Introducción
Hasta 1970, el problema de la vivienda fue abordado en Chile desde una perspectiva provisionista, es decir, a partir de la búsqueda de fórmulas que buscaban incrementaran el stock de casas disponibles para las familias de menores ingresos, asumiendo que se avanzaría hacia una solución definitiva del déficit a medida que existiesen más residencias construidas; se promovieron, entonces, fórmulas de construcción y auto-construcción que incorporaban a los pobres en diversos grados en la financiación de su vivienda, mediante alguna forma de pago tendiente a facilitar el acceso a la propiedad.
Dicha perspectiva provisionista se expresó, desde los tempranos inicios de la cuestión de la vivienda social en Chile, durante el siglo XIX (Hidalgo, 2005), en un conjunto de políticas de corte higienista, asistencialista, estructuralista y sectorial que no tuvieron éxito en alcanzar una solución del problema de la vivienda para los más pobres. Aquella situación cambió entre 1970 y 1973, periodo crucial en materia de radicalización y masificación de las demandas sociales respecto a las situaciones de pobreza, marginalidad y exclusión social que afectaban a una proporción importante del mundo, en general (Arrighi, 2014), y de Chile, en particular (Del Pozo, 1992). De hecho, la llegada al poder de la Unidad Popular en 1970 ocurrió gracias a aquella efervescencia social que buscaba una transformación sustantiva de las relaciones entre la ciudadanía y el Estado. Fue en este contexto de los primeros tres años de la década de 1970 en el cual se produjo la primera inflexión que se aborda en el presente artículo: el mayor compromiso del Estado y la clase política en la provisión de viviendas para los sectores más vulnerables (Del Pozo, 1992), concibiéndola como un derecho social.
Tras el golpe de Estado que puso fin al gobierno de la Unidad Popular en 1973, la Junta Militar, especialmente por la gestión de la Armada, incorporó el ideario neoliberal que propició desde 1974 la constitución de un modelo de Estado subsidiario, hecho que implicó transformar radicalmente sus funciones, características y acciones, así como las formas en que hasta la fecha se habían dado las relaciones entre esta institución y las demandas de la sociedad civil (Tironi, 1990). El modelo neoliberal en Chile fue configurado desde una óptica monetarista que concebía la intervención “apolítica” del Estado en todos los sectores de la economía (Krugman, 2007), incluyendo, desde luego, el de la provisión de vivienda.
Entre 1973 y 1978 ocurrió una etapa de desestructuración1 normativa que implicó la eliminación sistemática de los planteamientos de la Unidad Popular referidos tanto al acceso a los servicios y bienes públicos -entre los que se cuenta la vivienda- como a los derechos sociales. De manera simultánea, se estructuró una nueva política de vivienda social que denominamos “segunda inflexión”, a partir de dos pilares: primero, la creación en 1978 del subsidio habitacional, un instrumento tipo voucher diseñado como medio de financiamiento parcial para la adquisición de una vivienda disponible en el mercado; y, segundo, la promulgación en 1979 de la Política Nacional de Desarrollo Urbano, que declaró al suelo como un bien libre sujeto a las transacciones mercantiles y otras disposiciones de corte monetarista, la cual buscaba operar una modernización neoliberal en el ámbito de la urbanización.
Dicha estructuración normativa buscaba proscribir la provisión de vivienda social como un derecho para convertirla en un bien de consumo -con sus correspondientes niveles de asignabilidad y exclusión- (Hidalgo et al., 2008), disponible en un mercado habitacional libre, en el que opera la competencia no sólo en el ámbito de la oferta, sino en el de la demanda.
Las políticas de vivienda social en Chile fueron reestructuradas, al menos desde el punto de vista discursivo, a partir de lo que podría sentar las bases para una tercera inflexión. Luego de un conjunto de reacciones de la sociedad civil que busca establecer un nuevo trato por parte del Estado, se ha buscado el reconocimiento de la vivienda como un derecho social y humano básico (Rodríguez, Rodríguez y Sugranyes, 2015), con el consiguiente compromiso de cautelar la dignidad tanto en la calidad de la construcción como en los aspectos de urbanización asociados a las soluciones habitacionales proporcionadas por los gobiernos (Sepúlveda, 2000): el denominado “derecho a la ciudad” (Lefebvre, 1978). La disyuntiva fue solucionar esas demandas a partir de estrategias orientadas al mercado -usando los mismos mecanismos que la produjeron- o mediante un marco sustancialmente nuevo de relaciones sociales de producción del espacio urbano.
