Introducción
La vinculación entre el género y el hábitat en Latinoamérica comienza a gestarse por medio de dos vertientes en interacción: por un lado, el pensamiento feminista instaurado en la academia; por otro, los fuertes movimientos sociales a favor de la igualdad de las mujeres desde la década de 1970. Ambas vertientes convergen en el reconocimiento de que hombres y mujeres experimentan las ciudades no sólo de manera diferencial de acuerdo con el género, sino profundamente desigual.
En este contexto, la reflexión que proponemos tiene un propósito acotado que se organiza en torno a reconstruir algunos itinerarios por los cuales se han vinculado las divisiones espaciales y las de género en la investigación sobre la producción del hábitat urbano en la región. Es importante explicitar que el objetivo de este trabajo es introductorio, pues es complejo documentar la diversidad de trabajos que toman el género como una categoría analítica dentro de los estudios urbanos. Desde nuestro punto de vista esto se debe a dos factores: en primer lugar, porque las distintas producciones se encuentran dispersas temáticamente, y deslocalizadas disciplinariamente. Si bien es cierto que se han editado algunos números especiales de revistas sobre la temática de género y hábitat urbano,1 además de que se han organizado sesiones dentro de jornadas y congresos académicos, todavía no se cuenta con balances o trabajos de síntesis, más difícil aún es encontrar trabajos comparativos. En segundo lugar, pese a que hay una preocupación por considerar dentro de las tendencias actuales la importancia de la perspectiva de género como transversal en la investigación sobre el hábitat urbano, desde la perspectiva de Duhau, el género aún no se ha consolidado como un eje articulador “desde el cual se generen núcleos de problematización que efectivamente constituya la definición del objeto” (Duhau, 2000: 22); y de acuerdo con Massolo (2004), la inserción de la perspectiva de género en los estudios urbanos es aún incipiente y poco desarrollada.
Considerando lo anterior, proponemos un camino analítico que distingue tres momentos. El primer momento busca reconstruir el contexto teórico con el cual se han elaborado las críticas feministas a la ciudad, elaboradas desde diferentes disciplinas de las ciencias sociales y que han servido de marco orientador para la reflexión lationamericana. En un segundo momento se ubican los principales objetos, demandas y algunos núcleos temáticos que han desarrollado los estudios de género en el cruce con las miradas sobre el hábitat, mediante las cuales se han hecho visibles las desigualdades urbanas por razones de género de las mujeres como colectivo. Finalmente, a modo de cierre, se ofrecen reflexiones que esbozan algunos desafíos para repensar las coordenadas en la investigación sobre el hábitat urbano y la categoría de género en el contexto latinoamericano, teniendo como horizonte la realización de la III Conferencia de Naciones Unidas sobre Desarrollo Urbano Sostenible y Vivienda.
Críticas feministas a la producción del hábitat urbano. El análsis de género de la ciudad
La categoría de género hace referencia a las construcciones sociales y culturales que se elaboran en torno a la diferencia sexual, “al enfocar las relaciones entre la mujer y el hombre como construcciones sociales, es decir, como la transformación de las diferencias de sexo en una condición social, nos encontramos necesariamente con la especificidad histórica y geográfica de estas relaciones” (Karsten y Meertens, 1992: 191).2 En efecto, el concepto de género es al mismo tiempo social y espacial, es decir, tiene un valor analítico y explicativo para comprender las formas en que las diferencias entre lo femenino y lo masculino se expresan en distintas escalas dentro de los procesos geográficos.
Ahora bien, la incorporación del enfoque de género en los estudios sobre la producción del hábitat urbano en los países y las instituciones de la región no ha ocurrido de manera simultánea. A diferencia de la reflexión anglosajona, donde la discusión de género y la ciudad comenzó hace más de treinta años, en los países latinos su incorporación no sólo ha sido tardía, sino parcial. Aun así, es posible encontrar aspectos en común que permiten analizar el camino recorrido.
