La persistencia del homicidio y las lesiones
tal como se observan en nuestro medio,
pone sobre la pista uno de los rasgos
peculiares de la psicología del pueblo que
debe estimarse como la manifestación
más importante del desprecio a la vida
propia y de la falta de respeto por la ajena.
Alfonso Quiroz, José Gómez Robleda y Benjamín Argüelles. Septiembre de 1939
El 23 de febrero de 1925, el diario El Globo publicó una noticia titulada "La delincuencia en su apogeo. Docenas de muertos y heridos recogió ayer la Policía capitalina", informando sobre la preocupante inseguridad que se vivía en la ciudad de México. Según el diario se advertía que:
El día de ayer arrojó, más que ninguno otro de la semana recién pasada, un enorme saldo de sangre como consecuencia de los hechos delictuosos que se cometieron en todos los barrios de esta capital. Los partes rendidos por las diversas demarcaciones a la Inspección General de Policía, indican, en efecto, que la criminalidad aumenta siniestramente en nuestra metrópoli. Todos esos partes consignan hallazgos de cadáveres anónimos que presentan heridas; riñas sangrientas; asaltos en que las victimas además de haber sufrido el consiguiente despojo, resultaron heridas gravemente, al grado de que, algunas de ellas tuvieron que pasar en observación al Hospital Juárez.1
Este tipo de noticias aparecían con frecuencia en las décadas que siguieron al conflicto bélico revolucionario y a pesar de que en las estadísticas se reflejaba una disminución en el índice de criminalidad, no era extraño que la percepción social fuera justamente la contraria. En efecto, durante la posrevolución, los diarios semanalmente presentaban informes sobre los delitos cometidos en la capital del país asociados principalmente con asaltos, riñas y muertes violentas ocurridas cerca de las cantinas o pulquerías y en vecindades ubicadas en colonias populares como la Bolsa, Tacuba o Tacubaya. Pero no sólo eso, también eran registrados los crímenes pasionales protagonizados por parejas sentimentales que sucumbían ante lo que consideraban como una traición; y al mismo tiempo, se denunciaban los hallazgos de cadáveres de recién nacidos en las acequias y calles de la ciudad como evidencia de infanticidios.
Sin embargo, estos hechos no eran novedosos en los albores del siglo xx, pues ya desde finales del xix los asaltos, riñas y homicidios mantenían en el desasosiego a los habitantes de una urbe que crecía aceleradamente y combinaba imágenes de modernización, violencia y marginación. Según Pablo Piccato, en el porfiriato tardío las autoridades del Distrito Federal, especialmente de la ciudad de México, batallaron con los frecuentes comportamientos al margen de la ley, los vecinos se quejaban tanto de los rateros como de los escándalos y las disputas entre parroquianos de pulquerías o expendios de alcohol, las cuales, en ocasiones terminaban en tragedias sangrientas. Estas modalidades del delito incrementaban la preocupación en torno a la delincuencia en general y fortalecían las peticiones de dar un trato duro a los criminales.2
Paradójicamente, las estadísticas oficiales de las décadas posteriores desdibujaban este panorama de tono carmesí. Según los registros disponibles para los años veinte y treinta, la cifra de los delitos había disminuido y el índice de homicidio intencional era menor con respecto al de las últimas décadas del siglo xix. Las autoridades creían que una forma de controlar la situación de inseguridad que se percibía era reorganizar los tribunales de justicia local y mejorar la eficiencia de instituciones como la Procuraduría de justicia o la Policía y con ello, alcanzar una justicia expedita. No obstante, los esfuerzos parecían infructuosos, puesto que la criminalidad reportada por los diarios y encausada en los procesos judiciales durante la posrevolución, sugería que la violencia en la ciudad no había cambiado y la sangre seguía tiñendo los conflictos cotidianos. Pero, si los datos eran fiables, entonces por qué la percepción social era justamente la contraria, qué ocurrió en la capital del país después de la revolución mexicana y qué características presentó el crimen violento justo en esa etapa.
En este artículo procuramos responder a estas inquietudes con el objeto de analizar el homicidio entre 1920 y 1940 en el Distrito Federal para comprender sus expresiones cotidianas a partir de una muestra de expedientes judiciales y la revisión de fuentes hemerográficas. Consideramos este marco temporal dado que se trata de un periodo caracterizado por el proceso de institucionalización del Estado revolucionario, por las reformas penales de 1929 y 1931 que incidieron en los procedimientos y aplicación de la justicia no sólo en ese periodo, sino a lo largo del siglo XX; y por el contexto de la llamada "reconstrucción nacional", en el que se postularon y debatieron nuevas versiones de la ciudadanía y la justicia social en México.3 Adicionalmente, en estas dos décadas que constituyen un periodo amplio para el análisis, se pueden apreciar con claridad tendencias y cambios en tanto fue la etapa en que si bien descendieron las tasas de criminalidad, la percepción social de la violencia fue en aumento.4
Para cumplir nuestro objetivo, partimos de la definición que del homicidio hace el código penal como el acto por el cual se priva de la vida a un individuo por cualquier medio;5 aunque también lo consideramos como un fenómeno social, la forma más extrema de violencia interpersonal, violencia intencional ejercida sobre la integridad física del cuerpo de un individuo y equiparamos violencia y homicidio a la noción de crimen, especialmente como se concibe en las sociedades modernas.6 Desde este ángulo, la dimensión que abordamos de la violencia en este estudio corresponde específicamente a la penal y judicial, aquella perseguida y sancionada por una codificación en un Estado de derecho.
Por tanto, consideramos que la muerte violenta de un individuo siempre afecta los valores fundamentales de quienes ejecutan y son testigos de un homicidio; a través de su estudio se pueden observar ideas y percepciones sobre la vida y la muerte, la evolución de las pautas de los delitos con violencia que surgen de un conjunto de casos que revelan diversos aspectos de una sociedad como los valores fundamentales y los focos de tensión y conflicto dentro de los distintos grupos sociales.
