Introducción
La palma de aceite o palma africana (Elaeis guineensis Jacq.) es, para muchos, sinónimo de grandes plantaciones en manos de empresas agroindustriales. Sin embargo, los pequeños productores son claves en el sector. Se estima que estos suministran alrededor de 40% del total de aceite de palma producido en el mundo (RSPO, 2018). El caso de México es particularmente relevante por ser uno de los países de América Latina con mayor proporción de superficie de palma de aceite en manos de este tipo de productores. Este artículo explica cómo y por qué tantos pequeños productores han sembrado este cultivo en Chiapas. Haciendo uso de la ecología política, en este estudio argumento que, más allá de la cuestión económica, la expansión de la palma de aceite es también consecuencia de ciertas prácticas políticas, tanto por parte del Estado como de los productores y sus organizaciones, vinculadas a la historia agraria y ambiental de las regiones de estudio (Soconusco y Selva Lacandona). En este artículo abogo por considerar la dimensión política como clave para comprender por qué ciertos cultivos y formas de producción llegan a ser predominantes.
La palma de aceite, en especial en su modalidad agroindustrial,2 es un cultivo en clara expansión. En la última década se ha duplicado el precio del aceite de palma, de 317 a 715 dólares por tonelada (Index Mundi, 2017), lo cual ha impulsado, en buena medida, la siembra de siete millones de hectáreas de palma, con una superficie estimada de 1 986 hectáreas sembradas al día (FAOSTAT, 2017). A raíz de esta expansión han proliferado los estudios académicos sobre el sector, que podemos agrupar en tres corrientes. Primero y dada la siembra de este cultivo en regiones tropicales húmedas, muchos estudios han analizado cómo este cultivo contribuye a la deforestación, al cambio climático y a la pérdida de especies de alto valor ecológico (Fitzherbert et al., 2008). Segundo y dado el reciente ciclo de compra de tierras para este y otros cultivos agroindustriales (Borras Jr et al., 2010), gran cantidad de estudios han analizado el vínculo entre la expansión de plantaciones de palma del sector privado y el acaparamiento, en ocasiones violento, de recursos de comunidades indígenas y campesinas (León Araya, 2017; Ojeda et al., 2015). Y tercero, un creciente volumen de estudios ha abordado las implicaciones que este cultivo tiene para los pequeños productores y los trabajadores (Mingorría et al., 2014; Potter, 2011).3 Este estudio se enmarca en esta última corriente y analiza el caso de los pequeños productores de palma de aceite en Chiapas.
En la literatura destacan dos enfoques para explicar las causas y consecuencias del involucramiento de los productores rurales en cultivos agroindustriales como la palma. El primer enfoque explica la siembra de palma como resultado de una decisión económica de orden individual o familiar. Así, Levang et al. (2016) escriben lo siguiente en relación al éxito de este cultivo entre los pequeños productores de Indonesia:
La mayor parte de esta gente4 es muy individualista y rara vez se abstienen de saquear los recursos naturales cuando están en posición de hacerlo. En todas las localidades, las comunidades tienen cada vez mayores aspiraciones monetarias y desean una fuente constante de ingresos para asegurarse el acceso a la educación y a los servicios de salud, así como para comprar motocicletas y electrodomésticos. Para lograr estos objetivos, la palma ofrece la mejor oportunidad a mano (traducción del autor).
Estos investigadores consideran que la ganancia explica la conversión a palma de aceite y conciben a esta particular sociedad rural como conformada por un agregado de individuos movidos por intereses monetarios. Bajo este enfoque se considera a los productores de palma como agentes económicos racionales y se habla, en consecuencia, de «participación» en el sector: este cultivo se considera una «opción» que los productores toman «libremente» ante un portafolio de alternativas productivas, y que valoran en términos de costo-beneficio y riesgo económico.
El segundo enfoque analiza las implicaciones que los cultivos agroindustriales tienen a nivel de clases rurales, en particular en relación a procesos de diferenciación social. Particularmente representativo de este enfoque es el estudio de McCarthy (2010) que indaga sobre los efectos diferenciados, temporales y espaciales, que la siembra de palma africana ha tenido en los productores según clase y condición étnica en cuatro comunidades de Sumatra (Indonesia). Investigaciones recientes han también analizado como la incorporación de las familias rurales a formas de producción agroindustrial supone nuevas formas de sujeción al capital que pueden traducirse en pérdidas de control en cuanto al uso de la tierra y el trabajo (Henderson, 2017; McKay, 2017). Aspectos como los contratos, el crédito y el uso de paquetes tecnológicos se constituyen, en determinadas circunstancias, en mecanismos que permiten al sector privado apropiarse, de manera temporal o permanente, de recursos campesinos. A diferencia del enfoque anterior, este tipo de estudios se centra en la dimensión colectiva y en los procesos sociales y económicos que limitan la capacidad de acción de los productores rurales.
Si bien afín al segundo enfoque, en este análisis me centro en la cuestión política. Existe un buen número de estudios que se interesan por las políticas gubernamentales de incentivo al cultivo de palma, así como por los procesos de resistencia que se han generado en las comunidades rurales (Alonso-Fradejas, 2015; Delgado y de Diego, 2013). Menos comunes son, sin embargo, las investigaciones que analizan cómo la dimensión política, entendida como arena de disputa y negociación entre Estado y población rural en contextos materiales concretos, explica la incorporación de los productores a este cultivo (véase Castellanos-Navarrete y Jansen, 2017; Córdoba et al., 2018). Esta es una importante tarea, pues la palma es objeto de fuerte promoción por parte de instituciones gubernamentales en la mayor parte de los países productores, pudiendo concebirse este cultivo como «proyecto de Estado». Es, no obstante, poco claro cómo se han logrado implementar programas de fomento a la palma en México y América Latina, siendo que tanto los gobiernos como los proyectos de modernización rural parecieran estar cada vez más deslegitimados.
En este artículo pretendo un análisis de la dimensión política de la expansión del cultivo de palma de aceite en Chiapas que desborde la dimensión social y que tenga en cuenta los aspectos materiales y territoriales que involucra dicho proceso. Recurro para ello a la ecología política. Este enfoque nos ha permitido politizar problemas de orden ambiental: revisando para ello cómo, más allá de los procesos locales, la demanda de los mercados globales, las políticas de desarrollo instrumentadas por el Estado y las concepciones dominantes sobre lo que es naturaleza y cómo debe ser usada resultan en procesos de degradación ambiental (Durand et al., 2011; Robbins, 2012: 18-23; Velasco, 2017: 27-29). Esto nos ha servido para comprender mejor la dimensión política de los problemas ambientales (¿quiénes y por qué tienen acceso a qué recursos naturales?, ¿y con qué consecuencias?) y las implicaciones sociales de la degradación ambiental y de las soluciones que se proponen (¿quiénes ganan y quiénes pierden?). En este artículo hago el recorrido inverso y empleo este enfoque para «ecologizar» el estudio de la expansión de la palma de aceite en Chiapas. De la ecología política se deriva que el poder no es solo una relación social, sino que también está mediado por la naturaleza y el espacio.
Este estudio es resultado de 16 meses de trabajo de campo con enfoque etnográfico que llevé a cabo entre 2011 y 2017 en la región del Soconusco (en los municipios de Huixtla y Villa Comaltitlán) y en el sur de la Selva Lacandona (Benemérito de las Américas y Marqués de Comillas), así como en ciudades relevantes de cada región y del país (Figura 1). Durante este periodo elaboré un diario de campo con 185 registros de observación y realicé para este artículo 108 entrevistas, distribuidas de la siguiente manera: pequeños productores de palma (40), encargados de plantaciones del sector privado (11), representantes de organizaciones de pequeños productores de palma (16), representantes de otras organizaciones productivas (15), líderes de organizaciones campesinas de importancia histórica en las regiones de estudio (8), autoridades comunitarias (7) y funcionarios y técnicos vinculados a gobierno (11). Recurrí, además, a métodos complementarios como el levantamiento de una encuesta a 250 productores de palma en 2012-2013 para obtener información sobre prácticas productivas y características socio-económicas de los productores, y a la recolección de documentos de archivo y contemporáneos.
Ecología política y hegemonía
En este apartado explico por qué la ecología política ofrece bases para estudiar a los pequeños productores de palma aceitera en México. Argumento que, sin embargo, este enfoque puede resultar insuficiente y recurro al concepto de hegemonía para explicar cómo, sin perder de vista el carácter coercitivo de los modelos de desarrollo convencionales, ciertas prácticas y formas de producción pueden llegar a ser aceptables a nivel rural y, por tanto, constituirse en predominantes.
