Introducción
Magia, brujería, reunión nocturna, superstición y apariciones demoniacas no son legados inmateriales del pasado; todavía constituyen una realidad social, religiosa y económica para algunos hombres y mujeres del siglo XXI, en México -por ejemplo, en la tradición campesina (Somohano Martínez, 2006) e indígena (Scheffler, 1983)- y en el mundo.
Hay que destacar que las trasformaciones que se han producido a partir de los años noventa del siglo XX en las condiciones de la propiedad de la tierra, la idea de riqueza y la responsabilidad política de los gobiernos nacionales y locales son la causa de un fenómeno que sigue provocando muerte, desesperación e indigencia para muchas jóvenes y ancianas en África y Asia: me refiero al regreso de la caza de brujas. No obstante, a pesar de que sean numerosas las circunstancias que contribuyen a la difusión de las acusaciones y los procesos de hechicería y brujería, se ha observado que tales escenarios son más frecuentes en áreas propuestas para algunos proyectos industriales o comerciales o donde se pretenden privatizar terrenos comunales o baldíos, como acontece, por ejemplo, en las comunidades tribales de la India, donde presuntas brujas disponen de terrenos que algunos gobernantes quisieran embargar. Como ha demostrado Silvia Federici (2008) en sus investigaciones, en África la víctima “bruja” es generalmente una vieja mujer que vive sola.2 En el discurso de sus acusadores, ella es el nexo nefasto entre los seres humanos y los demonios.
Del mismo modo, y a partir del siglo XVI, también en la Nueva España, mientras que algunas mujeres de diversos estamentos y etnias se hicieron poderosas y ocuparon espacios liminales a través de las artes mágicas, la medicina “tradicional” o el pacto con el demonio, otras sufrieron persecuciones y calumnias.3 Susan M. Deeds (2002, p. 35) se refiere a ellas como “mujeres bravas”, que usaban las prácticas mágicas para hacerse ricas o simplemente para protegerse; a veces también recurriendo a un convenio satánico. Creer en la alianza con el demonio y en los poderes infernales originó la demonolatría, o sea, la adoración del diablo, “practicada por personas que, ante la incapacidad de solucionar sus problemas, se encomendaban al Diablo y le rendían culto a través de rezos, invocaciones y misas semejantes a la liturgia católica” (Wobeser, 2016, p. 54). Por su parte, la demonología es la rama de la teología que indaga sobre los demonios y sus relaciones haciendo alusión a su naturaleza.4
En la academia mexicana existe una larga y sólida tradición de saberes acerca de estos temas: las visiones del más allá, los milagros, la corporeización de la santidad, las supersticiones y apariciones y la correspondiente disertación antisupersticiosa, las presencias demoniacas, las brujas y falsas místicas, etcétera. Entre los estudios más recientes quiero recordar los de Esther Cohen (2003), Antonio Rubial García y Doris Bieñko de Peralta (2011), Alberto Ortiz (2012), Claudia Carranza Vera (2013), Adriana Rodríguez Delgado (2013), Lourdes Somohano (2013), Estela Roselló Soberón (2015) y Gisela von Wobeser (2016). A través de metodologías, documentos y enfoques no siempre iguales, los citados investigadores han trabajado los argumentos principales de esta exploración. Asimismo, gracias a la minuciosa reconstrucción de Manuel Ramos Medina, hoy sabemos que también el reconocido historiador y filósofo Edmundo O’Gorman (1906-1995), uno de los más destacados representantes del revisionismo historiográfico en el surgimiento de la historiografía académica en México, fue fascinado por el tema del diablo, sus expresiones, la “dimensión esencial de lo histórico” y la muerte (O’Gorman, 2018, pp. 35-36).
En definitiva, para los “casos demoniacos” novohispanos las fuentes eclesiásticas e inquisitoriales representan un material fundamental para evidenciar las conductas y narraciones difundidas de diferentes grupos étnicos y sus tradiciones en el universo de la curandería, hechicería y brujería, que tenían por fin generar tormentos diabólicos, embaucar enemigos o -más ingenuamente- “enamorar” parejas. De igual modo, estas técnicas y culturas mágicas permiten “una comprensión de la lógica interna de la espiritualidad de la época y de la manera en que las doctrinas inspiradas en ella lograron integrarse en los conflictos ideológicos de su tiempo” (Cervantes, 1993, p. 130), y posibilitan acercamientos más próximos entre distintas etnias5 y la escritura de una nueva historia de género, sociocultural o de las mentalidades.
