Presentación
En nuestros días se da por sentado el aprecio de viajeros nacionales y extranjeros por los sabores y colores de la cocina yucateca; no obstante, la gastronomía como parte del conjunto de atractivos que la región ofrece al turismo cultural es un fenómeno del siglo XX, así como el turismo gastronómico que ha florecido gracias a la promoción turística. Durante el siglo XIX, la península de Yucatán empezó a convertirse en una región de interés por los vestigios arqueológicos de la civilización maya. Aquellos viajeros y exploradores anglosajones y franceses entraron en contacto con la cultura yucateca (Krotz 2004, 18), y consumieron alimentos y comidas durante sus visitas a ciudades, zonas rurales y arqueológicas.2 Aunque la gastronomía resultaba algo marginal para sus objetivos principales,3 en sus obras difundieron rasgos de la cultura alimentaria, sus impresiones en el consumo de alimentos y de los guisos que evitaron.
Aquellas experiencias gastronómicas de los extranjeros en la península son relevantes en cuanto irrumpen momentáneamente la narración central de sus travesías, como indicadores del encuentro con otro régimen de alimentación. ¿Cuáles fueron las opiniones, impresiones y representaciones elaboradas por los viajeros y exploradores sobre la comida y alimentos disponibles en sus mesas? ¿Cuáles fueron los conceptos o valoraciones que sobre el desarrollo y carácter de la población local dedujeron en función de sus costumbres alimentarias? El objetivo general del presente artículo consiste en analizar el encuentro y desencuentro de los viajeros y exploradores con la cultura alimentaria de Yucatán. En particular se propone caracterizar sus recepciones, juicios y valoraciones como marcadores de alteridad.4
El territorio establece "las posibilidades de existencia", por lo tanto, es proveedor de ingredientes de la comida, las costumbres, valores e identidad, con apropiaciones y sincretismos con otros productos y platos hispánicos.5 Con Jean Louis Flandrin sostenemos que: "Los relatos de viaje son esenciales para que tomemos consciencia de la diversidad de las prácticas y de los gustos y para poder estudiar las condiciones de receptividad de los platos procedentes de fuera" (Flandrin 1987, 21-22). Es bien sabido, que a través de sus narraciones podemos acceder a sus experiencias en el consumo de alimentos, así como de los platos más apreciados y aquellos que no fueron de todo su agrado, como sus juicios y criterios de valoración (Pérez Samper 2009, 107-110, 124-125). Para una mejor comprensión del contacto con la tradición alimenticia de Yucatán debemos considerar el gusto (Montanari 1994, 25, 26) de viajeros y exploradores y la existencia de una cocina indígena que predominaba en el campo y de la amestizada de los centros urbanos.6 F. Braudel ha sostenido que, debido al cambio de costumbres hacia el lujo en la mesa y la alimentación de fines del siglo XVIII en Europa, "los viajeros de Occidente juzgaron cada vez peor, y con mayor desprecio y altivez, las costumbres del resto del mundo" (1984, 168).
Las valiosas descripciones de los viajeros permiten analizar los platos y el desempeño de la cocina de otras épocas,7 establecer su continuidad o sus innovaciones, y por supuesto, estudiar el encuentro de preferencias o hábitos alimenticios, donde la comida constituye diferencias entre las sociedades (Braudel 1984, t. 1, 7).
Toda vez la importancia del mercado meridano como fuente de alimentos y comidas para la población residente y flotante, en un primer momento de la exposición se describe la Placita, sus comestibles y comidas. Con ese propósito recurrimos a los costumbristas yucatecos y a los observadores foráneos. Enseguida presentamos un tipo ideal de la cotidianidad de la costumbre patriarcal de comidas y bebida de chocolate de herencia mesoamericana y colonial que se encontraba en proceso de cambio a mediados del siglo XIX.
En la década de los años cuarenta del siglo XIX, la comida patriarcal yucateca se encontraba en proceso de asimilación de nuevos alimentos y bebidas. El contacto de los viajeros y exploradores con la alimentación urbana y rural de Yucatán se estableció a partir de diferencias entre los básicos de la comida, entre el pan de trigo de los europeos y la tortilla (pan de maíz) de los pueblos americanos. La exposición central aborda las impresiones y experiencias gastronómicas de los viajeros y exploradores por Yucatán en función de las narraciones de los viajes de Jean Frédéric Waldeck en 1836, el segundo viaje a Yucatán de John Lloyd Stephens (de octubre de 1841 a mayo de 1842), el paseo de M. Norman a principios de 1842, la exploración de Arthur Morelet (1847) y los relatos de Désiré Charnay (en 1860, diciembre de 1882-1883 y fines de 1886). El texto también ofrece en la medida que las fuentes lo permitieron, reconstruir las recetas tal y como en la época fueron establecidas para la elaboración de algunos guisos.
Comidas populares en la Plaza de Venta
Desde los tiempos novohispanos la Plazuela o Plaza de Ventas ocupaba el espacio del actual Bazar García Rejón en la esquina de la calle 60 por 65, al suroeste de la Plaza Grande. Ahí se asentaba el mercado, un espacio para el suministro de comestibles y comidas. A fines del siglo XVIII, el cabildo de Mérida describía que:
La Plaza de Venta, que vulgarmente se llama Plazuela donde se vende carne de puerco, tocino, manteca, miel, verduras, frutas, chocolate, atole, tortillas de maíz, y otras comidas comunes y ordinarias, es el puesto y lugar público de donde se proveen y socorren para el sustento diario los arrieros viajeros que vienen de afuera, y especialmente las personas pobres y miserables de la Ciudad y sus Barrios, que no tienen comodidad, ni facultades para guisar en sus posadas, y casa.8
Las costumbres continuaron sin cambios importantes a mediados del siglo XIX. Manuel Barbachano, bajo el pseudónimo de Gil de las Calzas Verdes, caracterizó la Placita en su doble función, como "mercado diario de carnes, frutas y hortalizas" desde las seis de la mañana hasta las doce del día, y "fonda de los pobres desde que sale el sol hasta dos horas después de haber anochecido" (Barbachano 1850, 273). La descripción de la cotidianidad del mercado está organizada por el orden tradicional de concurrencia de vendedores en espacios jerarquizados:
Los primeros que la pisan son los traficantes en carne de ganado vacuno y de cerdo, que poco después de rayar el alba comienzan a colocar sus mesas, afilar sus cuchillos y prepararlo todo para la venta, ocupando el interior y los arcos del portal de dicha plaza. Siguiéndolos las mujeres que revenden conejos, pavos del monte y carne de venado, artículos que jamás llegan a la plaza de Mérida en las manos de los primeros vendedores, como tampoco los camotes, algunas frutas y cuanto viene diariamente de los lugares inmediatos para el mercado, porque la ventaja de que realicen pronto y por entero que les ofrecen las mujeres que ganan la vida en revender, traslada siempre aquellos comestibles a las manos de éstas, de las cuales pasan a las de los consumidores. Van llegando después, y colocando sus puestos en hileras separadas entre sí por el trecho indispensable para el tránsito y cubiertos los más con petates (esteras ordinarias), las vendedoras de frutas y legumbres, de huevos, de tortillas, de jabón, de hilo para coser, de cuentas para rosarios, de dulces comunes y ordinarios, de juguetillos de barro o de cera para muchachos, y por último, las que traen sobre la cabeza su fonda portátil, es decir, sus anchas y hondas ollas de mondongo, de frijoles en pipián ("frijoles guisados con pepitas de calabazas molidas"), de relleno, de tamales ("bollos de masa de maíz con carne de cerdo u otra cosa dentro"), y de atole (Barbachano 1850, 273-274).
