El locus teórico en el que, por lo general, coinciden las cuestiones morales y las económicas es el de la microeconomía. Conocemos de sobra, por ejemplo, el lema de Mandeville según el cual los vicios privados hacen las virtudes públicas, o que la búsqueda del interés privado ha de servir al bien común, en la versión de Adam Smith. Pero incluso la inversión hegeliana de tal proposición (que la consecución del interés particular redunda en el mal generalizado)1 está formulada desde la perspectiva microeconómica. Y es que es desde este ángulo que la gestión macroeconómica (la llevada a cabo por el Estado) es también ponderada. Según se vea, la mayor o menor intervención estatal cobrará sentido como un remedio o como una ponzoña. Si se asume la hipótesis de la armonía preestablecida (de la “mano invisible”) del mercado, entonces se calificará de mala cualquier intervención estatal contra-cíclica. Y, a la inversa, las medidas procíclicas serán tan malditas como nociva se conciba la lógica del laissez faire.
Sin embargo, un planteamiento de este tipo se antoja un poco demasiado reduccionista; en primer lugar, porque parte del punto de vista unilateral del “crecimiento económico”, que no es de suyo un indicador del beneficio o perjuicio hecho sobre una población. Como veremos, algunos de los índices macroeconómicos alcanzados bajo el nacionalsocialismo en Alemania (el PIB, el pleno empleo, etc.) han hecho que más de uno confunda la administración de Hitler con un Estado de bienestar (un Keynes antes de Keynes). Pero el planteamiento es reduccionista, en segundo lugar, porque no considera los efectos que la macroeconomía pueda tener más allá del mercado, por ejemplo, sobre las condiciones materiales que facilitan o restringen la movilización política y social. En este sentido, es muy significativo el efecto de todo punto negativo que el nazismo tuvo sobre la movilización proletaria. Finalmente, la dicotomía simplista entre: ‘lógica del mercado: buena’ y ‘lógica del mercado: mala’ (que está a la base de esta evaluación reduccionista de la macroeconomía) propicia la tergiversación del significado conceptual peculiar al intervencionismo del Estado fascista alemán. Para unos, el fascismo fue una forma perversa de gestión capitalista; para otros, el fascismo le puso coto a la lógica capitalista, ya sea por su espíritu totalitario, ya sea por su más que dudosa implementación de un Estado de bienestar. Desde nuestro punto de vista, el valor teórico que pueda dársele al fascismo radica menos en su problemática relación con el liberalismo económico, que en el modo y medida en que confirma la ley del desarrollo capitalista, como dijera Ernest Mandel2 (independientemente incluso de las posturas manifiestamente anticapitalistas del programa “nacionalsocialista” original, o de la probable reticencia con que la clase capitalista pudo haber mirado a Hitler).
En cualquier caso, seguimos echando de menos algún criterio de evaluación moral para la gestión macroeconómica. Y podría sospecharse que esto se debe a que la toma de decisiones en esta materia está guiada por los más grises criterios tecnocráticos, acaso sesgados por mezquinos intereses de clase, pero nunca motivados por una voluntad cruel e inhumana que busque hacer deliberadamente el Mal. Pero ya Hannah Arendt puso sobre la mesa la posibilidad de que existan criminales actos contra la humanidad dirigidos, por lo menos en parte, por autómatas burocráticos de pensamientos banales.
Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que hacía. […] No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión -que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez- fue lo que lo predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como “banalidad”, e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común.3
Pero, ¿cabría decir lo mismo de Hjalmar Schacht, el genio financiero del Tercer Reich? Ana Carrasco-Conde, en su libro Decir el mal, sostiene que la acción llamada mala es perfectamente compatible con el cálculo racional; porque lo esencial en ella es la específica relación social que establece o ratifica.4 Para Carrasco-Conde, el Mal es, antes que nada, una peculiar relación de dominio; una que implica la reducción de los nexos sociales a este vínculo unilateral y asimétrico. Dicho con otras palabras: el Mal es el ejercicio y el padecimiento del poder como única realidad social. Esto es sumamente claro en las tendencias imperialistas concebidas por Arendt en Los orígenes del totalitarismo: “una comunidad basada en el poder acumulado y monopolizado de todos sus individuos deja necesariamente a cada persona desprovista de poder, privada de sus capacidades naturales y humanas”.5 Para Arendt está claro que tal acumulación de poder es concomitante al proceso capitalista de acumulación: “El proceso ilimitado de acumulación de capital necesita la estructura política de un ‘Poder tan ilimitado’ que pueda proteger a la propiedad creciente, tornándose constantemente cada vez más poderoso”.6 Y es justo en esta concomitancia donde cabría tal vez encontrar alguna posible malignidad macroeconómica.
