Introducción
El propósito de este artículo consiste en analizar los discursos políticos occidentales dominantes construidos en torno a los distintos actos violentos, unificados bajo la categoría común de ‘terrorismo islámico’ con el fin de desarticular estas narrativas que fortalecen la ilusión sobre la existencia de un enemigo terrorista como si fuera una figura clara y distinta. Se problematizan y ponen en cuestión las cuatro características detectadas como predominantes en las descripciones del adversario terrorista, las cuales lo califican como enemigo espectral, malo, nuevo y lo perciben como otro inferior. Este desmontaje de las narrativas en torno al terrorismo islámico tiene como objetivo demostrar los escasos fundamentos teóricos para sostener la existencia de este adversario como si fuera un hecho evidente e inequívoco.
A lo largo del escrito se indagan los estereotipos y las frases hechas alrededor del terrorismo que dificultan la comprensión de lo complejo de nuestra realidad política y social. Me centro ante todo en los discursos de los presidentes estadounidenses posteriores a los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, debido a la americanización de nuestro mundo y el papel central que desempeña Estados Unidos en el desarrollo subsecuente de los discursos similares en Europa occidental y otras regiones del mundo. En particular, la caída de las Torres Gemelas (WTC) dispone de un impacto emblemático: “Fue el golpe simbólico más fuerte -escribe Baudrillard-. El desmoronamiento simbólico de todo un sistema se da por una complicidad imprevisible, como si desmoronándose por sí mismas, suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para dar el toque de gracia al acontecimiento”.1
En el marco de los estudios filosóficos actuales en torno al terrorismo prevalecen las investigaciones que no cuestionan el polémico estatus ontológico de los actos referidos como terroristas, sino que se enfocan en la definición de dicho fenómeno como si fuera un indiscutible hecho de experiencia. Aunque por supuesto es irrefutable la existencia real de los actos violentos que se simbolizan por las fechas y lugares en donde ocurrieron: el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos, el 11 de marzo de 2004 en Madrid, el 7 de enero de 2015 en París o el 17 de agosto de 2017 en Barcelona, la construcción de la categoría de ‘terrorismo islámico’, la clasificación de los sucesos violentos aquí mencionados dentro de esta categoría y su posterior uso con fines políticos no son de ninguna manera objetivos, universales, ni naturales, sino que constituyen un ejercicio particular del poder.2
Fomentar el término ‘terrorismo’ para dar cuenta de un amplio abanico de actos violentos conduce a un debate que se puede caracterizar como incoherente y confuso.3 Los representantes de las así llamadas posiciones realistas en torno a este tema, cuya presencia es notoria en las universidades anglosajonas, sostienen que el terrorismo como tal tiene una existencia incuestionable, independiente de las estrategias discursivas, por lo que sería posible enumerar sus notas constitutivas en una definición adecuada.4 La incansable producción académica de este tipo de definiciones no deja de sorprender. En The Routledge Handbook of Terrorism Research se pueden encontrar 250 de ellas, acuñadas hasta el año 2010,5 las cuales coinciden en concebirlo como una estrategia o táctica que emplea violencia o fuerza para obtener fines políticos. Alrededor de esta formulación giran muchos debates académicos actuales, cuyo inicio está marcado por el ataque al WTC.6
Jacques Derrida intenta de cierta manera dar cuenta de este frenesí de definición y considera que la compulsión a repetir frecuentemente, por ejemplo, la fecha del 11 de septiembre o el hecho de reproducir las imágenes del evento (cuando los aviones se estrellan contra las torres de WTC), se origina en el deseo de neutralizar y distanciar el trauma ocasionado por dicho acontecimiento en la psique de los occidentales.7 El afán de evocar el atentado consiste en querer conjurarlo y así poder realizar un trabajo de duelo para enterrarlo. No obstante, Derrida es escéptico en cuanto a la posibilidad de elaborar este duelo de manera satisfactoria, ya que el trauma está siendo causado por el imaginario futuro, por la probabilidad de que el acontecimiento parecido se repita y de que sea todavía peor que lo ya conocido.8 Esta expectativa de un traumatismo que está por venir conservaría, según Derrida, el miedo y el dolor causado por lo ya ocurrido en el presente. Por ello, el olvido sería imposible, lo que dificultaría la resignificación y el distanciamiento de lo que fue representado, impuesto y vivido como un acontecimiento traumático para al menos una parte importante de la población occidental.
A pesar de lo sugerente que resulta la interpretación psicoanalítica de Derrida, no podría estar del todo de acuerdo con él. Considero más bien que la compulsión a la definición y en general a una sobreproducción de trabajos académicos en torno al terrorismo responde ante todo a ciertas estrategias económicas y geopolíticas. Desde esta perspectiva, el mecanismo de la repetición sería indispensable, no para intentar distanciar y curar el trauma, sino, al revés, para ocasionar la reexposición y fijarlo todavía más en la mente y el recuerdo de los sujetos.9 Así, el proceso de la repetición buscaría alcanzar el nivel performativo para reconfigurar las subjetividades en torno al trauma recreado. Estas subjetividades construidas a partir de la fijación en la amenaza terrorista estarían incapacitadas para tomar el papel de los agentes en un cambio social, ya que estarían paralizadas por el miedo, tanto frente al terrorismo como frente a las violentas y aleatorias estrategias contraterroristas que criminalizan cualquier acto rebelde.
De manera similar, los pensadores como Jürgen Habermas, Jean Baudrillard y Slavoj Žižek no ponen en duda la existencia del terrorismo como tal. Habermas, en el diálogo con Giovanna Borradori, argumenta que el terrorismo vinculado con el fundamentalismo musulmán es una forma de la reacción defensiva frente a los valores de Occidente que son considerados como una amenaza a la identidad tradicional del mundo islámico. Por su parte, Baudrillard, en el libro El espíritu del terrorismo,10 describe al terrorismo islámico como la sombra de la globalización, por lo que su nítida demarcación sería imposible. Para este autor, el terrorismo es un agente doble, ya que a la vez atenta en contra y fortalece la configuración de las relaciones de producción y de poder existentes, el cual ya no tiene un afuera.
