Introducción
Irving Bieber (1965) ofreció una descripción poco atractiva, aunque ampliamente aceptada en el campo del psicoanálisis, sobre las madres de niños1 homosexuales. Señaló que éstas se relacionan mediante una “intimidad sobreexpuesta, posesividad, dominación, sobreprotección y desmasculinización […]. Como esposa, la madre del homosexual es casi siempre inadecuada con el rol esperable” (Bieber, 1965, p. 250). El autor nos advierte que estas madres extinguen la heterosexualidad del niño para satisfacer sus propias necesidades psíquicas y para protegerse del abandono a cambio de otra mujer. Así, la desmasculinización que realiza respecto del hijo le asegura su presencia continua.
Una década más tarde Bieber (1976) desplegó nuevas consideraciones sobre el lugar que la madre posee para el homosexual. Afirmó que el apego emocional más profundo en la vida de los homosexuales son las mujeres, principalmente la madre. Para ellos, el sentimiento básico hacia la madre es de profundo amor y ternura. Cuando la madre de un homosexual muere, asegura, la reacción habitual de dolor y pérdida se profundizan en afectos difícilmente elaborables por los recursos psíquicos que conocemos.
El viraje que sufren las ideas de este autor ilustra dos aproximaciones teóricas que el psicoanálisis ha realizado respecto a la homosexualidad masculina. En cualquier caso, el concepto fundamental empleado para tal fin ha sido el complejo de Edipo, entendido como un hito constitutivo de la historia subjetiva estructural, universal y a-político. En la trama de la teoría, el complejo de Edipo se compone de complejos vínculos tempranos en los que circulan identificaciones y elecciones de objeto.2 El particular interjuego entre ambos componentes consagra la homosexualidad o la heterosexualidad del sujeto.
El presente trabajo se propone exponer la dinámica edípica convencional que la teoría ofrece a la hora de explicar la configuración de la homosexualidad masculina. Desde un prisma feminista nos interesa señalar el lugar al que es relegada la madre -figura protagónica, aunque denostada. También interesa señalar que la teoría existente en torno al complejo de Edipo describe la eficacia en que el orden social patriarcal produce varones homosexuales misóginos.3 Por ello se propone la figura de la Marica como alternativa de la identidad homosexual masculina y el lugar de su madre. Con esta propuesta se intenta depurar las impregnaciones patriarcales propias de la teoría psicoanalítica. Se argumenta que la Marica puede ser connotada como feminista. El homosexual que el complejo de Edipo arroja, en cambio, es intrínsecamente misógino.
La figura de la Marica requiere una narrativa alternativa respecto al relato edípico convencional. El posicionamiento adoptado que guía este giro se alimenta del posfundacionalismo contemporáneo que entiende al complejo de Edipo como dispositivo de poder que contribuye a la producción del sujeto en torno a la matriz de inteligibilidad heterosexual (Butler, 1993) y al dispositivo de género (Preciado, 2008). De ninguna forma estas pensadoras afirman la existencia de un fundamento estable para las identidades. Por tanto, ninguna localización subjetiva sexuada puede explicarse como efecto de una cristalización psicológica, producida en la temprana infancia, que opera como causa determinante. Sin embargo, la teoría configura un conglomerado de sentidos que producen de forma continua identidades hegemónicas -heterosexuales u homosexuales-, después de todo ambas forman parte de la taxonomía moderna (Foucault, 2008).
Entonces, este artículo se propone reflexionar sobre una narrativa alternativa, no como hito efectivamente acaecido que determina y explica la figura bajo examen (Marica), sino como relato disponible al que puedan acudir sujetos disidentes a la hora de significar su propia experiencia desde relatos políticamente convenientes. Ninguna identidad es pétrea e inmodificable (Butler, 1990). Continuos mecanismos operan de forma permanente a lo largo de todo el devenir del sujeto para mantener fijos los límites identitarios. El relato edípico es entendido como una pieza clave de estos mecanismos, en cuanto funciona como una narrativa socialmente legitimada. Estas narrativas se ofrecen como fundamentos necesarios de las subjetividades. La estrategia normativa -en la cual participa la teoría psicoanalítica- radica en una profunda naturalización que opera bajo la ficción de una realidad psicológica interna y sustancial que determina el ser del sujeto. En este contexto las narrativas alternativas exploradas en este artículo en torno a la Marica no deben entenderse como los intentos de delimitar hechos fácticos que permiten explicar la constitución de una identidad sustancial. Por el contrario, partiendo de la noción butleriana de fundamentos contingentes (Butler, 1992) se intenta construir una narrativa alternativa, y políticamente conveniente, que auspicie como posible marco de subjetivación disponible para una resignificación de posicionamientos identitarios misóginos.
Esta propuesta guarda especial relevancia no sólo porque propone una actualización teórica para el psicoanálisis, ni porque entraña una reflexión a nivel epistemológico sobre su objeto de estudio, sino porque asume el imperativo ético-político de transformar los marcos conceptuales con los que contamos para ampliar los márgenes de reconocimiento respecto de franjas poblacionales abyectas (Butler, 1993) que caen por fuera de los marcos de inteligibilidad que nuestras teorías establecen.
El Edipo freudiano
No es posible negar que las ideas de Sigmund Freud conforman un aporte significativo para el pensamiento contemporáneo (Medlicott, 1976). Las formulaciones freudianas apelan al mito de Edipo para explicar el carácter constitutivo y dramático de los vínculos tempranos que todo niño y niña atraviesa (Frank, 1960). El complejo de Edipo, entendido por algunos autores como raigambre de vínculos estructurantes, plagados de ambivalencias, acaecidos históricamente y con fuerza determinante y alta eficacia psíquica (Berenstein, 1976), también puede ser abordado como una imagen del desarrollo psíquico que explica cómo las disposiciones libidinales y las identificaciones se ordenan, contingentemente, en la conformación de un yo interno, coherente, monolítico, inmutable, permanente, capaz de actuar racional y voluntariamente respecto de sí mismo y de sus objetos (Butler, 1990).
En su correspondencia con Fliess, Freud (1979q) escribió por primera vez sobre los impulsos hostiles y el deseo de muerte que los hijos dirigen contra sus padres. Posteriormente encontró en Sófocles la narrativa para delimitar un evento humano universal, referido por primera vez en La interpretación de los sueños (1979a). Allí Freud narra la relación temprana entre padres e hijos en los términos de la trama del Edipo rey de Sófocles. A partir de aquí Freud dedicó un espacio significativo en su teoría al complejo de Edipo, incluso, en uno de sus últimos trabajos, declaró que “si el psicoanálisis no pudiera gloriarse de otro logro que haber descubierto el complejo de Edipo reprimido, esto solo sería mérito suficiente para que se lo clasificara entre las nuevas adquisiciones valiosas de la humanidad” (Freud, 1979o, p. 192). Y esta afirmación cobra su peso cuando apreciamos la participación del complejo de Edipo en la conformación de instancias psíquicas y los vínculos libidinales que el yo establece con el mundo exterior.
Freud expone un desarrollo libidinal, preedípico, cuya primera forma de organización involucra la oralidad. Allí el niño se esfuerza por fusionarse y dominar el mundo a través de un acto de incorporación. La succión, en las tramas libidinales de la sexualidad infantil, no es un mero acto de alimentación, sino un emblema de las relaciones entre el niño y el entorno. El niño no tiene clara conciencia de ser una entidad distinta, pero aún así intenta incorporar y contener los objetos a su alrededor. Freud señala que “en el estadio de organización oral de la libido, el apoderamiento amoroso coincide todavía con la aniquilación del objeto” (Freud, 1979i, p. 52). Aunque la boca es el órgano principal para esta actividad devoradora, en tanto zona erógena es capaz de totalizar su presencia hasta tal punto que incluso los ojos que ven al mundo pueden cumplir esta función.
