Introducción
Desde la perspectiva del materialismo histórico, la formación del hombre ha quedado librada a la inconsciencia. Si damos por cierto que la Modernidad, entre sus tantas acepciones, es la época en la que lo humano se forma a partir del hombre mismo, también es cierto que en esta formación los hombres no han participado de manera que puedan reconocerse como los señores de las condiciones históricas por las cuales se les ha dado forma. En este artículo se asume el problema de la formación recurriendo, en principio, a los elementos embrionarios del materialismo histórico en los escritos del joven Karl Marx,1 para posteriormente acercarnos a la filosofía de Walter Benjamin, en particular a sus estudios juveniles sobre la educación. Adoptamos como punto de partida lo que Benjamin (2010a) nos señala: el problema de la formación del ser humano no puede quedar exclusivamente referido a un gremio en particular (el de los educadores, por ejemplo), sino que debe ser motivo de un radical movimiento cultural en el que todos los hombres tienen que reconocerse (Benjamin, 2010a).
El problema de la formación en el joven Marx
Marx (2008a) comienza su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel2 postulando un elemento que será central dentro del materialismo histórico: el hombre no se halla más allá del mundo de los hombres. Si los discursos religiosos pueden proceder indicando cuál es la esencia del hombre, es porque éstos son la presunta realización fantasiosa de dicha esencia. Desde Marx se desprende que la esencia humana que los discursos religiosos dicen captar no es la descripción crítica de las realidades humanas sino su negación. Entre otras cosas porque, como lo va a plantear más adelante el mismo Marx (1976a), según las Tesis sobre Feuerbach,3 los hombres se forman a partir de las condiciones de su propia actividad, pero también son los hombres los que han creado dichas condiciones y con ello los criterios de su formación, aunque no de manera consciente. Es por ello que Marx expresa: la riqueza y complejidad de Dios es la compensación por la mísera, empobrecida y real naturaleza humana. Dicho sea de paso, no es Dios el que crea dicha naturaleza, es el hombre el que la crea mediante el proceso de formación.4
Para Marx (2008a), la crítica de la religión tiene una función emancipadora, aunque esta crítica no es suficiente. Mostrar el funcionamiento social de la religión, los compromisos que ésta adquiere y los fines a los que sirve, como lo entiende Marx, no causan más que desilusión. Sin embargo, el hombre desilusionado puede ser el inicio del hombre capaz de alcanzar por sí mismo la razón. Como bien lo señala Pérez Cortés (2013), Marx ha hecho entrar la historia en la razón y, asimismo, la razón en la historia. Es por esto que la razón es capaz de mostrar al hombre la necesidad de girar en torno a sí mismo y de hacerse cargo de su existencia y de las condiciones que la hacen posible.
La religión, por su parte, gira alrededor del hombre apropiándoselo e impidiendo que éste gire alrededor de sí mismo, al desplazar la esencia de su existencia hacia el más allá. Podemos colegir que Marx (2008a) muestra que la crítica de la religión está en relación con la crítica antropológica de la formación del hombre, en la medida que éste tiene que pensarse con respecto a sí mismo, no teniendo como horizonte la fantasía de un reino fuera de su alcance. Si es necesario llevarlo a este lenguaje, el hombre solamente se vuelve la esencia suprema del hombre, al reconocer que no proviene de un reino divino y que es él quien debe transformar, en el mundo en el que ha sido formado, las condiciones presentes en su formación.5 Con esto, los seres humanos adquieren el imperativo de destruir todas las relaciones que han hecho del hombre un ser humillado, abandonado, repulsivo y despreciable, resalta Marx (2008a). Sin ir más lejos, el joven Marx ha descubierto que la formación del hombre no es la expresión de la lucha entre el cielo y la tierra o entre lo divino y lo terrenal, sino del conflicto de una época consigo misma, esto es, su crisis histórica.
Hasta aquí se ha afirmado que la esencia humana ofrecida por la religión es una negación de la situación histórica en la que los hombres deben dar forma a su existencia. Esta situación es enmascarada por la religión con fantasías compensatorias de reconciliación entre los hombres en el reino divino. Reconocer esa negación, como puede derivarse, es importante en términos de emancipación. Empero, la actividad crítico-revolucionaria tiene que avanzar mucho más de lo que lo han hecho los jóvenes hegelianos de izquierda, entre ellos, Bauer y Feuerbach, y su crítica de la religión.
