El alzamiento español no es un hecho solitario,
sino vitalmente conectado con el
desenfreno irreligioso y tiránico, bolchevizante
y criminal que estaba ahogando a
España. [...] La guerra española fue inequívocamente,
con una avasalladora claridad, una guerra justa.
Alfonso Junco (1946)
1. Introducción
La Guerra Civil española de 1936-1939 sería un acontecimiento histórico que acabaría marcando la vida y obra el escritor regiomontano Alfonso Junco. Pocos como él tuvieron tan claro que aquel conflicto bélico había sido una batalla bien ganada al comunismo, pero que, por el contrario, los estandartes de la cruzada del franquismo debían permanecer en todo lo alto para seguir combatiendo con impulso y firmeza la acechante plaga bolchevique. Si durante la guerra, Junco no tendría reparo en justificar, por activa o por pasiva, el alzamiento nacional en contra de la República de Manuel Azaña, una vez finalizado el enfrentamiento también tendría claro que había que contribuir por todos los medios al alcance a la construcción del régimen franquista para evitar el resurgimiento de la pandemia moscovita. Desde la lealtad y el compromiso, Junco sería un confeso franquista hasta el día de su muerte.
Su copiosa obra literaria -rica, por otra parte, en géneros diversos- da fe de un Junco que, en su calidad de católico y amante de la vieja España, no titubearía a la hora de poner la pluma y su tintero al servicio de los valores de la cruz, reflejando de esta manera el rostro bien definido de aquel México religioso de los años cuarenta que, tan sólo una década antes, había sido derrotado por la mano presidencial en los campos de batalla de la Cristiada. Lejos de reconocer la derrota, y desde un talante netamente combativo, este escritor mexicano apostaría por la necesidad de gestar una nueva revolución nacional en México, al estilo de lo que Franco venía haciendo en su España. Semejante movimiento revolucionario debía beber de las fuentes del cristianismo, para así hacer frente a ese comunismo defensor del ateísmo y a un liberalismo que, a través de su reformismo laico, venía logrando la degradación de las viejas costumbres mexicanas en el nombre de una mal concebida libertad.
Al fin y al cabo, Alfonso Junco, al igual que otros pensadores mexicanos coetáneos de los años cuarenta y cincuenta, se comportaría como un miliciano más, hasta convertirse en partidario de todo aquello que saliera -aunque fuera por la vía de las armas- en defensa de la religión católica. En aquella fase de institucionalización de la Revolución mexicana, coincidente con los sexenios presidenciales de los generales Cárdenas y Ávila Camacho, hubo mexicanos que harían de su trinchera una plataforma de propaganda del régimen franquista. De ahí la pertinencia de estas páginas, donde quedará evidenciado que para Alfonso Junco el general Francisco Franco habría de ser uno de sus líderes más idolatrados.
2. El pensamiento combativo de un católico anticomunista
Alfonso Junco nació en la ciudad norteña de Monterrey un 25 de febrero de 1896. Hombre entregado al cultivo de las letras desde muy temprana edad, Junco tuvo la habilidad de compaginar su vocación literaria con sus labores profesionales de contador público, una mancuerna que lograría preservar con acertado equilibrio hasta la fecha de su jubilación. Por el contexto histórico que le tocó vivir, no hay duda de que su biografía quedaría marcada por los avatares del larvado proceso revolucionario mexicano. Por citar algunos de sus hitos destacados, baste recordar que tenía 14 años cuando se hizo público el plan de San Luis de Francisco I. Madero; 20 años, cuando la aprobación de la Constitución mexicana de 1917 -la magna carta de la Revolución-; 29 años, cuando los cristeros se armaron y se echaron al monte para luchar en contra del desafiante anticlericalismo del presidente Plutarco Elías Calles y, por último y entre otros más, 40 años, cuando tuvo lugar, en el marco de aquella segunda España republicana, el "alzamiento nacional" del general Francisco Franco, un acontecimiento bélico que llegaría a marcarle de manera muy especial. Después, y tras el desenlace de la Guerra Civil, la llegada del exilio republicano español a México coincidiría con el momento culminante de su madurez política e intelectual y, como se irá viendo a lo largo de estas páginas, la fuerza y hasta dureza argumentativa de sus ideas sería especialmente dirigida contra aquellos refugiados españoles que, dicho sea de paso, contarían con el favor del entonces presidente Lázaro Cárdenas y después de su sucesor, el también militar Manuel Ávila Camacho.
Tal vez porque la primera mitad de su vida transcurrió entre convulsiones políticas y conflictos armados, de su personalidad destacaría no sólo su inteligencia, sino una "voluntad firme y tenaz".1 Su copiosa obra literaria -tanto en verso como en prosa- nos habla de un escritor y periodista no sólo entregado a la disciplina del quehacer cotidiano, sino de un hombre que acabaría cultivando un amplio espectro temático que iría desde la historia, la sociología o la religión hasta la gramática o las biografías. Como se verá, la Guerra Civil española, el franquismo y, cómo no, el exilio republicano español también serían parte fundamental de su nutrido repertorio. A su vez, y fiel a su espíritu combativo, a lo largo de su carrera literaria, Junco libraría "sonadas polémicas periodísticas". Como explica Octaviano Valdés, "sin perder nunca serenidad y cortesía, más de una vez hizo saltar a su oponente, con su lógica y erudición. Cualidad suya es la información cuidadosa en que apoyaba sus tesis. Podría ser discutible alguno de sus puntos de vista, pero nunca la seguridad de sus datos".2 Precisamente, una de ellas sería la que mantendría con Indalecio Prieto a fines de 1946. Al líder socialista republicano, exiliado en ese entonces en México, le reclamaría por activa y por pasiva una explicación pública sobre el destino -y hasta devolución a la España franquista- de los tesoros del yate Vita.