Al igual que un virus, el terrorismo está en todos lados. Hay un goteo permanente de terrorismo en el mundo: es la sombra que proyecta todo sistema de dominación listo a despertar en cualquier lugar como un agente doble. No hay ya una línea de demarcación que permita delimitarlo, habita en el corazón mismo de esa cultura que lo combate, y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los explotados y los subdesarrollados al mundo occidental se une secretamente a la fractura interna del sistema dominante.11
Por último, Žižek, en su libro Islam y modernidad. Reflexiones blasfemas,12 sostiene que en la actualidad los fundamentalistas islámicos desempeñan el papel de los terroristas quienes en realidad ya interiorizaron los valores occidentales. Por consiguiente, la dificultad de llevar a cabo el modo de vida occidental les causa la frustración y provoca la violencia.
Frente a estas posturas, sostengo que el fenómeno del terrorismo islámico surge a partir de ciertas prácticas discursivas, cuyos elementos se describen a continuación, por lo que no es una realidad existente de manera unívoca y objetiva, sino que es un constructo ambiguo y equívoco que obedece a distintas lógicas y metas intrínsecas a las sociedades regidas por las relaciones capitalistas de producción.13 Con esto de ninguna manera niego la existencia de la violencia a la que nuestros oponentes teóricos se refieren como terrorista. Lo que defiendo es que un espectro amplio de los actos violentos ha sido unificado y esencializado para convertirlo en el foco de atención de los medios, políticos y académicos. Asimismo, dicha atención ha reforzado esta construcción y ha fijado su lugar en nuestra manera de imaginar el mundo y actuar en él.
Apuntes sobre Occidente
Aunque estoy de acuerdo con la tesis de Appiah sobre la inexistencia sensu estricto de la civilización occidental como tal, debido a la imposibilidad histórica de trazar una genealogía coherente y distinta de Occidente en carácter de una entidad cultural y política definida,14 indico en este apartado, de manera crítica, ciertos imaginarios que connota dicho término en la actualidad. Esta aproximación a la idea de ‘Occidente’, a pesar de ser necesariamente escueta, tomando en cuenta las dimensiones de la cuestión, resulta indispensable, puesto que el tema del presente texto concierne al acercamiento que le otorgan al ‘terrorismo islámico’ los discursos que se denominan como occidentales.
Por consiguiente, el término ‘Occidente’ para las necesidades de esta investigación va a denominar el conjunto de teorías y prácticas de racialización o las estrategias por medio de las cuales los individuos son construidos en sujetos que habitan la región imaginaria de la ‘blanquitud’. Por blanquitud entendemos, tal como lo propuso Bolívar Echeverría en el libro Modernidad y blanquitud,15 la condición identitario-civilizatoria consolidada sobre el fundamento de una blancura característica de la apariencia étnica de la mayoría de los habitantes del noroeste y occidente geográficos europeos. Los participantes de esta blanquitud se representan a sí mismos como los individuos que lograron la realización del espíritu del capitalismo, el cual, según Max Weber, formula una exigencia ética, con pretensión de universalidad, emanada de la economía y la lógica del tiempo correlacionado con el dinero.16 Esta ética vinculada con el cristianismo protestante requiere “entrega al trabajo, ascesis en el mundo, conducta moderada y virtuosa, racionalidad productiva, búsqueda de un beneficio estable y continuo”.17
En la geografía del poder, la idea de la constitutiva relación antagónica entre Occidente y Oriente se reforzó con el dominio colonial del Imperio británico. Oriente fue desde entonces imaginado como el gran otro inferior de Europa, mientras que las categorías de los indios y los negros encarnaban las fantasías occidentales sobre los grupos primitivos. Desde esta perspectiva, las diversas y heterogéneas comunidades con sus particulares historias quedaron reducidas a las categorías raciales, homogéneas y cargadas de juicio de valor. Además, Aníbal Quijano destaca el proceso de naturalización de los grupos no-europeos, quienes, al convertirse en objetos de estudio, son percibidos como más próximos al estado de naturaleza del que los europeos ya lograron alejarse gracias al progreso civilizatorio.18 Asimismo, los europeos se representan a sí mismos mediante las categorías de alma/razón/sujeto, mientras que los demás quedan reducidos a los cuerpos, objetos de conocimiento y de dominación/explotación.
El imaginario de Occidente se refiere de manera metafórica a una cierta manera de vivir constituida por una serie de conductas, actitudes, así como por relaciones de producción e instituciones, que está convencida sobre su propia superioridad frente a otras maneras de habitar el mundo. Occidente queda caracterizado por Walter Mignolo como un lugar de la epistemología hegemónica que se considera a sí mismo superior en cuanto a la dimensión racial, religiosa, filosófica y científica a todo lo que categoriza como no-occidental, por lo que, al asumirse como el punto de referencia universal, es “la única región geohistórica que es a la vez parte de la clasificación del mundo y la única que tiene el privilegio de contar con las categorías de pensamiento desde las que describe, clasifica, comprende y hace progresar al resto del mundo”.19 Las estructuras constitutivas de Occidente son capitalistas y se asumen como democráticas, lo que implica la afirmación de las relaciones sociales dominantes, así como de la mencionada forma de gobierno como las mejores posibles, por lo que se justificaría el afán de extender esta fórmula a todos los países del mundo. Asimismo, los sujetos constituidos en su papel de ciudadanos occidentales sostienen, en general, la convicción sobre la imposibilidad de una resistencia o rebelión frente al sistema capitalista, percibiendo éste como natural e insuperable.
