Nuestra dificultad para encontrar las formas de lucha adecuadas, ¿no proviene de que ignoramos todavía en qué consiste el poder?
Michel Foucault
Introducción
Pilar Uriona reflexiona que el sistema patriarcal sigue avanzando más que la resistencia a él, por lo que se pregunta: “¿Qué es lo que seguimos reproduciendo? ¿Qué estamos reforzando del patriarcado? ¿Qué no estamos pensando?” (Uriona, 2020). Las preguntas son pertinentes y requieren respuesta; en especial, la última da origen a este artículo.
En una definición clásica, se precisa que “el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Scott, 1996, p. 288). De los diferentes elementos de esa definición, interesa resaltar la cuestión del poder ya que, si bien en la literatura sobre el género está presente siempre, no siempre se explicita su significado o se problematiza con suficiente profundidad; ya Anna María Fernández Poncela nos recuerda que en sus inicios el feminismo no estaba interesado en el poder, más adelante se planteó la transformación del mismo y recientemente empieza a preguntarse qué poder se busca (Fernández, 1997); sin embargo, sigue existiendo “una conceptualización poco clara del tema del poder en la literatura teórica feminista reciente” (Fuente, 2013, p. 327).
Más allá del interés teórico que el tema del poder pueda tener para el feminismo, lo cierto es que se advierte cierta urgencia por debatir al respecto: Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional, hace referencia a los diferentes movimientos conservadores de América Latina que están tratando de hacer retroceder algunos derechos impulsados por los movimientos feministas en la región (Schuster, 2018). Por su parte, Verónica Gago plantea que la contraofensiva que en Latinoamérica ha tenido el movimiento feminista últimamente, es reflejo de la importancia que ha adquirido como factor de poder (Gago, 2019). En un plano local, se documentan las estrategias seguidas por grupos conservadores y feministas en Baja California para frenar o alentar diversas iniciativas relacionadas con el género; esto refleja una lucha por el poder, es decir, ambas posiciones tratan de imponer una agenda que se traduzca en toma de decisiones en torno a temas en los que tienen posturas encontradas (Ávila, 2018).
Ahora bien, la urgencia no proviene solamente del riesgo de que se arrebaten derechos conquistados por las mujeres (recordemos la cancelación del derecho al aborto en Estados Unidos). Si aceptamos la aseveración de Valcárcel en el sentido de que “el feminismo, durante cuatro siglos de existencia, ha cambiado por completo la faz social y se ha probado como la política capaz de introducir mayor libertad y bienestar en el mundo que habitamos” (Valcárcel, 2020), entonces también hay una urgencia debido a la creciente desigualdad social, la normalización de la precarización laboral, la concentración de la riqueza que además tienen impactos por motivos de género. Es decir, no sólo existe el riesgo de que la capacidad de influencia política del feminismo se reduzca, también el nivel de bienestar que algunos sectores habían alcanzado está en riesgo.1
De ahí que en este artículo se incursione en la discusión sobre la significación del poder: porque interesa teorizar al respecto, pero también porque es preciso contar con elementos para advertir sus derivaciones en la acción política. Al adoptar esta perspectiva, interesa rescatar diversas definiciones sobre el poder y contrastarlas con las concepciones que tradicionalmente se ha tenido en el feminismo para dimensionar los retos teóricos y políticos que es necesario abordar en las discusiones sobre la igualdad de género.
En un primer momento se expone la metodología usada para el abordaje de la reflexión. En un segundo momento, se presentan diversos elementos teórico-conceptuales que permitan problematizar el concepto de poder adoptado desde la histórica mirada del feminismo. Posteriormente, abordamos el poder en sus diversas dimensiones y como se entreteje en una realidad compleja de la acción política. Se concluye con algunas reflexiones finales.
Metodología
La metodología utilizada en este artículo es de carácter analítica-conceptual, pues lo que se debate es la necesidad de precisar la definición misma de género, o más bien, una parte de ella: la relacionada con la concepción de poder. De acuerdo con ello, se revisan algunas autoras y autores recientes que abordan definiciones del poder, básicamente desde la filosofía y la teoría política, las que se contrastan con referencias teóricas que provienen de la tradición feminista. Aquí cabe hacer una precisión.
Estamos conscientes de que en el feminismo existen diferentes posturas que en el ámbito académico han dado lugar a los Estudios de la Mujer y a los Estudios de Género; los primeros más centrados en visibilizar la opresión patriarcal hacia las mujeres y los segundos indagando en las relaciones entre los géneros y al interior de estos (Fernández, 1998). Sin ignorar las tensiones que existen entre estos enfoques -y otras más presentes en el activismo-, el presente texto toma al feminismo como una expresión teórico política que deriva de documentar y cuestionar la situación de las mujeres en un sistema de opresión que las ha colocado sistemáticamente en condiciones de sometimiento y desigualdad y que a partir de ello han generado diversas propuestas y acciones para terminar con cualquier forma de dominación.
