Introducción
El objetivo de este artículo es mostrar el vínculo entre el despojo territorial y la migración garífuna, ahondando en las deportaciones y las políticas de asilo, dos aspectos que considero centrales en el control fronterizo de los flujos migratorios procedentes del Triángulo Norte de Centroamérica (Honduras, El Salvador, Guatemala) en el período actual. Para ello, aporto datos respectos a la migración garífuna extraídos de mis investigaciones realizadas en los últimos años, y que han estado marcadas por la coyuntura abierta por las caravanas hondureñas.
A más de diez años del golpe de estado de 2009, la migración garífuna procedente de Honduras hacia México y Estados Unidos se ha ido visibilizando progresivamente por medio de recientes trabajos que sitúan su especificidad e historicidad propia en un contexto de crisis humanitaria (Castillo, 2019). Sin embargo, en líneas generales, los medios de comunicación, al mismo tiempo que han caracterizado las caravanas hondureñas de “éxodo masivo”, han ignorado la particularidad de los distintos tipos de flujos migratorios procedentes del país, siendo la migración garífuna singular tanto por sus características propias como por sus orígenes.1 Tampoco ha sido la migración procedente de comunidades indígenas y negras un tema recurrente en la literatura especializada, lo que explica la necesidad de emprender nuevas aproximaciones que pongan énfasis en el racismo y las lógicas de desplazamiento territorial que operan detrás de dichos procesos (Iborra, 2019).
Y es que las dinámicas migratorias deben ubicarse en un escenario marcado por el desconocimiento de los derechos territoriales, la discriminación étnica, la criminalización y persecución de los defensores de tierras, la corrupción institucional, el abuso policial, el abandono social, la presencia del narcotráfico y la proliferación de proyectos extractivistas. Así, el vaciamiento de las comunidades (Hale, 2011) es resultado de un intento deliberado por parte del Estado hondureño de impulsar proyectos estratégicos de carácter neoextractivista como el monocultivo de palma africana o el desarrollo turístico en las comunidades garífunas (Castillo, R., 2019).
Desde finales de los 80 y principios de los 90 se impuso una estrategia de desarrollo basada en la mercantilización y privatización de los recursos naturales, bien a través del agronegocio, la minería, las hidroeléctricas o un conservacionismo ambiental convergente con los intereses de la industria turística, con la consecuente desposesión de los territorios de las comunidades garífunas (Brondo, 2013; Mollett, 2014; Loperena, 2017; Macneill, 2017; Mcsweeney, Wrathall, Nielsen y Pearson, 2018). Estas lógicas se han extendido a otras comunidades, como los lencas y su resistencia contra el Proyecto Hidroeléctrico Agua Zarca con el infame asesinato de Berta Cáceres y otros líderes, la lucha en Guapinol (Tocoa) contra la minería y la judicialización de dirigentes comunitarios, el asesinato de indígenas tolupanes y campesinos en el Bajo Aguán, así como el abandono de las comunidades misquitas en el departamento de Gracias a Dios.
En ese sentido, hay que considerar la articulación entre los procesos de desposesión de los recursos naturales y las prácticas de racismo, exclusión y segregación, como parte intrínseca de un patrón de desarrollo, que en el proceso de conformación de geografías extractivas, promueve el borramiento de las territorialidades indígenas y negras (Brondo, 2018).
La relación con el Estado hondureño ha estado atravesada por la implementación de procesos de racialización por medio de la adscripción de estos grupos a una serie de rasgos culturales y étnicos esenciales, como el color de piel, la lengua, o el folklore, al mismo tiempo que se definieron una serie de relatos de construcción de la identidad nacional (Euraque, 2004). Estos mecanismos de asimilación estuvieron acompañados de igual manera por políticas de abandono social, exclusión económica, desinversión, segregación residencial, falta de oportunidades educativas o de acceso a servicios sociales, entre otros aspectos. De este modo, la gramática racial, que incluyó la formación de percepciones, ideologías, y actitudes que tuvieron efectos en la “alterización” y en la producción de diferencias culturales, contribuyeron a la estratificación social y a la formación de estructuras raciales, definiendo una situación de racismo estructural (Bonilla, 1997) que ocupa a su vez un lugar central en la producción de territoriales y en la configuración de flujos de movilidad humana (Olaya, 2020).
En Honduras esta dinámica de expulsión ha sido favorecida por la promoción de un restringido marco de reconocimiento de derechos culturales y territoriales, entre ellos el derecho a la consulta, que lejos de responder a las demandas de las organizaciones étnicas, se han convertido en un instrumento diseñado para legitimar el desplazamiento técnico de las poblaciones (Iborra, 2020). Por todo ello, la Organización Fraternal Negra Hondureña (OFRANEH) (2011) ha caracterizado el actual éxodo de las comunidades garífuna como una “tercera expulsión”, al vincular el desplazamiento territorial con procesos históricos anclados en el colonialismo y la movilización de mano de obra esclava.
El problema territorial
Los garífunas, originarios de la isla de San Vicente en las Antillas Menores, fueron expulsados por los ingleses de allí a finales del siglo XVIII en plena disputa geopolítica con Francia por el control de la economía de plantación azucarera en la región. Tras un destierro traumático, que supuso la muerte masiva de población por las condiciones del confinamiento y traslado, llegaron a la isla de Roatán, desde donde cruzaron a la Bahía de Trujillo en tierras continentales e iniciaron un proceso de asentamiento fundando comunidades en las costas de lo que hoy son los Estados nacionales de Belice, Guatemala, Honduras y Nicaragua.
