Introducción
El derecho a tener derechos
o el derecho de cada individuo a pertenecer a la humanidad
tendría que ser garantizado por la misma humanidad
Hannah Arendt
La preocupación por la dignidad humana que direcciona este artículo parte de la penosa constatación de cómo se sigue subestimando al ser humano de cara a otros intereses, sean de orden económico, científico, político o religioso. Esto lo podríamos notar en el índice actual de violencia, guerras, secuestros, narcotráfico, explotación laboral y cierre de fronteras (entre otros tantos problemas sociopolíticos) que dejarían ver el poco valor que se le otorga a la vida humana.
Incluso la misma Filosofía en algunas de sus últimas vertientes hablan del posthumanismo y/o transhumanismo, anteponiendo vanguardias intelectuales y científicas a cualquier ideal humanista, deviniendo en ciertos casos en galimatías que acaban subestimando la vida humana. Ya nos advertía Lévinas: “Fin del humanismo, de la metafísica; muerte del hombre, muerte de Dios (o ¡muerte a Dios!): ideas apocalípticas o eslóganes de la alta sociedad intelectual. Como todas las manifestaciones del gusto -y de las fobias- parisinas, estas declaraciones se imponen con la tiranía del último grito y, al ponerse al alcance de todos, se degradan” (1998, p. 81).
Y si a esta problemática le añadimos que en nuestro contexto multicultural todo puede interpretarse desde el relativismo cultural, entonces el enfoque de la dignidad podría parecer igualmente subjetivo.
Por todo ello nos parece apremiante analizar el sentido de este magno concepto, que aún sigue siendo ambiguo no sólo para la ciudadanía en general sino para los académicos: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de eutanasia como muerte digna o cuando decimos que la prostitución es un trabajo indigno? ¿los proxenetas y narcotraficantes tienen dignidad? ¿Un genocida es igualmente digno que un médico? ¿es digno permitir candidaturas políticas como la del ginoide Michihito Matsuda que quedó en el tercer escaño de las candidaturas municipales del pueblo japonés Tama New Town en abril del 2018? ¿la clonación y la eugenesia han de velar por la dignidad humana y en qué sentido? ¿Los vientres de alquiler son una práctica digna? ¿Dignidad es lo mismo que respeto, orgullo o tolerancia? ¿Es un valor universalizable? Estas y muchas otras preguntas salen a relucir cuando hablamos de la dignidad, por lo que resulta oportuno replantearlo con el más agudo interés y rigurosidad que sea posible.
La contrapartida de este planteamiento sería renunciar al anhelo filosófico de la dignidad, pero esto significaría subestimar al hombre de cara a cualquier otro ideal y habría que ver si la especie humana puede seguir soportando nuestra desidia… Estamos en un punto de inflexión en términos económicos y ecológicos que no nos podemos dar ese lujo, aun cuando el mismo concepto sea un lujo que ciertas personas no puedan defender… Y aunque dicho criterio parezca chocante y hasta paradójico, creo que refleja muy bien las contradicciones de nuestra civilización, ¿cómo exigir dignidad a las personas que huyen de la guerra, del hambre o de cualquier violencia? Dostoyevski decía que “en la pobreza aún se puede conservar la nobleza de los sentimientos innatos, en la indigencia nadie lo hace nunca” (2009, p. 22). Pero si traigo a cuenta la asunción de la miseria no es para caer en la insolencia de despreciar a los miserables sino para asumir que es indigno permitir la miseria.
Por estas y más razones no queremos renunciar a analizar los peldaños hacia la dignidad que nos permitan poner en la mesa de debate sus principales premisas: el respeto a la persona humana y a la autonomía moral. Planteamiento que nos dejará ver que el humanismo no parte de intereses estratégicos, ni rentables sino del reconocimiento del valor autorreferencial del ser humano en su connotación universal, no excluyente. Para ello recurriremos al gran Kant, a Hans Jonas y a Spaemann, entre otros pensadores.
Pero desde este enfoque salpican muchas otras preguntas: ¿qué tan preparados estamos para aceptar valores desinteresadamente? y aun cuando aceptemos el valor de la dignidad, el siguiente problema sería la posibilidad de universalizar este precepto en el panorama multicultural actual porque podría verse con recelos etnocéntricos o eurocéntricos. Quizá valdría la pena advertir al respecto, que rechazar la dignidad por ser un valor etnocéntrico implicaría negar el valor universal del ser humano y seguramente esto sería mucho peor. La dignidad (por su propio concepto) no puede tener una connotación excluyente ¿pero cómo fundamentamos todo esto?
Empezaremos mostrando cierto seguimiento histórico de la dignidad como concepto, luego plantearemos el sentido filosófico de la dignidad como criterio ontológico y por último analizaremos la oportuna diferencia que tiene respecto a la dignidad ética para dejar ver que no todos los actos humanos son dignos y que por lo tanto hay cosas que no se deben permitir.
Seguimiento histórico del sentido de la dignidad
En este primer apartado haremos un breve seguimiento histórico de cómo se ha ido construyendo el sentido de la dignidad a lo largo de la historia del pensamiento, pero no nos detendremos mucho en cada uno de los pensadores porque cada uno de estos enfoques excedería justificadamente los límites de este artículo.
Empezaremos con algunos grandes pensadores antiguos como Lao-Tse y Confucio, quienes ya vislumbraban este magno concepto en su profunda admiración por el ser humano y sus obras, en el reconocimiento de la autonomía moral del hombre y su sabiduría. Sin embargo, no encontramos en sus discursos la sistematización de sus planteamientos como corresponde a una obra propiamente filosófica.
Posteriormente, con el humanismo aristocrático del pensamiento griego antiguo no se avanzó mucho en cuanto al reconocimiento de la dignidad, dado que el humanismo en la polis tenía una connotación excluyente. La función de los esclavos y de las mujeres dejaron ver que la concepción de la libertad en la antigua Grecia no alcanzó las exigencias de universalización de la dignidad moderna.
Según Íñigo de Miguel (2004), la palabra dignidad tiene su origen en el sánscrito, la raíz dec quería decir “ser conveniente”, conforme, “adecuado a algo o alguien”, posteriormente fue adoptada por la lengua latina, que le añadió el sufijo mus, formando el vocablo decmus, que acabó derivando en dignus, de donde surgió en castellano la palabra dignidad.
Ya el sentido político de los conceptos dignitas y dignatio parecen haber emergido de la Roma clásica para definir los cargos políticos y las cualidades personales necesarias para desempeñar y mantener ciertas funciones, así la palabra dignitas se refería al reconocimiento que otorgaba la comunidad a los individuos por sus méritos, de ahí la distinción otorgada a algunos “dignatarios” excepcionales. La noción de “dignitas hominis” pareció entonces subrayar la “excelencia y la grandeza” (excellentia ac praestantia) de los seres humanos al servicio de la res publica.