En este sentido, se retoma la idea de que el feminismo es la hija adelantada de la Modernidad y consiste en
Una teoría que señala lo que es relevante y cómo ha de ser interpretado el mundo. Dos, una agenda que indica qué hay que hacer. Tres, un movimiento, esto es, una serie de gente que se compromete con la agenda para llevarla adelante. Y cuatro, un conjunto de acciones no especialmente dirigidas o solo parcialmente dirigidas. (Valcárcel, 2020, p. 27)
Por otra parte, si bien entre los enfoques señalados existen diferencias en el objetivo de estudio y en el abordaje de diferentes problemáticas, en general se observa que la cuestión del poder es un eje central de análisis, pero que ha sido insuficientemente abordada. Dados los alcances de este escrito, en este momento no es relevante distinguir entre las diferentes posiciones dentro del feminismo, aunque reconocemos que en otros trabajos esto deberá tomarse en cuenta.
Aproximación teórica-conceptual
Cuando empezó a acuñarse el término género, hacia los setenta del siglo pasado (León, 2015), la necesidad de teorizar sobre el poder no parecía una prioridad; se pueden aventurar dos hipótesis.
Primero, la condición de las mujeres era muy diferente a la actual: sin que las brechas de género se hayan cerrado, tenemos más mujeres en posiciones de responsabilidad gubernamental, corporativa y política -es decir, en puestos de poder; además la propia fuerza del movimiento de las mujeres ha dado pie a legislaciones, instituciones, políticas públicas -ordenamientos normativos-, instrumentos de poder que, con sus limitaciones, establecen nuevos formas de convivencia y relación entre los géneros.
Segundo, la teorización en ese momento (años 70) estaba centrada en indagar la situación de las mujeres y en valorar sus experiencias. A partir de un escrito de Hanisch se acuña la frase lo personal es político (Hanisch, 2016) y cuando Kate Millet aborda la estructura de poder entre hombres y mujeres “explica cómo la opresión se ejerce en y a través de las relaciones más íntimas, empezando por la más esencial de todas: la relación con mi propio cuerpo” (León, 2015, p. 41).2 La aportación es interesante porque el poder deja de verse como algo que ocurre exclusivamente en la arena pública y aparece un nuevo territorio por explorar: las relaciones interpersonales. La propuesta fue tan poderosa que, de alguna manera, la cuestión estructural, institucional, social pareció quedar en un segundo plano.
Adicionalmente, es importante rescatar algunas premisas del feminismo académico:
La teoría feminista desde sus orígenes ilustrados es poner de relieve las tensiones y contradicciones que las vindicaciones feministas suscitan en los enfoques teóricos supuestamente universalistas y al tiempo capaces de distorsionar la percepción de lo que atañe a la mitad de la especie humana. El feminismo es capaz de percibir las «trampas» de ciertos discursos, y, en este sentido, no es una alternativa teórica más, sino que actúa como conciencia crítica, resaltando las tensiones y contradicciones que encierran dichos discursos. (Beltrán y Maquieira, 2008, p. 11)
Esta posición podríamos aceptarla si sólo nos quedamos en la parte académica; pero el feminismo -tal como han insistido sus defensoras- es, simultáneamente, una perspectiva teórica y un movimiento político.3 En este sentido, es útil poner en evidencia los mecanismos de poder, pero falta el paso siguiente: ¿cómo desmontarlos?, ¿cuál es la alternativa a las formas de dominación?
En este contexto, en el feminismo hay una referencia continua a la cuestión del poder, pero no siempre se explicita su significado; sin embargo, por la manera en que se maneja el término parece que se retoma la concepción que proviene de Max Weber en el sentido de que el poder se explica como la posibilidad de tomar decisiones que afecten la vida de otros, pese a la resistencia de éstos, lo que puede involucrar fuerza y coerción; Weber concibe a la dominación como un tipo específico de poder y en ella el acento está puesto en lograr la obediencia para minimizar la resistencia (Zabludovsky, 1993, p. 34-35). El poder en estos términos tiene una connotación negativa, porque lo que se busca es que los otros actúen a partir de la fuerza, el engaño o la manipulación. La fuerza que conlleva el poder y que se enclava en lo social, tiene una influencia en dos vías, una de dominación externa y asimétrica y otra interna desde la configuración y represión de la interioridad (Fernández, 1997).
Esta concepción weberiana se puede observar no sólo en Millet4 sino en planteamientos como el siguiente:
Esa ley del más fuerte, entendida como algo propio de la naturaleza humana y sedimentada a través de la costumbre, concede a los hombres -entendido como colectivo- un poder que la teoría feminista actual ha definido como «poder patriarcal», esto es, como el sistema de dominación masculina constituido mediante pacto interclasista entre varones […] como aquel poder que todo varón ejerce -o tiene la posibilidad de ejercer- tanto en el ámbito doméstico como en la esfera pública con independencia de su situación social. (Sánchez, 2008, p. 53)
En esta cita, el poder se define como un sistema de dominación masculina que tiene como efecto el sometimiento de las mujeres. Esta definición tiene el problema de que presenta al mismo tiempo una situación de diagnóstico correcto: el sometimiento generalizado de las mujeres -que es un aporte fundamental del feminismo-; pero que se explica por una causa única insuficientemente explicada: el poder. De esta manera, el razonamiento parece ser: mientras exista cualquier situación de sometimiento o incluso de desigualdad hacia las mujeres, la razón se encontrará en el poder; percibir así al poder conduce a pensar que ese es el problema a vencer.5 Analicemos diferentes formas de concebir el poder para ver las limitaciones de esta visión.