El objetivo del presente artículo es describir desde la geografía cuáles son los contenidos en materia de justicia, igualdad y accionar del Estado, que definen las dos inflexiones señaladas y los caminos divergentes hacia una tercera: la vivienda como derecho social (1970), la vivienda como bien de consumo (1978) y la vivienda como derecho a la ciudad. Se estructuró el texto en tres apartados que abarcan las inflexiones propuestas, haciendo énfasis en la segunda de ella, ya que es la que más ha perdurado.
La vivienda como un derecho social (1970-1973)
Durante el gobierno de la Unidad Popular, se aplicaron políticas sectoriales basadas en el reconocimiento de la vivienda como un derecho social, y se abandonaron los criterios de otorgamiento de la vivienda que se dieron con antelación a 1970, algunos de los cuales consideraban la participación financiera por parte de las familias vulnerables (Hidalgo, 2005).
Se instaló así, en este tipo de política pública, una concepción de igualdad coherente con la búsqueda de justicia social que caracterizó a América Latina y a Chile entre 1960 y 1973, diferente de las políticas de acceso a la vivienda social anteriores y posteriores, orientadas más que por un concepto de igualdad universal, por una conceptualización particular y socialista de la justicia social, en la cual la vivienda era un derecho que garantizaba la reproducción digna de los trabajadores -el programa de construcción de viviendas en Cuba fue quizás el modelo más cercano a lo que buscaba la Unidad Popular-. El desarrollo de esa ideología socialista de la vivienda no puede ser analizada debido al corto tiempo en el que se presentó y también porque las políticas surgidas de ese marco no tuvieron el éxito esperado por diversas razones: las altas tasas de crecimiento demográfico, la restricción presupuestaria estatal y la inflación que caracterizó al periodo, la incapacidad del sector público de cumplir con las metas propuestas y el retraimiento del sector privado del mercado de la vivienda (Hidalgo, 2005).
Se produjo entonces un importante déficit de viviendas y la contracción de los programas de construcción y desarrollo de infraestructura, pese al compromiso contraído por el gobierno de la Unidad Popular de generar un número importante de soluciones habitacionales, con un alto nivel de gratuidad para las clases populares, que diera término al déficit estructural que experimentó Chile durante la mayor parte del siglo XX.
La vivienda como un bien de consumo (1973-1989)
Hasta 1975 la situación económica de Chile se movía entre la incertidumbre y la toma de decisiones por parte de la Junta Militar sobre una base doctrinaria de corte keynesiano. El inmovilismo económico, la baja en la productividad, la reducción de los ingresos por conceptos de importaciones del cobre, el alza mundial del precio del petróleo, los importantes niveles de desempleo y una alta inflación inquietaron a parte del gran empresariado chileno, que a través de la Fundación de Estudios Económicos: Banco Hipotecario de Comercio (BHC), organizó conferencias sobre la economía social de mercado, con el ánimo de convencer de facto al gobierno de realizar modificaciones urgentes a la política económica implementada a la fecha. En marzo de 1975, en el marco del II Ciclo de Conferencias sobre la Economía Social de Mercado, dictó una conferencia el premio nobel de economía, Milton Friedman, quien a la fecha era uno de los más dilectos representantes de la escuela monetarista y académico de la Universidad de Chicago (Gárate, 2012). En dicha conferencia, el doctor Friedman recomendó el control del déficit fiscal con la finalidad de reducir la inflación, que a la fecha registraba 16.5%. Respecto a la modalidad propuesta para la reducción de las tasas inflacionarias que actuaban sobre los precios, Friedman señaló lo siguiente:
¿Cómo puede Chile terminar con la inflación? Hay un solo camino, solamente uno, ¡sólo uno! Consiste en reducir los gastos del gobierno […] Una reducción de 20 a 25% en los gastos de gobierno es una condición absoluta para terminar satisfactoriamente la inflación, que ahora está experimentando Chile (1975: 24).
A su vez propuso, con lo cual se distanciaba de posturas gradualistas, una especie de “tratamiento de shock” (Friedman, 1975: 25) para combatir la inflación y la desorganización, acogiendo los costos políticos, económicos y sociales que esto traería, pero que a largo plazo lograría recuperar la economía chilena, como había acontecido anteriormente en Japón y Alemania, lo cual había posibilitado posteriormente que ambos países lograran tasas de crecimiento sostenidas. Estas medidas eran coherentes con un modelo de economía social de mercado, pero no con fórmulas keynesianas.