En la fase anal, por otra parte, el niño transforma su relación con el mundo. Comienza a trazar límites de sí, pero desea violarlos a través de maniobras sádicas. La independencia de los objetos es negada de forma agresiva mediante esfuerzos por controlar las cosas y, así, posicionarse como único hacedor de la realidad. La excreción de heces simula el nacimiento: “la caca cobra el significado del hijo” (Freud, 1979h, p. 75). Los juegos de retención y expulsión por el ano se acompañan de la fantasía de crear cosas y luego disolverlas a voluntad. Así el niño adquiere un sentido megalómano de sí mismo. A esta altura los objetos ya son reconocidos como externos, pero persiste la insistencia en auto-instalarse como el origen. En la transición de la oralidad a la analidad el niño cambia su deseo de incorporar el mundo por un deseo de engendrarlo, trueca su deseo primordial de ser uno con el mundo por un deseo de estar por encima de él.
Freud señala que tanto la fase anal como la oral son disposiciones libidinales auto-eróticas, es decir, que en ellas el niño encuentra satisfacción libidinal en el propio cuerpo sin necesidad de otros. Esto explica la falsa sensación de autosuficiencia y autonomía que recubre estas tempranas experiencias. En este momento, al que Freud denomina narcisismo primario, sólo el yo y el propio cuerpo es investido libidinalmente. No se dirige ninguna carga libidinal hacia objetos más allá del yo, por ello ningún vínculo efectivo de dependencia o restricción respecto de los demás es experimentado bajo esos términos. Este panorama libidinal cobra importancia al momento de dimensionar el valor del complejo de Edipo como símbolo del límite radical y de la finalización abrupta de las vivencias en torno a la ficción de unidad y omnipotencia.
Durante el despliegue del complejo de Edipo comienzan a consolidarse los procesos que configuran la identidad sexual. Bajo el reinado de una nueva fase -fálica-, la sexualidad comienza a vincularse con los genitales. Ahora el yo sufre la herida narcisista ocasionada por el destronamiento de “His Majesty the Baby [su majestad el bebé]” (Freud, 1979e, p. 88) que aleja al niño de la pretendida completud y omnipotencia. Paradójicamente, el complejo de Edipo comienza a instalar las exigencias de una identidad sexual que ordene el flujo pulsional indeterminado más próximo al carácter “perverso polimorfo” (Freud, 1979b, p. 173) de la sexualidad infantil, para delinear el esbozo de las identidades coherentes y discretas que el Edipo impone. Así, uno de los logros adjudicados al complejo de Edipo en la formación del sujeto refiere a la conformación de una proto-identidad sexual. Como es ampliamente sabido, mientras el padre es el gran protagonista, pues funciona como modelo identificatorio para el niño, la madre adviene como objeto de amor que sella la heterosexualidad de aquel (Benjamin, 1988, 1995; Butler, 1993, 1997; Chodorow, 2002).
Como ya hemos sugerido, los flujos libidinales indudablemente presentes en la infancia preedípica adquieren otras valencias en el transcurso del complejo de Edipo. Y el recorrido ofrecido hasta aquí, que ha priorizado la vertiente libidinal del Edipo, debe atemperarse con algunas consideraciones respecto de las identificaciones. Pues, el complejo de Edipo cobra cabal relevancia para la subjetividad cuando advertimos su papel en la producción representaciones a partir de las cuales el yo se vincula con los otros. Así, el psicoanálisis de las relaciones objetales nos muestra cómo oscilamos entre las representaciones que forjamos del otro, imbuidas en la propia historia libidinal e identificatoria, y el otro, más allá de la representación, como centro autónomo de experiencia (Benjamin, 1995). Se trata de un delicado equilibrio entre fusión y diferenciación. A pesar de los profundos anhelos de autoafirmación, debemos vincularnos con otros para ser reconocidos como sujetos y para satisfacer nuestras demandas libidinales y emocionales (Benjamin, 1988). Estamos obligados a establecer vínculos con el mundo como parte del despliegue de nuestra escena psíquica. Somos dirigidos hacia los demás y, aunque nuestros apegos son una fuente de placer o dolor inyectan espesor psíquico a nuestro yo por medio de las identificaciones (Butler, 1997).
Para Freud la historia del yo es la historia de sus identificaciones con los objetos perdidos: “el carácter del yo es una sedimentación de las investiduras de objeto resignadas, contiene la historia de estas elecciones de objeto” (Freud, 1979k, p. 31). A lo largo de su historia, el yo se identifica con referentes idealizados, los toma como modelos de ser y desea emularlos. En otras ocasiones se identifica con otros sujetos significativos perdidos como estrategia para preservarlos psíquicamente. En cualquier caso, la identificación con otros configura un material para la conformación del yo (Freud, 1979j), también la fuente de un recurso que nos permite superar nuestro apego apasionado con alguien perdido (Butler, 1997). Ya sea como dinámica que lanza al yo hacia el futuro, o preservación y reelaboración del pasado, la identificación es fundamental para la construcción de nuestras identidades.
Al menos en parte, las identificaciones en el marco del complejo de Edipo sirven para contener y organizar, bajo las exigencias de las identidades socio-sexuales, los flujos eróticos múltiples e indeterminados. Por ellos el niño redefine la forma en que experimenta su lugar en el mundo, pues el Edipo enmarca tanto la primera elección de objeto libidinal, así como su completa pérdida y renuncia. En el llamado período fálico, el niño potencia la temprana atracción libidinal hacia su madre, el apego libidinal ya no se justifica por la nutrición sino por el erotismo que ella suscita. Como consecuencia de este lazo libidinal hacia la madre, la actitud del niño hacia su padre se impregna de una mezcla de amor y hostilidad. El niño freudiano compite con el padre amado y temido, y anhela poseer a la madre amada y temida. El niño puede soportar estos sentimientos ambivalentes, confusos y paralizantes hacia sus padres durante algún tiempo antes de que exijan resolución. El punto de inflexión, según Freud, ocurre cuando el niño ve los genitales del sexo femenino e imagina la posibilidad de perder su pene. Así, la competencia con el padre confiere al niño temores de castración y culpa parricida. Los deseos de poseer a la madre más allá de la barrera del incesto comienzan a ser refrenados por temores a ser destruido por la figura aterradora del padre. El miedo a la castración, un acto que amenaza ser consumado en manos del padre, lo induce a renunciar y reprimir el deseo incestuoso hacia la madre, y a identificarse con la figura masculina todopoderosa que lo amenaza.
La identificación con el padre asegura la interiorización de la masculinidad como modelo a ser, desde el cual se deriva, en el esquema freudiano, el despliegue de la elección heterosexual de objeto. La madre no podrá ser modelo identificatorio -alguien como quien el niño aspire llegar a ser-, más bien la madre se configura como objeto de amor -alguien que el niño quiere tener. La amenaza de castración impone su renuncia como objeto incestuoso y, así, el niño salda el precio que debe pagar por conservar el pene y, junto a él, su masculinidad que desplegará bajo la consecución de la heterosexualidad con otros objetos culturalmente habilitados -esto es: teniendo otras mujeres. Por otra parte, la identificación con el padre inaugura otro aspecto que el complejo de Edipo explica: el superyó. La identificación con el padre que marca el sepultamiento del complejo de Edipo genera un cambio psíquico estructural. Para Freud, la institución del superyó representa “los rasgos más significativos del desarrollo del individuo y de la especie” (Freud, 1979k, p. 37).
El superyó transmuta el diálogo constante y crítico entre el yo y el padre edípico en un diálogo interno: “En el lugar de la instancia parental aparece el superyó que ahora observa al yo, lo guía y lo amenaza, exactamente como antes lo hicieron los padres con el niño” (Freud, 1979p, p. 58). Para esto el superyó utiliza las pulsiones sádicas y cultiva sentimientos como la vergüenza y la culpa. Estos sentimientos se entrelazan con la compleja temporalidad psíquica organizada en varias capas (Freud, 1979q). Así, llegamos a lamentar en el presente sucesos del pasado. Damos forma al presente a través de nuestros mayores traumas acaecidos en el pasado, aunque también es posible actualizar el pasado a través de vivencias actuales. La particularidad de lo psíquico, sus diferentes espacios y legalidades, producen un laberinto temporal y afectivo configurado y puesto a rodar en el período edípico. Debido a esto la angustia persiste luego de franquear el Edipo: “Una desdicha que amenazaba desde afuera -pérdida de amor y castigo de parte de la autoridad externa- se ha trocado en una desdicha interior permanente, la tensión de la conciencia de culpa” (Freud, 1979n, p. 123).