Los expedientes consultados para esta indagación señalan, además, que algunos de los protagonistas son difuntos, o sea -y esto es un inciso-, el sistema inquisitorial español se determinaba también por la contingencia de inquirir y procesar a los ausentes, aunque estos no solo eran los imposibilitados a comparecer, o los prófugos de la justicia, sino también los muertos.6 Unas mujeres, algunas de ellas ya fallecidas en la fase final de la investigación procesal, son las protagonistas de este “relato diabólico” de vida novohispana que se desarrolla documentalmente entre 1666 y 1680: María Valenzuela, Felipa de Santiago de Canchola, María de Angulo y la mulata María. ¿Las cuatro se habían unido carnalmente con el diablo? Vamos a averiguarlo.
Brujas novohispanas y demonio europeo
Hace pocos años, en una importante monografía acerca del discurso antisupersticioso y sus principales versiones en las Indias, Alberto Ortiz (2012, p. 14), distinguiendo el texto escrito de la práctica idólatra y de los procesos de brujería del Santo Oficio, afirma acertadamente que los ritos y la praxis de cualquier devoción “reflejan la búsqueda antropológica por la transcendencia, refieren los conceptos de hombre en relación y codependencia con la divinidad, dan sustento a un mundo metafísico que hay que reconocer y explicar”. Sin embargo, analizando el lento proceso de aculturación americana, el autor insiste en evidenciar algunas fisionomías ceñidas que generaron un universo de creencias y conductas nativas que poco se asemejan a las características europeas de la adivinación, la nigromancia y la brujería. Asimismo, Ortiz (2012, p. 155) concluye su pesquisa alegando que desde hace poco tiempo se ha percibido en la historiografía “un diablo diferente, amerindio, con raíces autóctonas, un diablo ídolo, pero terriblemente engañador y falaz”, que se encuentra en las reminiscencias idólatras de la época prehispánica.7 Aquí quiero indicar cómo -en línea con otra perspectiva historiográfica (Quiñones Hernández, 2009; Ayala Calderón, 2010)-, a pesar de un obvio proceso de adaptación de realidades y metodologías de acción de las autoridades indianas, laicas y eclesiásticas, del traslado a las Américas de formas discursivas y retóricas nuevas y un posible demonio “amerindio”, existieron manifestaciones evidentes de equivalencia entre el diablo “europeo” y el diablo que se asomó a la Nueva España, a lo largo de los siglos XVI y XVII, para firmar con aldeanas o vecinas pactos de sangre, implícitos o explícitos.8
De un común y milenario denominador euroasiático y, ahora agrego, americano de brujerías, rituales y visiones ya había hablado Carlo Ginzburg (1989) en su Storia notturna, lógica continuación de su más conocido libro I benandanti (Ginzburg, 1966). Este historiador italiano regresa al tema de las juntas de las brujas, las deidades femeninas y las procesiones de los muertos, rastreando todos estos acontecimientos en el nivel paneuropeo y hasta en los llanos euroasiáticos, para demostrar que estas manifestaciones son herencias del chamanismo procedentes de épocas muy lejanas. Los viajes nocturnos hacia el sabbat tienen una matriz de iniciación. Benandanti, brujas, hechiceros, hombres lobos, etcétera, son figuras liminares, situadas en la frontera entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Las investigaciones de Ginzburg sobre las ceremonias en los aquelarres demuestran la representación de formas simbólicas análogas a distancia de milenios, en ámbitos espaciales y culturales heterogéneos por completo. Además, Ginzburg se ha alejado del enfoque microhistórico y en Storia notturna profundiza y amplía la escala de lectura de los benandanti empleando el método analógico (más que comparativo) y utilizando algunos instrumentos de la antropología. Su innovadora propuesta ha causado muchísimas críticas porque se aleja de la tradicional relación con las fuentes para acentuar el vínculo con el mito y las pautas sociales.