Las ventajas que la ecología política ofrece para el presente análisis son tres: 1) este enfoque supera conceptualizaciones de los productores como meros individuos en pos de sus intereses económicos; 2) parte de la ecología política se construye a partir de estudios empíricos, con frecuencia etnográficos, que atenúan explicaciones mecanicistas del cambio social; y 3) este enfoque toma en cuenta además las relaciones sociedad-naturaleza.
En cuanto a la primera ventaja, en ecología política no se concibe a las sociedades rurales como conformadas por un agregado de individuos (concepción propia del individualismo metodológico) ni a los productores como agentes que se mueven en función de intereses económicos (como dictan las teorías de elección racional). Esto es así porque este enfoque hereda su conceptualización del mundo rural de los estudios sobre el campesinado.
Los estudios sobre el campesinado se desarrollan en el siglo XX a partir de dos contradicciones con la teoría marxista ortodoxa: la persistencia del campesinado en el «tercer mundo» -supuestamente destinados a convertirse en proletarios a consecuencia de la expansión del capitalismo global- y su participación en revoluciones y movimientos insurgentes a pesar de su hipotético carácter burgués (por ser propietarios de sus medios de producción). La primera contradicción generó el debate sobre la cuestión agraria, es decir, sobre los efectos que el capitalismo tiene en la transformación de las clases rurales. Si bien en un inicio la discusión se centró en la posible proletarización del campesinado, el debate se orientaría de manera gradual al análisis de los variados procesos sociales (diferenciación social, migración, explotación del trabajo femenino, etc.) que las relaciones capitalistas generan en el entorno rural (Paré, 1991). La segunda contradicción, bajo la lógica del marxismo ortodoxo, nace de la «inesperada» participación del campesinado en revueltas y revoluciones durante el siglo XX en países como Cuba, Nicaragua o Vietnam, que permitió pensar en el campesinado como sujeto político más allá de su articulación en relaciones y modos de producción concretos.
De estos dos debates derivo mi conceptualización de los pequeños productores de palma como sujetos económicos dada su conformación en clases rurales configuradas por relaciones económicas más allá de su control y como sujetos políticos en cuanto integrantes de una o varias comunidades políticas (facciones, movimientos u organizaciones) en relación, de diferente signo, con el Estado.5 En este texto me refiero a los productores de palma como «pequeños productores» (en virtud del tamaño de sus propiedades, siendo que en palma se considera pequeños a aquellos con menos de 50 hectáreas sembradas de palma), «ejidatarios» (dado el régimen de tenencia de la tierra) o como «productores» (por su orientación al mercado). Si bien uso estos términos, mi conceptualización de estos productores no es la de teorías asociadas con dichas categorías. Concibo a los pequeños productores de palma como sujetos agrarios en cuanto a su pertenencia a ciertas clases rurales y como partícipes de una determinada comunidad política y cultural. Dicha conceptualización me permite superar la dimensión económica para también abordar los procesos políticos que, a nivel colectivo, pudieran explicar el involucramiento de estos productores en el cultivo de la palma aceitera.
En cuando a la segunda ventaja de la ecología política, una parte de estos estudios se caracteriza por ser marcadamente empírica y por recurrir con frecuencia a las técnicas etnográficas como método de investigación. La presencia en campo por períodos largos de tiempo ha llevado a investigadores en ecología política a tomar en cuenta la capacidad que tienen las clases subalternas para reaccionar y acomodarse a viejas y nuevas relaciones económicas y políticas a las que están sujetas. Así, por ejemplo, Moore (2005) mostró cómo el campesinado en Kaerezi (Zimbabue) resiste, se acomoda y navega en una región marcada por múltiples imposiciones: coloniales, producto de luchas de liberación nacional y resultado del establecimiento de un área natural protegida. Este enfoque es menos proclive a caer en explicaciones mecanicistas del cambio social que consideran a los productores rurales como víctimas de las relaciones económicas del sistema capitalista o como sujeto colectivo que necesariamente se moviliza políticamente en contra de este.
En tercer lugar, la ecología política tiene en cuenta cómo la naturaleza puede modificar las relaciones sociales. Explicaciones convencionales sobre el involucramiento de los pequeños productores en palma se enfocan en los retornos económicos o en la sujeción del campesinado a relaciones económicas de orden regional y global. Esta literatura suele desestimar el papel de la materialidad en las transformaciones territoriales. Una plaga puede, por ejemplo, generar importantes cambios en las relaciones de producción (Johnson, 2017). En lugar de asumir a priori que cultivos como la palma tendrán efectos nocivos en el ambiente del que dependen los productores, se debe tener en cuenta cómo los procesos de coproducción sociedad-naturaleza son dinámicos y poco predecibles, tanto en sus impactos como en sus consecuencias (Scoones, 1999). En este sentido, al considerar las relaciones sociedad-naturaleza, la ecología política aporta una nueva perspectiva que contribuye a las discusiones entabladas por los estudios sociales.
La ecología política adolece, sin embargo, de ciertas limitaciones teóricas, de manera particular en sus paradigmas dominantes. En su intento por ofrecer una lectura política de los problemas ambientales, este enfoque se ha centrado en casos de acaparamiento y despojo de recursos naturales que afectan a comunidades indígenas y campesinas. De ese modo, muchos estudios analizan casos en los cuales existe un fuerte antagonismo entre, por un lado, el Estado y/o las elites económicas que tratan de apropiarse de recursos naturales y, por otro, las clases subordinadas que padecen dichas intervenciones y que, en algunos casos, se movilizan. Esta perspectiva, que es de gran utilidad para visibilizar las graves consecuencias sociales y ambientales del despojo, no ofrece, sin embargo, demasiadas pistas acerca de las contradictorias relaciones sociales que emergen en el seno de las clases subalternas en otros casos. Siguiendo la ruta marcada por otros investigadores en ecología política (Aguilar-Støen y Bull, 2016; D’Alisa y Kallis, 2016), recurro al concepto de hegemonía para ofrecer una conceptualización teórica más compleja de la relación entre Estado y clases rurales.
El concepto de hegemonía, formulado por Gramsci, permite superar la imagen de simple polarización entre elites y clases subordinadas y observar cómo diferentes clases sociales y facciones se configuran políticamente en contextos socioeconómicos y materiales concretos. Por hegemonía se entiende el proceso por el cual una clase dominante, en el sentido político, logra obtener el consenso de las clases subalternas. Con frecuencia se usa el término en su acepción popular, es decir, como sinónimo de dominación política o ideológica. Según esta perspectiva, también presente en Gramsci (1975a: 1319-1320, 1985), la hegemonía sirve de sustento a una polarización entre aquellos que dominan y los que son o bien manipulados o bien obligados a «creer». Esto presupone la existencia de una hábil clase política, no solo capaz de alcanzar la supremacía mediante el ejercicio de la violencia y la represión sino también por vía de la manipulación política e ideológica, particularmente mediante la instrumentalización de las creencias populares, a lo que Gramsci llamaba «sentido común», a su favor. Entendido así, el concepto de la hegemonía es limitado pues considera el consenso como solo funcional a la elite, y la resistencia y el levantamiento como las únicas estrategias políticas viables para las clases subalternas.
Más allá de la dominación, Gramsci desarrolló explicaciones más refinadas sobre cómo las elites políticas, insertas en el Estado, logran el consenso popular. Distinguía dos posibles tipos de hegemonía: aquel en que la clase dominante logra la connivencia popular por medio de concesiones de carácter corporativo, recurriendo en ocasiones a la coerción y a la violencia, y que puede considerarse parcial; y otro, el de la hegemonía plena, que consiste en la construcción de alianzas a partir de demandas comunes a un amplio espectro social (Gramsci, 1975b: 1583-1584; véase también Roux, 2005: 37-38). Desde esta perspectiva, el consenso no solo presupone que las clases subordinadas acepten un determinado orden hegemónico, sino que incluso lleguen a reproducirlo de manera activa por motivos propios. Esta forma de conceptualizar la hegemonía nos permite concebir la existencia de múltiples formas de «sentido común» dentro de las clases subalternas y, por tanto, pensar en una variedad de proyectos políticos en construcción, superándose así el dualismo entre emancipación y falsa conciencia. El uso de este concepto en ecología política requiere dos puntualizaciones.