Marx ha dado un paso inédito hasta ahora, y es el que se propone pasar de la crítica de la religión a la crítica de la política. Incluso, como aclara en Sobre la cuestión judía (1845): los hombres pueden ser liberados de la religión y no por ello serán liberados de la violencia política que refina sus formas de dominación en el derecho. Para Marx es claro que el problema de los jóvenes hegelianos es que al centrarse en la crítica de la religión, descuidan los demás aspectos presentes en las situaciones de la dominación social; para el caso de la época de Marx, son los restos del despotismo feudal y las contradicciones del mundo burgués. Por tanto, Marx imagina un proyecto crítico-revolucionario en el cual los acontecimientos políticos, esto es, la situación real de los hombres, son la base para una crítica de la religión. A juicio de Marx, los jóvenes hegelianos realizan lo contrario: pretenden criticar los acontecimientos políticos mediante una crítica de la religión. Para Marx este proceder es, por principio, errado, pues la religión, vista de cerca, carece de contenido en sí. La religión es una teoría del cielo y, sin embargo, su existencia depende de manera absoluta de la tierra. Por tanto, la teoría es falsa al no referirse a un contenido real y al pretender erigirse como una alternativa de aquello a lo que se opone, es decir, el mundo de los hombres en la tierra (Lukács, 1986).
Expuesto así, el joven Marx desbroza de manera embrionaria lo que será fundamental para el materialismo histórico: el hombre no está más allá de las condiciones que él mismo ha creado en el proceso de formarse. Lejos de profundizar en dirección a la crítica de la religión de los jóvenes hegelianos, se dirige a interrogar su contexto histórico-nacional, y como continuación de su actividad crítico-revolucionaria afirma la necesidad de
no concederle a los alemanes ni un solo instante de ilusión y de resignación. Hay que hacer la opresión real todavía más opresiva, añadiendo a aquélla la consciencia de la opresión, haciendo la infamia todavía más infamante al hacerla pública. Hay que pintar todas y cada una de las esferas de la sociedad como partie honteuse (parte vergonzosa) de la sociedad alemana, obligar a estas relaciones anquilosadas a danzar, cantándoles su propia melodía. Hay que enseñar al pueblo a aterrarse de sí mismo para infundirle coraje (Marx, 2008a: 98).
La imagen que Marx propone para mostrar a la sociedad su vergüenza, o por lo que debería avergonzarse, resulta clave en este momento. En el mismo mes de marzo del 1843 en el que ha comenzado a redactar su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, también dirige correspondencia a Arnold Ruge. Allí declara no claudicar frente a las posibilidades de una auténtica revolución social. Como algunos otros críticos, Ruge se muestra pesimista e incapaz de advertir las fuerzas que en las masas podrían alzarse contra la dominación de la burguesía. A pesar de ello, Marx sostiene que, justo por el estado de miseria en el que se encuentran los hombres, la vergüenza se impone y es inocultable. De hecho, los hombres avergonzados ya suman como condición para la puesta en marcha de una revolución.6 Marx insistirá en que “La vergüenza es una especie de ira dirigida contra sí misma. Y si realmente toda una nación llegara a avergonzarse dicha nación sería como el león que se recoge en sí mismo para saltar” (Marx, 2008b: 81). Aquí, el león es el hombre avergonzado que reconoce que en la base de su formación se impone la domesticación de sus fuerzas. El salto del león es, pues, la fiera que vuelve a adueñarse de sí misma y que está dispuesta a dar el golpe sobre su presa. Esto es, el hombre soberano de sí que no está dispuesto a eludir el enfrentamiento con la historia.7
Para Marx la crítica implica ir a la raíz, pero en el caso del hombre la raíz es él mismo (no la religión). En otras palabras, la actividad crítico-revolucionariana puede detenerse en un ajuste de cuentas con la religión, aunque, más importante todavía, debe volver al hombre y exterorizar qué es lo que ha hecho posible su formación.8 Si ya se ha afirmado que los seres humanos se forman a partir de sus condiciones, y si hemos afirmado que éstas son creadas por el hombre mismo, entonces debe quedar claro que dichas condiciones no han estado “siempre allí”, no son dadas simplemente a los hombres, sino que han sido creadas y solamente por efecto de las prácticas socialmente sedimentadas se presumen como anteriores al hombre mismo, es decir, la actividad critico-revolucionaria debe mostrar la traición al hombre que es la base de su formación.