Así, desde la mirada antropológica y por la observación de algunas prácticas sociales del pasado, la alianza maléfica de la mujer con los demonios infernales comporta “un sistema de signos con un significante de naturaleza dramático-ritual y un significado que enlaza con los misterios mismos de la existencia humana” (Fernández, 2014, pp. 225-226). Según la retórica de los santos Agustín y Tomás y la legislación papal medieval (en particular la bula Super illius specula, de 1326), el cristianismo condenó cualquier forma de adoración satánica. Sin embargo, y lentamente, solo a partir de la segunda mitad del siglo XIV se consolidó en la praxis judicial europea la similitud entre brujería y herejía, pericia fortalecida por el aumentado miedo a la “nueva esencia de Satanás” y la necesidad definitoria de establecer las implicaciones morales, físicas y teológicas y el grado de eficacia del pacto con él. Como ha recordado Robert Muchembled (2002, pp. 19-20), Satanás entró definitivamente en la escena europea en una época tardía. Los elementos dispares de la imagen demoniaca existían desde hacía mucho tiempo, pero solo alrededor del siglo XIII ocuparon un lugar decisivo en representaciones y prácticas, antes de desarrollar una entidad imaginaria obsesiva a fines del medievo. Lejos de limitarse a los ámbitos teológico y religioso, estos fenómenos se relacionaron de modo directo con el surgimiento atormentado pero notable de una cultura común. Fue el otoño de la Edad Media y la primavera de la modernidad y surgieron formas inéditas de control social de las poblaciones. Sin embargo, los triunfos diabólicos y el sentido macabro no lograron encubrir la aparición desordenada de un proceso destinado a promover a Europa en el mundo: el diablo impulsó a los occidentales hacia delante porque él era la cara oculta de una dinámica prodigiosa destinada a conjurar los sueños imperiales heredados de la Roma antigua con el cristianismo.
Se terminó -como recuerda Julio Caro Baroja (1961, p. 123)- con una situación dogmática ambigua, mantenida desde el fin del mundo clásico, y se esclarecieron y tipificaron “muchos de los actos atribuidos a las hechiceras” y a las brujas. Los teólogos Pedro Ciruelo (1470-1548) y Martín de Castañega (1511-1551),9 entre otros, lograron determinar en sus obras la dualidad de los principios espirituales, uno católico y otro diabólico (la doctrina dualista),10 y la particularidad del concierto entre hombres y mujeres y Lucifer: negociar con los demonios implicaba alinearse del lado de la perdición, renunciado a la verdadera fe y a Cristo. Precisamente, no es casual que durante el concilio tridentino el demonio haya sido definido como “enemigo perpetuo del humano linaje”, humani generis perpetuus hostis (1546).11
Son estos los temas y las efigies que, sin duda, existieron en el imaginario colectivo de los novohispanos, en sus representaciones simbólicas y sus pensamientos, figuras y conceptos que fueron asentados en las denuncias que depositaron con los comisarios del Santo Oficio. Ampliando la tesis de Tzvetan Todorov (1982, p. 23) sobre la historiografía indiana y el discurso escrito y extendiéndola a las percepciones psicológicas y al relato de la documentación inquisitorial, se puede afirmar que la “estructura narrativa” es, en buena medida, una esquematización de las mentalidades del autor-narrador, y los “valores culturales” informan acerca de su reflexión e ideología. Es decir, las declaraciones por descargo de conciencia de los deponentes hacen posible una lectura de sus pensamientos, creencias e idiosincrasias en relación con el demonio y con la pervertida alianza de sangre con él.