Esta dispersión histórica se reforzó con la instalación de las compañías bananeras a finales del siglo XIX, lo que tuvo como resultado una fuerte migración procedente de las comunidades rurales hacia ciudades hondureñas como Tela, Puerto Cortés, San Pedro Sula, La Ceiba o Tegucigalpa hacia mediados del siglo XX (Euraque, 2004). Al mismo tiempo, las rutas comerciales inauguradas por las compañías permitieron a muchos garífunas enrolarse como tripulantes en barcos mercantes, constituyéndose pioneros asentamientos garífunas en ciudades como Nueva York, Boston o Nueva Orleans (England, 2006; Chambers, 2019). Tras la huelga bananera de 1954 se inició un período de reestructuración en el sector que trajo el despido de cientos de trabajadores, obligados a retornar a sus comunidades de origen.
En las décadas de los 60 y 70 se dieron una serie de reformas legislativas que significaron la apertura de nuevos frentes de colonización agraria como respuesta al abandono de amplias extensiones de tierra por parte de las compañías. Estos procesos fueron protagonizados por poblaciones campesinas del interior del país, que amparados en la legislación reformista iniciaron invasiones de tierras pertenecientes a las comunidades garífunas. Estos procesos de colonización sirvieron en muchos casos de avanzadilla de posteriores ciclos de acaparamiento territorial para la ganadería, el monocultivo de palma aceitera o africana, el desarrollo de la industria turística y el narcotráfico. Esta situación de despojo impulsó a las organizaciones garífunas a regular la tenencia histórica de las tierras comunitarias, lo que se vio materializado en el otorgamiento de títulos colectivos a finales de la década de los 90 e inicios de los 2000, que refrendaron y ampliaron anteriores títulos y garantías de ocupación.
No obstante, dichos títulos contenían una fracción de tierras muy inferior al territorio habitado históricamente por las comunidades garífunas, comprendiendo únicamente los cascos urbanos y excluyendo espacios de cultivo agrícola, esteros, bosques, lagunas y recursos marítimos, por lo que las exigencias de las organizaciones en defensa del territorio no amainaron sino que mantuvieron su vigencia, especialmente frente a la profundización de conflictos territoriales en comunidades como Vallecito, Triunfo de la Cruz, Punta Piedra, Cristales y Río Negro, Nueva Armenia, Puerto Castilla, entre otras. En los últimos años, la falta de oportunidades laborales, el incremento de la desigualdad y la exclusión social, así como la profundización de las problemáticas territoriales, han empujado a muchos jóvenes a emigrar hacia los Estados Unidos, especialmente a ciudades como Houston o Nueva York, donde se han consolidado importantes núcleos poblacionales así como organizaciones comunitarias producto de décadas de migración continuada.
Los orígenes de la migración garífuna
El desmantelamiento de la industria manufacturera incentivó la migración caribeña a ciudades en proceso de reconversión industrial como Nueva York, dándose una mutación en el mercado laboral y en la composición de la mano de obra, predominantemente racializada en sectores en recomposición. La Immigration and Nationality Act de 1965 impulsó la recepción de trabajadores de bajos salarios procedentes de América Latina, el Caribe y Asia (Sassen, 1988). La situación de la Costa Norte hondureña era análoga a la de economías de plantación de otros países del Caribe, compartiendo un patrón regional basado en la inserción subordinada de las economías nacionales al capital extranjero en condiciones de dependencia. Esta situación, sumada a los bajos estándares económicos de las economías de origen como resultado de la división internacional del trabajo, explica la apertura de nichos de mercado ocupados por medio de la demanda selectiva de fuerza de trabajo no calificada procedentes de países donde Estados Unidos mantenía intereses estratégicos (Grasmuck y Grosfoguel, 1997).
En un primer momento, primó la migración de varones garífunas. Este proceso, como comentaba anteriormente, se inició a mediados del siglo XX con la llegada de marineros en los barcos mercantes. Esto era visto como una extensión lógica de patrones de organización sociocultural previos vinculados con la división sexual del trabajo (González, 1979, p. 139-140). Y es que los varones migraban durante largas épocas del año a otros países de Centroamérica y el Caribe en búsqueda de trabajo asalariado en plantaciones de caoba, en la recogida de naranja o en la pesca de langosta, lo que influyó en la configuración de la familia garífuna.
En Estados Unidos se incorporaron a distintos sectores como el de la construcción y el mantenimiento de edificios. A la par, la reproducción de la fuerza de trabajo migrante se sostuvo en la externalización del cuidado de la familia hacia las comunidades de origen, por medio de una separación temporal y física del ámbito productivo del reproductivo (Burawoy, 1976) en función del género. Sin embargo, con el paso de los años las mujeres encontraron una gran empleabilidad en las cadenas globales de cuidados (Pérez Orozco y López Gil, 2011) asumiendo el sostenimiento de las vidas de jóvenes y ancianos en los centros metropolitanos. De ese modo, la situación económica en Honduras, conjuntamente con el problema territorial, fueron empujando a distintas generaciones a migrar hacia los Estados Unidos. La inflación y la reducción de subsidios tuvieron como consecuencia el incremento del costo de los bienes básicos, especialmente de los alimentos, lo que repercutió en el descenso de la capacidad adquisitiva en Honduras (England, 2006, p. 55).
En los años 80 y 90 variaron los criterios de entrada a Estados Unidos, privilegiándose la reunificación familiar, el estatus de refugiado y una mayor calificación de la mano de obra (England, 2006, p. 51). La aprobación de medidas como la Immigration Control and Reform Act (1986) y la Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsability Act (1996) conllevaron un endurecimiento de las penas, el incremento de delitos calificados para deportación así como la implementación de nuevas tecnologías para el control fronterizo entre México y Estados Unidos (England, 2006, p. 57), lo que supuso una continua transferencia de recursos para infraestructuras de vigilancia y capacitación de funcionarios de migración (París, 2017, p. 81). En esta línea, el Plan Sur aprobado en 2001 por la administración de Vicente Fox, inauguró en México una concepción de seguridad nacional en la gestión migratoria que ha coexistido con una retórica de defensa de los derechos humanos que ha servido para encubrir los abusos y violencias a los mismos (París, 2017, pp. 87-112).