Crimen y violencia en la etapa posrevolucionaria
Existe cierto consenso en que la revolución mexicana fue una experiencia históricamente decisiva que en un tiempo relativamente corto transformó muchos aspectos de la vida en la capital del país.7 El Distrito Federal sufrió una seria interrupción entre el último porfiriato y la culminación del conflicto armado que supuso la perturbación de la economía, la destrucción de un viejo orden -al menos en el terreno político y militar- y la instauración de uno nuevo. Pero no sólo eso, después de la revolución también se complejizaron muchos de los problemas sociales que venían de finales del siglo XIX y que afectaban las dinámicas de la ciudad como las contradicciones de una urbe en rápido crecimiento, una alta densidad poblacional y una marcada segregación social.
En efecto, uno de los aspectos más significativos en este proceso fue el incremento en la densidad poblacional, pues la capital de la república pasó de 325 707 habitantes en 1900 a 471 066 en 1910; de 767 519 habitantes en 1921 a 1 029 068 en 1930 y para el año de 1940 registró 1 757 530 personas.8 Según Ariel Rodríguez Kuri, entre 1910 y 1921 el Distrito Federal tuvo un aumento de 185 310 habitantes y para ese momento era la octava entidad más poblada de la república, representando sólo 4 por ciento de la población total del país. En el caso de la ciudad de México, el incremento fue de 144 301 habitantes, absorbiendo casi 78 por ciento del aumento de la entidad.9
En ese contexto, también se hallaba el problema la criminalidad, que aunque no aumentó significativamente en la posrevolución, sí complejizaba el paisaje citadino de inseguridad y violencia debido por una parte a las resonancias del conflicto revolucionario o a los remanentes de enfrentamientos entre facciones políticas; al recurso habitual a la violencia para zanjar "desacuerdos", ya la justicia por propia mano entre individuos y comunidades que, a diferencia de otras épocas, tuvieron mayor acceso a las armas de fuego. En dicho escenario, el homicidio representó un fenómeno preocupante para la sociedad capitalina, pues afectaba uno de los bienes más importantes: la vida.
De acuerdo con una muestra de 200 procesos penales sobre homicidio intencional recabada en el fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal en el agn y la revisión de los principales diarios de la capital, las modalidades más frecuentes del homicidio durante este periodo fueron homicidio en riña, homicidio simple, homicidio calificado e infanticidio.10 El más recurrente dentro de la documentación judicial fue el homicidio en riña que, implicaba violencia entre varones de sectores populares y ocurría habitualmente en el ambiente de cantinas, pulquerías o expendios de alcohol. Otra modalidad notoria fue el homicidio pasional (simple y calificado) que involucró a parejas con vínculos sentimentales, esposos/as y concubinos/as que asesinaron o fueron asesinados por motivos asociados a los celos, el abandono o el despecho y usualmente tuvieron lugar en el espacio doméstico. Por último, aunque no menos importante, se hallaba el infanticidio que comprometió fundamentalmente a mujeres quienes, por diversas circunstancias, dieron muerte a sus hijos en el momento de nacer y fueron juzgadas ante la ley.
De ahí que la prensa y la policía se quejaran de los llamados delitos de sangre que ocurrían en la capital. Por ejemplo, en una nota de El Universal de 1928 se mencionaba que:
Estos días han sido de sumo trabajo para la policía, pues tal parece que entre la gente del pueblo hierve la sangre con la entrada de la primavera, registrándose asaltos y riñas a granel, dando fuerte contingente para los hospitales y significando una ardua labor para la policía encargada de la captura de los heridores y esclarecimiento de los hechos. Fueron muchos los delitos de sangre que tuvo noticia la policía y más tarde las autoridades judiciales y en todos los casos, puede decirse que el calor y el alcohol fueron los únicos causantes, pues se dio el hecho de que algunos de los capturados, al rendir su declaración ante las autoridades policiacas, manifestaran paladinamente ignorar el motivo por el que habían delinquido lesionando a personas a quienes no conocían.11
El vínculo entre criminalidad y embriaguez no era nuevo, como tampoco la asociación entre ambiente y delincuencia, pues desde el porfiriato se hablaba de que muchos de los delitos graves eran cometidos por los sectores populares bajo los efectos del alcohol en épocas de más calor;12 y a pesar de que en la prensa se aludía a una creciente criminalidad en el Distrito Federal, tras la revolución los registros estadísticos señalaban que ésta había disminuido con respecto al siglo anterior
En efecto, de acuerdo con las estadísticas disponibles por el inegi y sistematizadas por Pablo Piccato para el siglo XX, la tendencia general de presuntos delincuentes en el periodo comprendido entre 1920 y 1940 fue a la baja, pese a que en algunos años hubo ligeros incrementos. En el caso del homicidio, la evidencia cuantitativa señala que el promedio de presuntos delincuentes por homicidio fue de 447 casos y la tasa bruta de presuntos delincuentes permaneció casi invariable en el tiempo, pasando de 2.8 en 1930 a una tasa de 2.3 por cada 100 mil personas en 1940. Representado en una gráfica, el comportamiento de las cifras para el periodo fue el siguiente:
Al considerar el total de presuntos delincuentes por homicidio, podemos advertir un incremento entre 1927 y 1929, un notorio descenso a partir de 1929 y hasta 1931 para después fluctuar dentro de un rango de 200 casos en el resto de la década.13 Pero si las estadísticas no muestran una tendencia creciente del índice de homicidios a lo largo del periodo, entonces, ¿por qué la percepción social sobre la criminalidad fue en aumento?