La propia Joan Scott, en su condición de historiadora, proponía documentar de qué manera se ha ejercido el poder y sugería:
Sustituir la noción de que el poder social está unificado, es coherente y se encuentra centralizado, por algo similar al concepto de poder en Foucault, que se identifica con constelaciones dispersas de relaciones desiguales, constituidas discursivamente como “campos de fuerza” sociales. Dentro de estos procesos y estructuras, hay lugar para un concepto de agencia humana como intento (al menos parcialmente racional) de construir una identidad, una vida, un entramado de relaciones, una sociedad con ciertos límites y con un lenguaje conceptual que a la vez establece fronteras y contiene la posibilidad de negación, resistencia, reinterpretación y el juego de la invención e imaginación metafórica. (Scott, 1996, p. 287-288)
Para Foucault y Scott, entonces, el poder aparece como algo dinámico, donde por un lado entran en juego diversas fuerzas o discursos, y por el otro, hay la posibilidad de construir una capacidad de resistencia o agencia. De hecho, Foucault fue evolucionando en su manera de entender el poder y acuñó el término:
“Microfísica del poder” para referirse al ejercicio de un poder distinto de como habitualmente se había concebido e incluso como habitualmente lo había concebido él mismo; es decir, distinto del poder Central o el poder Estatal y distinto también de un poder pensado básicamente en términos clásicos de represión y castigo, de opresor y oprimido. (Aguilar, 1998, p. 215)
En sus últimos escritos, el autor citado considera que el poder “se está produciendo a cada instante, en todos los puntos, o más bien en toda relación de un punto con otro” (Foucault, 2002, p. 113). La siguiente definición resume su posición:
Por poder hay que comprender, primero, la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del dominio en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las trasforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales. (Foucault, 2002, p. 112-113)
En resumen, hay una “interiorización del dominio, esto es la dimensión subjetiva, pero, además, el poder no es sino se ejerce, no se posee, circula, es una relación bidireccional, tiene varias caras y permea a toda la sociedad” (Fernández, 1997).
El poder por tanto no es una sustancia que se pueda asir; se manifiesta en un orden social como en las relaciones de sujetos concretos y se expresa en una dominación externa -a manera de imposición e interna- reflejada en formas de aceptación. Tampoco es estático; es dinámico, es decir, sujeto a permanente tensión, pero siempre con la posibilidad de oponerse para mover o equilibrar la balanza. El poder es transformable. La propuesta de Foucault permite entender que existiendo un poder patriarcal también es posible configurar instituciones y normas que no responden a su lógica; también apuntan a confirmar la validez de la propuesta feminista de lo personal es político:6 los micro-poderes -no por pequeños, sino por invisibles- crean tensiones permanentes, situaciones de poder interpersonales, inestables que van alineando racionalidades y estrategias que definen formas específicas de ejercer el poder y que marcan una racionalidad de orden social.
Ahora bien, en la definición de Foucault hay una referencia central a las relaciones de fuerza; aunque no se aclara totalmente su sentido. En un primer momento, se podría pensar en situaciones de enfrentamiento; pero aquí cabe recordar que Hanna Arendt plantea que:
Poder corresponde a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de una persona; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido. Cuando decimos de alguien que está «en el poder» nos referimos realmente a que tiene un poder de cierto número de personas para actuar en su nombre. En el momento en que el grupo, del que el poder se ha originado (…), desaparece, «su poder» también desaparece. (Arendt, 2006, p. 60)
Arendt pone el acento no en el enfrentamiento o la fuerza, sino en la cohesión del grupo, y en este sentido podríamos pensar que lo que otorga la cohesión es la visión compartida, sea que esta se origine por intereses, valores, identidades, etcétera; una visión que, además, es aceptada por otros grupos; es decir, se sienten representados, incluidos en esa visión. De hecho, para Arendt la violencia tiene un carácter meramente instrumental y se acude a ella justamente cuando no se tiene poder; es decir, para imponer por la fuerza lo que no se logra a través del convencimiento y la negociación; en sus palabras “poder y violencia no son la misma cosa. El poder y la violencia son opuestos” (Arendt, 2006, p. 77).
Dado que ella opone el poder a la violencia, es factible pensar que el ejercicio de aquél es posible en cuanto el grupo puede argumentar racionalmente y dar propuestas a sectores significativos de la población. En este sentido, la propuesta de Arendt parece cercana al concepto de hegemonía. Íñigo Errejón propone que la hegemonía puede ser entendida en tres niveles:
Como capacidad de dirección, es decir como un grupo que propone metas colectivas que son percibidas como buenas o legítimas por la mayoría, por lo tanto, que es capaz de imprimir un rumbo. Por otra parte, […] como capacidad de producción de lo universal. Un grupo es capaz de encarnar una idea de lo universal y que su avance coincida con el avance de la sociedad. Eso siempre es inestable, es una relación nunca cerrada. En tercer lugar, hegemonía como la construcción de una cierta irreversibilidad, un terreno de disputa política por el cual hasta los propios adversarios del actor hegemónico le tienen que desafiar en sus términos y con sus parámetros, de tal manera que incluso si los adversarios ganan, lo hacen en el mismo terreno, merced a parecerse un poco al actor que acaban de derrotar, y por tanto ese actor ha construido un suelo mínimo. (Errejón, Thomassen y Stavrakakis, 2016, p. 190)
Este breve recorrido alrededor del término “poder” nos coloca, entonces, en el terreno de la disputa por las narrativas que habrán de normar las relaciones políticas, sociales e interpersonales; es decir, nos colocamos en una posición en la que “la realidad política está construida por significados hegemónicos de palabras clave con pretensiones de dar coherencia a una gran diversidad de hechos fácticos […] la llamada realidad social encuentra en el ámbito político su fuente principal de construcción” (Ávalos, 2020, p. 38). Este es el reto del feminismo: “Me refiero a la capacidad de ser efectivo, de marcar la diferencia en el mundo, del derecho a ser tomado en serio, en conjunto e individualmente” (Beard, 2018).
