Introducción
A lo largo de la historia del país han surgido programas gubernamentales destinados a la atención de problemáticas relacionadas con la pobreza, algunos se han enfocado en la alimentación, otros en la salud y otros en la educación; pero en 1997, se crea un programa denominado Progresa, en el que se conjuntaron esos tres componentes considerados básicos para la superación de la pobreza, destinado a comunidades rurales y focalizado hacia familias en pobreza extrema (Secretaría de Desarrollo Social SEDESOL, 2001). Su característica principal es ser un programa de transferencias monetarias condicionadas y, a partir de ello, se demanda una corresponsabilidad de las personas beneficiarias. Aunque siempre ha sido operado por la Secretaría de Desarrollo Social, este programa ha tenido ajustes y modificaciones respecto tanto a sus componentes como a lo que se requiere de la población beneficiaria para ingresar o permanecer en él; también ha cambiado de nombre, según el sexenio: en el año 2002 se transformó en el Programa de Desarrollo Humano Oportunidades y en el 2014 se le denominó PROSPERA Programa de inclusión social (Secretaría de Gobernación, 2016).
En México, el PROSPERA. Programa de Inclusión Social (en adelante la referencia a éste será sólo como PROSPERA), -el más popular del país- consiste, según se afirma en sus reglas de operación, en “Contribuir a fortalecer el cumplimiento efectivo de los derechos sociales que potencien las capacidades de las personas en situación de pobreza, a través de acciones que amplíen sus capacidades en alimentación, salud y educación y mejoren su acceso a otras dimensiones del bienestar.” (SEDESOL, 2017, 29 diciembre). Dicho programa está destinado a las familias, pero en la práctica las mujeres -madres de familia- son quienes reciben directamente los productos o el dinero asignado y quienes tienen la responsabilidad de realizar ciertas actividades como condición para continuar en el programa.
Dentro de la población en “situación de pobreza” se encuentran las mujeres empobrecidas y, aunque ellas son mencionadas sólo algunas veces de manera explícita en las reglas de operación del programa, suelen ser, de manera mayoritaria, las titulares de éste. Vizcarra (2008), al respecto, expresa que las mujeres pobres son vistas como carentes de poder y libertad, así como incapaces de incorporarse por sí mismas a sectores productivos, lo que las pone en una situación de vulnerabilidad y las convierte en población objetivo de programas asistenciales como éste, que no resuelven la explotación, discriminación y exclusión en que han permanecido durante mucho tiempo.
A esa visión institucional sobre las mujeres y a la asignación de tareas propias de su titularidad en el programa, se suma la histórica asignación de la responsabilidad del trabajo doméstico, en el cual están incluidas las tareas de crianza y cuidado de los hijos y/o de los demás integrantes de la familia. Se considera que ese tipo de actividades van de acuerdo con su naturaleza por su sexo, además, debido al ideal materno de que el cuidado debe ser relacional, emocional, de disposición, altruista y permanente (Flores & Tena, 2014).
El cuidado es una parte fundamental para que el mundo funcione ya que, sin éste, difícilmente se podría subsistir (Carrasco, 2006); sin embargo, el Estado y el mercado no asumen la responsabilidad sobre los cuidados, así que éstos recaen sobre los grupos domésticos (Pérez, 2006). El trabajo de cuidado representa un ahorro en el gasto hacia el trabajo remunerado y ayuda a organizar las actividades dentro de las familias; sin embargo, esto no es reconocido, más aún, es invisibilizado y, por ello, no se da cuenta de lo que implica, por lo que ha sido tratado como un trabajo de reproducción que corresponde a las mujeres.
Desde PROSPERA existe y se reproduce esta perspectiva de desvalorización e invisibilización del trabajo de cuidado, lo cual se expresa en la doble explotación de que las mujeres son objeto al cumplir con jornadas de trabajo dentro y fuera de casa por la obligatoriedad de cumplir con ciertas actividades a cambio de continuar en dicho programa.
La intervención del gobierno mexicano a través de PROSPERA, si bien resulta ser un paliativo para las necesidades más apremiantes de las comunidades, no ha resuelto el problema de pobreza (Auditoría Superior de la Federación, 2015) y sí se ha documentado su contribución a una mayor desigualdad y fragmentación social, además de generar mayor sobrecarga en las actividades domésticas, productivas y comunitarias de las mujeres e incluso disputas entre ellas (Vizcarra, 2008; Vizcarra & Guadarrama, 2008; Barón, 2016).
Todo lo anterior, bien puede ser considerado como una forma de violencia estructural hacia las mujeres, en el sentido que la define Galtung (1969). De acuerdo con este autor, en la violencia estructural no necesariamente hay un actor directo o personal que cometa un acto violento; este tipo de violencia existe cuando algún evento que dañe a las personas pueda ser evitable, pero, debido a las condiciones en las que están, no se evita y se manifiesta también cuando el poder es inequitativo y consecuentemente las oportunidades de vida también lo son.