El objetivo se logró mediante reformas sustanciales del Estado y los proyectos de modernización encaminados a la privatización de bienes y servicios públicos, el fortalecimiento del mercado de capitales y la instalación, junto a un enfoque doctrinal de corte neoliberal susceptible de ser aplicado en el Estado y en los privados, de un modelo estatal subsidiario que no tenía precedentes en la historia reciente del mundo subdesarrollado, incluido Chile (Foxley, 1982). La formulación de este tipo de Estado subsidiario revistió la transformación más sustantiva en la forma como tradicionalmente había venido atendiéndose el déficit habitacional en Chile, y desestructuró absolutamente las políticas implementadas entre 1970 y 1973 que habían avanzado en el reconocimiento de la vivienda social como un derecho. Por lo anterior, nos detendremos a continuación en el análisis del Estado subsidiario, para después analizar las implicancias de esta concepción en el sector vivienda y estudiar la crisis estructural de la vivienda y su solución neoliberal.
Teoría y praxis en Chile de un modelo inédito de Estado subsidiario
Pese a que el principio de subsidiariedad estatal no exige que el Estado se retire de todo o que “se abstenga por norma” (Alvarado y Galaz, 2015: 42), desde 1974 se implementó en Chile un modelo de Estado supletivo, en oposición a los Estados guardianes que caracterizaban a otras economías (Alvarado y Galaz, 2015), porque se diagnosticó que se había constituido una institución con excesiva concentración de funciones y de regulaciones, que había dejado de preocuparse por el desarrollo del bien común al suplantar lo que podían hacer otras instituciones humanas (Fontaine, 1991). En tal sentido, la condición de subsidiariedad y suplencia permitía achicar al Estado, abaratar sus costos y reducir su participación en la cotidianidad económica y social, dando más libertad y autonomía a los privados (Von Hayek, 1977), cuestión fundamental de las teorías monetaristas asociadas a la gestión estatal (Krugman, 2007). En materia política,
Jaime Guzmán -uno de los ideólogos más prominentes de la dictadura cívico-militar chilena- tuvo el mérito de haber incorporado con eficacia en la discusión política chilena el principio de subsidiariedad. A fines de los setenta distinguía tres posiciones políticas: una “liberal o individualista”, una socialista o estatista y una tercera postura “católica o del subsidiarismo estatal” (Herrera, 2015: 102-103).
Posteriormente, dado los nexos entre la derecha política y económica chilena, el principio de subsidiariedad de Guzmán, que se planteó como la continuación de la tradición aristotélico-tomista y de la praxis católica de los siglos XIX y XX, fue asociado a la libertad económica y al achicamiento del Estado, como antídoto a los males que achacó aquel ideólogo a otras visiones que indicaba como antagónicas (Fontaine, 1991).
El neoliberalismo en Chile se fue instalando como una especie de continuación del liberalismo económico, doctrina que era considerada por la elite empresarial y política como la alternativa que daba mayores garantías para el desarrollo adecuado de las libertades públicas (Tironi, 1990). Su propuesta fundamental era que el Estado no debía intervenir en los sectores económicos donde el mercado producía resultados eficientes, y debía reducirse a ser un gestor y garantista de la institucionalidad que regulaba el mercado, o a un supletivo donde se registrasen fallas (Petersen, 2015). Esto ratificaba y complementaba en la esfera económica la operatoria de un principio de subsidiariedad, pero interpretado desde el neoliberalismo (Mayol, 2012). Esta conformación se dio con avances y retrocesos, pudiendo distinguirse, en función del apego irrestricto al utilitarismo, fases conservadoras y otras revisionistas; lo claro es que, independientemente del nivel de apego a las recetas monetaristas de Friedman y otros economistas de la misma escuela, el Estado fue transformándose, ya sea vía reducción de atribuciones y funciones o por la enajenación de empresas que estaban bajo su dependencia (Atria et al., 2013). Este proceso se ha mantenido, con algunos matices, hasta nuestros días.
La instalación del Estado subsidiario produjo como consecuencia la reestructuración de sus funciones y tamaño (De Mattos, 1992), con lo cual se abandonó la provisión estatal de servicios sociales gratuitos, como el acceso a la educación, salud y vivienda, ya sea mediante la producción de una nueva institucionalidad o la ampliación de atribuciones y esfera de acción para las fuerzas del mercado (Atria et al., 2013). Uno de los sectores afectado fue el de la vivienda, especialmente la oferta de viviendas para los sectores más pobres. Nos referiremos a esta situación en el apartado siguiente.
La crisis estructural del mercado de la vivienda y la instalación de la política de subsidios en la lógica neoliberal chilena
Los fracasos previos en materia de políticas públicas dieron lugar a la incorporación de enfoques utilitaristas, desde 1973 en adelante, en áreas claves como el acceso a la vivienda. Se estimó necesario identificar y estratificar la demanda para así apoyar directamente, mediante subsidios, a los vulnerables o sujetos que no tuvieron acceso por sí solos al mercado de la vivienda, lo que permitiría, a juicio de los utilitaristas, ajustar las acciones del Estado para conseguir por cada unidad invertida los mejores resultados posibles. Se instaló entonces el subsidio como elemento fundamental en las políticas públicas referidas a la vivienda de la dictadura cívico-militar chilena, que los gobiernos posteriores han mantenido con algunas variantes.
