Hannah Arendt escribió: “volver la espalda a las fuerzas destructivas del siglo resulta escasamente provechoso […] Ya no podemos permitirnos despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido”.1 En una sociedad en la que se manejan conceptos como ‘crueldad’, o ‘sanguinario’ con normalidad, en la que habitualmente se consumen miles de productos audiovisuales muy violentos y las noticias nos bombardean con terribles tragedias, pocos se atreven a mirar al mal, precisamente para dejar de verlo como espectáculo sino como lo que nos concierne. Menos todavía se atreven a publicar su pensamiento. En este volumen nos propusimos hacerlo. En-claves del pensamiento, leemos, es una revista que “aborda temáticas que se consideran pertinentes para la comprensión de la vulnerabilidad”. Preguntarse por la vulnerabilidad implica preguntarse por el daño que hacemos y que sufrimos. Como señala una de las autoras, sólo a un ser vulnerable puede infligírsele mal; sólo desde la defensa y la negación de la vulnerabilidad, es que hacemos mal.
Quizá lo primero que debe destacarse es que ninguna de las autoras y autores que aquí escriben entiende el mal como una entidad metafísica o teológica. Todos ellos aventuran lecturas éticas, económicas, políticas o sociales o se proponen ahondar en la relación que hay entre el mal, la crueldad, la violencia o la injusticia. Cuando apuestan por la ontología lo hacen por una cuyo eje es, precisamente, la vulnerabilidad y la contingencia. Este hecho dice mucho de nosotras, de nuestro tiempo y de nuestro horizonte. El título de este dossier hace un guiño a la obra de Adorno, Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada (1951). También hubiéramos podido hacer un guiño a otra de sus obras, Prismas (1955). Efectivamente un prisma es 1) un cuerpo geométrico formado por dos caras planas poligonales, paralelas e iguales, que se llaman bases, y tantas caras rectangulares como lados tiene cada base, y 2) un cuerpo geométrico de cristal con dos bases triangulares paralelas, que se usa en óptica para reflejar, refractar o descomponer la luz.
El mal puede estar dotado de lógica y asimismo tener tantas caras como lados, como veremos en este volumen. Asimismo puede pensarse como lo que refleja la luz (y pienso en las luces de la ambivante Aufklärung), la refracta o la descompone. Hay que recordar que Adorno, ilustre miembro de la Escuela de Frankfurt, realizó una crítica a la Modernidad. Contempló como la Ilustración, en lugar de ponerse al servicio de la razón emancipadora anhelada por el Sapere aude kantiano, devino razón instrumental cuya máxima expresión es Auschwitz. Adorno observó el mal en la cosificación de los sujetos y la naturaleza que la razón técnica implica, en el capitalismo que fascina con el consumo y la industria cultural que hace que, como decía Benjamin, podamos asistir aplaudiendo al espectáculo de nuestra propia destrucción. El camino hacia el capitalismo contemporáneo para él, se forja en el fascismo, que vuelve a las subjetividades capaces de aceptar cualquier cosa. El sujeto moderno, supuestamente autónomo y libre, es un sujeto sujetado a los imperativos de la lógica del capital. Adorno nos sitúa, y por eso nos interesa, en un cruce en el que el mal aparece ligado a lo micro y a lo macro y claramente situado histórica, política, social y culturalmente. La lectura de Adorno, que no contempla intersticios ni líneas de fuga en su relato, no es, sin embargo, necesariamente la nuestra. La dialéctica de Adorno desconoce la síntesis feliz y se vuelca a la melancolía. Abocarnos a la melancolía tampoco es, aunque desconozcamos la síntesis feliz, necesariamente, nuestra respuesta.