Una primera reflexión crítica ha cuestionado que tanto en los estudios urbanos como en la planificación se ha omitido el protagonismo de las mujeres en la gestión del hábitat urbano. Las mujeres son doblemente excluídas como ciudadanas en la tarea de planificar; de tal forma la planificación y el diseño urbano tienen un carácter eminentemente sexista (Ortiz, 2007). La voz crítica se ancla en el reconocimiento de que los patrones espaciales masculinos son considerados como universales y se asimila la experiencia masculina como la regla y norma social por lo que todo es medido, y que no tiene necesidad de legitimarse (Ortega, 2000).
En esta perspectiva el movimiento y el pensamiento feminista comienza a llamar la atención sobre la diversidad de actores, organizaciones, necesidades y tiempos que construyen la vida urbana, en contra de la idea generalizada de que el espacio urbano es homogéneo. Esta diversidad es, por tanto, un eje estratégico para comprender que “las experiencias diarias de las mujeres en las ciudades son el resultado directo de las interpretaciones sociales de género y espacio (Buckingham, 2011: 60).
Diferentes autoras muestran cómo las mujeres populares responden a las restricciones que impone el medio urbano, incorporándose a una múltiplicidad de organizaciones con fines reivindicativos, como la vivienda, la gestión barrial y municipal; y en múltiples asociaciones, religiosas, políticas, de derechos humanos, comunicación y subsistencia. Si bien esta diversidad de organizaciones responde a necesidades diferentes y tienen proyectos de acción diversos, en conjunto, comparten el anhelo de la transformación social del hábitat urbano (Feijoó y Herzer, 1991), y sitúan el espacio local como un lugar de resistencia y lucha que posibilita prácticas de movilización social. La Red Mujer y Hábitat3 ha desarrollado un notable aporte investigativo relacionado con visibilizar las acciones colectivas de las mujeres en la trama urbana del continente latinoamericano.
Por su parte, Alejandra Massolo (1992, 1994) ha documentado el papel protagónico de las mujeres de escasos recursos en las organizaciones sociales, particularmente dentro de los movimientos sociales de carácter local que surgen de problemas concretos, como la defensa, la apropiación y el dominio del territorio, así como las respuestas colectivas en el proceso de autoconstrucción de vivienda. Para Massolo, lo interesante fue que paradójicamente resultaron ser tan restrictivas como permisivas: en cuanto al control y la limitación a la inmediatez espacial, facilitaron el entrenamiento y la activa participación femenina en la gestión de los asuntos públicos cotidianos, en asociaciones vecinales y redes de solidaridad comunitaria, demostrando capacidad de influencia, liderazgo y eficacia política (Massolo, 1994). Si bien esta participación ha sido sistemática, no necesariamente se ha reflejado en la participación de las mujeres en las decisiones sobre el diseño de la ciudad, la vivienda o el planeamiento urbano. De otro modo, reclamar el derecho a usar lo que la ciudad ofrece, incluso conquistar la ciudad, no necesariamente ha implicado participar en la construcción o reconstrucción del hábitat.
Una segunda reflexión muestra cómo el uso de dicotomías geográficas como público-privado, centro-periferia, producción-reproducción, movilidad-inmovilidad establecen representaciones espaciales de lo femenino y lo masculino, como construcciones ideológicas que afectan directamente el ordenamiento urbano y la estructura espacial. “Aun cuando el sello masculino del espacio construido no necesariamente condicione nuestras vidas de forma determinante, hay una serie de valores simbólicos asociados a éste, que influyen de forma directa o indirecta en nuestro diario vivir” (Molina, 2006: 14). De hecho, el cuestionamiento se extiende a las generalizaciones que se hacen sobre “la mujer” tanto para situarla dentro o fuera, en lo público o en lo privado, dado que estereotipan y reducen las posibilidades de movilidad de las mujeres en la ciudad (McDowell, 2000; Franco, 1993; Saegert, 1981). Por tanto, se puede reconocer el papel de las ideologías patriarcales como factor que refuerza o puede transformar las construcciones de los papeles del hombre y la mujer en los procesos de producción y reproducción (Bowlby, 1989: 21).
