I. ¿Por qué nos resulta natural e incuestionable que los extranjeros tengan un tratamiento especial y diferenciado respecto de los supuestos ciudadanos comunes (los nacionales) diluyéndose sus derechos al cruzar una frontera? El principio básico que guía este sentido común (¿qué derecho pueden tener los extranjeros sobre nuestro territorio?) es que los extranjeros son nacionales, es decir, ciudadanos, en otro lugar donde sí gozan plenamente del conjunto de derechos. Con base en un modelo Estado-céntrico nos parece natural e indiscutible que las personas puedan ser rechazadas, detenidas, perseguidas, criminalizadas, marginadas, controladas constantemente y, finalmente, deportadas o expulsadas por el simple hecho de no ser nacionales. Todos estos derechos de excepción y de exclusión que se arrogan los Estados sobre los derechos de las personas, en nombre de la soberanía sobre su territorio, deberían encontrar en los derechos humanos, suscritos y reconocidos en la mayoría de las democracias actuales, su límite. Pero, ¿es así?
Los Estados crean y actualizan sus fronteras a través de su poder de control, exclusión y rechazo, no sólo en el espacio tradicional entre países, sino también a través de terceros países (externalizando el control migratorio) y recreando fronteras internas en los países (a partir de políticas ineficientes de regularización documentaria, razias, detenciones, controles abusivos de documentación, expulsiones, desnacionalizaciones, etcétera). Se ha normalizado en muchas de nuestras democracias (supuestamente basadas en el reconocimiento indiscutible y fundamental del estado de Derecho y de los derechos humanos) un control administrativo y societal excepcional y constante sobre las personas migrantes que de ninguna manera sería tolerado por los nacionales (esos que sí parecieran poder gozar del conjunto de derechos, pues son reconocidos también, al parecer sin discusión, por sus Estados). Se ha impuesto una naturalización de la discriminación de las personas migrantes que debe ser combatida y una de las armas con las que contamos son los derechos humanos.
Ahora bien, ¿cómo ha sido posible que se naturalice la discriminación y la violación sistemática de los derechos humanos de las personas migrantes? Las razones son muchas y complejas. Sin embargo, a nivel estructural, se pueden señalar: razones económicas, asociadas a las lógicas perversas del tardocapitalismo y a la funcionalidad de la criminalización y de la precarización de las migraciones para la disposición de mano de obra barata a nivel mundial (mercado versus derechos); razones geopolíticas, vinculadas a la fragmentación de lo político en Estados nación guiados por el principio de soberanía, en un contexto global de pérdida de legitimidad que agudiza sus aspectos puramente policiales; razones ideológicas, que permiten comprender la productividad de los migrantes como chivos expiatorios de todos los males que aquejan a las sociedades capitalistas (recordemos que el nacionalismo siempre ha sido una carta central para diferir el mal hacia minorías y mantener el statu quo, a través de una identificación atávica de extranjería y enfermedad social). Todas estas razones, por mencionar sólo algunas de las más importantes desde una perspectiva crítica, se encuentran por supuesto interrelacionadas.
En las últimas décadas se ha ido imponiendo una lógica de la sospecha sobre las personas migrantes y, consecuentemente, su criminalización. Una vez que las personas migrantes se convierten en la cara visible del mal, están dadas las condiciones para legitimar de facto una negación de los más elementales derechos, en nombre de la seguridad nacional y del bien público. Ahora bien, para poder abordar críticamente esta operatoria sacrificial, según la cual los extranjeros deben ser sacrificados en pos del bien común, resulta central reinscribir la discusión en una perspectiva democrática y de derechos humanos. Un Estado democrático se define por el reconocimiento incondicional y pleno del estado de Derecho y por su compromiso con los derechos humanos. Esto implica que un Estado democrático no puede sacrificar una parte de sí sin sacrificarse a sí mismo (pues, la democracia es un sistema que se caracteriza por incluir universalmente a todos, a cualquiera, sin excepción). La democracia, cuando suspende las garantías y derechos de una parte de la población, supuestamente para protegerse de amenazas internas o externas, se suicida (pues la democracia supone un régimen de inclusión incondicional de todas las personas). El discurso de la seguridad pone en jaque los fundamentos del estado de Derecho y, por lo tanto, la democracia misma.