El discurso de la pobreza emitido por el gobierno mexicano a través de estos programas se ha constituido en violencia estructural: al designar a ciertos grupos sociales como “pobres” los despoja de derechos y niega su existencia como sectores productivos (Suárez, 2016), poniéndolos en un papel de dependencia y, por tanto, en una situación de desventaja y vulnerabilidad y como improductivos ante el resto de la población. Ha servido también para legitimar políticas públicas y/o programas sociales dirigidos hacia estos grupos (Ortiz, 2017), representados así como sectores que necesitan “ayuda” y que son “ayudados” por el gobierno, a través de lo que los mismos actores gubernamentales determinan que necesitan (Dieterlen, 1988).
El Estado mexicano, a través de PROSPERA, contribuye así a mantener a las personas en condiciones y bajo el estigma de la pobreza al reproducir un discurso paternalista de ayuda; contribuye también a mantener los roles de género tradicionales, que perpetúan la inequidad entre hombres y mujeres al interior de las familias al designar a las mujeres como titulares del programa y condicionarlas para realizar tareas que son una extensión de las domésticas.
En diversos estudios sobre esta temática se ha incorporado la voz y la visión de las mujeres titulares de PROSPERA, donde aparece una perspectiva diferente a la que se plantea desde ese programa y que muestra en qué las beneficia y en qué las afecta su participación (Pérez-Gil & Romero, 2013; Vizcarra, 2005; Vizcarra, 2009; Vizcarra, 2012; Vizcarra & Guadarrama, 2008; González, 2014; Espinosa, 2014).
En estos estudios las autoras han encontrado que a las mujeres, ser receptoras del subsidio les puede beneficiar, ya sea porque algunas de ellas pueden decidir qué hacer con el dinero, porque acuden a un espacio de reunión que les permite salir de su casa o porque resuelven algunos problemas económicos relacionados con la escuela y la vivienda; sin embargo, ser receptoras también les puede afectar en sus relaciones con la familia (en algunos casos da origen a la violencia por parte de su pareja) y con el resto del grupo social y puede romper el tejido social por la discrecionalidad -entre otras cosas- en las percepciones o decisiones que toman los encargados en turno al decir quiénes pudieran ser candidatas a recibir el subsidio.
Recuperar lo que las mujeres piensan sobre el programa y lo que hacen como titulares de éste, es sumamente importante porque permite conocer lo que sucede desde su propia realidad, que muchas veces discrepa de lo que está escrito en el papel, tanto en las reglas operativas como en las evaluaciones de los resultados. Pero, además, la propia enunciación de las mujeres sobre lo que para ellas significa el programa y las actividades obligadas por éste, además de expresar sus necesidades (Loza & Vizcarra, 2014), pudiera devenir en formas sutiles de autoconocimiento o incluso de resistencia ante la violencia estructural ejercida hacia ellas.
Con base en estas reflexiones surge la intención de explorar la forma como las mujeres mixtecas de una comunidad del Estado de Guerrero1 significan su relación con PROSPERA a partir de su propia experiencia y, con base en las narraciones de esas experiencias, analizar posibles expresiones de violencia estructural hacia ellas en la aplicación del programa. Cabe mencionar que este trabajo forma parte de una investigación más amplia, en la que se analizan las prácticas y saberes sobre alimentación de las mujeres mixtecas participantes en el contexto del programa gubernamental PROSPERA, así como sus posibles tensiones identitarias derivadas de dicha intervención gubernamental.
Método
La comunidad
Todo el trabajo de campo de la presente investigación se llevó a cabo durante el año 2016, en los linderos de un poblado cuyo municipio, Alcozauca de Guerrero, pertenece a la región de La Montaña del estado de Guerrero. En esta comunidad había, hasta el año 2010, según el Instituto Nacional de Geografía (2017), 60 viviendas habitadas y un total de 377 personas, 165 hombres y 212 mujeres. La mayoría de la población habla lengua indígena (mixteco). En promedio tienen tres años de escolaridad, pero el 21% de los hombres y el 29% de las mujeres son analfabetas; el 51% de la población no habla español y las mujeres tienen en promedio cuatro hijos.
Este poblado es relativamente nuevo, se fundó a finales de 1970 y su asentamiento obedeció a un mandato religioso católico, donde el portador del mensaje divino de establecerse allí y quien tiene el poder de decidir todo lo relacionado con la vida en comunidad es un hombre, a quien, según se asienta en la Carta de Fundación del Pueblo, se le apareció Dios y le dijo lo que debía hacer.