Para concluir este breve recorrido, algunos sectores del feminismo que han pensado el poder como algo más que opresión, se han planteado la
Perspectiva del poder como cuidado [que] persigue incluir nuevos actores, nuevas experiencias y nuevos valores en la esfera pública. El poder puede ser la relación social que permite capacitarse a una misma para participar en la sociedad o en la política, y al mismo tiempo, capacitar a otras personas con las que establecemos una relación afectiva y respecto a las cuales adquirimos cierto sentimiento de responsabilidad […] Se pone el acento en el empoderamiento ajeno, en el carácter relacional del sujeto político y en el poder que se produce en las relaciones de reproducción y cuidado. (Fuente, 2015, p. 183-184)
Lo planteado por María de la Fuente es interesante por varios motivos; la primera porque vincula el tema del poder con los cuidados; este término había sido acuñado por el feminismo para referirse al trabajo reproductivo, al trabajo que históricamente han realizado las mujeres en el ámbito de lo privado. Paulatinamente, el término se empieza a analizar en una perspectiva más amplia, y así se define al cuidado como:
Una actividad de especie que incluye todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro “mundo” de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestros seres y nuestro entorno, todo lo cual buscamos para entretejerlo en una red compleja que sustenta la vida. (Tronto, 2005, p. 234)
Otro elemento aportado por María de la Fuente es que se plantea el tema de las alianzas no con base al sexo o al género, sino en torno al cuidado, de hecho, el cuidado podría ser la base en torno a la cual se genere una nueva narrativa que se pretende hegemónica.7 Tercero, rescata la propuesta feminista de que lo personal y lo político no están separados.
La discusión en la arena política
Con base en los elementos expuestos hasta ahora, nos interesa resaltar algunos aspectos sobre el poder que pueden ser útiles para plantear algunos retos para la tradición feminista y su lucha por la igualdad:
El poder es inestable y está sujeto a continuas tensiones.
El poder es detentado por un grupo que puede hablar en nombre de otros grupos.
El poder se ejerce desde cualquier lugar.
Veamos cada uno de estos elementos:
El poder es inestable y está sujeto a continuas tensiones
Si bien hay grupos que han detentado el poder, esos grupos pueden cambiar; dentro de la tradición feminista no se suele caracterizar a estos grupos y sólo se refiere a un Patriarcado que opera en todas las sociedades -aun cuando autoras como Scott (1996) han señalado la utilidad de la historia política para documentar la complejidad de las relaciones de género. Sin hacer un análisis exhaustivo, es conveniente plantear la conveniencia de precisar quiénes ocupan posiciones dominantes y aquí vale la pena acudir al término acuñado por Connell: masculinidad hegemónica. Ese término es definido como “la configuración de la práctica de género que incorpora la respuesta aceptada, en un momento específico, al problema de la legitimidad del patriarcado, lo que garantiza (o se considera que garantiza) la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres” (Connell, 2003, p. 117).
Se designa así un ideal cultural que es inalcanzable pero sirve como referencia para el comportamiento social y tiene como propósito mantener los privilegios masculinos apoyados por poderes institucionales, colectivos y personales; en este sentido, la masculinidad hegemónica hace referencia a un modelo de organización social basado en un estereotipo de masculinidad que rige tres formas de relación: tres formas de relación: la de poder, ligada a la política; la de producción, referida a la cuestión económica; y la de catexis, referidas al deseo sexual y a los afectos (Connell, 2003, p. 112-113).
Ahora bien, frente a esta masculinidad hegemónica se definen otras masculinidades que ocupan posiciones de subordinación, complicidad y marginación (Connell, 2003, p. 115-122); esto indica que existen expresiones de la masculinidad que, si bien obtienen ciertos privilegios de la manera como se determinan las relaciones de género, al mismo tiempo se ven limitadas en cuanto a la expresión de sus intereses (pensemos en hombres no heterosexuales o atravesados por cuestiones étnicas, de racialización o clase social); pese a que estas expresiones de la masculinidad tienen que adaptarse o negociar con el modelo hegemónico -por tanto, son sistemáticamente relegadas de los espacios de poder o de los imaginarios sociales- no necesariamente incorporan la posibilidad de la igualdad de género; sin embargo, es importante hacer notar que desde hace unas dos décadas han empezado a surgir en forma cada vez más numerosa grupos de hombres que en general se autoproclaman como antipatriarcales.8
El propósito de traer a la discusión a Connell es que no se debería ver al patriarcado como un ejercicio homogéneo de poder de los hombres, ya que el patriarcado está sujeto a diversas tensiones que abren la posibilidad de generar alianzas entre grupos feministas y otros sectores de la sociedad. En este sentido, en un estudio realizado en municipios de Oaxaca donde las elecciones se rigen por usos y costumbres, se acuña el término “masculinidades convenientes” para hacer referencia a que en las decisiones de los hombres para decidir si apoyan a candidatas mujeres intervienen diferentes factores (Torres, 2014), de manera que es difícil pensar en los hombres como un colectivo unificado con objetivos uniformes en su relación con las mujeres o con cualquier otro tipo de relación política.