El legado del complejo de Edipo genera, mediante un oscuro proceso, aquello necesario para que el sujeto perdure en sus identidades bajo la convicción de permanencia inamovible. Freud sugiere que la voz paterna internalizada censura sádicamente al yo y genera sentimientos de culpa. A pesar de que este conflicto interno, que como hemos dicho, encuentra su origen en la historia sexual del niño -especialmente en su deseo de eliminar al padre y avanzar sobre el dominio de su primer objeto sexual: la madre- permanece impregnando los sucesivos vínculos del sujeto. Cuando Freud afirma que “No sin buen fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre se vuelve paradigmático para todo vínculo de amor. El hallazgo [encuentro] de objeto es propiamente un reencuentro” (Freud, 1979b, p. 203), se refiere a que claramente el sepultamiento del complejo de Edipo no destierra de la escena psíquica los deseos incestuosos, que deberán coexistir, inconscientemente, con la culpa por haber sido agente de deseo parricidas hacia el padre.
El establecimiento del superyó simboliza la independencia y autonomía del niño, aunque pagando el precio de ser habitado por una intrincada moral que extrae su fuerza de los deseos eróticos inconscientes. Este sadismo vuelto hacia el propio yo del niño, ahora culposo, es la pieza fundamental para la preservación del orden socio-cultural y sus identidades. El niño mantiene a raya sus propios deseos en función de las reglas de la sociedad. Las identidades sexuales que el complejo de Edipo produce permiten la obtención de una individualidad cercada por categorías socialmente establecidas. La asunción de alguna de las identidades sexuales socialmente disponibles supone que el niño se ha subyugado ante las restricciones constitutivas (Butler, 1993) que imponen las normas sociales y, así, ha resignado la pretensión preedípica de incorporar, engendrar y dominar eróticamente al mundo.
Lo que comenzó como un episodio sexual dentro de la familia y la posterior introyección de un otro próximo y significativo, concluye con la formación de una voz social anónima y severa en el interior. Esta voz rumiadora, cuya introyección es totalmente involuntaria, y cuyo dominio esta fuera del alcance de la consciencia, ejerce poder sobre el yo durante toda la vida. El superyó
…conserva a lo largo de la vida su carácter de origen, proveniente del complejo paterno: la facultad de contraponerse al yo y dominarlo. Es el monumento recordatorio de la endeblez y dependencia en que el yo se encontró en el pasado, y mantiene su imperio aun sobre el yo maduro. Así como el niño estaba compelido a obedecer a sus progenitores, de la misma manera el yo se somete al imperativo categórico de su superyó (Freud, 1979k p. 49).
De Edipo a Orestes: psicoanálisis y homosexualidad masculina
Bajo la preocupación de encontrar las claves psicoanalíticas que permitan explicar la homosexualidad masculina, varios autores han recurrido al artefacto conceptual disponible a la hora de dar cuenta de la cristalización de los posicionamientos sexuados: el complejo de Edipo. En un texto clásico, Richard Isay (1990) afirma la existencia de la homosexualidad en la niñez, y enfatiza la presencia de fantasías homoeróticas durante el complejo de Edipo a partir de las cuales algunos niños eligen como objeto de amor a su padre. Pero Scott Goldsmith (1995, 2001) va más lejos y formula una etapa del desarrollo edípico específica para el niño homosexual, durante la cual el padre se configura como el principal objeto de amor del niño y, al mismo tiempo, la madre como la principal rival con quien compite por el afecto del padre. Así, el niño homosexual debe lidiar y dominar sus sentimientos amorosos y eróticos hacia el padre y la ira y agresión hacia la madre, de quién se temen represalias.
Goldsmith (1995) no opta por la tragedia de Edipo para dar cuenta de la producción del niño homosexual. En su lugar, apela a la figura de Orestes, quien asesina a su madre para vengar la muerte de su padre. Según el autor, esta es la naturaleza esencial del drama del niño homosexual. La particularidad de estos afectos hacia el padre y hacia la madre ya ha sido propuesta como complejo de Edipo negativo para los niños y complejo de Edipo positivo en las niñas heterosexuales, donde padre y madre son asignados bajo los roles de objeto de amor y rival respectivamente.
A pesar de que las denominaciones utilizadas hasta el momento parecen describir el mismo reparto identificatorio y libidinal, Goldsmith enfatiza la existencia de dos diferencias significativas para el caso específico de los varones homosexuales. En primer lugar, para los varones heterosexuales, cuyo drama puede ser explicado bajo los términos del Edipo negativo, el conflicto edípico es secundario y marca la pincelada afectiva que torna ambivalente y bisexual la corriente identificatoria y erótica dominante propia del Edipo positivo. Para los niños homosexuales esta constelación particular que rivaliza con la madre y erotiza al padre es dominante, no sólo una contracara débil de la corriente heterosexual preponderante. Por lo tanto, el contexto edípico no alcanza para explicar la matriz primaria que direcciona tempranamente al deseo en el desarrollo psicosexual del varón homosexual.
En segundo lugar, lo que diferencia el contexto edípico de la niña heterosexual con respecto al niño homosexual tiene que ver con las expectativas de los padres. Goldsmith atribuye importancia al modo en que ellos participan en el drama edípico. Del mismo modo que Robert Stoller (1964) destaca el rol central que tiene para la conformación de la identidad de género la forma en que el niño es identificado por quienes se encuentran a cargo de la crianza, Scott Goldsmith señala la forma en que los padres alientan a los niños y niñas heterosexuales a desarrollar vínculos eróticos con el sexo opuesto. Para los niños heterosexuales, por ejemplo, la competencia y la identificación con el padre del mismo sexo se fomentan y ratifican implícita y explícitamente. Así, las sanciones sobre el comportamiento de los niños, y el propio comportamiento de los padres, constituye y respalda la vida intrapsíquica del niño. Entonces, la fuerza de las expectativas de los padres hace que el drama edípico del niño heterosexual trascienda el conflicto interno cuando encuentra resonancias en su contexto vincular más cercano. Esto no sucede con el hijo homosexual, quien no encuentra terreno claramente marcado y seguro de resonancia en el que pueda circular, intersubjetivamente, su deseo.
Goldsmith (2001) asume que la mayoría de los niños homosexuales son criados por padres heterosexuales que desconocen, niegan o temen la homosexualidad de su hijo durante la primera infancia. Desde allí, el autor nota que el universo en el que el niño homosexual despliega su particular drama es frustrante. En primer lugar, el padre no participa en una relación afectiva próxima que sintonice con el erotismo que el niño le infunde, más bien actúa de manera involuntaria y competitiva, o retrocede ante los sentimientos eróticos de su hijo. En segundo lugar, Goldsmith afirma que el niño homosexual tiene sentimientos competitivos y agresivos hacia su madre, quien probablemente sea emocional y físicamente sensible respecto a un niño que no solo no está interesado eróticamente en ella, sino que también la significa como una competidora y, consecuentemente, como una potencial hacedora de represalias por los anhelos que lo involucran con el padre.
En un contexto vincular emocionalmente disonante, el niño homosexual filtra las actitudes y vicisitudes del comportamiento de su madre con la misma lente que utiliza para proyectar sus propios impulsos agresivos. Entonces, consciente o no, la madre que Goldsmith describe se presenta a los ojos del niño homosexual como maligna, intrusiva y agresiva, fundamentalmente porque el comportamiento de la madre es incongruente con la vida emocional interna del niño. Goldsmith deja claro que los sentimientos hacia ambos padres no son recíprocos ni corroborados, el niño homosexual se encuentra en una desventaja considerable al intentar elaborar la intensidad y la ambivalencia de estos sentimientos. La expresión tanto del deseo hacia el padre como de la agresión hacia la madre daría lugar a un rotundo rechazo y alejamiento por parte del padre y a represalias efectivas por parte de la madre.
