Introducción
El concepto de vulnerabilidad es uno de los términos clásicos en filosofía. Esta lo ha ligado a la finitud del ser humano1 y a la esencia abierta del mismo, como un ser en construcción, en constante proyecto a llevar a cabo.2 Es decir, a la fragilidad ontológica de la condición humana que nos mantiene sumidos en la incertidumbre3 y nos hace susceptibles al daño, al dolor, en definitiva, a la enfermedad.4
Por su parte, la teoría social ha recogido como elemento esencial de la vulnerabilidad social el hecho de que las personas estamos expuestas a la posibilidad de sufrir un daño, pero la ha entendido como un concepto multidimensional ligándolo a condiciones socioculturales más concretas como la inestabilidad laboral, la fragilidad en las relaciones sociales y las dificultades en el acceso a las prestaciones económicas.5 En cualquier caso, la vulnerabilidad haría referencia a distintos sectores de población expuestos a diferentes amenazas entendidas desde un punto de vista interseccional, es decir, una serie de sistemas de opresión que pueden sumarse, intersectar e interactuar involucrando distintas realidades sociales, materiales, individuales y simbólicas, para provocar distintas discriminaciones interseccionales,6 lo que nos alejaría de concepciones unidimensionales o reduccionistas de la vulnerabilidad.7
La vulnerabilidad social también ha sido vinculada a la esfera de las emociones ya que esta produce sentimientos de fragilidad, indefensión e inseguridad a las personas a las que afecta.8 Esto impacta, directamente, en la vida cotidiana de los individuos provocando incertidumbre, dificultando así la capacidad de las personas para aprovechar las oportunidades y, en definitiva, afectando a las habilidades de las mismas para adaptarse a las situaciones sociales cambiantes que se les presentan; aumentando el riesgo de acabar sumidos en la precariedad.9 Así pues, como señala la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): “Vulnerabilidad social = exposición a riesgos + incapacidad de enfrentarlos + inhabilidad para adaptarse”.10
Así pues, como hemos visto, el concepto de vulnerabilidad social se haya unido de modo inextricable a la noción de riesgo, es por ello que dedicaremos la primera de las secciones de este artículo a profundizar en cómo se ha tematizado el riesgo en la sociología en lo tocante a las sociedades occidentales posmodernas. Un riesgo que, como se verá, es construido socialmente lo que, a su vez, ha permitido “constatar que la vulnerabilidad es desigual y acumulativa”.11 La vulnerabilidad, en resumen, es un fenómeno multidimensional, complejo y que se construye a partir de los elementos simbólicos de referencia de cada momento y de cada cultura a la que podamos dedicar nuestra atención.
Por último, en la parte final de este trabajo, se aplicarán las nociones de vulnerabilidad y riesgo al caso de la salud, poniendo de manifiesto que, desde un punto de vista social, el diagnóstico, así como el proceso que implica, puede llegar a situar a las personas en situaciones de vulnerabilidad, ya que, eventualmente, no se puede acceder al rol de enfermo por las dificultades de obtener un diagnóstico, como pasa en ocasiones con las llamadas enfermedades raras, o sencillamente con las patologías difíciles de diagnosticar por el motivo que sea.
La vulnerabilidad y el riesgo en las sociedades contemporáneas
El origen de la palabra riesgo es desconocido.12 El diccionario de la Real Academia Española lo sitúa en el vocablo italiano rischio que, a su vez, derivaría del árabe rizq significando este “lo que depara la providencia”.13 Sin embargo, para otros lingüistas la etimología de riesgo derivaría de peñasco escarpado, por los peligros que estas supondrían para la navegación de los barcos. Estos términos derivarían del latín resecare (cortar, dividir y luego peligro).14 Esta palabra, en cualquier caso, si se sabe que aparece por primera vez en la Edad Media y que se empieza a extender mediante el uso de la imprenta en Italia y España; siendo hasta ese momento una palabra poco utilizada y vinculada a actividades marítimas y comerciales.15 Por otro lado, Mary Douglas sitúa el origen de este concepto en Francia en el siglo XVII, a raíz de la aplicación de las probabilidades dentro de la teoría de juegos.16