En México, los procesos brujeriles iniciaron aparentemente en 1566, cuando una tal María de Lugo fue torturada por la Inquisición episcopal (AGN, Inquisición, vol. 39, exp. 1), y prosiguieron hasta el siglo XVIII. Para el estándar sociorreligioso y procesal de la metrópoli, no obstante la ordenanza de Felipe II (1592) que promovió una represión más dura (Mandrou, 1968, pp. 137-152), los casos mexicanos no son cuantiosos y se adscriben también -a pesar de la hibridación- en el modelo discursivo y simbólico castellano, vasco-navarro o aragonés.12 En nuestra narración, todo empezó en el territorio de la audiencia de Guadalajara,13 entre Sombrerete y Nombre de Dios, cien años exactos después del proceso de María de Lugo: en mayo y el primer día de junio de 1666, ocho súbditos novohispanos del joven rey Carlos II, para descargo de sus conciencias, decidieron denunciar a algunas brujas y a tres jóvenes magos de la región.14 Las adeptas del ángel caído eran tres, tal vez cuatro: 1) María Valenzuela, española, supuestamente hechicera o bruja, casada con Diego Flores de Rivera, con el cual tuvo un hijo llamado Alonso, amiga de Felipa de Santiago de Canchola.15 2) Felipa de Canchola (o Felipa de Santiago de Canchola), mestiza, soltera, supuesta bruja aprendiz. En casa de doña María Valenzuela, las dos mujeres se untaban ungüentos y para que Diego Flores no se enterara de sus asuntos mágicos le ponían huesos bajo la almohada para que se quedara dormido. Ellas se convertían en palomas y volaban entre Nombre de Dios, Sombrerete y Zacatecas. Felipa había criado un indio o negro (no hay concierto en las fuentes), un tal Cristoval Partida, que renegó de la Santísima al haber sido regañado por su amo.16 3) María, mulata, residente en Avino y de la cual no se conocen muchos datos biográficos (AGN, Inquisición, vol. 605, t. I, exp. 7, f. 397v. Véase el apéndice). 4) María de Angulo, viuda del capitán López de Miranda, residente en Guadiana en 1666.17
Según los documentos inquisitoriales, los brujos principiantes eran el hijo de María Valenzuela, un tal Alonso Flores de Rivera; un negro nombrado también Alonso, que antes “estaba en su servicio [de María Valenzuela] y hoy está en Guadiana en casa de don Juan Alvares” (AGN, Inquisición, vol. 605, t. I, exp. 7, f. 389), y el negro o indio Cristoval Partida.
Con todo, el coprotagonista masculino del acontecimiento referido en las fuentes no fue ninguno de los magos mencionados, sino Sebastián Ximenes, sastre de oficio y, verosímilmente, amante de Felipa de Canchola. Unos testigos contaron que una noche, cuando intentó pegarle a su concubina, asiéndola con violencia por el cabello, de improviso se halló con un cuerno en la mano: Felipa se había transmutado en vaca.
María Valenzuela, Felipa de Canchola, María de Angulo y la mulata María fueron acusadas de ser brujas y tener pacto con el demonio. ¿Eran ellas el mal absoluto? Quizás el objetivo indirecto de los denunciantes era eliminar a sus enemigos en el pueblo, contribuir eventualmente a la destrucción económica de sus familias mediante la confiscación de bienes y así manchar el honor de sus vecinas. En un viejo libro, Hugh R. Trevor-Roper (1969, p. 9) propone ver en los sujetos subalternos (brujas, judíos, etcétera) la cabeza de turco de difusas tensiones sociales. ¿Entre Sombrerete y Nombre de Dios tal vez se había generado malcontento en la comunidad frente a las ambiguas pautas de estas mujeres? Los altos mandos del antiguo régimen consideraban tan desestabilizadores la práctica grupal de lo sobrenatural y el ejercicio de la magia y las habilidades prodigiosas que habrían podido generar sucesos peligrosos como el cisma, la renegación o la herejía. Por esta razón, la Inquisición intentó averiguar la realidad de los hechos, no para definir la culpabilidad de los acusados, sino para ver hasta dónde los testimonios en contra tenían sustento en la verdad y si emergían rencores ocultos entre denunciantes y denunciados.18
En la historia del Santo Oficio de México se efectuaron numerosos autos de fe en los que la ejemplaridad y el triunfo de la justicia divina se dieron a través del rescate de almas, mientras que, con la máxima pena, la relajación en la hoguera por el brazo secular, se quemaban los cuerpos o las efigies de los herejes que habían roto la paz de las comunidades novohispanas. María Valenzuela, Felipa de Canchola, María de Angulo y la mulata María19 fueron acusadas de ser brujas, y María Valenzuela y Felipa ya habían muerto antes de las sucesivas ratificaciones de las acusaciones de sus vecinos (Felipa, en particular, en pobreza, en 1670).20 También ya había falle-cido, en 1666, el coprotagonista del episodio, Sebastián Ximenes, quien había asistido al mágico prodigio de trasformación de Felipa en vaca.