Publio Terencio en su comedia El atormentado dio un paso más al referirse al ser humano desde una connotación universal, manifestando que todos los seres humanos son dignos de admiración y respeto, que se refleja muy bien en su frase “Soy un hombre, nada humano me es ajeno” (Homo sum, humani nihil a me alienum puto). Aquí entonces ya no son criterios meritocráticos o aristocráticos los que te hacen digno, sino que la dignidad es propia de cualquier ser humano por sí mismo. Este humanismo también estuvo presente en Cicerón (2015) cuando mencionaba la excellentia et dignitas de todos los seres humanos por compartir la naturaleza racional. Asimismo, encontramos en Las Metamosfosis de Ovidio y en el estoicismo romano el reconocimiento de cierta dignidad consustancial al ser humano, como se deja ver en las Epístolas Morales a Lucilio de Séneca.
Pero la importancia del humanismo griego y helenístico perdió relevancia con la influencia de la Iglesia católica en la Europa feudal. Para el pensamiento católico Dios es el único ser perfecto, subordinando al hombre a su voluntad. Cualquier fin mundano perdía relevancia de cara a los fines supraterrenales y a Dios.
Esta mentalidad persistió por siglos en el contexto estamentario del medievo donde se entendía a la dignĭtas como prebenda de un oficio honorífico y preeminente, estatus que se alcanzaba por vías heterónomas. Se decía, por ejemplo, que los nobles que poseían un caballo tenían la dignidad de caballero. La Iglesia por otra parte, asociaba la máxima dignidad al Papa, al que seguían cardenales y obispos. Más tarde se utilizaría el concepto dignidad para distinguir el poder de los reyes de los grandes señores.
Posteriormente nos encontramos con una concepción secular de la dignidad pero que se entendía más bien como “honor”, basada en el reconocimiento social, propia de sociedades tradicionales organizadas jerárquicamente. El “honor” dependía del código moral de la nobleza, de los gremios de los oficios o del espíritu corporativo de las universidades; de lo que se entiende que el honor sea un criterio moralista, tal y como lo señalaran distintos autores: Bourdieu en Los estudiantes y la cultura, Leary y Baumeister en La naturaleza y la función de la autoestima: teoría del sociómetro y Edward L. Ayers en Venganza y justicia: crimen y castigo en el sur americano del siglo XIX. El honor es un bien social que otorgan los demás, propio de sociedades conservadoras que se preocupan por la buena reputación, por el honor de un caballero, de una dama o de un apellido; en donde el valor no radica en el individuo mismo sino en la moral en cuestión. Esta dependencia entre el valor que uno tiene y el que confieren los demás hace del honor un sentimiento no sólo heterónomo sino peligroso; el historiador Edward L. Ayers ponía el ejemplo de una expresión tradicional árabe: “el honor de un hombre está entre las piernas de una mujer”. Otra cosa es la dignidad basada en el respeto a cualquier ser humano y que es independiente de cualquier código moral, lo que daría pauta a una connotación propiamente ética.
De ahí que resulte un tanto chocante que en pleno siglo XXI todavía se confunda la dignidad con el honor, como se dejaría ver en el artículo “La estupidez de la dignidad. La más reciente y más peligrosa estratagema de la bioética conservadora” de Steven Pinker (2008), donde el autor afirma que la dignidad es relativa, fungible y a veces peligrosa, poniendo ejemplos “equívocos” de dignidad: el rey francés que consideraba una afrenta a su dignidad tener que apartar su trono de la chimenea y una noche murió achicharrado cuando su sirviente no apareció, o al déspota galardonado y amedallado que busca comandar el respeto con manifestaciones ostentosas de dignidad. En estos y otros ejemplos que pone Pinker dejaría ver que su concepto de dignidad deriva de códigos sociales preestablecidos; a diferencia del sentido filosófico de la dignidad que parte de la autonomía moral y respeto del individuo mismo.
En el Renacimiento en donde volveremos a encontrar la idea helenística del valor del ser humano por sí mismo, más allá de idearios religiosos, morales o sociales. El valor de la dignidad empezó a verse como un atributo propio y específico del hombre por su propia naturaleza, por su sabiduría y por su grandeza moral para vivir su vida con libertad. Así, son frecuentes las alusiones a este concepto en autores como Francesco Petrarca, Bartolomeo Fazio, Giannozzo Manetti, Marsilio Ficino, Buonnacorso de Montemagno, Gianozzo Mannetti, Pico della Mirandola, Angelo Poliziano, Giordano Bruno, Francisco Decio, Juan Bosco, Juan Luis Vives o Fernán Pérez de la Oliva, Thomasius y Wolff, de entre los más importantes. Todos estos pensadores profesan una profunda admiración por el ser humano, por la razón y libertad que nos hace seres únicos y artífices de nuestra propia vida, equiparables a deidades terrestres.
Este magno concepto de la dignidad sustentará el valor autorreferencial del ser humano, que será el fundamento del humanismo de la modernidad. El humanismo moderno aspira a crear las mejores posibilidades para la humanidad en su mundanidad y permite el reconocimiento del individuo, esto es, el derecho a ser distinto. Antes se hablaba de “naturaleza humana” partiendo de determinismo biológico que nos hacía iguales a todos mientras que el reconocimiento de la libertad individual abre la posibilidad a la pluralidad desde la singularidad.
Pero este derecho a ser como uno quiera, independientemente de lo que diga la sociedad, la moral o la religión, redunda en libertades individuales que tendrían que estar protegidas por el estado para que no se queden sólo en buenas intenciones y puedan pasar a ser propiamente derechos. Y a partir del reconocimiento de los derechos del individuo es que entonces el ser humano pasa a ser persona: alguien que tiene derecho a tener derechos. El origen griego del vocablo “persona” (prósôpon) correspondía a la máscara que utilizaban los antiguos actores en escena, de donde surgió la idea de ciudadano como actor público, alguien que representa un papel. El reconocimiento como persona es el punto de inflexión para que al ser humano se le adjudique el valor que le corresponde, lo otro sería sólo palabrería... Los inmigrantes ilegales serían el ejemplo lamentable de esta idea, por supuesto que son seres humanos “pero” realmente no se les trata como personas desde el momento en que no se les otorga reconocimiento jurídico por su situación “ilegal”.
El primer logro político al respecto fue la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y sin embargo, sin dejar de ser un gran avance para el humanismo, no se aplicó a las mujeres, por ejemplo. No fue hasta 1791 cuando Olympe de Gouges proclamó la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, donde las mujeres entramos por primera vez en la historia de los derechos humanos. Otra gran laguna en estos temas fue la esclavitud, que no sería abolida por la Convención Nacional hasta el 4 de febrero de 1794, aunque en la cruda realidad, todavía queda mucho por hacer en muchas partes del mundo… Ha sido un vergonzoso oprobio que tuvieran que pasar muchos siglos para que el hombre pudiera reconocer el valor autorreferencial de la vida de cualquier ser humano, por lo menos filosóficamente; y ni se diga de la opinión pública del ciudadano actual, que todavía se encuentra permeada por muchos prejuicios e intereses que obnubilan la dignidad.