En 1987 Jean-Louis Fabiani y Jacques Thies dirigen La societé vulnérable,17 obra colectiva, en la que se publican cuarenta trabajos de distintos especialistas. En esta obra se formula claramente la idea de la construcción social del riesgo, recogiendo la idea formulada por Mary Douglas en 198218 sobre la percepción del riesgo como constructo cultural, y que la antropóloga británica llevará más allá en sus posteriores publicaciones sobre este asunto. Para Douglas,19 influenciada en este aspecto por Durkheim y Mauss, como ella misma reconoce, la percepción de los riesgos se construye a partir de las posiciones sociales de las personas, que, a su vez, están influenciadas por la cultura del sistema social al que se pertenece. Además, esta construcción de la percepción del riesgo no sería inmune a las cuestiones morales, sino que estas son parte de esa construcción. Todo esto lleva a Douglas a criticar los análisis del riesgo desde criterios de riesgo-beneficio, ya que el “cálculo” de los riesgos excede, con mucho, la matemática probabilística que en ocasiones pretende aplicársele. En este sentido, podemos recordar cómo recientemente en España la Comunidad Autónoma de Madrid decidió implantar un protocolo para no trasladar a las personas ancianas ingresadas en residencias a los hospitales para que fuesen tratadas de COVID-19, ya que, el coste sería, aplicando esta lógica, el que no se pudiese tratar a personas más jóvenes infectadas con este virus. Otro ejemplo que se podría citar aplicable a la situación pandémica que vivimos es la sensación irracional que algunas personas jóvenes tienen de inmunidad frente al COVID-19, ya que aunque es cierto que la juventud tiene menos probabilidad de tener un proceso grave de enfermedad debido a este virus, pero los incrementos que las diferentes olas han producido en este sector etario, van a provocar el que un tanto por ciento de los y las jóvenes tengan un proceso de enfermedad grave o incluso mueran. Pero eso no evita el que se vean todos los fines de semana a grandes cantidades de jóvenes en España juntándose sin respetar ninguna distancia de seguridad o sin llevar mascarilla. Como nos explica Douglas
Los resultados mejor establecidos de la investigación del riesgo muestran que los individuos tienen un fuerte sentido, pero injustificado de inmunidad subjetiva, En actividades muy familiares existe la tendencia a minimizar la probabilidad de malos resultados. En apariencia, se subestiman aquellos riesgos que se consideran controlados […]. Nuestra primera pregunta sobre la percepción del riesgo es por qué tantísimas personas, en su rol de profanos, opinan que los peligros cotidianos son inocuos y se consideran a sí mismas capaces de arreglárselas cuando los hechos demuestran que no poseen tal capacidad.20
La respuesta de Mary Douglas no se hace esperar: tendemos a generar una sensación de total seguridad y, por lo tanto, de un bajo nivel de riesgo ante los peligros cotidianos más comunes o lo que entendemos como los peligros más infrecuentes y de baja probabilidad. Así pues, la percepción del riesgo de los/las profesionales tampoco coincide con la de las personas legas en un determinado asunto.21
Desde el punto de vista de la Sociología el riesgo genera incertidumbre y la sensación de falta de control, frente a un tipo de pensamiento y acción social, que hablando en términos weberianos sería posracional, propia de una sociedad dominada por la ambivalencia y la ambigüedad.22
La categoría de riesgo ha sido descrita como una de las características que mejor describe a las sociedades occidentales posmodernas.23 El riesgo en nuestras sociedades lo invade todo, ya que no podemos llevar a cabo ninguna conducta sin pretender que esta conlleve algún tipo de riesgo. Luhmann lo explica así:
Los riesgos conciernen a daños posibles, pero aún no consumados y más bien improbables, que resultan de una decisión; es decir, daños que pueden ser provocados por ésta, y que no se producirían en caso de tomarse otra decisión. Sólo se habla de riesgos si y en el a media en que las consecuencias pueden atribuirse a las decisiones. Esto ha conducido a la idea de que es posible evitar los riesgos y ganar en seguridad cuando se decide de forma diferente […]. Esto es un error. Toda decisión puede dar lugar a consecuencias no queridas. Lo único que se puede conseguir cambiando de decisión es variar la distribución de ventajas y desventajas, así como las probabilidades e improbabilidades.24
El riesgo, pues, es inevitable en nuestras sociedades ya que permea todas nuestras decisiones, hasta construir lo que Luhmann llamará un concepto universal. Esto introduce una gran diferencia entre las sociedades modernas y las sociedades contemporáneas. Es decir, en las sociedades antiguas dominaba el concepto de peligro que se percibía como algo venido de fuera y ponía en marcha la activación de procesos de solidaridad social. Frente a esto, en las sociedades actuales el riesgo se percibe como fruto de decisiones racionales para poder aprovechar las oportunidades, así pues: “Se llega a conflictos entre quienes deciden y los afectados […]. Porque lo que para quien decide es un riesgo, para los afectados es un peligro venido de fuera -peligro que, sin embargo, tiene su origen en la misma sociedad, precisamente en la decisión a la cual se atribuye”.25 Esto provocará que, como dice Luhmann, el futuro se acaba construyendo como un riesgo en el cual la sociedad se divide entre los que deciden y las personas afectadas por esas decisiones. Estos, a su vez, percibirán las mencionadas decisiones como discriminaciones que les afectan y que, por lo tanto, pueden llevarlos a acciones de protesta y resistencia.26 Es decir, como diría Beck, si en las sociedades tradicionales el ideal regulativo apuntaba a la igualdad, en las sociedades del riesgo se constituye en el paradigma de la seguridad, lo que causa tensiones entre el binomio riesgo y seguridad, que se plasma en sociedades que en vez de pretender el reparto de la riqueza, quieren conseguir la seguridad, o la mayor seguridad posible.27