Un problema fundamental de la división productivo-reproductivo es la separación paradójica entre los espacios del trabajo y el hogar, pues, tal y como lo plantea Rose (1993), el hogar podía ser al mismo tiempo un lugar de reproducción y también de producción. Sin dejar de lado la importancia de la reproducción, también se han examinado los efectos de las interconexiones entre patriarcado y capitalismo a partir del empleo femenino en los procesos de reestructuración industrial. Fundamental importancia ha tenido la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral y, desprendiéndose de ello, los análisis sobre las políticas de empleo, las tasas de actividad económica femenina, la remuneración diferencial entre hombres y mujeres, la definición de empleos para mujeres y el peso del trabajo doméstico para la reproducción de relaciones sociales de dominación y subordinación (Massey, 1993; Bowlby, 1989; Monk y Hanson, 1989). Inlcuso recientemente se ha llegado a afirmar que, como producto de las condiciones económicas, “el empeoramiento de las condiciones de vida y el recorte de los servicios sociales han hecho aún más vital el papel de la mujer en la vida urbana, tanto en su contribución al ingreso familiar como en la gestión cotidiana de la austeridad” (Borja, 2003: 241).
La construcción de una agenda urbana
Si bien se ha avanzado significativamente a nivel internacional sobre la necesidad de considerar la mirada de género en diferentes ámbitos de la vida social, especialmente como una variable para el desarrollo de políticas públicas, que permitan el ejercicio y la protección de los derechos de las mujeres, sólo recientemente se ha estrechado la necesidad de su incorporación en las intervenciones urbanas y habitacionales. Esto se ve reflejado en compromisos y acuerdos como las de las Conferencias de Naciones Unidas de Medio Ambiente y Desarrollo (1992), Beijing (1995), Hábitat II (1996), asimismo en la Estrategia Urbana del Banco Mundial, los planes nacionales de acción en asentamientos humanos, entre otros.4 Cada una de estas instancias en distintos momentos ha contribuido a visibilizar las demandas de las mujeres por el derecho a la ciudad, entendido éste como “restaurar el sentido de ciudad, instaurar la posibilidad del ‘buen vivir’ para todos, y hacer de la ciudad el escenario de encuentro para la construcción de la vida colectiva” (Mathivet, 2011: 26). Desde nuestra perspectiva, algunas dimensiones del derecho a la ciudad se relacionan con los derechos a la vivienda, al espacio público, a la movilidad, a la visibilidad en el tejido urbano, a la identidad del lugar, entre otros.
Vivienda
Uno de los problemas que conlleva el rápido crecimiento de las ciudades es el de la vivienda urbana, tema protagónico en la II Conferencia de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Humanos (Hábitat II), donde se reconoce la necesidad de mejorar la calidad de los asentamientos humanos, lo que pone en el centro de la discusión la vida cotidiana y el bienestar de los habitantes. En dicho contexto, la necesidad de vivienda adecuada para todos es retomada desde una perspectiva feminista, como lugar estratégico para resignificar la vida cotidiana de las mujeres. Como puede advertirse, la crítica al diseño espacial de las viviendas tiene su fundamento en el paradójico supuesto, por un lado, de la división entre la vivienda privada-lugar de trabajo y entre casa-economía de mercado. Así pues, las mujeres no podrán incrementar su estatus si no cambia su posición económica global en la sociedad, y si sus responsabilidades domésticas no son alteradas, pero tampoco cambiarán si los planificadores mantienen presupuestos como aquel que indica que el lugar de la mujer es la casa, o el que sostiene que quienes usan y se apropian de la ciudad para fines de ocio y recreación son los hombres.5
Por todo esto, algunas investigadoras han aportado elementos para encontrar las diferentes dimensiones involucradas en la cuestión de la vivienda. Así, la reflexión de Molina (2006) plantea que factores como la propiedad y el acceso a la vivienda, y las posibilidades de movilidad dentro del mercado inmobiliario, se conjugan al momento de analizar las condicionantes fundamentales para la autonomía de las mujeres en el mercado inmobiliario y en el uso del espacio urbano. Al respecto, desde una perspectiva de género, para Massolo (2004) la vivienda revela aspectos como déficit, financiamiento, tipología y características de la vivienda (tamaño, estado de la vivienda, habitabilidad, seguridad, y entorno físico y social, entre otras), que afectan sensiblemente a las mujeres. Estas dimensiones, que podríamos denominar estructurales, deben ser matizadas con los significados, las prácticas y experiencias que sobre la vivienda se construyen en los procesos de urbanización, bajo el supuesto de que, “además de ser un entorno afectivo fundamental, la vivienda es el espacio en donde el individuo aprende una forma de concebir y dar significado” (Esquivel, 2004).