La tarea de la macroeconomía es dar salida a los flujos de capital. Esta misión es especialmente compleja en los periodos de contracción económica. Sabemos que, en 1929, la merma en la economía alemana tuvo que ver en gran medida con la retirada de capital norteamericano. Esto conllevó la pérdida del respaldo estadounidense con miras a la renegociación de las reparaciones de guerra estipuladas en el Tratado de Versalles. Luego de la derrota de 1918, la solvencia del Reich quedó en tela de juicio, como admitió su flamante Canciller Gustav Stresemann. “Pero los individuos privados, las grandes corporaciones, son todavía dignas de crédito”,7 razonó. Sin embargo, esta financiación no podría provenir, claro está, ni del Reino Unido ni de Francia. En cambio, la relativamente elevada tasa de interés alemana sí que podía coquetear con el capital norteamericano. Por supuesto, Estados Unidos tenía especial interés en la solvencia alemana, siempre que el honor que Alemania le rindiera a sus deudas de guerra redundara, a su vez, en la cancelación de la deuda europea para con Estados Unidos. Con este espíritu fue pensado el Plan Dawes. Por intermediación de éste, la anualidad quedó reducida a mil millones de marcos-oro, y sólo alcanzaría plenamente su monto (dos mil millones y medio) hasta 1929; J. P. Morgan desembolsó un préstamo de cien millones de dólares; el Reichsmark se vinculó al oro; y se le otorgaron facultades al Agente de Reparaciones (a la sazón, Parker Gilbert) para frenar los pagos siempre que éstos conllevaran el peligro de desestabilizar la moneda alemana.8 En este sentido, para 1928, y “a pesar de la presencia de Hitler y su partido, la República de Weimar gozaba de un sistema parlamentario funcional y de un gobierno comprometido con la revisión del Tratado de Versalles bajo el auspicio de los Estados Unidos.9
Por supuesto, Hitler se abrió camino, pero no esencialmente gracias a que su burda Weltanschauung (fundada en la idea de la lucha entre razas por el espacio vital) convenciera a demasiada gente. Su ascenso al poder como Canciller nunca fue, propiamente hablando, efecto del apoyo popular. De acuerdo con Henri Burgelin, a pesar del fastuoso despliegue propagandístico, “todo indica que una gran proporción de la población conserva un sentido crítico agudo y que, aunque nadie se atreve a atacar en público a los dominantes, gran parte de la sociedad es consciente del carácter engañoso de sus palabras”.10 Ian Kershaw nos recuerda que, en el informe preparado por Wilhelm Knöchel (miembro del KPD) en 1942, se leía que ante la “aterradora perspectiva de una derrota militar, la gran mayoría de los alemanes desearían que Hitler saliera lo más rápido posible del gobierno. No obstante, consideran a Hitler como un mal menor”.11 Por el lado conservador, el diagnóstico es similar. En el reporte de Adam von Trott se sugiere que el apoyo obrero al régimen no va más allá de la aceptación pasiva, y que es, por lo tanto, sumamente improbable que, tras la caída de Hitler, la clase proletaria luche por la restauración del nazismo.12 Pero los desencuentros entre el régimen y el proletariado no fueron del todo tan pasivos. En su trabajo clásico, Nazismo y clase obrera, Sergio Bologna trae a colación datos sumamente relevantes al respecto. En un documento del Deutsche Arbeitsfront (Frente Alemán del Trabajo), por ejemplo, queda registro de un notable periodo de huelgas que comienza en enero de 1936 y termina en julio de 1937.13
La explicación más a la mano sostiene, pues, que la crisis económica del 29 presionó a favor del ascenso del nazismo, en el entendido de que la específica propuesta de Hitler en materia de política económica es la que se habría ganado el apoyo de un creciente sector popular (para nada unánime ni notablemente mayoritario). De alguna forma, esta tesis se apoya en la estratificación de los éxitos electorales del NSDAP a partir de 1930.