Consecuentemente Goldsmith (2001) describe al niño homosexual como un agente doble. Al igual que Stoller (1968), Goldsmith reconoce que la anatomía crea un conjunto de expectativas que involucran la orientación sexual, incongruentes con la vida intrapsíquica del niño homosexual. Como éste no puede realizar cambios significativos en su entorno vincular, es conminado a ocultar sus anhelos homoeróticos hacia el padre, también sus sentimientos agresivos y competitivos con la madre y, aclara el autor, con las mujeres en su conjunto. Finalmente, el niño homosexual se vuelve doble agente porque se presenta como un niño que expresa impulsos opuestos. Experimenta un conjunto de sentimientos al tiempo que promulga otros. Como forma cabal del despliegue de esta duplicidad, el niño actúa roles de género estereotipados de la masculinidad. El conflicto se redobla cuando esta escenificación no le ofrece la oportunidad de integrar su identidad de género con su sexualidad de una manera convincente y auténtica.4 Según Goldsmith, el niño homosexual se transforma en un impostor en sus intentos de identificarse con cualquiera de los géneros, puesto que, en sentido estricto, los roles de género estereotipados de la feminidad tampoco le ofrecen un soporte de autenticidad a su sexualidad.
Esta advertencia final de Goldsmith sugiere que el niño homosexual intenta encontrar un sitio entre las formas hegemónicas en que se escenifica tanto la masculinidad como la feminidad.5 Robert Stoller (1968) ha notado que el proceso mediante el cual se conforma la masculinidad involucra la relación del niño con su madre y con la feminidad en general. La separación y la ruptura con la madre son fundamentales para el desarrollo del sentido de la masculinidad. Stoller afirma que
…para que la masculinidad se desarrolle, cada niño debe erigir barreras intrapsíquicas que eviten el deseo de mantener el sentido de ser uno con la madre […] El comportamiento que las sociedades definen como apropiadamente masculino está plagado de formas de esta maniobra defensiva: […] miedo a manifestar y, por lo tanto, revelar que uno posee atributos ‘femeninos’ […]; miedo a ser deseado por un hombre. Por lo tanto, los hombres encuentran amistad con los hombres, pero también odian a los homosexuales. El primer objetivo de ser un hombre es: no ser mujer (Stoller, 1985, p. 182).
El niño homosexual permanece identificado a su madre. Esto ocurre porque se identifica con aspectos de su madre que forman parte de su repertorio y despliegue erótico. Por lo tanto, el niño homosexual no se ajusta completamente al proceso de desidentificación respecto de la madre descripto como fundamento de la masculinidad (Greenson, 1968). Entonces, la separación por desidentificación no es una ruta completamente satisfactoria para la formación de su identidad de género. Como tal, la premisa no ser mujer que, según Stoller, marca el camino hacia la masculinidad hegemónica no opera absolutamente para el niño homosexual. Por otra parte, acceder plenamente a la feminidad también resulta problemático. La proximidad por identificación con la madre como vía de formación de la identidad de género femenina está prohibida debido a las restricciones que imponen las diferencias anatómicas como destino legítimo de identificación genérica.6 El niño homosexual retrocede ante la amenaza de castigo que se activan ante cualquier intento de cruzar los límites de lo culturalmente esperable de acuerdo con su sexo y, tal vez, es por ello que su identidad no se resuelve en una localización identitaria transgenérica.
Feminismo radical: patriarcado y las mujeres como destino objetal
El término patriarcado es frecuentemente utilizado para designar el problema social estructural, y no psicológico, identificado por el feminismo. Su sentido premoderno, el ‘gobierno del padre’, refiere a la dominación paterna retratada en la historia, el mito y la literatura occidental. Esto implica lucha entre varones por el ascenso a lugares de poder ocupados por otros varones. Este sentido inscribe al patriarcado como un asunto de varones, en el que las mujeres sólo forman parte derivativamente como objetos del poder disputado en el ámbito público. El patriarcado ha sido resemantizado por Kate Millett (1995), quien identifica claramente el problema del feminismo como la sujeción de las mujeres en manos de los varones. La autora señala la monopolización masculina de lo humano e indica la supremacía masculina como el problema principal para la situación de las mujeres. Millett señala que
…si uno toma el gobierno patriarcal como la institución por la cual la mitad de la población que es femenina está controlada por esa mitad que es masculino, los principios del patriarcado parecen ser dobles: el masculino dominará a la hembra, el anciano dominará a los más jóvenes (Millett, 1970, p. 25).
Otras pensadoras, como Ti-Grace Atkinson (1974), no utilizaron el término patriarcado, sino sistema de clase sexual para identificar el problema de la dominación de las mujeres en manos de los varones. Atkinson señala que las mujeres son una clase de naturaleza política oprimida por la clase de los varones. Así enfatiza la existencia de las mujeres como corolarios de los varones. Para Anne Koedt, Ellen Levine y Anita Rapone (1973) el feminismo radical significó la lucha por la eliminación total de los roles sexuales. Estos roles sexuales fueron definidos como construcciones políticas masculinas que sirven para garantizar el poder y el estatus superior de los varones. El sistema de rol sexual niega a las mujeres el acceso a todo su potencial humano, pues en él las mujeres son socializadas para aceptar las restricciones impuestas. El feminismo puso en primer plano las relaciones de poder involucradas y su vínculo con la opresión. La noción de clase sexual refleja en mejor medida esta dimensión de poder implicada, por ello es que Ti-Grace Atkinson identifica como principio central del feminismo radical que las mujeres son la clase política más grande en la historia, también el primer grupo oprimido y el más fundamental.
Atkinson afirma que la dominación de la clase de las mujeres constituye la unidad funcional clave de nuestro orden social que impregna todas nuestras instituciones, valores sociales, económicos y políticos (Atkinson, 1974). Instituciones como el matrimonio, la maternidad, la familia, las relaciones sexuales, el amor, han sido creadas por varones para consolidar sus roles como opresores. Atkinson insistió en que la única forma en que las mujeres podían poner fin a su opresión era negándose a participar en tales instituciones. Las primeras feministas radicales eran claras acerca de la naturaleza y ubicación del problema al que se dirigía el feminismo: el poder, la dominación y la supremacía masculina, los roles y las clases sexuales, y la heterosexualidad como sistema político.
Varias intelectuales pertenecientes al campo del feminismo se han interesado en el psicoanálisis. El espectro conceptual de la teoría psicoanalítica ofreció herramientas para comprender los mecanismos y los efectos de la subordinación psíquica, describiendo el complejo de reacciones emocionales de pasividad, sumisión y masoquismo que garantizan la subordinación de las mujeres. La mirada feminista, sin embargo, se enfrentó a un escollo a la hora de llevar hasta sus últimas consecuencias la potencia explicativa del psicoanálisis: la pretensión universal de los postulados que comprometen la estructura y los mecanismos del inconsciente. Desde allí surge el interrogante: ¿las estructuras y mecanismos psíquicos que participan en la subordinación de las mujeres forma parte de un desenlace universal? ¿O debemos pensar cómo la realidad psíquica se escenifica en el contexto de un orden social patriarcal?
En su publicación, Psicoanálisis y feminismo, Juliet Mitchell (1982) argumentó a favor del psicoanálisis como teoría que permite explorar la construcción de la identidad sexual dentro de la ideología patriarcal. El patriarcado, en su concepción, constituye una ideología más que un período histórico real. Se trata de un conjunto de relaciones y representaciones culturales en plena sintonía con la sexualidad reproductiva. La ideología patriarcal enreda la diferencia anatómica entre varones y mujeres convirtiéndola en la base de una jerarquía y, así, las fuerzas ideológicas constriñen la construcción de las identidades. Mitchell explica el gran alcance del dominio de las mujeres en manos de los varones, propio del patriarcado, a partir de una reinterpretación del lugar de la salida exogámica en la teoría de Levi-Strauss (1969). Esta autora sugiere que el intercambio de mujeres, que Levi-Strauss describe como el fundamento de las relaciones de parentesco, implica formas de dominio político y social sobre las mujeres.