Una respuesta puede hallarse en el hecho de que las reformas penales de 1929 y 1931 incidieron en el comportamiento de las cifras, en tanto hubo aumento de penas para ciertos delitos, se reorganizaron algunas dependencias de justicia como la Procuraduría, la Policía y los juzgados locales. También cambiaron algunos procedimientos judiciales y se abolió el jurado popular para delitos del fuero común dando paso a un sistema de cortes penales compuestas por tres jueces que juzgaban infracciones graves.14 Esto pudo conllevar a que muchos procesos penales se quedaran en la etapa de investigación y no fueran registrados en las estadísticas oficiales. También es probable que, como señala Pablo Piccato, no todos los delitos fueron perseguidos a fondo, puesto que al contrastar la evidencia de fuentes judiciales con la obtenida en los conteos de homicidio como causa de muerte en las estadísticas de salud pública entre 1926 y 2005, el número de muertes causadas por homicidio fue generalmente mayor que el de casos de homicidio atendidos por las autoridades judiciales. Según este autor, es factible que parte de esa diferencia se deba a cadáveres llevados a la morgue sobre los cuales no se supo lo suficiente como para iniciar una investigación que resultara en un arresto. Pero la diferencia ascendió en promedio a 65 por ciento, más muertos por homicidio, según fuentes forenses, que según las judiciales y 91 por ciento en el Distrito Federal para los años en que hay datos comparables. Esto significa que la justicia sólo alcanzaba a un número limitado de casos y quizás el número de homicidios impunes fue muy alto.15
A mi juicio, otra explicación es que aunque el índice estadístico de este delito no aumentó drásticamente durante la posrevolución, la prensa "sensacionalista" en un periodo de auge sin precedentes, registraba los números absolutos de las cifras oficiales con un afán comercial, sin aclarar que esos datos eran correlativos al aumento anual de la población. En otras palabras, los diarios omitían el hecho de que la tendencia del homicidio en las estadísticas nacionales generalmente se expresa en tasas, tomando el número de homicidios por el total de la población de cada año y, a su vez, este resultado es multiplicado por una constante que corresponde a cien mil habitantes. Esto conllevó a crear un ambiente aciago donde el registro público del crimen quedó respaldado tanto por el dato crudo como por la experiencia de la imagen fotográfica morbosa.16
Por tanto, la percepción social sobre la criminalidad en el Distrito Federal entre 1920 y 1940 era de constante preocupación, por los remanentes del conflicto revolucionario, pero también por las expresiones que adoptaba la violencia extrema. De ahí que el famoso criminólogo Alfonso Quiroz mencionara en sus estudios que en el México de los años treinta y cuarenta no sólo cada treinta y ocho minutos una persona era agredida físicamente y cada veintiún minutos alguien era asesinado, sino que "la ineficacia o impunidad general de los criminales en el periodo comprendido entre 1928 a 1966 era de 42%". Según sus reflexiones, de cada 6 450 presuntos delincuentes por homicidio, 5 181 eran sentenciados por ese delito, es decir 80 por ciento; y 20 por ciento se quedaba en la impunidad.17
En ese contexto, el mismo Quiroz infería que la violencia criminal en el Distrito Federal estaba caracterizada por ser primitiva, ya que delitos como lesiones, homicidio y robo formaban los tres rangos fundamentales en las categorías de la delincuencia. Mientras que en países como Escocia, Inglaterra y Francia la tasa de presuntos delincuentes por homicidio a comienzos del siglo era de 0.94, 1.08 y 2.13, respectivamente, México había alcanzado una tasa de 33.50 en 1936, la cual iba en aumento. Y para concluir su estudio sobre el homicidio señaló que: "La tradición, las fábulas, los mitos, los cantos populares y también el folklore, prueban esta actitud del pueblo de la que, probablemente, una profunda investigación psicoanalítica evidenciaría las causas".18
Ahora bien, si esta visión era la que manejaba la prensa y los estudios criminológicos, cuál era entonces la perspectiva de la justicia; es decir, cuáles eran las expresiones cotidianas de esa violencia extrema y cómo fue tratada por las autoridades judiciales.
Homicidio en riña o violencia entre varones
Al igual que en el porfiriato, durante la posrevolución un tipo de violencia muy común eran las riñas o peleas que generalmente ocurrían entre varones y en espacios tradicionalmente considerados como masculinos: la pulquería, la cantina o la calle. Lugares de encuentro y sociabilidad masculina, que en ocasiones se constituyeron en los mismos espacios en donde se generaban conflictos y rivalidades personales, donde se hacían ofensas de palabra y se disputaba el honor, desafíos que algunas veces terminaron en hechos sangrientos.19
Siguiendo a Alfonso Quiroz, en muchos casos de homicidio los acusados eran conducidos de la pulquería a las oficinas de policía quienes tras una disputa, terminaban eliminando a sus adversarios para después afirmar que debido a su estado, no recordaban lo sucedido.20
En el caso de Luciano González Medina, se evidenciaban estas características, pues, de estado civil soltero, de 38 años de edad y de oficio tabiquero mató a su compañero de oficio Francisco N., al calor de una disputa y en estado de embriaguez.21 Tras las averiguaciones correspondientes se supo que después de haber ingerido pulque en la colonia Argentina, Luciano González y otros individuos que trabajaban como tabiqueros, llegaron ebrios al horno de ladrillo ubicado en la calle de san Joaquín de la colonia Tacuba. Según la denuncia, después de surgir un disgusto entre Luciano González Medina y Francisco N., comenzaron a reñir y luego de intercambiar insultos, pasaron a los golpes. Luciano derribó a Francisco y cuando éste se hallaba en el suelo, Luciano se abalanzó contra él clavando repetidas veces un cortaplumas en su tórax. Una de las heridas le produjo directamente la muerte. En el juzgado, Luciano González confesó que cometió el delito al calor de una riña en donde él fue agredido, pues Francisco lo golpeó varias veces con un palo y aunque su intención no era pelearse, simplemente trató de defenderse. Por ello, el juez de la primera corte penal lo condenó a cuatro años de prisión.22
Según los expedientes judiciales, el homicidio en riña ocurrió particularmente entre hombres aunque se detectaron dos casos cuyas protagonistas fueron mujeres, quienes mataron a su oponente por diferencias entre vecinas. Del total de la muestra, se encontraron 80 casos en esta modalidad, de los cuales, 90 por ciento de sus protagonistas eran varones con un rango de edad de entre 25 y 50 años; 27 de ellos estaban casados mientras que 51 manifestaron ser solteros; uno vivía en amasiato y el otro era viudo. Además, se advirtió que 95 por ciento de los involucrados eran obreros, albañiles, tabiqueros, jornaleros y agricultores; 4 por ciento eran militares y comerciantes; y en el 1 por ciento de esa muestra había un médico y un empleado federal.