Las fronteras del imaginario occidental no coinciden con las fronteras de los Estados comúnmente reconocidos como occidentales, sino que abarcan a los grupos o clases sociales de todo el mundo que logran demostrar que viven según las exigencias del espíritu capitalista, sea esto en México, India o China. Se trata de todos los modos de vivir que se establecieron como: “una expresión racial/étnica/cultural de Europa, como una prolongación de ella”.20
Echeverría en su lectura de Weber reconoce que el racismo es constitutivo de la idea de Occidente.21 Este ‘racismo étnico’ -como lo llama Echeverría- se formó por medio de la identificación de los valores capitalistas con la blancura propia de los habitantes de la Europa nórdica para después transformarse en el ‘racismo tolerante’,22 en el que las diferencias étnicas son toleradas, siempre y cuando las personas de apariencia no-blanca se adapten al estilo de vida occidental. En otras palabras, la base de este racismo es la condición todavía más abstracta de ‘blanquitud’ que trasciende el color de la piel, pero transmite la exigencia civilizatoria más sutil que consiste en la internalización del espíritu capitalista. Es posible reconocer a sujetos de este tipo ya que a través de ellos emana este espíritu, visibilizándose en rasgos particulares como cierta manera contenida y racional de comportamiento, gestualidad y apariencia.23
La blancura epidérmica no es suficiente para acceder a la blanquitud como la expresión máxima de un individuo moderno occidental dedicado a perseguir los valores del capitalismo: pueden existir personas étnicamente blancas que no introyectaron dicho espíritu. Asimismo, “los negros, los orientales o los latinos que dan muestras de ‘buen comportamiento’ en términos de la modernidad capitalista norteamericana pasan a participar de la blanquitud”.24 La estructura racista de la sociedad occidental es capaz de tolerar en su seno a los otros no-blancos, siempre y cuando se comporten, vistan, gesticulen y hablen como si fueran blancos, pertenecientes a la blanquitud.
Sin embargo, en situaciones de excepción o en los momentos de crisis de soberanía, el estado puede recurrir a las ideas del racismo étnico para reestructurar su identidad nacional frente al otro representado como enemigo. La reafirmación de Occidente como superior se realiza de manera paralela con la fabricación de otros, los no-blancos, como inferiores y retrasados. Por lo que siempre existe, como en el caso del discurso antiterrorista, el riesgo latente de que la blancura étnica que acecha por debajo de blanquitud resurja como prueba de la pertenencia y fidelidad a la civilización occidental.
Terrorista islámico como espectro
Resulta evidente que, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el terrorista islámico ha sido construido, por medio de los occidentales discursos políticos dominantes, como el enemigo paradigmático y amenaza principal para la civilización occidental, la seguridad nacional y el orden global. A pesar de su ambigüedad y alto grado de abstracción, la seguridad y el orden constituyen una generalidad prioritaria en las estructuras discursivas dominantes, y se hallan en una relación directa con distintos mecanismos de vigilancia cotidiana tanto en la realidad virtual, como no-virtual, estando presente en las prácticas que restringen la libertad de movimiento, manifestación, palabra, derecho a la huelga o confidencialidad de datos personales, por mencionar algunos. Lo que supuestamente amenaza a estos valores de seguridad y orden es el enemigo terrorista, instituido de manera igualmente abstracta e indefinida, representado como un fenómeno invisible, escurridizo, efímero e imprevisible -espectral-.
El terrorismo islámico es constituido en el discurso político estadounidense como un peligro latente, potencial y espectral, que puede atacar en cualquier momento y lugar. Dentro del fenómeno que Judith Butler denomina como “histeria racial”,25 los políticos piden a la población que esté alerta frente al otro, no-blanco, cuya presencia en el mundo parece sospechosa, pero no especifican en contra de qué exactamente hay que estar alerta. En consecuencia, cada ciudadano tiene la libertad de poblar su imaginación con fuentes subjetivas de terror y luego proyectarlas hacia su entorno. El resultado de estas estrategias de terror consiste en la “difusión de un racismo amorfo, racionalizado por el reclamo de autodefensa”.26
Donald Rumsfeld, quien ocupó el puesto de secretario de defensa en el gobierno de George W. Bush, al describir al abstracto enemigo terrorista reconoce que: “No hay manera de defenderse frente a los actos terroristas, porque el terrorista puede atacar en cualquier lugar, en cualquier momento, usando cualquier técnica, y es físicamente imposible defenderse en cada momento en cada lugar y de cada técnica”.27 No obstante, de manera contradictoria, señala en otro discurso que por difícil que sea, siempre sí resulta posible prevenir un ataque de esta índole: “el desafío para este siglo es muy difícil: defender nuestra nación contra lo desconocido, lo incierto, lo que no se ve, lo inesperado. Puede parecer una tarea imposible, pero no lo es”.28
Sin duda, Rumsfeld promete lo imposible, pues no se puede vencer a un enemigo construido de manera a priori como impredecible e invencible. Es decir, el imaginario del terrorismo es tan abstracto y confuso, mientras que sus fronteras conceptuales son tan borrosas, que cualquier sujeto o grupo puede caer bajo su sospecha, según lo que le convenga al poder en turno. Derrida, en su diálogo con Borradori, reconoce que las nociones que “permanecen oscuras, dogmáticas o precríticas”29 son usadas por los así llamados poderes legítimos cuando a éstos les parezca oportuno y mientras más confuso es el concepto, resulta mejor para sus fines, puesto que su contenido puede ajustarse a lo que le convenga en un momento determinado.
Uno de los rasgos distintivos de la conceptualización occidental del terrorismo es pensarlo como un espectro que habita los imaginarios. En palabras de Derrida, este espectro existe como un no-objeto, un ser imaginado.
Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber. Al menos no de lo que se cree saber bajo el nombre de saber.30
El enemigo construido de manera espectral es funcional para el poder debido a su ser invencible, por lo que la lucha en su contra puede justificar las medidas de limitación de libertades a largo plazo. La guerra contra el terrorismo, con “ataques espectaculares, visibles por televisión”,31 declarada inicialmente contra Al-Qaeda, continúa hasta ahora, ya que, como profetizó Bush, “no terminará hasta que cada grupo32 dedicado al terrorismo mundial haya desaparecido”.33 Tomando en cuenta que el hecho de nombrar a distintos grupos como terroristas puede continuar infinitamente, así también la lucha en su contra.