Coincide en esta mirada la preocupación por la organización del trabajo doméstico, el número de integrantes, el ciclo vital familiar y los reducidos espacios de la vivienda. Si pensamos en uno de los problemas más graves de la vivienda social de hoy en día, es la construcción estandarizada de éstas, que impide se adapten a los cambios en la vida familiar y a las nuevas necesidades de los núcleos familiares. De esta manera, se traslada la preocupación desde el problema de la “cantidad” al de la “calidad” de las viviendas sociales; por ejemplo, Magaña (2004) describe cómo los arreglos internos para acomodarse a las viviendas reducidas: quitar muebles, camas deslizables, la multifuniconalidad de los pequeños espacios, son algunas de las estrategias que realizan las mujeres para hacer habitable sus viviendas. Esta última perspectiva tiene una clara coincidencia con un cambio de análisis sobre la vivienda como producto de la crisis de los paradigmas marxistas de finales de la década de 1990: “las investigaciones en torno a la vivienda y la unidad doméstica cobraron importancia y se situaron ya no tanto del lado de la producción de la vivienda sino también desde la posición del consumo, la apropiación y el uso” (Zamorano, 2007: 170). Una mayor diversidad de tipos de vivienda, acceso crediticio para los salarios femeninos, mejorías en el diseño de acuerdo con las nuevas formas de domesticidad, son factores que claramente van mejorando la calidad de vida las mujeres en la ciudad.
Movilidad y transporte urbano
El uso cada vez más extendido de los transportes públicos en América Latina, asociado a los procesos de urbanización y concentración de población en los centros urbanos, ha surgido en las últimas décadas como una de las temáticas centrales en la planificación urbana, ya que el transporte masivo es la forma más común de trasladarse para que los individuos puedan realizar sus actividades cotidianas y para el funcionamiento de las sociedades contemporáneas. Si bien pocos estudios se han realizado para conocer las necesidades de movilidad de las mujeres de la ciudad en Latinoamérica, podemos afirmar que la relación entre movilidad y género permite visibilizar el ejercicio democrático de la ciudadanía desde una perspectiva que establece que la movilidad puede entenderse como un derecho humano que expresa autonomía y empoderamiento para las mujeres. En esta línea argumental, la Carta Mundial de Derecho a la Ciudad postula que los sistemas de transporte público deben ser accesibles para todas las personas, y por accesibilidad se entiende transportes adecuados para las diferentes necesidades sociales de género, edad y discapacidad, entre otros.
No obstante, la planificación de los transportes ha sido una de las áreas de política pública menos sensibles a las necesidades de las mujeres en su diseño, pues se asume que los beneficios son para todos los usuarios. Con relación a la movilidad, podemos puntualizar algunas especificidades de género en los patrones de desplazamientos y las formas en que las mujeres se mueven por la ciudad. Estudios recientes revelan que los tiempos de desplazamientos de las mujeres pueden ser más o menos similares a los de los hombres; sin embargo, los hombres; viajan a velocidades significativamente más rápidas; en especial cuando las mujeres se movilizan con hijos, la velocidad del desplazamiento es significativamente más baja. Ésta es una de las principales características de los movimientos de las mujeres por la urbe: llevan a sus hijos en brazos o cargan paquetes cuando utilizan el transporte masivo (Kunieda y Gauthier, 2007).