Con relación a las víctimas, en su mayoría también eran varones, personas conocidas o familiares, vecinos y amigos con los que se compartía en distintos espacios como la pulquería, la cantina, o la vecindad. Por lo general, las riñas se desencadenaron cuando se creyó cuestionado el poder o el honor masculino en el espacio público. Así le ocurrió a J. Jesús Moreno de 22 años de edad, casado y de oficio talabartero, a quien el Juez Tercero Penal condenó a ocho años de prisión. Según el proceso, el 7 de octubre de 1924 Moreno llegó ebrio a la cantina Salón Jalisciense, ubicada en la avenida república de El Salvador, y sin conocer a Esteban Uribe, le pidió que jugaran dominó. Ante la negativa de Uribe, Moreno se sintió agraviado y comenzó a ofenderlo por lo que la víctima le lanzó algunos golpes. Para defenderse, Moreno sacó un cuchillo y le provocó varias heridas que le causaron la muerte. Por el homicidio de Esteban Uribe, J. Jesús Moreno fue condenado a 8 años de prisión en la penitenciaría de la ciudad de México.23
Parece claro que la diversificación de los lugares de entretenimiento en la ciudad de México en los años veinte y treinta provocó que se multiplicaran otros establecimientos para el encuentro de diferentes grupos sociales. Según Diego Pulido, los expendios de pulque eran nodos para el esparcimiento y tiempo de ocio de los capitalinos, lo cual está lejos de significar que se trataba de entidades independientes de otros polos que hicieron densa la interacción social. En todo caso, fueron los mercados, plazas y jardines públicos las vértebras de la sociabilidad libatoria.24
En ese sentido, tanto la documentación judicial como los reportes de la prensa permitieron conocer que muchos de los decesos ocurrieron cerca de lugares de entretenimiento y de sociabilidad masculina. Por ejemplo, del total de casos, 30 de ellos sucedieron a las afueras de una cantina o pulquería por los rumbos de Tacubaya y del centro, 25 homicidios en riña tuvieron lugar en vía pública o en alguna vecindad ubicada en Tacuba, la zona de Tlalpan y Coyoacán; y los 25 restantes, se registraron en el mercado o en un camino, por las circunscripciones de Azcapotzalco y Xochimilco.
Por lo general, los sucesos ocurrieron entre las ocho de la noche y las dos de la madrugada, hora en que cerraban algunos establecimientos, a pesar de que los reglamentos exigían que el cierre fuera más temprano.25 Aunque no en todos los procesos se indicó el día del suceso, muchos expedientes informaron que tuvo lugar al final de la semana, es decir, en viernes o sábado; y en otros, el deceso acaeció en lunes. Así ocurrió en el caso de Fernando González quien perdió la vida a manos de Martín Fernández, la madrugada del sábado 14 de septiembre de 1934. Según el proceso, en la calzada del Niño Perdido frente a la casa 284, molino de nixtamal "Las tres colonias", Fernández y sus amigos en estado de ebriedad se encontraron con González. Después de hacerse de palabras pasaron a los golpes y en seguida González desenfundó su pistola disparando dos veces sin lograr hacer blanco; ante la situación, Fernández, que también se hallaba armado, sacó su revólver y lo descargó contra su oponente. Por su delito, el juez de la séptima corte penal lo condenó a tres años y seis meses de prisión en vista de que éste había sido el agredido.26
Otro de los aspectos destacados bajo esta modalidad de homicidio en las décadas posrevolucionarias fue el tipo de armas utilizado en los pleitos, pues de los casos analizados, 37 de los acusados usaron una pistola; 41 de ellos cometieron el delito con un instrumento punzocortante (un cuchillo, navaja o cortaplumas); en un caso, la muerte fue causada por golpes en contienda física y, en otro, se empleó un objeto contundente (una piedra). Con respecto al uso de los instrumentos punzocortantes parece claro que un obrero, carpintero o jornalero acostumbraran llevar un cuchillo o navaja como parte de sus herramientas de labor y se utilizara como recurso para defenderse o en ciertas circunstancias, atacar al que consideraban un adversario; pero es peculiar que prácticamente la mitad de los acusados, pertenecientes a grupos populares -según la documentación judicial- cometieron el delito con un arma de fuego.