A excepción de los tablajeros y las mujeres de las comidas, las demás vendían de pie o en cuclillas frente a sus productos tendidos al suelo sobre algún mantel, como también constató en 1873 Alice Le Plongeón: "Todo, excepto la carne, se vende en el piso, generalmente extendido sobre paños blancos y limpios, o sobre grandes hojas de plátano colocadas sobre el embaldosado. Los vendedores se sitúan en cuclillas, enfilados a un lado de sus productos, que venden en muy pequeñas porciones" (2008, 70).
Entre los alimentos preparados se encontraba el mero asado, y una de las más tradicionales comidas yucatecas: la cochinita pibil; así como los papadzules. No podía faltar la venta de leche, pan de monjas y escotafíes (ambos originarios del convento de monjas concepcionistas de Mérida), ni los dulces de cidra, mazapanes, acitrón, dulce de huevo y "majablanco" (manjar blanco). A diferencia de los tablajeros y las (re)venteras, las vendedoras de panes y dulces eran ambulantes que circulaban también por las calles de la ciudad (Barbachano 1850, 193, 194). Por supuesto que a la Placita acudían:
gastrónomos que llegan ahí atraídos como por encanto, y que se hallan como en su verdadera atmósfera, y gozan como en su natural elemento; los gastrónomos por ostentación, que van únicamente a olfatear y dar su voto [...]. Más tarde, solo visitan la placita aquellos entes de poco pelo que van a comer a ella o a surtirse para llevar a su familia de la comida hecha que se vende (Barbachano 1850, 275-276).
A pesar de que a las fondas portátiles acudían una diversidad de comensales, el criterio de Barbachano era que a ellas recurría la gente pobre, es decir, aquellas personas sin posibilidad económica de elaborar, o que le preparen, sus alimentos en casa. Las fondas itinerantes permanecían abiertas desde las seis de la mañana hasta las ocho o nueve de la noche. A ellas acudían también la población flotante y los foráneos.
La costumbre de alojar viajeros en algunas casas de hospedaje se amplió cuando en 1842 abrió sus puertas el "Hotel de Diligencias" frente al Convento de Monjas, con oferta de alojamiento y alimentación para viajeros y extranjeros (Norman 1843, 202). Poco después, a fines de 1846, se fundó la "Lonja Meridana", una sociedad de reuniones y solaz para socios (Reglamento 1847), con servicio de alimentos, a la que acudían a comer y cenar (Baranda 1852, 7). En 1847, el naturalista inglés Richard Carr encontró "un muy buen hotel, que es una de las cosas más inusuales en este país", y mencionó que el costo mensual de los alimentos era de $16 (Rodríguez y Nance, trads. 1999, 37).
Para 1882, Charnay se quejaba de la falta de restaurants en Mérida,9 ya que tan solo encontró uno, pero "¡qué restaurant!", aunque dijo no importarle ya que venía "en busca de ruinas y no de un cocinero", pero su frustración por las "malas comidas" fue compensada por las conversaciones sabrosas de la pequeña colonia norteamericana en Mérida (Charnay 1885, 4; Cfr. Wiener et al 1884, 346). A pesar de ese gesto condescendiente, fue quien planteó con mayor énfasis el contraste entre "las malas comidas" yucatecas, respecto a la alta cocina francesa (Braudel 1984, t. l, 152-153).
Asimismo, el viajero observó la continuidad funcional de la Placita, la animación y el movimiento en los alrededores del mercado, por la concurrencia de personas de diversa extracción étnica y sus distintivas indumentarias: "el mercado está siempre lleno de gente, y españoles, indios y mestizos, vestidos con trajes de variadas hechuras y colores" (Wiener et al. 1884, 350). El gentío acudía a comprar sus comestibles e ingredientes para cocinar sus alimentos y, también por las viandas y antojitos regionales que ahí ofrecían las "fondas ambulantes" de las mujeres. Las "venteras" mantenían su protagonismo en el comercio de productos del campo y de alimentos preparados. Las calles cercanas al mercado eran ocupadas por "grupos de indias, sentadas en el suelo delante de sus canastas con frutas o verduras, vendedoras de naranjas, chirimoyas y zapotes" (350). En el interior del mercado, la postura de las mujeres era de pie en sus respectivos espacios (351).
El mercado de Campeche no era tan distinto al de Mérida. En 1847, el naturalista francés Arthur Morelet observó que se encontraba en la ciudad intramuros, en donde la mujeres indígenas, entre 200 y 300 de ellas, en largas filas estaban agachadas frente a los objetos de sus ventas: diversas frutas de la época, tomates, berenjenas, cebollas, chiles, frijoles, limones, papas, batatas, yuca, ñames, calabazas, melones, pepinos, sandías, así como huevos, gallinas, el "inevitable" cazón y las tortugas de los miércoles y viernes (Morelet 2015, vol. l, 199). Las hortalizas eran también abundantes en la Placita de Mérida, con la presencia peculiar del fruto conocido como gombo o quimbobó de origen africano (188).
Costumbre patriarcal de comidas y chocolate
La vida de la ciudad iniciaba muy temprano, antes de la salida del sol; algunas noticias informan de personas trabajando en el mercado, panaderos y madrugadores que por alguna ceremonia religiosa andaban por las calles desde las tres de la mañana. Como se verá enseguida, después de la comida se detenían las actividades de la ciudad, o por lo menos esa era la costumbre para la siesta yucateca. Y la vida social concluía a las nueve de la noche con el "toque de queda" (Menéndez 1942, 23). En la Mérida del siglo XVII, la costumbre alimentaria en las casas españolas consistía en comer cinco veces al día: el desayuno a las 4 a. m., el almuerzo a las 8 a. m., la comida a la l p. m., la merienda a las 4 p. m. y la cena a las 7 de la noche (23).
A fines del siglo XVIII, el cabildo de Mérida fijaba la costumbre de "empezar a preparar la mesa para la comida a las doce del día", y luego de tomar los alimentos de la comida, entre una y dos de la tarde al concluir la comida, empezaba la siesta, por ello, el cabildo ordenaba suspender las actividades ruidosas desde las 12 p. m. hasta las 3 p. m. con el propósito de no incomodar la siesta y el "descanso de los vecinos".10
La costumbre de tomar cinco alimentos no sufrió grandes cambios en los siglos siguientes hasta mediados del siglo XIX, incluso se mantuvo la hora del desayuno, aunque también hubo reajustes de horario para tomar los demás alimentos:
4 a. m. Desayuno, al repicar de las campanas de la Iglesia Catedral.
La primera taza de chocolate espumoso levemente endulzado era acompañada con una variedad de panes dulces. Justo Sierra O'Reilly describe que el desayuno consistía en una suculenta taza o jícara de China llena "de aromático, humeante y espumoso chocolate, con algunos azafates de bizcochos, hojaldres, alfajores, turuletes, arepas, marquesotes y otras golosinas apetitosas (Sierra O'Reilly 1874, 85, 343-344).
6 a. m. Segunda taza de chocolate para iniciar las actividades diarias.
Entre 9 y 10 a. m. El almuerzo acompañado tradicionalmente con atole de maíz.