Juliet Mitchell afirma que la prohibición del incesto y la consecuente estructura exogámica del parentesco forman parte del proceso que produce la subjetividad sexuada. Como objetos de intercambio, las mujeres se someten al dominio intersubjetivo de los varones. Como hemos señalado, el propio Freud ofrece elementos sobre la construcción de la identidad sexual que muestran cómo se internalizan estas formas de dominación. Si las estructuras elementales del parentesco se organizan en torno al intercambio y tráfico de mujeres (Rubin, 1975), el complejo de Edipo no puede permanecer ajeno a esa dinámica simbólica. De hecho, los desarrollos expuestos anteriormente, que ubican a la madre como objeto amenazante de repudio, así lo confirman. Los varones poseen el falo y la ansiedad de castración no es ajena a su subjetividad sexuada. El parentesco y el control de las relaciones reproductivas que se producen en ese marco son una respuesta al control de tal ansiedad. La autora insiste en la irreductibilidad del inconsciente y el efecto de la entrada en la cultura sobre la sexualidad. Por lo tanto, concluye que el falo ha sido el término central en la organización sexual.
Jessica Benjamin (1988) vincula la inferiorización de las mujeres en el orden social imperante -relegadas al estatuto de objetos intercambiados en manos de varones- con la estructura complementaria que el Edipo perpetúa. El complejo de Edipo no es simétrico para la niña y el niño. Para el niño el complejo de Edipo es un factor constante y creciente. Los vínculos eróticos que se establecen desde su sexualidad fálica, activa, se apoyan en fantasías que involucran a la madre. El padre rivaliza con la relación libidinal que el niño establece con su madre, y esgrime una amenaza de castración coincidente con la comprensión de la diferencia sexual anatómica del niño. En este contexto, el niño es obligado a optar entre la madre -objeto de amor incestuoso- y una parte corporal de mucha estima narcisista. El niño freudiano elige la posesión del pene. Para la niña el proceso es diferente. Ella también está ligada libidinalmente a la madre, por ello atraviesa el complejo de castración antes que el complejo de Edipo. El descubrimiento de la diferencia anatómica entre los sexos, y la amenaza que representa para su imagen narcisista, la obliga a renunciar a la madre y a recurrir al padre. La castración, bajo la forma de envidia del pene, estructura el deseo y la sexualidad heterosexual reproductiva de la niña.
Rosalind Coward (1980) advierte que, en la lógica edípica freudiana, la masculinidad y la feminidad aparecen naturalizadas, es decir ajenas al proceso que configura las disposiciones (hetero)sexuales. Al respecto, para Freud, la centralidad del complejo de castración -en tanto representación física de la diferencia anatómica entre los sexos- subyace a la masculinidad y a la feminidad, y, en todo caso, la identidad sexual muestra enlaces precarios con aquellos posicionamientos al evidenciar cuán poco se corresponden esas representaciones con los varones y las mujeres.
Según Freud, como la niña no puede ser emasculada, puesto que no tiene pene, su formación psicológica es radicalmente diferente a la del niño. Esto puede representar una amenaza para la estabilidad del orden social. En el caso de la niña: “excluida la angustia de castración, está ausente también un poderoso motivo para instituir el superyó e interrumpir la organización genital infantil” (Freud, 1979l, p. 186). En otra ocasión Freud expresa una postura similar, nos dice:
Uno titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el nivel de lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como lo exigimos en el caso del varón (Freud, 1979m, p. 276).
La normalización y socialización de las mujeres son, según Freud, más contingentes y reversibles. La falta de la experiencia edípica completa de las mujeres, afirma Freud, también las hace menos dispuestas a la sublimación. “El trabajo de cultura se ha ido convirtiendo cada vez más en asunto de los varones, a quienes plantea tareas de creciente dificultad, constriñéndolos a sublimaciones pulsionales a cuya altura las mujeres no han llegado” (Freud, 1979n, p. 101). Los varones invierten su libido en el trabajo de la civilización y la mujer menos interesada en tal trabajo, “se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella” (Freud, 1979n, p. 101). Las divisiones entre los sexos, sin embargo, parecen no ser tan nítidas: “todos los individuos humanos, a consecuencia de su disposición (constitucional) bisexual, y de la herencia cruzada, reúnen en sí caracteres masculinos y femeninos, de suerte que la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto” (Freud, 1979n, p. 276). La feminidad (incluso cuando no es una cualidad limitada al sexo femenino como tal) se convierte en el símbolo de un sentido más débil de la justicia. El psicoanálisis afirma que, para preservar el orden social, la feminidad debe estar dominada por la masculinidad dentro de cada psique.
Nancy Chodorow (2002) ha notado que existe una diferencia en las actitudes que las madres tienen respecto a sus hijos en función de cómo interpretan la diferencia entre los sexos. Esto incide en el proceso de formación de la identidad de género. Para Chodorow las madres tienden a experimentar a sus hijas como más semejantes a ellas, como una continuación de sí mismas. La contracara de esta actitud resulta en una identificación con la madre por la cual las niñas se perciben como similares a sus madres. De este modo, la experiencia del apego temprano se encuentra impregnada por las actitudes diferenciales de acuerdo al sexo de la niña o niño y, consecuentemente, configura una clave ineludible para la formación de la identidad de género. Chodorow explicita la particularidad en que las madres experimentan a sus hijos, varones, como opuestos, y ellos, al definirse como varones, separan a sus madres de sí mismos, cortando así su amor primario y su sentido de un nexo primario. En consecuencia, el desarrollo masculino conlleva una individuación más enfática y una reafirmación más defensiva de los límites del yo. Los límites de la masculinidad y del sentido de ser varón deben ser contundentes y vigilados bajo defensas rígidas contra la amenaza de la madre y lo femenino en general.
La teoría psicoanalítica ha sido articulada bajo el horizonte histórico patriarcal. Como tal, las herramientas conceptuales que esta teoría esgrime para explicar el carácter universal en que se produce la subjetividad y se articulan las identidades, tanto de género como sexuales, deben ser contempladas a la luz de la crítica social feminista. La teoría psicoanalítica es acertada en tanto diagnóstico de situación, pues nos muestra la forma en que las estructuras sociales propagan identidades normativas que reproducen posicionamientos hegemónicos. En este sentido cobra especial relevancia la búsqueda de otras narrativas, no misóginas, que nos permitan pensar posicionamientos sexualmente disidentes y un sitio alternativo para las madres que haga justicia a su lugar como sujeto y no como mero objeto de intercambio, control y repudio.
Hacia otra narrativa en torno a la madre
La retórica psicoanalítica presenta un escenario en donde la posesividad materna marca la identificación que entrampa al niño en el deseo devorador de su madre: el arreglo perfecto, según el psicoanálisis, para la producción del hijo homosexual. La narrativa edípica entraña un futuro anterior implícito e implacable en el que el niño homosexual, demasiado prendido del deseo de su madre, se tornará, ineludiblemente, una versión fallida de su madre. No es difícil detectar la forma en que la narrativa de un niño homosexual capturado por el deseo simbiótico de la madre, en tanto ficción labrada por la heteronorma psicoanalítica, no es ajena a fines homofóbicos y misóginos que explican la homosexualidad de un varón como el fracaso de su madre.