En efecto, como nos recuerda Philippe Burrin, “El partido nazi, que era insignificante en 1928, ya que ese año obtiene el 2,6 por 100 de los sufragios expresados, conoce con la llegada de la crisis un progreso espectacular: un 18,3 en septiembre de 1930; 37,3 en julio de 1932 y 43,9 por 100 en marzo de 1933”.14 En contra de las fantasías hitlerianas de unidad popular, este incremento no era, sin embargo, demográficamente balanceado. Puede parecer sorprendente, en este sentido, que el segmento compuesto por desempleadas y desempleados estuviera sensiblemente sub-representado. En realidad, por otro lado, era un hecho conocido que desempleadas y desempleados constituían la base sólida del Partido Comunista.15 “Hay una opinión común que el examen no comprueba. Los desempleados no fueron el origen del éxito nazi. Es más, el NSDAP obtiene sus peores resultados en las regiones con una alta tasa de desempleo, mientras que el Partido Comunista conoce un éxito indiscutible”.16 No obstante, si tomamos en cuenta que la propaganda nazi buscaba mover explícitamente los hilos de los intereses económicos de las clases medias (campesinos, artesanos, comerciantes y pequeños empresarios),17 resultará acaso más sorprendente que el programa de Hitler lograra hacerse del apoyo -ciertamente menor en términos proporcionales- de obreros y grandes capitalistas. Si bien es cierto que el NSDAP contaba con una facción “obrerista y socialista” encabezada por los hermanos Otto y Gregor Strasser, la “anexión” proletaria al fascismo tuvo que ver más con mecanismos coactivos (el más patente de los cuales era la violencia represiva ejercida por las milicias de la SA) que con la capitulación ideológica. ¿Habrá que recordar que Gregor Strasser fue asesinado en la Noche de los Cuchillos Largos? Cabe sospechar que fue esta beligerancia contra el “marxismo”18 la que pudo seducir a los círculos empresariales de altos vuelos. “Las palabras antisocialistas de algunos nazis tienen poco peso en los medios obreros. En cambio, los conservadores, obnubilados por el peligro bolchevique, ofrecen sin dudarlo su dinero y sus votos al partido que, con el 37 por 100 de los sufragios, se coloca a la cabeza del país en julio de 1932”.19
La clase capitalista tenía, por su parte, razones de sobra para no comulgar con el ideario nazi. En febrero de 1920, el NSDAP hizo público su acalorado programa de veinticinco puntos,20 entre los cuales se contaban algunos que no eran para nada condescendientes con el gran capital. En los puntos once a catorce, y dieciséis y diecisiete, el partido demandaba: la “abolición de cualquier clase de ingreso que no sea producto del trabajo”, es decir, de cualquier ingreso asentado solamente en la propiedad sobre el capital; “la abolición de la servidumbre del interés” (se sobreentiende: “interés crediticio”); “la implacable confiscación de los beneficios de guerra”; “la nacionalización de las empresas que se hayan conformado en Trusts”; “la participación en las ganancias provenientes del comercio a gran escala”; “la creación y el mantenimiento de una clase media saludable, la inmediata colectivización de los almacenes de los grandes negocios, así como su alquiler a bajo costo para los pequeños comerciantes”; “una reforma agraria que pase por una ley de confiscación sin compensación de la tierra para propósitos comunales; abolición del interés sobre préstamos agrarios, y la prohibición de cualquier clase de especulación sobre la tierra”. Por supuesto, como el programa intentaba dorar la píldora de la clase media, Hitler se sintió obligado a insertar una adenda a este último punto (el diecisiete) que precisaba: “Dado que el NSDAP admite el principio de la propiedad privada, es obvio que la expresión ‘confiscación sin compensación’ se refiere solamente a las facultades legales para confiscar, de ser necesario, tierras ilegalmente