Si el poder no es monolítico, entonces concebir al patriarcado como un sistema de opresión de los hombres sobre las mujeres puede llevarnos a una generalización que dificulta apreciar las diferentes tensiones de género que se dan entre los hombres.9 En este sentido, es importante considerar que “si se continúan ignorando las dinámicas genéricas de los hombres los esfuerzos para alcanzar la igualdad de género seguirán teniendo resultados paliativos y parciales, sin lograr una transformación positiva en las relaciones de género” (Torres, 2014, p. 196).
El poder es detentado por un grupo que puede hablar en nombre de otros grupos
Este segundo elemento nos coloca en el tema de la cohesión y de los discursos, es decir, la posibilidad de que las diferentes posturas feministas (o parte de ellas) articulen una narrativa común que, a partir de considerar las diferencias, permita aglutinarse en torno a una agenda colectiva. Asimismo, otro elemento a considerar es el de las alianzas posibles.
Abordemos estas tres cuestiones. Empecemos por la cohesión del grupo y la definición de la narrativa.
Una experimentada política mexicana reflexiona que:
la historia de las mujeres en el ejercicio del poder parecería una circunstancia refleja, en la que, como integrante de una élite y en función de su vinculación familiar con una dinastía o con el hombre -verdadero personaje del poder-, llegan a ocupar el eje en la vinculación de redes de equipo político y otros espacios claves del poder […] la situación empieza a modificarse a partir de 1960. (Paredes, 2018, p. 23)
Podemos estar de acuerdo en que, como consecuencia del movimiento de las mujeres, muchas de estas han llegado a posiciones de poder por caminos diferentes a los expuestos por Paredes; sin embargo, no queda claro el efecto que ello ha tenido en explorar otras formas de ejercer el poder y sus resultados.
En un estudio de 2009, se concluye que el hecho de que mujeres hayan llegado a la presidencia o a ser primeras ministras de sus países ha tenido un claro impacto en aceptar la normalidad democrática de que mujeres puedan asumir esas posiciones; sin embargo, los avances en materia de igualdad de género y de justicia social no son tan claros, e identifican al menos dos condiciones por cumplir: que la mujer que ocupe esos cargos “haya tenido experiencias de género específicas y las interprete desde la perspectiva política y no meramente individual… [y] que cuente con un espacio programático para cuestiones de género en su partido, que abogue por la transformación de las relaciones de género” (Stiegler y Gerber, 2009, p. 47).
Lo que ambas citas ilustran es que si bien ha habido mujeres en posiciones de poder (y cada vez su número se incrementa), también es cierto que no queda claro si eso es producto de que han representado expresiones masculinas de poder o, puesto de otra manera, cuáles serían los indicadores de que el poder se está ejerciendo con un propósito o de una forma diferente. Al parecer, parte de la problemática es que no se tiene clara una posición de para qué y para quiénes se quiere el poder.
Si bien es claro que el feminismo ha representado un movimiento de ruptura política y cultural, al mismo tiempo aún no ha construido una narrativa que trascienda la denuncia de las formas de opresión hacia las mujeres y se constituya en una visión que permita reorganizar la vida social, política y subjetiva, tal como se desprende de la siguiente cita:
Pese a su potencial cuestionador, su voluntad universalizadora y a su interés por las víctimas de violencia (aunque en realidad también a causa de ello) el feminismo más institucional se ha visto frecuentemente atrapado en dos dilemas. Si históricamente se habían reclamado derechos civiles a partir de la superioridad moral de la mujer ¿Qué se hacía con aquellas a las que se les asignaba moralidad dudosa o no convencional? Por otra parte, pero convergentemente, si se creía en un modelo único de reivindicaciones universales productos de la ilustración, y en la existencia de un sujeto “mujer” indiferenciado ¿Cómo entender prioridades diferentes a partir de situaciones sociales diversas, tales como los condicionamientos de clase, étnicos o religiosos? (Juliano, 2016)
Como resultado de este tipo de dilemas, lo que se puede observar actualmente es una diversidad de posturas que, por lo menos en México, se han centrado más en sus diferencias que en lo que las une. Gisela Espinosa cita a Haraway:
No hay otro momento en la historia en que hubiese más necesidad de unidad política para afrontar con eficacia las denominaciones de raza, género, sexo y clase [y que] la dolorosa fragmentación existente entre las feministas en todos los aspectos posibles, ha convertido el concepto de mujer en algo esquivo, en una excusa para la matriz de dominación de las mujeres entre ellas mismas. (Espinosa, 2009, p. 290)
Inmediatamente, la autora agrega que “El feminismo mexicano no ha escapado a ello, y resulta absurdo desdeñar las coincidencias y desperdiciar el potencial de la energía común, convirtiendo la diferencia en motivo de exclusión, de distancia y de jerarquización” (Espinosa, 2009, p. 290).