El diseño de la investigación
La investigación fue de carácter cualitativo con enfoque etnográfico. A partir de un contacto previo establecido con una persona clave de la comunidad se logró acceder a ésta y a algunas mujeres que estuvieran dispuestas a conversar de manera voluntaria sobre sus experiencias relacionadas con la alimentación y con el programa PROSPERA. Se hicieron observaciones en algunos hogares, en la clínica del pueblo, sus calles, etc. y se realizaron entrevistas a las mujeres participantes en sus casas y en el día y hora que ellas establecieron, todo lo cual se llevó a cabo durante sucesivas estancias en la comunidad mixteca.
Las técnicas de campo que se aplicaron para la obtención de datos fueron: la observación y la entrevista semiestructurada:
1. La observación participante. En la entrada al campo se optó por esta técnica, en la que hubo una mayor tendencia a la observación, con una participación limitada a solo algunas prácticas (véase Taylor & Bogdan, 1987), como fueron las relacionadas con la alimentación, así como con la compra y la limpieza, particularmente en el ámbito cotidiano de la familia que brindó hospedaje a la responsable de la investigación, cuya jefa de hogar se constituyó en informante clave. Las observaciones fueron acompañadas por diarios de campo con la finalidad de contar con registros relativos a la vida cotidiana de la comunidad de estudio.
Durante las estancias en la comunidad, se realizaron observaciones en diferentes espacios donde se reunían las mujeres para llevar a cabo prácticas relacionadas con alimentación y con PROSPERA: espacios públicos, viviendas donde se realizaron las entrevistas y en el lugar de residencia de la informante clave donde, como antes se dijo, la investigadora fue hospedada en cada visita a la comunidad y durante todo el tiempo de estancia en ésta. Las observaciones estuvieron enfocadas principalmente a todo aquello relacionado con las prácticas de alimentación y fueron complementadas con charlas informales con diferentes personas de la comunidad para un mejor conocimiento de ésta, de las actividades de las mujeres en general y en particular de todo lo relacionado con las prácticas de alimentación y su relación con el programa PROSPERA.
2. La entrevista semiestructurada. En las entrevistas formales se abordaron tanto los temas relacionados con las experiencias de las mujeres en sus prácticas de alimentación como con sus experiencias de participación en PROSPERA; también temáticas relacionadas con tensiones derivadas del tiempo invertido en su trabajo realizado en casa, en la milpa, en el cuidado de los hijos, etc. En las entrevistas participaron, de manera voluntaria e informada, diez mujeres encargadas de las tareas domésticas y de las actividades relacionadas con la alimentación en sus hogares; todas vivían con su pareja y con sus hijos en la comunidad referida, ubicada en la Sierra de Guerrero, México; todas ellas eran, además, titulares de PROSPERA y encargadas de la implementación de los programas en su comunidad.
De acuerdo con los principios éticos de la investigación, el consentimiento informado se solicitó de forma verbal a cada una de las participantes. Se explicó a cada una que la información que proporcionaran sería confidencial, que todo lo que dijeran sería utilizado sólo para los fines de la investigación y se acordó su consentimiento para que las conversaciones fueran grabadas. Todas las entrevistas y el consentimiento verbal fueron grabados con autorización de las participantes.
Resultados
Galtung (1969) expone que la violencia estructural es un tipo de violencia que puede denominarse también indirecta, en el sentido de que, aun cuando se identifiquen los daños ocasionados en las personas, no se identifica un actor específico como perpetrador de dicho daño; este tipo de violencia existe cuando se propician o se mantienen ciertas condiciones diferenciales o desiguales para con las personas, independientemente de si hay una relación clara sujeto-acción-objeto. Galtung (1969) se refiere algunas veces a la condición de violencia estructural como casos de injusticia social.
El caso de nuestra comunidad de estudio es una clara muestra de la violencia estructural que el gobierno ejerce pues, al utilizar con y hacia las personas de la comunidad el discurso de la pobreza y de la ayuda necesaria, las coloca en una situación de dependencia y vulnerabilidad. Es entonces donde aparece PROSPERA como el programa que les ayudará a salir de esa pobreza. (SEDESOL, 2017, 29, diciembre; Boltvinik, 2003; Boltvinik, 2004).
A los operadores o encargados de implementar el programa, se les demanda realizar ciertas actividades en su calidad de empleados del gobierno federal o estatal, lo que, a la vez, les otorga cierto poder sobre la población beneficiaria; en este sentido, ellos reproducen el discurso de la pobreza en su relación directa con las mujeres titulares, lo que contribuye a la desigualdad social y de género, producto de la violencia estructural. A continuación, se presentan algunos relatos de las mujeres que participaron en esta investigación, en donde se analiza la reproducción de esta narrativa y sus implicaciones a partir de su propia experiencia como titulares del programa.