Debido a la ausencia constitutiva de la posibilidad de una definición precisa,34 el terrorista puede ser encarnado en el aquí y ahora por casi cualquier persona que se resista u oponga al sistema; o simplemente por alguien que tenga mala suerte, ante todo si no es blanco, debido a la prevalencia en Estados Unidos de las detenciones injustificadas en la población negra, latina y árabe. El color de la piel, vinculado a menudo con los indicadores subjetivos de estatus, da una pauta para construir un modelo de terrorista que facilita las prácticas de exclusión y criminalización de los grupos mencionados, entre los que suelen estar los luchadores sociales y opositores. De esta manera, los discursos antiterroristas reafirman el racismo estructural de la sociedad estadounidense y buscan “eliminar cualquier atisbo del delito de rebelión [...] rompen histórica, ideológica y normativamente con la idea de rebelión contra el sistema”.35
De manera acertada, Esteban Rodríguez postula que el terrorismo es un comodín que permite al Estado decidir en cada caso quién es enemigo y justificar las prácticas de seguridad permanentes.
La paradoja es que se define al “enemigo” como alguien que es imposible de definir [...] El enemigo se identifica con las respectivas intervenciones de policía. El “enemigo” se presenta como algo abstracto que sólo adquiere consistencia y visibilidad durante la guerra de policía. La presencia de este “enemigo” indefinido y ubicuo demuestra la necesidad de seguridad permanente. [...] La figura del “terrorismo” es una suerte de significado vacío, un comodín precisamente. Nunca sabremos de qué se trata. Tiene la plasticidad, la ductilidad que le permite al gobierno de turno adaptarla a las circunstancias del momento. Terrorista será entonces lo que el Estado diga qué es el terrorismo en ese momento.36
Así, el terrorista es un enemigo intermitente que resulta ser conveniente a las relaciones de poder dominantes, cuya presencia y ausencia a la vez, demuestran la necesidad de una estrategia de seguridad constante. Por ello, la perspectiva de la acción preventiva frente a un contrincante descrito como invisible y huidizo ocupa el lugar central de la política estadounidense. La paradoja propia de este discurso consiste en querer prevenir lo que es construido y reconocido como imprevisible, en querer vencer al enemigo imposible de definir. El adversario se presenta como algo abstracto que sólo se vuelve concreto en el momento del ataque preventivo o detención arbitraria, cuando se materializa en el cuerpo individualizado del detenido. La persona de la que se sospecha que es terrorista queda obligada a llevar una existencia espectral: se convierte en lo que podemos denominar de manera metafórica la sombra humana. El presunto terrorista entra al estado de excepción donde ya no está reconocido ni protegido por la ley. Puede ser detenido de manera preventiva e indefinida sin que se le presenten cargos concretos, puesto que la ley se suspende en nombre de la soberanía de la nación, “entendida como la obligación de cualquier Estado de preservar y proteger su propia territorialidad”.37
Giorgio Agamben en su texto Estado de excepción argumenta que el sujeto privado de los derechos de ciudadano habita una zona de indiferenciación entre anomia y derecho donde la aplicación de la ley es suspendida, aunque ésta como tal permanezca en vigor.38 El presunto terrorista se encuentra dentro de una fractura ontológica donde ni está vivo en el sentido de ser parte de una comunidad política, ni tampoco está biológicamente muerto. La detención arbitraria, indefinida e ilegal -sin derecho a juicio, como en el caso paradigmático de los presos en Guantánamo- se convierte en un recurso extrajurídico de poder estatal que suspende el estado de derecho en nombre de la seguridad. La excepción que aquí está en juego implica exclusión de la ley, y esta zona ambigua creada por esta exclusión es el espacio, según Agamben,39 propio de la fuerza y la violencia. La ley se sostiene en la excepción que es un vacío de Derecho donde opera la violencia fuera del Derecho. La detención arbitraria, la tortura y otros tratos crueles y degradantes son sólo unos ejemplos de lo que se realiza dentro del estado de excepción para aquellos sobre los que recae la sospecha del terrorismo. Al respecto, Butler advierte sobre el establecimiento de las zonas de violencia que subsisten fuera de la ley, constituyendo los estados de excepción permanentes, habitados por los espectros humanos: “una noción espuria de civilización da la medida de lo que se define como humano, al mismo tiempo que produce el campo de lo espectralmente humano, de lo informe −esa esfera de vida extrahumana y extrajurídica donde aspirantes a lo humano permanecen detenidos, obligados a vivir y a morir”.40
La construcción del enemigo político es un acto violento del poder, el cual justifica la necesidad de ceder una parte cada vez más significativa de las libertades políticas y civiles al Estado por parte de las poblaciones. La introducción de las estrategias de dominio, control y vigilancia estatales, cada vez más penetrantes, se legitima por medio de la convicción en torno a la indispensabilidad de las políticas de seguridad. Asimismo, la acusación de ser terrorista puede recaer sobre casi cualquier individuo, aunque con mucha más probabilidad si se encuentra dentro de los grupos sujetos a la discriminación racial [racial profiling]. El miedo a la detención arbitraria e indefinida, y la implícita posibilidad de llegar a padecer tortura u otros tratos crueles y degradantes, puede constituir un factor que disminuya la agencia de los grupos en resistencia en contra del sistema dominante.