Así pues, el riesgo habría invadido todas las esferas de la sociedad en la actualidad. Entonces no debe sorprendernos el que se haya aplicado al análisis de la salud.28 Cuando una persona es etiquetada con un diagnóstico por un/una profesional médico/médica, debido al poder simbólico que le ha cedido la sociedad para hacerlo, se puede decir que se pone en juego la categoría de riesgo. Esto se produce a través de la propia fase de diagnóstico entendida como el proceso social que lo vehicula, como veremos en los siguientes apartados. Ya que, partir de ahí, las personas se ven afectadas por la noción de futuro organizada alrededor de la posibilidad de una evolución negativa, o positiva, de la enfermedad.
Imaginario biomédico y representación tecnocientífica
Partimos de la base de que no es posible alcanzar un ideal de salud total, puesto que existirán diferentes tipos de factores que nos lo impidan, en tanto que estos “no están aislados ni son independientes, sino que se imbrican unos con otros, por lo que la salud depende en último término de la capacidad de controlar la interacción entre el medio físico, el espiritual, el biológico y el económico y social”,29 referido a un punto de vista del imaginario biomédico y representación tecnocientífica.30 Desde nuestro enfoque, planteado desde un punto de vista cultural y de la teoría del imaginario social, no entendemos los procesos de salud y enfermedad ni sus respectivas representaciones, separados de la cuestión socioeconómica, sus procesos y estructuras, en tanto debemos hablar de un proceso, multidimensional y complejo, organizado alrededor de la tríada salud/enfermedad/atención.
Asimismo, nuestra principal reflexión deberá pivotar en torno a lo que ha significado, y significa, la salud en las sociedades occidentales posindustriales y medicalizadas. Así, desde su dimensión histórica, la enfermedad ha sido asociada a la religión, para posteriormente ser modificada a través de la secularización y la medicalización generalizadas. Desde una perspectiva socioeconómica en la sociedad del riesgo, las desigualdades se hacen visibles en el campo de la salud, uno de los grandes problemas derivados de la estratificación, proceso estructurante de la vulnerabilidad social31. En este sentido, a partir de la literatura especializada, encontramos importantes diferencias en la salud física y mental, tanto inter-clase como inter-género,32 si bien debemos señalar que gran parte de la literatura producida desde la epidemiología y la economía se ha centrado excesivamente en la variable “renta” como variable explicativa, dejando de lado el “estatus social”.33 Así, el imaginario en torno a la salud (física y mental), y la estigmatización de la dolencia mental o de las enfermedades relacionadas con la alimentación (los TCA, por ejemplo) han provocado una percepción global de individualización del problema y, por tanto, sentimiento de culpabilidad persistente:
La sociedad contemporánea no las integra [a las personas] como personas completas en sus sistemas funcionales; por el contrario, se apoya en el hecho de que los individuos no están integrados sino involucrados de forma parcial y sólo temporalmente, mientras se mueven en diferentes mundos funcionales […] Si la enfermedad, la adicción, el desempleo y otras desviaciones de la norma se solían considerar golpes del destino, hoy en día se hace hincapié en la culpa y la responsabilidad individual.34
Así, tal y como apunta Martínez Hernáez “el discurso científico ha mostrado una espacial opacidad al análisis cultural como consecuencia de su propia presentación como sistema desideologizado, universal, apolítico y amoral”.35 El desarrollo científico ha entendido una única forma de llevar a cabo su propia producción, sin dar pie a otro tipo de propuestas para la acumulación de conocimiento. En terminología gramsciana, el sistema biomédico venido de esta forma de desarrollo científico-tecnológico posee un valor hegemónico, tal y como afirma Cockerman.36 Desde la Antropología Médica se viene haciendo una crítica a la biologización de la cultura y el modelo biomédico. En este sentido, es el propio Hernáez37 quien expone diferentes características al respecto, como el binomio mente/cuerpo, autonomía de la biología sobre la conciencia, independencia de lo natural, individualismo epistemológico, mecanicismo o biologicismo.