2 p. m. La comida.
3 p. m. La rigurosa siesta.
Después de la comida se pasaba a la siesta yucateca. Al respecto el viajero Norman observó esta costumbre: "A las tres en punto se suspenden todos los negocios para la siesta" (Norman 1843, 37).
4 p. m. Al levantarse de la siesta, una tercera taza de chocolate, finalmente, a las
8 p. m. La cena, con la cuarta taza de chocolate.
Cabe destacar que los tiempos y alimentos de esta cotidianidad eran yucatecos, no exclusivamente meridanos, pero se ajustaba a las situaciones particulares, es decir, las costumbres admiten variedad de prácticas. Durante su visita a la región, en 1841, Norman confirmó que un primer alimento se sirvió temprano por la mañana que consistió en chocolate y "panadulza" o pan elaborado por las monjas, en tanto que el desayuno se encontraba preparado a las nueve de la mañana con platillos hispanoamericanos: tiras de carne (posiblemente cecina), huevos, tortillas y frijoles negros, acompañados de café y vino (Norman 1843, 25). A las tres de la tarde se servía la comida; ¿qué platillos componían la mesa? La queja de Norman le impidió ofrecernos el repertorio de alimentos, ya que a pesar del esmero de la "doña" del hospedaje para presentar lo mejor del mercado, al viajero le parecía "absurdo enumerar los platos y objetar el estilo de cocina porque no estaba de acuerdo con mis preferencias o hábitos" (25).
A principios de 1847, luego de desembarcar en Sisal, Morelet cenó chocolate y "dulces del lugar" o panes dulces (Morelet 2015, vol. l, 177). Por su parte, Charnay durante su estancia en Izamal en 1861 o 1862 refiere que:
Cerca de las ocho [p. m.], estos señores tuvieron la amabilidad de servirme la cena: tortillas, frijoles y un pequeño pollo componían el menú; todo se coronó con una taza de chocolate que mis anfitriones tuvieron la amabilidad de compartir conmigo. Después de unas horas de la charla más extraña, se los aseguro, nos separamos (Charnay 1863, 333).11
El chocolate tenía un profundo significado para la sociabilidad como las bodas y las tertulias, de desayuno y de cena, del amanecer y anochecer. La tertulia posterior a la merienda caracterizaba a la sociedad yucateca. "Después del chocolate" no había nada más recomendable que la tertulia, la "charla" (Obsequio 1885, 9 y 6).
A mediados del siglo XIX, en la novela La Hija del Judío, el polifacético Sierra O'Reilly dedicó algunas líneas para defender las costumbres alimentarias yucatecas frente a la amenaza de las innovaciones. Reprochó por impertinente la práctica moderna de sustituir el chocolate por el té en el desayuno, "un cocimiento de cierta yerba astringente y amarga" (Sierra O'Reilly 1874, 29). En la misma novela, el literato campechano dató hacia fines del siglo XVI la "cena agradable y suculenta", pero también protestó contra la innovación moderna que se originó a mediados del siglo XIX por haber abolido tan frugal comida, incluso reveló que se había extinguido "también la vieja costumbre patriarcal de comer a las doce del día, tomar un segundo chocolate a las tres de la tarde y merendar a puesta del sol" (12). Es posible que el cambio en la hora de servir la comida fuera flexible, o hubiese alguna variación en la costumbre. Morelet (1857, vol. l, 149) observó que en Yucatán "se come bastante bien a pesar de la intensidad del calor"; el almuerzo a las nueve de la mañana y la comida a las tres de la tarde: ces deux repas sont également sérieux.
No se trataba de que estuviera de hecho abolida la costumbre patriarcal de la alimentación, incluso algunos hospedajes seguían aquella tradición colonial. Por ejemplo, en el alojamiento de doña Micaela, donde Norman se hospedaba, el chocolate se servía "with 'panadulza', a sweet bread mad by the nuns, is served early in the morning, according to the general custom of the country" (Norman 1843, 25). En tanto que el almuerzo se ofrecía rigurosamente a las nueve de la mañana, con tiras de carne, huevos, tortillas y frijoles, acompañado de café y vino.12
Pero otros introducían novedades. En el mencionado "Hotel de Diligencias" donde John L. Stephens y Frederick Catherwood se hospedaron al regreso del extenuante viaje por el territorio de las ruinas mayas en la península, se sentaron "a la mesa a tomar té de China, que nosotros llamamos té simplemente, y pan francés, esto es, pan sin endulzar" (Stephens 1984, vol. 2, 386). Lo que demuestra que aquellos hoteles estaban influyendo en el cambio de hábitos alimenticios, por lo menos, en un sector de la sociedad yucateca.
Comidas preferidas de los viajeros
Durante las travesías de los viajeros y exploradores, los sabores y la cocina en Yucatán tuvieron diferente recepción dependiendo del gusto de cada uno de aquellos, así como de sus particulares hábitos alimenticios. En primer lugar, proponemos explorar los diversos guisos que fueron bien recibidos y otros preparados por algunos para su propio consumo. En su breve recorrido por la sociedad yucateca, el excéntrico viajero Waldeck se refirió a uno de los cocidos más importantes de la cocina yucateca: el puchero de dos carnes, ave y res (aunque en la actualidad como en antaño, se le puede agregar carne de puerco para el suculento puchero de tres carnes). Waldeck describió el cocido integrado por carnes de ave y de res, aderezado con salchichas, un pedazo de jamón, col (repollo), plátanos (macho), una cabeza de ajo, legumbres y chile. El servicio era acompañado de tres salsas: una ensalada de tomates, otra de "perejil picado" (cilantro) con vinagre, por lo general naranja y condimentado con sal, chile y pepinos rebanados, que con un giro metafórico Waldeck (1996, 73) concluía que con ello se completaba "la escolta del cocido". ¿Qué tan fiel fue la receta del viajero?
Por fortuna, el Prontuario de cocina de la señora María Ignacia Aguirre, publicado en 1832, describió tres variedades del puchero yucateco al que se refirió el mencionado anticuario francés: l) de carne de ganado bovino y jamón; 2) de gallina y carne de cerdo y 3) de solo gallina:
Se pone el agua a la candela, y mientras hierve se despiltrafará13 la carne y se le echa con el jamón; cuando levante espuma se le quita, entonces se le ponen, sal, ajos asados, yerbabuena, culantro verde y hojas de orégano. Si es de gallina no se le echa orégano, pero si canela. Se le pone puerco, garbanzos, cuidando que esté tapado e hierva: estando un poco cocida la carne se le pone arroz, se muele pimienta y clavo, se le echa culantro seco, cominos y azafrán, y al bajarlo se le ponen las cebollas, dejándolo hervir con lentitud, hasta que quede cocida la carne (Aguirre 1832, 4).
Otro puchero
Se lava la gallina, se espuma, y se le pone sal con las especies antedichas, y además cebollas, culantro verde y las verduras que se quieran. Si es repollo se hierve aparte, se le vacía el agua, y así preparado se pasa al puchero (Aguirre 1832, 4-5).
En la cocina yucateca, el puchero de tres carnes: de res, cerdo y gallina (o pollo) es una comida para días especiales, como la familiar de los domingos. Pero a diferencia de la receta tradicional, actualmente no se emplea el jamón, sino carne fresca de cerdo.