Así era Alfonso Junco, un escritor entregado a la mística de su pluma combativa, un hombre que, como pocos, conocería la dureza y las dificultades de la vida. En uno de sus libros, titulado El difícil paraíso, se confesaría con estas palabras: "Hemos elegido, a sabiendas, la vía más dura. Y queremos que la dificultad siga hasta el final y, después del final, que la vida nos sea difícil antes del triunfo y después del triunfo. El paraíso no es el descanso".3 Como se pondrá de manifiesto, en la quietud de su tintero los refugiados españoles no encontrarían precisamente ni el paraíso ni el descanso, ni mucho menos un remanso de paz. Si por la vía presidencial, México había abierto las puertas y puertos al exilio español, en este país habrían de encontrar la incomodidad de las páginas impresas de escritores como Alfonso Junco. La paz no podía abrazar a los derrotados de aquella guerra del 36.
Para el caso que nos ocupa, y por la dimensión de su obra, estamos en presencia de uno de los intelectuales más importantes del México de las décadas de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo -México siempre lo escribiría con jota- y, sin duda, una de las figuras más representativas del pensamiento católico mexicano de todos los tiempos. Así, "la idea religiosa, luz y norma de su vida, se convierte en ritmo interior en la esfera de su alma",4 un entrecomillado que deja al descubierto no sólo el valor de sus creencias religiosas, sino la manera de entender la vida desde los postulados del catolicismo y hasta de la Iglesia católica. En cierta ocasión, sería contundente al escribir que, en la vida y tras la muerte, "sólo Dios puede dar la victoria".5
Más allá de estas apreciaciones, lo cierto es que no será aquí donde se haga una valoración crítica de la vasta obra literaria de este escritor regiomontano, sino más bien una exposición de los principios que dieron forma a su férreo y hasta dogmático pensamiento político, caracterizado, desde su declarada devoción por la cruz de Cristo y por el franquismo, así como por su antiliberalismo, su antifascismo y su anticomunismo. "El liberalismo, a nombre de la libertad, ejerció en todas partes la tiranía -escribiría Junco-. Limitó y proscribió muchos derechos religiosos, e impuso por la fuerza un laicismo que estaba en pugna con el sentir de las inmensas mayorías. Así conculcaba el principio democrático al propio tiempo que lo tremolaba como bandera".6 En la misma línea, y cuando el mundo se preparaba para adentrarse en la Segunda Guerra Mundial, Alfonso Junco se definiría con absoluta transparencia, en lo que sería un verdadero ejercicio de confesión en aquellos años de tanta turbulencia política y no pocos extremismos ideológicos. He aquí su testimonio, recogido en su libro Savia: "No soy fascista. No soy comunista. Me hallo, pues, en posición despejada para decir algunas verdades fundamentales sobre esa imperiosa bifurcación de caminos que hoy solicita al mundo".7 Esa posición despejada le permitiría declararse, sin temor a las dudas, en un confeso del franquismo.
Así, debe significarse que buena parte de esas "verdades fundamentales" del escritor mexicano estarían vinculadas con su mordaz crítica -rayando la obsesión- en contra del marxismo y, en general, de la ideología comunista difundida estratégicamente desde la Unión Soviética. "La furia atea del bolchevismo es esclavizante y sanguinaria", llegaría a escribir Junco en 1939.8 Un año después, este pensador mexicano ya tenía claro que "el gran principio disolvente de las modernas sociedades es la interpretación materialista de la historia, de donde deriva el postulado de la lucha de clases, que desgarra las naciones en una lucha civil continua".9 Así declarado el diagnóstico, para Junco la solución a este problema pasaba por lograr el siguiente objetivo: "Eliminar este principio corrosivo es la necesidad urgentísima de la época en que vivimos",10 ya que la búsqueda de la verdad jamás podría encontrarse en una ideología "corrosiva" como el comunismo: "El primer mandamiento del decálogo comunista es mentir. Mentir con astucia y sin restricción, por todas las vías y en todo trance", apostillaría también.11
Huelga decir que, para un hombre de fe en Cristo como el regiomontano Junco, el comunismo era una ideología frontalmente contraria a la religión católica y, en consecuencia, era preciso combatirla desde todos los frentes posibles hasta su definitiva erradicación. En lo que respecta a la "cuestión española" -acepción utilizada en la Conferencia de San Francisco para referirse a la problemática gestada en España durante y después de la Guerra Civil-, su fuerte convicción ideológica es lo que acabaría explicando la posición partidista que, sin tibiezas, Junco adoptaría durante y después del conflicto. Como es de imaginar, desde el primer momento su pluma y tintero se decantarían tan a favor de uno de los bandos, como tan acérrimo enemigo del adversario.12 Su principio rector no dejaba lugar a dudas: ganar, primero; derrotar, hasta las últimas consecuencias, después. "¿Qué se le había perdido a Rusia en España? -se preguntaría Junco-. Y, sin embargo, estaba allí, infectándolo todo. Lenin lo había prenunciado, y le andaban haciendo buena la profecía. Confabulados o inconscientes, los gobernantes contemplaban. Y era urgente salvar de la gangrena moscovita la esencia hispánica".13
Así dicho y explicado, Junco no podía encontrar mejor argumentación para justificar aquel alzamiento militar que tendría lugar un 18 de julio de 1936, en pocas palabras, porque la gangrena moscovita estaba devorando hasta su desaparición a la misma esencia hispánica, con la confabulación y hasta inconsciencia de quienes estaban al frente de las instituciones de la segunda República. Después, y tras el conflicto armado, nadie como el mexicano Alfonso Junco celebraría el último parte de la Guerra Civil, cuando el primero de abril de 1939 el generalísimo Franco pronunciaría desde Burgos este escueto y contundente, pero a la vez simbólico mensaje: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado". Ciertamente, y tras esta sentencia lapidaria, la guerra no sólo había terminado, sino que la imposición de la victoria había comenzado. Lejos de abrigar un proyecto de paz, para los perdedores el fenómeno del exilio habría de ser un hecho irreversible. Como es sabido, el devenir de aquel conflicto terminaría gestando la fractura de las dos Españas.