A modo de ejemplo, en un conocido texto de Gregori Flor38 se pone de manifiesto a través de entrevistas realizadas a profesionales, así como de revistas científicas del área de las Ciencias de la Salud, la realidad acerca de los denominados “bebés intersexo”, es decir, aquellos que nacen -desde un punto de vista biológico- con algún “síndrome intersersexual”.39 La autora parte de la premisa de lo que supone esto en la cultura occidental,40 donde el binarismo es claramente hegemónico, ya que serán los órganos genitales los que marcarán la “masculinidad” o “feminidad”.41 Otro ejemplo ilustrativo serían los trabajos venidos desde la antropología aplicada, que han abarcado fenómenos socioculturales de carácter biopsicosocial como el fenómeno de la drogodependencia desde un enfoque de género, en tanto que “en el imaginario social la imagen del consumidor [de determinadas sustancias] es la de un joven varón, pobre y delincuente”.42 Tal y como se ha explicado en algunos trabajos,43 los abordajes de género en esta cuestión se inician en la década de 1970 con los textos de Rosenbaum,44 con el objetivo de dar mayor visibilidad a un problema que también afecta a mujeres, invisibilizadas por esas representaciones45 hacia la drogodependencia.46
Asimismo, el modelo biomédico, tal y como explica Alluè,47 dedica sus esfuerzos al entendimiento de las enfermedades, descuidando a las personas enfermas. Aquí encajaría lo que Ortiz Lobo48 ha entendido como la crítica al paradigma tecnológico, en tanto que la tecnología ni es, ni debe ser, la forma hegemónica en la resolución de problemas o dolencias, sobre todo cuando estos se refieren al ser humano y su conciencia, conductas, cognición y/o emociones. Como sistemas alternativos, se han venido proponiendo el enfoque biopsicosocial [holístico];49 la autoatención; la medicina tradicional o las medicinas paralelas.
En este sentido, la autoatención, siguiendo a Menéndez50 sería, en primer término, estructura y proceso. La autoatención abarcaría dos niveles. En el primero, estarían el consumo de medicamentos bajo prescripción médica, los “medicamentos de venta libre” (OTC, por sus siglas en inglés), la higiene, alimentación o el aseo. En un segundo nivel toda la red social y de apoyo: grupo de trabajo, familia, amigos, etc. Así, en al ámbito sanitario, diferenciamos “cuidado lego”51 de “cuidado profesional” y, en perspectiva de género, esta diferenciación tiene un valor fundamental, en tanto que la variable “género” es determinante a la hora de hablar de la calidad de vida en relación a la salud ya que son las mujeres las que han sido históricamente relegadas a las labores doméstica y de cuidados,52 lo que resulta en la pérdida de calidad de vida debido a esa “doble jornada laboral”.
Siguiendo a Otegui Pascual, la perspectiva biomédica hegemónica no hace otra cosa que individualizar el proceso psicosomático53 y, por ende, enmascarar el carácter social de dicho proceso -así como del proceso diagnóstico- en el que nos centramos a continuación.
El diagnóstico como proceso
Como se ha señalado en sociología, la construcción social de la enfermedad comienza por el diagnóstico.54 Este asume la forma de un proceso que se inicia con lo que Brown denominó el proceso de descubrimiento.55 Como ya apuntó el sociólogo del que venimos hablando, en ocasiones, la construcción social de la enfermedad asume formas conflictivas. Los diagnósticos no conflictivos serían aquellos en los que las personas no se ven en la obligación de convencer al sistema médico, o a instituciones sociales, de cierta relevancia de la realidad de su dolencia. Pero, en ocasiones, los diagnósticos de las enfermedades asumen la forma de diagnósticos conflictivos así, por ejemplo, las enfermedades llamadas raras. En la Unión Europea una enfermedad es considerada rara si afecta a uno de cada mil individuos, existiendo entre 6.000 y 8.000 dolencias consideradas raras.56 Existirían, además, las llamadas enfermedades ultrarraras, cuya prevalencia es todavía menor que la mencionada. En cualquier caso, para que una persona sea reconocida como enferma, esta debe ser primero identificada como tal por un/una profesional médico/médica. Sin ese acto de poder simbólico la persona, aunque presente síntomas, no puede acceder al rol de enfermo. Esto puede significar el que no pueda solicitar una ayuda, una prestación, el uso de algún tipo de servicio, etc. La etiqueta diagnóstica debe de ser creada, aceptada, validada y difundida para su conocimiento; mediante la emisión de un informe médico, un certificado de discapacidad, un peritaje, etc. Ya que, siguiendo a Goldstein Jutel “el diagnóstico legitima la enfermedad [sickness]”.57