A partir de este insumo, de acuerdo con Waldeck (1996, 73), se elaboraba el mejor platillo de la cocina yucateca: el "jamón en vino". Esta delicia de la gastronomía peninsular por lo general se prepara para las fiestas de fin de año. Aunque no da mucho detalle de su preparación, ni se encuentra en los prontuarios (1832 y 1896) de la señora Aguirre, es muy probable que se trate del guiso conocido como lomo claveteado o pierna de cerdo claveteada.
Alimentación indígena para exploradores
Durante su primer día en Uxmal, por la mañana, la alimentación de los viajeros Stephens, Catherwood y el Dr. Cabot dependió de los sirvientes ofrecidos por don Simón Peón, propietario de la hacienda, mejor dicho, de las mujeres, quienes eran "dueñas de sí mismas" para decidir si tomaban o no el trabajo de cocineras (Stephens 1984, vol. l, 159). Luego de una diligente actuación del mayordomo, encontró a una mujer indígena para cocinar a los exploradores, con la condición de no permanecer en las ruinas durante la noche, "sino que volvería a su casa todas las tardes" (160). Cosa que no gustó mucho al viajero norteamericano ya que prefería almorzar temprano. Chepa Chí se llamaba aquella mujer, tenía 50 años, era indígena de "tez algo más oscura", con un nieto que revelaba un ascendente blanco (160).
Los trabajadores indígenas que acompañaron a los viajeros entre las ruinas de Uxmal acudían diariamente con su propio bastimento que consistía en: agua, pollos, huevos, puerco, frijoles verdes y leche. Los recursos alimentarios de los exploradores eran el maíz de la hacienda y de los indígenas prestos a vender sus productos agrícolas, incluyendo pollos, cerdos y pavos. El doctor Cabot, integrante de la expedición de Stephens, proveía aves de su propia cacería: patos, pavos silvestres, chachalacas, torcazas, codornices, palomas, papagayos y otras aves menores. Algunas veces consumieron venado. Cuando en la hacienda Uxmal escasearon los pollos, Albino fue hasta Maxcanú por suministros de huevos, frijoles, arroz y azúcar. En Cozumel dispusieron de carnes bovina y porcina saladas y dos tortugas. También estuvieron entre sus bastimentos pan de trigo, habanero (aguardiente), tabaco y plátanos (Stephens 1984, vol. l, 228, 229, 260; vol. 2, l40, 153).
La intervención de una autoridad era imprescindible para proveer de cocineros y trabajadores a los exploradores, aun así, las mujeres eran reticentes a cocinar para los extranjeros. Don Andrés Espínola, dueño de la isla de Jaina, fue quien designó a los trabajadores y las ocupaciones para hacerle llegar a Charnay víveres y cocinar sus alimentos:
Este se encargará de proporcionarle el pescado fresco; aquél de suministrarle ostras; esta (presentándome a una india muy graciosa) será su cocinera y todos esos hombres estarán a su disposición para las excavaciones que va a emprender. En las chozas encontrará ud. huevos y aves domésticas a discreción; como necesita ud. de agua para su mesa y la de la isla es mala, se le va a traer una centena de cocos, cada uno de los cuales contiene un gran vaso de agua fresca y aromática (Charnay 1933, 51).
Los frijoles fueron buen alimento para algunos viajeros, aunque Charnay (1886, 26) tuvo una mala experiencia con "el frijol seco" que le fue "de ingrata memoria". Tampoco faltó el maíz. Desde la época prehispánica las tortillas eran un alimento de consumo sin distinción de clase social, ya que se encontraba en las mesas de toda la población, y en el siglo XIX continuaba siendo el alimento básico de ricos, pobres, blancos, mestizos e indígenas como constataron los visitantes. Pero ¿representaron los viajeros de origen francés y norteamericano de la misma manera lo que eran las tortillas?
En la forma de describir las tortillas tuvieron un papel fundamental sus propios referentes culinarios. Waldeck advirtió que, a diferencia de otros países europeos, en Yucatán era raro el pan de trigo sobre la mesa, en cambio, se servían "galletas delgadas de harina de maíz; esas galletas o tortillas, que se sirven bien calientes, son muy sanas y nutritivas" (Waldeck 1996, 73). Por su parte, Norman las representó del siguiente modo: "The tortillas are a kind of corns-cakes, and constitute the principal bread of the country" (1843, 76). Por lo general, los visitantes extranjeros distinguieron al maíz y las tortillas como base de la alimentación indígena. Morelet estimó la preparación del maíz blanco que consideró superior a la europea, incluyendo a la polenta, aunque para su paladar, la tortilla le pareció "bastante insípida". En contraste, el naturalista apreció el mérito gastronómico de la variedad de tamales, que incluso se ocupó de publicar la receta de su elaboración (Morelet 2015, vol. l, 183-184).
El primer alimento que Chepa Chí preparó para Stephens y su equipo consistió en huevos abotonados de acuerdo con sus propias costumbres mayas, que desagradó al viajero:
cocer unos huevos que preparó para beber, según la costumbre del país; el modo de usarlos en esta preparación consistía en hacer un hoyo pequeño al huevo en una de sus extremidades, e introducir por allí una astilla para mezclar la clara con la yema, y sorberlo de la misma manera que lo haría un recién nacido. No nos agradaba mucho este procedimiento, y deseábamos que los huevos continuasen cociéndose por algún tiempo más; pero Chepa Chí era impenetrable a nuestros signos e indicaciones. Tuvimos que estar sobre ella y en resumidas cuentas cocinar nosotros mismos los huevos. Concluido esto, nos resignamos a todo y abandonamos nuestra comida a la dirección absoluta de la cocinera (Stephens 1984, vol. l, 160).
Para mediar entre la cocina indígena de Chepa Chí, fiel a sus costumbres culinarias, y la barrera de la lengua, Stephens "hizo la vista gorda sobre las flaquezas morales" para establecer como intérprete a un joven de nombre Bernardo de 16 años, quien demostraba un particular interés en el "arte de cocinar", y con mejor actitud receptiva a las indicaciones de los gustos de los exploradores. Por ello, Stephens lo designó "inspector de las tres piedras que componían las hornillas de nuestra cocina, con todos los privilegios y emolumentos de probar y sorber, dejando a Chepa Chí que emplease su fuerza y vigor en la clase de negocios que prefería: el moler y tortear" (Stephens 1984, vol. l, 163, 206). Bernardo llegó a sustituir a la cocinera y logró agradar el paladar de Stephens con un guiso que denomino en su honor: Revoltijo Bernardo, preparado con "pollos, arroz y frijoles" (Stephens 1984, vol. 2, 63).
La costumbre indígena de cocer los huevos era enterrarlos entre la ceniza caliente de sus hornillas. Las referencias de los hervidos en agua son tardías, en 1886 Charnay celebró que en Valladolid elaboraran "bien los huevos pasados por agua", y criticó la forma singular en la preparación de las tortillas de huevo "que parecen suelas", aunque estaba equivocado en su apreciación de que no se supiera elaborar los huevos fritos (Charnay 1933, 26). Empero, describió la forma de recepción ofrecida por el hijo de don Juan Medina, propietario de la hacienda Ekbalam y vecino de Valladolid, a fines de 1886. A las nueve y media de la mañana fue recibido con "una mesita cubierta con un mantel, se ostentaba un frugal almuerzo, compuesto de huevos, de un gran montón de frijoles y un rimero de tortillas" (35). En cuanto al modo de abrir y preparar los huevos hervidos o para beber, el viajero francés constató la continuidad del mismo procedimiento descrito 45 años atrás por Stephens. El explorador francés relató: "En cuanto a los huevos pasados por agua, se abren con unos palitos que sirven también para revolver la sal y después se tragan de un tirón. Aquello era primitivo, pero cordial" (35).