“Si aquí en este pueblo todos somos pobres”: El discurso de la pobreza como estigma
Las mujeres de la comunidad relatan la forma como recibieron el discurso de la pobreza por parte del personal operativo de PROSPERA, desde quienes llegan a hacer las primeras visitas, hasta quienes van recurrentemente a la comunidad,2
(…) nos preguntaron si queríamos estar, porque presidente nos estaba ayudando dice, que los pobres lo necesitan, dice, por eso este, nos ‘taba ayudando dijeron. Así se metieron algunas señoras, pues, antes y después nos metimos nosotros (Delfina, 36 años).
Tal como relata Delfina, los operadores del programa no sólo las señalaron como pobres, sino que aludieron a la ayuda que les daría el presidente porque lo necesitan. Con ello, se oculta ante ellas la obligación del Estado de garantizarles las condiciones para un ejercicio pleno de sus derechos y las posiciona en un lugar de pasividad y agradecimiento al gobierno en turno por la ayuda recibida para su sobrevivencia alimentaria y la de sus familias:
Como toda nosotra somo pobre y también la señora necesita su apoyo… Pues cuando ´garran [agarran] el ´poyo [apoyo] dentro de dos mese, ai compramo alimentación, porque nosotros somo pobre y no tenemos dinero, gobierno está yudando un poquito y ahí compramo alimentación (Jacinta, 32 años).
En las observaciones realizadas en el trabajo de campo en la comunidad, y a través de entrevistas informales, las investigadoras se percataron que el dinero que se otorga a algunas de las mujeres a través del programa, sólo les es útil para comprar ciertos alimentos básicos por dos días, a otras por sólo unos pocos días más, -dependiendo del nivel escolar de sus hijos, pues de eso depende el monto que se les otorga- después de lo cual, regresan a su situación de carencia alimentaria hasta que vuelven a recibir el apoyo económico después de dos meses.
Aunque el programa lo considera en sus reglas de operación (SEDESOL, 2014, 30 diciembre), en esta comunidad las mujeres no refieren haber sido incluidas en algún programa productivo para emprender una actividad que les permita la autosubsistencia y más bien insisten en la necesidad de ser ayudadas por ser pobres y porque ahí “no hay trabajo”:
Ajá, dinero, pues. Como somos muy pobre y no tenemos dinero y queremos que nos ayude el Gobierno para mandar como uniforme o zapato mochila, mi hija está en la escuela, mjm. Más que su beca pues, ajá, que le mande para que nos ayude un poco porque aquí no hay trabajo para trabajar y ¿onde van a salir dinero aquí? No hay trabajo, ajá (Tania, 31 años).
Suárez (2016) expresa que, a las personas del campo, a lo largo de los años y con reformas gubernamentales que atienden a los intereses del capital, se les ha invisibilizado, desvalorizado, excluido, despojado de sus derechos y se les ha estigmatizado como “pobres”, lo que tiene como implicación que sean consideradas como improductivas y que, por lo tanto, para satisfacer sus necesidades, deban ser ayudadas. Las mujeres de esta comunidad, a través de sus narraciones, dan cuenta de cómo el estigma de la pobreza es utilizado al ser parte del programa y cómo esa estigmatización fundamenta su desvalorización, así como la percepción de un gobierno ayudador y, a ellas, las posiciona en el lugar de las ayudadas, manteniéndolas así en una situación de desigualdad que no favorece el empoderamiento de las mujeres prometido a través del programa.
“No, no nos dijeron nada”: La toma de decisiones en PROSPERA
Al asignarles el estigma de “pobres” se ignoran las necesidades de las mujeres y, por tanto, no se les toma en cuenta para la toma de decisiones, lo cual, al ser parte del discurso del mismo programa, es reproducido por las personas que lo instrumentan a través de las actividades en que se involucran en la comunidad, tal como ellas lo relatan. Cuando llega el personal de PROSPERA al pueblo, en el mejor de los casos, “ofrecen” a las mujeres el programa o les preguntan si quieren ser inscritas, pero en general, se limitan a pedirles sus documentos para inscribirlas sin explicarles adecuadamente para qué es y cómo funciona el programa, con el único argumento de que es para ayudarlas. A pregunta expresa, Beatriz inicia diciendo “no nos dijeron nada” excepto que era para la ayuda del gobierno y añade que, hasta una siguiente visita, fue que les dijeron el nombre del programa y que luego vendría el “producto”.
No, no nos dijeron nada, nada más este, nos dijeron que usaban papeles, acta y este CUR y este, acta de los niños y ya (…) Na´más es programa dicen, que es para que llegue algo para ayudar el gobierno nos dijeron, por eso ya metieron nuestro papel y ya, para la otra ya vino el promotor y nos dijo que es programa PAL Sin Hambre, que es el puro produto que ya viene (Beatriz, 20 años).