A pesar del aumento continuado en esos años de la migración centroamericana como consecuencia de los conflictos armados, Honduras mantuvo junto a Costa Rica los niveles más bajos de la región (Puerta, 2004, p. 67). Este patrón se modificó con el desastre económico y social desencadenado por el Huracán Mitch en 1998 y que conllevó un cambio en el patrón migratorio, aumentando tanto la migración irregular hacia el extranjero como la migración hacia las ciudades y el desplazamiento entre departamentos (Puerta, 2004, p. 71). Aunque muchos hondureños migraron por medio del Temporary Protected Status (TPS),2 la mayoría de visas fueron rechazadas, lo que tuvo como resultado el cierre de los canales regulares de migración, dándose un alza considerable en la migración irregular hacia finales de los 90 y principios de los 2000 (Puerta, 2004, p. 72). Así, se dio un incremento progresivo de la población indocumentada así como de las deportaciones, una tendencia que se mantiene hasta el presente.
Las deportaciones y el control migratorio
Entre 1997 y 2014 el número de hondureños deportados desde México y los Estados Unidos fue de 753.079 (ACNUR, 2015, p. 18). Desde 2014 se contabilizan más hondureños deportados desde México que desde Estados Unidos,3 una tendencia compartida por los migrantes procedentes de Guatemala y El Salvador (París, 2017, p. 115). Esto ha venido acompañado de una fuerte disparidad en el género y la edad en función del lugar de deportación, siendo muy superiores las cifras de mujeres y menores deportados desde México y de varones desde los Estados Unidos (Iborra, 2019, p. 160).
Así, el descenso del número de aprehensiones de mujeres y menores en la frontera estadunidense, ha coincidido con la implementación del Programa Frontera Sur, aprobado en el marco de la crisis humanitaria en la frontera norte por el aumento de la migración de familias y menores no acompañados procedentes del Triángulo Norte -entre los que destacó la presencia garífuna- y que evidenció un progresivo endurecimiento de las políticas de control fronterizo.
Desde 2011 se ha dado un incremento constante en las cifras de migrantes irregulares en tránsito por México, intensificándose desde 2014 con la aprobación del Programa Frontera Sur. Para María Dolores París Pombo, el aumento en el número de detenciones no ha supuesto un descenso del flujo migratorio, sino que estas políticas han estado motivadas por presiones coyunturales desde los Estados Unidos (2017, p. 115-116).
Además, los itinerarios migratorios están atravesados por procesos de racialización, vinculados con la regulación de la mano de obra migrante, que suponen la producción de formas de opresión conjunta. Los trabajadores migrantes son organizados siguiendo criterios de etnicidad y ciudadanía, instituyéndose jerarquías superpuestas de trabajo, respeto y sufrimiento (Holmes, 2013, p. 85). Así, el migrante irregular es conducido tanto en la sociedad de destino como en el tránsito migratorio a una zona de indiferencia que refuerza el continuum de violencia de los migrantes centroamericanos (Castillo, 2020; Vogt, 2013; Yee, 2016) y que a su vez profundiza la violencia estructural que se encuentra en la génesis de su expulsión de los territorios de origen. Además, su exclusión de la esfera nacional refuerza condiciones de vulnerabilidad y explotación que sostienen una economía política de la migración racializada (Iborra, 2019).
Esto supone la proliferación de técnicas de domesticación de los flujos migratorios como los mecanismos de deportación, la separación de las familias, la criminalización, la persecución legal, las entrevistas de miedo creíble y recientemente la externalización de los procesos de solicitud de asilo por medio de la firma de tratados de tercer país seguro por parte de países como Honduras, El Salvador o Guatemala, que aun siendo países de origen de los flujos migratorios, se convierten por este medio en países de recepción de solicitantes de asilo sin contar con garantías suficientes para la recepción humanitaria.
Así, se refuerza una gestión de la mano de obra migrante que parte del encuentro de dos fuerzas aparentemente contradictorias. Por un lado, el requerimiento de mano de obra barata de migrantes para asumir el trabajo menos cualificado en las sociedades de destino, y por otro, la implementación de mecanismos jurídicos que inhabilitan o dificultan a los migrantes entrar al país u obtener derechos plenos de ciudadanía en la sociedad de destino. Para Seth Holmes estas separaciones de tipo legal, político y simbólico buscan producir la máxima extracción de fuerza de trabajo (Holmes, 2013, p. 13). A esto se añade la producción cultural de ciudadanía (Ong, 2003), expresada en diversas formas de relación con las instituciones gubernamentales que determinan la posibilidad de permanecer en territorio estadunidense, definiendo barreras entre formas de vida aceptables y asimilables por las lógicas gubernamentales de control migratorio y aquellas vidas desechables que pueden ser objeto de confinamiento y deportación.
Al migrante se le niegan en la sociedad de destino servicios educativos, sanitarios y de protección social, lo que refuerza su condición de exclusión. Esta inclusión diferencial (Mezzadra y Neilson, 2017) viene acompañada de la construcción legal de la ilegalidad, situándose al trabajador irregular en una situación de vulnerabilidad que puede conducir en cualquier momento a su deportación (De Genova, 2002). Así, los regímenes de deportación contribuyen a la construcción del espacio soberano desde líneas de raza y clase (De Genova y Peutz, 2010).
Al mismo tiempo, el desplazamiento de poblaciones en las comunidades de origen en el contexto de una economía global marcada por la proliferación de técnicas de expulsión (Sassen, 2015) demuestra la intersección entre desarrollo desigual, imperialismo, demanda de trabajo y migración forzada (Delgado, 2013). Por tanto, el control fronterizo se subordina a las necesidades del mercado de trabajo estadunidense, evidenciando cómo la implementación de técnicas de control y disciplinamiento busca la extracción de ganancia extra, bien sea a través de la expulsión o la exclusión social. De tal manera, se desarrolla una economía política de la migración racializada sostenida por medio de los regímenes de deportación y, como desarrollo más adelante, las políticas de asilo.