Precisadas las aristas de su perfil ideológico, y desde su confesa condición de católico creyente y practicante, Alfonso Junco no dudaría en entregarse al análisis comparado entre las propuestas que brindaba el comunismo y las de su catolicismo salvador y redentor. Para él, la verdadera y única salvación del mundo no pasaba por ninguna de las ideologías al uso, sino por la "novedad" que ofrecía una longeva religión de siglos. He aquí su testimonio de diciembre de 1939, cuando la Guerra Civil había finalizado y el mundo no conocía todavía el verdadero y cruento alcance que nos habría de deparar la Segunda Guerra Mundial: "La pasión roja es destruir: destruir vidas, destruir bienes, destruir pudores. Destrucción es la huella de su pie. La pasión católica es construir".14 Tal vez por eso, no dudaría en visualizar cuál era el futuro de los "ismos" contrarios a la religión y al ideal católico, un mensaje también dirigido para el régimen revolucionario de su México natal: "El liberalismo envejeció: el cristianismo sigue mozo. Caducará la novelería del comunismo; subsistirá la novedad del cristianismo".15
En este sentido, y en aquellos años bisagra entre la Guerra Civil española y la segunda gran guerra, Junco tenía muy claro que todo cuanto había sucedido en España entre 1936 y 1939 era la fehaciente prueba de la fuerza y capacidad de resistencia del cristianismo. El conflicto armado había llegado a su fin gracias a la fortaleza y triunfo de la cruz. Después, aquélla sería la victoria del Caudillo, al fin y al cabo, un guerrero más al servicio de Dios. Por eso, y para Junco, a una de esas dos Españas -la de Franco, entiéndase- le había cabido "el honor de ser soldado y mártir de la civilización cristiana",16 porque "el imperialismo soviético quiso madrugar en España" y, pese a sus esfuerzos, "fracasó".17 Para este pensador mexicano, la insurgencia franquista estaba más que justificada y, por encima de todo y de todos, al general Franco le había cabido el honor de salir en defensa de España. Tal y como la propaganda franquista insistió durante casi 40 años, el Generalísimo era el rostro de la salvación de España por medio de la espada y de la cruz. En paralelo, y como se advierte, desde México esta tesis habría de encontrar en Alfonso Junco uno de sus más fervientes seguidores. En aquellos tiempos de la institucionalización de la Revolución mexicana, el regiomontano Alfonso Junco había hecho de su escritorio un verdadero altar de la cruz y del general Franco uno de sus grandes defensores de la causa de Cristo.
En palabras de Junco, "el alzamiento español no es un hecho solitario, sino vitalmente conectado con el desenfreno irreligioso y tiránico, bolchevizante y criminal que estaba ahogando a España".18 Por eso, la legitimidad de la cruzada de Franco estaba más que garantizada, por cuanto "la guerra española fue, inequívocamente, con una avasalladora claridad, una guerra justa".19 Sobre sus causas, Junco advertiría en diciembre del 39 que lo que había provocado el alzamiento nacional no sería "una determinada forma de gobierno, ni muchísimo menos un republicanismo leal", sino la "urgentísima defensa del ser hispánico ante una tiranía inexcusable, cada vez más influida y mangoneada por el comunismo internacional".20 Por eso, contra ese bolchevismo -"enemigo de Dios y de la civilización"-,21 se había levantado una España para acabar con una tiranía manejada por el comunismo internacional. Como puede imaginarse, lo que tendría lugar después estaría impulsado por la perentoria necesidad de usar cuantos medios fuesen necesarios para la defensa y salvación de ese "ser hispánico". Había llegado el momento de la sangre y el martirio y, para ello, y como último pero necesario recurso, el uso de la fuerza militar, "porque se le cerró todo otro camino. Y la fuerza se puso al servicio del Derecho; en defensa no sólo de la patria, sino de Dios y de la civilización".22
Como se observa, los términos violencia, Derecho, patria, Dios, civilización y, claro está, Francisco Franco quedarían especialmente vinculados en el particular relato que Junco haría de la Guerra Civil española. Bajo el grito al unísono del bando nacional capitaneado por Franco, una España se había levantado en contra de un régimen no democrático, sino tiránico. "No hubo insurgencia contra auténticas democracias -escribiría Alfonso Junco en su obra El difícil paraíso-, sino contra tiranías efectivas. Ante el oprobio comunista, síntesis de la antipatria, se intensificó el hambre de Patria. Y la aspiración central se concretó en un grito: '¡Arriba España!'".23 En tan sólo unas líneas, acababa de un plumazo con el espíritu democrático de la segunda República Española y mostraba en toda su crudeza el rostro de una tiranía tan antipatriota como filocomunista. No había resquicio a la duda: Franco había salido al encuentro de España para ser su salvador y, a la postre, el verdadero defensor de Dios y de la civilización cristiana.
Es más, y por paradójico que resulte, lo que Franco vino a traer a España después de ganar la guerra no sería una dictadura manu militari, sino una verdadera democracia, al menos, desde la particular concepción política de este escritor regiomontano. Su siguiente testimonio es francamente revelador. Dice así:
Verdadera democracia: he aquí este ideal, proclamado a boca llena por Franco. No le tiene él miedo ni aversión a la profanada palabra. Verdadera democracia: que no se identifica -claro está- con el mero sufragio inorgánico ni con cualquiera otra fórmula externa o mendaz, sino con el aliento profundo, humano, cristianísimo e hispanísimo que respeta la dignidad de la persona, escucha y sirve al pueblo, impulsa la integral elevación de las postergadas mayorías, y busca y facilita la colaboración de todos en la empresa del bien común.24
En opinión de Junco, Franco era ese cristianísimo e hispanísimo demócrata en busca del bien común; de los vencedores, entiéndase.