Terrorista islámico como mal absoluto
George W. Bush calificó los ataques del 11-S como un “acto diabólico, el peor de la naturaleza humana”41 y, como corolario, declaró el inicio de la guerra contra el terrorismo, concebida en categorías morales, como “una lucha monumental del bien contra el mal”.42 Bush también comenzó a emplear en sus discursos la retórica del ‘eje del mal’, para referirse a los países que supuestamente patrocinan al terrorismo, amenazando con ello la paz mundial: Irak, Irán, Libia, Siria y Corea del Norte.43 En esta retórica maniquea es manifiesto el eco de la narrativa común en torno de la Unión Soviética, designada por Ronald Reagan como ‘imperio del mal’. El sucesor de Bush, Barack Obama, en sus discursos se centró en la necesidad de destruir a aquellos que siguen la “ideología del mal y la barbarie”.44 Este presidente afirmó que el nuevo mal sería el resultado de cierta interpretación del islam, la cual cobraría forma en los grupos terroristas como Al-Qaeda y el Estado Islámico. Por su parte, Donald Trump indicó directamente al islam “radical” como la inspiración de los terroristas, a quienes calificó en diversas ocasiones de “muy malas personas”.
Fue George W. Bush quien inició la aplicación de las medidas especiales de seguridad en contra de los ciudadanos de los países provenientes del eje del mal, las cuales incluyeron la obligación de aquellos que ya vivían en territorio estadounidense a reportarse con las autoridades. Posteriormente, Barack Obama suspendió este programa debido a su nula eficacia a pesar de los altos costos que suponía, pues dicho proyecto nunca ayudó a encontrar a alguien acusado de terrorismo. La orden ejecutiva de Trump, Protección de la nación de la entrada de terroristas extranjeros a Estados Unidos,45 firmada el 27 de enero de 2017 y, tras ser revertida por el poder judicial por ser inconstitucional, firmada otra vez el 6 de marzo de 2017, hace eco de las medidas introducidas por Bush. En el texto de esta orden ejecutiva, Trump expresa la necesidad de proteger a Estados Unidos de los ataques que amenazan al país desde los atentados de 11-S. El vicepresidente Mike Pence resume de la siguiente manera las prioridades del presidente en torno al tema de la seguridad:
Puedo asegurarles que el presidente Trump no tiene mayor prioridad que la seguridad del pueblo americano [...] Pueden estar seguros de que el presidente Trump seguirá tomando cada día pasos para proteger nuestra nación, para proteger nuestro modo de vida; y para proteger y prevenir los ataques de los terroristas islámicos radicales en contra de nuestro país.46
El punto central de los discursos de Trump se condensa en uno de los lemas de su campaña electoral: Make America Safe Again, que abiertamente prioriza la seguridad nacional en su agenda gubernamental. En consecuencia, el presidente postuló suspender por 120 días el Programa de Admisión de Refugiados, así como prohibir por 90 días la entrada a Estados Unidos de los ciudadanos de los siete países identificados como implicados en el patrocinio de actividades terroristas: Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen.
Notemos, sin embargo, que los ciudadanos de estos países nunca fueron acusados de un ataque terrorista sobre el territorio estadounidense; en cambio, sí se presentaron este tipo de acusaciones en contra de ciudadanos de Pakistán y Arabia Saudita,47 ambos países aliados de Estados Unidos, a los que no abarcó la orden ejecutiva, debido a los intereses económicos y geopolíticos que los vinculan con la súper potencia. Además, Trump eligió a Arabia Saudita para su primera visita internacional como presidente de su país, en la que reiteró que nos encontramos en medio de una lucha entre el bien y el mal.
No se trata de la batalla entre diferentes creencias, diferentes sectas o diferentes civilizaciones. Es la batalla entre los criminales bárbaros quienes buscan destruir la vida humana y la gente decente, todo esto en el nombre de la religión, la gente que quiere proteger la vida y quiere proteger su religión. Se trata de la batalla entre el bien y el mal.48
Es importante destacar que la mayoría de las personas de las que se sospecha pueden llegar a cometer actos terroristas en Estados Unidos son ciudadanos de ese país. De acuerdo con la base de datos sobre terrorismo de la New America Foundation, desde los atentados del 11-S, ha habido trescientas noventa y seis personas involucradas en casos de terrorismo, de los que 83% eran ciudadanos o residentes permanentes en Estados Unidos.49 No obstante, durante un periodo prolongado de su presidencia, Trump insistió en resaltar que la amenaza terrorista proviene de los solicitantes de refugio o migrantes indocumentados. Ciertamente, los hechos han demostrado que se trata de una amenaza inexistente.
En su discurso inaugural, Trump recalca que la amenaza principal para la seguridad nacional está constituida por la figura amorfa del terrorista, quien representa un mal absoluto que pone en riesgo el modo de vida estadounidense, por lo que hay que “erradicarlo por completo de la faz de la Tierra”, contando para tal erradicación con “la ayuda de Dios”.50 En la entrevista que dio Trump con ocasión de los primeros 100 días de su mandato, el presidente repitió la necesidad de no sólo aniquilar a los terroristas, sino también de humillarlos.51
La demonización de los terroristas como fanáticos suicidas y su consecuente representación como radicalmente malvados ha dificultado en un grado relevante el debate crítico sobre los eventos de violencia del tipo de los sucesos del 11-S. El mito demoníaco que alienta la convicción de que no hay una posible explicación racional de los atentados y que sus autores son seres diabólicos, patológicos, y por ende, que su actuar excede la capacidad de la comprensión racional, ha propiciado un clima moralista en torno al tema que nos ocupa en esta investigación.52 La finalidad de esta moralización consiste en que los occidentales se representen a sí mismos como buenos y civilizados en contraste con lo malo que son sus enemigos. Por consiguiente, resulta difícil poder discutir en el espacio público la manera en que la política exterior estadounidense, el modelo de democracia liberal y el capitalismo global han contribuido en el devenir de un mundo en el que este tipo de ataques tiene lugar.
Cualquier intento de comprensión más profundo en torno a la complejidad de los fenómenos de violencia en cuestión se expone a ser interpretado como algún tipo de justificación de estos actos y, por ello, moralmente descartado. Butler sugiere que este temor de pensar el punto de vista del enemigo “oculta el temor más profundo de ser atrapados por él, de encontrarlo contagioso, de sufrir una peligrosa infección moral”.53 No obstante, el hecho de pensar y querer comprender las posibles razones de estos actos de violencia no implica que se busque su justificación, ni que se esté de acuerdo con ellos.