El artículo que abre nuestro volumen, “Adorno avec Sade”, quiere dar cuenta de estas ambivalencias. Rebecca Comay, de la Universidad de Toronto, propone en una reflexión densa y profunda la necesidad de leer a Adorno con Sade. Sade es un personaje ineludible cuando se habla del mal. Frente a la idea platónica de que el mal es desordenado, frente al bien, que siempre es ordenado, Sade nos ofrece en sus libros la imagen de un mal ordenado. En sus orgías y torturas hay orden. El mal puede ser perfecto “y límpido a su manera”, dice Schelling.2 Rebeca Comay se suma a quienes advierten que en la modernidad se entrecruzan dos hilos -Kant y Sade- y que ambos tienen mucho en común. Ambos son hijos de la Ilustración, y ambos participan de la idea del rigor de la ley a la que la razón se somete voluntariamente, por imperativo, al margen de sus afectos. Comay explora la lectura según la cual Sade es el retorno en el seno de la razón ilustrada de lo que Kant reprime (Adorno) o es el secreto impensado que anima todo el sistema moral de Kant (Lacan). Su propuesta es que hay que volver a leer a Sade, y que hacerlo, quizá, proporcionaría una Dialéctica de la Ilustración distinta a la figurada por Adorno (y Horkheimer) y explicaría el alejamiento entre Benjamin, el pensador disruptivo de la historia, y el mismo Adorno. Para Comay, lo que nos jugamos es la posibilidad de atisbar otra cosa que no sea una ley (moral) que, de manera perversa, constituye su propia transgresión, o el automatismo maligno de una repetición que produce apatía e indiferencia.
Si el artículo de Comay nos conduce al seno mismo de la razón ilustrada para dilucidar en ella la vida dañada, los tres artículos siguientes lo hacen situándonos en lo que, como señalamos con anterioridad, para Adorno constituye la máxima expresión del mal que la razón ilustrada fue capaz de provocar. Los crímenes terribles de la Segunda Guerra Mundial ante la aquiescencia, indiferencia o impotencia de las mayorías. Desde una lectura marxista, en “El mal, la macroeconomía y el nacionalsocialismo”, Yankel Peralta García, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Cuajimalpa, detalla minuciosamente la lógica económica y cosificadora, regida por el cálculo racional, en las relaciones sociales de producción en el nacionalsocialismo. Los índices macroeconómicos positivos alcanzados en Alemania (el PIB, el pleno empleo, etc.) se produjeron a costa de los efectos que la macroeconomía tuvo más allá del mercado, por ejemplo, sobre las condiciones materiales que facilitaron o restringieron la movilización política y social. “El pleno empleo” del nazismo fue más un mecanismo de control social y político que una legítima respuesta a una demanda social. La disminución del desempleo logró conquistarse a fuerza de domar la fuerza de trabajo. La tesis de Peralta es que prestar atención a la macroeconomía permite complejizar las relaciones entre el fascismo y el capitalismo y entender cómo la asistencia social se utilizó como arma implacable y eficaz en contra de las movilizaciones sociales que le hacían frente al avance del primero. No hay que olvidar que, para Adorno, el fascismo puede ser asimismo un pliegue del capitalismo. La subjetividad conformista y desarticulada que el primero produce es requisito para la aceptación de cualquier forma autoritaria.
Las miradas de José Manuel Neri López, de la Universidad Iberoamericana, y de Luis Alberto Jiménez Morales, de la Universidad Metropolitana-Unidad Xochimilco, se sitúan asimismo en las condiciones que hicieron posible la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial pero desde lugares distintos. En “La subversión de la virilidad: Mito, sacrificio y mística en el pensamiento de Georges Bataille”, el primero reflexiona, desde una lectura crítica de género, sobre el itinerario de éste último, personaje ineludiblemente ligado (como Sade) a la transgresión. Motivado por el ascenso del fascismo en Europa a principios de la década de 1930, Bataille creyó que la única forma de transformación política era emplear el mismo tipo de acción violenta que el fascismo ejercía, pero en su contra. Frente a la imposibilidad del cambio social directo, fue formulando una nueva forma de contestación política que le condujo a un giro interiorista. Neri explora cómo todas estas vicisitudes tienen que ver con la identificación paulatina por parte de Bataille, de la necesidad de poner radicalmente en entredicho la virilidad orientada por el deseo violento de “serlo todo a costa de cualquiera”. Esta virilidad tiene una vinculación estrecha con el mal cuyo objetivo último, advierte, es la adquisición del poder soberano de disponer, para sí, de los otros y otras que la rodean. La propuesta de Bataille es un intento de abdicar de este tipo de virilidad y soberanía y de romper con el cálculo y el círculo vicioso de la economía de la ley moral. Ahora bien, su experiencia interior no está exenta, asimismo, de serios cuestionamientos éticos y políticos.