Estos expedientes inquisitoriales del Archivo General de la Nación de México permiten estudiar algunas tipologías del pacto con el demonio en la Nueva España. Empero, lastimosamente, no podemos distinguir a ciencia cierta las pautas de hechicería de las de brujería realizadas por las demandadas. Tampoco es posible argumentar, a partir de los posibles hechizos perpetrados por ellas, si estas mujeres suscribieron un concierto “explícito” para volverse brujas o, más bien, uno “implícito”.21
Aclaradas estas cuestiones del alcance de la investigación, ahora es indispensable insistir en el papel de la bruja y su relación demoniaca. Como es sabido, según las creencias que se habían difundido principalmente entre los cristianos a partir del siglo XV, una bruja era una mujer que poseía poderes prodigiosos gracias a un “contrato” con el demonio o con otros espíritus malignos firmado con sangre. Es decir, era una matrona poseedora de grandes atribuciones y experiencias adquiridas a través de ciertos rituales satánicos que le permitían “manipular” la naturaleza y transformarse en lo que ella quisiera. El contrato podía ser también implícito, a partir de las invocaciones o los encantamientos cumplidos por ella.
Las características que dedujimos de los legajos inquisitoriales y que hacen de María Valenzuela, Felipa de Chanchola, María de Angulo y la mulata María unas posibles brujas modélicas se pueden resumir en unos pocos pero indudables puntos: haber dicho públicamente que eran brujas; haberse convertido en animales (por ejemplo, paloma y vaca); salir con otras lugareñas por las noches a bailar en un corral y besar el “culo a un chivato rosillo”22 durante el sabbat; efectuar vuelos nocturnos; gritar “¡ay, Jesús!” y blasfemar durante el aquelarre; poner huesos de muertos debajo de almohadas para inmovilizar durmientes y realizar otros maleficios. En el caso de Felipa, además, hay que agregar que, cabalgando una cubeta, ella voló a otra villa cercana (la cubeta prodigiosa era la herencia que le dejó otra amiga bruja).
Con base en las confesiones de algunos pobladores de las ciudades aludidas, sabemos que había un entramado complejo de afectos, celos e intereses contrastantes entre individuos, familias y grupos que, por ejemplo, llevó a Diego de Salsido Arana a afirmar que, en una conversación con Sebastián Ximenes, le aconsejó: “mirad lo que dices que quizás os sego la pasión”. En otras palabras, el testigo expresaba la necesidad de sosegar su conciencia por “saber que hay una bruja y es un secreto a voces”; por lo tanto, era imperioso para el informador, como se lo pidió el difunto Sebastián Ximenes, que “se lo dixese al licenciado Joseph Salsido que era vicario de la dicha villa […] y hermano de este declarante, es decir que se tenía que llevar a juicio” (Santiago Ponce, 2016).
Como ya he mencionado arriba, el delator principal era Sebastián Ximenes -ya fallecido entonces-, pues fue él quien había atestiguado que Felipa se “avia vuelto vaca”. Sin embargo, los testimonios no coinciden acerca del sitio en donde ocurrió el prodigio: un deponente dijo que el difunto le había contado que el portento se había verificado afuera del convento de San Francisco, mientras que otros señalaron la plaza principal de la villa. Pese a estas diferencias, todos concordaron que sucedió en la noche, “aviendo luna mui clara” (AGN, Inquisición, vol. 605, exp. 17, t. II, f. 552). Los testigos subrayaron la agresividad con la que Ximenes se dirigió a la mujer: “yéndola a porrear, tirar de los cabellos […] queriéndole dar con la daga”. Estas confesiones ex post destaparon el secreto de las hechiceras villanas y sus maleficios.