Si consideramos que la posibilidad de ejercer el poder está ligado a la cuestión de la hegemonía, es claro que uno de los retos es conformar un discurso articulado que no sólo unifique la postura política de diversos feminismos, sino que también genere un impacto en otros sectores de la sociedad, con argumentos estructurados y una agenda política bien definida. En este sentido, en términos de la construcción de una agenda que aspira a la hegemonía, el bienestar de las mujeres debe colocarse en el centro, pero debe buscar, al mismo tiempo, el bienestar de todos los grupos sociales históricamente discriminados y excluidos.
Aquí cabe aclarar que esta tarea no depende sólo de las feministas; a partir de su condición de género, ellas pudieron identificar mecanismos de desigualdad que hasta esos momentos habían pasado desapercibidos para los hombres y con ello abrieron las puertas para ver diversas formas de exclusión (raciales, etarias, por las preferencias y expresiones sexuales, etc.) que parecían tener orígenes similares, por lo que no es difícil identificar colectivos que desde posturas convergentes puedan abonar a esta causa. Es decir, nos colocamos en el terreno de las alianzas. Beard ha estudiado los factores culturales que dificultan ver a las mujeres en posiciones de poder; sin embargo, no centra su análisis solamente en el reto de construir liderazgos diferentes a los masculinos, también propone “considerar el poder de forma distinta; significa separarlo del prestigio público; significa pensar de forma colaborativa, en el poder de los seguidores y no solo de los líderes” (Beard, 2018).
La pregunta es ¿con quiénes se podrían establecer alianzas? Las respuestas pueden ser diversas; por ejemplo, si nos colocamos en el debate sobre la interseccionalidad, se podría realizar el ejercicio de incluir a quienes han sido excluidos por cuestiones de raza, clase y género (haciendo referencia a la diversidad sexual, básicamente) (Viveros, 2016); las posturas decoloniales también incluyen a los mismos colectivos (Villarroel, 2018); para las ecofeministas es importante replantear la relación con el medio ambiente (Triana, 2016), lo que podría abrir la posibilidad de alianzas con grupos ecologistas, así como comunidades indígenas, campesinas y espirituales.
Ahora bien, cabría otra pregunta ¿podría existir una posible alianza con hombres? Aunque existen algunas posturas que niegan esa posibilidad, también existen posturas que lo plantean como algo necesario. Si consideramos al patriarcado como un sistema que promueve una organización social segmentada en función del sexo, entonces los hombres reproducen acríticamente los roles y funciones que les son asignados, pero que podrían cuestionar y revertir una vez que se percaten de los costos que les acarrean (Izquierdo, 2008); desde las políticas públicas europeas se plantea que “resulta cada vez más claro que hace falta centrarse más en el papel y las circunstancias de los hombres con el fin de hacer políticas eficaces de igualdad de género. El reto es cómo conseguirlo de modo que se refuerce el objetivo principal, es decir la mejora de la situación de las mujeres” (Varanka, 2008).
Como vemos, desde algunas posiciones feministas existen posturas que consideran importante que los hombres se involucren en la igualdad de género. En este sentido, es necesario referir otra de las preguntas de Uriona: ¿Qué significa el privilegio? ¿Cómo los hombres -que han tenido un rol opresor- pueden autoreflexionarse? (Uriona, 2020). En este caso, en general los textos sobre las masculinidades se han centrado sobre todo en temas de violencia, pero no en analizar los mecanismos de poder y sus alternativas. Sin embargo, este no es el único reto. En un informe reciente, se señala que “la presencia de hombres aliados es escasa, no orgánica y de poca fuerza; existen prevenciones, barreras y temores que limitan la relación y la acción conjunta, resultado de desconfianzas construidas históricamente por relaciones asimétricas propias de un modelo patriarcal” (Cardona y Lozano, 2021, p. 6).
Si bien existen colectivos de hombres que se consideran antipatriarcales, su número aún es reducido y tampoco queda tan obvio que tengan una articulación política entre ellos como para generar un discurso y una fuerza política para construir alianzas. Por lo pronto, se han conformado algunos colectivos, pero de momento generan más incertidumbre que propuestas para lograr ejercicios de poder que abonen a la igualdad de género; sin embargo, el hecho de que asuman que su creación está sustentada en el feminismo resulta esperanzador, dado que “más que mujeres, lo que se necesita son personas de pensamiento feminista, anticapitalista, ecologista, no belicista, etc, una reflexión que se puede enmarcar dentro de lo que planteaban y abogaban las feministas radicales de los años setenta” (Monasterio, 2005, p. 9).
El poder se ejerce desde cualquier lugar
El feminismo ha aportado a los marcos teóricos y metodológicos la necesidad de considerar el espacio privado como parte del análisis; en este sentido, y siguiendo con la perspectiva foucaultiana, es necesario indagar en los procesos que inciden en la capacidad de agencia de las mujeres y en las responsabilidades masculinas para cuestionar y abandonar posiciones de privilegio.
Marisol Aguilar considera que Foucault tiene el gran mérito de ubicar al poder en un terreno en el que cada relación implica un dominador y un dominado; de acuerdo con Foucault, todos somos partícipes de la reproducción del poder y, al mismo tiempo, todos tenemos la posibilidad de alcanzar la libertad a través de la resistencia sistemática a ese poder que se nos impone (Aguilar, 1998, p. 220). Esta idea merece matizarse en dos sentidos. En primer lugar, la posibilidad real de resistencia; dentro de la teoría de género y de las discriminaciones está bien documentada la dificultad que tienen los colectivos sistemáticamente excluidos de revertir su situación; sin embargo, el mismo movimiento de las mujeres, de los afrodescendientes o de la diversidad sexual demuestran que, aunque difícil, es posible resistirse con mayor o menor éxito, a través de la realización de sus propios discursos de enmarque, que han servido para visibilizar su situación y demandar la generación de políticas públicas en las que se reconozcan sus derechos.