Primero, el concepto de hegemonía en su acepción más compleja implica considerar al Estado como un ente heterogéneo y no siempre en connivencia con el poder económico. El Estado es heterogéneo cuando se concibe como arena de poder. Es decir, es necesario considerar los diferentes proyectos políticos que habitan en el Estado, habiendo proyectos predominantes y en conflicto con proyectos alternativos (Rodríguez, 2006). Además, el Estado no puede considerarse como necesariamente alineado con determinados intereses económicos. Estos intereses juegan un papel importante, pero en contextos democráticos, y aun semidemocráticos, los Estados necesitan además el refrendo popular. El Estado se construye así con base en ciertas prácticas y discursos legitimadores a los cuales se ve forzado a responder, aunque sea de forma muy parcial.
En segundo lugar, la hegemonía es más que el balance de fuerzas políticas construidas de manera estratégica en el terreno retórico. Debemos considerar la dimensión material en el sentido productivo y económico, dimensión a la que ya hacía referencia Gramsci (1975b: 1591). Es decir, la construcción de proyectos hegemónicos depende también del medio material en el cual se produce la contienda política. En ecología política esto supone considerar el papel que juegan las relaciones sociedad-naturaleza en la construcción de un cierto proyecto que pretende tornarse hegemónico. Además, y dado el carácter geográfico desigual de los procesos de desarrollo, este concepto debe ser entendido en su dimensión territorial (véase Bobrow-Strain, 2005). Esto implica integrar el proceso de construcción de hegemonía a la amalgama de procesos sociales y materiales que conforman lo que entendemos por territorio. Caracterizo a continuación el sector de la palma de aceite en Chiapas y el proyecto gubernamental de incentivo a este cultivo.
Palma de aceite en Chiapas
El incremento en el precio del aceite de palma de la última década y el déficit nacional en aceite vegetal explica, en buena medida, la adopción en México de políticas gubernamentales orientadas a incentivar la siembra de palma de aceite o africana. En 2016 el cultivo alcanzó las 90 000 hectáreas, superficie distribuida entre los estados de Chiapas (48%), Campeche (26%), Tabasco (18%) y Veracruz (8%) (SIAP-SAGARPA, 2017). En Chiapas la palma de aceite fue, de hecho, el cultivo que más creció en superficie en la última década. Se encuentra en la región del Soconusco (28 020 hectáreas) y en el norte (8 524) y sur de la Selva Lacandona (6 900). De las 11 extractoras de aceite crudo de palma en el estado,6 seis se ubican en el Soconusco donde, además, tres (BEPASSA, La Primavera y Zitihuatl) son propiedad de pequeños productores. El Soconusco destaca por haber sido, muy posiblemente, la primera región de siembra de este cultivo en México y el sur de la Selva Lacandona7 por haber involucrado a un gran número de familias rurales en un muy corto período de tiempo, a pesar de su incorporación tardía, en 2005.
En el Soconusco, el cultivo de palma se ubica en las llanuras costeras, donde en el último siglo, además de ganadería, se ha desarrollado una agricultura intensiva enfocada en la producción de banano, caña de azúcar y mango. En esta región hay tanto productores de gran escala en tierras tituladas como propiedad privada (~ 450 ha) como pequeños productores (~ 10 ha) bajo el régimen de tenencia ejidal (véase abajo). La Selva Lacandona es una región eminentemente campesina donde los productores se han dedicado a la ganadería, muchas veces a costa de las selvas tropicales de la región. En esta región, el tamaño promedio de las propiedades campesinas es mayor (entre 20 y 50 hectáreas) dado el reparto de tierras que tuvo lugar en la década de 1980 como parte de la política nacional de colonización de tierras baldías (De Vos, 2002: 169-171). El nivel de pobreza es superior a 60% de la población en ambas regiones de estudio. La Selva Lacandona se distingue por la presencia de población indígena (34% vs. 1% en Soconusco) y el Soconusco por una mayor superficie titulada como propiedad privada (39% vs. 3% en la Selva Lacandona) (CONAPO, 2010; INEGI, 2007a, 2010).
En cuanto a los productores de palma de aceite en México podemos distinguir entre pequeños (≤ 50 hectáreas sembradas con palma de aceite( y grandes > 50 hectáreas). Los primeros viven, en la mayoría de los casos, en tierras tituladas como propiedad ejidal, mientras que los segundos suelen estar bajo propiedad privada, siendo, por tanto, con frecuencia identificados como «ejidatarios» y «sector privado», respectivamente. A diferencia del sector privado, los ejidatarios dependen en buena medida de la mano de obra familiar y suelen, además, tener otros cultivos y, en ocasiones, algunas cabezas de ganado. Este tipo de productor varía dentro de cada región dadas las diferencias de clase y entre regiones dado el contexto agrario y los vínculos existentes con la economía de mercado. En el Soconusco, según la encuesta, los productores de palma tenían en promedio 9.8 hectáreas de propiedad, de las cuales 5.5 tenían palma de aceite sembrada (Cuadro 1). En la Selva Lacandona los productores poseían 42.8 hectáreas, de las cuales 13.8 correspondían al cultivo de palma. En cuanto a la orientación al mercado, los ejidatarios del Soconusco transitaron de cultivos comerciales a palma, mientras que en la Selva la conversión fue, con frecuencia, de ganado a palma,8 habiendo un pequeño porcentaje de ejidatarios en ambas regiones que antes de la palma vivía de jornalear.
Tipo de productores | Fuente principal de ingresos | |||||||||||
Productores encuestados | Tamaño de la propiedad (ha)b | Área bajo palma de aceite (ha) | Trabajo familiar | Trabajo contratado | Palma aceitera (%)c | Ganado (%) | Cultivos comerciales (%) | Maíz (%) | Jornal (%) | Otros ingresos (%) | ||
Selva Lacandona2 | ||||||||||||
Ejidatariosd | ||||||||||||
Clase baja | 47 | 17.4 | 7.4 | 2 | 1 | 85 | 0 | 4 | 2 | 6 | 2 | |
Clase media | 36 | 27.4 | 10.3 | 2 | 2 | 92 | 0 | 0 | 0 | 0 | 9 | |
Clase alta | 38 | 85.9 | 24.4 | 1 | 5 | 79 | 11 | 5 | 3 | 0 | 3 | |
Sector privado | 4 | 272.4 | 116.8 | 1 | 13 | 50 | 25 | 0 | 0 | 0 | 25 | |
Soconusco | ||||||||||||
Ejidatarios | ||||||||||||
Clase baja | 55 | 4.6 | 3.3 | 1 | 1 | 75 | 0 | 4 | 4 | 13 | 6 | |
Clase media | 37 | 9.4 | 5.7 | 1 | 1 | 70 | 3 | 11 | 0 | 3 | 14 | |
Clase alta | 27 | 20.2 | 8.9 | 1 | 2 | 63 | 0 | 33 | 0 | 0 | 4 | |
Sector privado | 6 | 486.3 | 436.0 | 0 | 9 | 50 | 17 | 17 | 0 | 0 | 17 |
a Fuente: Encuesta a 250 productores de palma de aceite en las regiones de estudio
b Hectáreas (ha)
c Porcentaje de productores
d A los ejidatarios se les categorizó en clases baja, media y alta por región según disponibilidad de capital (fuente principal de ingresos, acceso a la tierra y vínculos con el mercado) y trabajo (compraventa de mano de obra) (ver Castellanos-Navarrete y Jansen, 2018)
El sector privado está conformado por ganaderos que convirtieron sus ranchos a palma («rancheros»), por empresas (entre las que destacan aquellas involucradas en la extracción de aceite) y por inversionistas. Según la encuesta, en el Soconusco este tipo de productores eran rancheros y empresas con propiedades bajo el régimen de propiedad privada, que tenían, en promedio, plantaciones de palma de 436 hectáreas (concentrando 80% de la superficie de producción muestreada en la región de estudio). En la Selva Lacandona este tipo de productores lo conformaban inversionistas y algunas empresas que compraron terrenos ejidales y establecieron plantaciones de 177 hectáreas en promedio. Por inversionistas me refiero a individuos con acceso a capital y que llegaron a la región para sembrar palma de aceite y que se integraron en algunos casos a la vida de los ejidos. Según la encuesta realizada en 2012, los grandes productores concentraban 22% de la superficie bajo palma muestreada pero observaciones en campo apuntan a que es posible que este porcentaje haya crecido en los últimos años.