Por eso, y al hilo del comentario hecho más arriba acerca de la misión constructora y reconstructora del catolicismo, Junco tenía muy claro que en aquella guerra -tan fratricida como internacionalizada- "la zona de Franco era de orden y florecimiento" y, una vez conseguido el triunfo militar e impuesta la victoria por las armas, había quedado "un ímpetu portentoso de reconstrucción: de las almas y de las cosas".25 En su obra México y los refugiados. Las Cortes de paja y el corte de caja, este escritor mexicano sería especialmente contundente: "Franco y su gobierno -formado por gentes íntegras y capaces- afrontan con denuedo los problemas de la posguerra y pugnan por aprovechar todas las fuerzas limpias para la reconstrucción y la grandeza de España".26 Por eso, y a modo de reclamo, en febrero de 1940 se atrevería a decirle al político socialista Indalecio Prieto, el que fuera, primero, ministro de Marina y Aire en el gobierno de Largo Caballero (4 de septiembre de 1936) y, después, ministro de la Defensa Nacional en el gobierno de Juan Negrín (17 de mayo de 1937), lo siguiente: "Lo sensato, lo patriótico, es acallar resentimientos -muy explicables- y acatar la realidad. Realidad hoy presidida por varón de tan clara vida, tan altos propósitos y tan estupendas obras como Franco".27 En pocas palabras, Junco le exigía a un refugiado como Prieto que se resignase a su condición de exiliado sine die.
Por eso, y una vez ensalzada la figura del dictador, desde México haría la siguiente recomendación a los unos y a los otros, pidiendo a todos sin excepción, entre otras cosas y por encima de todo, sacrificio: "A vencedores y a vencidos toca [...] ensanchar miras estrictas, atenuar circunstanciales discrepancias, sacrificar personales preferencias, armonizar diversidades, anular resquemores, para entregarse, con fervor absoluto, a la magna tarde. 'España, una, grande y libre'".28 Era claro que, desde el escritorio de Junco, España era sólo una España, la de Franco. Por eso, "desaparecido el régimen en que actuaba Negrín, firmemente instaurado el Gobierno Nacional de Franco, reconocido -con la excepción absurda y penosa de Méjico- por todos los países civilizados, empezando por las 'democracias' como Inglaterra, Francia y Estados Unidos, ¿cómo puede soñarse jefe o representante de un gobierno que no existe? ¿Qué derecho alcanzará a darle sombra para retener y manejar lo ajeno?".29 Era evidente que éstas no eran preguntas, sino respuestas, y que venían a deslegitimar las instituciones republicanas españoles del exilio, reconstruidas en la ciudad de México tras la convocatoria de Cortes en agosto de 1945.
Amén de este tipo de consideraciones, Alfonso Junco se haría eco de otro de los grandes argumentos que esgrimiría Franco durante muchos años y que sería uno de los temas centrales de la machacona y doctrinaria propaganda de este régimen militar. Nos referimos al intento estratégico de desvincular al Caudillo con el líder y cabeza intelectual del tercer Reich: Adolf Hitler. En palabras de Paul Preston, buena parte de la estrategia para la supervivencia del Caudillo de cara al extranjero fue el realce de los elementos católicos y monárquicos, el rechazo a los fascismos y la presentación de su régimen como un producto exclusivamente español.30 Desde su declarada animadversión al fascismo, Junco haría su particular valoración del régimen franquista, tal y como se verá un poco más adelante, entrando en el juego de un calculado y estratégico análisis comparado con el nazi-fascismo.
Era más que evidente que, de cara a su supervivencia, el franquismo debía ser liberado de turbias y equívocas etiquetas. Así, lo que sucedió y venía sucediendo en España nada tenía que ver con lo acaecido en Italia o Alemania antes de la segunda gran guerra. Éstas fueron sus palabras: "El Estado español no tiene nada que ver, ni con la aberración racista y el neopaganismo de los nazis, ni con la estadolatría y otros excesos de Mussolini y Hitler". Libre de semejantes pecados, apostillaría a modo de conclusión definitiva la siguiente sentencia: "Si está [Franco], pues, limpio de lo que a éstos enturbia, ¿por qué envasarlo sistemáticamente bajo una etiqueta equívoca que le traiga una condenación que no merece?".31 Recordemos que, al respecto, uno de los miembros de la delegación mexicana en San Francisco, Luis Quintanilla, declararía en la sesión del 19 de junio de 1945 lo siguiente: "Es un hecho bien conocido que las fuerzas militares de la Italia fascista y de la Alemania nazi intervinieron abiertamente para colocar a Franco en el poder".32 Pero eso lo decía un miembro del gobierno revolucionario de Ávila Camacho, y no un hispanista católico como Alfonso Junco.
Tan sólo un mes después de la finalización de la Guerra Civil, y con el propósito de secundar el proceso de reconstrucción de las almas y de las cosas -y también, claro está, de la imagen del Caudillo-, Alfonso Junco escribiría desde México lo siguiente, anteponiendo, por encima de todo, la sinceridad ante la cruz: "Franco y los suyos son católicos sinceros, y como tales repudian todo lo que en el nazismo es repudiable. No hay quien condene el fanatismo racial y la idolatría del Estado tan radicalmente como la doctrina católica".33 De este modo, Franco era retratado como ese líder católico que, por encima de todo, se ponía al servicio de la cruz y, por ende, la cruz se ponía al servicio de España para los años venideros. En la misma línea, Junco dejaría claro, en octubre del 39, que el caso estaba visto para sentencia ante tanta evidencia reunida, eso sí, sólo al alcance de aquellas personas con capacidad y buena fe: "Queda evidente e indiscutible para toda persona de capacidad y buena fe que, cuando en la España Nueva se habla de totalitarismo, no se entiende ni aplaude con ello ningún género de opresión, absolutismo o estadolatría".34 Para la ocasión, el tintero de Junco no guardaba las palabras "represión" ni tampoco "exilio".