Los significados que el psicoanálisis despliega en torno al vínculo de los hombres homosexuales con sus madres son un diagnóstico de la heterosexualidad obligatoria (Rich, 1980). En ese contexto los varones homosexuales tienen que negociar sus identidades imbuidos en la ficción que enfrenta al hijo con su madre. Eve Sedgwick (1998) identificó que el tropo de la madre omnipotente, inconsciente y desconocida subyace a las producciones culturales y teóricas del siglo veinte que involucran la homosexualidad masculina. Sedwick identifica la alusión incompleta a la figura de la madre como estrategia para atribuirle un poder extremo o incluso máximo, poder sobre el que no tiene ningún control cognitivo. Basta como ejemplo la alusión a la madre presente en uno de los relatos de Edward Morgan Forster al que Sedwick echa mano, donde el protagonista del relato se encuentra psíquicamente asediado por una
…madre, completamente ciega en el centro de la tela de araña que ella misma había tejido; […] con filamentos en los que quedar enganchado. No había manera de razonar con ella o acerca de ella; no entendía nada, pero lo controlaba todo (Sedgwick, 1998, p. 248).
Sedgwick señala la paradoja de una centralidad extrañamente periférica de la madre en las narrativas psicoanalíticas, sobre todo si notamos la insistencia homofóbica popularizada por fuentes psicoanalíticas que culpan y responsabilizan a las madres de la producción inconsciente de la homosexualidad de sus hijos. La centralidad de la madre sólo cuenta cuando se trata de encontrar la causa de aquellas identidades que forman parte del polo patologizado de los binarios que organizan la epistemología del armario.
Guy Hocquenghem en El deseo homosexual (2009) señala que “la homosexualidad es esencialmente neurótica; esta neurosis está ligada al odio hacia la mujer” (Hocquenghem, 2009, p. 54), los resortes de tal posicionamiento, asegura, hunden sus raíces en el interjuego entre la amenaza de castración y el falo en el marco de lo que el autor denomina la edipización de la homosexualidad. Hocquenghem explica cómo Edipo es necesario para el control identitatrio eficaz de la libido, en este contexto la identidad homosexual supone la imposición de un relato normativo que ordena bajo términos inteligibles otras formas no normativas de la sexualidad. La responsabilización del deseo materno respecto a la homosexualidad del hijo resulta una de las manifestaciones del Edipo. Incluso nos ofrece, críticamente, material circulante en su época que sostiene cómo “demasiadas madres desean, en su ser más profundo, que sus hijos sean homosexuales” (Hocquenghem, 2009, p. 59).
Freud ha indicado que
…ciertas personas, señaladamente aquellas cuyo desarrollo libidinal experimentó una perturbación (como es el caso de los perversos y los homosexuales), no eligen su posterior objeto de amor según el modelo de la madre, sino según el de su persona propia (Freud, 1979e, p. 85).
En esta dirección, señala Hocquenghem que en este modelo que edipiza el deseo homosexual bajo identidades socialmente convenientes, la identidad homosexual, al igual que la mujer, supone un narcisismo esencial. Y el homosexual hereda algunas de sus cualidades. Este aporte freudiano se vincula con la identificación del niño homosexual con su madre. En su escrito sobre Leonardo da Vinci, Freud adjudica la homosexualidad del artista a que en sus primeros años de vida estuvo al cuidado de su madre. De acuerdo con las teorías sexuales infantiles que Freud propone, la premisa universal del falo refiere a la creencia de que todos, incluida la madre, poseen falo; pues “hubo un tiempo, en efecto, en que el genital masculino estuvo unido a la figuración de la madre” (Freud, 1979c, p. 88). Al respecto Freud dice que, para Leonardo da Vinci,
…la atracción erótica que partía de la persona de la madre culminó pronto en la añoranza de sus genitales, que él tenía por un pene. Con el discernimiento, adquirido sólo más tarde, de que la mujer no posee pene, esa añoranza a menudo se vuelca súbitamente a su contrario, deja sitio a un horror que en la pubertad puede convertirse en causa […] de la misoginia, de la homosexualidad duradera (Freud, 1979c, p. 90).
Freud menciona que el rasgo más llamativo de Leonardo da Vinci
…era que mudaba el mamar del pecho materno en un ser-amamantado, vale decir, en pasividad y, de este modo, en una situación de inequívoco carácter homosexual. Si tenemos presente la probabilidad histórica de que Leonardo se haya comportado en su vida como una persona de sentir homosexual, nos vemos llevados a preguntarnos si esta fantasía no apunta a un vínculo causal entre la relación infantil de Leonardo con su madre y su posterior homosexualidad manifiesta (Freud, 1979c, p. 92).
En Sol negro Julia Kristeva (1997) afirma que “el matricidio es nuestra necesidad vital” (Kristeva, 1997, p. 30). Ella argumenta que una mujer y su madre se encuentran vinculadas melancólicamente. La pulsión matricida se trueca en su inversión sobre el yo, “introyectado el objeto materno, en lugar del matricidio, sobreviene la condena […] melancólica del yo” (Kristeva, 1997, p. 30). Para una mujer “la identificación especular con la madre y también la introyección del cuerpo y del yo materno son más inmediatos” (Kristeva, 1997, p. 31), por ello la “inversión de la pulsión matricida en figura materna mortífera es más difícil, acaso imposible” (Kristeva, 1997, p. 31). La autora afirma que el carácter mortífero de la madre se ve impedido debido a la identificación, pues “¿cómo puede Ella ser esta Erinia sedienta de sangre cuando yo soy Ella (sexual y narcisísticamente), Ella soy yo?” (Kristeva, 1997, p. 31). Así, la mujer se encuentra anudada a la madre que debe ser destruida, por ello “el odio que le tengo no se ejerce hacia afuera sino que se encierra en mí” (p. 31). Luego de este derrotero teórico, Kristeva afirma que “el homosexual comparte esta misma economía depresiva: es un melancólico exquisito, cuando no se libra a la pasión sádica con otro hombre” (Kristeva, 1997, p. 31).
Estas afirmaciones no sólo contienen la homofobia capaz de inscribir la homosexualidad en el campo de la melancolía, sino que también adjudican toda melancolía a una separación inadecuada de la madre. La comparación entre la identificación melancólica de la mujer y el varón homosexual sugieren que, para Kristeva, el varón homosexual es una mujer (heterosexual), y en tanto que mujer se identifica con, e introyecta, el cuerpo de su madre. En la mirada psicoanalítica de Kristeva, el varón homosexual encierra dentro de él, identificatoriamente, a su madre y así invoca la vieja explicación de la homosexualidad masculina como el alma de una mujer en el cuerpo de un hombre.
Para Kristeva, la homosexualidad masculina supone un doble confinamiento melancólico. La madre se encuentra presente en el varón homosexual y el varón homosexual en la imagen de su madre. El varón homosexual, en tanto melancólico, “oculta una Cosa enterrada viva”, la cual “quedará tapiada en la cripta del afecto indecible, captado analmente, sin salida” (Kristeva, 1997, p. 49). La pluma de Julia Kristeva encierra al varón homosexual en la cripta melancólica, donde la madre configura un objeto sepultado vivo dentro de la identidad normativa que el Edipo promulga.
El retrato que el psicoanálisis realiza tanto de la madre como del niño homosexual no es unívoco. La cámara lucida (1990) de Roland Barthes ofrece el punto alternativo que aquí queremos considerar. El autor se manifiesta en contra de
…tratar la familia como si fuese únicamente un tejido de obligaciones y de ritos: o bien se la codifica como un grupo de pertenencia inmediata, o bien se hace de ella un nudo de conflictos y de inhibiciones. Diríase que nuestros sabios no pueden concebir que haya familias en las que las personas ‘se amen’ (Barthes, 1990, p. 132).
En las páginas de esta obra Barthes expone un profundo lamento por la muerte de su madre, pero la felicidad retratada entre él (un hijo homosexual) y su madre no se ajusta en nada a los términos de la melancolía señalada por Kristeva.
Barthes escribe sobre su madre como si fuera una deidad que lejos está de irrumpir ante sus ojos como un ser absorbente y devorador. Nos dice:
El tiempo en que mi madre vivió antes que yo, esto es para mí la Historia […], mientras que contemplando una foto en la que ella, siendo yo niño, me estrecha contra sí, puedo rememorar en mi interior la suavidad arrugada del crespón de China y el perfume de los polvos de arroz (Barthes, 1990, p. 118).