En “El mal elemental: desde una política fenomenológica en Emmanuel Levinas”, Luis Alberto Jiménez Morales, de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, ensaya otra aproximación centrada asimismo en el quiebre de la autonomía y autosuficiencia del sujeto, pero desde su exposición a la exterioridad. Al detenerse en el artículo de Emmanuel Levinas de 1934, “Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo”, Jiménez descubre en Levinas una forma inédita de hacer fenomenología desde una tonalidad afectiva que difiere del abordaje fenomenológico canónico centrado en las estructuras intencionales de la conciencia. Levinas lleva a cabo un análisis fenomenológico de un acontecimiento sociopolítico -el hitlerismo- que se entiende como producto de una determinada disposición afectiva. El mal tiene que ver con la posibilidad de aniquilar al Otro y esta posibilidad -históricamente situada- es articulada por estructuras ontológicas de Occidente que hay que desarticular. Se acusa a Levinas de ser un pensador ético que a menudo olvida la política. La apuesta de Jiménez es, sin embargo, que podemos encontrar en él una política fenomenológica que pretende suspender lo que él mismo llama el mal elemental.
De manera a veces más inmediata, a veces más oblicua, los autores han situado cierto problema del mal histórica, social y políticamente. En la genealogía que va de la Ilustración a la Segundo Guerra Mundial, han seguido sus huellas en las grandes estructuras (la macroeconomía) en la construcción de un poder ligado a la virilidad y la soberanía que se dibuja en lo más íntimo del sujeto, o en las estructuras ontológicas de Occidente. La lógica desplegada en la Ilustración tiene, para Adorno y los pensadores de la Escuela de Frankfurt, su máxima expresión en Auschwitz. Es la lógica de una razón fría, impersonal, apegada a la eficiencia y a la técnica. En los campos de concentración, la muerte fue técnicamente planificada. Las cámaras de gas forman parte de una industria del exterminio. Eliminar prisioneros de una forma eficaz y barata requirió el concurso de una razón técnica.
En “Ciencia y banalidad: en busca de nuevas responsabilidades” Juan Felipe Guevara Aristizábal, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y José Agustín Mercado Reyes, de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad-Cuajimalpa, leen a Hannah Arendt en un tour de force que incluye (entre otros) a David Lynch, Gust Van den Berghe, Lee Ki- ho o una aproximación al “Laboratorio cívico para la investigación de acción ambiental”. Entrenados como científicos y con sobrada competencia en el ámbito de la filosofía, ambos dibujan una tesis inquietante. La de que el mal y la ciencia tengan algo en común. Lo inquietante adviene del hecho de que Hannah Arendt adjudicaba el mal a la falta de pensamiento, del libre ejercicio del juicio. Para Arendt, si para el bien es necesaria la reflexión, el análisis moral profundo, el esfuerzo ético; el mal es banal porque requiere de lo contrario, de una suspensión de la profundidad tanto en la idea como en la ética. ¿Puede la ciencia adolecer de una falta de pensamiento? A través de la pregunta por el concepto de acción en la obra arendtiana y su relación con el quehacer científico, Guevara y Mercado advierten cómo la ciencia puede deshacer las condiciones conocidas para el ejercicio de la política. En la caracterización de la posible relación entre la ciencia y el mal, la pregunta sería si la dinámica central de la ciencia extiende un terreno propicio para que los actores particulares, por la mera creencia en el tipo particular de la ciencia, sean más propensos a actuar sin pensar. El acercamiento de Guevara y Mercado depende de la idea de que puede haber otras maneras plurales de entender y llevar a cabo la actividad científica, maneras que aún no hemos visto porque aún no se han inventado o porque se encuentran en la periferia de una actividad dominada por ciertos estilos y hábitos arraigados con fuerza en el imaginario popular de la ciencia.