El activismo militante del escritor mexicano Alfonso Junco se ponía una vez de manifiesto, al salir, una y otra vez, en defensa de Franco y su franquismo. El Generalísimo había logrado en España acabar con el republicanismo rojo, el gran mal del catolicismo, algo que los cristeros no pudieron hacer con el régimen revolucionario de Calles en aquella guerra civil entre mexicanos durante el lapso 1926-1929. Desde este confeso representante del México católico y tradicional, el general Franco se mostraba como ese paladín que había sido capaz de vencer al maligno y, a partir del éxito de su cruzada, se mostraba ante el mundo como la verdadera esperanza de la cruz ante los acechantes peligros del comunismo y hasta del liberalismo. Paradojas del destino, su vocación anticomunista es lo que a la España de Franco le aseguraría la comprensión de los países occidentales en el bipolar marco de la Guerra Fría. Estados Unidos y las democracias europeas sabían que en aquella dictadura unipersonal encontrarían un sólido bastión para frenar la expansión del comunismo soviético por el suelo europeo, cortina de hierro incluida. Evidencias como ésta ponen de manifiesto que en democracia el pragmatismo político siempre acaba siendo condescendiente hasta con las dictaduras.
3. Junco y la ensoñación imperial del franquismo
Como vemos, la guerra civil de 1936 había acabado, pero la posguerra no había hecho más que comenzar. Nueva cruzada, aunque el mismo dios; nada nuevo bajo el sol, sobre todo si tenemos en cuenta que el ideario político de la Falange ya recordaba sin tibiezas su vocación imperial: "Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio". Y para hacer realidad tal sueño, la propuesta recuperaría el viejo vínculo entre España y la América hispana. En palabras de Pérez Montfort, "la Falange reconocía en la Iglesia y en la religión una base fundamental para la creación del nuevo Estado. Con respecto a Hispanoamérica, en el programa de Falange se decía que 'tendemos a la unificación de la cultura, de intereses económicos y de poder. España alega su condición de eje espiritual del mundo hispánico'".35
Ciertamente, y una vez consumada la guerra, la reconstrucción de España también pasaría por impulsar esta idea del imperio, con el fin de ejercer un liderazgo sobre la América hispana, reconstruir el viejo imaginario del imperialismo español de aquellos tres siglos de dominio colonial y, finalmente, todo hay que decirlo, por convertir esta especie de tutela en una moneda de cambio en materia de política exterior con el fin de asegurar un cierto poder de influencia ante los países europeos y los Estados Unidos. Como puso de manifiesto Rosa Pardo:
Franco consideró que en tanto no fuese factible la ejecución de una política de fuerza, de poder militar y económico, siempre se podría intentar una cierta política de prestigio. El ámbito más indicado para ello [...] era el Nuevo Continente, dado que, en el fondo, la influencia que España mantenía en América constituía uno de los últimos residuos de la pasada grandeza española.36
Bajo el antifaz de la Madre patria, el régimen franquista buscaría proyectarse más allá de sus fronteras para tener sus opciones en el escenario internacional. Dadas así las cosas, las muchas páginas que Alfonso Junco escribió sobre el capítulo de la posguerra española -exilio republicano, incluido- nos advierten de la presencia de un pensador mexicano totalmente convencido de la necesidad de consumar el proyecto de reconstrucción del imperio español hasta ver realizada la meta de una España, liderada por Franco, convertida en timonel espiritual del mundo hispánico, donde, claro está, México habría de ser uno de sus hijos predilectos. No por casualidad se traía con frecuencia a colación aquellos versos de Rubén Darío, versos de especial agrado para el escritor regiomontano:
Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos:
formen todos un solo haz de energía ecuménica.
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Huelga decir que todo pasaba por la formación de un solo haz, bien hecho y mejor atado, regado con esa sangre renovada de un hispanismo en la hora sagrada de aquella nueva epifanía. Ese hispanismo habría de considerar "indisoluble la religión católica del ser español".37 Y, ante tal propuesta, la dicha de Junco no podía alcanzar cotas más elevadas.
Por si acaso, y con el fin de desterrar aviesas ideas sobre futuras reconquistas territoriales, Junco se entregaría a una labor pedagógica para mostrar y demostrar que, bajo la bandera del hispanismo, no había posibilidad alguna, por remota que ésta fuera, de una agresión militar a México ni al resto de los países americanos, so pretexto de poner en práctica semejantes sueños imperiales. Por más descabellado que fuera, la conquista de Franco debía hacerse siguiendo otras estrategias, más afines a la espiritualidad católica. He aquí el siguiente fragmento, puesto, claro está, al servicio de la estirpe:
¿Quién puede seriamente pensar en una agresión bélica de España contra América? Se trata, obvio es, de un sentido espiritual, pacífico, fraterno, de integridad hispánica que reconstituya la opacada grandeza de nuestra estirpe. ¡Y qué falta nos hace recobrar la plenitud de nuestra propia fisonomía y exaltar los valores de nuestra esencia profunda, ante un panamericanismo artificioso e incoherente, que no es sino la sarcástica hermandad de las ovejas con el lobo!38
Recuérdese que ese "panamericanismo artificioso e incoherente", al que alude Junco, guardaba relación con la política del buen vecino, impulsada por el presidente estadounidense Theodore Roosevelt, ya desde marzo de 1933, con el propósito de vertebrar un diálogo entre las naciones del continente americano ante la ambición belicista del desafiante nazismo de Hitler. Como puso de manifiesto Rafael Velázquez, esta política de buena vecindad "tenía que trabajar a toda su capacidad para consolidar un mecanismo de solidaridad continental y establecer las bases para defenderse de la amenaza de la crisis europea".39 Y todo ello, garantizando el escrupuloso respeto a dos principios esenciales del nacionalismo revolucionario mexicano y zócalo fundacional de su política exterior: la soberanía nacional y el principio de no intervención.