Asimismo, en otras investigaciones se ha documentado que las mujeres se desplazan con mayor frecuencia a pie y en transporte público (Miralles, Martínez y Marquet, 2016); proporcionalmente, tienen menos permisos o licencias de conducir y conducen menos. Viajan en coche con mayor frecuencia como pasajeras, se desplazan menos por trabajo, y más por compras y tareas asociadas al cuidado (Hanson y Hanson, 1981; Hanson, 2010), tienden a vivir más cerca de su lugar de trabajo (Falú, Rainiero y Morey, 2002). En sus desplazamientos, a menudo combinan varios modos de transporte, mientras que los hombres tienden a utilizar exclusivamente el coche y viajan fuera de los horarios punta con mayor frecuencia (IIárraz, 2006). Si bien este comportamiento no es homogéneo para las mujeres y se presentan ciertas variaciones por razones de edad, nivel socioeconómico o situación familiar, la presencia de ciertos patrones similares de movilidad en contexto sociales, culturales y geográficos diversos6 tiende a configurar una realidad en la que se constata que, por un lado, el transporte no es neutral, por el contrario, las necesidades de género requieren ser consideradas al momento de diseñar y planificar los modos de transporte. Por otro lado, las formas en que hombres y mujeres se mueven, la frencuencia, rapidez, entre otros factores, expresan una dimensión de desigualdad profunda (Cresswell y Priya, 2008), desde la perspectiva que señala cómo se producen y reproducen barreras para la autonomía de las mujeres, lo que es un claro problema de accesibilidad que debería tenerse en cuenta en el diseño de los espacios públicos y también en la gestión de los servicios urbanos.
No obstante lo anterior, el problema que se ha considerardo de mayor interés para las mujeres en los transportes públicos es la congestión de gente en los autobuses (Kunieda y Gauthier, 2007), que se extiende a los diferentes medios de tranpsorte y se refiere a una situación especial de los cuerpos situados en el espacio, que la geógrafa Linda McDowell (2000) ha denominado el factor de “la aglomeración”. Lo relevante desde una perspectiva de género es que dicho efecto de aglomeración de extraños en los medios de transporte colectivo es percibido como una situación potencial de riesgo para las mujeres porque facilita formas de violencia sexual.
Evidentemente, la percepción de inseguridad y la violencia sexual7 se constituye en un asunto medular para abordar el análisis de la movilidad de las mujeres en la ciudad, porque “la violencia, en particular la violencia sexual, constituye un obstáculo (principalmente para las mujeres) para el ejercicio del derecho a la movilidad, en tanto limita la accesibilidad en igualdad de condiciones a los sistemas de movilidad” (CDHDF, CIADH e ITPP, 2013: 122). La principal respuesta institucional frente a la violencia sexual en el transporte público ha sido la implementación de vagones, rutas y horarios exclusivos para mujeres. Esta medida ha sido adoptada por diferentes países del mundo, entre ellos México. Pese a lo extendido de estas acciones, aún no hay consenso sobre su efectividad. Las políticas de seguridad en el transporte público son aún escasas en Latinoamérica y, para el caso de México, la evaluación de estas medidas y su impacto en la vida de las mujeres no se han estudiado sistemáticamente.8
Inseguridad y violencia en los espacios públicos
De acuerdo con Borja “la creación de ambientes seguros es un derecho fundamental para el conjunto de la población y las políticas públicas deben garantizarlo, especialmente para los colectivos más vulnerables” (2003: 37). Pese a esto, el miedo a la violencia y su relación con el uso y disfrute de los espacios públicos es uno de los problemas más relevantes para entender las jerarquías de poder que se construyen en el territorio urbano. Hay evidencia consistente respecto a que los miedos y la violencia urbana tienen factores de género específicos, es decir, tanto la violencia como el miedo de los hombres y las mujeres se diferencian en su naturaleza, en su extensión y en sus efectos, tal como lo han demostrado algunos estudios en diferentes ciudades latinoamericanas (Falú y Segovia, 2007; Macassi, 2005; Dammert, 2007; Soto, 2012).
Este temor a la violencia es un obstáculo fundamental para ejercer el derecho a la movilidad, en tanto va en contra de la libertad de las mujeres: “la seguridad no sólo no está reñida con la libertad, sino que más bien no resulta concebible sin ella. Está íntimamente relacionada con la libertad de movimiento y uso de los espacios urbanos, y con la libertad en las relaciones personales, en especial en la esfera íntima” (Naredo, 2010: 80).