La presencia de un número significativo de pequeños productores en el cultivo de palma aceitera en México está relacionada con la tenencia ejidal y con el tipo de fomento al cultivo por parte del Estado. En cuanto a la tenencia, el 86% de la tierra en las regiones de estudio es ejidal. La existencia de este tipo de tenencia aún supone la existencia de candados a la compra-venta de terrenos que juegan a favor de los pequeños productores. La legislación agraria (artículo 27 de la Constitución) impide, por ejemplo, la expropiación de terrenos por deudas o que un ejidatario concentre más de 5% de la superficie en un ejido. Aunque en 1992 se modificó la ley agraria permitiendo la privatización de parcelas y tierras ejidales, han sido pocos los ejidatarios que han optado por hacerlo. En Chiapas, hasta 2007, solo se habían privatizado 6% de las tierras ejidales (INEGI, 2007b). En estas circunstancias, la compra-venta de tierra suele depender de las asambleas ejidales, órganos colectivos compuestos por ejidatarios, que con frecuencia han obstaculizado las ventas a inversionistas y empresas (Castellanos-Navarrete y Jansen, 2015). Los ejidos suelen además tener sus tierras distribuidas en áreas de uso común dedicadas a la conservación y áreas parceladas donde, generalmente, las parcelas tienen 20 hectáreas como máximo. Tanto las particularidades de la tenencia ejidal como la fragmentación de la propiedad al interior de los ejidos han supuesto un cierto freno a la expansión de los grandes productores en las regiones de estudio.9
Además de la tenencia, el tipo de intervención estatal de incentivo al cultivo permitió la incorporación de los pequeños productores. En Chiapas, el gobierno del estado repartió, a través del programa de Reconversión Productiva (2007-2012), plántulas de palma sin costo a productores interesados, muchos de ellos ejidatarios. Dicho programa, operado por el Instituto de Reconversión Productiva y Bioenergéticos (IRBIO),10 proporcionó, según cifras reportadas por la Cuenta Pública Estatal, alrededor de tres millones de plántulas de palma en viveros repartidos en las regiones productoras. Además de las plántulas, IRBIO entregó un subsidio de 1 000 pesos por hectárea de palma a parte de los productores interesados en sembrar este cultivo. A nivel federal, la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural y Pesca (SAGARPA), junto con Fideicomisos Instituidos en Relación a la Agricultura (FIRA) y otras dos instituciones federales, operó el programa Trópico Húmedo (2009-2013), después componente Desarrollo Productivo Sur Sureste en el programa Productividad y Competitividad Agroalimentaria (2014-2017). Estos programas implicaron la entrega de fondos adicionales a buena parte de los productores de palma de aceite.
En general, los incentivos para la siembra de palma en México, ya fueran plántulas o subsidios, han sido entregados por número de hectáreas solicitadas. Es decir, los programas de fomento al cultivo han favorecido, dentro y fuera de los ejidos, a aquellos con mayor cantidad de tierra. Además, tanto a nivel estatal como federal, la entrega de subsidios ha estado condicionada a la siembra de palma de aceite con densidades de 135 a 150 plantas por hectárea. Así, por ejemplo, el paquete tecnológico diseñado por el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP) para plantaciones de palma de aceite, y que constituye la base para los subsidios disponibles, prevé una densidad mínima de 135 plantas por hectárea (Sandoval Esquives, s./f.: 6). Esto, en la práctica, supone que la única forma de producción posible de la palma de aceite bajo los esquemas de incentivo gubernamentales sea como monocultivo. Si bien ambos niveles de gobierno favorecieron la siembra de palma entre los ejidatarios bajo la premisa de que la integración al mercado y la modernización productiva son claves para el desarrollo del campo mexicano, gobierno estatal y federal actuaron de manera diferenciada.
El gobierno federal, a través del programa Trópico Húmedo primero y el componente Desarrollo Productivo Sur Sureste después, repartió fondos a la mayor parte de los ejidatarios a través de FIRA, institución que tenía por condición la entrega de subsidios a productores con créditos solicitados. Aunque las tierras ejidales no pueden ser expropiadas por deudas, este programa profundizó el involucramiento de los pequeños productores en los mercados financieros, con los costos económicos que esto implica. Esto contrasta con los apoyos que entregó SAGARPA bajo este mismo programa. Según el padrón de beneficiarios publicado, esta institución entregó 70% de sus recursos a empresas con plantaciones de palma de aceite, algunas en manos de grandes grupos industriales, a fondo perdido. Más allá de un discurso que ha hecho referencia a la importancia de generar desarrollo en los ejidos a través de la siembra de cultivos «con potencial productivo y mercado» (SAGARPA, 2011), las instituciones federales priorizaron el fomento a la inversión privada, sin proteger al sector ejidal en el largo plazo.
En el caso del gobierno estatal, el reparto de recursos fue a fondo perdido, incluyendo a una proporción significativa de ejidatarios. Instituciones del gobierno estatal justificaron dicha intervención argumentando que la incorporación de los ejidatarios a la producción de palma supondría su transformación de productores de subsistencia, mal viviendo del maíz, a productores comerciales con ingresos significativos (Gobierno del Estado, 2009b, 2010). Pero además de la rentabilidad, la palma contribuía, según el gobierno estatal, a la conservación ambiental. Sirva de ejemplo el siguiente extracto de un boletín gubernamental:
Juan Sabines Guerrero (gobernador en Chiapas, 2006-2012( resaltó que en Chiapas se ha impulsado con éxito la reconversión productiva, que significa promover la sustitución de cultivos tradicionales, como el maíz de autoconsumo, y que afectan al medio ambiente (a través de la tumba, roza y quema(, por otros sustentables, y que potencializan el ingreso (Gobierno del Estado 2009a).
De acuerdo con esta y otras afirmaciones similares, el gobierno del Estado concebía el cultivo de palma como alternativa a la milpa itinerante, que consideraba perpetuaba un ciclo de pobreza caracterizado por una forma de producción con pocas o nulas ganancias y altos costos ambientales en forma de incendios y deforestación.11 En estas circunstancias, emergió en Chiapas un polémico discurso gubernamental que concebía la palma como estrategia para el logro de la sustentabilidad en la producción campesina, siendo que estos campesinos debían pasar de ser, supuestamente, productores de subsistencia a productores comerciales integrados al mercado y así quedar finalmente articulados por ideas de eficiencia económica, productiva y ambiental.
En Chiapas existe un número significativo de pequeños productores involucrados en el cultivo de palma de aceite, tanto por la existencia de la tenencia ejidal como por el tipo de programas de incentivo puestos en marcha. La entrega de plántulas sin costo y el acceso a subsidios ha permitido a un buen número de pequeños productores sembrar palma de aceite. A diferencia de los pequeños productores en otras latitudes, en las regiones de estudio han podido, por el momento, eludir los contratos individuales de comercialización con las empresas extractoras de aceite pudiendo vender su fruta al mejor postor. La política de fomento al cultivo no parece, sin embargo, haber sido diseñada pensando necesariamente en el mejor interés de los ejidatarios. La política hasta ahora impulsada favorece a los productores con mayor superficie, dentro y fuera de los ejidos, e incentiva procesos de diferenciación social. No podemos, además, perder de vista la dimensión coercitiva de esta política. A nivel ideológico, la política de fomento de la palma de aceite solo concibe como deseables aquellas formas de vida altamente monetizadas, mientras asume otras, como la producción de subsistencia, como sinónimos de pobreza e incluso de degradación ambiental. Dados los costos que esta política pudiera tener para los ejidatarios, es poco claro cómo el Estado logró implantarla en buena parte de los ejidos del Soconusco y la Selva Lacandona. Este es el aspecto que analizo a continuación.
Estado y organizaciones
En una de mis primeras entrevistas a pequeños productores de palma de aceite, un ejidatario, presidente de una Sociedad de Producción Rural (un tipo de organización productiva) del Soconusco, me comentó: «organizado uno lo apetece el gobierno porque uno está unido» (entrevista, 8/11/2011, La Alianza). Este comentario, que me pareció críptico en su momento, se fue esclareciendo en el transcurso de la investigación. En este apartado explico cómo el gobierno, en particular a nivel estatal, apoyó de manera preferente a aquellos ejidatarios que estaban organizados, y cómo esta articulación entre gobierno del estado y organizaciones productivas conformadas por pequeños productores fue clave para construir consenso a nivel ejidal en torno al proyecto de siembra de palma de aceite en las regiones de estudio.