Las denuncias ante el Santo Oficio patentizan el conocimiento de los novohispanos sobre el sabbat, los rituales y las “leyendas” europeas. Asimismo, permiten revivir el mito de las féminas pecadoras representadas por las brujas maléficas: la sinagoga23 o el aquelarre (del vasco akelarre, o sea, “prado del macho cabrío”) de las brujas novohispanas empezó en una noche tenebrosa, con cantos y danzas del ritual demoniaco, en un terreno yermo y a la presencia de un cabrón, que ocupaba el centro del círculo en el cual se bailaba. Se puede imaginar cómo, junto con movimientos muy sensuales y de doble cadencia, primero suaves y luego repentinos, se alternaban ritmos eufóricos y desordenados. Los cuerpos volaban y volvían al terreno, se gritaban y pronunciaban palabras incomprensibles:24 la reunión nocturna terminaba con la entrega al demonio de los cuerpos y las almas de mujeres y hombres; así la “camada de brujas”25 sentía el poder recibido por el macho cabrío y, en agradecimiento, unas tras otras le besaban “el culo”.26
Después de volar toda la noche, finalmente Felipa aterrizó en un pantano repleto de frescas flores y, chillando, exclamó el nombre del hijo de Dios: “¡Jesús! ¡Jesús!”. Era un graznido de ave que irrumpía en el amanecer. Ella cayó desmayada, exhausta por tan larga y cansada travesía nocturna.27
Es probable que aquella noche de sabbat en el norte mexicano fuera la iniciación como bruja de Felipa de Canchola. En efecto, se cumplía con el estereotipo de “brujería diabólica” del que habla Jeffrey Burton Russell:
[…] algunos hombres, pero con más frecuencia las mujeres, los jueves o sábados por la noche se levantaban silenciosamente de la cama para no perturbar a sus cónyuges. Las brujas que vivían cerca de sus lugares de reunión llegaban a pie, pero las que vivían más lejos se frotaban el cuerpo con ungüentos que les permitían volar con forma de animales o montadas en escobas o rejas […]. La ceremonia se iniciaba cuando todas las brujas nuevas juraban guardar los secretos […]. Los neófitos renunciaban a la fe cristiana e insultaban un crucifijo y la hostia consagrada. Luego procedían a adorar al Diablo o a su representante, besándole los genitales o el trasero (1996, p. 205).
Aquel cielo nocturno entre Nombre de Dios, Sombrerete y Zacatecas se abrió dejando pasar a la luna llena, astro misterioso que emanaba susurros hipnóticos para las siervas noctámbulas de Satanás. De la villa de Sombrerete así salían las discípulas del mal: la bruja mayor, María Valenzuela, que enseñaba a sus aprendices, Felipa de Canchola, al negro que esta crio -Cristoval Partida-, a su hijo y al negro Alonso, a adorar al demonio, para que este los dotara de las atribuciones mágicas necesarias para transmutarse en animales, volar y realizar otras maravillas.
María Valenzuela, antes de encaminarse al sabbat, había dejado unos huesos de muerto en la almohada de su esposo, Diego Flores de Rivera, para que el hombre no notara su ausencia, pues ya había emprendido el vuelo asombroso entre pueblos y villas. Al corro sombrío se iba para llevar un chivato rosillo, fuerte y fastuoso, símbolo de idolatría. Dicho chivo representaba al diablo. Y, como subraya Muchembled (2002, p. 57) observando el caso europeo, en una noche de aquelarre:
[…] el cielo está poblado de brujos y de brujas que vuelan en una escoba, sobre el lomo o entre las garras de un demonio. Sobre la tierra, en un lugar desierto, apartado de una ciudad representada a lo lejos, los hombres y las mujeres rezan de rodillas, algunos con una vela en la mano, alrededor de un gran macho cabrío al que alguien le levanta el rabo para que otro participante le bese el trasero.
Asimismo, el empleo de un ungüento inespecífico significa otro talante más de la brujería ibérica y europea reubicada en las Indias: una de las mujeres detractoras, una tal Ana de Hermosillo, en efecto expone que María Valenzuela y Felipa de Canchola “se untaban la una a la otra” (AGN, Inquisición, vol. 605, exp. 17, t. II, f. 561v). Aunque resulte ambigua la declaración, fácilmente se puede deducir que había un ungüento de por medio. Un “unto” es una materia pingüe a propósito para untar; así, en la terminología de la época, es un ungüento. Pomadas, bálsamos y linimentos, preparados en un caldero con ingredientes mágicos, aunados al uso de huesos y otros amuletos, son manifestaciones típicas de neopaganismo, chamanismo y nigromancía que tienen su origen en Asia y en la Europa medieval y que conforman un estereotipo de brujería diabólica desde al menos finales del siglo XV (Russell, 1987, p. 231; Ginzburg, 1989, pp. 187-275). El resultado obtenido es un compuesto que sirve para cada necesidad: desde el aumento de la fuerza a la metamorfosis animal, de la inmunidad o resistencia inusual al fuego a la capacidad de volar, etcétera.28 Según la demonolatría, la habilidad de elaborar pociones y ungüentos no dependía de las capacidades extraordinarias de su creador, del brujo o la hechicera, sino de las propiedades de los ingredientes usados y sus debidas proporciones (Tuczay, 2006).