Tal parece que con la revolución las armas de fuego comenzaron a circular más rápido en el campo y en la ciudad; y aunque no estuvieron al alcance de todos los bolsillos, sí eran lo suficientemente accesibles como para hacer más peligrosa cualquier disputa. Según Piccato, de esta manera el intercambio de balazos y la resolución de los conflictos por honor, por propiedades y en defensa propia se tornaron en un tipo de violencia fatal con un alto costo para la sociedad.27 Lo particular del asunto es que, a juzgar por los expedientes y la prensa, no parecía haber un control oficial para la posesión de armas durante las décadas posrevolucionarias, pues al ser interrogados sobre el origen de éstas, la mayoría de procesados afirmó que le pertenecía a un familiar o la adquirieron en el comercio. Por su parte, en algunos diarios, junto a las noticias sobre criminalidad también se anunciaba la venta de revólveres, rifles o pistolas automáticas con descuentos especiales para sus compradores. Por ello, no es extraño que la popularización de las armas en ese periodo haya sido más amplia de lo que podríamos imaginar.28
En síntesis, los casos mencionados constituyen un ejemplo de la muestra sobre homicidio en riña y permiten aproximarnos a uno de los rasgos que adoptó la violencia extrema tras la revolución, al tiempo que evidencian la permanencia de costumbres o prácticas sociales -al menos desde el siglo XIX-, en las que la contienda física constituyó una de la formas más comunes para "arreglar" los conflictos personales en el espacio público. Una violencia ejercida contra personas cercanas y con quienes se compartía un espacio común: la vecindad, el trabajo, la pulquería, etc. La misma violencia que no se pudo modificar a pesar de los mecanismos de control social formales e informales existentes para reprimir la agresividad de los individuos.
Homicidio simple y homicidio calificado: crímenes pasionales
El homicidio producto de una riña entre paisanos no fue la única modalidad entre 1920 y 1940, pues el crimen también ocurría en contextos privados y caracterizó un tipo de violencia interpersonal que tenía lugar en el ámbito doméstico. En su mayoría, se trató de homicidios pasionales que involucraron a hombres y mujeres de diferentes sectores sociales, parejas con vínculos amorosos como esposos/as, novios/as, amantes o concubinos/ as, y quienes motivados por celos, traición o abandono, dieron muerte a sus parejas o a sus rivales en un momento de arrebato, de ira e "intenso dolor".29 La siguiente noticia del periódico El Universal Gráfico ilustra muy bien esto:
En el Juzgado Decimotercero Penal se efectuaron ayer los careos entre Victoriano Rodríguez acusado de haber matado a su esposa, Josefina Ruíz Buendía y una muchacha llamada Agripina Pacheco Ruíz, hija de la occisa. Los careos fueron específicamente sobre antecedentes, pues el homicida ha pretendido hacerse pasar como un delincuente pasional y que mató a su mujer por celos, pues ella le era infiel. La hija sostuvo que el móvil del delito no era otro que los arranques irascibles de Victoriano Rodríguez, pues su mamá había sido siempre una buena mujer, que hasta lo enseñó a leer y escribir. Como una prueba de lo violento de carácter de Rodríguez existe el hecho de que ya estuvo en una ocasión preso en la Penitenciaría por haber lesionado por la espalda a otro individuo.30
De los 47 casos encontrados por homicidio simple en la muestra de expedientes judiciales, 37 presentaron este tipo de características y motivaciones; y de los 13 procesos por homicidio calificado, 3 tuvieron el mismo móvil. Utilizando una metodología similar a la del homicidio en riña, es decir, al cotejar la información proporcionada por la documentación judicial y la prensa de la época se observó que estos crímenes también se registraban con mucha frecuencia en la nota roja bajo el término de crímenes pasionales y por ello, optamos por agrupar estas dos modalidades en esa categoría.31
A partir de ello se identificó que 8 de los homicidios simples fueron cometidos por mujeres contra el amante, novio o esposo; y por las mismas circunstancias, una mujer fue juzgada por homicidio calificado. Mientras que en el resto de los casos, sus autores fueron varones que dieron muerte a sus rivales o le quitaron la vida a su esposa o concubina. Este fue el caso por ejemplo de María del Carmen Castellanos, de 18 años de edad y estudiante de enfermería, quien dio un balazo a su novio Roberto Moctezuma el 21 de octubre de 1925 en la primera calle de Peña y Peña. Según su declaración, cometió el delito porque el año anterior Roberto le había hecho una propuesta amorosa a la que ella correspondió y después de "deshonrarla", prometió casarse con ella. Sin embargo, tiempo después de sostener relaciones Carmen quedó embarazada y Roberto, en vez de cumplir su promesa, comenzó a darle mala vida y amenazó con desconocer a su hijo. El día de los hechos ella estaba muy dolida porque Roberto la despojó del poco dinero que le daba, tomó la pistola de casa de su tío Leobardo García, se dirigió al billar que Roberto frecuentaba y le disparó. Tras un largo proceso, el Jurado Popular por mayoría de votos resolvió que al privar de la vida a Roberto, la acusada actuó en el ejercicio legítimo de un derecho; que lo hizo violentada por una fuerza moral y que dicha fuerza no le produjo temor fundado e irresistible de un mal inminente y grave en su persona. Por lo tanto, fue absuelta del delito.32
La misma determinación tomó Esperanza Souvinet Bonora el 19 de mayo de 1934, quien antes de firmar el divorcio, asesinó a su marido Manuel Rangel Arrioja frente al juzgado cuarto del registro civil. En la nota encontrada en el interior de su bolsa de mano, Esperanza escribió: "Habré de cometer un delito que como mujer bien nacida considero de todo punto inevitable. No soy capaz de vivir sin él, porque le quiero y me cambia por la única mujer a quien debe la más profunda veneración y respeto, es la desdichada autora de sus días. Son culpables". De acuerdo con las averiguaciones, Souvinet Bonora planeó la muerte de su esposo con la intención de suicidarse después, pero no pudo concluir su plan debido a que ya había descargado todas las balas en el cuerpo de su marido. Acusada por homicidio calificado, fue recluida en la penitenciaría de la ciudad de México a la espera de su sentencia, pero meses antes de conocerse el fallo, se quitó la vida en el interior de su propia celda.33
Parece claro que esta modalidad de crimen evidenciaba cómo la violencia extrema "justificada" en la defensa del honor y en las desavenencias de la intimidad, continuaron formando parte de las prácticas sociales después de la revolución, al tiempo que demuestra la manera en que se fueron transformando las relaciones entre hombres y mujeres, pues a juzgar por este tipo de homicidios los varones ya no eran los únicos capaces de "limpiar" su honor. Prueba de ello son también los casos documentados para los años veinte sobre las famosas autoviudas o mujeres que mataron a su amante o esposo al sentirse traicionadas, las mismas que fueron capaces de empuñar un arma para vengar lo que consideraron una afrenta y una traición.34
De acuerdo con los procesos penales de la muestra, las 8 mujeres acusadas por esta modalidad pertenecían a sectores acomodados, eran mayores de 25 años, casadas o vivían en concubinato, sin hijos y con relativa autonomía económica. En el caso de los homicidas, se trataba de varones de diferentes grupos sociales, con una edad promedio de 30 años, casados o vivían con su concubina; muchos tenían hijos y tenían ocupaciones como estudiante, mecanógrafo, comerciante, minero y albañil. Dos de ellos profesionistas y dos extranjeros procesados eran empresarios.