Después de 1997 más de 4 millones de personas han sido deportadas desde los Estados Unidos. De estos, aproximadamente el 97% fueron enviados de retorno a América Latina y el Caribe, siento el 88% varones, lo que señala la condición racial y de género de los deportados, además del lugar que estos ocupan en el sistema de justicia criminal (Golash, 2015). Asimismo, la construcción de un imaginario en torno a la condición racial y de género de los deportados, alimenta discursos sesgados y de odio en torno al “bad hombre” o “el extranjero criminal” (Chouhy y Madero, 2019) que sirven como medio de preservación de la soberanía y ciudadanía sobre líneas etnonacionales al mismo tiempo que legitiman y justifican las deportaciones masivas. El contraste que se da entre el trato mediático que se les otorga a estos sujetos frente al que se les dispensa a mujeres y menores revela el carácter paradójico, funcional y autorreferencial de la narrativa humanitaria, así como la formación de un enemigo interno, que pone en riesgo la seguridad nacional.
Por otro lado, la criminalización de los varones migrantes, cuya figura es comparable con la difusión durante el período del Jim Crow en Estados Unidos del mito del hombre negro como “violador” es alimentada por su encuentro con el sistema penitenciario, siendo la industria migratoria y de la deportación parte fundamental de los espacios, geografías y economías carcelarias (Gill, 2016; Wang, 2018).
De aquellos que cometen algún delito antes de su deportación predominan situaciones como la utilización de documentos apócrifos, los delitos de tráfico, las redadas en lugares clandestinos de trabajo así como el tráfico y posesión de sustancias ilícitas (Izcara y Andrade, 2015). En un censo que realicé entre enero y marzo de 2020 en la comunidad de Cristales y Río Negro (Trujillo, Honduras), de aquellas personas que en algún momento de sus vidas han migrado a México o los Estados Unidos, aproximadamente uno de cada tres declaró haber sido deportado de uno estos dos países, en algunos casos hasta en más de diez ocasiones.
Es común que jóvenes decidan “probar suerte” migrando, acumulando penas de prisión en Estados Unidos de hasta 24 meses por reingreso. También es común que para sufragar los gastos que supone el tránsito migratorio, pidan dinero a sus familiares o que incurran en actividades de coyotaje. De este modo se instalan en una “puerta giratoria” de emigración, deportación y reemigración (Cockroft, 1986; Rietig y Domínguez, 2015), en la que la deportación se convierte en el preludio de nuevos intentos por migrar, lo que conlleva la posibilidad de nuevos períodos de confinamiento así como la exposición a múltiples formas de violencia en el tránsito migratorio.
Hasta enero de 2019 el periodista garífuna Kenny Castillo contabilizaba un total de 25 garífunas fallecidos en México, entre los que destacan el mutilamiento de jóvenes como Magda Meléndez tras caer del tren de mercancías La Bestia o el del líder comunitario Raqui, quien murió asesinado en los aledaños del mercado de la ciudad de Veracruz.4 En todos estos casos las familias sufren tras la muerte de sus seres queridos el drama de la repatriación del cuerpo, que se puede prolongar por varios meses.
Las cifras de garífunas fallecidos en el tránsito migratorio en los últimos años posiblemente son mayores, igual que son numerosos el de personas que han sido víctimas de torturas o secuestros por miembros del crimen organizado. Uno de esos casos fue el de Wacha, un muchacho de Trujillo, que me relató cómo escapó saltando por un balcón tras permanecer días secuestrado por un grupo criminal vinculado a los Zetas. Tras regresar a la comunidad sangrando, con quemaduras y la ropa hecha jirones decidió unos días después volver a intentarlo. Hasta la fecha suma un total de 12 deportaciones desde México. En una de las últimas ocasiones vendió su caballo “para poder viajar”, pero le robaron en Monterrey antes de llegar a Piedras Negras, desde donde pretendía cruzar. Jamás ha podido llegar a los Estados Unidos pero no pierde “la esperanza de cumplir el sueño americano y poder ayudar a la comunidad”.
Estas situaciones de violencia son vistas por muchos jóvenes como una experiencia, de la que algunos alardean, pero de las que otros no han podido escapar vivos. Muchos conocen de memoria el trayecto; el nombre de los municipios y los albergues, el gasto aproximado entre comida, alojamiento, transporte y mordidas, el tiempo de viaje y el riesgo que conlleva. Es recurrente que algunos garífunas desistan de su intento por llegar a los Estados Unidos, convirtiendo México en lugar de destino. También es habitual la migración estacional por un breve período de tiempo en el que ahorrar lo suficiente para posteriormente retornar a la comunidad para emprender la construcción de una vivienda o iniciar algún proyecto. Escuché testimonios de garífunas que han trabajado en Tapachula, Tabasco, Puebla, Tultitlán y Chalco en el estado de México, Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, Zacatecas, Sonora, entre otras partes del país, lo que refleja cómo las políticas migratorias tienen un impacto fundamental en la espacialidad de los flujos migratorios (REDODEM, 2018, p. 19).
Algunos deciden trabajar para seguir hacia el norte, otros regresan a la comunidad de origen y unos cuantos deciden instalarse de manera prolongada en México. De hecho, desde 2013 han aumentado las solicitudes de refugio por medio de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) (París, 2017, p. 74), sumando hasta noviembre de 2019 un total de 54.353 (Osorto, 2020). Sin embargo, esto no les exime a los migrantes centroamericanos de sufrir situaciones de explotación y discriminación.