En el plano filosófico, la dignidad alcanza la cúspide teórica en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres donde Kant dejaría ver que la dignidad es aquello que no tiene precio y que tal altura solo la puede entender y valorar el ser humano como sujeto moral, desde el ejercicio de su propia razón y libertad. Aunque Welzel y Antonio Pele (2015) refieren como en el siglo XVII Samuel Pufendorf anticipó a Kant en su aportación filosófica a este concepto. En cualquier caso, lo realmente impresionante es que no fue hasta la modernidad que la dignidad humana se planteara como fundamento del humanismo, más allá de cualquier otro ideal exógeno.
El siguiente gran paso político hacia la dignidad humana se dio después de la Segunda Guerra Mundial al materializar este magno concepto en obras de derecho internacional como respuesta a los crímenes masivos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. La Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) se abre con el “reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” y en la Declaración y Programa de acción de Viena aprobados por la Conferencia Mundial de los Derechos Humanos el 25 de junio de 1993 se afirma que todos los derechos humanos tienen su origen en la Dignidad y el valor de la persona humana. Más tarde, varias Constituciones y Comités de Bioética partirán también del reconocimiento tácito de la dignidad humana.
A fecha actual, lamentablemente aún queda mucho por hacer para el empoderamiento de la dignidad y por ello procederemos a la reconstrucción del concepto.
Despliegue semántico de la dignidad: ontológica y ética
Hasta aquí hemos mostrado brevemente cómo se ha ido construyendo el concepto moderno de la dignidad y esto fue sin lugar a dudas una gran conquista histórica porque el valor del ser humano por sí mismo consiguió un gran espectro de reconocimiento filosófico y jurídico, más allá de cualquier creencia religiosa o estatus social; de ahí que se entienda como fundamento del humanismo. Ahora bien, la dignidad es un concepto de tal profundidad filosófica que casa muy bien con el contexto ilustrado en el que se planteó por pensadores de la altura de Kant pero lamentablemente los siglos posteriores dejaron ver que los mejores argumentos humanistas también pasan por el filtro de la libertad, esto es, que somos libres de seguir o no a las más profundas disertaciones teóricas; de manera que el sustento filosófico de la dignidad no es suficiente para quien subestima al ser humano de cara a otros ideales, sean el dinero, el poder, la patria, el progreso o lo que sea… Y mientras no se valore la vida humana categórica y desinteresadamente entonces pocas posibilidades tendremos de superar los retos ecológicos, sociales, sanitarios y económicos que ponen en vilo el futuro de la humanidad. Y esto no es un problema de racionalidad, de inteligencia o de dinero, sino de alguna suerte de intuición moral que postule a la vida humana, a la autonomía moral y al respeto como principios incuestionables de la persona, que el Estado debe proteger y garantizar.
Desde este enfoque es que planteamos a la dignidad como principio deontológico del humanismo en cuanto que no hay razones exógenas que expliquen el valor autorreferencial del ser humano pero que es necesario presuponer para fundamentar los derechos humanos de una forma no excluyente. Para analizar este planteamiento proponemos dos grandes enfoques de la dignidad: una de orden ontológico, que corresponde al reconocimiento universal del ser humano como persona, y otra lectura propiamente ética, que apunta a la calidad moral que se construye desde el reconocimiento intersubjetivo de la autonomía moral y del respeto. Nada simple…
Dignidad ontológica
La dignidad ontológica se refiere al reconocimiento del ser humano, como persona, independientemente de cualquier condición o característica particular del individuo. En este sentido es que la dignidad humana ha de fundamentarse en una ontología en cuanto que reconoce el valor del ser humano por su propio ser y no por lo que debe ser, criterio último que nos llevaría a la dignidad ética.
Consideramos que el primer paso para proteger y defender al ser humano (con todo y nuestras contingencias e imperfecciones) es el reconocimiento del ser humano como fin en sí mismo, tal como lo planteara Kant en su célebre cita (1999, p. 187) y la correspondiente exigencia de ser tratado como persona.
Proponemos replantear esta lectura de la dignidad humana en estos tiempos difíciles donde las guerras, el fundamentalismo, el narcotráfico, el cierre de fronteras a los inmigrantes, la explotación sexual, los secuestros y la fatuidad de los corredores de la muerte dejarían ver lo difícil que es reconocer el valor de la vida de cualquier ser humano, sobre todo si es extraño, distante y distinto a uno mismo. El tráfico humano, por ejemplo, dícese una industria más grande de lo que fue el tráfico de esclavos. La ONG Anti-esclavitud con sede en Londres informó en el 2014 que cerca de 168 millones de niños estaban viviendo en condiciones de esclavitud1 y a fecha actual, tomando en cuenta los efectos de la pandemia, los datos aún son peores.
¿Por qué es tan difícil reconocer el valor del ser humano? ¿Qué puede ser más importante que la vida humana? Pareciera que en el ser humano hay una tendencia a mirar con desdén aquello que no sea útil o rentable para uno mismo, de manera que es de suma nobleza defender o cuidar la vida ajena sin recibir algo a cambio, y esto sólo es posible si damos por hecho que la vida humana no tiene precio sino dignidad. Siguiendo a Kant: “En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalente, tiene una dignidad” (1999, p. 199).
La acepción alemana de la dignidad: Würde significa “un ser que exige reconocimiento” o también “sentimiento de valor”. Vemos así que el concepto de dignidad humana nos remite a lo que tiene “valor” pero claro, habría que ver en qué sentido... Normalmente asociamos la palabra valor a todo aquello que, cuando menos, merece ser conservado, pero también es cierto que este criterio siempre pasa por el filtro del sujeto que valora, donde pareciera entonces que los valores no subsisten por sí mismos sino que dependen del valor que el sujeto les quiera dar. Ante este tipo de planteamiento Spaemann objeta lo siguiente:
Desde esa posición que yo denominaría antiontológica, no se puede deducir ningún argumento concluyente contra el asesinato silencioso y sin dolor de un hombre que carezca de familia. Si ese hombre es sólo un valor para sí mismo y no un fin en sí mismo, entonces sería válido para este caso el asesinato perfecto: si es eliminado un sujeto que considera su propia vida como algo valioso, no se puede hablar de una pérdida de valor. El carácter valioso de esa vida dependía del sujeto para el que dicha pérdida tenía valor. Y lo mismo puede decirse de la aniquilación de la humanidad por medio de una catástrofe atómica. Si todo valor es relativo al sujeto que valora, no se puede llamar crimen a la aniquilación completa de todos los sujetos que valoran. Esos sujetos no sufren ninguna pérdida cuando desaparecen (1988, p. 20).