La vivienda social pasó a ser una parte estructurante del mercado inmobiliario y no un derecho social, cuyo acceso estaba garantizado por un sistema de financiamiento compartido que, a su vez, permitiría cambios en la estructura distributiva de la riqueza de la población, la generación de ahorros, la dinamización de la industria de la construcción, entre otros aspectos (Foxley, 1982).
Un análisis del Decreto Ley núm. 539, reglamentado en 1975 por el Decreto Supremo núm. 610, esclarece el carácter y el alcance del subsidio habitacional. Se destacaba en él la reposición de la reajustabilidad de las deudas relacionadas con créditos de viviendas. Esto derivó en la constitución y operación de un modelo en el cual el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) ayudaba por una sola vez a un beneficiario que cumplía con el requisito de acreditar un ahorro previo, que se endeudaba en el mercado de capitales y obtenía por parte del Estado un subsidio habitacional para completar el financiamiento de la vivienda, el cual no podía superar 75% del costo total de ésta (Castañeda y Quiroz, 1986), construida por el sector privado en suelos baratos que generalmente contaban con un bajo nivel -o la ausencia- de urbanización.
Desde 1976 se aplicaron en el país una serie de reformas orientadas a la modernización de la economía cuyos fundamentos fueron su orientación al mercado, “respeto irrestricto a la propiedad, a la libertad de precios y de comercio, y por un Estado que limitó su participación a un papel subsidiario frente al sector privado” (Morandé y García, 2004: 11). En el marco de las reformas, ese mismo año el Banco Central encomendó a la Universidad de Chile:
el estudio de un nuevo sistema de financiamiento habitacional. Como resultado de ese estudio, en 1977 se creó el actual sistema de financiamiento hipotecario, basado en préstamos bancarios de largo plazo, que normalmente oscilan entre 12 y 20 años (aun cuando se financian operaciones hasta por 30 años), ya sea concedidos en letras de crédito emitidas al portador o, a partir de 1988, en forma de mutuos hipotecarios (Morandé y García, 2004: 12).
Este sistema estaba orientado a los estratos socioeconómicos medios y altos que podían acceder a los servicios del sistema bancario, el cual también había sido reestructurado (Pérez-Iñigo, 1999: 11) para que formara parte de un sistema de beneficios directos, orientados a los beneficiarios de programas sociales de vivienda. Éstos tendían a amortizar la deuda que contraían individuos y familias que recibían el subsidio, quienes para postularse a la ayuda estatal debían acreditar un ahorro previo.
El subsidio habitacional como instrumento data de 1978. Según consta en el Artículo 1o del Decreto Supremo núm. 188 del 22 de marzo de 1978, se trataba de “una ayuda estatal directa que se otorgará por una sola vez, a las personas naturales que sean jefes de familia, sin cargo de restitución por parte del beneficiario” (República de Chile, 1978). De forma paralela al establecimiento del sistema de subsidios, por parte del Estado se fue dando un paulatino abandono de casi la totalidad de los aspectos del mercado de la vivienda mediante una estrategia de empoderamiento del sector privado, con la sola excepción de la creación de normativas (Castañeda y Quiroz, 1986). Desde un principio, se trataba de un instrumento asignado a la demanda, dirigido a los jefes de familia que no fuesen ni hubiesen sido propietarios (ni ellos ni sus cónyuges) de una vivienda adquirida con aportes del Estado.
Este instrumento se asignaba en función de tres tramos de tasación a los que les correspondían montos específicos expresados en unidades de fomento;2 el monto del subsidio no podía superar 75% del valor de la tasación de la vivienda. No se otorgaba a familias que ocuparan más de 20% de sus ingresos en el pago de los créditos complementarios o que no contaran con ahorro previo. Se puso en marcha un sistema de postulación a una cantidad de subsidios fijada por el Minvu, que otorgaba puntajes al número de miembros de la familia -un punto por cada miembro- y un punto por cada unidad de fomento que hubiera ahorrado previamente el postulante. El subsidio a la demanda era solamente el puntaje financiero e ideológico -valorizaba el criterio de la competencia entre los demandantes, según su ahorro previo- del modelo subsidiario de provisión de vivienda social; sin embargo, otros rasgos sobre los que se construyeron las políticas públicas en este campo fueron la focalización en los grupos definidos como más pobres -hecha mediante la Ficha de Estratificación Social (cas) en 1979-3 y la descentralización a los municipios de la gestión inmobiliaria vinculada a la construcción de viviendas (Hidalgo, 2005).