Las mujeres difícilmente deciden instalarse en México, por lo que optan la mayoría de veces por migrar con coyote o guía. Son pocas las que trabajan en el tránsito y si emprenden el camino es con patrocinio de algún pariente, solas o acompañadas de sus hijos, pero viajando en grupo. En los últimos meses, como resultado de las políticas de tercer país seguro, algunos migrantes han decidido no regular su situación en el trayecto, lo que refuerza su condición de ilegalidad además de su posibilidad de ser deportados ante la mayor persecución migratoria que se ha dado a partir de la intensificación del control fronterizo con el despliegue de la Guardia Nacional y que ha supuesto un incremento continuado de las deportaciones, que solo fue interrumpido momentáneamente por el inicio de la pandemia de COVID-19.
Las deportaciones desde México son en la mayoría de ocasiones por vía terrestre, aunque también se han dado por vía aérea, generalmente desde Veracruz. En el caso de aquellos migrantes que son deportados desde la frontera norte, estos esperan en centros de detención hasta el día del viaje. El trayecto es directo hasta la Ciudad de México, donde se hace una escala en la Estación Migratoria en Iztapalapa. Tras una noche de descanso, como me reveló uno de mis interlocutores, “se reparten sándwiches, se carga gas y el trayecto sigue directo hasta Tapachula”. Tras otra noche de espera los migrantes son deportados hasta la frontera con Honduras o incluso hasta San Pedro Sula. En total son casi tres días de viaje sin contar las paradas o el tiempo previo de espera. A la frontera llega información por fax de cada deportado; su fotografía, sus huellas y sus datos personales son registrados. En muchos casos, estos son estigmatizados por su color de piel, puesto que las autoridades migratorias los confunden con haitianos y centroafricanos, revelando los mecanismos de racialización existentes en las prácticas de control fronterizo, así como las formas en que las jerarquías y estructuras raciales intervienen en la criminalización y persecución de la población migrante.
En el caso de las deportaciones desde los Estados Unidos estas se dan mayoritariamente por vía aérea. Los deportados son amarrados de las manos por una cadena. El vuelo realiza escalas por diferentes puntos del país y muchas veces viajan con poca tripulación, lo que ha sido señalado como un coste innecesario, arrojando cifras medias de 8.419 dlls. por hora de vuelo (Department of Homeland Security, 2015). Al llegar a Honduras los deportados sufren el racismo de la policía, siendo desnudados e interrogados. Se inicia un proceso de averiguación de los antecedentes de la persona y se establece un estudio corporal de los tatuajes para comprobar su pertenencia a las pandillas. Uno de mis interlocutores, Julián, fue criminalizado por llevar rastas, por ser negro y llevar tatuajes, lo que revela cómo las lógicas estructurales del racismo forman parte esencial tanto de la economía política de la migración como de los mecanismos de control fronterizo y los regímenes de deportación.
Tras cumplir una pena de prisión y ser expulsado del país que le vio crecer, Julián emprendió un nuevo camino en su comunidad de origen. Esto le llevó a involucrarse en el proceso de defensa territorial y desistir de volver a migrar, aunque este traumático evento le supuso alejarse del cariño de su familia y sus hijos, residentes de los Estados Unidos. Su retorno forzado le permitió darse cuenta de la situación que padecía su comunidad, en donde “los jóvenes estaban migrando y las tierras estaban siendo acaparadas por personas procedentes de los mismos países a los que muchos anhelan llegar”. Así, fundó junto a otros compañeros el movimiento gari rasta, con el objetivo de recuperar las tierras ancestrales de la comunidad, un proceso en el que se han involucrado personas de distintas edades con necesidad de un lote de tierra para sembrar o construir una vivienda propia, y que poco a poco construyen gracias al envío de remesas por parte de familiares o por medio de técnicas vernáculas. Ante la marginación de las autoridades, coludidas con los intereses de los inversionistas extranjeros, los gari rastas han recuperado por vía de la acción directa las tierras pertenecientes a la comunidad, y que están refrendadas en el título de la comunidad.
Otro caso es el de Edwin, quien fue víctima de una deportación rápida en 2014. Edwin migró a los 14 años de la colonia La Unión (San Pedro Sula), la misma en la que fue asesinado por pandilleros en 2013 el mítico futbolista Milton “Chocolate” Flores. Tras ser víctima de un tiroteo en el que le impactaron tres balas, Edwin decidió emigrar hacia los Estados Unidos, después de vivir en México durante 6 meses, donde trabajó “parchando llantas de trailers” en Torreón. Tras pasar años intentando regular su estancia legal, Edwin fue deportado a la salida de un juzgado en Vermont donde terminaba de declarar su inocencia por una infracción de tráfico.
A pesar de que la corte se había pospuesto, ese día migración le estaba esperando en la puerta del juzgado, cayendo en una deportación exprés. Al retornar fue víctima nuevamente de un tiroteo tras involucrarse en actividades comunitarias. Sin embargo, esto, lejos de amedrentarlo, no le ha impedido mirar hacia delante y buscar nuevos horizontes, por lo que se ha involucrado también en el proceso de recuperación de tierras en la Bahía de Trujillo, donde recientemente fueron recuperadas tierras pertenecientes a la comunidad de San Antonio (Margurugu).
Por último, quiero mencionar el caso de Delcio, quien tras ser deportado en dos ocasiones de Estados Unidos retornó definitivamente a Santa Fe (Giriga). Tras vivir una vida en la que era común la venta de drogas, el tráfico de armas o los tiroteos en el bloque en un contexto de rivalidad entre pandillas, Delcio se sumó a las recuperaciones de tierras, imaginando, igual que Julián y otros muchos, horizontes que involucran el retorno a las formas de vida de los ancestros. Este proceso de conversión, muchas veces mediado por el arrepentimiento o la conciencia del valor de las tradiciones, y el vínculo con la geografía y las prácticas ancestrales de cultivo, pesca, construcción y trabajo comunitario, ha impulsado que nuevas generaciones desistan de dichos intentos por migrar y volteen a ver hacia un territorio que se encuentra en disputa.