Los acólitos de la seguridad nacional y del bien público que ven en los extranjeros una amenaza y las fronteras como una trinchera suponen que es preciso suspender la democracia para salvarla. Sin embargo, es preciso no dejarse engañar: hoy más que nunca, una sociedad democrática se define por resistirse a ser el medio del sufrimiento de otros seres humanos. La justicia sólo puede salvarse cuando prima el principio de razonabilidad sobre el de la legalidad y el respeto de la infinita dignidad humana sobre el cálculo soberano de los Estados. Los derechos humanos en este contexto juegan un rol clave, pues desterritorializan la protección y se enfocan en la persona humana haciendo de la frontera, de los umbrales de las democracias particulares, su lugar de batalla: los derechos humanos se dirigen a todas aquellas personas que por alguna razón se hallan fuera-de-lugar.
Propondremos aquí un ejercicio reflexivo, a mitad de camino entre la práctica y la teoría, en torno a los dilemas de los derechos humanos frente a la movilidad humana en un mundo Estadocéntrico, donde el principio universal de respeto de la dignidad humana es constantemente limitado y violado por las prerrogativas soberanas de los Estados. Intentaremos habilitar una comprensión crítica de los derechos humanos frente a las migraciones. Para ello, y con el objetivo claro de ofrecer aquí un conjunto de ideas que puedan servir a quienes participan diariamente en la lucha por el reconocimiento de los derechos humanos de las personas migrantes, se abordará un caso ejemplar, en el que se cristalizan trágicamente algunas de las grandes tensiones de las democracias frente a la movilidad humana: el caso de República Dominicana (RD), tristemente célebre en los últimos tiempos por su política discriminatoria hacia dominicanos de ascendencia haitiana y extranjeros haitianos.
Consideramos que este caso hace posible recalibrar la eficacia de los derechos humanos en nuestra región y llamar la atención respecto a la vigencia de las matrices sacrificiales alrededor de los extranjeros en Estados democráticos. Se hablará aquí de lógicas de extrañamiento y de desnacionalizaciones masivas que tienen lugar en pleno siglo XXI. Se hablará de Estados canallas (fuera-de-la-ley) y de los extranjeros como arcanos sacrificiales. Se hablará de la vitalidad y la vigencia del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, así como también de su fragilidad. Y se hablará de todas estas cuestiones de urgente actualidad a partir del análisis de las desnacionalizaciones masivas en RD.
Es preciso interrogar de qué manera el caso de RD puede funcionar como un paradigma para pensar en las paradojas de los órdenes contemporáneos. La nacionalidad es el efecto jurídico del trazado político e histórico de una frontera. Lo que pasa en aquella isla, entre RD y Haití, dialoga con lo que pasa aquí, entre nosotros. Sabemos de la justicia y de la injusticia cuando un caso particular, a la vez único y universal, muestra lo que queda por incluir y por pensar. El derecho llega en auxilio y como remedio al conflicto social y político: los casos sientan las bases de la jurisprudencia porque nos hablan de la materia viva (relacional) de la comunidad humana ahí donde el reclamo de justicia surge de aquellos y aquellas, y también de aquello, que aún no ha sido tomado en cuenta.
II. El caso de desnacionalizaciones masivas de dominicanos de ascendencia haitiana nos coloca frente a una difícil tarea: evitar enviar la discusión directamente al terreno de las migraciones, tal como pretende el Estado de RD, pues se trata de nacionales dominicanos de pleno derecho a los que el Estado ha expropiado su nacionalidad. Sin embargo, sólo podremos entender este proceso de extrañamiento y expulsión si analizamos con detenimiento el carácter político e histórico de la frontera que separa a nacionales y extranjeros, mostrando su fragilidad y sus corrimientos.
¿Cómo es posible que, en un país donde prima el derecho de suelo (ius solis), personas nacidas en el territorio puedan ser despojadas de su derecho a la nacionalidad? Lo que ha hecho posible este proceso de extrañamiento de nacionales es una política migratoria xenófoba y discriminatoria sostenida en el tiempo. El caso de RD es especialmente interesante porque muestra la vitalidad del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) a la hora de reaccionar frente a las graves violaciones de los derechos humanos que sufren las personas migrantes y, también, su ineficacia y debilidad frente al poder soberano y expulsivo del Estado: la sentencia de la Corte IDH contra RD de 2014, Caso de personas dominicanas y haitianas expulsadas vs. República Dominicana, hubiese sido innecesaria de haber sido efectiva su sentencia de 2005, Caso de las niñas Jean y Bosico. Una década entera se perdió y las cosas sólo han empeorado desde entonces para las personas dominicanas de ascendencia haitiana y migrantes haitianos: el gobierno de RD habría amenazado reiteradas veces con abandonar el tribunal regional y en 2015 se habrían cerrado temporalmente los consulados dominicanos en Haití.