En las aldeas, pueblos y ruinas, los huevos, los frijoles y las tortillas consistían en una especie de fast food para viajeros y exploradores extranjeros que recorrieron la península en el siglo XIX. Así lo caracterizó Stephens al llegar a Kiuic: "Quedaban todavía dos horas de sol, y deseando echar una ojeada sobre las ruinas antes que anocheciera, nos pusimos a comer unos huevos fritos y algunas tortillas hechas de prisa" (Stephens 1984, vol. 2, 54). En el pueblo de Xul como almuerzo a las once de la mañana: "dos huevos cocidos" (74).
La tríada de huevos-frijoles-tortillas o simplemente huevos y tortillas fue la comida para "matar el hambre". En su travesía por la sabana de Chunhuhub tras un día de cabalgata y "sin comer un bocado", los trabajadores que acompañaron a Stephens se dispersaron para encontrar alimentos por el rumbo hasta que regresaron "después de una larga ausencia con algunas tortillas, huevos y manteca. Comimos fritos los huevos" (Stephens 1984, vol. 2, 104). En otra situación, el desayuno o, mejor dicho, el almuerzo, de Norman en Tixkokob a las 10:45 de la mañana, consistió en esa tríada alimenticia, como en otros momentos de su trayectoria: "It was composed of eggs, tortillas, and frejoles" (Norman 1843, 76). Ya a principios del siglo XX, los arqueólogos ingleses Arnold Channing y Frederick J. Tabor Frost cenaron frugalmente con frijoles negros, huevos cocidos, tortillas y cocoa de Cadbury.14 Pero en el pueblo de San Benito de Cozumel se quejaban de "la dieta monótona de tortillas, arroz y huevos" que todas las noches servían de cena (Channing y Tabor Frost 1909, ll6, 177).
En otras ocasiones, los viajeros tuvieron mejores mesas, como en Nohcacab donde Stephens fue recibido por don Juan, un vecino principal, con gran esmero y abundante comida por un interés particular: un retrato de daguerrotipo para su esposa. El carácter aristocrático en el servicio doméstico en casa de don Juan fue descrito a detalle:
La cocina, que era una vieja y raquítica fábrica de estacas, se hallaba del otro lado de la calle; y después de haberse dirigido varias veces [don Juan] a ella sin sombrero para vigilar los preparativos que allí se hacían, echose por fin en una hamaca próxima a la puerta de la calle gritando con toda solemnidad: 'Trae la comida muchacha'. El primer servicio consistía en una taza de caldo, un plato de arroz y tres cucharas; y aunque esto era un preliminar alarmante, parecía sin duda mucho mejor que la alternativa en que más de una vez nos habíamos visto de tener tres platos y una sola cuchara, o acaso ninguna; pero toda nuestra aprensión se disipó cuando vimos entrar de nuevo a la muchacha trayendo otra taza y otro plato. Seguíala en pos don Juan con las dos manos ocupadas, y ya con eso tuvimos cada uno su taza, plato y cuchara. [Como segundo servicio] vino otro plato, qué según algunos restos de ala y piernas, pudimos inferir que sería la substancia de dos pollos (Stephens 1984, vol. 2, 152-153).
Durante los recorridos de viajeros y exploradores extranjeros en la península yucateca, así como pasaron por momentos de escasez de alimentos debido a la travesía en zonas despobladas, o a las dificultades para adquirir comida en ran chos y pequeñas poblaciones, también asistieron a algunas fiestas tradicionales donde pudieron gozar de festines alimenticios. En Ticul, Stephens disfrutó un suculento almuerzo de día de fiesta:
A las doce en punto se hicieron los preparativos para un Déjeuner á la fourchette (almuerzo sólido y suculento) dispensándose en él el uso de trinchantes y cuchillos. Despéjose el centro de la sala, y se llevó allí una enorme vasija de barro, igual en capacidad de un tonel, llena de frijoles fritos. Otra vasija de las mismas dimensiones contenía una preparación de huevos y carne; y allí junto descollaba una pequeña montaña de tortillas de maíz, de todo lo cual se habían apoderado las mestizas para servir el almuerzo a todos los concurrentes. [... una de las mestizas se acercó...] trayéndome en la palma de la mano un rimero de tortillas con frijoles en el centro, y recogida la circunferencia de las tortillas por medio de los dedos, como para evitar que los frijoles se escapasen. […] otra mestiza me trajo un nuevo regalo de tortillas, y todavía una de mis manos no había salido de este embarazo, cuando una tercera mestiza me colocó en la otra un cerro de tortillas y huevos, de manera que yo no sabía qué hacerme ni cómo moverme. Por fin hice un esfuerzo y logré pasar todo aquello a los espectadores de fuera de la baranda (Stephens 1984, vol. 2, 84-85).
A Charnay no le fue tan mal en su alimentación durante su estancia en Izamal, pero en Valladolid se la pasó quejándose de los alimentos preparados por una "amable señora que había tenido la bondad de encargarse" de su mesa, de donde desprende el dicho de que "la buena voluntad es evidente; pero falta por completo el saber" (1933, 26). Así como valoró la elaboración del huevo pasado por agua, también reprobó el "modo muy singular" de preparar la tortilla de huevo, "que parecen suelas; -y llegando a exagerar su reproche agregó-, pero aún no se ha llegado ahí a los huevos fritos" (1933, 26).
Cocer en PIB (horno indígena)
Los exploradores dejaron testimonio acerca del modo indígena de cocinar denominado pib. Este procedimiento de cocción de recursos alimenticios vegetales y animales llamó la atención de los viajeros. Waldeck describió este proceso de cocimiento para la alimentación y conservación de las carnes:
Los indios para conservar la carne la hacen asar bajo tierra. A este efecto practican un gran hoyo, guarnecen sus paredes de guijarros y lo llenan de madera dura y seca a la cual prenden fuego. Consumida la madera, echan en esa especie de horno pedazos del animal que quieren cocer, y después tapan el hoyo con hojas de plátano u otras, cubiertas de tierra y de cenizas calientes. Hecho eso, encienden por encima de este montón de materias de toda especie un fuego de madera seca y cuatro días después vienen a sacar su carne. Así preparada la llevan al mercado, porque se conserva ocho y diez días sin la menor alteración. Se hace la misma operación para el pescado. Este uso es general en toda la extensión de la tierra caliente (Waldeck 1996, 122).
Mediante este procedimiento de cocimiento indígena se elaboraba pibil-haleb (tepescuintle), pibil-kekén (cerdo), venado en pib, como también aves,15 entre ellas, pavos de monte y pollos. En el caso de la cochinita pibil existían dos formas de cocción (ver Apéndice l), una indígena ya en desuso que sin contenedor se enterraba, y la forma que hasta actualmente se utiliza dispuesta en la denominada "lata" que se entierra o va al horno de pan.