A la luz de estas delineaciones, queda patente cómo las ceremonias y los mitos demoniacos de la Europa medieval y moderna se trasladaron al imaginario popular de la Nueva España, con sus experiencias mágicas y su ritual normado, al mismo tiempo llenos de incongruencias. María Valenzuela y Felipa de Canchola, a cambio del poderío recibido por el macho cabrío -encarnación animal del demonio- y para agradecer el nuevo pacto de alianza, besaron el ano del cabrón porque sabían que solo mediante el poder del diablo habrían podido asustar a los hombres de su entorno (en el caso concreto de Felipa, a su amante Sebastián Ximenes). Satanás era dispensador de competencia y fuerza, capaz de conferir toda clase de poderes. Él fomentaba seguridad frente a las pautas violentas del amante de Felipa, permitiéndole tener una condición psicológica de mayor certidumbre.29 No obstante, el diablo ingresaba al cuerpo de las brujas para dominarlas, al mismo tiempo que les otorgaba atribuciones sobrenaturales capaces de compensar el posible dolor de la posesión.30 En efecto, como es notorio, el diablo no se limitaba a seducir y tentar, sino que pretendía arrebatar el cuerpo. Las creencias en las posesiones diabólicas o en la “encarnación” de Lucifer han dominado la cultura de los seres humanos desde la Edad Media tardía y las brujerías han resistido largo tiempo a la racionalización del mundo (Fejtö, 2007, pp. 75-76).
Los demonios en la Nueva España aparecieron también según otros patrones establecidos que provenían de la tradición oral y escrita europea: frailes o frailecitos; viejos barbudos; hombres blancos muy bellos, a veces vestidos de negro; duendes petulantes; jinetes que montaban caballos y llevaban machetes; aves, insectos y mamíferos, como guacamayas, cuervos, monos, moscas, luciérnagas, osos bramantes, perros rabiosos y -como en este relato- machos cabríos, a veces blancos, a veces negros. El cabrón era, en efecto, una de las formas predilectas de Satanás por su ancestral asociación con antiguas deidades occidentales como Pan y Thor (Muchembled, 2002, p. 27),31 y por ser un mamífero relacionado comúnmente con ritos sucios y de carácter sexual (Caro Baroja, 1961, p. 134). Sin embargo, no siempre se manifestaba en forma visible y en muchas ocasiones desaparecía rápidamente; de igual modo, podía mostrarse individualmente o en muchedumbre. No obstante, prefería para sus apariciones los desiertos, las cuevas, los bosques, las zonas desoladas y frías, así como casas, graneros, conventos y cantinas.32
Tampoco es casual la presencia en el aquelarre novohispano de negros, mulatos o indios (Alonso, Cristoval Partida, la mulata María), ya que los colores oscuros -el negro en particular- eran rasgos estéticos propios del infierno y simbolizaban todas las manifestaciones del mal. Los concilios cristianos habían retratado al demonio como un ser grande y negro que expulsaba un insoportable olor sulfúreo. Su piel era bruna o muy prieta (Collin de Plancy, 1969, p. 108) o se presentaba como animal negro, a veces como gato; otras veces, figurándose como hombre o mujer, se vestía con ropa de color negruzco (Russell, 1987, pp. 46-47, 155). Además, la población africana, los mulatos y los indios ocupaban los niveles más bajos de la jerarquía social en las Indias, y no es fortuito que en el relato de los denunciantes se subrayara la presencia de afrodescendientes, como símbolo de raza corrupta, cercana al demonio y a sus primordiales instintos.33 Así pues, los negros y los mulatos de condición servil renegaban y blasfemaban con asiduidad, y por su “suerte miserable” acudían a menudo a Satanás, con quien firmaban “de buen grado algún pacto” que les asegurara amor, fortuna y libertad (Alberro, 1988, p. 187).