En el papel, cualquier ejidatario podía acceder a los apoyos destinados a la siembra de este cultivo. Pero lo cierto es que en la práctica los ejidatarios debían estar organizados si querían obtener plántulas de palma o, incluso, crédito. Un encargado de una plantación del sector privado lo explicó de la siguiente manera:
En el área del Soconusco tenemos alrededor de 35 Sociedades de Producción Rural, que forman el comité regional del Soconusco. A la hora que tenemos la palma, ya sabemos de cuánto es el pastel, cuánto le toca a cada organización. Pero también está la Ley de Desarrollo Sustentable que sí protege a los productores libres (no organizados(, pero al último. Allá tenemos un comité donde nos apoyamos. Ahí está el IRBIO que dice cuándo llega la palma. Hay mucha demanda y, si no estás organizado, la verdad cuesta mucho (entrevista, 9/11/2011, Acapetahua).
El «pastel» eran las plántulas de palma disponibles en los viveros de gobierno y estas se repartían entre las llamadas Sociedades de Producción Rural. A consecuencia de esta política, la mayor parte de los ejidatarios, así como parte de las plantaciones del sector privado, se conformaron bajo esta figura organizativa en las regiones de estudio. De esa manera podían acceder al recurso público.
El apoyo a aquellos pequeños productores que estaban organizados fue también observable, hasta cierto punto, en los programas federales. El financiamiento de FIRA a través de Trópico Húmedo y del componente Desarrollo Productivo Sur Sureste para el periodo 2009-2016 fue entregado sobre todo a miembros de organizaciones productivas. En cuanto a SAGARPA, que también dio parte de sus apoyos a productores en ejidos, lo hizo, en apariencia, sin tener en cuenta su afiliación organizativa. Un funcionario de esta institución argumentó que aunque los beneficiarios pudieran formar parte de organizaciones productivas, no contaban con dicha información a la hora de evaluar las solicitudes de apoyo (conversación informal, 22/02/18, Ciudad de México).
Si bien hubo apoyo tanto de instituciones federales como estatales a organizaciones productivas conformadas por pequeños productores, las entrevistas indicaron que la importancia de estar organizados fue más evidente en la operación del programa estatal de Reconversión Productiva. El líder de una organización de ejidatarios interesados en la siembra de palma en la Selva Lacandona, y expresidente municipal de Marqués de Comillas, explicó la negociación con el gobierno para poder participar:
Queríamos establecer 1 000 hectáreas y dice IRBIO que llegáramos a las 2 000 hectáreas. Al final IRBIO dijo que 1 000 hectáreas, está bien, pero nos dejaron un vivero como para 5 000 hectáreas. Con eso me meten en un pedo (problema( internacional (sonriendo). Salím (director de IRBIO( nos metió en una dinámica de trabajo muy fuerte (entrevista, 18/10/2011, Zamora Pico de Oro).
Este, al igual que otros representantes de organizaciones involucradas en la Reconversión Productiva, refirió un cierto nivel de presión en cuanto a la superficie a sembrar. Por un lado, en estas negociaciones funcionarios de gobierno buscaban lograr la siembra del mayor número posible de hectáreas, y era en este sentido que las organizaciones resultaban «apetecibles». Por otro lado, los representantes de las organizaciones productivas intentaban obtener apoyos para sus agremiados. El resultado fue, según datos oficiales, 6 649 hectáreas de palma sembradas en la región entre 2007 y 2011, así como la consolidación de la organización de productores de palma, la cual pasó de tener unos pocos grupos informales a englobar 16 Sociedades de Producción Rural y a más de 500 productores (JAER y ARIC, 2011). Esta rápida expansión del cultivo es algo que, muy difícilmente, hubieran logrado los funcionarios por sí solos.
El programa estatal de Reconversión Productiva (2007-2012) tenía como meta la siembra de 100 000 hectáreas de palma en Chiapas (entrevista con funcionario estatal, 4/11/2012, Tuxtla Gutiérrez; Gobierno del estado, 2008). Esto suponía sextuplicar el área bajo palma en el estado y constituía, tal y como expresó el líder de la organización de palmeros en la Selva Lacandona, una dinámica de trabajo «muy fuerte». Si bien no se alcanzó la meta prevista (teniendo en cuenta la cantidad de planta repartida, el área sembrada no debió superar las 20 000 hectáreas), las organizaciones de pequeños productores jugaron un importante papel en el proceso. La articulación con estas organizaciones resultó favorable al gobierno estatal pues le permitió mejorar los resultados del programa de Reconversión Productiva según su métrica particular: número de beneficiarios y hectáreas sembradas. En términos prácticos esto le permitió a gobierno integrar una gran cantidad de pequeños productores al mercado del aceite de palma. Esta suerte de alianza productiva entre Estado y ejidatarios debe ser entendida en su contexto histórico.
En México, el Estado que nació de la revolución agraria de 1910 hizo del campesinado uno de sus aliados clave, por una parte a través del reparto de tierras, y por otro mediante una política de masas de corte clientelar que implicó la entrega de concesiones a organizaciones agrarias fuertes a cambio de apoyo político, en particular de tipo electoral, al que devendría el partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI)12 (Carton de Grammont y Mackinlay, 2006). Entre las décadas de 1930 y 1980 el Estado entregó 99 millones de hectáreas de tierras ejidales al campesinado, primero bajo esquemas de reforma agraria y después bajo la lógica del reparto de tierras baldías nacionales (Morett, 2003: 13). A esta política de reparto de tierras la acompañó, desde el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940), el fomento a organizaciones sociales que permitió al Estado primero la interlocución con las clases subordinadas, incluyendo al campesinado, y más tarde su cooptación. Esta alianza, que Gilly llamó el «pacto corporativo» (Roux, 2005: 18), ha sido, no obstante, recientemente trastocada.
En consonancia con la política neoliberal,13 el Estado ya no favorece a un puñado de organizaciones agrarias fuertes, pero son ahora los campesinos quienes deben constituirse en organizaciones productivas, como las Sociedades de Producción Rural, y competir por los cada vez más escasos recursos públicos. Aunque a una menor escala, de la vieja política corporativista permanece la entrega de una porción de recursos a los ejidatarios, en especial en Chiapas, a consecuencia del levantamiento zapatista de 1994, y en particular para aquellas organizaciones que se alinean con los objetivos de gobierno (Fletes Ocón y Bonnano, 2014). Este nuevo arreglo político, que es parte de lo que en México se conoce como neocorporativismo, explica cómo el mero anuncio de programas orientados a la siembra de palma favoreció que en Chiapas se movilizaran o incluso surgieran «espontáneamente» una serie de organizaciones productivas que buscaban captar los apoyos gubernamentales. En el caso de la Selva Lacandona, por ejemplo, líderes de organizaciones productivas se trasladaron a la capital del estado a solicitar apoyos del programa de Reconversión Productiva aun antes de que funcionarios estatales llegaran a promocionarlo en la región (Castellanos-Navarrete y Jansen, 2017).
Históricamente, la entrega de recursos a organizaciones campesinas le ha permitido al Estado mexicano construir una base de apoyo política, ya fuere en términos de elecciones o para la implementación de programas. Si bien es cierto que la dinámica electoral se ha debilitado en las últimas dos décadas, el programa de Reconversión Productiva mantuvo, por momentos, visos de la vieja política corporativa. Durante la campaña por la gubernatura del estado en 2012, el gobernador saliente invitó al candidato del Partido Verde Ecologista de México, a quien apoyaba y que más tarde ganaría las elecciones, a inaugurar una planta extractora de aceite crudo de palma de ejidatarios en Villa Comaltitlán (Inforural, 2012). Además, en el caso de la siembra de piñón (Jatropha curcas), cultivo promovido como fuente de biocombustible en el marco del programa de Reconversión Productiva, el representante de una organización de ejidatarios involucrada en la Selva Lacandona explicó que personal de IRBIO indagó en diversas ocasiones sobre sus inclinaciones políticas (conversación informal, 2/082012, Zamora Pico de Oro). Funcionarios estatales parecieron, por momentos, intentar capitalizar políticamente los apoyos otorgados a las organizaciones productivas conformadas por pequeños productores. Pero más allá de la dimensión electoral, el hecho de que las organizaciones productivas deban competir por obtener del Estado recursos cada vez más escasos, le ofrece al gobierno una capacidad de control político nada despreciable. Esto no significa, sin embargo, que los ejidatarios y sus organizaciones fueran solo comparsas en la llamada Reconversión Productiva.