En segundo lugar, es importante resaltar la responsabilidad que tienen quienes ejercen el dominio; es decir, no se puede pedir solamente a quien está en posición de dominado que revierta una relación de fuerza; también debe exigirse al dominador que responda por sus actos; de alguna manera, las revoluciones y la construcción del andamiaje para la defensa de los derechos humanos parten de esta concepción.
Como parte de sus estrategias políticas, los movimientos feministas siempre han dado importancia al empoderamiento o agencia de las mujeres.10
El empoderamiento tiene una doble dimensión: por un lado, significa la toma de conciencia del poder que individual y colectivamente tienen las mujeres. En este sentido, el empoderamiento tiene que ver con la recuperación de la propia dignidad de cada mujer como persona. El empoderamiento; además, tiene una dimensión política, en cuanto pretende que las mujeres estén presentes en los lugares donde se toman las decisiones, es decir, ejercer el poder. (Río, 2013, p. 101)
De acuerdo con la visión feminista de que lo personal es político, el empoderamiento es al mismo tiempo un proceso donde las mujeres cobran conciencia de su capacidad de agencia para transformar sus entornos inmediatos (las relaciones familiares de poder, la redistribución del trabajo doméstico y de cuidados, la posibilidad de realizar proyectos personales, entre otros), así como de la necesidad de modificar estructuras sociales y políticas (marcos jurídicos, instituciones, medios de comunicación, etcétera). Actuar solamente en alguno de esos niveles, limitaría los alcances en el otro ámbito.
Por otra parte, también es importante analizar cuáles son los factores que motivan a los hombres a cuestionar sus posiciones de privilegio y cómo ello se puede materializar en conductas igualitarias. En este sentido, es importante conocer los mecanismos que operan para que los hombres asuman posiciones de control y dominio. Entre las respuestas comunes está el hecho de que en una construcción patriarcal, la figura masculina ha sido responsabilizada de una serie de roles y mandatos que normalizan una serie de ideas y conductas basadas en la jerarquización de los sexos; es decir, operan mecanismos de socialización. Sin embargo, al mismo tiempo, las personas pueden cuestionar y, eventualmente, abandonar ese tipo de aprendizajes; a esto apuestan todos los modelos que tratan de erradicar violencia masculina (Iniciativa Spotlight, UNFPA, Promundo-US y EME-Fundación CulturaSalud, 2021).
Pese a que el tema de la violencia es lo que más se ha tratado en el trabajo práctico con hombres, quizá no se han terminado de explorar los mecanismos subjetivos y relacionales que están detrás de la violencia. Tradicionalmente, en la literatura feminista se asume que los hombres ocupan posiciones de poder respecto a sus parejas e hijos; sin embargo, si hiciéramos el experimento de retomar conceptos de Arendt y aplicarlos a estos contextos micro, quizá podríamos vislumbrar otras formas de interpretación.
Desde el feminismo, cuando se señala que los hombres tienen posiciones de poder en las familias, normalmente se considera que opera un mecanismo de sujeción que tiene como propósito mantener un sistema general o social de dominio sobre las mujeres. Sin embargo, recordemos que para Arendt poder y violencia son opuestos, por lo que podría pensarse que quizá la hipótesis a plantear es que los hombres “carecen” de poder, de manera que al recibir el mandato de que lo masculino debe colocarse por encima de lo femenino, se acude a la violencia para lograrlo. Ellos para conseguirlo por vías no violentas, en un entorno en el que los mecanismos sociales que aseguraban un orden de género rígido se están resquebrajando. Por otra parte, también permite entender la postura de Kaufman en el sentido de que los hombres tienen experiencias contradictorias en torno al poder:11 como fuente de privilegio, pero también de dolor; en este sentido, considera que analizar más a fondo las vivencias de poder -violencia, propondríamos nosotros- que tienen los hombres, sea “la base para que los hombres acepten el feminismo” (Kaufman, 1995).
Esta breve referencia a la necesidad de considerar las experiencias subjetivas de los hombres apunta a plantear el tema de género como una estructura donde hay ganadores y perdedores, pero esta clasificación no necesariamente se determina en torno al sexo como único factor; habría que considerar la clase, la cuestión étnica o racial, las preferencias sexuales, etcétera; en todo caso, “si los estudios sobre varones coinciden con los objetivos feministas y si logramos un movimiento reivindicativo de varones y mujeres por relaciones igualitarias y en contra de la opresión hacia la mujer, favoreceremos ganar la batalla que no es en contra de ningún grupo sexuado” (Tena, 2010, p. 291).
Problematizar las experiencias de poder o violencia de los hombres o la manera como las mujeres recuperan su capacidad de agencia requeriría mayor reflexión. Aquí solo se quiere señalar que una reconsideración conceptual del término “poder” también debe incluir las expresiones de éste en las relaciones interpersonales, siempre y cuando consideremos que “si queremos comprender el ejercicio del poder para resistirlo, debemos incluir el estudio de las configuraciones de la subjetividad desde una óptica política” (Amigot, 2005, p. 354).