Frente a una situación de retorno, marcada por el estigma de la deportación y una criminalización que muchos ven como injusta y tardan tiempo en asimilar y superar, algunos deportados han optado por involucrarse en las recuperaciones de tierras y buscar alternativas de desarrollo en la comunidad más allá de retornar a una espiral de violencia. Tras pasar una gran parte de su vida en guetos de Nueva York como el sur del Bronx o Brownsville (Brooklyn), con sueldos bajos y altas rentas que les empujaron a la búsqueda en la economía sumergida de estrategias alternativas de generación de ingresos (Bourgois, 1995, p. 38) cumplieron penas de prisión antes de ser deportados o fueron enviados a Honduras de manera inesperada, lo que implicó una ruptura de sus lazos familiares y comunitarios previos. El trauma y la desesperanza que supone “ser apartado de tus seres queridos”, llevó a muchos garífunas a buscar una manera desesperada de regresar cayendo en esa puerta giratoria de continuos ciclos de migración, deportación y confinamiento.
Sin embargo, algunos encontraron en la defensa territorial otra forma de vincularse con sus ancestros, “dejando un legado para sus hijos”, y que les ha llevado a decidir instalarse en la comunidad de manera definitiva. Así, frente a los procesos de desterritorialización por medio del acaparamiento de tierras y el desplazamiento forzado se han desarrollado procesos de reterritorialización con la vertebración de redes transnacionales y recuperaciones de tierras, configurando una dialéctica permanente de construcción de territorialidad (Haesbaert, 2013, p. 11).
Al mismo tiempo, como señalaba anteriormente, en los márgenes de la construcción del espacio nacional, el deportado se convierte en la antítesis de la figura ética del refugiado. No hay compasión ni razón humanitaria para una persona forzada a retornar a un país que quizás ni siquiera conoce. La deportación forma parte integral de las políticas neoliberales de abandono social que exponen a grupos vulnerables a múltiples exclusiones de comunidades, de mercados de trabajo y de vivienda, de la esfera de seguridad, sistemas de salud y educativos así como otros marcos de regulación y protección estatal (Khosravi, 2017, p. 4).
El retorno forzado cumple una función análoga a la del desplazamiento de las poblaciones de sus territorios de origen, contribuyendo a la exclusión, a la criminalización de las poblaciones racializadas, así como la explotación de vecindarios y territorios, por medio de políticas de segregación y traslado. De este modo, se produce un continuum de expulsiones que favorece la disponibilidad de mano de obra barata así como de espacios y territorios vaciados, para la extracción de recursos naturales. Esto define una economía política de la migración racializada que involucra tanto el desplazamiento forzado como políticas de control migratorio y deportación. Frente a ello, el asilo se convierte en una figura que lejos de resolver las contradicciones existentes, las acentúa, al definir marcos de regulación en función de narrativas que condicionan las posibilidades de recepción.
El asilo político
La situación del solicitante de asilo varía en función de las políticas vigentes y la producción de discursos humanitarios, que se articulan de manera ambivalente con los mecanismos de control migratorio. El solicitante pasa por un filtro que incluye entrevistas de miedo creíble en las que debe narrar su historia de trauma y sufrimiento, de tal manera que refleje persecución política, lo que supone la producción de epistemologías en función de los marcos establecidos (Bohmer y Shuman, 2004). Esto implica la traducción de regímenes de experiencia atravesados por múltiples formas de violencia en función de los criterios establecidos por parte de lo que Didier Fassin ha definido como “la industria humanitaria del asilo”. Así, este necesario alineamiento revela las tensiones y contradicciones presentes en la economía moral de las sociedades respecto a la persecución, a la vez que un manejo del reconocimiento por medio de los restrictivos términos del control migratorio (Fassin, 2012, p. 111).
Esta paradoja quedó expuesta en el caso de un grupo de mujeres garífunas solicitantes de asilo que durante su proceso fueron forzadas a portar grilletes electrónicos, lo que fue definida por estas como “una nueva forma de esclavitud moderna” (Santos, 2014). Este episodio coincidió con la migración masiva de madres solteras con hijos y de menores no acompañados que se dio entre 2013 y 2014 (Castillo, K., 2019). Un grupo de 87 mujeres garífunas, formaron parte de un proyecto piloto desarrollado por las autoridades migratorias estadunidenses que les forzó a portar dispositivos de vigilancia electrónica en los tobillos durante su proceso de solicitud de asilo.
Como recuerda Carla García, representante de OFRANEH, que se involucró en su caso, “esto les acarreó problemas familiares y comunitarios”, afectando al mismo tiempo a “su autoestima, salud mental y posibilidad de encontrar trabajo” (Iborra, 2019, 143-146). Zonas como el Bronx, donde reside la mayoría de la población garífuna de Nueva York, eran detectadas como de alta peligrosidad por estos dispositivos, que además de deshumanizar a sus portadoras, permitían el rastreo de movimiento así como su ubicación en tiempo real. En los últimos años, el uso de los grilletes se ha generalizado, extendiéndose a otras poblaciones, como parte del negocio del control migratorio.5
Aunque desde las organizaciones comunitarias se trabajó en un enfoque grupal para tratar la problemática como parte del despojo territorial de las comunidades garífunas en Honduras, finalmente imperaron enfoques individuales y narrativas como la violencia pandillera o la violencia sexual y de género.
En ese sentido, la proliferación de nuevos mecanismos de control social, expresan una situación de inclusión diferenciada, que refuerza narrativas humanitarias convergentes con aspectos estructurales asociados al capitalismo racial (Robinson, 2000) y que han supuesto la expulsión masiva de poblaciones de sus territorios por dinámicas extractivas, de militarización y guerra contra las drogas, vinculándose los flujos racializados de poblaciones negras e indígenas del continente con dinámicas desencadenadas por la proliferación de nuevas lógicas de colonialismo de asentamiento (Saldaña, 2017).