De lo que se podría deducir que la dignidad por su propia definición no puede relativizarse a la subjetividad y al temperamento de los individuos, pero ¿cómo argumentar el valor categórico de la vida de cualquier ser humano? Si la especie humana es la que más daño ha hecho al planeta y a sus congéneres. Obviamente los seres humanos no somos ángeles, somos imperfectos, contingentes y a veces peligrosos, ¿por qué tendríamos que otorgarnos el privilegio cósmico de defender nuestra especie? Quizá venga bien la advertencia de Muguerza: “aunque la tesis kantiana de ver al hombre como un fin en sí mismo fuera un prejuicio ilustrado o una superstición humanitaria, no veo manera de prescindir de esa superstición -que habría que elevar a principio ético- si deseamos seguir tomándonos a la Ética en serio” (Muguerza, 2002, p. 300).
Connotación universal de la dignidad ontológica
La dignidad debe ser universalizable si queremos ser humanistas en serio. Si la dignidad humana valiera sólo para unos cuantos, entonces únicamente esos pocos tendrían derecho a ser vistos como personas, por lo que se tendrían que suprimir la idea misma de derechos humanos, que presuponen que cualquier ser humano puede hacer valer sus derechos frente a otros. De no ser así, algunos quedarían expuestos a la lapidación, linchamiento, tortura o a cualquier otra práctica radical. Si queremos que los derechos humanos sean efectivamente universales han de proteger la vida humana sin excepción.
Ahora bien, según Spaemann: “lo que habitualmente se dice de que todos los hombres participan igualmente de la dignidad humana sólo es correcto si la expresión “dignidad humana” designa ese mínimo de dignidad por debajo del cual nadie puede caer” (1988, p. 24). Pero si revisamos la historia veríamos lo difícil que ha sido entender y aceptar lo que debería ser evidente para todos: que todos los seres humanos deberíamos tener derecho a una vida digna. Y, sin embargo, dicho reconocimiento ha sido y sigue siendo muy penoso, sobre todo porque el espectro del merecimiento ha estado permeado de prejuicios sexistas, religiosos, sociales, políticos y morales. Incluso, en la historia de la filosofía muchos de los más grandes pensadores también fueron víctimas de los prejuicios de su época: la mirada apocada hacia las mujeres de Aristóteles, Rousseau o James Mill; el racismo de ilustrados de la talla de Kant (2021), Voltaire o Diderot2, o el nacionalismo violento de Tocqueville3 o de Samuel Huntington (2004), entre otros.
Quizá el mayor de los retos sea aprender a valorar la vida humana... sin más prejuicios o intereses que el cuidado del hombre por el hombre, sin excepción. De ahí nuestro interés por develar el sentido ontológico de la dignidad: que no es un criterio contingente porque el valor de los seres humanos no debe ser aleatorio, no es relativa porque no depende de algún factor natural o cultural, tampoco es excluyente porque no hay argumentos válidos que demuestren quienes son verdaderos seres humanos y quienes no, y mucho menos es estratégica porque no tiene fines exógenos. Lo digno es el cuidado del ser humano por sí mismo, sin más.
Sacralización de la dignidad
Ahora bien, ¿cómo fundamentar la dignidad ontológica? ¿Qué argumento puede darle sustento a este magno concepto? Me temo que la razón nunca podrá demostrar que el ser humano es un fin en sí mismo. La razón no puede dar cuenta de los fines últimos pues si son concluyentes no están en función de alguna otra razón y por lo tanto son autorreferenciales. En este sentido es que no hay explicaciones racionales suficientes para explicar la dignidad, de ahí que pueda verse como sagrada. Heidegger decía que “lo sagrado no es sagrado por ser divino sino que lo divino es divino por ser sagrado” (2005, p. 58).
Pero nuestra gran civilización pareciera no estar preparada para comprender el valor categórico de la persona, por ejemplo, cuando se cuestiona si el Estado debería acoger a los inmigrantes. Si todavía hay personas que se preguntan ¿por qué tengo que ayudar a salvar la vida de una persona que no conozco? e incluso, ¿por qué tendrían que preocuparme los demás? Solo desde una profunda empatía o convicción moral podríamos valorar la vida humana por encima de cualquier otro ideal. Y esto no es cuestión de inteligencia o de información, puesto que en la historia se han dado casos de eminentes pensadores con lecturas elitistas y excluyentes de lo humano. ¿Cómo explicar que Tocqueville estuviera a favor de la guerra contra Argelia o que Heidegger fuera nazi?
La razón ha creado ciencia, tecnología y todo lo que conlleva a nuestra gran civilización y sin embargo, siguen existiendo los mismos problemas y necesidades humanas de siempre… guerra, violencia, hambre y pobreza. La ciencia y la tecnología no tienen fines humanistas, la episteme y la téchne (técnica) bien pueden surgir por pura curiosidad o para resolver algún problema práctico pero también pueden enfocarse a la dominación o al exterminio. Y esto es distinto a pensar en mejores mundos posibles para el ser humano, con los más altos valores que esto implica, llámese dignidad, libertad, fraternidad o cualquier otro valor humanista que muchas veces no es rentable, útil o ni siquiera demostrable. No es gratuito que el gran Heidegger advirtiera en su Carta sobre el Humanismo que el humanismo es metafísica: “Pero si se entiende bajo el término general de humanismo el esfuerzo porque el hombre se torne libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad (…) Por muy diferentes que puedan ser estos distintos tipos de humanismo en función de su meta y fundamento (…) Todo humanismo se basa en una metafísica” (Heidegger 2000, p. 23). En sintonía, Carl Schmitt dijo que “Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (2009, p. 37).
Sean metafísicos o teológicos los postulados del humanismo, se entiende que no son conceptos que se puedan aceptar o explicar objetivamente y menos para una sociedad capitalista donde todo tiende a mirarse estratégicamente. De ahí que para Spaemann:
el valor autorreferencial de lo humano sea una premisa metafísica no compartida por todos, y por eso no se podrían fundamentar las obligaciones de aquellos que no la aceptan. Además, estas obligaciones dependen totalmente de que no se dejen precisamente a cargo del convencimiento subjetivo de aquel que las debe respetar. Por eso es que el concepto de dignidad no indica un derecho humano específico, sino que contiene la fundamentación de lo que puede ser considerado como derecho humano en general (1988, p. 33).
Planteamos entonces que la dignidad debe ser sagrada4 no porque dependa de alguna religión sino porque debe ser respetada siempre, aunque no sea útil, ni rentable, ni se pueda fundamentar racionalmente. Kolakowski (2007) decía que la dignidad humana sólo puede enraizarse en el orden de lo sagrado, dado que no puede fundamentarse en la contingencia, fragilidad y finitud humana.
