron a perecer y, a partir de esta defensa de sus derechos y acceso comunal a los recursos que se encontraron en el territorio, lograron obstaculizar y demorar la expansión de las haciendas hasta mediados de la década de 1870, cuando el Estado, impulsado por la necesidad de reemplazar la alicaída economía guanera, avanzó sobre las comunidades andinas y los espacios serranos para incorporar su producción agrícola, de lana de camélidos y de otros recursos, al comercio urbano y de exportación. Del mismo modo, lograron resistir los intentos por desarraigarlos y desestructurar el sistema comunal que le otorgó al indígena sustento, identidad y la posibilidad de negociar frente a los esfuerzos del sistema económico por convertirlos en mano de obra desempleada y barata.
De este modo, vemos que la situación a lo largo del siglo XIX en cuanto al proceso de privatización de la tierra impulsado por el Estado peruano fue permisivo con la existencia de un espacio de comunidades bien establecidas en los valles medios y principalmente altos de la cordillera andina. En él, las comunidades se identificaron como un verdadero espacio defensivo de reproducción de un sistema social, cultural y económico, en el cual sus actores se desplazaron astutamente, entre un sistema regional y étnico con roles y dinámicas propias y uno impulsado por la autoridad desde Lima para todo el territorio nacional.
Cabe señalar en este punto del análisis que, en las últimas décadas del siglo XIX, fue cuando el Estado peruano promocionó fuertemente la gestión de las tierras como unidades particulares, limitando el derecho de explotación y conservación de las tierras de carácter comunal. A partir de ese momento, en un contexto en que la zona dejó de ser -relativamente- desconocida y periférica para el país en función de los intereses rentistas que se presentaron anteriormente, se volvió primordial asegurar el abastecimiento de recursos alimenticios a la cada vez más demandante y atrayente economía salitrera que comenzó a afianzarse en el medio andino.
Esta decisión marcó simbólicamente el fin definitivo del trato particular y singular que consideraba a los originarios del territorio como un grupo corporativo. Fue así como ante la ausencia de los espacios de autonomía y aceptación de estas prácticas comunitarias propias del Antiguo Régimen, los habitantes nativos fueron ampliamente empujados a alejarse de sus comunidades de origen, desafiliarse de sus lealtades comunitarias y desplazarse para emplearse como fuerza proletaria en un mercado caracterizado por los principios e ideales de la modernidad (González 1996: 353). De este modo y de forma paulatina, los habitantes de las comunidades andinas del área analizada fueron asimilados a finales del siglo XIX en categorías globales como obreros o campesinos, cumpliendo con los anhelos de las élites limeñas de que sucumbieran ante las disposiciones y absoluta indefensión de la que eran objeto, conservándose en una condición de empobrecimiento.
En otras palabras, después de la independencia política, en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas estos adquirieron las libertades y los derechos de los demás sectores de la población […] en muchos casos fueron también objeto de leyes y reglamentos especiales que los mantuvieron en situación de marginalidad e inferioridad con respecto a la población mestiza y blanca. Aunque se les concedió la igualdad jurídica, de hecho, las comunidades indias no pudieron disfrutar de las mismas libertades políticas y cívicas debido a la situación de inferioridad económica, discriminación y subordinación política que las caracterizaba (Stavenhagen 1988: 23).
Sin embargo, el alivio que dio lugar la crisis del Estado y de la economía de exportación parece haber sido suficiente para permitir la reproducción social del mundo andino a un ritmo razonablemente alto, a la vez que facilitó un mínimo de prosperidad a las comunidades, que lograron conservar parte importante de sus tierras en un esfuerzo que hasta la actualidad permite destacar la fortaleza del espíritu comunitario, la ardua defensa del derecho comunal y el sentido de colectividad que las poblaciones aymaras detentan desde el pasado. Si bien la comunidad indígena se fue transformando en el tiempo y sufriendo muchos cambios en sus dinámicas, ésta no se desintegró, principalmente gracias a su capacidad de mantener la continuidad con una historia, territorio y especificidad cultural propia (Van Kessel 1980). De este modo, a través de una praxis ciudadana que los incorporó en los procesos de construcción y consolidación estatales, desarrollaron una cultura de la adaptación/resistencia que complejizó la construcción de la nación e identidad peruanas, demandando que su voz sea considerada en la actualidad en los nuevos relatos históricos sobre los orígenes nacionales.