La reducción de los sujetos que cometen actos de este tipo de violencia a la dimensión individual, de los individuos perversos y malvados, caracterizados por una crueldad incomprensible, clausura la posibilidad de preguntarse por las condiciones sociales que contribuyen a la creación de este tipo de subjetividades. A pesar de la ineludible responsabilidad personal de los autores de los actos violentos, es válida la pregunta que postula Butler: “¿de qué modo la violencia radical se vuelve una opción, cómo es que para algunos se presenta como la única opción viable, bajo ciertas condiciones globales?”.54
Terrorismo islámico como nuevo enemigo
En los discursos de los presidentes estadounidenses, posteriores a los ataques de 11-S, el terrorista islámico es representado como un nuevo enemigo que surge de un vacío y amenaza con la destrucción del mundo civilizado. Eso debido a la supuesta maldad y agresividad propia de la naturaleza de los musulmanes radicales identificados con los terroristas. Trump advierte que su estrategia consiste en exterminar a los terroristas en nombre de la civilización: “Reforzaremos viejas alianzas, formaremos otras nuevas y uniremos al mundo civilizado contra el terrorismo islámico radical, que será erradicado por completo de la faz de la Tierra”.55
“¿Por qué nos odian tanto?”, pregunta de manera retórica el presidente Bush después de los atentados del 11-S. Žižek reformula la pregunta de manera más precisa, indicando que se trata de dar razón por qué Occidente, el cual se relata a sí mismo como la tierra de libertad e igualdad, fue el blanco del ataque:
El enigma es el siguiente: ¿por qué los musulmanes, que sin duda se vieron expuestos a la explotación, la dominación y otros aspectos destructivos y humillantes del colonialismo, escogieron como objetivo de su hostilidad lo que es (al menos para nosotros) la mejor parte del legado occidental, nuestro igualitarismo y libertades personales, incluyendo una saludable dosis de ironía y de burla hacia todas las autoridades?56
Žižek responde a esta pregunta de manera sugerente, indicando una línea de crítica interesante, centrada en torno de lo que él denomina como ‘hipocresía occidental’ que se hace visible en el carácter contradictorio entre, por un lado, la realidad de explotación y dominio presente en nuestra sociedad, y por el otro, el ampliamente difundido discurso de la igualdad y la libertad que niega esta realidad: “la respuesta obvia habría sido que su objetivo está bien elegido: lo que convierte al Occidente liberal en algo tan insoportable a sus ojos [de los terroristas] es que no sólo practica la explotación y la dominación violenta, sino que, para colmo, presenta esta realidad brutal disfrazada de lo opuesto, de libertad, igualdad y democracia”.57
Para Žižek, este carácter contradictorio de la realidad occidental, cuya narrativa dominante promete la libertad e igualdad para todos, mientras que la mayoría de la población vive bajo condiciones de opresión y explotación, despierta la aversión de los no-occidentales, a quienes se les intenta imponer el modo de vida occidental, marcado por esta contradicción.
En el discurso político estadounidense, el terrorismo islámico radical aparece como un nuevo enemigo que, en palabras de Trump, amenaza al mundo después de que “los Estados Unidos hayan vencido al nazismo, fascismo y comunismo”.58 De manera similar, para Obama, el terrorismo representa una amenaza más compleja que el comunismo, debido a su uso de la tecnología moderna con alcance global: “si la caída de la Unión Soviética dejó a América sin la competencia por el superpoder, las amenazas emergentes de los grupos terroristas y la proliferación de las armas de la destrucción masiva constituyen para nuestras agencias de inteligencia una demanda todavía más compleja”.59
Notemos cierta dislocación discursiva entre la terminología usada por Bush y Obama, quienes se negaron a calificar al terrorismo como un fenómeno propio de islam, y Trump, quien ha insistido en vincularlo estrechamente con esta religión en su versión radical y ha usado la etiqueta de “terrorismo islámico radical”. Para Bush y Obama hay musulmanes buenos, es decir, aquellos que comparten los valores occidentales y apoyan a los intereses de Estados Unidos; y los musulmanes malos que no apoyan sus intereses y no comparten sus valores. Bush enunció: “quien no está con nosotros, está contra nosotros”60 y aclaró que “nuestro enemigo no son nuestros numerosos amigos musulmanes, ni nuestros muchos amigos árabes. Nuestro enemigo es una red de terroristas radicales, y cada gobierno que les apoya”.
La aparente novedad del terrorismo islámico coincide con cierta nostalgia del enemigo en la víspera de la caída del bloque comunista, expresada por Fukuyama, quien de manera melancólica pronosticaba “el aburrimiento con la paz y la prosperidad”61 de los que vivimos en “la vejez de la humanidad, los últimos hombres que llenan su vida con adquisiciones materiales”.62
El fin de la historia sería un momento triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a escala mundial que exigía audacia, coraje, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente, y la satisfacción de las sofisticadas demandas de los consumidores.63
Sin embargo, el desalentador pronóstico de Fukuyama no ha podido realizarse debido al surgimiento del nuevo enemigo que “llegó como un regalo caído del cielo para los politólogos trágicos que están convencidos de tener siempre un enemigo”.64 Después de la caída del Telón de Acero, gracias al cual se articulaban los discursos políticos en vertientes bipolares -capitalismo/socialismo-, el ascenso del terrorismo islamista, hasta construirse en el enemigo de Occidente, fue promovido y bien acogido por los políticos y politólogos acostumbrados a interpretar el mundo según las categorías amigo/enemigo. El fundamento de esta actitud se erige sobra la convicción de que la figura del enemigo político es necesaria en su papel de proveedor de identidad colectiva.
Para muchas personas dedicadas a la política, la figura del enemigo resulta de gran utilidad para poder percibir el mundo como un espacio familiar y comprensible, así como para organizar las estrategias y agendas políticas según el habitual eje amigo/enemigo. Así, en las narraciones políticas occidentales, el terrorismo sustituyó de alguna manera al comunismo de los años de la Guerra Fría y permitió a los occidentales reconstruirse como buenos, racionales y civilizados frente a la barbarie musulmana.