La dignidad no se construye desde la racionalidad estratégica y/o egoísta, sino desde el reconocimiento del valor de la persona humana, pensando en la otredad, pero no solo en esa otredad concreta del ámbito privado sino en la otredad (aliedad) humanista y esto requiere mucha grandeza espiritual para poder ver más allá de intereses personales. Los seres humanos podemos tener todas las necesidades básicas satisfechas y sin embargo sentirnos indignados por la injusticia ajena. Asimismo, podemos sufrir por la falta de respeto o de reconocimiento, dejando ver que no solo sufrimos por las necesidades básicas sino por todo aquello que lastime nuestra dignidad, pero estas sutilezas solo pueden comprenderse con perspicacia espiritual. En este sentido es que Spaemann sostenía que “sólo el valor del hombre “en sí” -no únicamente para los hombres- hace de su vida algo sagrado y confiere al concepto de dignidad esa dimensión ontológica. El concepto de dignidad significa algo sagrado. En última instancia, se trata de una idea metafísico-religiosa” (1988, p. 20).
Solo con cierta mirada escrupulosa podríamos ver que el ser humano es el único animal con fines desinteresados, con autoconciencia y con estructura moral para actuar con libertad; cualidades que no son obvias o evidentes por sí mismas. Pensando en ello es que Hans Jonas también proponía recuperar la categoría de lo sagrado para la Ética, categoría que fue destruida por la Ilustración científica. “Algo sagrado, es decir, algo que en ninguna circunstancia hay que violar (y esto es algo que puede aparecer a los ojos, aún sin una religión positiva)” (Jonas, 1995, p. 358).
La dignidad por su propia definición se ha de aceptar de forma autorreferencial y categórica, no tiene otro fin que el respeto al ser humano por sí mismo y si no hay criterios exógenos que la sustenten entonces la racionalidad de este planteamiento tiene un fin en sí que ya no se puede argumentar más. Ahora bien, siempre ha sido difícil para el ser humano aceptar fines desinteresados o valores incondicionales, sobre todo en nuestra sociedad neoliberal, donde se subestima aquello que no es útil o rentable.
Pero ¿qué tan aptos somos para comprender o vislumbrar lo sagrado? Quizá sea de espíritus privilegiados alcanzar dicha altura espiritual pero el común de los mortales quizá tendríamos que conformarnos con aspirar al principio mínimo de respetar al ser humano. El respeto a la vida y a la integridad humana es de tal importancia que no puede abandonarse al subjetivismo emotivo y por ello mismo quizá el respeto tenga que plantearse más como una obligación cívica y no solamente como un postulado ético, pero para ello tendríamos que argumentarlo y delimitar lo que no se debe permitir en forma alguna.
Procedemos entonces a analizar el sentido ético de la dignidad para cuestionar las ambigüedades semánticas de lo indigno y, por ende, de lo que no se debe permitir. Y este es quizá el tema más polémico de este trabajo porque por un lado planteamos la connotación universal de la dignidad ontológica, pero por otro lado sostenemos que la dignidad ética depende de uno mismo, sea para defenderla o perderla. Intentaremos explicarlo.
Dignidad ética
En este apartado procederemos a analizar la dignidad ética, que se refiere a lo que hacemos, sin contrariar el reconocimiento de nuestra condición de personas (dignidad ontológica). Consideramos que nuestras acciones podrían ser consideradas dignas en cuanto que sean realizadas con autonomía moral y respeto hacia uno mismo y hacia los demás.
Que todos los seres humanos seamos dignos en el plano ontológico no garantiza que siempre actuemos dignamente porque somos libres y así hemos visto que es humanamente posible atentar contra la vida y la integridad de las personas. Lamentablemente hay muchas personas que no respetan a los demás y a veces ni siquiera a sí mismas, cayendo incluso en dinámicas autodestructivas. Hans Jonas decía que “Cuando se habla de la dignidad del hombre per se, sólo puede entendérsela en sentido potencial o bien es un hablar imperdonablemente vanidoso” (1995, p. 174). Lo hermoso y a veces heroico de la dignidad es la fortaleza que entra en juego y que no todos ponen la vida en ello.
No obstante, en un momento dado uno podría pensar que la dignidad es un lujo como otras tantas cosas hermosas, dado que en situaciones límites de violencia, enfermedad o indigencia quizá sea cruel pedir que la gente piense en la dignidad cuando su vida está en juego… La gente que huye de la guerra o de cualquier tipo de violencia ¿pueden pensar en la dignidad antes que en su propia vida? ¿Quién no estaría dispuesto a robar o a matar para salvar la propia vida o la de un hijo? Quizá lo correcto sería plantear el tema de otra forma: que es digno luchar por la vida de uno mismo y de nuestros seres queridos a cualquier precio… que lo indigno sería no hacerlo… Pero aquí también podríamos anteponer el caso de Sócrates, de Jesucristo y de algunos otros, que murieron por sus ideales porque pudiendo escapar a la muerte, prefirieron ser congruentes con sus enseñanzas. Y entonces es cuando sale a colación el tema de la autonomía moral, si es digno sacrificar tu propia vida de cara a tus convicciones; y quizá pensemos que la autonomía moral tiene prioridad respecto a la propia vida, pero no a la de los demás. Esto es, que tenemos derecho a terminar con nuestra propia existencia personal pero no a poner en riesgo la vida ajena.
Muy probablemente la dignidad sea un valor heroico y sagrado, pero su altura moral no debería verse como utópica sino como el gran ideal humanista que conlleva el derecho a indignarnos y luchar contra las miserias humanas. Adela Cortina decía “Quien no manifieste indignación moral será un solipsista moral, un idiota moral o un caso patológico de egocentrismo” (2011, p. 145). Y es que la indignación por la injustica ajena pareciera dejar ver que el ser humano puede verse realmente afectado por el vituperio cometido a otras personas, como si el individuo no fuera necesariamente egoísta, ni calculador, sino humanista y con sed de justicia. La dignidad entonces es un valor ético-político porque no solo importo yo sino todos, sin excepción.
Sin el reconocimiento de la dignidad ética se podría obviar cualquier vejación que no te incumba y se podría asumir con suma displicencia cualquier vertiente transhumanista o cualquier dinámica de cosificación actual. Incluso, también podría darse la posibilidad de perder el respeto hacia uno mismo, cayendo en dinámicas autodestructivas (adicciones, depresión, suicidio, etc.) donde pareciera dejarse ver que se puede perder la dignidad ética, si y solo si uno mismo así lo quiere. ¿Un político corrupto tiene la misma dignidad que un enfermero? Me temo que no… Para ser respetable hay que respetar a los demás, pero sobre todo a uno mismo.
Veámoslo con más detenimiento en el siguiente apartado a partir de dos elementos constituyentes de la dignidad ética: autonomía moral y respeto.