Decantarse por un análisis de la formación, recurriendo al materialismo histórico que subyace embrionario en el joven Marx, indica que se va a proceder, sin misericordia, a mostrar las condiciones reales de producción del hombre por el hombre. Si hasta ahora se imaginaba que el hombre procedía de la gracia divina o por una esencia superior que lo elevaba por encima del mundo (la consciencia), el materialista histórico tiene claro que lo efectivo en el proceso de formar ha sido la dominación. De hecho, si recurrimos a la versión del refinado materialismo histórico que Benjamin (2012) desarrolla en sus tesis Sobre el concepto de historia, lo constante en la existencia humana ha sido la opresión y el sufrimiento. Por tanto, si causa asombro afirmar que las condiciones que han formado a los seres humanos responden a la dominación del hombre por el hombre, el asombro es únicamente una falta de sentido filosófico, puesto que allí donde algunos ven una excepción en esa imagen desgarradora de los hombres, el materialista histórico asume que esto ha sido una regla.
Breve apunte sobre el concepto de praxis
Después de lo planteado en la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx (2007) demuestra en los Manuscritos de economía y filosofía que el recurso a los principios de la economía política, al aparato jurídico-estatal y a las ideas comúnmente aceptadas en la sociedad burguesa, redundan en la dominación. Entre otras cosas, porque con ese recurso la clase que posee los medios de producción establece sus condiciones como las únicas posibles y disponibles para la organización de la vida social y la formación de los hombres. Para decirlo de manera distinta: la economía, el Estado y la cultura actúan para preservar condiciones de clase. La clase que domina es la clase que forma.
Vayamos por partes. La economía naturaliza la acumulación de capital (por ejemplo), es decir, hace de la acumulación algo universal y necesario y no un hecho social, por tanto, ligado a la historia (Pérez Cortés, 2013). El aparato jurídico de Estado reasegura esa interpretación y crea leyes que, a su vez, afirmen que Estado es el natural mediador entre las relaciones sociales. La cultura, por su lado (valiéndose, por ejemplo, de la educación), crea ilusiones en torno a que el movimiento de la historia depende automáticamente de la sustitución de unas ideas por otras, mientras se esconde que el movimiento histórico depende de las condiciones materiales y de los medios de producción. Este aspecto fue desarrollado ampliamente por Marx (1976b) en La ideología alemana, donde plantea que la ideología promueve la ilusión de que los cambios históricos son producto del cambio en las ideas y el pensamiento, como si éstos pudieran avanzar por su cuenta y todavía referirse al mundo de los hombres, dejando atrás las condiciones reales de existencia. La misma razón, como sostiene Pérez Cortés (2013), no surge como una prolongación espontánea del pensamiento. La razón, si se quiere, reclama una “objetividad” para poderse afirmar como tal. Arriesgando, esa objetividad es histórica.
Por tanto, si Marx sostiene que todavía no se ha alcanzado la verdadera historia humana porque el hombre todavía no se ha apropiado de las condiciones de su existencia, a tono con él habrá que afirmar que la verdadera formación todavía no se ha producido y que ésta tendrá que ser realizada, históricamente, por la actividad de los hombres mismos, una vez que hayan recuperado las condiciones con las cuales den forma a una existencia emancipada. Por eso también se puede afirmar que el hombre está en la pre-historia: el hombre, incesantemente, se ha formado a sí mismo pero no de una manera consciente. En los Manuscritos, Marx (2007) sostiene que el hombre ha producido al hombre (al obrero y al capitalista) en la deshumanización y la brutalidad. Por tanto, así como el animal es mera pasividad porque es conforme a su esencia, el hombre al no formarse conscientemente, es decir, conforme a una idea emancipada de lo humano, no es más que pura naturaleza domesticada. Este hombre natural se traiciona a sí mismo porque está llamado a formarse por su actividad y no conforme a la pasividad que lo reclama para una domesticación que se le impone inevitable. El hombre está llamado a crear nuevas formas para su mundo y para sí mismo, y en ellas debe encontrar los recursos para una formación que sea capaz, verdaderamente, de emancipar lo humano (Fromm, 1970).
Así, pues, entre las condiciones que el hombre debe recuperar está la de una vida social en la que todos los hombres puedan desarrollar sus capacidades vitales y crear con ellas el mundo que habita. En Sobre la cuestión judía, Marx (2008c) lo identifica temprano al referir la necesidad histórica de formar las fuerzas individuales como fuerzas sociales. De momento, formar estas fuerzas es lo que puede entenderse como praxis.
Para Bermudo Ávila (1975) es en los Manuscritos, con la categoría de trabajo, que Marx comienza a plantear el problema de la praxis como el ser de su filosofía. La praxis es la actividad de los hombres con la que éstos producen sus realidades históricas y con la que obtienen los recursos para formarse a sí mismos. Por ello, la praxis no puede entenderse si no se considera su orientación antropológica. Cuando el hombre se enfrenta a una actividad mediante la cual crea los elementos que conforman su mundo, no solamente está dando forma a los objetos de su trabajo, sino que se está dando forma como ser humano. Del mismo modo, la actividad humana está determinada porque lleva consigo un sinnúmero de relaciones entre los hombres que son su condición, es decir, la praxis humana es actividad social por principio. En otras palabras, el hombre trabaja por la necesidad de dar forma a su vida en común.