Durante su exploración en Uxmal, los viajeros Stephens, Catherwood y el doctor Cabot disfrutaron de un cochinito cocinado en pib. El lechoncito enviado por don Simón Peón propietario de la hacienda fue preparado del siguiente modo, de acuerdo con la descripción del viajero norteamericano:
Hicieron [los indígenas], pues, una excavación sobre la terraza, encendieron en ella un gran fuego, que mantuvieron hasta que se encontró tan caliente, como un horno. Dos piedras muy limpias se colocaron en el fondo de la excavación, sobre ellas se tendió el lechoncillo, ya muerto por supuesto, se le cubrió con yerbas y arbustos y se echaron encima piedras adheridas de tal manera, que apenas dejasen una ligera respiración al fuego y al humo (Stephens 1984, vol. l, 228-229).
Charnay ofrece el testimonio de la pesca del manatí en Jaina, un acontecimiento que despertaba gran alegría entre los habitantes de la ranchería, ya que el mamífero marino brindaba carne en abundancia.16 La forma de beneficiar el manatí era separar el cuero del mamífero, la cabeza, las aletas y la cola, mientras que el torso era cortado en tiras para secar bajo el sol. Pero el testimonio de los cocimientos en pib más exóticos fue "la confección de un plato nacional llamado pibi-cochinita", pero no de cerdo, sino de manatí, con la cabeza, las aletas y la cola:
[En el horno bajo tierra se colocaron] encima los despojos de la bestia envueltos en hojas de plátano; se ponen sobre el conjunto ramas, que se cubren con tierra, y veinte y cuatro horas después, están saboreando el plato los aficionados. Pero yo no me deleité tanto como esperaba a pesar de que me sirvieron trozos escogidos; mi solomo, con el cual contaba, fue para mí un desengaño; más la vida está llena de éstos; y realmente no me arrepentí de haber conocido aquel nuevo manjar (Charnay 1933, 52).
Las provisiones y alimentación de los autóctonos, como de los viajeros, dependía en buena medida del nicho ecológico del territorio yucateco. La pesquería en Campeche proporcionaba una diversidad de especies para el consumo: cazón, tiburón martillo, "angelotes" y pulpo. Al parecer Waldeck comió pulpo y ostras de la costa "pequeñas pero delicadas y sabrosas", raya, cazón -que consideró "malsano"- y la hueva [de lisa] (1996, 26-27).
Cuando Morelet transitó por Campeche, en la posada donde se hospedó comentó que la comida no era "tan rica" como en Mérida, sin embargo, se sorprendió de un plato particular: el cazón, que del origen de la carne dudó. Para despejar su inquietud, el viajero acudió a la playa para averiguar, como confirmaría, de que se trataba del tiburón,17 y del "culto gastronómico" del cazón en Campeche. Más aún, en la navegación de cabotaje desde aquel puerto hacia el seno del Golfo de México, el naturalista volvió a consumir en el almuerzo: galletas, "tiburón sazonado con un poco de vinagre", agua, ron y cigarro; una dieta común entre los marineros (Morelet 2015, vol. l, 198-199, 246). Aunque el plato no fue de su agrado: cuando navegaba por el Usumacinta, comía "poco y mal" con galletas enmohecidas, tasajo y frijoles negros, "de manera que a veces no podía evitar un suspiro pensando en el tiburón de Campeche" (261).
Un par de décadas más tarde, Charnay describe la pescadería en Campeche principalmente del cazón de todos tamaños, del que se elabora "el plato popular de la mayor parte de las familias pobres" (Charnay 1933, 49), probablemente se trata del cazón entomatado. En cambio, el pámpano era un pescado reservado al consumo de la elite, ya que de las canoas de los pescadores viajaba directamente a casa de los ricos sin detenerse por el mercado, "donde se le acoge con respeto por su sorprendente belleza, mientras hace con él la cocinera una obra maestra de delicadeza y buen gusto" (51).
Ya en la isla de Jaina, las aves domésticas y los huevos eran muy apreciados por los residentes, así que a precio de oro se desprendieron de esos recursos para la alimentación de Charnay. Pero no le faltó cazón que le proveyeron dos jóvenes pescadores, que "pasaban la noche en el mar y el día en la playa preparando su pescado", ¿de qué modo? He aquí la descripción del asado:
Llegaban a las diez o a las once, abrían y vaciaban sus pequeñas lijas, y las aplanaban hasta dejarlas como una torta: encendían luego una gran hoguera y en su zarzo colocado sobre ella, ponían el pescado: al cabo de algunos minutos el cazón, medio cocido, acababa de secarse con el calor del sol. Aquel sistema era primitivo; pero con una salsa de tomate (abundaban en la isla los tomates) ¡cómo se dejaba de comer el joven tiburón! (56).
Complementó su alimentación con pequeñas ostras pegadas en las raíces del mangle, caracoles cocidos con agua de mar durante seis horas, y también de la "caza de la baja marea en el banco de arena que claramente se descubría al norte de la isla; en ese banco encontraba millares de gaviotas, garzas, chorlitos y pelícanos", una rara diversidad de aves, difíciles de cazar y que eran "tan duros" que renunció a comer pelícano (56). En situaciones de escasez de carnes, los viajeros consumieron aves que por lo regular no forman parte de la dieta indígena, por ejemplo, Morelet (1847) refiere haberse visto obligado a comer guacamayos en los montes de Dolores en el Petén guatemalteco (Morelet 2015 vol. l, ll5).
Entre otras actitudes, Teoberto Maler idealizó su comer entre las ruinas una noche de 1891. A media noche después de sus trabajos arqueológicos, su cena "consistió en un solo huevo pasado por agua, un pedazo de carne de venado asado en pibil (debajo de la tierra), algunas tortillas de maíz y dos naranjitas que había yo reservado para esta gran ocasión. El hombre que no es muy materialista se satisface con poco" (Maler 1932, 68-69).
La primitiva e indolente gastronomía yucateca
El cocimiento del huevo bajo la ceniza caliente del fogón, el punto de cocción del huevo "para beber" o pasado por agua, así como la técnica de mezclar la clara y la yema, no fue del todo agrado para Stephens y sus acompañantes, pero a diferencia del viajero norteamericano que evitó calificar esa costumbre, para Charnay se trataba de un procedimiento primitivo. Mismo adjetivo que utilizó para calificar la forma de asar el cazón. Aún más, desde una perspectiva euro-céntrica de la civilización, el arqueólogo formuló una hipótesis cultural crucial a raíz de la observación de la discontinuidad desde el centro urbano hacia el área rural: "parece que mientras más se aleja uno de la capital [espacio urbano y civilizado], más se aproxima a sus rudimentos el arte culinario" (Charnay 1933, 26), entendiéndose como salvaje o primitivo, en contraposición de lo refinado en la región.
Para Waldeck (1996, 73), la técnica local de asar el pollo le pareció ofensivo. En un primer momento, el pollo es sancochado o cocido con especias, y en un segundo momento, de acuerdo con el viajero mencionado, se doraba "entre dos platos, de lo que resultaba una comida detestable"; por lo que le llevó a concluir que en Yucatán se desconocía el arte del asado. De modo, que se autocomplace de haber popularizado la técnica del asador en Mérida, incluso tomó la iniciativa de ordenar la elaboración de uno de esos utensilios.