Ese fue el caso del español Miguel Catá Franco, de 42 años de edad quien se dedicaba a la fabricación de cerillos. El 21 de diciembre de 1929 bajo el argumento de defender su honor, suprimió la vida de su esposa Pilar Fábregas. De acuerdo con la declaración de Catá Franco, el día de la tragedia, éste había regresado al país después de dos años de permanencia en Argentina y buscó a su esposa en la casa de los padres para resolver sus conflictos maritales, pues ante el abandono, Pilar promovió una demanda de divorcio en la que su esposo perdería sus derechos sobre las hijas.35 Esa tarde, la pareja se entrevistó en la vivienda ubicada en la calle del Álamo y en la habitación, comenzaron a discutir acaloradamente cuando Pilar le dijo a su marido: "Tus hijas ya van a tener otro padre", Miguel se llenó de ira y sin pronunciar palabra, sacó una pistola española pavonada calibre 32 largo que había comprado en Argentina y apuntándole a su esposa, apretó el gatillo.36 El juez de la tercera corte penal lo condenó por homicidio simple a la pena de 8 años de prisión, pues según sus consideraciones, Catá Franco se había entregado a las autoridades confesando su delito, no tenía malos hábitos de moralidad personal, familiar o social y había obrado en defensa de su honor.37
Sin duda, otro aspecto que subyace en el ejercicio de esta criminalidad es la defensa del honor masculino, ya que, como señala Robert Buffington, desde el siglo XIX el honor fue ante todo una cualidad pública y, por ello, había que defenderlo. Entre las clases altas, la pérdida del mismo podía dañar la reputación y, por ende, las fortunas de las familias enteras. Para las clases bajas, la aceptación comunitaria podía significar la diferencia entre tiempos difíciles y morirse de hambre. En este contexto, la traición implicaba mucho más que los sentimientos personales y sus consecuencias, a menudo, tenían repercusiones a lo largo de su entorno.38
Por ello, cuando Alfonso Román Gómez de 28 años de edad y de oficio minero encontró a su esposa Antonia Vázquez con otro hombre, "defendió" de manera radical su honor. Según el proceso judicial, el 2 de abril de 1934 Alfonso Román Gómez regresó a la ciudad de México después de haber permanecido varias semanas en Pátzcuaro, Michoacán. Al llegar a su domicilio ubicado en las calles Alfredo Chavero y Bolívar, abrió la puerta del zaguán y al cruzar el patio oyó ruidos extraños en la habitación por lo que decidió tocar en la ventana. Antonia, que se hallaba dentro, preguntó quién era y mientras su esposo respondía, entró bruscamente al cuarto en contrando a su esposa acompañada y desnuda en lecho conyugal. En seguida, Alfonso buscó la pistola marca Colt, calibre 38 que guardaba en el clóset al tiempo que un individuo saltó de la cama tratando de escapar. Alfonso le disparó dos veces a la sombra que se movía por el umbral de la casa y al encender la luz, pudo constatar que en el suelo, cerca de una cortina metálica se encontraba el cuerpo semidesnudo y sin vida del militar José Luís Ramírez, a quien había visto tres meses antes y hasta ese momento supo que era el amante de su esposa. Por la muerte del militar, Román Gómez fue condenado a la pena de 3 años de prisión por la primera corte penal ya que el Juez consideró que había actuado como cualquier hombre lo hubiera hecho para defender su honor y además, como carecía de antecedentes penales, quedó libre bajo fianza. Por su parte, la esposa Antonia Vázquez, fue condenada por adulterio a seis meses de cárcel y a pagar una multa de cien pesos.39
Es de señalarse que así como en el homicidio en riña, en los homicidios pasionales también predominó el uso de armas de fuego, pues la mayoría de sus protagonistas recurrieron a una de ellas para dirimir sus "conflictos". En este sentido, a partir de los expedientes estudiados se identificó que sólo en tres hechos los acusados utilizaron un arma punzocortante, mientras que el resto de los procesados mataron con un revólver; y las ocho mujeres acusadas también cometieron el crimen con un arma de fuego. Es posible pensar que quienes participaron en el conflicto revolucionario estaban familiarizados con ese tipo de armas y sabían cómo obtener una; sin embargo, es sumamente elocuente que algunas mujeres, sobre todo de los sectores medios recurrieran a una pistola no tanto para protegerse sino como recurso para vengar una "traición".