La Política de Desarrollo Urbano de 1979: el modelo de la urbanización subsidiaria
Para garantizar la existencia de esferas de acción espacial de los agentes urbanos en la capital de Chile, en un contexto de Estado subsidiario, era necesario reformar las regulaciones y normativas referidas al crecimiento urbano, los usos del suelo y el mercado inmobiliario. Lo anterior necesariamente implicaba adoptar una nueva concepción de justicia libertaria, que más que buscar igualdad o garantizar derechos sociales, se orientaba a privilegiar las libertades y los derechos económicos (Žižek, 2010), como la propiedad privada, la competencia y el individualismo (Harvey, 2008a).
La política de desarrollo urbano de 1979 resolvió liberar de toda restricción a la oferta de suelo urbano mediante la eliminación de límites, impuestos y otras disposiciones que afectaban el funcionamiento del mercado. Así, éste se consignó como un bien o recurso cuya transacción dependería de las fuerzas del mercado, cuestión que terminó definitivamente con cualquier consideración referida al suelo, a la ciudad o a la vivienda como un derecho social. Además, el Estado enajenó suelo para que operara la libre competencia y la iniciativa privada (Trivelli, 1990; Daher, 1991; Sabatini, 2000), de manera que todo suelo en Santiago quedaba bajo potestad de algún propietario (Sabatini y Brain, 2008) que podía venderlo al mejor precio, según dictasen las reglas de oferta y demanda. Lo anterior implicó, junto con los procesos de radicación y erradicación de poblaciones, dibujar una nueva geografía urbana segmentada según el estrato socioeconómico; con ello la población más pobre se concentró en viviendas sociales construidas en las periferias de los municipios periféricos (Hidalgo et al., 2008).
En 1981, pese al abandono de las políticas monetaristas ortodoxas a causa de los efectos de la crisis económica que afectó a Chile y a pesar de la aplicación de políticas más utilitaristas y flexibles a la gestión microeconómica y macroeconómica, no se dieron grandes cambios en las formas como el Estado administraba la situación habitacional de los sectores más vulnerables, que eran los más afectados con los embates de la crisis y también los menos considerados en la búsqueda de amortizaciones y soluciones (Atria et al., 2013). El modelo de provisión de vivienda social subsidiario siguió operando a partir de la producción de stock de bajo costo orientado a disminuir el déficit cuantitativo (Castañeda y Quiroz, 1986), al que se accedía vía voucher (Casgrain, 2010) y sin considerar las condiciones cualitativas de urbanización, limitadas a las áreas periféricas sin equipamientos, acceso a servicios y mixtura social.
El clima de conflictividad social durante la crisis de 1982 no sirvió ni siquiera para atenuar las políticas de erradicación de pobladores de barrios informales de áreas centrales y pericentrales a municipios periféricos de la Región Metropolitana de Santiago (Hidalgo, 2004). Sólo entre 1979 y 1986 se desplazaron de modo obligatorio cerca de 28 500 familias, las cuales obtuvieron una vivienda social en municipios de la periferia urbana de la ciudad (Molina, 1985). La mayoría de los municipios destino, por su carácter periférico y sus escasos niveles de inversión pública, no contaban con infraestructura y equipamiento para recibir adecuadamente a nuevos contingentes de población (Hidalgo, 1999). Esto contribuyó en gran parte al aumento anual de 1 200 ha de la superficie urbana de Santiago, con los consecuentes impactos negativos vinculados a la degradación ambiental y la ocupación de sitios expuestos a riesgos naturales (Larraín y Molina, 1987).
A principios de la década de 1990 y con el inicio de la transición política, el déficit habitacional ascendía casi al millón de viviendas, por lo que los gobiernos de La Concertación buscaron legitimar su modelo de neoliberalismo económico con políticas de redistribución (Gárate, 2012) -que podría ser denominado como “neoliberalismo con rostro humano” (Atria, 2013)-, mediante un programa masivo de construcción que seguía articulado a partir del subsidio a la demanda y la participación del sector privado en la edificación. Se llegó a postular que:
El periodo de la década de los noventa quedó “registrado en la historia de las políticas de vivienda como uno de los periodos en que se edificaron mayor número de viviendas sociales en Chile, y por ende el lapso de tiempo en que se redujo con mayor rapidez el déficit habitacional” (Hidalgo, 2007: 65).
Sin embargo, esta reducción del número de viviendas para los estratos más pobres tuvo externalidades significativas, que se tradujeron en la profundización de la segregación social y la fragmentación física del espacio urbano (Ducci, 1997; Sabatini, 2000; Rodríguez y Sugranyes, 2005; Hidalgo, 2007).