Autonomía moral
El primer criterio para hablar de dignidad ética es incuestionable: la autonomía moral. La autonomía moral sólo puede existir desde el momento en que el hombre es capaz de distinguir entre el bien y el mal y esto es parte de la estructura moral de cualquier ser humano, independientemente del nivel informativo que tenga. Solo el ser humano tiene la capacidad de anhelar valores e ideales desinteresadamente, a partir de lo cual podemos ser considerados sujetos morales, pero como somos libres, podemos preocuparnos o no por dichos preceptos y por la propia dignidad, de ahí que el mérito moral sea siempre del sujeto mismo. Kant decía que “la autonomía es, así pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional” (1999, p. 203).
La autonomía moral es la capacidad de ejercer la propia libertad, pero también la obligación de respetar la autonomía de los demás. En forma alguna puede ser digno pasar por alto la autonomía del ser humano porque con ello se subestimaría o incluso, se negaría a la persona misma. Cito de Kant: “cumpliendo el último deber me obligo únicamente a mí mismo, me mantengo en mis límites para no quitar nada al otro del valor que él, como hombre, tiene derecho a poner en sí mismo” (2005, p. 319).
Ahora bien, la autonomía moral requiere cierta edad y cierto nivel de salud física y mental; a nadie se le ocurriría pedirle a un enfermo terminal o a un niño tomar decisiones responsables, por ejemplo. Pero por eso mismo, quien abuse del infortunio, enfermedad o ingenuidad de estas personas habrá cometido algo indigno. Y como no hay forma de justificar semejante oprobio entonces hablamos de lo indigno, sin más. Las acciones son consideradas dignas no solo por el hecho de cuidarse a uno mismo sino por la forma de tratar a los demás; la dignidad no es un valor estrictamente personal porque se reconoce y se ejerce desde la intersubjetividad.
Desde este enfoque, no podríamos esperar acciones dignas de los animales porque su conducta no parte de alguna deliberación moral y creo que esto es obvio. Y aun cuando esto pudiera entenderse como especismo, me parece que en forma alguna es un criterio pernicioso porque con ello no se legitima el maltrato hacia los animales; solo se plantea que la dignidad es un principio humanista, compatible con el respeto y amor a los seres vivos; así resultaría indigno la falta de respeto a cualquier animal.
Por otra parte, si la dignidad presupone el reconocimiento de la autonomía moral, por supuesto que con esto negaríamos el derecho a matar, llámese pena capital o como sea. Y aunque parezca contradictorio, el reconocimiento de la dignidad sería compatible con el derecho a abortar y a ejercer la eutanasia porque entra en juego el derecho básico de cualquier persona a ejercer la autonomía moral sobre su propia vida y la obligación moral de respetar a los demás. En este sentido es posible que desde el reconocimiento de la dignidad se esté en contra de la pena de muerte y a favor de la eutanasia en cuanto que la eutanasia no atenta contra la vida de forma arbitraria sino contra el sufrimiento incurable de uno mismo, garantizando entonces el derecho a decidir sobre tu propia vida. Hay una diferencia abismal entre matar y acabar con tu propio sufrimiento incurable.
Y en cuanto al aborto, uno se preguntaría si el cigoto o el feto es una persona, problemática que aún está en discusión y que nos llevaría al dilema de sopesar entre dos elementos que construyen la dignidad humana: la vida y la autonomía moral, ¿cuál tiene mayor importancia? ¿es ético decidir sobre tu propio cuerpo? ¿Quién tiene derecho a decidir respeto al cuerpo de los demás? ¿quién tiene derecho a obligar a los enfermos a seguir sufriendo sin algún aliciente de esperanza?
Ahora bien, de ninguna forma queremos despachar en dos párrafos temas tan actuales y delicados como el aborto y la eutanasia, nuestra intención es más bien diagnosticar los conceptos que entran en juego en estos dilemas morales: autonomía moral, persona, vida y respeto. Temas que seguiremos analizando en este capítulo.
Consideramos que la autonomía moral sobre la propia vida es un derecho de cualquier persona. El problema es cuando las personas se creen con el derecho a decidir sobre la vida de los demás, como la pena capital que aún existe en varios Estados. El Derecho Penal debería partir del reconocimiento de que cualquier ser humano, en cualquier situación, haya hecho, lo que haya hecho, no deja de ser “persona”5 (alguien con derecho a tener derechos). De lo contrario, tendríamos que otorgarnos el derecho a postular quiénes tienen derecho a vivir y quienes no, quienes tienen derecho a ser juzgados por la ley y quienes no, pero ¿qué ideales legitimarían dicho planteamiento? ¿qué puede valer más que la vida de un ser humano? ¿qué argumento podría justificar la pena de muerte o la tortura? ¿quién tiene la autoridad moral para decidir quién debe vivir o no?
La dignidad ha de ser resultado de la autonomía moral y esto se dejaría ver en la reflexión y deliberación que la sustenta y que nos permite distinguirla del orgullo que se caracteriza por la necedad y arrogancia. La dignidad se construye desde el respeto al ser humano, no sólo hacia uno mismo sino también hacia los demás. Recordemos la rima XXXIII de Bécquer:
¡Lástima que el Amor
un diccionario no tenga donde hallar
cuándo el orgullo es simplemente orgullo
y cuándo es dignidad! (1977, p. 38).
La siguiente consideración de la dignidad ética es que se desarrolla en función de la autoestima y de la calidad moral de la persona. En la historia se han dado ejemplos heroicos de dignidad, donde se muestra como una gran autoestima puede subsistir aún en las peores circunstancias, Primo Levi relataba de su experiencia en los campos de concentración:
Aun siendo esclavos seguimos conservando una voluntad y debemos defenderla con todas nuestras fuerzas porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. No cabe duda, pues, de que tenemos que lavarnos la cara sin jabón, en agua sucia, y secárnosla con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos, no porque lo prescriba el reglamento, sino por dignidad y por propiedad (Levi, 2018, p. 26).
Si el ser humano puede conservar el autorrespeto aun en las peores circunstancias, demostraría con ello que puede trascender las necesidades vitales en la búsqueda de algo más noble y desinteresado como la dignidad y la conciencia moral. Y esto es posible únicamente en el mundo humano, no animal. Kant decía que: “la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad es lo único que tiene dignidad” (1999, p. 201).
Pero entonces ¿aquellos que no tengan preocupaciones morales no tienen dignidad? ¿Solo algunos seres humanos son dignos? Pareciera contrariar el reconocimiento universal de la dignidad ontológica el planteamiento de que no todas las personas son dignas éticamente, pero es que con un mínimo de honestidad reconoceríamos que es humanamente posible dañar gravemente la integridad física y moral de los demás y que por eso mismo no se podría decir que todos tenemos la misma calidad moral. ¿Cómo sostener que un narcotraficante tenga la misma dignidad que un bombero? Para Spaemann: “La desigualdad en dignidad personal se basa en la diferente plenitud moral de los hombres” (1988, p. 23-24). Y esto no es elitista, ni aristocrático sino de sumo realismo porque nos exige el mínimo moral hacia la humanidad que es el respeto.