No obstante, valga aclararlo aquí, la praxis es actividad, pero no puede decirse, por ello, que toda actividad es praxis. Siguiendo a Sánchez (1980), hablamos de praxis cuando la actividad de los hombres está orientada hacia un fin consciente. Ahora bien, praxis es un concepto bastante complejo porque, por un lado, imbrica distintos aspectos a los que busca unificar. De modo que la praxis no es una orientación ciega y exclusiva en el hacer, no es la actividad puramente científica que construye el objeto de su indagación y tampoco es solamente una actividad crítica. Más bien, se entiende la praxis como el conocimiento de la realidad, la crítica sistemática de esa realidad y el esfuerzo por transformarla radicalmente. Allí donde convergen esos tres aspectos se habla de una praxis que es, simultáneamente, el proyecto crítico-revolucionario de la formación del hombre. En otras palabras, el conocimiento de la realidad, la crítica de ésta y el esfuerzo por transformarla es, si se quiere, la actividad formadora del hombre mismo, capaz de crear otras condiciones históricas para su existencia (González, 1991).
Podría pensarse que la actividad crítico-revolucionaria tiene que ver con transformar las ideas falsas que hasta ahora han gobernado la formación y el proyecto de educar a los hombres. Sin embargo, en La ideología alemana, Marx (1976b) muestra una alternativa más radical: no se trata simplemente de cambiar ideas falsas por otras consideradas verdaderas, omitiendo el esfuerzo de pasar por examen las condiciones materiales e históricas vigentes; la cuestión estriba en transformar dichas condiciones porque han hecho posible que el hombre sea formado y educado mediante ideas falsas. Implícitamente, Marx está mostrando su idea de la praxis. Ésta no será concebida como la actividad de la teoría modificándose a sí misma, cosa que, por lo demás, es la praxis teórica (en un sentido ontológico). Más exactamente, concebida en un sentido diferente por la necesidad de los hombres, la praxis se convierte en el examen permanente de las posibilidades para hacer penetrar la teoría en las condiciones reales de la existencia humana y en el esfuerzo por dotar de ideas la actividad material de los hombres, hasta ahora, actividad inconsciente con respecto a la formación y la educación. Un aspecto queda revelado: la verdad de los hombres no está en el espíritu, la consciencia o la ideología. La pregunta por la verdad de la naturaleza humana hay que descubrirla en el sistema de las relaciones materiales dominantes. Por tanto, una educación que forma para transformar todo, menos las relaciones materiales, se constituye en parte constitutiva de la dominación.
Benjamin y la praxis pedagógica revolucionaria
Diferente a lo que los metafísicos han querido plantear, la esencia humana no es el dato que informa lo que es el hombre sin cambio o modificación alguna (Rubio, 2007). Por el contrario, si bien los hombres parecen estar llamados a la universalidad, ésta no les viene dada y tampoco se consuma por una toma de consciencia en la que descubren su ser universal. El ser humano se forma a sí mismo, y alcanzar la universalidad no es lo que se produce por la revelación, sino que es lo que se trabaja y se crea por la propia actividad. Es a los hombres a los que les corresponde elaborar las condiciones de su universalidad, de su ser genérico. Por tanto, parafraseando a Benjamin, se requiere una crítica de la educación que sea, por necesidad política, una filosofía de su historia. Esta filosofía, sin descanso, tendrá que evaluar uno a uno los fines que la educación ha perseguido. Para Benjamin (2010b) sólo tiene valor la educación que puede tomar posesión de su manifestarse; claramente, esto aparece en la puesta en escena de acciones que combaten un estado de cosas a transformar o intolerables.