Lo descrito ha llevado a una serie de medidas paliativas, que intentan revertir de cierto modo el lado oscuro del modelo subsidiario de la vivienda social (Ducci, 1997), utilizando los mismos mecanismos subsidiarios que contribuyeron a producirlo: se ha fortalecido el subsidio a la demanda ampliándolo no sólo para el alquiler o la adquisición de viviendas usadas, sino como una suerte de gift card otorgada a los damnificados que dejan los continuos y fuertes terremotos que ha sufrido el país en la última década.
En 2001 se creó el Fondo Solidario de Vivienda (FSV).4 Fue un programa orientado a eliminar el requerimiento del ahorro previo de 20% para la población más pobre; intentó conservar la figura del subsidio a la demanda y adicionar criterios de justicia social igualitaria, en la medida en que se buscaba beneficiar a 40% de la población más vulnerable, según sus ingresos. Esto propiciaría una mayor mixtura social en los barrios, la recuperación de conjuntos de vivienda social deteriorados y la construcción de nuevas viviendas bajo condiciones mínimas de acceso a servicios urbanos. Sin embargo, los resultados en la asignación de dichos fondos solidarios para la población del último quintil de ingresos -entre 2007 y 2012- revelan que el proceso de periferización de los pobres sigue operando en la Región Metropolitana de Santiago, en comunas de la periferia urbana cercana como San Bernardo, Puente Alto o Maipú (concentran casi 70%), así como de la regional donde aparecen comunas como Melipilla, Peña Flor o Talagante (10%).
Caminos posibles para una tercera inflexión: el derecho a la vivienda y la ciudad, ¿ideología o realidad?
Parte fundamental de las críticas al modelo neoliberal aplicado en Chile aluden a las formas como se fueron comprendiendo y estructurando las vinculaciones entre libertad, Estado subsidiario, funciones del Estado, protección de derechos individuales y colectivos y lo que se conoce como neoliberalismo. La posibilidad concreta de avanzar hacia reformas constitucionales profundas en Chile ha contribuido a visibilizar y profundizar la discusión en ámbitos referidos a los derechos ciudadanos y sociales; en la práctica, la crítica apunta a la necesidad de incrementar los niveles de igualdad y justicia para todos los ciudadanos, independientemente de su habitus y campo.
Dichas críticas al modelo chileno alcanzaron, primero, al conjunto de instituciones políticas y económicas, posteriormente ahondaron en los fundamentos ideológicos, doctrinales y sistémicos que explicaban que existiesen esas instituciones y no otras. Uno de los aspectos en que ha habido una importante disputa es el referido al modelo de Estado subsidiario, que justificaría la existencia de vinculaciones insuficientes y deficitarias entre el Estado y las necesidades ciudadanas de acceso a servicios básicos de salud y educación (Mayol, 2012; Atria, 2013; Atria, et al., 2013; Alvarado y Galaz, 2015) y vivienda (Hidalgo, 2004; Hidalgo et al., 2008).
La situación descrita reconoce el papel de la subsidiariedad en la formulación y el desarrollo de políticas habitacionales para la población que no puede acceder al mercado inmobiliario. Sin embargo, dicha subsidiariedad ha actuado, desde la invención del subsidio habitacional en 1978 hasta nuestros días, bajo la lógica de criterios neoliberales (Harvey, 2008b), según los cuales la vivienda es una mercancía que se transa en función de las reglas de la oferta y la demanda, en un mercado en el que se espera (como en la mayor parte de las situaciones) la mínima intervención estatal posible (Casgrain, 2010) y que se asume como diferenciado y estratificado.
En esas condiciones, la localización, las características y la calidad de las soluciones habitacionales para los sectores más pobres dependen de presupuestos y precios susceptibles de ser abordados y no de una respuesta focalizada en las necesidades de los futuros propietarios o de un reconocimiento de sus derechos o los criterios de justicia e igualdad. Tales omisiones e invisibilizaciones han redundado en la distribución espacial de conjuntos habitacionales periféricos de muy baja calidad, con deficientes niveles de infraestructura, servicios urbanos y accesibilidad, ya que la localización de soluciones habitacionales no ha considerado el acceso a servicios sociales básicos para las familias, que en la mayoría de los casos no tienen mayores posibilidades de trasladarse a otros sectores de la ciudad, dado el bajo valor de mercado de sus viviendas (Sabatini y Brain, 2008). El proceso aquí descrito se da respecto a la disponibilidad de infraestructura de centros de salud, establecimientos educacionales, seguridad, cantidad de áreas verdes y espacios de amenidad, accesibilidad a sistemas de transporte y de retiro de deshechos, entre otros aspectos (Hidalgo et al., 2008).