En ocasión de encontrar fotos de su madre, poco tiempo después de su muerte, Barthes narra el impacto de una de ellas: “aquella en la que se ve a mi madre, de joven, caminando por una playa de las Landas y en la que ‘reconocí’ su modo de andar, su salud, su resplandor” (Barthes, 1990, p. 116). El “resplandor” que se desprende “del rostro amado” (Barthes, 1990, p. 116) de la madre en la fotografía contemplada por Barthes contrasta con la oscuridad temible y mortífera que envuelve a la figura materna en el sol negro de Kristeva. Barthes concibe a la fotografía como
…literalmente una emanación del referente. De un cuerpo real, que se encontraba allí, han salido unas radiaciones que vienen a impresionarme a mí, que me encuentro aquí […] la foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada: la luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido fotogra fiados (Barthes, 1990, p. 143).
La metáfora maternante presente en la idea de “cordón umbilical” que anuda fotografía y referente lleva la huella ineludible de sus palabras respecto a las sensaciones suscitadas a partir de una fotografía de su madre cuando era niña, al respecto nos dice que “por descolorida que este, es para mí el tesoro de los rayos que emanaban de mi madre siendo niña, de sus cabellos, de su piel, de su vestido, de su mirada, aquel día” (Barthes, 1990, p. 144). La mirada de la madre continúa irradiando luz para su hijo. La cripta oscura recibe el calor de la madre. Barthes nos dice: “suele decirse que, a través de su labor progresiva, el duelo va borrando lentamente el dolor; no podía, no puedo creerlo; pues, para mí, el Tiempo elimina la emoción de la perdida (no lloro), nada más. Para el resto, todo permanece inmóvil” (Barthes, 1990, p. 134). Al hablar de la muerte de su madre, Barthes parece hacer confluir melancolía y fotografía, pero Barthes escapa a la melancolía que Kristeva diagnostica a los homosexuales. Digamos que Kristeva entiende por melancolía al desastre que súbitamente invade al yo a raíz de una desaparición. Nos dice que
…la desaparición de ese ser indispensable continúa privándome de la parte más valiosa de mí misma: la vivo como una herida o como una privación para descubrir, inclusive, que mi dolor no es sino la postergación del odio o del deseo de venganza que alimento por aquel o aquella que me traicionó o abandonó (Kristeva, 1997, p. 10).
Pero más sugerente aún, la retórica de Kristeva anuda identificación melancólica con incorporación canibálica, pues “el caníbal melancólico […] traduce esta pasión de tener dentro de la boca […] al otro intolerable a quién tengo ganas de destruir para poseerlo […] Más vale dividido, despedazado, cortado, tragado, digerido… que perdido” (Kristeva, 1997, p. 16). En estos términos, que hacen de la melancolía un mecanismo psíquico que supone un odio matricida, Barthes no es melancólico. Él no ha aniquilado psíquicamente a la madre. Incluso esta operación no parece configurar un requerimiento de su identidad homosexual. Barthes menciona:
Puesto que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser: y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo indispensable, sino lo irremplazable. Yo podía vivir sin la Madre (todos lo hacemos, más o menos tarde); pero lo que me quedaba de vida seria por descontado y hasta el final incalificable (sin cualidad) (Barthes, 1990, p. 134).
Al referirse a la melancolía Freud señala que el yo “sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él” (Freud, 1979f, p. 243). A pesar de que podemos sospechar que Barthes, del mismo modo, puede designar a quién ha perdido pero no lo que ha perdido en ella, es preciso señalar que, más bien, las preguntas por el quién y por el qué no son fácilmente distinguibles cuando señala: “mi pena proviene del hecho de ser ella quien era” (Barthes, 1990, p. 133). Incluso la fotografía de su madre cuando era niña en el invernadero anuda ambas dimensiones, es el único objeto que, en palabras de Barthes “era perfectamente esencial, certificaba […] utópicamente, la ciencia imposible del ser único” (Barthes, 1990, p. 126).
La madre de Barthes solo existió para él, y es eso lo que la fotografía como ciencia imposible del ser único refleja. De algún modo los sentidos desplegados por Barthes disputan la narrativa que el psicoanálisis reproduce. La retórica psicoanalítica codifica bajo categorías universales a la madre y al varón homosexual. El brillo de la melancolía de Barthes se despliega en la particularidad que la imagen cobra sólo frente a la mirada de él a diferencia del sol negro de la melancolía que el psicoanálisis instituye.
A modo de conclusión: la mariconería como burla del funcionamiento edípico
El entramado edípico nos muestra la forma en que la estructura social ofrece el cuerpo de las mujeres, bajo el discurso amoroso, a una economía libidinal constitutiva de la masculinidad (Rubin, 1975; Firestone, 1976; Mitchell, 1982). Como Robert Stoller (1968) y Nancy Chodorow (2002) dejan en claro, la masculinidad supone el repudio de la feminidad. Sin embargo, este carácter reactivo de la masculinidad convive con el mandato normativo de la consecución de la heterosexualidad. De esta forma, ser varón reúne dos elementos en disputa que se cristalizan en el enlace libidinal con el otro sexo altamente amenazante. El resultado, como hemos sugerido antes, es el amor romántico. Una modalidad amorosa contaminada con formas variadas de violencia que evitan que el enlace con lo femenino al que nos enfrenta la heterosexualidad obligatoria (Rich, 1980) no sea fuente de emasculación. El dominio y la objetalización de las mujeres configuran la estrategia para mantener claras las fronteras de la masculinidad. Si tenemos en cuenta estas coordenadas, el homosexual misógino se empeña por afirmar su masculinidad. Debido al no cumplimiento del mandato de la heterosexualidad, el homosexual legitima su pertenencia al territorio de la masculinidad afirmando la estrategia disponible: la misoginia.7 El varón homosexual negocia su identidad en los términos edípicos. Por un lado rechaza a su madre en tanto objeto de elección sexual. Por otro lado no se identifica con ella, pues eso resulta feminizante. Entonces, el varón homosexual, en tanto que varón, articula su identidad masculina a partir del repudio hacia lo femenino, y esto es independiente respecto a la elección homosexual de objeto.
Judith Butler (1993) señala que las identificaciones circulantes en el complejo de Edipo responden a direcciones que los juegos de poder imprimen al deseo. Así el Edipo ya no es pensado como un hito estructural individual, sino un dispositivo de producción patriarcal de subjetividades. Ahora bien, ¿qué sucede cuando la no consecución de la heterosexualidad por parte del niño no se lleva a cabo bajo la retórica edípica del odio hacia la madre? Como ya hemos sugerido, Roland Barthes permite pensar un giro al respecto. Nos habla de su madre como una mujer irremplazable. En tanto ser único que, en su singularidad, existía sólo para él, su madre parece devenir en su mujer ideal, irremplazable. Barthes puede asumir la singularidad de su madre y permitirnos pensar en un complejo vínculo que no reintroduce el término madre en tanto objeto de amor y esposa que la heteronormatividad edípica promueve. Barthes se convierte, incluso, en madre de su madre. Señala:
Al final de su vida […] mi madre estaba débil […]. Durante su enfermedad yo la cuidaba […], se había convertido en mi niña, identificándose para mí con la criatura esencial que era en su primera foto […]. Ella, tan fuerte, que constituía mi Ley interior, yo la vivía para acabar como si fuese mi niña […], si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya no podría nunca más universalizarse (Barthes, 1990, pp. 127-128).