El problema de la formación no ha sido ajeno a la filosofía de Benjamin. Desde 1911 con su ensayo juvenil “La bella durmiente” y por lo menos hasta 1929, ya en etapa madura, con “Una pedagogía comunista”, puede advertirse la orientación explícita hacia este problema. Tal vez poco conocidos, estos dos ensayos cierran un arco que gravita alrededor de veinte años y que son importantes para plantear la idea de una praxis pedagógica revolucionaria. En otras palabras, lo que se quiere señalar como relevante es la proximidad de las ideas del joven Marx y las del joven Benjamin. Tenemos, pues, un arco que se inicia preguntando por la educación, conforme a las preocupaciones que aparecen en “La bella durmiente” (y otros ensayos de juventud); se modifica en un cruce definitivo, al finalizar la segunda década del siglo XX, con el materialismo histórico, y se cierra con el ensayo “Una pedagogía comunista”. Ahora bien, el problema de la formación se cierra en términos formales debido a que la pregunta de lo que el mundo moderno hace al hombre permanece. Por todo lo anterior, vale la pena detenerse en algunos de los contenidos que se desbrozan en lo que puede nombrarse los escritos pedagógicos de Benjamin.
Juventud y reforma escolar
En un ensayo de 1911 que lleva por título el nombre de un cuento nacido en la tradición oral: “La bella durmiente”, Benjamin (2010c) se pregunta si acaso ésta no será la época de la juventud, entre otras cosas, porque no es posible abrir un diario o una revista en el que estén ausentes las discusiones referidas a la escuela y a la educación. Benjamin sostiene que si esas discusiones afectan a la juventud, por lo mismo, ésta debe participar de “la batalla que se está librando en torno a ella” (Benjamin, 2010c: 10). La tarea de una crítica revolucionaria tiene que mostrar a la juventud la necesidad de los sentimientos de comunidad y la necesidad de la consciencia de sí como fuerza revolucionaria. Podría decirse que la juventud que no se tiene para sí misma como fuerza de transformación, de cambio y de lucha, no es consciente de sí y asiste, paciente, a lo que otras generaciones han decidido para ella.
El motivo de la juventud no es extraño, Benjamin lo encuentra repetidamente a lo largo de la literatura. Sin embargo, Hamlet de Shakespeare le resulta particularmente destacable por lo siguiente. Hamlet experimenta la amargura por un mundo que le asquea, pero no opta por retirarse. Al contrario, ese asco está acompañado por cierto sentido de tener una misión. Él ha venido al mundo para algo más que su retirada. El sentido posible desbroza que el mundo lo ha estado esperando y por eso a él le corresponde dar lugar a un orden diferente. Benjamin se pregunta a quién más podría corresponderle esta misión que a la juventud. A su entender, en todo joven que piensa y que reflexiona habita el germen del pesimismo. De hecho: ¿cómo puede la juventud comprender la miseria de su mundo? Incluso habría que agregar: ¿cómo puede intentar comprenderla sin adquirir un compromiso con su transformación? El pesimismo será, pues, un efecto que necesariamente experimentará aquel que mira, con desconcierto desnaturalizante, todo lo que con el mundo moderno se ha construido para el hombre. Ahora bien, en el pesimismo de la juventud no cabe la retirada. Para Benjamin es claro que “por malo que sea el mundo, tú has nacido para enderezarlo” (2010c: 10). Asoma en este momento el imperativo moral del judaísmo que solicita reparar el mundo, es decir, liberarlo de lo que ha llegado a ser o de lo dado.
En este mismo ensayo aparecerán algunos de los temas recurrentes en el pensamiento filosófico de Benjamin: la cultura, la sociedad burguesa, el derecho y el Estado (entre otros). Pero, más allá de todo esto, en el concepto de juventud hay un aspecto que es posible relacionar con el concepto, ya maduro, de redención. Benjamin sostiene que la representación universal de la juventud es el Fausto. Éste tiene ideales que realizar y ése es, justamente, el sentido de la juventud: la lucha por realizar los ideales negados. El envejecimiento, lejos de entenderse como una cuestión cronológica, Benjamin lo asocia con la condición de todos aquellos que ya han adquirido un sentido de lo ya acabado, es decir, quien no posee ideales, y quien por tanto no tiene luchas pendientes, ha envejecido. La redención, si se permite la licencia, es la lucha por realizar en el mundo un ideal que haga justicia a todo el sufrimiento que ha sido la regla para los hombres. Así, la juventud no es meramente la edad de los jóvenes, sino el tiempo de aquellos que reclaman una radical transformación de lo que ha llegado a ser o de lo dado, que no es otra cosa que lo que el hombre hace de sí mismo sin ser consciente de ello.