Si Guevara y Mercado se aproximan a Arendt para tirar del hilo que acercaría a la ciencia y el mal, Miriam Jerade, de la Universidad Alfonso Ibáñez, y Macarena Marey, del CONICET-NECFIP, parten asimismo de su noción de banalidad del mal para hacer una lectura de las injusticias estructurales desde Shklar y Young. En “La banalidad de la injusticia”, la pregunta que sostiene la indagación de las autoras es si podemos desplazar la conceptualización arendtiana del mal hacia la injusticia. En primer lugar, ambas llevan a cabo un acercamiento a la cuestión del mal en la filosofía occidental monoteísta, de la que ciertamente son herederas Arendt, Shklar y Young, así como de la injusticia según estas dos últimas autoras. En segundo lugar proponen un análisis de la injusticia estructural en términos de banalidad, iluminando la obra de Arendt con la de Young y Shklar y viceversa, para finalmente esbozar la relación entre la banalidad y la injusticia. Aunque las autoras no equiparan la noción de mal a la noción de injusticia y su propósito es relacionar la noción de banalidad de Arendt con la injusticia entendida en términos estructurales para iluminar una noción de responsabilidad política que sirva para entender la acción política como transformadora de las condiciones estructurales que la producen; su propuesta se abre a interrogantes para una reflexión profunda ¿puede el concepto de mal ser sustituido por el de injusticia? ¿La injusticia supone por ejemplo, siempre -y sin gradación- un daño intolerable y atroz? ¿Es lo mismo inquinidad que inequidad?
Los siguientes tres artículos se aproximan al mal ya no desde la injusticia sino desde cierta violencia. Cierta, porque como se apresuran a señalar sus autores, la violencia debe ser cualificada para señalar su relación con el mal porque no toda violencia es mal (pensemos en los esclavos que se rebelan). En “Valoraciones de la violencia como mal: consideraciones a partir de Nietzsche y Sloterdijk”, Pablo Lazo Briones, de la Universidad Iberoamericana, propone un itinerario en el que comienza por rastrear cómo la asimilación de toda violencia con el mal es un fenómeno propio de una línea temporal y un margen espacial circunscrito a cierta historia de Occidente que construye una hipérbole de la coimplicación entre mal y violencia que resulta en una cultura artificiosa que rechaza todo dolor, toda violencia, y quiere celebrar como motivos de vida exclusivamente el bien, el placer o la paz. Para Lazo Briones la filosofía de Nietzsche y de Sloterdijk, propone sin embargo reconducir las energías simplemente destructivas presentes en la cultura, como energías de nuevo constructivas, y conseguir una transvaloración de lo considerado unívocamente en la naturalización del mal con la violencia. Existe una violencia potenciadora de vida si pensamos en formas distintas de vinculación social en las que los sujetos son capaces de ver su condición humana tal como es, incluidas su vulnerabilidad y sus procesos de sufrimiento, enfermedad, vejez y muerte, de tal modo que se relacionen entre sí de una manera completamente distinta.
En “Extrema violencia, deseo e imaginación: Hegel, Balibar, Spinoza”, Cuauhtémoc Gómez Calderón, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Cuajimalpa, se aproxima a la noción de mal a través de la violencia extrema capaz de acabar con la posibilidad misma de la política. La violencia extrema es un concepto elaborado por Étienne Balibar para criticar la idea de Hegel de que es posible la conversión de la violencia hacia una forma institucional en todos los escenarios políticos. Si la violencia es convertible entonces puede superar su condición de violencia al institucionalizarse política e históricamente. Con su propuesta de violencia extrema, Balibar plantea un escenario inquietante, el de una violencia no convertible. Gómez Calderón advierte que la violencia extrema tiene que ver con la representación imaginaria de una comunidad política que se idealiza como una unidad sin fracturas. La violencia extrema se articula en dos escenas heterogéneas que pueden convertirse la una en la otra. La escena de la violencia ultra subjetiva y su delirio identitario puede tornarse en violencia ultra objetiva a través de prácticas de exterminio, desaparición o reducción de la condición humana a simples objetos desechables. Para entender estos procesos, advierte, es necesario analizar la importancia del deseo, la fantasía y lo imaginario. Gómez Calderón propone, a diferencia de Balibar, una lectura de Spinoza y su política de los afectos que permita pensar una política precaria y provisional que interrumpa las metamorfosis de la violencia ultrasubjetiva y la violencia ultraobjetiva (o viceversa).