De esta forma las mujeres como colectivo, tienen una percepción diferencial del espacio que habitan, en el sentido de que esa relación se construye entre otras en función de la seguridad en los espacios públicos, los cuales configuran un escenario de temor constante que en ocasiones limita el libre uso y disfrute del espacio urbano. De tal forma que se ha llegado a afirmar que la inseguridad afecta especialmente a las mujeres en las ciudades en tanto está íntimamente relacionada con un orden social de género, “unas relaciones entre hombres y mujeres que se sustentan en pautas culturales profundamente arraigadas en nuestras sociedades, pero que, por sobre todo, evidencian el ejercicio del poder de un sexo por sobre otro” (Falú y Segovia, 2007: 9).
Indudablemente, los procesos de socialización temprana son fundamentales para construir el espacio y asociarlos con lugares que geográficamente son conceptualizados como seguros o inseguros. Para las niñas, el proceso de aprendizaje comienza con el control y las continuas advertencias de los padres, que “instalan en sus hijas un sentimiento de vulnerabilidad en el espacio público, que se reforzará posteriormente con la alimentación constante de noticias procedentes de los medios de comunicación y de amigas y conocidas” (Sabaté, Rodríguez y Díaz, 1995: 229).
En los términos de Bankey (2002), para la vida cotidiana de las mujeres la agorafobia sería una metáfora de las consecuencias de la socialización de los temores espaciales sobre los cuerpos, las identidades y las subjetividades. Lo anterior ha conducido a cuestionar los tipos de violencias tomadas en cuenta en las políticas públicas de seguridad ciudadana en la región. La inseguridad de las mujeres fue durante mucho tiempo un tema aislado y menor que no se incorporaba a las políticas de seguridad de la población. Esto fue debido a la consideración de que la violencia ocurría en espacios privados, de manera que la violencia doméstica era una realidad invisibilizada e incluso naturalizada en los análisis y metodologías mediante las cuales se investiga el fenómeno de la violencia. De acuerdo con Moser (2004), la clasificación entre violencia interpersonal (violencias entre personas vinculadas por relaciones consanguíneas, filiales, de matrimonio o consensuales) y violencia social (aquella en que los involucrados no tienen relaciones) genera profundas dificultades conceptuales, en el entendido de que la violencia doméstica tendría como ámbito de acción los espacios privados, lo que dificulta visualizar aquellas formas de violencia urbanas que ocurren en el espacio público por razones de género.
Con relación a lo anterior, un obstáculo espacial fundamental es pensar los espacios públicos y privados como dicotomías espaciales que han definido políticas públicas diferenciadas. De manera que, como lo afirma Massolo (2005), el énfasis de las políticas públicas ha estado más bien dirigido de manera prioritaria hacia la violencia intrafamiliar. Siguiendo esta idea, en los trabajos sobre inseguridad es habitual distinguir entre temor “objetivo”, que estima la probabilidad de ser víctima de un delito, y el temor “afectivo”, que sería un tipo de inseguridad que se relaciona con situaciones peligrosas y está ligado a las emociones que desarrollan los individuos frente a situaciones concretas (Dammert, 2007). En términos espaciales esto implica que para las mujeres “existe un riesgo mucho mayor de violencia sexual que para los hombres y, como resultado de ello, tienden a evitar ciertas zonas que consideran peligrosas” (Buckingham, 2011: 61). La iluminación, la visibilidad son dimensiones espaciales que favorecen la ocupación de los espacios por las mujeres, por ende, es vital poner atención en ciertos factores de diseño urbano que facilitan la comisión de delitos y el comportamiento antisocial (Moore, 2011).