A pesar de ser presentado como un fenómeno nuevo, en realidad el discurso antiterrorista constituye en varios sentidos la continuación del viejo discurso orientalista que analiza Edward Said en el libro Orientalismo,65 publicado en el año 1978. Considero que la fuerza performativa de la propaganda antiterrorista radica, entre otros factores, en la familiaridad de un relato ampliamente presente en el trasfondo de la cultura y política occidental. La fuerza performativa significa la eficacia de la narrativa sobre el terrorismo para regular las conductas de los sujetos y de convencerlos sobre su veracidad, así como sobre la necesidad de sacrificar las libertades civiles en nombre de las medidas de prevención antiterrorista.
Said argumenta que, desde la Segunda Guerra Mundial, y con más precisión a partir de las guerras árabe-israelíes, el orientalismo europeo se ha readaptado en Estados Unidos, otorgando al árabe musulmán el papel central como el otro inferior. Said entiende por orientalismo un sistema de ficciones ideológicas traducidas en una relación discursiva del dominio que produce Occidente al fabricar a Oriente como su objeto de estudio para reafirmar su superioridad y hegemonía.66
Después de la guerra de Yom Kipur de 1973 entre Israel, apoyado por el ejército de Estados Unidos, y la coalición de países árabes liderados por Egipto y Siria, apoyados por la Unión Soviética, los árabes empezaron a convertirse en una gran amenaza para Occidente, debido a sus posturas antisionistas67 y el boicot en el abastecimiento de petróleo a los países occidentales. Observemos que el imaginario discriminatorio hacia los árabes ha absorbido hacia su representación los elementos de las actitudes antisemitas anteriores:
Aparecían constantemente dibujos que mostraban a un sheij árabe de pie al lado de un surtidor de gasolina. Estos árabes, no obstante, eran claramente “semitas”: sus agudas narices de gancho y su malvada sonrisa bajo el bigote recordaban a una población no semita que los “semitas” estaban detrás de “todos” nuestros problemas. En este caso, el problema era principalmente la escasez de petróleo. El ánimo popular antisemita se transfirió suavemente del judío al árabe, ya que la figura era más o menos la misma.68
En el cine y la televisión, el árabe aparece como un “degenerado hipersexual, sádico, traidor y vil, asesino, comerciante de esclavos, camellero, traficante, canalla subida del tono”.69 Las imágenes televisivas de este momento representan a los árabes como una masa irracional, sin individualidad, ni experiencia personal, que conspira para invadir y controlar el mundo por medio de la yihad. El eco de Los protocolos de los Sabios de Sion70 resuena con claridad en este mito amenazante sobre el mundo árabe.
También el discurso académico representa al Oriente islámico como una región uniforme, aberrante, subdesarrollada e inferior frente a un Occidente racional, desarrollado, humano y superior. Este discurso sobre los árabes borra las diferencias existentes en el extenso mundo Oriental y deshumaniza a sus habitantes en una masa homogénea, incapaz de pensar, reducida a una simple vida biológica.71
Said sostiene que el orientalismo ha triunfado al convertir el mundo árabe en el satélite intelectual, político y cultural de Estados Unidos, así como en su sometimiento a la economía de mercado capitalista. Los intelectuales árabes educados en Occidente y los lectores de los textos orientalistas suelen reproducir los estereotipos sobre Oriente en sus respectivos países, mientras que los tele-espectadores provenientes de Oriente se miran en el espejo de Hollywood como árabes fabricados por Occidente.
Tzvetan Todorov observa que este espejeo en el juego de las representaciones: “se crea así un círculo vicioso: la imagen que los vecinos se forman de un grupo incide en la que el grupo se hace de sí mismo, que a su vez incide en la conducta de sus miembros, y al final de nuevo en la imagen de los vecinos”.72 La hipótesis de este supuesto círculo vicioso que sostiene que los árabes ajustan su comportamiento a lo que los occidentales se imaginan de ellos nos parece ser una explicación simplificada del complejo comportamiento humano. Sin embargo, a pesar de cierto reduccionismo, tal vez tenga algo de cierto. En un artículo publicado en la revista oficial de Estado Islámico, Dabiq, el autor sostiene que, en los próximos atentados, los miembros del ejército se comportarán como los terroristas que Occidente desea ver. También Elba Díaz Cerveró observa, en torno a las figuras de narcotraficantes mexicanos, que la representación cinematográfica influye sobre la idea que tienen los narcos sobre sí mismos y luego sobre la imagen que desean proyectar en la sociedad.73 Un narco entrevistado por Carlos Monsiváis pone de manifiesto cómo la imagen proyectada en la gran pantalla los compromete en cuanto a su imagen y modo de vida: “no éramos así hasta que distorsionaron nuestra imagen, y entonces ya fuimos así porque ni modo de hacer quedar mal a la pantalla”.74
Alan Badiou, en la conferencia “Nuestro mal viene de más lejos”, sostiene que el dominio cultural y económico de Occidente se traduce en el fenómeno que denomina como el ‘deseo de Occidente’ -le désir d’Occident-. La seducción que ejerce el espectáculo mediático global que representa “el modo de vida occidental”, propio de la clase media alta y la oligarquía capitalista, contagia a los excluidos de esta manera de vivir con “el deseo de Occidente”.75 La visión idealizada del modo de vida de los grupos privilegiados en Occidente es transmitida a través de los medios de comunicación masiva a los grupos marginados, excluidos del consumo, pero que desean consumir y pertenecer al sistema capitalista que los expulsó.