Esta circunstancia tampoco pasaría desapercibida para Alfonso Junco, y en ese acercamiento de México a los Estados Unidos, en paralelo con su distanciamiento de la Madre patria, se encontraba buena parte de los problemas en los que estaba sumido México ante semejante "panamericanismo de comedia". En palabras de Junco:
Ahora -y este ahora daba cuenta de toda una centuria-, dispersos, alejados de una España en decadencia o debilidad, hemos gravitado en torno a los Estados Unidos; y hasta hemos llegado a la aberración de acatar un panamericanismo de comedia, en que hacemos el arrugado papel de comparsas de nuestro adversario natural. Éste, que ha arrebatado a los pueblos de América todo el territorio y toda la autonomía que ha tenido a bien, hoy logra que postulemos, fraternalmente, en Panamá, una sarcástica defensa panamericana.40
En efecto, no le faltaba razón a Junco al decir que dicha reunión de los países americanos había tenido en Panamá, precisamente en septiembre de 1939 y tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y unos meses después del fin de la Guerra Civil española. Dicho encuentro formaba parte de un plan estratégico de consultas entre las partes con el fin de sondear la realidad internacional y anticipar acciones comunes de una manera dialogada y consensuada. Para la ocasión, de dicha reunión se obtendría no sólo una declaración de neutralidad ante el conflicto europeo -por cierto, una de las tesis impulsadas por Eduardo Hay, entonces secretario de Relaciones Exteriores de México-, sino el compromiso entre las partes a favor de preservar la paz en el continente americano, así como de cooperar en pro del restablecimiento de la paz mundial.41 Como bien se sabe, con el ataque japonés a la base norteamericana de Pearl Harbor y el hundimiento de varios buques mexicanos por las tropas nazis, al menos en lo que respecta a Estados Unidos y a México, estos buenos propósitos quedarían en papel mojado con su inmediata entrada en la guerra.
Al respecto, era claro que Alfonso Junco temía que la América hispana cayese bajo la órbita de influencia de los Estados Unidos y, en consecuencia, la propuesta de una reconstrucción del universo hispano, liderada por la Madre patria de Franco, habría de ser la fórmula ideal para frenar cualquier expansionismo procedente del vecino del norte. Implícitamente, dicha reconstrucción se habría de acometer desde el símbolo de la cruz y desde la correspondiente restauración de los valores concebidos por el catolicismo. Para Junco, la España republicana, como la Rusia leninista o el México revolucionario, formaban parte de una terna de países donde los católicos venían siendo perseguidos: "Y sí hay Estados modernos, de inspiración no católica, en que se persigue a los católicos: la Rusia de Lenin y Stalin, el Méjico de Calles y satélites, la España de Azaña y de Negrín".42 Al respecto, en su libro Savia, publicado en 1939, Junco recuperaría uno de sus fragmentos de febrero de 1926, escrito en plena efervescencia de la guerra cristera y de la particular ofensiva del presidente Calles en contra de los intereses de la Iglesia católica mexicana. Frente a un presente negro para el catolicismo, el futuro era, sin embargo, promisorio y cargado de optimismo:
Robadle templos, cerradle escuelas, expulsadle religiosos, cargadla de grilletes y de afrentas: crimen estéril. La Iglesia, con obsesión desconcertante, que fuera estúpida si no fuese divina, recomienza. Mañana os enterrará: lleva veinte siglos de enterrar perseguidores. Y reflorecerá con nueva juventud después de la poda.43
En pocas palabras, en Franco y en su proyecto de revitalización del universo hispano estaban depositadas sus esperanzas para remediar tantos temores y encontrar la solución a tantos problemas. He aquí el siguiente fragmento de octubre de 1939:
Si España revive su pujanza y nosotros tenemos el sentido común, el sentido vital de estrechar nuestros vínculos culturales, económicos y políticos con ella; si trabajamos por realizar la gran Confederación Hispánica que nos defienda de la disgregación, de la absorción, de la deformación que a lo largo de un siglo hemos venido padeciendo bajo el influjo interesado y poderoso del Norte, habremos al fin corporizado, para grandeza y bien de todos, el alma de la Hispanidad. Eso es lo que en España llaman hoy Imperio.44
En síntesis, añadiría Junco en otro pasaje de su libro El difícil paraíso, "cuando en la España Nueva se habla de Imperio se alude a una resurrección de pujanza y prestigio, que facilite y acelere el triunfo de la Hispanidad".45 Al respecto, y secundando el mismo tenor, diría lo siguiente:
No existen ambiciones imperiales de España en sentido materialista. La palabra Imperio tiene para ellos sentido espiritual. Así lo ha declarado, rotundamente, Franco. [...] Por Imperio designan pujanza que acelere un resurgimiento de cultura y prestigio; ancha confraternidad de los pueblos hispánicos, afianzados y orgullosos en la grandeza de su estirpe.46
Para reforzar sus tesis, Alfonso Junco recuperaría unas declaraciones del mismo Francisco Franco, con motivo de una entrevista concedida al escritor argentino Ricardo Sáenz Hayes, del periódico La Prensa de Buenos Aires. Al referirse a los países de América, he aquí lo que diría Franco:
Nuestra intención y deseo es unirnos apretadamente, en hermandad de haz, cuyas espigas salieron de la misma semilla y germinaron en el mismo surco. [...] El imperio consiste en restaurar el prestigio de una raza. En alumbrar, de nuevo, al mundo con los resplandores de nuestra cultura. En labrar la grandeza y poderío de nuestra nación. En extender por el universo el crédito de la Nueva España. En recoger y fundir, en un camino de exaltación de la Patria, los millones de españoles perdidos en el mundo. En dar a España la universalidad olvidada y en ofrecer a América, en el solar español, un orgullo de raza y una restauración de estirpe.47
Así resumida, ésta era la nueva misión de Franco al término de la guerra y también la de un correligionario del franquismo como era el escritor mexicano Alfonso Junco. Por eso, la llegada del exilio español a México, su país natal, habría de ser un pretexto más para justificar la pertinencia del alzamiento nacional, así como el nuevo proyecto de imperio e hispanidad que impulsaría el franquismo. Desde su dogmática aversión al comunismo, Junco no tendría dudas a la hora de emitir su juicio histórico sobre aquella España republicana, en su opinión, aherrojada por el comunismo marxista, eso sí, hasta que apareció la figura castrense del salvador, ése al que llamaban el Caudillo. Éstas eran sus palabras: "Allí está toda la Rusia bolchevique transportada a la España roja. Es lo más siniestro de la siniestra parodia. Aun después de haberlo visto, parece inverosímil. El mundo no sabe lo que debe a Franco".48 Secundando la misma línea, en febrero de 1945 Junco se aprestaba nuevamente a salir en defensa de Franco, en este caso, para recordar la gesta que éste hizo cuando logró que "su" España permaneciera ajena a la segunda Guerra Mundial.49 He aquí su testimonio:
El régimen de Franco, mediante esfuerzos que atestiguan no común capacidad, ha logrado salvar a España de la guerra; y el pueblo español, unánime, le está agradecido. Superando resentimientos, debe estarle agradecido todo español de casta. [...] Con firmeza españolísima y con soberano patriotismo, Franco logró el milagro de mantenerse libre del huracán que rugía a sus puertas y empujaba con ímpetu de forzarlas.50
Y como será habitual en la obra de Junco, éste tomaría declaraciones de otros para reforzar sus propias tesis. Así, el general Franco haría "con ello un formidable servicio a las Naciones Unidas, según lo declaró la autoridad máxima Churchill".51 Si bien es cierto que ésa fue la intención de Churchill en sus declaraciones en la Cámara de los Comunes -primavera de 1944-, no es menos cierto, y esto no lo dijo Junco, que las esperanzas de un inminente acercamiento británico se vinieron abajo cuando Londres manifestó su radical discrepancia respecto al sistema político español.52
No hay duda de que este escritor mexicano estaba en sintonía con las proclamas que predicaba la propaganda franquista de aquel entonces. Tal es así que la idea de que Franco había logrado mantenerse ajeno a tamaño conflicto mundial acabaría siendo una de las premisas de su legitimidad no sólo ante los españoles, sino ante el exterior, primer ministro del Reino Unido incluido. Implícitamente era una crítica dirigida hacia los países que formaban parte de las Naciones Unidas, los mismos que habían vetado la entrada a este organismo internacional a un país como España que, para incomprensión de muchos, tan formidable servicio había hecho a la causa de la unión de las naciones gracias a su líder Franco. Por eso, el Caudillo era ese referente al que había que secundar, poniendo a su servicio el don de su pluma combativa. Escribiría Junco en cierta ocasión:
Puesto que el Sr. Negrín y el Sr. Giral y el propio Sr. Prieto [...] reconocen jurisdicción en las Naciones Unidas para meterse en las cuestiones de España, bien podrían las Naciones Unidas -sin ofender a nadie- pedir a esos señores información sobre el resonante asunto de los tesoros. Bien podrían también, muy respetuosamente y amigablemente, solicitar sus luces tanto a Rusia como a Méjico.53
No había dudas de que Alfonso Junco quería seguir haciendo su guerra desde la fortaleza de su pluma, secundando las tesis brindadas por el franquismo. España debía seguir haciendo su cruzada a favor de la religión católica y en contra del comunismo bolchevique. Con la Guerra Civil, se había logrado ganar una batalla, pero la salvación de España debía ser el resultado de una cruzada permanente. A nadie se le escapa que Franco encontraría en esta propuesta uno de sus principales argumentos para legitimar su presencia caudillista al frente de los destinos nacionales, más aún si encontraba en pensadores como Alfonso Junco un gran aliado para deslindar su figura de cualquier forma de totalitarismo y, dicho esto, después de la segunda gran guerra y la derrota en los campos de batalla del nazi-fascismo. Un nuevo testimonio de Junco sirve para ilustrar cuanto se dice:
El totalitarismo riñe con la tradición y el espíritu hispánicos. Y el nuevo Estado tiene por inspiración cardinal, revivir y fortalecer esa tradición y ese espíritu. El totalitarismo es contrario a la doctrina católica. Y Franco es católico profundo, y su régimen acata y venera esa doctrina. No hay, pues, identidad, sino oposición, entre el actual Estado español y el totalitarismo.54
Asegurada la pureza ideológica de Franco y su régimen impuesto tras la guerra, el régimen político de aquel México era el responsable no sólo de caer bajo la órbita de los Estados Unidos, sino además de ser cómplice con "el peligro comunizante, con sus mil añagazas y cautelas y manos tendidas".55 Y tal peligro no sólo seguía vivo en el mundo, sino en México, "donde nos inundó de vergüenzas y estragos, y donde ahora se recalienta y acurruca al fuego de la guerra fingiendo solidaridad con las democracias que aborrece y esperando el momento propicio de volverse a descarar".56 Así, "tenemos la aberración de que pueblos tan lejanos y diferentes de Rusia como Méjico, sean víctimas de agitaciones bolcheviques, absolutamente artificiales y movidas desde afuera".57 El resultado de todo aquello, con la clara complicidad del Estado mexicano, era la degradación de las costumbres y la urgente necesidad de una regeneración moral de la sociedad mexicana. He aquí, por tanto, la razón que venía a explicar el porqué México había abierto las puertas de sus fronteras al exilio republicano español.
4. Valoraciones finales
En su conferencia del 4 de marzo de 1941, pronunciada en el anfiteatro Bolívar de la Escuela Nacional Preparatoria de la ciudad de México, y que publicaría después con el significativo título La ola de fango, Alfonso Junco haría su particular radiografía de la sociedad mexicana y ponía el dedo en la llaga, a modo de denuncia, sobre la degradación de las costumbres fruto de la complicidad del Estado revolucionario mexicano, cuyo ideario era visto como "una clara acción en contra de aquella 'unidad espiritual ́ que enarbolaba el hispanismo conservador".58 En palabras del orador, "duele que lo que antaño pareciera imposible, hoy sea monstruosamente cotidiano. Duele la inercia de las fuerzas sociales, y no ya la inercia sino el apoyo a veces del Estado para lo que enturbia las costumbres".59 Para Junco, el México de los años 40 vivía "una época de desajuste y crisis", fruto de "un evidente retroceso moral respecto a la realidad que conocimos, sin necesidad de ser viejos, los que guardamos memoria de veinticinco o treinta años atrás. Y no hablo particularmente de política, sino de atmósfera familiar y social".60
Este pensador mexicano, y frente a "la turbia vorágine de ahora", diagnosticaba la presencia de un México con "hambre de pureza", y lo hacía con estas palabras: "Tenemos hambre de todas esas cosas limpias, elevadas, serenas, ennoblecedoras, que en la mujer parecen refugiarse como en su alcor nativo, y que se sintetizan, sublimadas, en la mujer por excelencia: María".61 La solución, por tanto, pasaba por "mudar de espejo", un recado que enviaba especialmente a la mujer, que debía, más que nunca, "mirarse en el espejo de María, donde toda la limpieza, toda gracia, toda fuerza, todo atractivo, tienen su sitio y resplandor".62 La cultura católica, así concebida por el escritor regiomontano, también imponía su rol a la mujer mexicana.