En trabajos anteriores he documentado para la Ciudad de México que algunos efectos del miedo a la violencia en los espacios públicos urbanos pueden implicar no frecuentar lugares peligrosos, buscar trayectos alternos para evitar espacios y equipamientos que dentro de la experiencias espacial son símbolos de peligro real o imaginario; la forma más extrema es la reclusión hogareña, que en ocasiones llega a limitar los movimientos urbanos, como la participación social, la recreación e incluso, en algunos casos, hasta abandonar el trabajo o los estudios (Soto, 2012, 2013). Como hemos argumentado, el uso del espacio público se ecuentra condicionado por la percepción de seguridad, entonces, el diseño de espacios públicos que favorezcan la convivencia, sea polifuncional y con calidad estética, son algunas claves a considerar.
Para cerrar: desafíos y horizontes
El pensamiento feminista en los análisis del hábitat urbano con todos sus matices ha mostrado la importancia y la riqueza de considerar la condición de género como clave para interpretar la realidad espacial de nuestras ciudades. La literatura emergente que hemos analizado ha mostrado cómo las desigualdades espaciales al cruzarse con las diferencias de género han contribuido a mirar de manera renovada sus objetos de estudio: la vivienda, la movilidad, la acción colectiva, la inseguridad y violencia, la pobreza, entre otros. Las investigaciones evidencian que todavía persisten desigualdades materiales y simbólicas en la vida urbana de las mujeres, pero también han mostrado que los comportamientos espaciales no se experimentan de manera homogénea, por el contrario, los posicionamientos de género, edad, pertenencia territorial conllevan diferencias en los modos de acceder a los bienes urbanos.
Evidentemente, aún quedan muchas interrogantes por resolver, procesos por develar, realidades que documentar. Hemos bosquejado algunos caminos analíticos, apenas el esbozo de un trazado introductorio a estas temáticas. Queremos conclir haciendo hincapié en el potencial de las perspectivas feministas para los estudios sobre el hábitat urbano. Aunque la investigación está en desarrollo, la intención fundamental de este texto ha sido trazar algunos puntos de reflexión teórica y empírica que muestren, por un lado, que la investigación sobre la ciudad paulatinamente va teniendo mayor visibilidad en los estudios de género, y que la cuestión de género paralelamente va adquiriendo mayor visibilidad y reconocimiento en las disciplinas dedicadas a la investigación sobre la ciudad.
Por último, creemos que hay al menos tres desafíos fundamentales. El primer desafío está vinculado a la planificación, entendida no sólo como un proceso técnico sino también como un proceso político. Si bien desde la década de 1980 numerosas arquitectas, urbanistas y sociólogas feministas sistemáticamente han sostenido que es vital participar en la planificación y gestión de las ciudades con el objeto de hacerlas más habitables y menos sexistas, todavía hay un largo camino por recorrer en torno a la incorporación de la dimensión de género en la planificación urbanística.
Un segundo desafío, propiamente urbano, por una parte implica continuar profundizando los análisis sobre los efectos que tiene en la vida de las mujeres el diseño predominantemente masculino del entorno urbano construido. Por otra, recuperar la visión dinámica de las ciudades y con ella repensar los lugares no como simples contendores dentro de los cuales las mujeres construyen material, social y simbólicamente el hábitat urbano. Para ello se torna imprescindible diversificar las escalas y los lugares de análisis en la producción del hábitat urbano, partiendo del cuerpo como un nuevo sitio de investigación urbana, retomando los espacios domésticos, los barrios, los lugares de esparcimiento, los centros comerciales, las plazas, la comunidad, ya que todos ellos pueden ser analizados como emplazamientos materiales y simbólicos donde se construyen variaciones geográficas de la masculinidad y la feminidad (Massey, 1993; Segovia, 1996), pero sobre todo deben ser analizados como lugares de producción de sentido y de ejercicio de ciudadanía, desnaturalizando las clásicas dicotomías con las cuales se piensa el hábitat.
Finalmente existe un desafío cultural: reconocer que las mujeres no son un grupo homogéneo con necesidades homogéneas. Se requiere una visión amplia que permita visibilizar diferentes grupos de mujeres que han estado en una situación de mayor marginación e invisibilidad dentro de la ciudad; mujeres inmigrantes, indígenas, niñas, adultas mayores, homosexuales que tienen experiencias y necesidades espaciales específicas y que, como colectivos, siempre dejan sus marcas espaciales y simbólicas en la ciudad.