En este relato, Beatriz también insiste en que el programa es una ayuda del gobierno, replicando el discurso y el estigma. No muy diferente fue el relato de Diana, quien recuerda el año en que se instauró el programa “Progresa” en el pueblo a partir de una encuesta que, como se sabe, es la evaluación inicial que se suele realizar para identificar la situación de pobreza de las familias, condición para ser beneficiarias del programa (SEDESOL, 2001, 15 marzo; SEDESOL, 2017, 29 diciembre), aunque esto no se les informó ni se les dieron más detalles al respecto en ese contacto inicial:
La primera vez en ´98 empezaron a recibir el apoyo de Progresa, ajá y este, pues así le dijeron pues, “venimos a hacer una encuesta”, este y después, este, a lo mejor el gobierno le va a apoyar o nomás así le dijeron, ajá, pero pues sí, ya llegó este, la programa, ajá. Y después entramos nosotros también, ajá. Pero ya sabemos qué es la Pro… progresa (Diana, 34 años).
Estas narraciones de las mujeres de la comunidad muestran cómo el precio para obtener o mantener la “ayuda” gubernamental, pasa por ser despojadas de su derecho a la información y a su toma de decisiones bajo el estigma de la pobreza, que las ubica en una situación similar a la de una minoría de edad. Esta forma de maltrato se ve agravada cuando, además, se les imponen ciertas actividades no acordadas como condición para mantenerse en el programa. Se hablará de esto a continuación.
“Cuando habla vamos ir a barrer allá”: Sobrecarga y estereotipos de género
Dentro de las condiciones de género que caracterizan la pobreza, existe además la asignación de ciertas tareas como parte de PROSPERA que son exclusivas para las mujeres titulares, lo cual, además de promover una mayor desigualdad, es una muestra de injusticia social; mientras las mujeres son las titulares, −por su asignación histórica como responsables del cuidado de los demás y del trabajo doméstico, a partir de lo cual se les imponen tareas relacionadas con dichos deberes−, las “beneficiarias” son las familias (SEDESOL, 2017, 29 diciembre).
Las personas encargadas de implementar el programa en la comunidad, como parte de su trabajo, imponen a las mujeres titulares el hacer tareas específicas y supervisan su cumplimiento; se trata de tareas que reproducen los roles tradicionales, que forman parte de los estereotipos de género y que las sobrecargan de trabajo invisibilizado y no reconocido, lo que las confina a ciertos espacios y no les permite desarrollarse en otros. Esas tareas son extensión de las domésticas, tales como barrer o limpiar, lo cual se observa en las narraciones de las mujeres de la comunidad:
Namás este, cuando habla, vamos ir a barrer allá (Beatriz, 20 años)
Eso es, ellos quieren nomás que dan este, nomás así les dan su apoyo, quieren pues, pero como ellos nos piden que asemos [aseemos], asemos nuestros pueblo pues, nuestro pueblo y este, bueno, a mí sí me gusta este el programa (Diana, 34 años).
La permanencia de las mujeres en el PROSPERA está condicionada tanto al cumplimiento de esas tareas, extensión de las domésticas, como a la utilización “adecuada” del dinero o los productos que se les dan, según lo establece el programa. Ambos elementos denotan que la visión que se tiene desde la institución gubernamental desde donde se implementa el programa, es de que el papel de las mujeres consiste en responsabilizarse del cuidado y del bienestar de los demás miembros de sus familias, pero no como agentes, sino como quienes tienen que ser instruidas desde una posición de subordinación. Si ellas no cumplen, entonces serán responsables de que sus familias no tengan el “apoyo” que el Gobierno les “regala”. Esto es parte de la violencia estructural que va teniendo implicaciones emocionales en las mujeres, como el miedo a dejar de ser ayudadas, tal como se verá en el siguiente apartado.
“Hacemos las cosas que nos piden porque tenemos miedo”: La manipulación como violencia
Galtung (1969) expresa que también existe violencia estructural cuando se manipula a las personas, o bien, cuando los recursos son monopolizados por un grupo o son usados para propósitos diferentes al desarrollo de las personas. El gobierno es el que “tiene” y distribuye los recursos y, a partir de esa posición, mantiene a las comunidades en circunstancias particulares de pobreza, dependencia y miedo, en particular cuando hablamos de PROSPERA. En este sentido, existe violencia cuando se distribuyen los medios o recursos “castigando” a quien desacate lo que la instrucción disponga que se debe hacer; definiendo lo correcto o incorrecto de las prácticas para, en función de eso, distribuir los recursos; o bien, cuando se recompensa a las personas por hacer lo dispuesto como correcto.