Para 1913 Benjamin (2010d) publica “Pensamiento sobre el ‘festival’ de Gerhart Hauptmann”. Cercano al joven Marx, informa que el hombre todavía no despierta a la consciencia de su existencia histórica. En otros términos, el hombre todavía desplaza las preguntas por sí mismo, esto es, por su formación, hacia un reino de fantasía del que se supone desciende. Para Benjamin es evidente que su época exige un movimiento radical de transformación, no el remiendo de las reformas educativas que declaran el cambio por todos lados, pero trabajan para que todo permanezca intacto. De manera drástica, Benjamin caracteriza la escuela como una institución que vuelve indiferentes a los hombres. Esta indiferencia es el resultado de una verborrea complaciente con la que el educador se endulza a sí mismo, sosteniendo que la historia no es otra cosa que la lucha del bien contra el mal. Se desliza, en todo caso, una tranquilidad indiferente porque, se supone, el bien siempre ha de triunfar. Por lo mismo, ¿qué prisa habrá en que los hombres luchen por su libertad y por un mundo que haga justicia a la humanidad?
No obstante, Benjamin sabe, y esto será un preámbulo al materialismo histórico que desarrollará más adelante, que en la historia se libra una lucha donde reina la crueldad y la severidad. La historia no espera a los hombres, muy por el contrario, los arrastra. De Benjamin se deriva la necesidad de consumar un hecho: la lucha no es por ampliar los valores ya existentes e instituidos, sino por la posibilidad de crear otros valores, posibilidad amenazada de la que depende la cultura. Aquí no cabe hablar de reforma alguna que pueda mediar entre una violencia pasada y una violencia presente, sino de la creación de un espíritu nuevo.
Un año después (1914), Benjamin (2010e) publica “Metas y caminos de los grupos pedagógicos estudiantiles en las universidades alemanas”, en el cual introduce el concepto de praxis, cercano -como se podría derivar- al ensayo “Sobre la cuestión judía” de Marx. A su juicio, si de la educación se trata, la praxis requiere de las fuerzas sociales de la comunidad estudiantil y de que ésta desarrolle lo pedagógico como su objeto primero, es decir, desde las propias necesidades de lucha. Todo esto toma el nombre de pedagogía filosófica. En un giro inédito dentro de las preguntas pedagógicas, Benjamin señala que poco o nada se ha ocupado de discutir la posición del maestro y del alumno, puesto que si la relación entre ambos se da en el espíritu de la juventud, es decir, a través de la lucha por realizar los ideales de la libertad, no puede mediar “un problema personal de poder entre el maestro y el alumno, sino que el maestro obtiene el valor mediante su juventud y seriedad” (Benjamin, 2010e: 66). Para decirlo sin preámbulo, la valía de un educador se corresponde con su capacidad de cultivar en sí mismo la juventud, entendiendo por esto un sentido de lucha por la transformación de las condiciones para la libertad. No es un verdadero educador aquel que, complaciente, se ha entregado a las formas vigentes por las cuales se forma a los hombres para que se les gobierne en la dominación.
Coda: pedagogía y revolución
Cerrando este arco que va de 1911 a 1929 está el ensayo “Una pedagogía comunista”. Éste es uno de los textos claves para identificar los elementos para una praxis pedagógica revolucionaria. A pesar de su corta extensión, con este ensayo Benjamin reorganiza algunas de las inquietudes ya expresadas en las consideraciones sobre Marx con las que se inició este artículo. El ensayo de Benjamin es un documento crítico-revolucionario en muchos sentidos. En principio porque se dirige a las convenciones con las que se acepta la práctica pedagógica de la burguesía (en el presente se dirá la práctica pedagógica liberal). Más allá de esto, el ensayo es radical porque con un problema específico: la educación, muestra los pilares que soportan la sociedad moderna capitalista.
La psicología y la ética son las bases que sostienen la educación burguesa. Por un lado, dice Benjamin (1989), está la naturaleza infantil del educando y, por el otro, el objetivo de la formación: el ciudadano, el hombre íntegro; en otras palabras, el burgués. De este modo, la pedagogía es la ciencia que, por medio de la educación, busca unir sin ningún tipo de rechazo y contradicción estas bases. Como señala Benjamin, el éxito está en sustituir la violencia por la astucia. Reinterpretando este aspecto, podría pensarse que lo que no se puede llevar a término por medio de la violencia a secas se consuma mediante la práctica pedagógica burguesa, citando ideales como autonomía, libertad y democracia, cuando estos mismos ideales han sido desmentidos, sustantivamente, por las estructuras económicas, políticas y militares. Benjamin advierte que para la sociedad burguesa, la infancia y la adolescencia son absolutas, es decir, absolutas tal cual las postula esta misma sociedad. De igual manera, absoluto es el ciudadano, el hombre íntegro, al cual se “adorna con los atributos de la filosofía idealista” (Benjamin, 1989: 109).