Esto es, que aun cuando la dignidad ontológica tenga una connotación universal, la dignidad ética es un valor que uno debe ganarse por la calidad moral de nuestras acciones, incluso a riesgo de perderla porque somos libres y responsables de ello. La dignidad ética no se puede robar, pero sí perder por voluntad propia cuando voluntariamente dañamos a los demás o a uno mismo sin estar constreñido por alguna situación límite; es muy distinto matar en defensa propia que matar para robar, por ejemplo. Bruno Schüller decía que “la dignidad del hombre es en cierto modo inviolable. Sólo puede ser anulada por aquel que la posee” (1986, p. 78). Aunque algunos autores no estarían de acuerdo con este planteamiento, porque verían como aristocrático y excluyente el poner condiciones para alcanzar la dignidad, por ejemplo, Pele comenta:
La consideración kantiana de la dignidad como valor interno hace que el individuo dependa de una conducta adecuada para obtener este valor. (…) Al contrario, la definición contemporánea de la dignidad como valor inherente no depende ni de una cualidad (moral o social) del ser humano ni de su conducta conforme a esta supuesta cualidad (2015, p. 14-15).
Pero es que, si lo pensamos bien, realmente sería cruel decir que todos los actos humanos son dignos; en la historia hemos visto datos de violencia que en forma alguna podrían ser ejemplos de dignidad. Pensamos que la dignidad exige un mínimo llamado respeto para su corrección ética pero claro, ¿qué entendemos por ello? El respeto pareciera ser muy relativo, algunos lo entienden como aceptar todo, mientras que de cara al respeto hay cosas que no se deben permitir. Procedemos a analizar este concepto.
Respeto
Hasta ahora venimos planteando que un acto humano puede ser considerado digno éticamente si cumple con dos grandes exigencias: la autonomía moral y el respeto. Recordemos de Kant: “Dignidad, esto es, un valor incondicionado, incomparable, para el cual únicamente la palabra respeto proporciona la expresión conveniente de la estimación que un ser racional tiene que efectuar de ella” (1999, p. 203).
Sin el respeto quedaríamos a merced de la arbitrariedad porque no habría límites a las libertades individuales. El respeto autocoacciona la libertad en la medida que el sujeto asume voluntariamente el compromiso moral de la coexistencia de las libertades de todos. Pero claro, ¿cuáles son los límites del respeto? Sobre todo, si lo enfocamos en nuestro contexto multicultural pareciera polisémico, hay gente que piensa que los homosexuales son una falta de respeto a la moral, que criticar al rey es una falta de respeto a España, que las caricaturas de Mahoma son una falta de respeto a los musulmanes, etc., con lo que se dejaría ver que rayamos en el emotivismo relativista de la modernidad que diagnosticaba MacIntyre. Nos preguntamos entonces ¿cuál es el límite correcto de las libertades de cara al respeto? Hay prácticas que evidentemente atentan contra la integridad física de la persona, como la ablación o la violencia de género, por ejemplo; pero cuando se vulneran los sentimientos es cuando el tema del respeto ya no se ve tan claro, ¿cómo apelar al respeto de los símbolos religiosos o patrióticos? ¿En qué sentido y por qué?
El respeto es la antípoda de cualquier forma de violencia, sea física o psicolingüística, tanto podemos lastimar con golpes como con el desprecio o la burla. Y menciono todo esto porque el respeto no es subjetivo, ni relativo, no depende del cristal con que se mire; realmente se pueden herir susceptibilidades y esto pareciera chocar con espíritus libertinos que se resisten a coartar sus libertades creyendo que deben ser ilimitadas. Bajo este planteamiento es que valdría la pena analizar la diferencia entre la burla soez hacia algún símbolo o persona que no ha cometido delito alguno, de la caricatura social y política hacia delincuentes concretos que deben ser juzgados. Una cosa es el escarnio que subestima los sentimientos ajenos y otra muy distinta es el derecho a denunciar, a reclamar justicia, a ejercer la crítica con argumentos y desde la razonabilidad.
En este apartado enfocaremos al respeto como el principio moral de no atentar contra la integridad de uno mismo y de los demás, lo que implicaría tomar en cuenta la autonomía moral de cualquier ser humano, sin burlas, ni chantajes; solo por convicción. Aun para los partidarios de la deconstrucción del sujeto moral, subsiste el reconocimiento y el derecho del individuo a ejercer su autonomía como principio de toda moral pública. La autonomía moral es la matriz de la dignidad humana que sólo puede ser respetada cuando al hombre se le permite decidir la forma de vida que quiera tener, con todo y lo que implica: ideas, valores, creencias, relaciones humanas, etc. pero también en cuanto que sea capaz de respetar la libertad y la integridad ajena.
El concepto del respeto viene del latín respectus: consideración y atención del valor de la otredad. El respeto sería así el empeño en reconocer en sí mismo y en los otros hombres una integridad que se tiene la obligación de salvaguardar. Yo no podría decir que respeto a alguien si paso por alto su voluntad, a menos que nos estemos refiriendo a menores de edad o a personas con enfermedades graves que les impidan ser responsables; de ahí que se apele a la figura de “tutor” para asumir la responsabilidad de dichas personas indefensas. Pero entre personas con cierta edad y salud suficientes sí que habría que imputarles a ellos mismos la falta de respeto por la razón que sea: candidez inocua, supina soberbia o simplemente por grosería.
Ciertamente el respeto empieza con la propia autoestima, aún en las peores circunstancias uno no debe abandonarse al autodesprecio porque de hacerlo entonces cualquier reconocimiento ajeno caería en una suerte de pozo sin fondo y peor todavía cuando los demás lo perciben y lamentablemente nunca faltan quienes usen y abusen de la situación. Dostoyevski (1969) decía que “sólo por el respeto de sí mismo se logra el respeto de los demás”.
Pero también es cierto que el respeto se debe no solo a uno mismo sino también a los demás porque la propia imagen moral se construye desde la intersubjetividad, con el reconocimiento de la alteridad, en relación dialógica e histórica. Kant decía que: “el deber de respetar a mi prójimo está contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí mismo para entregarse a mi fin)” (2005, p. 319).
La dignidad entonces deviene en un criterio ético-político que puede ser subversivo porque puede empoderar a cualquier individuo para hacer valer sus derechos y a partir de ello puede indignarse por la injusticia y luchar por el reconocimiento de sus ideales y su persona. De hecho, la postulación de los derechos humanos no apareció como bendición del cielo, sino que se consiguió a partir de la movilización y reivindicación de muchas personas que pusieron su vida en ello. Pero con esto sale a relucir otro gran problema, ¿hasta qué punto se debe recurrir a la violencia para hacerse respetar? Pareciera que en la historia se ha dejado ver otro recurso, más lento y difícil, pero con mejores resultados históricos: la política. Si recuperamos el sentido arendtiano de la política como organización y participación pública veríamos que solo las mayorías pueden hacer tambalear a las élites, pero para ello los ciudadanos tendrían que estar muy concientizados de nuestro papel histórico. En este sentido es que el empoderamiento de la dignidad puede ser altamente revolucionaria y quizá una de las mejores herramientas que nos quede para cambiar el status quo, altamente invadido por las TIC, discursos hegemónicos y fundamentalismos.