En RD ha tenido lugar (y tiene lugar) un proceso violento de expulsión de nacionales y producción masiva de apátridas. Lo que ha hecho posible este proceso es la aplicación sistemática de una política de excepción y de extrañamiento sobre nacionales de ascendencia haitiana en un contexto más vasto de irregularidad migratoria producida y reproducida, durante más de un siglo, por el Estado de RD. La irregularidad migratoria es una falta administrativa que habla de la ineficacia de los Estados para proteger a las personas migrantes (¡ningún migrante elige la irregularidad!). Los migrantes económicos (que constituyen el grueso de las mal llamadas migraciones voluntarias) no son sonsos, la vitalidad económica de un país se mide por su capacidad de atraer laboralmente a las personas, pues nadie migra a un país en el que no puede trabajar: es deber de los Estados habilitar canales simples y razonables para alcanzar la regularización documentaria y comprometerse en una política receptiva responsable. ¿Por qué algunos Estados no llevan a cabo políticas de regularización documentaria? ¿Qué beneficios tiene la irregularidad migratoria?
En un contexto capitalista ¿qué mejor que poder disponer de una mano de obra barata vulnerada en todos sus derechos y eventualmente expulsable? Es preciso recordar que los Estados buscan desplazar el debate de la irregularidad migratoria -que es una falla administrativa producto de una ineficaz política migratoria a la hora de otorgar un estatus jurídico a los extranjeros que ingresan al territorio- a la ilegalidad -que implica una criminalización de los migrantes y desvía el debate al terreno de la seguridad.
La Corte IDH en el caso de las niñas Yean y Bosico (en 2005) ya había llamado la atención sobre las derivas perversas de la política migratoria de RD en relación a la negación de la nacionalidad a personas de ascendencia haitiana, con base en una interpretación restrictiva y poco razonable de la figura de extranjero en tránsito y en el estatus migratorio de los padres. Esta sentencia fue especialmente importante porque fue la primera vez que la Corte IDH se expidió sobre la temática de la nacionalidad. Ahí dejó asentado que el estatus migratorio de una persona no puede ser condición para el otorgamiento del ius solis si hubiere nacido en el territorio (siendo ésta la única condición exigible por el Estado), y que la condición de irregularidad de los padres no se transmite a los hijos.
El Estado de RD, desconociendo esta sentencia doblará sucesivamente e in crescendo su apuesta: en 2007, una Resolución (12) de la Junta Central Electoral suspenderá, por considerarlas sospechosas y fraudulentas, todas las actas de nacimiento de las personas inscritas en el registro civil con nombres y apellidos de origen haitiano o francés. Se confiscarán las actas de nacimiento de las personas de ascendencia y se suspenderá la expedición de cédulas de identidad personal y electoral de personas de ascendencia haitiana. Dominicanos y dominicanas verán así afectados el conjunto de sus derechos (al trabajo digno, a la vivienda, a la salud, a la educación, a la circulación, etcétera), pues el derecho a la identidad jurídica es la piedra basal del Estado de derecho en general. Apoyándose en la sospecha respecto del origen ilegal de las partidas de nacimiento, el Estado procederá a borrar los registros civiles de ciudadanos y ciudadanas con nombres y apellidos haitianos o franceses.
Con la reforma constitucional de 2010, el Estado de RD abrirá aún más la puerta al pervertimiento del ius solis al agregar que no son dominicanos los extranjeros que “se hallen en tránsito o residan ilegalmente en territorio dominicano”. En 2013, cruzando la figura del extranjero en tránsito con la del migrante “ilegal”, una Sentencia del Tribunal Constitucional de RD (TC-168-13) convertirá en “hereditaria” la irregularidad migratoria y la tornará retroactiva hasta 1929. La sentencia del Tribunal Constitucional dejará a más de 200 000 dominicanos y dominicanas, de padres o abuelos haitianos, en su mayoría braceros en las plantaciones de caña de azúcar (migración laboral que define la frontera viva haitiano-dominicana desde hace más de 100 años), despojados de su nacionalidad y apátridas. En el punto 5 de la sentencia TC-168-13, “Hechos y argumentos jurídicos”, queda muy claro el proceso de perversión del ius solis que convierte la irregularidad en ilegalidad hereditaria y la nacionalidad en prerrogativa exclusiva del Estado soberano:
c. Que la nacionalidad es un aspecto de la soberanía nacional, discrecional de los Estados, la cual es concebida como un atributo otorgado por estos a sus nacionales [...].