Como ya hemos indicado, al mismo tiempo, Barthes nos dice: “el tiempo en que mi madre vivió antes que yo, esto es para mí la Historia” (Barthes, 1990, p. 118). Revertir la relación con su madre, siendo él mismo madre de su madre devenida niña, le permite recuperar ese tiempo y así garantizar que su madre, aún cuando fue niña, fue siempre su madre y nadie más. La madre parece configurar un ideal que responde a lo que Jessica Benjamin (1995) ha conceptualizado como amor identificatorio.8 La lógica complementaria que establece la distinción edípica entre ser -identificarse con- y tener -elegir como objeto amoroso a- expone sus límites cuando mostramos otras alternativas al posicionamiento del varón homosexual misógino9. Cuando ser y tener colisionan, las posibilidades son otras. En este contexto, propongo la figura Marica para pensar, al menos, una de las formas posibles que irrumpen a partir de este cortocircuito. Además, también podría argumentarse que lejos de ser misógina la Marica es feminista. Y es eso lo que explica la idealización de la madre como recurso para apartarla del circuito en el que deviene objeto10.
La Marica no se vincula en términos de elección de objeto con su madre, simplemente porque para la Marica la madre no es un objeto. La Marica no ama a su madre, al menos no lo hace bajo los términos edípicos donde amar significa tener. En este sentido, mediante la idealización de la madre, la Marica purga el componente de dominación y odio hacia las mujeres que el patriarcado impone como requerimiento para ser varón y amar a las mujeres. La Marica no odia a las mujeres, no es un requerimiento para ella, porque las maricas no son varones. Y justamente porque no las odia jamás aceptaría los términos hegemónicos a partir de los cuales el vínculo amoroso se hace posible. En su texto Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosaFreud (1979d) expone, justamente, la degradación del objeto sexual como condición de todo amor.
Es posible que la inclinación, tan a menudo observada, de los hombres de las clases sociales elevadas a elegir una mujer de inferior extracción como amante duradera, o aun como esposa, no sea más que la consecuencia de aquella necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual psicológicamente se enlaza la posibilidad de la satisfacción plena (Freud, 1979d, p. 179).
La Marica se retira de un circuito en el que amar a la madre, y a todas las mujeres, supone degradarla. La Marica es feminista radical. La Marica combate contra las relaciones de poder que organizan el amor romántico (Firestone, 1976).
Seguramente porque la Marica no es un varón vemos hasta qué punto la identificación con lo femenino no es discordante para su posición. Incluso hemos visto como Barthes deviene madre. Barthes no es homosexual. Barthes es una Marica. Sólo la mirada de Barthes es capaz de captar a su madre en su singularidad, y suspender el papel forzado que, en tanto mujer, se le impone en el marco de un orden patriarcal inevitablemente heterosexual.
La Marica escapa a la taxonomía que el Edipo prevé para sus salidas fallidas. El complejo de Edipo en Freud es potente en tanto explica -bajo la misma lógica que separa dicotómicamente identificación y elección de objeto- la producción de heterosexualidad -alineación normativa del deseo- y la producción de homosexualidad -alineación abyecta del deseo. La posición Marica cortocircuita los términos de esta lógica subyacente. El resultado: una localización identitaria que no abraza la misoginia propia de la masculinidad hegemónica y tampoco despliega la elección de objeto heterosexual. La mujer, es este caso, no es objeto de amor de la Marica. Vía idealización salvaguarda a la mujer del destino objetal, y así queda al margen de la trampa hetero-patriarcal que exige a los varones desidentificarse de sus madres y repudiar lo femenino, y, al mismo tiempo, vincularse amorosamente con mujeres para el logro de la heterosexualidad. La Marica no asume ninguno de estos dos elementos en pugna que confluyen en la masculinidad, y que permanecen en la base de una forma de amor que se resuelve en violencia, degradación y dominio hacia las mujeres -lo que Jessica Benjamin (1995) señala como una modalidad de amor anterior a la operación del complejo de Edipo, cuando era posible desplegar el amor hacia lo que uno desea ser, en términos del deseo de un sujeto hacia otro sujeto significado como alteridad y tomado, al mismo tiempo, como referente identificatorio.
Debido a que la Marica cuestiona la división edipica entre ser y tener, su posicionamiento identitario excede al binario masculino-femenino. No es mujer, pero lo femenino forma parte de sus insignias identificatorias. Nos es varón, pero su localización subjetiva no se resuelve cabalmente en una performace11 de la femineidad. La Marica es una identidad de borde en la que las identificaciones cruzadas entre los géneros permiten deshacer la rigidez de los ordenamientos convencionales. Si un observador externo puede identificar destellos de masculinidad en una Marica, aquello que identifica es masculinidad como significante vacío -ahora devenido Marica, como efecto de la depuración de la misoginia reactiva y de la heterosexualidad obligatoria.
La figura de la Marica que aquí se propone no existe en tanto identidad coherente y estable. Tampoco los atributos que aquí adjudicamos a la Marica son el resultado de hechos histórico-vivenciales fácticamente acaecidos. No se trata de un conjunto de ciertas vivencias que determinan una identidad diferente y más sofisticada -la Marica- con relación a la norma social. La Marica es una identidad política. Los términos que aquí delimitamos son el intento de generar un relato, una narrativa, socialmente disponible, que opere como marco de subjetivación alternativa. La disponibilidad de otros relatos hace posible que tal materialidad significante pueda ser utilizada para una resignificación política. Paco Vidarte señala que “ser sujeto marica, convertirse en marica, no es algo dado previamente […]. Nuestro porvenir radica en identificarnos como […] maricas” (Vidarte, 2010, pp. 67, 69). La marica resulta inconsistente ante la lógica binaria del ser y tener que enlaza los géneros de forma complementaria. Ante el Edipo “ser marica […] no tiene ningún sentido. […] somos absurdos, incomprensibles […]. La obsesión por la identidad, por llenarnos de sentido, por hacernos un capital teórico es una exigencia que viene de su lado” (Vidarte, 2010, p. 70).
Nos alejamos de la afirmación freudiana que señala que: “En su cuarto o quinto año de vida, el pequeño ser humano a menudo está hecho, y no hace sino sacar a luz poco a poco lo que ya se encontraba en él” (Freud, 1979g, p. 324). Lejos de esto, afirmamos la postura de Piera Aulagnier (1991), quien nos brinda un modelo de subjetividad abierta, en continuo devenir. No sólo la apertura es al futuro, sino al pasado. Aulagnier adjudica al sujeto la posibilidad de realizar un trabajo de una puesta en historia,
Gracias al cual un tiempo pasado y, como tal, definitivamente perdido, puede continuar existiendo psíquicamente en y por esa autobiografía, obra de un Yo que sólo puede ser y devenir prosiguiéndola de principio al de su existencia. Autobiografía no solamente jamás terminada, sino en la cual, los capítulos que se creían definitivamente acabados, pueden prestarse a modificaciones, ya sea añadiendo nuevos párrafos o haciendo desaparecer otros (Aulagnier, 1991, p. 442).
Si es posible construirse un pasado, es importante la disponibilidad de otros modos de ser que admitan la multiplicidad deseante, no misógina. En esta dirección la Marica, no es la expresión de una identidad cristalizada en la infancia, más bien se ofrece como un posicionamiento ético-político que involucra un rechazo a las relaciones de dominación propias del patriarcado. La politización de la propia sexualidad es posible mediante una resignificación política de nuestras identificaciones (Butler, 1990). Hasta aquí se ha sugerido una narrativa a disposición de aquel trabajo,
merced al cual el tiempo pasado y perdido se transforma y continúa existiendo psíquicamente con la forma de discurso que le habla, de la historia que lo guarda en la memoria, que permite al sujeto hacer de su infancia ese ‘antes’ que preservará una ligazón con su presente (Aulagnier, 1991, p. 444).
Pero si contar con una historia en necesario para nuestra posición subjetiva presente, nuestro pasado no es pétreo y determinante. Las narrativas allí cristalizadas no son inmunes a la potencia política de revisar nuestra identidad. Después de todo el sujeto es capaz de poner en historia y memoria su propio devenir, trabajo “gracias al cual se construye un pasado como causa y fuente de su ser” (Aulagnier, 1991, p. 444). Hasta aquí una invitación a identificarnos con este libreto subversivo, no edípico.