Lejos de abordarse las violencias en el origen desde un enfoque comunitario, que analice la migración garífuna como parte de un proceso de desplazamiento forzado, como resultado de los proyectos neoliberales en la región, estas trayectorias son individualizadas, lo que conduce a una invisibilización de la violencia y el racismo estructural que subyacen al tránsito migratorio. Por ello, no se puede disociar el nexo existente entre la migración, el asilo, el capitalismo racial y las lógicas coloniales (Gutiérrez, 2018).
Gregoria Flores, quien fue parte del proceso de defensa del territorio en la comunidad de Triunfo de la Cruz, y coordinadora de OFRANEH, se vio forzada a solicitar asilo tras un intento de asesinato en su contra.6 Para Gregoria, “hay un intento deliberado por separar, desligar y desconectar las violencias sufridas por las personas, del contexto político y social del país de origen” (Iborra, 2019, p. 153).
Esto se ve materializado en la política exterior estadunidense en la región, que lejos de castigar los abusos a los derechos humanos en el Triángulo Norte, termina legitimando estos por medio de acuerdos políticos con los gobiernos de estos países, lo que vemos claramente expresado en los recientes acuerdos de tercer país seguro, o con el impulso a proyectos de desarrollo regional, por medio de la inversión privada en sectores como el turismo, la energía, las infraestructuras o la agroexportación, asociados a la vulneración de los derechos de las comunidades indígenas y negras. De ese modo, el vínculo entre la “crisis de refugiados” actual y la política exterior estadunidense, ilumina la estrecha conexión entre el imperialismo y los flujos migratorios hacia el norte.
Además, en muchos casos en los que el hostigamiento no se puede asimilar a los marcos interpretativos de la violencia política, de género o las pandillas, es posible que los casos de solicitud de asilo sean desestimados, no cumpliendo con los alivios migratorios que evitan la deportación, lo que conlleva un fuerte gasto para las familias que normalmente oscila entre los 4.000 y 8.000 dólares.
Organizaciones como Garifuna Community Services, en la que colabora Gregoria, sirven como acompañamiento en el proceso jurídico, aportando experiencia y conocimiento respecto al cumplimiento por parte de los solicitantes de asilo de alguno de los 108 alivios migratorios y que les permite continuar en el proceso.7 Aun así, son comunes los conflictos intrafamiliares por la situación legal de las personas o su imposibilidad de trabajar durante el proceso y por tanto de apoyar la economía doméstica. Estos pueden llegar a durar hasta 6 años, lo que dificulta la integración en plenas garantías de los solicitantes y que favorece su exclusión social.
Al mismo tiempo, hay una individualización en los procesos de solicitud de asilo, que impide la consideración de casos grupales, consolidando unos marcos interpretativos que jerarquizan y priorizan registros de experiencia imponiendo una distribución del mundo sensible (Rancière, 2002). Esta distinción fortalece fronteras entre aquellas migraciones consideradas como “económicas”, y aquellas que sí encajarían dentro de los marcos del refugio y asilo, desconociendo las condiciones estructurales existentes en las regiones de origen de la población migrante. Aunque para muchos líderes garífunas el asilo político constituye una última salida que les permita permanecer con vida en un contexto de hostigamiento, los márgenes para iniciar este proceso se han ido estrechando cada vez más, hasta el punto de que la administración Trump amenazó con bloquearlos y suspenderlos de forma definitiva.
A su vez, estos procesos ocultan las operaciones gubernamentales de gestión de la fuerza de trabajo por medio de la construcción de categorías migratorias para promover una mayor extracción de plusvalía. Estas técnicas forman parte de lo que he definido como economía política de la migración racializada y tienen como una dimensión fundamental la expulsión de las comunidades garífunas de sus territorios ancestrales. Por otra parte, el sistema de asilo, lejos de convertirse en una garantía para la protección humanitaria, se instituye en un mecanismo más de la gestión neoliberal de los flujos migratorios. Y es que, como sugiere Ariadna Estévez (2018), en la administración de los flujos migratorios interviene tanto una biopolítica migratoria anclada en el derecho al asilo político como una necropolítica que expulsa a las personas de su país.
Reflexiones finales
Si bien los dispositivos y tecnologías empleados en el control de las fronteras en el mundo contemporáneo modelan la realidad y la reorganización espacial de la producción (Mezzadra y Nielson, 2017, p. 228), ocupando un papel clave en la fabricación del mundo (Mezzadra y Nielson, 2017, p. 11), las caravanas centroamericanas desbordaron esquemas de control y coerción que dan cauce a la movilidad humana (Cordero, Mezzadra y Varela-Huerta, 2019, p. 12). El papel semántico que cumplen las fronteras por medio de los múltiples referentes que habilitan la posibilidad de migrar, fue desactivado por una irrupción que puso en suspensión el lenguaje de los derechos humanos y la retórica humanitaria de la responsabilidad de proteger.
De esta forma, siguiendo a la antropóloga Marilyn Strathern (2013), la pragmática del evento actualizó los sistemas de significación existentes en torno a las caravanas migrantes y el éxodo centroamericano. Aun apelando a la audiencia, los actores involucrados reformularon la escenografía dispuesta, desfigurando el orden simbólico y emergiendo desde sus acciones de subordinación nuevos contextos desde los que desentrañar las problemáticas subyacentes, imponiéndose nuevos marcos de representación.