Los demonios eran el fundamento de cualquier brujería y las mujeres eran las más cercanas a ellos, por lo tanto, su destino era seducirlas. Los casos novohispanos al respecto son pródigos: la mestiza Leonor de Villareal, las castizas Inés García e Isabel de Aguilar y Catalina Rodríguez, como María Valenzuela, Felipa de Canchola, María de Angulo y la mulata María, fueron inculpadas de pacto con el demonio, con las mismas tipologías de la narración que se presenta aquí.34
Conclusiones
El “demonio moderno” entró perentoriamente en la praxis y el alegato sociorreligioso en los siglos XII y XIII y desde entonces jamás se ha marchado (Muchembled, 2002, pp. 9, 19-47). Mientras que para teólogos y creyentes Dios es el ser por antonomasia, el vulgo considera al diablo metáfora del mal humano: feo, monstruoso, grotesco, infame, la perversión que habita y atormenta el corazón de hombres y mujeres. Como ha comentado François Fejtö (2007, pp. 26-27), el demonio no ocupa, casi, una posición relevante en el Antiguo Testamento, con la singular excepción de la serpiente del Génesis (3:1-6) y del libro de Job (1:6), sino que su imagen toma forma y valor con Jesús (Mateo 4:1-11, en particular 8-10) y sobre todo después de su muerte. El ángel caído se reconoció como príncipe del infierno y se le atribuyó la pretensión de decidir acerca del gobierno del cosmos. Desde entonces ha sido tentador, mentiroso, seductor, o sea, la personificación del vicio y, por ende, su triunfo en la tierra parece inminente, a pesar del máximo sacrificio de Cristo.35 Su aliado preferido han sido siempre las mujeres, pues, como se deduce de la predicación que va de san Pablo a los monjes medievales, comparte con ellas el stimulus carnis mater peccati, es decir, un arsenal de armas seductivas. En este sentido, los moralistas cristianos, los inquisidores y los teólogos, como Tomás de Aquino, Pierre de Lancre o Blaise Pascal, nunca han dejado de predicar la continua vigilancia de las prácticas lujuriosas, las cuales son representadas con atributos mujeriles (Fejtö, 2007, p. 119).
En cambio, en España como en las Indias, los ministros inquisitoriales no habían tenido la misma minuciosidad que sus demás colegas europeos en la búsqueda de marcas satánicas, en la averiguación de relaciones sexuales diabólicas o aquelarres. Estos hechos no constituyeron prioridad en sus agendas durante la gran cacería de las centurias decimosexta y decimoséptima que ocurrió en el viejo mundo (Alberro, 1988, p. 184). Se podría decir, entonces, que la brujería tal vez no encontraba tanto crédito entre las autoridades y los pensadores españoles e indianos, escépticos respecto al peso real de los sortilegios y las sinagogas.36 Sin importar esta actitud más ponderada, damas y villanas de la Nueva España no estuvieron exentas de otra clase de tormentos igualmente horribles: los demoniacos. Algunas de ellas, “mujeres bravas” de todos los estamentos y grupos étnicos, a veces despreciadas, otras veces temidas, lucharon contra la supremacía del orden patriarcal, intentando modificar su posición de subordinación social a través de una alianza, explícita o no, con el diablo.
Ellas ejercían estas pautas mágicas y maléficas para buscar seguridad, estabilidad y respeto en su entorno social, eran las clásicas armas del más débil o, según Deeds (2002, p. 39), “un tipo de subversión moderada que era frecuentemente tolerada en la sociedad colonial”. Es el argumento del poder que compone el fondo del problema: no se trata solo de garantizar la observancia religiosa o fortalecer el dominio del rey, sino también de batallar por la sobrevivencia de la identidad femenina. “La sexualidad había llegado a ser una apuesta del poder” (Muchembled, 2002, p. 107) en una etapa barroca saturada de culpabilidad, pesimismo y barbarie. Precisamente, el género es, sin duda, una variable fundamental en los estudios históricos para analizar el contacto cross-cultural, las minorías y el cautiverio en las zonas mineras o fronterizas de la América española, frágilmente incorporadas al sistema de gobierno de la monarquía católica.37 Ahí se generaban pautas violentas y brutales, como las de Sebastián Ximenes. Sin embargo, no siempre estas mujeres lograron sus propósitos;38 muchas de ellas fracasaron, mientras que otras, como Felipa de Canchola, María Valenzuela, María de Angulo y la mulata María, pudieron sobrevivir, a su manera, a los ataques del destino y, sobre todo, a los más reales y fanáticos ataques de los hombres y de la Inquisición.39 Y un demonio de origen europeo y semblante caprino fue su valeroso aliado.