Esta clase de violencia se expresa de manera clara en la comunidad de estudio: el miedo a perder el apoyo que refieren las mujeres es una manifestación de los efectos de la manipulación a través de la amenaza por parte de los promotores del PROSPERA, en representación de quienes deciden sobre la distribución de los recursos. Al atribuirles a las mujeres un papel de “corresponsabilidad” se les exige la realización de ciertas tareas para continuar dentro del programa; al cumplir con estas demandas son recompensadas con su permanencia, pero si no lo hacen, se les amenaza con expulsarlas. Algunas de las mujeres entrevistadas refieren que tienen miedo de que las den de baja del programa, o bien, que “tienen que” hacer lo que se les dice, porque de lo contrario, les quitan el “apoyo” que les dan:
Aaaah… no se, no, pues siempre lo hacemo, siempre hacemos las cosas que nos piden ellos porque tenemos miedo que nos quiten el programa (Tomasa, 25 años)
Sí dicen que si no vamos nos van a poner este… nos van a quitar los que nos dan pues (Beatriz, 20 años).
La manipulación a través de generar miedo de perder la “ayuda” fue relatada por la mayoría de las mujeres, como una explicación del por qué ellas han estado dispuestas a realizar cualquier actividad que les soliciten los promotores del programa. Esta forma de violencia estructural es implementada de manera directa por ellos, pero no debe olvidarse que forma parte de una lógica gubernamental y que ésta es una de sus expresiones. Cabe señalar que las mujeres difícilmente le dan el nombre de violencia o maltrato, aunque manifiestan su malestar ante lo vivido; sin embargo, existen casos en que las mujeres sí le ponen nombre y es cuando perciben la violencia o maltrato de manera más directa, como lo muestra el siguiente apartado.
“A veces este, nos provechan, nos maltratan”: La violencia directa
La violencia estructural que existe en PROSPERA facilita o promueve el uso de la violencia directa: los actores involucrados en los diferentes niveles del programa están sujetos a cumplir con las normas de operación, por lo que tienen que llevar a cabo ciertas actividades de supervisión y/o revisión con el objetivo de reportar o decidir quién continúa dentro del programa y a quién se le da de baja; esto parece darles la posibilidad de ejercer cierto poder que se traduce en violencia directa hacia las titulares. En esta comunidad las mujeres expresan que son maltratadas por quienes implementan el programa en su pueblo.
El personal de PROSPERA, los promotores, las enfermeras y/o los médicos, maltratan directamente a las mujeres de la comunidad, ya sea al disponer de su tiempo sin consultarlas; al insultarlas o expresar algunas palabras despectivas directamente hacia ellas o frente a ellas, o bien al decirles que deben hacer cosas que ellas no quieren hacer o al “no darles permiso” para faltar a alguna cita. El discurso de ser pobres también es una herramienta para maltratarlas al mencionarles que, debido a eso, ellas deberán asumir lo que sea que se les pida, con tal de recibir la “ayuda” o el “apoyo” que “el gobierno les da”.
Las mujeres de la comunidad narraron que, con frecuencia, no les avisan cuándo llegarán los promotores o los médicos, o que les avisan sólo un día antes y ellas tienen que estar en el momento que se les diga en el lugar de reunión y deben dejar de hacer sus actividades o reorganizarlas, como lo menciona Tomasa:
Mmmmmm… siempre nos avisa un día antes y, si tenemos trabajo lo dejamos un ratito y vamos por donde dicen de allá (Tomasa, 25 años)
Refieren que, en otras ocasiones, aunque les convoquen con anticipación a las reuniones, siguen disponiendo de su tiempo sin respeto, porque las citan para no darles nada y para no hacer nada:
(…) porque hay a veces que vienen, nomás nos citan y ya, nos sentamos ahí y nomás revisan a las mujeres embarazadas y no nos dan nada y nomás pasamos una hora ahí sentadas sin hacer nada (Tomasa, 25 años).
O bien, tienen que pedirle permiso al médico para que las deje faltar y así, él hace uso de ese poder para decidir si les otorga el permiso o no:
Este a vece voy y hablo con el dotor, si me da permiso para ir, que tengo pues, trabajo tengo… a veces no quiere, el médico no me quiere dar, a vece sí (Manuela, 25 años).
Esas son las formas en que los encargados del programa ejercen violencia sobre las mujeres de la comunidad, al disponer del tiempo y hacer uso del poder, invisibilizando el trabajo que ellas hacen en sus casas o en el campo y desvalorizando sus actividades cotidianas. Lo que narra Diana permite ver, además, cómo el discurso de la pobreza también es utilizado para obligarlas a cumplir con la asistencia en el momento que se los soliciten, en este caso, habla respecto al médico:
(…) porque como aquí trabaja pues, como ellos dicen, aquí somos pobres y tenemos que trabajar para comer y el doctor no dice nada. “Tiene que estar aquí”, dice el doctor y eso es lo que se enojan las señoras, pues, escucho lo que dicen y pues a mí también, porque cuando estamos luego (…) pero a veces el doctor este nos avisa cuando viene, pero a veces no, ay y ahí se, sí se enojan las señoras (Diana, 34 años).