El bajo nivel de ingresos de la población expulsada a estos conjuntos habitacionales los hace potenciales demandantes de los servicios sociales básicos proveídos por el Estado -ya sea en el nivel nacional o municipal-, lo que implica una situación de injusticia y desigualdad similar a la que describe Loïc Wacquant, referido a los habitantes de los guetos de París y Chicago (2007). Lo anterior equivale a decir que el Estado subsidiario, en lugar de generar igualdad y justicia en el campo habitacional, ha participado activamente en la producción de desigualdades e injusticias, a lo cual debe sumarse el hecho de que “no es una exageración, por tanto, afirmar que aquello que en Chile se entiende por subsidiariedad es algo así como una prohibición para la acción del Estado” (Petersen, 2015: 141). Las formas de relación entre el Estado subsidiario y los ciudadanos ha sido desafiada por la comprensión social de nuevas concepciones de igualdad, justicia y derechos humanos, a nivel general y, en particular, al problema del déficit habitacional y las modalidades de acción estatal en esta materia. En este contexto, Rodríguez, Rodríguez y Sugranyes (2015), en un texto reciente, señalan que
Desde hace unos diez años, en todo el mundo la ciudadanía se está organizando a partir de los territorios; también en Chile […] hay un despertar de ciudadanas y ciudadanos que exigen derechos solidarios […] Desde 2012, una iniciativa de varias organizaciones de la sociedad civil, con el apoyo de la Relatora Especial del Derecho a la Vivienda del Consejo de Naciones Unidas, logró iniciar un proceso para colocar el derecho a la vivienda como tema en Chile […] El mismo año, en torno al examen periódico universal 2013 (EPU) o la revisión cuatrienal del cumplimiento de los derechos en Chile por parte de las Naciones Unidas, por primera vez organizaciones sociales presentaron un informe paralelo sobre el cumplimiento del derecho humano a una vivienda adecuada (DHVA) (Rodríguez, Rodríguez y Sugranyes, 2015: 18).
Al ser esta una situación que no se había dado con anterioridad, en la cual no sólo se reivindica la vivienda como un derecho social (Garnier, 2011), sino que además se incorporan exigencias referidas a viviendas dignas y adecuadas, localizadas en emplazamientos que garanticen el derecho a la centralidad, es decir, a la ciudad, se plantean dos caminos para una tercera inflexión de las políticas de vivienda social. El primero se orienta a institucionalizar las demandas por el derecho a la vivienda y a la ciudad dentro del marco actual del neoliberalismo, buscando soluciones a los problemas del déficit habitacional y urbano mediante los mismos mecanismos que los causaron -léase subsidios, financiarización del consumo inmobiliario, escasa o nula regulación del mercado del suelo urbano, reforzamiento del Estado como facilitador, etcétera-. El segundo camino propendería por crear nuevas relaciones sociales de producción del espacio urbano a partir de los intersticios y espacios que abre la nueva discusión sobre la constituyente. Aunque en el primer caso “el derecho a la vivienda y la ciudad” serían simplemente una ideología tendiente a reproducir al propio neoliberalismo (Carlos, 2015), es el segundo camino el que parece dará forma a una tercera inflexión de las políticas de vivienda chilenas.
Consideraciones finales
Antes de 1973 las orientaciones de las políticas públicas para el acceso a la vivienda evolucionaron desde el asistencialismo hacia su comprensión como derecho social. Posteriormente, sobre la base del modelo de Estado subsidiario, se incorporó a la banca y a las empresas en la conformación de un mercado inmobiliario estratificado, donde el sistema financiero ofertaba distintas posibilidades de instrumentos para el financiamiento de la casa propia, considerando la dispersión de deseos y posibilidades de endeudamiento o adquisición según el estatus del demandante. Al mismo tiempo, es también la banca la que financia las inversiones de las empresas constructoras, que contraen créditos para satisfacer la demanda garantizada por el subsidio habitacional.
Planteamientos como asociar el acceso a la vivienda a un derecho social y humano, o vincular los espacios residenciales con requisitos de dignidad, implican una desestructuración normativa del modelo de Estado subsidiario y la estructuración de otro nuevo, en el que valores como la igualdad dejen de estar proscritos como la negación del derecho a la diferencia (Garnier, 2011), y en el que la competencia no sea considerada el mecanismo más eficiente para orientar la vida social (Azofeifa Sánchez, 2003).