En efecto, la receta del pollo asado en el Prontuario de Aguirre, la "primorosa en el arte" de la cocina yucateca en 1832, prescribía sancochar "ligeramente con sal y agua, al asarlos se les va untando con zarza de manteca frita con ajos asados, y deshechos en ella, pimienta molida y orégano" (Aguirre 1832, 10). Lo cierto es que Waldeck desconocía que la forma tradicional de asar era a la parrilla sobre leñas ardientes como a principios del siglo XX constataron los viajeros ingleses Channing y Tabor Frost, aunque como al antes mencionado, les desagradó que el asado fuera tan prolongado que las aves de monte se redujeron a una suerte de "a dried and mummified condition as to be quite uneatable" (1909, 352).
Considerando la costumbre del cocido en la alimentación yucateca, y del gusto del puchero de Waldeck, en opinión de los refinados gustos victorianos de Channing y Tabor Frost (1909, 351, 352), la técnica culinaria de la comida yucateca se caracterizaba por la indolencia y la simplicidad, carácter típico de los yucatecos: "Their staple dishes are stews, boiled greasily: the sloven cook's way of throwing meal into a pot. When your host has put before you a great messy stew of fowl, onion, and potato swimming in fat, he gives you a cup of black coffee and the meal is over" (350).
Ya en septiembre de 1847, en Tekax, Carr se quejó de su cena: el consabido "tazón de un caldo muy aguado, con tres o cuatro pequeñas piezas de carne y una tortilla" (Rodríguez y Nance 1999, 38), a pesar de que fue lo mejor que logró conseguir. Su disgusto por el guiso lo persiguió durante toda su travesía hasta Bacalar: "los únicos comestibles que pude conseguir fueron un tazón de caldo de puerco con un poco de carne y una tortilla, pero después, todos los días he comprado un pollo vivo que yo mismo hiervo" (40).
Un alimento ceremonial de origen maya es el mucbipollo elaborado para la festividad de Todos los Santos, o Hanal Pixan (comida de muertos), en noviembre. A Stephens -quien se encontraba en Mérida para aquella celebración en 1841-, la costumbre no le pasó desapercibida: "cuecen bajo de tierra un pastel hecho de maíz, relleno de puerco y gallinas y sazonado con chile. Durante ese día, ningún yucateco come otra cosa que mucbilpollo" [sic] (Stephens 1984, vol. l, 74). También dejó "por una desmañada circunstancia" una valiosa anécdota al respecto de aquel guiso, en tanto que revela la importancia de saber consumir:
Un vecino amigo nuestro que, además de visitarnos frecuentemente en unión de su esposa e hija, tenía la costumbre de enviarnos frutas y dulces en más cantidad de la que podíamos consumir, en aquel día nos remitió un enorme trozo de mucbilpollo, tan recio como un tablón de encina, y como de seis pulgadas de espesor. Después de haber agotado vanamente nuestros esfuerzos para reducir aquel trozo a una disposición razonable y poderlo comer, en un arrebato de desesperación lo arrojamos al patio y allí lo enterramos en un hoyo. Aún permanecería hasta hoy en aquel sitio, si no hubiese sido por un malvado perro que acompañó a nuestro vecino en su próxima visita. Pasó el animal al patio, escarbó y cuando estábamos apuntando los platos vacíos y expresando al vecino nuestro reconocimiento por su bondad, he aquí que el malignísimo perro se presenta en la sala, la atraviesa y sale por la puerta del frente llevando en la boca el enorme pastel, que parecía haber aumentado sus dimensiones después de enterrado (Stephens 1984, vol. l, 74-75).
El Día de Muertos concluía con una cena frugal consistente de mucbipollos, tortas de maíz tierno con frijoles, y atole nuevo (Barbachano 1850, 237). En el Apéndice 2 se presenta la receta de fines del siglo XIX, con la inteligencia de que el cocido con que se rellenan los moldes de masas se denominaba "chilaquil", muy distinto a lo que en el centro de la república se entiende por tal.
El excéntrico Waldeck observó el "uso inmoderado de la carne de puerco en la gastronomía yucateca, a partir de lo cual dedujo existir un gusto grosero de las gentes del país" (Waldeck 1996, 73). A diferencia de ese consumo "inmoderado", una queja frecuente entre los viajeros extranjeros fue la escasa variedad de legumbres en los mercados locales. El francés señaló que: "La pobreza del mercado [de Campeche] en legumbres, prueba o la poca fertilidad del suelo o la indolencia de los cultivadores, o aun la indiferencia de los habitantes por los goces culinarios, porque allí no se encuentra más que chile (Capsicum), calabazas (o calabacitas), y perejil en muy pequeña cantidad y muy caro" (26). El chile no era cosa para tomar a la ligera. Las recomendaciones de los viajeros y exploradores para los próximos en acudir a Yucatán incluían precauciones de la alimentación. Waldeck advertía: "Importa sobre todo no hacer uso de alimentos preparados con chile (pimiento rojo)" (33).
Acerca de la "pobreza" de legumbre advertida por el antes mencionado, Norman apuntó en su obra esa misma escasez: "Their variety of vegetables is limited, and but little skill is show in their cultivation" (Norman 1843, 37). Lo cierto es que el cultivo de hortalizas en Yucatán dependía del mercado nacional y de la importación de semillas de diversas ciudades de los Estados Unidos de América. Asimismo, varias legumbres también eran introducidas a la península del exterior, como Waldeck apuntó: las coles, cebollas y papas venían de los Estados Unidos de América (Waldeck 1996, 26). Por ejemplo, en la tienda del "Vapor" de Pedro Ferriol expendía semillas de rábano, repollo, nabo, acelga y remolacha procedentes de Nueva Orleans,18 así como también lechuga, chiles dulces y tomates de enorme tamaño; la tienda de Antonio Aloy ofertaba semillas frescas de repollo largo, repollo redondo rosado, remolacha, acelga, apio, perejil, chiles dulces parados y berenjenas largas moradas,19 por último, el comercio de Juan Esteban Quijano importaba papas de Filadelfia en 1832,20 y también repollo de Nueva York.21
Es probable que el cultivo de aquellas legumbres estuviera en función de los centros urbanos, y en el espacio rural predomine la variedad de productos de la milpa maya, en vez de la europea. Tradicionalmente chile, calabaza, tomates, camotes y otros. Así, Charnay padeció por no encontrar legumbres de su gusto para elaborar ensaladas, aunque no era del todo vegetariano, el viajero tampoco le gustó mucho la carne en Valladolid. Durante su estancia en aquella villa oriental de la península yucateca, Charnay escribía frustrado que ahí las legumbres eran desconocidas y exclamaba: "]Ay! La ensalada, enteramente francesa, es casi desconocida del resto del mundo" (Charnay 1933, 26). La queja obedeció a que, de acuerdo con sus propias palabras, "[¡]yo soy un rabioso partidario de las legumbres! Iba pues a morir de hambre", cuando descubrió ramas de col en uno de los platos que le sirvieron, entonces Charnay adquirió "una hermosa col" y se la entregó a su cocinera con la súplica de elaborar "una ensalada". Pero al momento de recibir el guiso de col, saltó por la manera de cocerla: "En la tarde me fue presentada una taza llena de un líquido mantecoso y en un plato, aparte el cogollo de mi col, limpio y blanco como la nieve, pero tan duro que hubiera podido servir de bola para el juego de bolos. ¡Qué desengaño! Era preciso avisar; y puesto que no se sabía cocerlas, comería mis coles completamente crudas" (26).