Como se ha puesto de manifiesto en estas páginas, no cabe duda de que la Guerra Civil española fue uno de los temas que con mayor presencia apareció en las páginas impresas del escritor mexicano Alfonso Junco. Su pluma y tintero se pusieron al servicio de un conflicto que lo vivió con especial intensidad y hasta entusiasmo. Desde un posicionamiento ideológico de rígidas aristas, a camino entre su profunda fe religiosa y su confeso anticomunismo, Junco tomó partido sin tibiezas por el bando nacional desde el mismo momento del alzamiento militar del general Franco. A partir de esta declaración de intenciones, y una vez que dio el paso al frente, lo que vendría después sería una actitud congruente con la posición tomada desde el momento en que se supo que España estaba en guerra. Pocos como él, en su calidad de buen franquista, celebrarían con tanto júbilo el día de la victoria, así como la consiguiente salida de España del exilio republicano. Reproduciendo aquella tensión dialéctica, Alfonso Junco se entregaría a la labor de analizar la "cuestión española" desde un maniqueísmo frontal que no dejaría lugar a un solo atisbo de valoración que no fuese desde el dogmatismo de los extremos: Franco y sus milicianos representarían al bando de los buenos y los integrantes del exilio republicano serían la encarnación viva de los malos.
Para este escritor regiomontano, la España de Franco -emblema de la verdadera madre patria- debía impulsar la idea de un nuevo imperio, capitaneado por Franco, bajo el estandarte de la cruz y de un hispanismo capaz de reunir en un solo haz a la vieja estirpe depositada en los países de la América hispana. Para él, y desde su negación del republicanismo del exilio, no había más que una España -grande y libre-, gracias al liderazgo y cruzada de Franco. En este sentido, el pensamiento de Junco se haría eco, de una u otra forma, del caleidoscopio ideológico de aquellos años cercanos a la Segunda Guerra Mundial, formado por buena parte de los grandes "ismos" contemporáneos: el liberalismo, el fascismo y el marxismo. Su apego a los principios doctrinarios del franquismo se debía precisamente a que no sería partícipe de ninguna de estas tres ideologías. Por el contrario, a su modo de ver, con Franco compartiría dos de sus grandes pasiones: su amor a España y su devoción por la cruz de Cristo.
Descendiendo a un plano nacional, que dicho sea de paso no se vería ajeno a las diatribas ideológicas del momento, Alfonso Junco no escatimaría argumentaciones para dejar bien clara su opinión sobre el régimen presidencialista mexicano, así como del franquismo español. Así, y si bien es difícil imaginar que hubiera partidarios de los presidentes Lázaro Cárdenas o de Manuel Ávila Camacho en la España franquista, Junco dejaría en evidencia que había no pocos partidarios de Franco en el México revolucionario. El escritor mexicano se mostraría con orgullo como un correligionario de la gran cruzada que Franco había emprendido no sólo en contra del comunismo, sino a favor de la conformación de una gran confederación de naciones americanas bajo el estandarte común de la hispanidad y como estrategia para frenar el expansionismo ideológico, cultural y religioso procedente de los Estados Unidos. Así, no hay duda de que, en la pluma y tintero de este pensador mexicano, la geografía del franquismo habría de tener un referente sin igual, hasta el grado de compartir y reproducir, una a una, las tesis de la propaganda franquista. De la lectura de su obra, y no hay prácticamente una sola página donde no quede esto demostrado con diáfana claridad, se desprende que Alfonso Junco era un combatiente que se atrevió a poner su palabra al servicio de Dios.
Terminamos el manuscrito, no sin antes recordar que el 14 de enero de 1947, y a nombre de "Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos", Alfonso Junco recibiría la "Encomienda de Número" de la Orden de Isabel la Católica. Así, y del expediente abierto para tal causa por el Ministerio de Asuntos Exteriores, recuperamos para la ocasión un manuscrito del presbítero y literato navarro Sixto Iroz, hombre también afecto al régimen franquista, en donde hacía votos para que el escritor mexicano Alfonso Junco recibiera una condecoración del gobierno español, "que bien pudiera ser la de Isabel la Católica". Del capítulo de argumentaciones, y pensando en el ministro de Asuntos Exteriores, destacamos el siguiente entrecomillado:
Don Alberto Martín Artajo tiene que conocer la personalidad del Sr. Junco: se trata de un católico práctico al estilo de los más rancios españoles. Es un hispanófilo entusiasta. Todo lo que escribe en la prensa lo encamina a defender la obra de España, especialmente en estos momentos críticos. El Sr. Junco agradecería enormemente ese galardón del Gobierno español.63
El 10 de julio de 1947, Alfonso Junco y señora serían homenajeados en Madrid por el ministro de Asuntos Exteriores español, Alberto Martín Artajo. Al banquete asistirían un total de 29 comensales, entre ellos, personalidades tan vinculadas al franquismo como Joaquín Ruiz Giménez, Carlos Cañal, Fernando María Castiella o Ernesto Giménez Caballero. A pesar de que en ese entonces España todavía venía padeciendo los estragos y miserias de la posguerra, el menú incluyó consomé-gazpacho, langosta fría Miraconcha, supremas de ave Farnesio, ensalada, helado Otelo, pastelería y frutas.64 No había dudas de que, por los méritos reunidos en defensa del régimen, el mexicano Alfonso Junco era un huésped distinguido del franquismo.