Todorov dedica su libro Miedo a los bárbaros al mismo Said, sin embargo, termina por ocupar el lugar del eurocentrismo que el autor de Orientalismo critica, ya que, al plantear la necesidad de encontrar la salida a las tensiones del mundo islámico, al que trata de la misma manera abstracta y homogénea que Said reprueba, propone una solución desafortunada, según la cual los musulmanes deben entrar a la modernidad y acoger los valores democráticos por iniciativa propia.
el remedio es político e implica que esos países consigan negociar su entrada en la modernidad [...] es a la propia población musulmana a la que le corresponde dejar atrás la confusión entre modernidad y Occidente, acoger con serenidad los valores democráticos y dejar de interpretarlos como signos de sumisión a los países occidentales con el pretexto de que esos valores surgieron allí.76
La narrativa racista sobre el terrorismo islámico radical deshumaniza a los musulmanes y los amenaza con convertirlos en espectros suspendidos entre la vida y la muerte en la esfera extrajurídica, encarnada por la prisión de Guantánamo. En el discurso orientalista del pasado y en el actual, los árabes, en su mayoría musulmanes, caen fuera de lo humano:
La desrrealización del “otro” quiere decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro. La paranoia infinita que imagina la guerra contra el terrorismo como una guerra sin fin se justifica incesantemente en relación con la infinitud espectral de su enemigo, sin considerar si hay o no bases firmes para sospechar de la existencia de células terroristas en continua actividad.77
Las víctimas de las guerras contra el terrorismo son caracterizadas por Butler como muertes que no dejan ninguna huella, como muertes impersonales que entran en la lógica del ser borrado y la falta de reconocimiento. La venganza del gobierno de Estados Unidos, por haber perdido el estatus de ser el único que transgrede los límites de la soberanía de otros Estados sin pagar ningún precio, es la masacre y la humillación de los que son identificados como nuevos trasgresores.
Consideraciones resultantes
El terrorismo es hoy un no-nombre que oculta y revela a la vez. Revela el afán de la civilización occidental de reconstruir o afianzar su identidad por medio del binomio amigo/enemigo, reafirmando su superioridad moral. Una de las estrategias comunes de las élites políticas es usar un discurso persuasivo para posicionar la imagen del enemigo y así reformular la imagen propia en torno a ciertos valores.78 El discurso persuasivo para ser exitoso tiene que ser fácil de entender y tomar una posición clara sobre el asunto en cuestión, por lo que el terrorismo ha de ser presentado como algo carente de complejidad y ambigüedades. Los actores sociales relevantes asocian ciertos eventos y personas con su interpretación simplificada, cargada de emociones fáciles de evocar. Los mensajes dirigidos hacia su audiencia de manera repetitiva tipifican a ciertos eventos como terroristas y los vinculan con la carga emocional negativa.
La creación de forma imaginaria del enemigo terrorista configura la identidad de los habitantes de Occidente. Paradójicamente, la figura del ‘gran enemigo’ consuela a los occidentales cuando éstos se angustian al creer que se enfrentan al “fin de la historia”, un mundo carente de las dicotomías constitutivas de la identidad como amigo/enemigo, bueno/malo, interno/externo, racional y civilizado/irracional y bárbaro. El lugar del enemigo de Occidente que parecía vacío después de la caída del comunismo fue ocupado por el “espectro del terrorista”, una figura familiarizada por los viejos relatos orientalistas, que otra vez convierte el mundo en un hábitat familiar y comprensible, mientras que nos refleja una imagen de nosotros como buenos y civilizados.
El enfoque mediático y político centrado acentuadamente en las amenazas provenientes de los terroristas islámicos, quienes supuestamente se ocultan entre los migrantes que arriban del sur global a Estados Unidos y a los países de la Unión Europea, encauza las posibles luchas sociales que pudieran dirigirse en contra de las intrínsecamente violentas e injustas instituciones de la sociedad capitalista hacia el enemigo en cuestión.
Además, este tipo de discursos y, correlacionadas con ellos, las estrategias políticas posibilitan la criminalización de los actos de rebelión o de resistencia al poder, acusando a sus perpetradores de ser terroristas, con lo que se expresa una radical condena moral y descalificación política. Asimismo, los integrantes de los colectivos que ejercen resistencia al poder pueden ser controlados, vigilados y penalizados con más facilidad y con respaldo legal −en el marco de la legitimación de las políticas de seguridad como parte de la lucha contra el terrorismo−, mientras que la población en general queda sometida a un estricto escrutinio y se intenta desalentarla de llevar a cabo acciones rebeldes, a las cuales jurídicamente se puede llamar ahora “terroristas”, debido a la ambigua caracterización de este crimen en los códigos penales de diferentes estados, y sancionar severamente.
Es difícil conceptualizar la idea de la identidad colectiva fija y considerada como esencial, ofrecida como el bien mayor en la escena política actual, sin la figura del enemigo, quien vuelve posible esta promesa identitaria. En la lógica binaria que rige los imaginarios sociales en torno a nosotros, son los otros en cuanto “enemigos”, quienes nos permiten definir quiénes somos. Al identificar a los enemigos, el colectivo propio logra delimitarse y verse de manera positiva. En este caso, el terrorista islámico, imaginado como fundamentalista, malo y antimoderno representaría todo aquello que en nuestras sociedades occidentales estaría ya superado. Asimismo, este enemigo, sobre quien se proyectan las sombras de nosotros, personificaría, como en el espejo deformante, la ausencia y la negación de nuestros valores más preciados como la libertad, el conocimiento científico, el amor a la vida, el respeto a las mujeres, etcétera.
Los imaginarios occidentales sobre los terroristas islámicos que los representan como seres espectrales, quienes clandestinamente cruzan las fronteras, ocultando su verdadera identidad, y quienes se encuentran organizados mediante una red secreta de células globalmente conectadas, son una proyección de las características del capital financiero en la figura del enemigo. El fundamentalismo occidental, entendido como la fe que sólo su epistemología de corte positivista constituye la única fuente válida de la verdad, así como la exhortación al regreso a los valores fundamentales de Occidente y a la identidad auténticamente occidental como remedio a los males sociales de nuestro tiempo, también queda proyectado en el enemigo terrorista.