Aquí se tiene que reconocer que ese ciudadano, ese hombre íntegro, no es otro que el postulado por la filosofía política contemporánea. Nótese en los trabajos de Victoria Camps donde se promueve, de fondo, un retorno a la autoridad y a la disciplina. Con unos elementos que remiten indiscutiblemente a Kant, la filósofa española sostiene tres puntos básicos. El primero informa que el hombre debe ser educado porque su condición no es otra que la de su inacabamiento. El segundo punto plantea que el hombre debe ser educado para la libertad. En un sentido liberal asume que el límite de la libertad del individuo es la libertad del otro; en últimas, una libertad incapaz de sustraerse de una noción fuerte de individualismo. La libertad, pues, se aleja de una forma radical de comunidad y se reajusta al individuo formado tal cual lo reclama la Modernidad. Finalmente, el tercer punto básico nos informa que el hombre debe ser educado debido a la insuficiencia de las leyes. Por tanto, la regulación del hombre debe provenir de su autonomía y convicción (Camps, 2008). Este punto omite que tanto la autonomía como la convicción son prácticas socialmente instituidas y normalizadas.
El procedimiento de la filosofía liberal, como puede notarse, pasa de largo la historicidad de sus postulados: inacabamiento, libertad, autonomía y convicción, se convierte en absoluta su idea de ciudadano, integridad y de ciudadanía. Benjamin califica de “disfraz” el procedimiento que construye la niñez y la adolescencia, así como el ciudadano y el hombre íntegro, como absolutos. En conjunto, lo que se quiere formar es el hombre útil para la sociedad, confiable con respecto a sus fines y consciente de su lugar social.
“Los niños nos necesitan a nosotros los adultos” es la máxima pedagógica de la sociedad burguesa. Tan bien intencionada como parece, esta máxima organiza todas las especulaciones pedagógicas y las prácticas de reproducción social que trabajan por conservar al hombre ajeno de sí mismo. Es claro: la sociedad burguesa ve en los niños, aquellos que proclama como el objeto de su cuidado y defensa, la oportunidad de perpetuarse. Dígase sin rodeos, no es tanto que los niños necesiten de los adultos, sino que en la sociedad burguesa los adultos necesitan a los niños para repetirse y prolongarse a sí mismos. Estos adultos tienen por función conservar el lugar social de los privilegios que les ha tocado en suerte, y los niños heredaran la tarea de continuarlos. Ahora bien, mirando al proletariado, Benjamin dirá que éste tiene en sus hijos a los sujetos de su auxilio, venganza o liberación. Esto produce una contradicción pedagógica de consecuencias mayores dentro de la pedagogía burguesa, lo que no es otra cosa que discontinuidad y ruptura. En este punto podría pensarse que se sitúa la tensión que podría despertar las fuerzas revolucionarias adormecidas.
Váyase por partes. Una pedagogía comunista, por lo tanto una que se transforma en praxis pedagógica revolucionaria, no arranca desde presupuestos abstractos sobre el hombre, la libertad, la autonomía, la convicción, la participación y la reconciliación, sino desde los hechos efectivos: la situación de clase y la dominación. Ahora bien, por clase se entenderá un régimen de clasificación social que opera produciendo diferencias y creando divisiones y antagonismos. Si bien el carácter de la clase está determinado por las formas de producción material y los sistemas de intercambio económico, también es inmanente a las condiciones de clase su historicidad. Ese régimen, que describieron Marx, Lenin, Weber, se compone, también, de ficciones y afectos pasionales que alteran la descripción dada meramente en términos materiales y económicos. En otras palabras, la clase no depende solamente de la producción y distribución de bienes, sino también de los símbolos asociados a las diferencias y a las divisiones del cuerpo social.
Siguiendo a Benjamin (1989), los niños proletarios no son hijos de sus madres sino hijos de su clase social. Sus ancestros son su clase y de ella heredarán un lugar en la sociedad.9 Mientras los niños burgueses descienden de un cuerpo doctrinal abstracto (con consecuencias efectivas), cuerpo que es ideado por la misma burguesía para dar forma a la sociedad, los niños del proletariado, por su parte, mediante el empobrecimiento, la carencia y la escuela de la miseria, que no es doctrinal sino real, tienen que hacerse conscientes de su situación de clase y de su lugar histórico. Benjamin lo expresa con una imagen muy interesante: la comprensión social de los niños proletarios no proviene tanto de una preparación familiar como sí de la constatación que les ofrece el mal servicio prestado por los abrigos deshilachados, con los que luchan tanto en verano como en invierno. Esta comprensión, no pocas veces, ha sido la fuente para proyectos revolucionarios de niños campesinos y de huelgas escolares. Benjamin se sirve del libro de Edwin Hoernle: Grundfragen der proletarischen Erziehung,10 como referencia, si es el caso encontrar algunos ejemplos históricos.