Así pues, el diagnóstico valida y legitima la experiencia que hasta ese momento hayan podido tener las personas y permite el que las quejas que puedan haber presentado hasta ese instante se transformen en enfermedades. Como señala Goldstein Jutel58 en una revisión de la literatura sobre sociología del diagnóstico, el hecho de que una persona que presenta una serie de quejas no vea concretada su situación en el consiguiente etiquetaje diagnóstico provoca sentimientos de angustia que suelen confundirse con: trastorno, confusión, miedo a la asignación de causas psicológicas a la situación e incluso el que se pueda negar el acceso a determinados servicios o prestaciones debido a la falta del mismo. En este sentido Dumit, hablando de la interconexión entre el diagnóstico y la legitimación social que proporciona a nivel simbólico, refiere que “sin un diagnóstico y otras formas de aceptación del sistema médico, los enfermos están en riesgo de que les sea negado el reconocimiento social de su sufrimiento y acusados de simplemente estarlo fingiendo”.59 Eso genera como, en el caso de las dolencias que no generan un diagnóstico, una gran incertidumbre.60
De este modo, se puede entender que el proceso diagnóstico es un proceso médico que genera un correlato social, lo que apunta a las dimensiones de la enfermedad definidas por Kleinman.61 A esto habría que sumar el que, como apuntó Susan Nettleton,62 existen síntomas médicamente inexplicables, que se ven afectados por las valoraciones morales, el caos y la ambivalencia. Esto encubre un importante peligro ya que como la propia Nettleton escribe: “uno no puede estar anormalmente enfermo [Ill]. La sociedad no da fácilmente permiso a la gente para estar enferma en ausencia de una anormalidad patológica o fisiológica aceptada”.63 Así pues, las personas potencialmente enfermas, pero que no son capaces de acceder a un diagnóstico, sus familias y entornos más cercanos, se pueden enfrentar a la titánica lucha por “encajar” en las etiquetas fijadas dentro de las clasificaciones biológicas establecidas por la institución médica a fin de acceder a sus beneficios: la construcción de una identidad simbólica estable y la posibilidad de restablecer la coherencia.64 En otras palabras, como se mencionó con anterioridad, la posibilidad de acceder al rol de enfermo tal y como lo definió Parsons.65
Conclusiones
Como se ha podido comprobar, en los casos en los que no es posible la medicalización de los síntomas, o las quejas, esto afecta a la validación del dolor de la persona enferma. Esto, a su vez, produce situaciones de deslegitimación de la experiencia de la persona debido a las dificultades para desarrollar el rol de enfermo, lo que sume a las personas en la incertidumbre, el miedo y la angustia; pudiendo deteriorar su identidad social.
Cuando no existe un diagnóstico, y se produce la carencia de validación de la experiencia de las personas, se puede generar una situación que entra dentro de la categoría de lo que los miembros de la Escuela de Palo Alto definieron como el fenómeno de la desconfirmación. Según estos teóricos el rechazo dependería del criterio de verdad, pero cuando entramos en el terreno de la desconfirmación lo que está en juego es la “mismidad” o la posibilidad de la alienación. Como ellos mismos explican:
Tal como la observamos en la comunicación patológica, la desconfirmación ya no se refiere a la verdad o falsedad […] de la definición que P da de sí mismo, sino más bien niega la realidad de P como fuente de tal definición. En otras palabras, mientras que el rechazo equivale al mensaje: “Estás equivocado”, la desconfirmación afirma de hecho: “Tú no existes” […] la desconfirmación correspondería al concepto de indeterminación.66
Es decir, ya no es sólo el hecho de “pedir permiso” para estar enfermo,67 sino que, como sugirió Goffman,68 se puede producir una situación en la que se deteriore la propia identidad social de la persona a través de un proceso de no validación de sus experiencias mediante la legitimación simbólica que proporciona un diagnóstico médico. Ya que como señala Cooper la “carencia de un diagnóstico creíble conduce a problemas con los empresarios y la familia. Al no permitir una completa y decisiva entrada en el rol de enfermo, los enfermos se encuentran con su posición social erosionada, su identidad social devaluada y estigmatizada”.69
Así pues, en conclusión, se puede argumentar que las vulnerabilidades de las sociedades contemporáneas van acompañadas de una serie de riesgos, que pueden acabar por impactar en las personas originando situaciones que deterioren su identidad social, o que, llevadas al extremo en los procesos crónicos de enfermedad, produzcan verdaderas pérdidas del yo.70