Si Gómez Calderón atisba cómo en la articulación de la ‘violencia extrema’ es el deseo, específicamente: la fantasía de perseguir y aniquilar al enemigo que se torna una dinámica sin fin porque el objeto del deseo se desplaza indefinidamente a través de diferentes figuras (migrantes, mujeres, disidencias sexuales, grupos étnicos o racializados) que trastornan la representación imaginaria de una comunidad política idealizada como totalidad, en “La inscripción de los colosos: Una lectura de Clamor de Jacques Derrida”, Cuitláhuac Moreno Romero atraviesa el tejido de Derrida, para confrontar lo que aparece en los escritos de Hegel y Genet en torno a la ley del Estado y la familia y preguntarse por la violencia del asesinato en condiciones de exclusión y marginalidad. Para Moreno lo que tenemos del mal, es todo un código de vestigios que nos guían no hacia su origen ni hacia su constitución metafísica sino a las condiciones singulares en las que se lleva a cabo y donde sus huellas nos permiten leerlo. Las políticas de las identidades diversas y las sexualidades periféricas al margen de la normativa del sistema heterosexual, incluso sin adscribirse a identidades políticas diferenciadas por comunidades o colectivos, trastocan de fondo todo lo que se entiende por los espacios de lo político y por los marcos jurídicos, de la familia, la sociedad civil y el Estado. Moreno advierte algo que advertirán, asimismo, otros autores de este volumen. Que la literatura permite develar porque, como decía Lacan, la verdad tiene la estructura de la ficción. Su propósito es articular una pregunta sobre cuál es la participación de la familia, de la sociedad civil y del Estado, en colaborar de la exclusión, del agravio, la humillación y la cruel violencia que se inscriben como la huella del mal en los cuerpos de las personas diversas y disidentes del sistema sexo-género. Entre los colosos de figura erecta que representan el pensamiento de Hegel y la escritura de Genet, en ese hiato de las dos columnas de texto levantadas por Derrida en Clamor, está el semblante de los muertos y muertas que descarrilan la intersección feliz entre la filosofía y la escritura. Ante ellos y ellas, ante nuestros muertos es que somos responsables para aminorar precisamente las posibilidades del mal radical, banalizado incesantemente.
En su artículo, Cuitláhuac Moreno nos situaba ya en la familiaridad del mal, en “El fondo cotidiano del mal: Minima Moralia” pues bien, a Zenia Yébenes Escardó le interesa el mal que acaece día a día y que contempla como el modo de relación que produce un daño innecesario, relacionado con la intolerable receptividad a la arbitrariedad del otro. El mal puede cometerse actuando deliberadamente, como efecto colateral del que, sin embargo, puedo percatarme y no abstenerme. Y puede producirse sin deseo ni conciencia de generar daño a un tercero, por desidia, apatía, falta de atención o distracción. Todas estas formas de mal tienen que ver con el modo de relación que establecemos con otros, y en ninguna de estas formas estamos exentos de la responsabilidad de ser conscientes de cómo nos relacionamos con lo que nos rodea. A través de análisis concretos, de las investigaciones de Óscar Martínez y Nicola Lagioa -que oscilan entre el periodismo y la literatura de altos vuelos, como Truman Capote, en A sangre fría- así como de aportes de la filosofía, la etnografía y la teoría social, Yébenes explora cómo, los actos que nos producen horror y aparecen en los noticieros, son la cristalización de formas de relación que se dan en la vida diaria. Su propuesta es que el mal tiene que ver la vida cotidiana está llena de escepticismo. No se refiere al escepticismo como una cuestión epistemológica en la que la pregunta es “¿cómo sabemos si el mundo exterior existe?”, sino a uno en el que la incertidumbre es, ineludiblemente -como aseveran Cavell y Derrida- acerca de los otros. Su propósito es articular una minima moralia centrada en la forma en la que miramos, imaginamos, prestamos atención y somos capaces de responder, para dar cuenta de cómo lo ominoso, o la inquietante extrañeza de lo cotidiano, puede vincularse con la ética y la política.