Sumado a lo anterior, el autor de las tesis comparte con Hoernle una pregunta clave: ¿cuál es la función efectiva tanto de la escuela y la enseñanza profesional como de la Iglesia, el militarismo y las asociaciones juveniles burguesas? Luchar contra la pedagogía comunista (o contra la praxis pedagógica revolucionaria), desestimularla, declararla imposible y contraria a las leyes naturales del mundo, la sociedad y el hombre. Sin embargo, la pedagogía comunista, que es una educación para el proletariado, refiere Benjamin (1989), se opone al hombre tal cual ha sido formado por la sociedad burguesa. Se opone no como una pedagogía reaccionaria (es decir, que reclama reformas), sino que plantea la necesidad de que los hombres, por medio de la educación, organicen sus fuerzas como una efectiva lucha contra las condiciones de miseria y de dominación con las que trabaja la pedagogía burguesa o liberal. No obstante, el libro de Hoernle, con todo lo importante que resulta para una pedagogía comunista, carece de una perspectiva antropológica y filosófica, declara Benjamin (1989). Esta antropología tendría que comenzar por ofrecer descripciones enfrentadas a la psicología del niño que ofrece la burguesía y elaborar análisis filosóficos sobre las condiciones reales en las que los niños y los jóvenes proletarios son formados y enfrentados contra sí mismos por efecto de la pedagogía burguesa.11 No se está diciendo otra cosa distinta a que la educación es el dispositivo mediante el cual se libra la lucha de clases. Hasta ahora, este dispositivo ha servido para reproducir, naturalizando, la asimetría social que ofrece privilegios para unos pocos tanto como los niega para la mayoría.12 En otras palabras, para Benjamin la educación burguesa, que se puede asimilar en el presente con la educación liberal, prolonga la dominación del hombre por el hombre sobre la base explicativa que se ofrece con la psicología y la ética.
Conclusiones
Una praxis pedagógica revolucionaria siempre estará situada, frente al pasado y frente al presente, de manera crítica. Siguiendo a Forero Pineda (2011), la crítica siempre está en relación con la crisis. De este modo, la crítica es la reflexión sobre un mundo social en crisis y por ello es que tanto la una como la otra proceden de una raíz común. Si del presente del mundo social se trata, la crítica de la praxis pedagógica revolucionaria estará enfrentada a la economía política y la filosofía política liberal que la justifica. Dicho en otras palabras, no se trata de aprender y recitar las retóricas de la participación ciudadana, la autonomía, la convicción, la libertad, los derechos humanos o las reconstrucciones del tejido social; retóricas sostenidas por el pacifismo tísico al que Benjamin se refiere y que la sociedad reproduce por efecto de la educación liberal. Se trata, más bien, de afirmar que los hombres no pueden tolerar el estado de cosas actuales. Los hombres no pueden guardar silencio frente a una formación que los ha entregado a la dominación, y con ello posponer la justicia frente a tanto sufrimiento. Haciendo uso de Foucault, conviene afirmar: “El sufrimiento de los hombres nunca debe ser un mudo residuo de la política, sino que, por el contrario, constituye el fundamento de un derecho absoluto a levantarse y a dirigirse a aquellos que detentan el poder” (1996: 211).
De esta manera, una praxis pedagógica revolucionaria no podrá regirse por los credos liberales de conformidad y negociación, cuando se ha estado exento de establecer los términos posibles para la conformidad y la negociación. Una praxis pedagógica revolucionaria hará suya la necesidad de someter a la crítica despiadada los supuestos que se reproducen a través de la educación y la escuela; supuestos informados con el ánimo de negar la sistemática producción de los hombres, mientras se habla de reconciliación, perdón, progreso, desarrollo humano y demás principios liberales para la formación.
En este punto, es claro que lo humano se presenta siempre como tarea histórica (Runge Peña y Muñoz Gaviria, 2012). En alguna medida, esto supone que la definición de lo humano es su infinito desplazamiento en el tiempo y la radical imposibilidad de su síntesis acabada. Piñeres Sus (2016), haciendo uso de una antropología negativa, ha visto en este desplazamiento la marca de una violencia que se justifica sobre la base de alcanzar, alguna vez, la perfección que se promete para la figura de lo humano. A su juicio, como dicha perfección no es más que un ideal, por lo tanto inalcanzable, entonces la violencia contra la vida de los hombres no puede cesar porque no cesa la búsqueda de su formación.