A pesar de las formas que se utilizan para obligarlas a cumplir con la asistencia es interesante observar cómo ellas manifiestan su descontento. En la narración que se presentó arriba, Diana habla de que algunas mujeres se enojan, lo cual, aunque ellas obedezcan y cumplan, es una muestra de que, a pesar de todo, ellas manifiestan su inconformidad, por lo pronto, con el enojo. Otras veces, refieren las mujeres, se sienten maltratadas y son conscientes de que se están aprovechando de ellas y, ante la queja, se exponen al regaño como castigo:
Sí dicen, sí habla ellas, pero no, ¿cómo diré?... a veces este, nos provechan, nos maltratan (…) ajá, nos regañan (…) Sí, sí nos queja y ya nos regaña y ya todo eso (Beatriz, 20 años).
También valoran negativamente el que las obliguen a hacer cosas que ellas no quieren hacer:
Porque es mal, por qué nos maltratan, por qué nos dice, nos está obligando unas cosas que no queremos hacer pues. Mjm, para mí es malo digo yo (…) (Delfina, 36 años).
El discurso de Delfina muestra, como lo han narrado otras mujeres, que ellas se percatan de que es incorrecto que les obliguen a hacer aquello con lo que no estén de acuerdo, independientemente de que al final lo hagan. Puede observarse en los discursos cómo algunas de ellas han desarrollado conciencia de desigualdad, de injusticia, de ser violentadas, aunque sólo miren la violencia directa a partir de las acciones del personal de PROSPERA y no que ésta es facilitada o perpetrada por el gobierno, que es la violencia estructural que está de fondo en la implementación del programa. Para ellas, el gobierno es el que otorga la “ayuda” por ser “pobres”, pero es el personal con quien tienen contacto directo, el que las maltrata.
Conclusiones
Los estudios en los que se presenta en primera persona y como protagonistas a las mujeres encargadas del cuidado de los otros contribuyen a los esfuerzos que, desde el feminismo, se vienen realizando para que las mujeres en general, y en particular aquéllas que han sido vulneradas por políticas gubernamentales, dejen de ser vistas como seres pasivos, objetos y objetivos de acciones de políticas públicas o de estudios patriarcales que perpetúan su papel tradicional; estos estudios también muestran una manera de ver y hacer las cosas diferente porque permiten comprender la propia experiencia de las mujeres desde su propia voz.
El presente trabajo pretendió contribuir a su visibilización a través de las experiencias de las mujeres titulares de PROSPERA, en este caso en lo referente a la violencia estructural. El objetivo fue explorar la forma como las mujeres mixtecas de una comunidad del Estado de Guerrero experimentan su papel como titulares de dicho programa ante la violencia que se ejerce a través de éste.
Es importante mencionar que en las reglas de operación de PROSPERA se dice que éste fue diseñado con perspectiva de género (SEDESOL, 2014, 30 diciembre) por incluir a las mujeres como titulares y corresponsables del programa, sin embargo, contar con la experiencia de ellas nos permitió identificar otras aristas. A través de sus relatos se identificaron condiciones de dependencia, violencia local, institucional y estructural que contribuyen a perpetuar el papel que las ha mantenido en desventaja y desigualdad.
Por otro lado, pero no alejado del punto anterior, cabe señalar que este programa explícitamente señala haber sido diseñado para el “combate a la pobreza” (SEDESOL, 2014, 30 diciembre) y ese discurso de la “pobreza”, al igual que el de “género”, parece contradecirse a partir de la experiencia de quienes son las “titulares” del programa. Ellas, a partir de su interacción con los promotores de éste, se denominan a sí mismas como “pobres” que necesitan “ayuda”. Este discurso es promovido por el propio gobierno mexicano y reproducido a través de medios de comunicación, además de ser repetido innumerables veces de manera directa a las mujeres durante la instrumentación del PROSPERA, como una forma quizás de impactar en su subjetividad y mantenerlas en condiciones de dependencia y desigualdad respecto a otros grupos sociales y respecto a los hombres de sus comunidades.
Cuando desde el gobierno se designa a las personas como “pobres” y cuando desde el PROSPERA se promueve o facilita el maltrato hacia las mujeres titulares “pobres”, se puede decir que se está ejerciendo violencia estructural en contra de ellas (véase Galtung, 1969). Esto es cierto también si, como ellas lo narraron, la información respecto del programa es incompleta y su participación es impuesta más que acordada. También relataron la obligación, impuesta por el programa, de realizar tareas diferenciadas que son extensión de las domésticas, lo cual es otra expresión de este tipo de violencia, pero también de una reproducción clara de los patrones de género que mantienen a las mujeres en una posición de subordinación.
La producción discursiva del Estado en relación con las mujeres como “pobres” y, por tanto, necesitadas de ayuda, provee de etiquetas que, siguiendo a Villarreal (2000), se utilizan para definir estatus sociales y para establecer relaciones de subordinación. Así, el Estado, al etiquetar a las mujeres titulares del programa, al utilizar el discurso de la pobreza y al asignarles ciertas tareas, no sólo está ejerciendo violencia, sino también un poder sostenido institucionalmente.