Conclusiones
En este artículo hemos argumentado sobre la necesidad de que en el feminismo se discuta en mayor medida sobre el poder, porque la concepción que mayor aceptación tiene -el poder como algo monolítico que se impone verticalmente- tiene poca capacidad explicativa y determina estrategias políticas limitadas. Cuando se analiza el poder en su complejidad, se advierte que este es dinámico -está sujeto a tensiones que lo pueden socavar o modificar-, está descentralizado -el poder se expresa tanto en cada interacción humana como en la actuación de los gobiernos, las empresas, los sindicatos, etcétera- y está detentado por un grupo cuya fuerza radica en su cohesión y en la capacidad de articular una visión que otros grupos aceptan como válida.
En realidad, los movimientos de las mujeres tendrían que reconocer que ya constituyen un factor relevante de poder en buena parte de nuestras sociedades; es decir, pese a limitaciones de todo tipo, tienen capacidad de influir en la creación de instituciones; en las asignaciones presupuestales; en la definición de marcos jurídicos, y en la construcción de nuevos imaginarios culturales y sociales. Pero quizá el mejor indicador de su poder es la embestida conservadora que se registra en la región latinoamericana: dada la virulencia con que se atacan las posturas feministas es claro que, para esos grupos, los movimientos feministas ya son reconocidos como factores de poder y son combatidos para disminuir su capacidad de influencia. En vista de lo anterior, aparecen tres factores por atender.
El primero tiene que ver con la cohesión. En general, los grupos conservadores que se oponen al feminismo tienen gran capacidad de acción debido a un funcionamiento jerárquico que aparece sin fisuras. En cuanto al movimiento de las mujeres, se ha pasado de la lucha por la igualdad entre el “hombre” y la “mujer” al reconocimiento de las múltiples singularidades que atraviesan a las mujeres; en cierto sentido, es difícil lograr la unidad de grupos que tienen realidades tan distintas (en relación con la sexualidad, la posición económica, el tono de piel, el país de origen, etc.); pero al mismo tiempo, es un hecho que independientemente de las características e identidades que están en juego, todas las mujeres sufren las consecuencias de un orden político y social que las excluye o les resta oportunidades permanentemente. Se puede documentar que los logros que las mujeres han obtenido (desde la CEDAW y la Conferencia de Beijing, hasta los logros nacionales y locales obtenidos en diferentes países) han sido fruto de la capacidad de aglutinarse en torno a temáticas específicas que son de interés común.
En segundo lugar, está la cuestión de la narrativa que se busca imponer como hegemónica. En este sentido, las posiciones conservadoras han logrado colocar un discurso claro y comprensible en el sentido de que la “ideología de género” representa una amenaza a la vida y a los valores sociales. En el caso de las posturas feministas, no se ha estructurado una argumentación clara y consensada del rumbo a seguir; de hecho, pareciera que sólo quienes se especializan en estos temas tienen la capacidad de rastrear las diferentes posiciones y, además, queda la sensación de que los colectivos asociados a las diferentes posiciones están más interesados en defender una postura que en tratar de ofrecer a la sociedad una narrativa incluyente que pueda disputar la hegemonía a los discursos en boga.
En este sentido, es importante discutir lo que el feminismo ha aportado a la humanidad: demostrar las diferentes formas de opresión de las mujeres y proponer vías para que estas desaparezcan, pero sobre todo, detectar carencias en el abordaje de los asuntos teóricos y sociales, por ejemplo, la universalización del conocimiento generado a partir de la experiencia masculina -de cierta experiencia masculina-, la desatención del espacio privado porque no parecía importante para el desarrollo y la conducción de la polis, entre otras. Actualmente sabemos que lo público y lo privado constituyen una división artificial que mantiene un orden social que se basa en la restricción de derechos y oportunidades para las mujeres, al relegarlas a la esfera privada, a cargo del cuidado. Precisamente, en los últimos años se está produciendo un fuerte debate en la teoría de género para visibilizar que el cuidado es fundamental para el sostenimiento de la vida; no es el espacio para hablar de ello, pero pareciera que esta argumentación podría ser la base para conformar un nuevo orden social. Es decir, habría que analizar si el feminismo es un cuerpo conceptual y político creado por las mujeres para las mujeres o se trata de una propuesta que al cuestionar la construcción “patriarcal” de las sociedades ofrece vías de liberación a mujeres y a hombres.
Finalmente, en tercer lugar, se encuentra el tema de las alianzas. No está mal que este asunto se plantee a nivel de los propios colectivos; quizá en el corto plazo sea difícil lograr una cohesión entre todas las expresiones del feminismo y el movimiento de las mujeres, por lo que se podrían plantear alianzas temporales entre algunas de ellas, en torno a temas concretos. Sin embargo, también habría que ubicar a los diferentes grupos humanos que están siendo afectados por la estructura de género vigente. Para reforzar esta idea, vale la pena concluir con una cita: “‘Si las mujeres negras somos libres, esto puede significar que cualquier otra persona es libre, dado que nuestra libertad necesita la supresión de la totalidad del sistema de opresión’. En esto reside gran parte del interés para analizar sus reivindicaciones y las de otros grupos, como las transexuales o las prostitutas” (Juliano, 2016).