En la mayor parte de las naciones democráticas del mundo, los gobiernos tienen entre sus funciones el proveer de viviendas seguras y accesibles a sus ciudadanos, sin que ello tenga como única fórmula de provisión los subsidios o el compromiso de otorgamiento de una vivienda propia. En Chile, se han implementado en tiempos recientes algunas políticas de subsidios para arrendamiento de propiedades, a propósito, por ejemplo, de algunos episodios como terremotos, incendios, tsunamis u otros eventos, que han seguido el patrón voucher. Lo claro es que la búsqueda del sueño de la casa propia ha invisibilizado la producción de desigualdades en otros cuadrantes, como la disponibilidad de urbanización, la cercanía a fuentes contaminantes, la baja accesibilidad de las soluciones habitacionales, el incremento de las distancias a colegios y las fuentes laborales con el consecuente encarecimiento real del transporte, hacinamiento, baja calidad en materiales y en los estándares de construcción, segregación socioespacial, entre otros factores. Tanto el discurso estatal como el público coinciden en relevar la consecución del deseo del hogar propio, independientemente de la calidad y la mantención de importantes niveles de insatisfacción de otras necesidades. En conclusión, el acceso a la casa propia invisibiliza otros aspectos de la desigualdad que a su vez influyen en una baja global en la calidad de vida de los beneficiarios de los subsidios.
La asignación de subsidios para el acceso a la vivienda, la existencia de determinados niveles de subsidiariedad estatal y las características de un modelo y un mercado inmobiliario y económico chileno han sido debatidos y criticados desde diversas fuentes y enfoques. La crítica se ha extendido, incluso, a lo que en general se entiende por neoliberalismo (Boas y Gans-Morse, 2009) y en particular en Chile (Tironi, 1990; Mayol, 2012; Atria et al., 2013; Petersen, 2015). Pese a la existencia de matices en el análisis teórico y práctico de las políticas de asignación de viviendas sociales, se puede afirmar que éstas fueron concebidas en función de fases por las que evolucionaron el principio de subsidiariedad y las corrientes neoliberales, desde su puesta en marcha a principios de la década de 1970 hasta nuestros días.
Un aspecto que ha agitado las aguas del neoliberalismo en Chile tiene que ver con demandas sociales, en las que se están desarrollando nociones de igualdad diferentes a las precedentes. Estas transformaciones se han dado simultáneamente con la búsqueda de otras formas de profundización de la democracia, características del actual estado de la filosofía política occidental. Se ha avanzado hacia planteamientos que reivindican la tesis sobre que los individuos tenemos igualdad de derechos y deberes, de modo que, en similares circunstancias, debemos ser tratados de la misma manera (Rawls, 1985; 2002). Aspectos que en materia de vivienda han redundado en discusiones que incorporan el acceso a ésta en el listado de los derechos humanos fundamentales y que demandan del Estado soluciones habitacionales dignas (Rodríguez et al., 2015). Se ha instalado así en el análisis espacial el concepto de igualdad como equivalente a equidad horizontal (Truelove, 1993), por la cual todos los habitantes de una unidad político-administrativa deberían recibir similares beneficios y cargas. Se mantiene en este enfoque la imposibilidad de reconocimiento jurídico y normativo de posibles desigualdades entre individuos, lo que forzaría a pensar que una política pública debería ser adecuada o inadecuada para todos los individuos que comparten rasgos de similitud; y si esto no se cumple, debería entonces apelarse a una igualdad proporcional (Smith, 1980) o a una equidad vertical (Truelove, 1993) para conseguir, mediante asignaciones o subsidios a grupos o individuos, oportunidades, beneficios o cargas que se conciben como desiguales.
Desde esta perspectiva, el derecho a la ciudad propugnado por Lefebvre (1978) ha sido actualizado: ahora se exige la generalización de soluciones habitacionales (en tanto derecho social) por sobre la actual focalización de subsidios en los sectores más vulnerables de la población. Esto implica abandonar la política dual de voucher a la demanda y la paralela materialización de una oferta de residencias dirigida a sujetos que tuviesen capacidad para endeudarse en el sistema financiero, que se emplazaron en municipios y en áreas sociales diferentes, cuyo efecto espacial más notable fue la configuración de privatópolis inmobiliaria y precariópolis estatal (Hidalgo et al., 2008).
Por último, estimamos pertinente reflexionar sobre el problema de la justicia e igualdad en el contexto del modelo neoliberal chileno, con el fin de demostrar que las dos inflexiones destacadas y los caminos divergentes hacia una tercera no han logrado amortizar los desequilibrios existentes en estos aspectos, probablemente porque nunca se abandonó la tesis del voucher como mecanismo de asignación de servicios sociales básicos, no sólo en el sector vivienda, del que nos hemos ocupado en este artículo, sino también porque este sistema fue aplicado en salud y educación (Atria et al., 2013).