Un funcionario de IRBIO habló de la problemática que suponía el nivel de organización entre los pequeños productores: «Son muchas organizaciones, pero tienes problemas por eso - ¿Qué problemas? Están más organizados, pero demandan más» (entrevista, 4/11/2011, Tuxtla Gutiérrez). Según este funcionario, las organizaciones productivas ofrecían ventajas al facilitar la implementación de programas, pero también desventajas al otorgar a los productores mayor capacidad de negociación. En este mismo sentido, un pequeño productor de palma de aceite en la Selva Lacandona afirmó lo siguiente: «Les digo así de claro, (como organización productiva( estamos arriba del municipio porque nosotros no somos gente que estamos atenidos al ayuntamiento. Si no se puede aquí, ok, yo me voy a México, yo me voy al norte, no sé dónde, pero yo conozco aquí las puertas, ya no estamos a ciegas» (entrevista, 2/08/2012, La Victoria). Este productor, sin cargo en la organización, consideraba que gracias a esta ya no estaban «a ciegas». Y por estar ciegos se refería a depender de ciertos funcionarios e instituciones, en este caso de nivel municipal. Es decir, este ejidatario consideraba que la organización les permitía un margen de maniobra para negociar con el Estado.
En un contexto en el que la corrupción muchas veces imposibilita el acceso a recursos públicos y el neoliberalismo ha supuesto la reducción de los apoyos al campo, son muchos los ejidatarios que conciben las organizaciones productivas como una de las pocas estrategias viables para negociar y obtener recursos públicos. Así, un pequeño productor, en este caso de la organización encargada de la siembra de Jatropha en la Selva Lacandona, afirmaba lo siguiente: «(…( cuando uno está organizado, la unión, dicen, hace la fuerza. Entre más seamos y más grande el grupo, hay más posibilidades de conseguir apoyos, proyectos, con las instituciones» (entrevista, 17/12/2011, El Pirú). Por «proyectos», este ejidatario se refería al logro de apoyos productivos para su organización. Este fragmento de entrevista refleja de manera concisa la perspectiva de muchos productores de palma consultados, que consideran a las organizaciones como claves para lograr el acceso a programas gubernamentales.
En las regiones de estudio, la articulación entre Estado y organizaciones productivas conformadas por ejidatarios abonó de manera importante a la construcción del consenso en relación a la expansión de la palma de aceite a nivel ejidal. El anuncio del programa de Reconversión Productiva generó la movilización de líderes de organizaciones para obtener parte de los apoyos destinados a la siembra, los cuales mediaron entre los intereses de su base social (acceso a apoyos productivos) y los del Estado (número de hectáreas a sembrar y beneficiarios). En algunos casos este mecanismo permitió a las instituciones gubernamentales presionar sobre la cantidad de hectáreas a sembrar, y eso dio pie a un mayor número de beneficiarios de los programas y de agremiados a las organizaciones. A decir de varios entrevistados, la bisagra de la articulación entre Estado y ejidatarios descansa en las organizaciones y sus líderes, que ofrecen «gente» (beneficiarios para los programas) a cambio de «recursos» (demandados a nivel local), ganando fondos y capital político en el proceso. Esta articulación contribuye al fortalecimiento del proyecto de Estado, pero el hecho es que ejidatarios y sus organizaciones derivan suficientes ventajas para justificar su involucramiento. Esta ecuación no puede, sin embargo, asumirse como constante geográficamente y debe entenderse en su dimensión territorial.
Tanto el Soconusco como el sur de la Selva Lacandona son regiones donde existe una histórica cercanía entre Estado y campesinado, consecuencia tanto de políticas de reparto agrario como del tipo de relaciones predominantes entre Estado y ejidatarios. En el Soconusco gran parte del campesinado involucrado en la siembra de palma fue, a través de sus padres, beneficiario de la reforma agraria iniciada en la región por el presidente Lázaro Cárdenas. La intervención de este gobierno a favor del derecho a la tierra de campesinos y jornaleros generó décadas de movilizaciones agrarias que, producto del levantamiento zapatista de 1994, concluirían hasta bien entrada la década de 1990 (RAN, 2017). Las políticas de reparto agrario acabarían con el predominio de los llamados finqueros14 y explican por qué en la actualidad 61% de la tierra en la región de estudio está en manos de ejidatarios (INEGI, 2007a). En cuanto a la Selva Lacandona, la memoria del reparto agrario, a raíz de las políticas de reparto de tierras baldías, es para muchos aún más reciente. Estos productores recibieron 138 000 hectáreas de tierras, aunque localizadas en una región remota, de manos del Estado mexicano en las décadas de 1970 y 1980 (De Vos, 2002: 169-171). Aun cuando el reparto agrario ha terminado, este juega un papel importante en cómo los productores de palma de estas regiones se han constituido en sujetos políticos y en cómo conciben al Estado y sus proyectos de desarrollo.15
Una vez logrado el estatus de ejidatarios, una parte de los campesinos de ambas regiones establecieron organizaciones de corte corporativo a sabiendas que esta era una de las estrategias más efectivas para seguir siendo beneficiarios del Estado. Así, organizaciones como la Unión de Ejidos Julio Sabines en la Selva Lacandona o la Confederación Nacional Campesina (CNC) en el Soconusco emergieron como interlocutores privilegiados entre campesinado y Estado, favoreciendo una concepción clientelar cuando de relaciones con el gobierno se trataba (Castellanos-Navarrete y Jansen, 2017). Estas dinámicas han marcado la vida política tanto del Soconusco como del sur de la Selva Lacandona por períodos de tiempo relativamente largos. Aunque han surgido organizaciones independientes en ambas regiones, como la Unión Regional de Organizaciones Campesinas Autónomas (UNORCA)16 en el Soconusco o el Movimiento Campesino Regional Independiente (MOCRI) en la Selva Lacandona, organizaciones de las que han formado parte productores de palma, la cercanía entre Estado y campesinado parece haber favorecido el involucramiento de los ejidatarios en proyectos de desarrollo rural diseñados por el Estado, incluyendo el caso de la palma de aceite.
Esto contrasta, por ejemplo, con la situación en la región de las cañadas (municipio de Ocosingo) en la Selva Lacandona, donde un campesinado indígena llegó en busca de tierras y donde, con menor apoyo estatal, les tomó años, y en algunos casos décadas, obtener la posesión legal de la tierra (Ascencio, 2008). Las dificultades que enfrentaron para regularizar sus tierras, la falta de apoyos gubernamentales en muchas comunidades de la región y el hecho de que organizaciones no estatales, como la Iglesia católica, jugaran un papel prominente en la construcción del tejido organizativo a nivel rural limitó la construcción del llamado pacto corporativo entre ejidatarios e instituciones de gobierno (véase Harvey, 2000). Esto podría explicar por qué esta región, donde muchas familias tomaron parte en el levantamiento zapatista de 1994, fue poco receptiva al proyecto de siembra de palma de aceite. A diferencia de una parte del campesinado en las cañadas, en particular los de filiación zapatista, cuya identidad política orbita a mayor distancia del Estado, los que habitan las regiones de estudio siguen construyendo su identidad política como ejidatarios beneficiarios del Estado y se muestran proclives al consenso cuando de proyectos de desarrollo gubernamental se trata.
En este apartado he intentando mostrar cómo más allá del neoliberalismo y de las demandas y los intereses del mercado, la influencia de ciertas prácticas políticas, algunas de viejo cuño, contribuyen a explicar el porqué de la expansión de este cultivo en ejidos de Chiapas. El proyecto de palma tiene un trasfondo político que sugiere la existencia de un Estado que busca la modernización rural por caminos nuevos, pero con zapatos viejos. A nivel federal, el gobierno busca la integración del sureste al mercado y pareciera concebir al sector privado, en detrimento de los ejidatarios, como elemento determinante para lograrlo. Sin embargo, a nivel estatal, el gobierno hace del desarrollo una arena de negociación y de construcción de consenso aún a la vieja usanza corporativa.
Materialidad, cultura productiva y Estado
«Nuestra misión en México es hacer política (…(», afirmó sarcástico un ranchero productor de palma en Villa Comaltitlán, mientras recorríamos su propiedad. Decía esto refiriéndose a la primacía de la política sobre las cuestiones técnicas. Y puso un ejemplo. Me explicó cómo la «guachada» (los militares( llegó hace unos años con un programa de reforestación, comentando, entre divertido y molesto, lo siguiente: «Quisieron sembrarlo (el árbol( donde quiera, pero yo les dije: si lo siembran, que sea en el cerco, porque ahí (en el potrero( el ganado lo va a acabar. Pero no me hicieron caso. La cosa del mexicano es hacerse la foto» (entrevista, 26/07/2013).