d. Que la legislación es clara y precisa al establecer “QUE NO TODOS LOS NACIDOS EN TERRITORIO DE LA REPÚBLICA DOMINICANA NACEN DOMINICANOS” [...].
f. Que “la determinación de la nacionalidad es un asunto de derecho interno que corresponde a cada estado, como expresión de su soberanía nacional [...]”.
i. Que la Ley [...] permite a la Junta Central Electoral investigar y tomar cuantas medidas entienda pertinente para la depuración del Registro Electoral [...] alejando todo elemento que sea ajeno al conjunto [...].
j. Que, respecto a los hijos de extranjeros ilegales, la Junta Central Electoral ha aplicado el criterio jurídico [...] consistente en que: (...) NO NACE DOMINICANO; QUE, CON MAYOR RAZÓN, NO PUEDE SERLO EL HIJO (A) DE LA MADRE EXTRANJERA QUE AL MOMENTO DE DAR A LUZ SE ENCUENTRA EN UNA SITUACIÓN IRREGULAR Y, POR TANTO, NO PUEDE JUSTIFICAR SU ENTRADA Y PERMANENCIA en la República Dominicana (Tribunal Constitucional, 2013:7-8).
En 2014, el Estado de RD implementará un procedimiento de “naturalización” para que las personas dominicanas previamente desnacionalizadas puedan readquirir su nacionalidad expropiada: de esta forma termina de convertir en extranjeros a nacionales dominicanos. En este contexto tiene lugar la sentencia de 2014 de la Corte IDH contra el Estado de RD. La Corte IDH determinará que el Estado de RD ha incumplido con sus obligaciones y con aquello que dicta la Convención Americana de Derechos Humanos en relación al derecho a la nacionalidad, a la identidad, a la igualdad ante la ley y a la no discriminación de personas nacidas en el territorio dominicano de ascendencia haitiana y migrantes haitianos. Las organizaciones de derechos humanos van a definir esta política sistemática de expropiación de la nacionalidad, y por lo tanto de la personalidad jurídica y de la identidad de cientos de miles de dominicanos y dominicanas, como un “genocidio civil” (Soto, 2015).
III. El caso de RD hace posible desarmar y cuestionar ese “sentido común” al que hicimos referencia al comienzo de la nota y según el cual los extranjeros pueden y deben ser tratados de manera diferente porque son nacionales, es decir, “ciudadanos”, en otro lugar donde sí gozan plenamente del conjunto de derechos. A partir del análisis del caso de desnacionalización masiva en RD se hace evidente que esto es falaz por distintos motivos. En primer lugar, porque el archipiélago de Estados nación que compone nuestro fragmentado mundo político no es exhaustivo: es absolutamente posible no poseer ninguna nacionalidad, es decir, ser apátrida. Nada podrá entenderse del gran aporte de Hannah Arendt en relación a los límites y desafíos de los derechos humanos en nuestro mundo actual, si se pasa por alto la figura de los sin Estado (apátridas de nuestro tiempo). La pérdida o la no posesión de una nacionalidad es el primer paso en la violación de los más elementales derechos humanos en un mundo Estadocéntrico (¿no fue éste el primer paso para hacer posible el genocidio nazi?). De ahí que la Corte IDH haya insistido en definir la nacionalidad como un estado natural de la persona humana intentando escapar así a las paradojas de la nacionalidad como prerrogativa estatal.
En segundo lugar, el tratamiento diferenciado de los extranjeros respecto de los nacionales asocia nación y naturaleza, negando el artificio político que supone la nacionalidad: no hay una frontera natural que permita marcar el adentro y el afuera de una comunidad, esas fronteras son políticas e históricas. De ahí que detrás de la ciudadanía, de una pertenencia acreditada, se encuentre la “nacionalización” (y no simplemente la nacionalidad) palabra que nos recuerda que se trata de siempre de un proceso (en algunos casos, incluso, reversible) y no de un hecho natural.
Por último, la “naturalización” de la diferencia entre extranjeros y nacionales remite a una concepción absolutamente conservadora del vínculo político y social con la comunidad política basada en el nacimiento (en el seno de una familia o en un territorio). Se desconocen, así, los procesos de subjetivación política asociados a la residencia y la importancia desterritorializadora de los derechos humanos: es poco razonable que la pertenencia “acreditada” no guarde ninguna relación con el hecho de la presencia sostenida en el tiempo de las personas migrantes en una comunidad política. Es preciso sumar el criterio de la residencia al criterio del nacimiento para dar forma a una ciudadanía verdaderamente democrática y respetuosa de los derechos humanos que incluya a todas las personas que efectivamente forman parte de una comunidad.