“El dolor del otro no se conoce, se reconoce”, dice Yébenes en su artículo citando a Stanley Cavell. La pregunta de Rosaura Martínez Ruiz en “Enfrentar el mal o sobre la escucha hospitalaria de lo inaudito” se concentra en la articulación entre acción y discurso que Arendt propone porque el resultado y sentido de la acción son frágiles y sólo pueden recogerse si se narran. Pero no basta con que algo sea narrado. Tiene que ser escuchado, aunque no sea suficiente. Martínez Ruiz se pregunta por lo que ella llama la pulsión testimonial y Adriana Cavarero el deseo ontológico de ser escuchado. La pregunta es además por el lugar de la escucha como modo de reconocer el dolor del otro y contribuir a la reparación del daño. Su hipótesis, que desarrolla a partir de una lectura atenta de Freud y de Cathy Caruth, es que el mal infligido arrebata la agencia al sujeto y con eso su singularidad, su ser único e irremplazable. Martínez Ruíz distingue en la escucha que hace posible la restitución de la agencia, que esta no es una agencia de la acción sino una agencia de la experiencia. Esta escucha supone lo que Adriana Cavarero llama altruismo. Un narrar y abrir el espacio de aparición del otro que no se trata de una actitud sacrificial o benévola, sino de un gesto ético que resulta ser el principio fundacional de un yo que se sabe constituido por otro y que hace que la vida sea bios y no zoe. Es a partir del vínculo que nos constituye y une a unos con otros que el mal puede ser relatado y la posibilidad de justicia convocada.
El último de los artículos presentados en este volumen, bien pudiera haber sido el primero. La propuesta de Yébenes de una minima moralia, o de Martínez Ruiz de una escucha radical, se encuentran con que María Antonia González Valerio advierte, con la primera, que las relaciones de opresión y dominio, lejos de ser extraordinarias, constituyen el orden y la dinámica del mal que se repite y perpetúa en nuestra cotidianidad, y con la segunda, que hay una escucha en la lectura, que es un compromiso ético-político que exige respuesta. A partir de la hermenéutica de Ricoeur, González Valerio plantea una cuestión acuciante: la posibilidad de apropiarnos, de agenciarnos de nuestra historia radica en la trama, en su legibilidad, la cual, a su vez, depende de la historia, de la tradición que sienta las bases de las estructuras narrativas, las que, a pesar de todo, logran informar el horror: lo introducen en el orden del logos. La trama tiene que ser típica. Pero ¿qué va a haber de típico en el horror? Si circunscribimos esa pregunta a la violencia de género ¿cómo acercarse a la tensión irresoluble entre lo inesperado y lo cotidiano? Porque la violencia de género, que la autora recorre, es cotidiana, porque los acontecimientos son típicos, porque la destrucción de la otra persona no es insospechada y sin embargo tiene que seguir siendo una acción destructora y dolorosa, por más común que sea, por más que sea una verdad sabida y conocida. Para responder estos interrogantes González Valerio se adentra en la literatura mexicana escrita por mujeres para mostrar cómo poco a poco estos relatos han ido ayudando a romper un silencio continuo, inquebrantable, haciendo comunidad, construyendo espacios de escucha, compartiendo, inventando el vocabulario que permita narrar lo acontecido.
El último de los artículos presentados en este volumen, bien pudiera haber sido el primero, advertía yo con anterioridad. ¿Para qué se escribe?, ¿para quién? Se pregunta María Antonia González Valerio. En realidad, podríamos añadir, esta pregunta inaugura todo este volumen sobre el mal y la vida dañada. ¿Quién querría leernos? ¿Para qué escribimos las autoras y autores de este dossier? ¿Para quiénes? Evidentemente escribimos para ser leídas. Escribir, dirá brillantemente González Valerio, es hacer de la pregunta por el mal una interpelación, un acto político; es inventar con el lenguaje una escucha; es producir con los signos un quién. Las palabras que inventan gestos y los conceptos son nuestra herramienta, son aquí todo lo que tenemos. Las palabras porque, muchas veces, lo que no puede ser dicho es lo que más necesita ser dicho. Los conceptos, porque nos sirven para situarnos, para tener claras las relaciones que dañan desde lo macro hasta lo micro, para poder transformarlas y en la transformación conocerlas mejor.