Por «hacerse la foto» este productor se refería a la prioridad de muchos, en particular funcionarios, de sacar tajada política a los programas productivos, funcionaran o no. Según esta lógica, existe una clara separación o incluso una contraposición entre cuestiones materiales como la producción y la política. Contrario a esta perspectiva, común en ámbitos técnicos, considero aquí las cuestiones productivas como inextricablemente vinculadas a la dimensión política. En concreto, analizo cómo las relaciones sociedad-naturaleza en juego contribuyen a explicar por qué este proyecto tuvo aceptación en las regiones investigadas.
En el Soconusco, en un contexto de desbordes de ríos y fuertes inundaciones, con las pérdidas que esto supone, los pequeños productores consideraron que, más allá de los discursos gubernamentales que promocionaron este cultivo como alternativa para los suelos degradados, la palma les ofrecía una solución a las dificultades productivas que enfrentaban. Un ejidatario afirmó lo siguiente en relación al cultivo:
El ganado peligra y los bananeros también sufrieron muchas pérdidas (por las inundaciones(. Cuando el (huracán( Stan (en 2005( los que tenían palma no tuvieron problema, y el plátano se calzó (quedo parcialmente enterrado, secándose después(. En este sentido la palma es superior en adaptación a esta región en comparación con otros cultivos (entrevista, 4/04/2013, Xochicalco Nuevo).
Según este productor el ganado «peligraba» con las inundaciones, que además arrasaban con el plátano y el maíz, y consideraba, como muchos otros, que, en cambio, el cultivo de palma era adecuado dada su capacidad para resistir inundaciones, incluso cuando había huracanes.
Es a raíz de la pervivencia de la palma a inundaciones que los pequeños productores de esta región costera pronto vieron en este cultivo una opción productiva viable. En una reunión sobre problemáticas ambientales relacionadas con la expansión de palma en el Soconusco, un ejidatario de Xochicalco Viejo declaró: «(…( en tiempo de agua, Xochicalco no podía producir nada porque son terrenos muy bajos (se inundan rápido(. La gente tenía que llegar a otros lugares (salir a trabajar(, buscar con los ricos a los pocos trabajos que tenían. Llegó la palma y todos ahora sí, todos manejando nuestras tierras, gracias a Dios» (30/05/2017, Escuintla). Este, como muchos otros productores de las llamadas «zonas bajas», concebía la palma como uno de los pocos cultivos capaces de aguantar inundaciones. Según este ejidatario fueron las propias características agroecológicas del cultivo las que motivaron su incorporación al sector, permitiéndoles, por vez primera, dejar de migrar en busca de ingresos.
En la Selva Lacandona, el éxito de la palma tuvo que ver con las dificultades que muchos productores experimentaban con la ganadería. Cubierta por selvas tropicales, la ganadería emergió en esta región de suelos pobres como una de las pocas opciones productivas viables y se constituyó en la principal fuente de ingresos para muchas familias campesinas (Leyva Solano y Ascencio Franco, 1993). Años de manejo extensivo, durante los cuales las ganancias rara vez permitieron la fertilización de los potreros, resultaron en el deterioro progresivo de los pastizales. Así, un pequeño productor del ejido La Victoria, afirmaba lo siguiente en relación a la ganadería:
Este suelo lo que tiene es que con el ganado no funciona; falta de nutrientes, falta de muchas cosas, quizás, en el suelo. El ganado empieza a comer palos, plásticos, reatas, muchas cosas empieza el ganado a jalar (síntoma de deficiencias nutricionales(, y ese ganado no se cura, el ganado se muere. A mí se me murieron varias vacas aquí y no ves rendimiento del ganado (entrevista, 27/08/2012).
Este ejidatario, como muchos otros, sostenía que, tras años de manejo extensivo, los suelos dejaban de tener fertilidad suficiente para la producción ganadera. En esta región la ganadería es aún redituable para aquellos con acceso a los fértiles suelos «de vega» (localizados en las planicies aluviales) o para los que tienen suficiente terreno para criar grandes hatos. El resto vio en la palma una posible alternativa productiva en un contexto de suelos empobrecidos, estando este cultivo relativamente adaptado a las condiciones imperantes.
Más allá de las condiciones materiales, que favorecieron la siembra de palma, existe en estas regiones un cierto tipo de «cultura productiva» que contribuyó a la expansión de este cultivo. Un pequeño productor de la Selva Lacandona exponía su perspectiva sobre la producción de palma en los siguientes términos:
Si yo tuviera dinero, esto (el terreno( estuviera como un espejo (limpio de malezas( para bolear canica dónde tú quieras y bien fertilizado. Es que hay que tener y no es tanto que no haya tenido. Sí tuve. Pero me enfermé dos veces, aquí lo sabe toda la plebe (gente(, que estuve bien malito (entrevista, 13/08/2012, La Victoria).
Al igual que otros ejidatarios, este productor consideraba una parcela sin malezas como la forma de producción más adecuada. De hecho, en mi visita a su parcela pareció sentirse obligado a excusarse por la condición en que se encontraba su cultivo. De manera similar, fueron varios los ejidatarios en el Soconusco que, a pesar del pasado reciente de luchas agrarias con los finqueros, recordaban de manera positiva a Johann Hartwig von Bernstorff y su plantación de palma. Johann, finquero alemán del Soconusco, fue muy posiblemente el primer productor de palma en México, al sembrar palma en 1952, en la finca La Lima (entrevista a familia Bernstorff, 24/05/2013, Villa Comaltitlán). Muchos ejidatarios de las comunidades cercanas trabajaron en su plantación y todavía hay quienes hablan con admiración de lo «limpia» (sin malezas) y ordenada que estaba y de la decadencia que, según ellos, sobrevino después cuando la heredaron familiares a los que tildaban de menos trabajadores.
Tanto en el Soconusco como en la Selva Lacandona, buena parte de los ejidatarios productores de palma de aceite valoraban de forma positiva las parcelas con siembras ordenadas, con una distancia uniforme entre plantas, con mínima biodiversidad y con un bajo nivel de malezas. Consideraban, además, propio de buenos campesinos tener el vigor físico suficiente para resistir el efecto intoxicante de los agroquímicos que usan. En entrevistas y conservaciones informales afloraron incluso críticas a aquellos que no se apegaban a este ideal productivo, habiendo productores, sobre todo en la Selva Lacandona, que calificaban de «haraganes» a aquellos con parcelas «enmontadas» (con malezas). En este contexto, un técnico del Soconusco habló incluso de sus esfuerzos, a veces inútiles, por convencer a los productores de reducir su uso de herbicidas (entrevista, 12/11/2011, Huixtla). Esta forma de entender la producción empata bien con los preceptos de la producción agroindustrial.
El predominio de la cultura productiva apenas descrita explica por qué, ante el problemas materiales concretos (inundaciones y degradación de potreros), buena parte de los ejidatarios asumieron la conversión a palma de aceite como «la mejor opción» o como el cultivo «más adaptado». Más allá de las características agroecológicas de la palma, la existencia de un cierto «sentido común» en torno a lo que son y no son formas de producción agrícola adecuadas llevó a buena parte de los productores a considerar la conversión a palma de aceite, en su modalidad agroindustrial, como la «mejor opción». La configuración de este particular «sentido común» es consecuencia de relaciones sociales muy complejas. Así, por ejemplo, la exigencia de mostrar vigor y fortaleza incluso ante el impacto en la salud de los agroquímicos parece estar relacionada con concepciones compartidas sobre lo que significa «ser hombre», y que tienen origen en una multiplicidad de procesos históricos y culturales. Pero el Estado ha jugado un importante papel en la construcción de un tipo de cultura productiva afín con la agroindustrialización.
El Soconusco cuenta con un largo historial de intervenciones orientadas a la modernización productiva cuyo inicio podríamos ubicar, en el caso de los ejidatarios de las llanuras costeras, en 1978, con la instauración del Programa de Desarrollo Rural Integrado del Trópico Húmedo (PRODERITH). Este programa, que finalizó en 1995, tenía como objetivo el aprovechamiento de las zonas bajas e inundables de la costa, a través del drenado del exceso de agua y el fomento de la producción agrícola tecnificada (Comisión del Plan Nacional Hidráulico, 1984:124-125). El grueso de la inversión se orientó a la canalización de ríos y al establecimiento de drenes, para evitar inundaciones en terrenos que debían ser convertidos en parcelas productivas, y en la construcción de una red de caminos que facilitaran la comercialización de productos agrícolas. Al igual que esfuerzos posteriores, funcionarios de gobierno buscaban tanto reconfigurar el espacio para tornarlo productivo como construir un sujeto afín a dicho reordenamiento.