Así las cosas, a partir de los casos utilizados como modelo de la muestra de expedientes sobre homicidio simple y homicidio calificado, además de aquellos encontrados en la prensa o los tristemente célebres de la nota roja, se puede afirmar sin ambages que durante la posrevolución los crímenes pasionales, cuyos móviles estuvieron vinculados al ámbito de las emociones entre personas que compartían un espacio íntimo (la pareja, el hogar, la familia o la casa), caracterizaron un tipo de violencia "privada" que contribuyó a reforzar la percepción que mantenía la sociedad capitalina sobre la criminalidad.
El infanticidio
Una tercera modalidad de homicidio dentro de la muestra de expedientes hallada y en la prensa de la época, fue el infanticidio; es decir, casos en los cuales mujeres particularmente jóvenes segaron la vida de sus hijos en el momento de nacer y, por ello, fueron acusadas como criminales ante las autoridades.40 Aunque este tipo de crímenes se distancia de los anteriores debido a las motivaciones, intencionalidad y circunstancias en las que tuvieron lugar, no podíamos dejar de incluirlo en nuestro análisis debido a que constituyó otra de las modalidades de homicidio frecuente durante el periodo. Prueba de ello fueron los expedientes encontrados al respecto, así como los reportes de la prensa, noticias que por lo general mostraban la indignación y el horror frente al hallazgo de infantes sin vida en las calles de la ciudad o la condena a madres culpables de dar muerte a sus propios hijos. Así lo refirió una nota en 1933:
Las autoridades de la décimo primera delegación del Ministerio Público, descubrieron ayer en las lomas de Chapultepec un infanticidio e intensifican sus labores con el fin de descubrir a la madre desnaturalizada. El cadáver de un niño recién nacido fue hallado en una zanja y presenta huellas de estrangulamiento; la cara del pequeño estaba horriblemente desfigurada, por lo que existe la plena certeza de que el criminal sacrificó en forma horrible a la criatura. Hay que hacer notar que el cadáver del recién nacido se veía cubierto con finas ropas ensangrentadas. Esta circunstancia hace creer a las autoridades policiacas que la autora del crimen probablemente pertenece a familia acomodada de la capital. Según el acta respectiva que acerca del infanticidio se levantó, el cadáver fue encontrado por el señor Cirilo Flores Aguide.41
Pero el infanticidio carecía de novedad alguna para una gran parte de la sociedad, ya que desde la época colonial se tenía conocimiento de esta práctica que, sancionada por la Iglesia católica y la legislación civil, no pudo ser controlada. Durante los siglos XVII y XVIII tanto el clero como las autoridades civiles, interesados en hacer frente al problema, acudieron a una serie de explicaciones basadas en la concepción sobre la vida, el feto y su movimiento; explicaciones asociadas al orden biológico o del cuerpo y de la moral o el alma. Así por ejemplo, afirmaban que un recién nacido no tenía alma hasta que recibía el agua bendita del bautizo y que antes de la primera semana se debían llevar a bautizar para dar noticia pública del nacimiento y evitar el infanticidio. Estos planteamientos permitían por una parte salvaguardar a la madre "pecadora"; y por la otra, que muchas mujeres que no deseaban tener al bebé se deshicieran de él en ese lapso y no cometieran en estricto sentido el delito.42
En los siglos XIX y XX, esta práctica se mantuvo y fue tipificada como delito en el código penal de 1871, el de 1929 y 1931, pero ya no fue castigada con la pena capital como antes, pues de acuerdo con el penalista Antonio Martínez de Castro, para 1871 ninguna legislación moderna castigaba con dicha pena a la madre infanticida cuando cometía el delito para ocultar su deshonra.
En los 30 procesos que encontramos en el fondo tsjdf sobre infanticidio entre 1920 y 1940, las acusadas fueron mujeres entre los 17 y 20 años de edad, solteras y provenientes de municipios de estados como Hidalgo, Guanajuato, México y Tabasco. En su mayoría, dedicadas a labores domésticas y a la venta ambulante de comida, llegaron a la capital con el fin de encontrar un trabajo para ayudar a su familia. Muchas de ellas no contaban con redes sociales en la ciudad y además de carecer de empleos seguros, no tenían posibilidades de permanencia ni de pertenencia, pues se ubicaban dentro de los inestables grupos laborales del servicio doméstico.43
Frente a las autoridades judiciales, las acusadas de infanticidio dieron respuestas similares sobre sus motivaciones. Casi todas adujeron ocultar su embarazo por vergüenza y temor a perder su trabajo; en cambio, otras negaron sus actos argumentando que el bebé había nacido muerto. El caso de Dolores Pavón ejemplifica muy bien este aspecto. Según el proceso que le siguió el juzgado cuarto de la segunda corte penal, Dolores de 16 años de edad, soltera y originaria de Toluca había tenido un noviazgo con un muchacho de nombre Juan y de quien jamás conoció su apellido. Comenzó a tratarlo cuando trabajaba como doméstica en una casa de la calle del Ébano y tras mantener relaciones quedó embarazada, pero cuando Juan se enteró de su estado, se marchó a Monterrey. Según la acusada, una semana antes de su detención había caído accidentalmente por las escaleras de la casa donde prestaba sus servicios, y dos días antes, cuando se hallaba en el excusado, le sobrevino un dolor fuerte en el vientre dando luz a un niño muerto. Al advertir el estado de la criatura, Dolores Pavón la envolvió cuidadosamente en un trapo y la dejó escondida en un cajón.44
El dictamen pericial determinó que la acusada presentaba signos de parto reciente, que el infante había respirado por unos instantes fuera del seno materno y había muerto por asfixia. Por su parte, el juez cuarto de la segunda corte penal resolvió que no había suficientes pruebas como para condenar a Pavón y por lo tanto quedó en libertad.45
Por sus características y motivaciones, el infanticidio dista mucho de las modalidades de homicidio que hemos examinado, pues según los expedientes judiciales, los móviles de estos crímenes correspondieron a situaciones de desamparo, miedo y carencia económica que orillaron a algunas mujeres a deshacerse de lo que consideraron las autoridades como el producto de sus relaciones "ilícitas". En otros casos, fueron parteras acusadas de practicar abortos y quienes por un error en el procedimiento, ocasionaron la muerte de sus pacientes. Lo cierto es que a pesar de sus circunstancias, las infanticidas eran vistas como mujeres sin entrañas capaces de suprimir la vida de sus propios hijos y aunque la opinión pública veía con horror esos actos, la justicia tendió a ser benévola.