También la “corresponsabilidad” a que están condicionadas las titulares para seguir siendo parte del programa representa un mecanismo de control y violencia sobre ellas y las obliga a ajustar sus actividades cotidianas en función de las actividades de éste, utilizando el miedo a ser expulsadas del programa si se oponen a cumplir con alguna condición. Este es un riesgo que no pueden correr dada su condición de mujeres que son mantenidas en condiciones de “pobreza” ante un gobierno que controla los recursos y los distribuye a discreción. Esto, sin contar la mayor carga de trabajo producto de dichas actividades, lo que les obstaculiza, tanto en organización como en tiempo, la realización de sus actividades cotidianas en su casa y/o en el campo (Torres, Tena, Vizcarra & Salguero, 2018), no se diga su organización colectiva para proponer formas diferentes de apoyo o para emprender otro tipo de actividades, incluso las productivas remuneradas.
Por otro lado, creemos que un programa que fuera diseñado con perspectiva de género tomaría en cuenta que las mujeres han sido y son a quienes se les asigna el trabajo de cuidado y que éste no se ha considerado como una responsabilidad social sino como un tema privado y como un asunto de mujeres (Carrasco, 2001). Así que, un programa con perspectiva de género contribuiría a transformar este estado de cosas y no a su reproducción.
A partir de lo que las mujeres narraron, se encontraron ciertas contradicciones e incluso un doble discurso en las bases mismas del programa bajo un análisis de género. Por un lado, se les asigna la titularidad por ser las encargadas del cuidado de sus familias, pero por otro, no se reconoce dicho trabajo, generándoles una sobrecarga, al no considerar sus múltiples actividades en la casa y en el campo, que se ven agravadas con las exigidas por el programa, con importantes implicaciones en el uso de su tiempo.
Todo lo anterior contribuye también a confinar a las mujeres a ocupar sólo cierto lugar en la comunidad y se obstaculiza su entrada o participación en espacios diferentes al doméstico. Con base en ello y, como escribe Carrasco (2006), no se está dando respuesta a un tema fundamental que repercute tanto en dificultades de organización del tiempo y del trabajo de las mujeres, como en el bienestar de todas las personas.
Sen (1997) menciona que las experiencias con los programas destinados a combatir la pobreza pueden ser exitosos si se considera a las personas a quienes están destinados, incluyendo a participantes y colaboradores activos. Como la misma autora lo menciona en su explicación sobre el empoderamiento, el real acceso a los recursos es uno de los elementos que lo puede promover. Sin embargo, se podría suponer que, en la aplicación de esta clase de programas, existen otros objetivos latentes, como podría ser el mantenimiento del control sobre las poblaciones históricamente vulneradas, lo cual, a decir de Suárez (2016), es conveniente para los planes del capital y, se añadiría, del poder político-electoral.
Si bien es cierto que, como señala Villarreal (2000), las mujeres del campo participan activamente en la producción de su identidad como sujetas-de-desarrollo, lo cual les permite abrir ciertos espacios de maniobra y acceso al poder, en el caso de las mujeres de esta comunidad, encontramos que su incidencia en la transformación del programa es limitada y los espacios de resistencia ante la violencia estructural son meramente discursivos. A través del programa PROSPERA, el discurso estatal reproduce el papel histórico de las mujeres y, al ignorar sus necesidades, su trabajo y el valor de sus actividades a través del ejercicio del poder y la violencia, mantiene circunstancias que facilitan y/o promueven situaciones en las que se les dificulta el margen de movimiento y toma de decisiones.
Algunas de las mujeres entrevistadas para el presente trabajo resisten, por lo pronto de manera discursiva, ante la violencia y el poder ejercidos por el Estado, poniéndole el nombre de “maltrato” y a través de manifestar no estar de acuerdo con muchas imposiciones; otras mujeres, además, muestran una conciencia social al reconocer lo inapropiado de ciertas acciones del Estado hacia ellas. Aunque la manipulación y el miedo continúen, como forma perversa de violencia que les dificultará y hará mucho más lenta su posibilidad de organizarse y generar un cambio, ellas continuarán resistiendo y transgrediendo hasta la medida de poder mantener un poco de eso que refieren como “apoyo”.
Lo cierto es que es indispensable continuar proponiendo investigaciones que muestren a las mujeres en realidad como mujeres que, bajo ciertas condiciones, tienen la capacidad de organizarse, de tomar decisiones y de, en corresponsabilidad con hombres de su comunidad y del Estado mismo, impactar en la transformación de la situación vivida, en aras de una mayor igualdad de género y, como señala Vizcarra (2008), contribuir a cambios importantes tanto dentro de sus familias como de sus comunidades y de sus países.