Además de la inversión en infraestructura, los técnicos encargados del programa incentivaron el establecimiento de grupos de trabajo según cultivo; llevaron a cabo actividades de capacitación en cuestiones productivas y en gestión económica, tanto a nivel de parcela como del hogar; entregaron paquetes tecnológicos por cultivo; y se produjeron y proyectaron videos en las comunidades sobre una variedad de temáticas agrícolas y rurales. En consonancia con los objetivos del programa, estas actividades buscaban aumentar la producción agrícola, elevar los ingresos de las familias rurales y muy particularmente eliminar la agricultura de subsistencia y generar un «uso racional y eficiente de los recursos» (Comisión del Plan Nacional Hidráulico, 1982: 11). Es decir, este programa no solo buscaba eliminar el exceso de agua que impedía la producción agrícola en las zonas bajas del Soconusco sino transformar a los ejidatarios en sujetos racionales que recurrieran a técnicas modernas de producción y estuvieran orientados a la maximización de sus ingresos.
En cuanto a la Selva Lacandona, la región comenzó a ser poblada desde mediados de 1970, cuando el Estado entregó gran cantidad de tierras, fundamentalmente forestales, a campesinos con el mandato de hacerlas productivas. No mucho después del reparto, las políticas ambientalistas empezaron a jugar un papel importante en México y en la región, lo que supuso modificaciones a la intervención estatal. Si el énfasis inicial fue la ocupación de este territorio fronterizo para la defensa de la soberanía nacional y la conversión de terrenos forestales a agropecuarios, en la década de 1980 el gobierno trató de impulsar el desarrollo sostenible (González Ponciano, 1990). Se impulsaron para ello numerosos proyectos que incentivaron la producción agroforestal de cacao, vainilla e incluso cardamomo bajo el dosel forestal (véase Castellanos-Navarrete y Jansen, 2017). Estos proyectos finalmente fracasaron, y la ganadería se estableció como la actividad productiva más importante en la región. De estos proyectos quedaría, sin embargo, un importante legado en términos de cultura productiva.
Desde 1980, son numerosos los ejidatarios que, en la Selva Lacandona, han participado en proyectos orientados a fomentar la producción de cultivos comerciales con técnicas modernas. Así, se implementaron proyectos que pretendían la conservación del dosel forestal por medio de la siembra de especies de sombra, como el cacao, pero a través del uso intensivo de agroquímicos con el objeto de alcanzar altos niveles productivos. Más tarde, cuando la ganadería se convirtió en la actividad productiva predominante, los programas de gobierno se orientaron a fomentar la producción intensiva de ganado en un intento por evitar una mayor deforestación. Así, en una carta de mediados de 1980 y en la que solicitaban apoyos al gobernador del estado de Chiapas, una organización productiva de la región argumentaba lo siguiente:
Queremos el apoyo decidido del sector (gubernamental( agropecuario para que mediante estudios completos se elaboren los proyectos productivos y de apoyo y así tener una infraestructura correcta para dar solución al deterioro de la selva y aprovechar al máximo nuestros recursos en beneficio de nuestras comunidades, del Estado y de México (Unión de Ejidos Julio Sabines, 1984).
En este fragmento, y en su intento por obtener apoyos estatales, los productores se alinean con un discurso oficial que concibe el desarrollo como eficiente en términos productivos y ambientales y cuya base, al igual que en el Soconusco, descansa en el precepto del «uso racional y eficiente de los recursos». Esto suponía la transformación no solo del espacio productivo sino de los mismos sujetos involucrados en la producción, que debían pasar de ser campesinos a productores económicamente racionales, imbuidos de técnica y modernidad.
Es importante considerar, no obstante, el posible carácter desigual de la intervención estatal a nivel territorial. Así, por ejemplo, en la Selva Lacandona, y a pesar de que la siembra de palma inició en Marqués de Comillas, la expansión involucró sobre todo al vecino municipio de Benemérito de las Américas. Más allá de razones económicas y de política local que contribuyeron a dicho proceso, la mayor influencia del sector ambiental gubernamental en Marqués de Comillas, por ser región contigua a la Reserva de la Biosfera Montes Azules, contribuyó, posiblemente, a reducir la siembra de este cultivo en dicho municipio. Este sector, constituido por instituciones de orden federal y aliados de la sociedad civil, se opuso desde un inicio al programa de Reconversión Productiva estatal. Si bien el programa se puso en marcha, las críticas por parte del sector ambiental, tanto a nivel institucional como de campo, dificultaron su operación (véase Castellanos-Navarrete y Jansen, 2015). El importante papel que este sector ha jugado como proveedor de recursos federales en Marqués de Comillas probablemente desincentivó la siembra de palma entre sus numerosos beneficiarios. Esta intervención constituye un proyecto alternativo de modernización productiva en el seno del Estado que compite, al menos en este municipio, con la política federal de agroindustrialización predominante a nivel nacional.
Más allá de las variaciones en el modelo de desarrollo impulsado desde el Estado, el largo historial de intervenciones gubernamentales orientadas a la modernización productiva en las regiones de estudio ha abonado a la construcción de una cierta cultura productiva afín con la agroindustrialización. La existencia de esta cultura productiva podría explicar cómo la palma se convirtió en la alternativa «natural» ante una serie de problemáticas materiales, que no necesariamente debían resultar en la conversión a palma de aceite, y el porqué de la aceptación de un modelo de producción en monocultivo que en otros territorios de México y de América Latina ha generado movimientos de resistencia. En resumidas cuentas, el predominio de una cierta interpretación por parte de los pequeños productores en las regiones de estudio de cómo la naturaleza debe ser transformada contribuyó a la consolidación del consenso en torno a la deseabilidad como estrategia productiva del cultivo de palma de aceite.
Conclusiones
En Chiapas los pequeños productores se han constituido como sujetos clave en la producción de palma de aceite. A esto ha contribuido tanto el régimen de tenencia de la tierra imperante en México como el tipo de intervención gubernamental en operación, en particular a nivel estatal. En cuanto al proyecto gubernamental de fomento al cultivo, está conformado por una amalgama de políticas neoliberales, particularmente a nivel federal, que juegan a favor del sector privado y de aquellos con más recursos, y por otro lado, de políticas neocorporativas, en especial a nivel estatal, que han supuesto la inclusión de los ejidatarios organizados. La incorporación colectiva de los pequeños productores al cultivo de palma ha favorecido ciertamente a una facción del Estado, tanto en el logro de áreas de siembra como posiblemente en términos de consolidación política en las regiones de estudio. El neocorporativismo ofrece, sin embargo, un espacio de negociación que los ejidatarios valoran y del cual carecerían en un contexto de plena neoliberalización. Es este tipo de intervención estatal, junto con la viabilidad del cultivo y su empate con ciertas culturas productivas, que contribuyó a la construcción de un cierto grado de consenso a nivel ejidal en cuanto a la siembra de palma en las regiones de estudio.
A nivel teórico, el concepto de hegemonía permite a la ecología política superar conceptualizaciones del poder en exceso enfocadas en procesos de dominación y resistencia y arrojar luz sobre las complejas articulaciones que se generan entre Estado y población rural ante nuevas intervenciones ambientales y productivas. Las políticas de desarrollo rural parecieran poder implementarse cuando se produce el acomodo entre el Estado y las poblaciones «beneficiarias» de los programas de gobierno. Estos arreglos, producto en las regiones de estudio de una historia de fuerte vinculación con el Estado, explican cómo y por qué muchos pequeños productores sembraron palma de aceite en los ejidos del Soconusco y la Selva Lacandona. En términos prácticos, la expansión del cultivo de palma de aceite en Chiapas supone la producción y reproducción de relaciones de poder que, si bien en el corto plazo ofrecen ventajas a los ejidatarios, en el largo plazo suponen su subordinación a los intereses de determinadas elites insertas en el Estado. La articulación entre neoliberalismo y corporativismo en México ofrece, además, una pátina de legitimidad al primero a nivel rural, con los riesgos económicos y políticos que esto supone para los ejidatarios.