Otro de los procesos revela similares rasgos de esta modalidad de homicidio ocurrido en los años posrevolucionarios. Se trata de la doméstica Juvencia Cervantes, de 20 años de edad, soltera y originaria de Querétaro quien fuera descubierta por una vecina del departamento en donde laboraba el 3 de agosto de 1927. El día de la denuncia, la señora Restrepo escuchó quejidos ahogados que partían del interior del departamento contiguo a su domicilio. Al llamar a la puerta, le respondió la acusada, quien pálida y adolorida se apretaba el vientre. Por su estado, la denunciante entró en sospechas y tomándole el pulso advirtió que se trataba de una parturienta; a pesar de la resistencia de Juvencia, se dirigió al baño encontrando en el excusado a un niño recién nacido. Al inquirirla, la doméstica confesó que acababa de tenerlo y que lo asfixió para ocultar su deshonra. Por su delito, el juez séptimo penal la condenó a un año de prisión en vista de que la madre gozaba de buena reputación, había ocultado su embarazo, el infante no había sido inscrito en el registro civil y era un hijo ilegítimo.46
El argumento de la vergüenza por el deshonor fue muy utilizado en los juicios sobre infanticidio, en parte por las consecuencias sociales de la reputación de las mujeres y su familia o quizás porque era sabido que legalmente constituía un atenuante. Lo cierto es que según los expedientes revisados y en los estudios disponibles para el porfiriato, las sospechosas se localizaban y tras un examen médico y otras evidencias, se demostraba su culpabilidad. La madre confesaba haber cometido el crimen impulsada por el temor y la vergüenza.47
Desafortunadamente los expedientes hallados no dan información completa acerca de los actores que rodearon la vida de estas mujeres ni del tipo de relaciones construidas; pero a través del proceso judicial se evidencia una constante preocupación de quedarse sin empleo, pues seducidas, pobres y abandonadas se enfrentaron a un problema de supervivencia y por ello escogieron, de las pocas salidas, deshacerse del producto de una relación circunstancial sin pensar en la sanción social o las consecuencias legales que enfrentarían. Probablemente asustadas al saberse grávidas, fueron incapaces de afrontar materialmente la situación.
En suma, el infanticidio nos remite a un tipo de homicidio que tuvo lugar en el ámbito doméstico y atentó contra la vida de recién nacidos; y aunque sus móviles distan mucho de los otros dos tipos de homicidio en términos del ejercicio de una violencia intencionada para eliminar a un rival, es claro que ante la sociedad el infanticidio se constituyó (constituye) en el crimen femenino imperdonable por excelencia, a pesar de las aciagas circunstancias de sus protagonistas. No obstante, a juzgar por las escasas sentencias que encontramos dentro de la muestra de expedientes y los atenuantes expresados en la ley, el tratamiento legal que se le da a esta práctica, resultó excepcional para un delito contra la vida.
Consideraciones finales
Conscientes de los pocos estudios sobre el homicidio en México entre 1920-1940, pretendimos en este artículo hacer una contribución a la historiografía sobre la criminalidad a partir de la reflexión sobre las expresiones de este delito, tratando de identificar continuidades, rasgos y contrastes en un periodo caracterizado por el proceso de institucionalización del Estado revolucionario.
Uno de los primeros aspectos que emergieron del estudio fue el contraste entre las estadísticas y la percepción social acerca de la criminalidad. En este sentido, la evidencia cuantitativa nos llevó a constatar que el índice de homicidios no aumentó de manera notable durante la posrevolución, pero las modalidades que adoptó el delito así como el registro periodístico de los números absolutos apoyado en la experiencia de las mórbidas imágenes fotográficas, contribuyó significativamente a mantener la idea del incremento de la violencia extrema en la capital.
Cada uno de los homicidios de la muestra de expedientes analizada fue producto de una decisión individual y muchas veces azarosa, aunque si observamos el conjunto de casos la distribución de las víctimas no fue aleatoria, fue mucho más probable para ciertos grupos de edad y más frecuente en localidades definidas. Estos aspectos dan una idea general sobre el orden social, los patrones de comportamiento y los tipos de crímenes existentes en una sociedad, de ahí que nuestro examen resulta valioso para realizar una caracterización del crimen en la época o mejor aún, para identificar las pautas del homicidio y las situaciones que expresan los valores fundamentales o los focos de tensión entre los diferentes grupos.
Otro aspecto que se desprendió del análisis fue el de la aplicación de la justicia en los casos en que se encontró un culpable. A pesar de lo que determinaba la ley, las sentencias no fueron severas para un delito contra la vida y por lo contrario variaron notoriamente en función de sus protagonistas, de las circunstancias del hecho y por las consideraciones que las autoridades judiciales tenían sobre los móviles del homicidio. Esto es significativo si pensamos en el valor que se le otorga a la vida en un Estado de derecho y especialmente en la noción de "justicia" que esperaban obtener los deudos de las víctimas.
Con todo, la dimensión de la violencia que abordamos aquí fue la legal y judicial, aquella que quebranta el contrato social y, por tanto, es sancionada en la legislación penal. Posteriormente valdría la pena explorar los otros campos conceptuales de la violencia para entender sus repercusiones reales y simbólicas en el México de la primera mitad del siglo XX.