Ahora bien, hay quien afirma que el respeto se gana y que solo se debe respetar a personas “respetables” pero claro, desde esta premisa se podría legitimar cualquier vejación que reclame venganza porque si pensamos en personas peligrosas (psicópatas o pederastas, por ejemplo) podríamos incluso justificar la pena capital, que dictamina quienes no tienen derecho a seguir viviendo por la magnitud del delito cometido. Y así es que tendríamos que plantearnos quién tiene derecho a matar… Supongo que aún el peor de los seres humanos debería tener derecho a ser visto como persona, y con ello a ser juzgado y castigado conforme a la ley y los Derechos Humanos. El respeto es para todos y no es arbitrario, es la base del estado de derecho.
Así entonces el respeto es compatible con la exigencia moral y cívica del cumplimiento punitivo de las leyes; no es aceptar todo, no es ser pusilánime, ni permisivo, sino respetuoso de la integridad de cualquier ser humano. Un delincuente debe recibir un castigo o penalización por parte del Estado para proteger a los demás ciudadanos y garantizar cierto orden y seguridad, a diferencia de la arbitrariedad del castigo por propia mano que desataría un espiral de violencia desenfrenada.
En este sentido es que el respeto no es propiamente un sentimiento, no corresponde a alguna experiencia afectiva, no es sentir “algo” por una persona sino más bien reconocer que cualquier ser humano es una persona. Bien sabemos que los sentimientos no se pueden imponer, ni exigir. Ningún ser humano puede simpatizar con todos, no somos ángeles; pero sí debemos asumir la obligación de respetar a todos, incluso a quienes no te simpaticen. Si el respeto fuera algún sentimiento entonces habría una tendencia a respetar solo a quienes nos caen bien y a despreciar o maltratar a quienes nos parecen odiosos o despreciables, deviniendo en un criterio parcial y subjetivo y quizá por ello el respeto no deba circunscribirse a la arbitrariedad de los sentimientos sino postularse como obligación cívica. Aunque algunos podrían pensar que este planteamiento derivaría en la institucionalización de la hipocresía, pero es que no se está exigiendo tratar bien a los demás, sino básicamente el mínimo de no molestar, ni dañar, ni burlarse de nadie; no por bondad, ni por amor, sino solo por respeto. De hecho el artículo décimo segundo de la declaración Universal de los Derechos Humanos dicta que: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”.6
Y es que hay cosas que no se deben tolerar de cara al respeto, por ejemplo, la difamación o la agresión, que no admiten niveles. Hay cosas que efectivamente no se deben hacer pensando en el respeto a los demás, así que es de suma pertinencia delimitar el sentido del respeto y de la tolerancia. MacIntyre decía que la tolerancia no es en sí misma una virtud, si es demasiado inclusiva se convierte en vicio. Y es que finalmente la tolerancia por su propio concepto es permisiva y por ello temeraria, si conduce a tolerar cualquier cosa... Conocida es la paradoja de la tolerancia de Karl Popper: “Deberemos reclamar entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Tenemos por tanto que reclamar, en el nombre de tolerancia, el derecho a no tolerar la intolerancia” (2017, p. 585).
John Rawls en un momento dado plantea que una sociedad justa tiene que tolerar al intolerante para no volverse intolerante, y por ello injusta. No obstante, considera que la sociedad tiene un derecho razonable a la supervivencia que prima sobre el principio de tolerancia: “mientras una secta intolerante no sea señalada como intolerante, su libertad únicamente puede ser restringida cuando el tolerante, sinceramente y con razón, cree que su propia seguridad y la de las instituciones de la libertad están en peligro” (Rawls, 1979, p. 202).
Parece dejarse ver entonces que la tolerancia lleva a contradicciones porque finalmente no hay modo de justificar que hay cosas que no se deben tolerar. Además, otro aspecto cuestionable de la tolerancia sería que se asume desde la verticalidad, cambia mucho el enfoque de quien “te tolera” a quien “te respeta”. Si la tolerancia acaso tuviera sentido sería en el ámbito privado porque dada nuestra condición humana contingente e imperfecta, podríamos entender que a veces nos equivocamos y que los demás deberían entenderlo en situaciones excepcionales; quizá podríamos comprender una mala contestación del amigo que acaba de perder el trabajo, no es que lo justifiquemos pero quizá sí deberíamos tolerarlo pero otra cosa es el ámbito público, donde los ciudadanos deben tener claro lo que no debemos hacer, ni permitir, sin picaresca.
El respeto es un valor más claro, no admite medias tintas, parte del reconocimiento del otro, en su persona, ideas y acciones. No es que deba respetar a los demás “a veces” y/o “un poco”, sino respetar de factum, sin redondeos.
Conclusión
Dado que en nuestra gran civilización seguimos viviendo terribles contradicciones: gran desarrollo científico y tecnológico pero igualmente condiciones deplorables de vida humana por las guerras, hambruna, adicciones y corrupción. Pareciera entonces que el hombre sigue subestimando a sus congéneres de cara a otros ideales, sea el dinero, el poder, la patria, Dios o lo que sea… El humanismo moderno sigue siendo un discurso filosófico que aún no se ha alcanzado en el siglo XXI y que incluso, la irresponsabilidad del hombre no ha sido solo contra el hombre sino también contra la naturaleza; los daños ecológicos que sufre nuestro planeta realmente ponen en vilo el futuro de la humanidad.
No es retórica entonces replantear el humanismo pero no desde las más altas exigencias intelectuales sino por el más elemental cuidado de nuestra especie, sin miramientos estratégicos o utilitarios, que en última instancia nos llevan a postular la dignidad, sin más. La dignidad deviene entonces como principio fundamental del humanismo en cuanto que no hay razones exógenas que expliquen el valor autorreferencial del ser humano pero que es necesario presuponer para fundamentar los derechos humanos y velar por el futuro de la humanidad. Proponemos al respecto desdoblar este magno concepto en dos niveles: uno ontológico y otro ético. La dignidad ontológica correspondería al reconocimiento universal de cualquier ser humano como persona (alguien que tiene derecho a tener derechos) y la dignidad ética apuntaría a la calidad moral que se construye desde el reconocimiento intersubjetivo de la autonomía moral y del respeto.
No estaría de más actualizar al gran Dostoyevski y permitirnos decir que muy probablemente sin la dignidad todo estaría permitido…