Bajo el lema de “No nos vamos porque queremos: nos expulsa la violencia y la pobreza”, una iniciativa propagada por redes sociales desde días antes, cientos de personas partieron caminando desde la terminal de camiones de San Pedro Sula por la CV-13 hasta la frontera con Guatemala. Miles se fueron sumando en el camino. Aunque proliferaron los análisis respecto a las causas de por qué decidieron emprender caminando un trayecto de miles de kilómetros, el motivo era bien sencillo: viajar en grupo para evitar los riesgos en un itinerario marcado por el negocio criminal de la frontera que se abastece de los cuerpos de los migrantes centroamericanos. Así, este “devenir caravanero” (Ruíz y Varela-Huerta, 2020, p. 99) fue una respuesta ante las prácticas de criminalización y hostigamiento de generaciones de migrantes centroamericanos y por tanto una forma de enfrentar la necropolítica perpetrada por los dispositivos gubernamentales durante los últimos años.
Las imágenes de la entrada en México, superando el cerco organizado por las autoridades migratorias, dieron la vuelta al mundo. Aunque con anterioridad se habían organizado otras caravanas de migrantes centroamericanos, el impacto mediático de aquellas realizadas desde octubre de 2018 ha supuesto un parteaguas, marcando un antes y un después en las migraciones contemporáneas desde la región. Aun así, el acontecimiento no puede desprenderse de la temporalidad y el contexto en que se inserta, pues la acción ha de ser necesariamente observada desde los marcos de representación del sufrimiento y de activación del duelo (Butler, 2010).
El drama de la separación de las familias y menores no acompañados, las condiciones de confinamiento, las deportaciones masivas, los riesgos en el trayecto migratorio y las múltiples violencias a las que los migrantes se ven expuestos, incluyendo la violencia sexual y los procesos de racialización, remiten a una realidad compleja y heterogénea que expresa la desechabilidad y precariedad de las vidas de los migrantes, modulando de igual forma los mecanismos de producción de humanidad, por medio de las políticas de recepción y asilo.
Con las caravanas emergieron regímenes de representación mediática, construyendo campos de disputa ideológica y geopolítica en clave nacionalista, en los que se vieron envueltos los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador, Honduras), México y los Estados Unidos. Al mismo tiempo, los marcos de representación vigentes, muestran los fenómenos migratorios como incontenibles y masivos, lo que fortalece y legitima los regímenes de control fronterizo. Por ello, es necesario develar la elaboración mediática del acontecimiento, es decir, la puesta es escena que revela el carácter efectivamente construido del mismo (Bensa y Fassin, 2016, p. 13).
De igual forma, el consenso existente en la definición y representación de los varones migrantes indocumentados como criminales, y que legitima su deportación, contrasta con las narrativas humanitarias que prevalecen respecto a la situación de vulnerabilidad de mujeres y menores no acompañados, lo que demuestra un doble discurso sobre la representación que las políticas de control vigentes resuelven por medio de la externalización de las deportaciones de estos últimos desde terceros países, lo que previene la llegada de mujeres y menores no acompañados a la frontera estadunidense.
Esta tendencia cobra actualidad con el progresivo desmantelamiento del sistema de solicitud de asilo en los Estados Unidos, los acuerdos de tercer país seguro, las políticas de confinamiento y bloqueo a la movilidad adoptadas desde el inicio de la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020, así como la no interrupción de los vuelos de deportación o de trabajadores agrícolas que han viajado con visas especiales.
A lo largo de los años, las lógicas de desterritorialización han traído consigo una continua movilización de garífunas como mano de obra hacia los Estados Unidos, respondiendo a la demanda continuada de trabajadores no calificados, lo que ha estado acompañado de un endurecimiento de los criterios de selección (externalización de las solicitudes de asilo y bloqueos o demoras en el otorgamiento de visas) y de las medidas de control fronterizo, así como de procesos de deportación masiva. Esto ha contribuido al empeoramiento de las condiciones de vida de los migrantes así como a dificultar la movilidad social en las sociedades de destino.
En ese sentido, la deportabilidad se constituye en un mecanismo que asegura una mayor extracción de la fuerza de trabajo migrante, al estar el régimen de deportación dirigido a un disciplinamiento de la fuerza laboral migrante. Al mismo tiempo, ciertas construcciones de la alteridad, la ciudadanía y la aceptabilidad, moldean las conductas y producen subjetividades, creando fronteras de inserción y exclusión del relato humanitario. La ambivalencia de las narrativas que han prevalecido respecto a la migración centroamericana, exigen un mayor esfuerzo analítico por desentrañar cómo los regímenes fronterizos constituyen imaginarios que legitiman la regulación de los mercados de trabajo, la racialización y el control de las poblaciones migrantes, así como las políticas de intervención humanitaria en un contexto neoliberal.
Por todo ello, no podemos entender la migración en tránsito si no atendemos a las causas estructurales que sirven como detonante de la misma. Para el caso garífuna, la progresiva segregación residencial por medio de la compra y venta ilegal de tierras comunitarias así como el hacinamiento en las viviendas familiares (con hasta diez personas habitando en una misma estructura de pequeño tamaño) son factores fundamentales en este sentido. El acaparamiento conlleva un cercenamiento de la territorialidad comunitaria que conduce a la migración masiva de jóvenes. Aun cuando las remesas sirven como mecanismo de compensación, al permitir mantener ciertos niveles de consumo en las comunidades ante la falta de oportunidades laborales, estas no alcanzan a cubrir la provisión de servicios sociales básicos como la educación o la salud y tampoco resuelven el acceso a la tierra. La falta de oportunidades económicas en la comunidad de origen ha sido enfrentada por medio de la proliferación de estrategias intergeneracionales de movilidad transnacional.
Aunque en ocasiones estos itinerarios resultan exitosos, en otros, los resultados son trágicos, con un amplio número de garífunas que han desaparecido o han muerto en tránsito por México. Frente a ello, el ejemplo de los deportados en las recuperaciones de tierras traza caminos posibles de retorno a la formas de vida de los ancestros que pueden inspirar a las nuevas generaciones a imaginar otras maneras de relacionarse con sus territorios de origen y enfrentar el despojo y las políticas de muerte que se encuentran en la génesis de su expulsión y desplazamiento forzado.