Una manera de cocer la col ya se ha descrito en la receta del "otro puchero" por la señora Aguirre, pero la que pudo referir el explorador fue del "guiso de repollo" en la que se fríe la legumbre (véase el Apéndice 3). Así pues, Charnay decidió elaborar su propia receta:
corté mi legumbre en trillas delgadas como el tabaco de hoja y con aceite y vinagre que había llevado conmigo, pimienta, sal y un pedacito de chile, compuse ensaladas maravillosas que recomiendo al lector, Y de allí como viví durante cerca de ocho días como un príncipe o más bien como un conejo (26).
La experiencia de Charnay (1933, 26) demuestra que no necesariamente sus observaciones sobre la variedad de verduras y legumbres en los mercados eran tan decepcionantes para los comensales con gustos menos proclives a las carnes o para estómagos delicados a lo que ofrecía el país. Finalmente, los pesares alimenticios del explorador en parte por las supuestas "debilidades culinarias" de su anfitriona en Valladolid fueron compensados con su amabilidad y sus "deliciosos dulces".
A diferencia del gusto del francés, los postres y los dulces de los yucatecos no fueron bien apreciados por los arqueólogos ingleses de principios del siglo XX: "Puddings and sweets are things for wich he has no taste" (Channing y Tabor Frost 1909, 350). Buscaban la mermelada estilo francés tan rara que pagaron dos chelines por media libra, no sin reprochar a partir del gusto por lo agridulce, que teniendo naranjas agrias por doquier y caña de azúcar, los yucatecos esperan que los extranjeros vengan a enseñarles aprovechar sus recursos naturales y hacer fortunas (351).
Agua de masa, pozole y pinole
La bebida indígena de mayor consumo en las labores y durante las travesías fue el pozole.22 Aunque Morelet prefería "calabaza en agua tibia", a la que diluía harina de arroz y azúcar para cenar en sus travesías (Morelet 1857 vol. 2, 13), los viajeros Waldeck y Charnay tenían mejor aceptación en su gusto por las bebidas derivadas del maíz. La masa diluida en agua con un poco de azúcar era una bebida refrescante, pero Waldeck recibió con mayor gusto el pozole de masa acedada por cuatro o cinco días, lo que consideró un "brebaje de lo más agradable" y mejor refrigerante que una cerveza. De acuerdo con su observación, el pozole se preparaba del modo siguiente:
Se tritura sobre una piedra plana, por medio de otra piedra que forma rodillo, cierta cantidad de maíz; después se diluye con agua la harina grosera que se obtiene, y se hacen bolitas. Un pedazo de esa pasta mojado en agua ligeramente azucarada forma una excelente bebida a la cual se da el nombre de pozol; cuando la pasta está hecha desde hace cuatro o cinco días, su acidez hace este brebaje de lo más agradable; la buena cerveza no refrigera mejor (Waldeck 1996, 73).
El pozole tenía un papel simbólico de hospitalidad entre los viajeros que se encontraban en el camino. Tomar una jícara de pozole (y acaso otros alimentos) ofrecida era muestra de cordialidad y "buena voluntad". Rechazar el ofrecimiento si bien no llegaba a interpretarse como un delito, ofendía la sensibilidad del oferente (Norman 1843, 83). Por su lado, Charnay también elogió la propiedad refrescante del pozole. Su descripción manifiesta este carácter social de la misma bebida, cuando en un rancho a tres leguas de Dzitás:
El propietario inmediatamente nos ofreció una jícara de pozole [sic]. La jícara es una copa hecha de la corteza de una fruta,23 y pozole una pasta de maíz crudo, diluido en agua. Esta es una bebida bastante insípida, pero refrescante; Yo consumí grandes cantidades a partir de entonces: tiene la doble ventaja para alimentarse y beber (Charnay 1863, 335).
Durante su travesía por las ruinas de Yucatán, Waldeck prefería tomar pinole por las mañanas en vez del chocolate. La pasta de pinole se preparaba tostando el maíz como el café, se le trituraba con azúcar y cacao torrado, ya pulverizada la mezcla, se elaboraba "una especie de papilla muy buena en viaje", y agregaba: "La he tomado a menudo para calentarme en la mañana, después de haber pasado la noche en pie" (Waldeck 1996, 73). De hecho, recomendó a los futuros viajeros por Yucatán tomar pinole y pozole como bebidas más sanas por tener dos propiedades importantes para el viajero: "refrescar y de sostener el estómago" (33). En Chichén Itzá, después de la cena consabida de tortillas, frijoles y huevos, Charnay tuvo a su disposición a la manera de dessert o postre un par de botellas de xtabentún, licor preparado con miel destilada y anís de origen prehispánico, y como dulce unas ciruelas (Charnay 1863, 338).
Conclusión
En los contactos de los viajeros y exploradores con la sociedad yucateca, así como demostraron fascinación respecto a los vestigios arqueológicos, el gusto fue un marcador de alteridad cargada de etnocentrismo. Cierto que no siempre expresaron quejas por las comidas, las técnicas de cocimiento y las maneras de comer, en ocasiones distinguieron algún plato o bebida de buen gusto, pero describieron costumbres por curiosas o exóticas que rebasan lo anecdótico, ya que fueron representadas desde el etnocentrismo.
Las miradas de los viajeros y exploradores apuntan a diferenciar las opciones de alimentación en las ciudades como Mérida y Campeche, respecto de las poblaciones costeras, haciendas y localidades del montuoso interior yucateco. También ofrecen indicios de alimentos preferidos entre distintos sectores de la sociedad. Aquellas observaciones contrastadas con las descripciones de los costumbristas locales confirman que la Placita era un espacio de aprovisionamiento de vecinos, residentes y foráneos, así como un lugar de alimentación de "pobres" (en el sentido de carentes de medios para cocinar en sus habitaciones). En cambio, el cazón era alimento de los pobres de Campeche, a diferencia del guachinango, reservado para los ricos. Testimonios que invitan a estudiar la alimentación entre los diferentes estratos de la sociedad yucateca durante el siglo XIX.
Comer en el campo y entre los vestigios mayas de Yucatán fue una experiencia variopinta, monótona por el consumo frecuente de la tríada indígena -tortilla, frijoles y huevos-, sin faltar algún "revoltijo" y, en ocasiones, las carnes cocinadas en pib. Pero algunos procesos de cocimiento y preparación de alimentos fueron calificados como rasgos de primitivismo, simplicidad, "gusto grosero" e ignorancia del arte culinario europeo. Tales adjetivaciones se fundaron sobre un criterio dicotómico de lo bueno y lo malo, la distinción entre "malas comidas" y gustos "civilizados".
La información procedente de los exploradores y viajeros prueba la larga duración de guisos, bebidas y dulces en la vida cotidiana y eventos ceremoniales de Yucatán, pero también da cuenta de la pérdida del uso de ciertas carnes para el consumo, como la del manatí. La cochinita pibil y los guisos de cazón se encontraban ya establecidos como típicos de la región. Pero también, aquellos visitantes dejaron testimonio acerca del excesivo uso de la carne de puerco y de la grasa en la comida yucateca a diferencia de otras culturas alimentarias, asimismo, sus observaciones insistieron en una dieta local pobre en legumbres. Este contenido empírico de los hábitos alimenticios plantea el reto de investigar la evolución del consumo de la carne porcina y el uso de la manteca en la preparación de alimentos en contraste con una baja ingesta de verduras, legumbres y hortalizas.