adquiridas, o no administradas en conformidad con el bienestar nacional”. Y aclaraba aún más: “La expresión está dirigida en primer lugar contra las compañías judías que especulan con la tierra”.21 En cualquier caso, no podría, pues, sorprender que el gran capital se mostrase reacio a desembolsar ninguna suma para “la causa” nacionalsocialista. De acuerdo con Henry Rousso,22 los capitalistas que exhibieron un proactivo apoyo a la carrera política del NSDAP (antes de 1933) pueden ser contados con los dedos de una mano. Rousso, de hecho, contabiliza cinco: Fritz Thyssen (por cierto, el único que expresa un apoyo militante), Emil Kirdof, Friedrich Flick, Emil Geog von Stauss y Kurt von Schroeder. Se trata, claro está, de grandes capitalistas, banqueros e industriales; porque a Rousso no le pasa de largo que, por parte de la patronal, las filas del NSDAP estaban en gran parte ensanchadas por pequeños y medianos empresarios. Y es que lo único que quiere aclarar Rousso es que “el Gran Capital” no fue el que sirvió preeminentemente de correa de transmisión del mal, tal y como podría dar a entender la historiografía marxista (aunque no es eso lo que el marxismo quiere dar a entender, ya veremos).23 Pero habría que matizar este matiz ante el hecho innegable de que, inmediatamente después del nombramiento de Hitler como Canciller, tuvo lugar una reunión en la lujosa casa de campo de Hermann Göring a efectos de que Hjalmar Schacht pasara la charola a representantes egregios de la clase empresarial para el apoyo a la campaña de la elección del 5 de marzo. A la cita del 20 de febrero de 1933 asistieron pesos pesados tales como: Georg von Schnitzler, segundo al mando en IG Farben; Krupp von Bohlen, gerente de Krupp AG, luego procesado en Nüremberg por prácticas esclavistas; y Albert Vögler, ejecutivo en jefe de Acereras Unidas [Vereinigte Stahlwerke].24 Pero Hitler no buscó su apoyo haciendo desfilar los rasgos más distintivos del programa nazi (la política expansionista y el antisemitismo), sino apelando a eso que, siguiendo a Hegel, podríamos llamar ley del corazón [das Gesetz des Herzens] capitalista; es decir, a su obstinada convicción particular.25 De acuerdo con los registros que se tienen de aquella reunión, la sustancia de lo comunicado por Hitler fue que:
La experiencia de los últimos catorce años [desde 1918] ha mostrado que “la empresa privada no puede sostenerse en la época de la democracia”. Los negocios están, antes que nada, fundados en los principios de la personalidad y del liderazgo individual. La democracia y el liberalismo conducen inevitablemente a la democracia social y al comunismo. Tras catorce años de degeneración, había llegado el momento de resolver las fatales divisiones dentro del cuerpo político. Hitler no tendría piedad hacia sus enemigos de la izquierda. Era el momento de “aplastarlos completamente”. La siguiente fase en la lucha empezaría después de las elecciones del 5 de marzo. Si los nazis pudieran obtener treinta y tres asientos más en el Reichstag, entonces las acciones en contra de los comunistas estarían amparadas por “medios constitucionales”. Pero, “independientemente del resultado, no habría retirada… si las elecciones no podían decidirlo, la decisión debería llegar incluso por otros medios”.26
Cabe recordar, en este sentido, la advertencia que en su momento soltó Trotsky: “Obreros comunistas, […] si el fascismo llega al poder, pasará como un temible tanque sobre vuestros cráneos y vuestros espinazos”.27 La propuesta beligerante de Hitler debió de parecer, por otro lado, suficientemente atractiva a juzgar por las sumas que desembolsó la clase empresarial. IG Farben contribuyó con 400,000 Reichsmarks, Deutsche Bank con 200,000, la industria minera con 400,000, y el ramo automotriz con 100,000, por mencionar solo las donaciones más cuantiosas.28 Por supuesto, nada de esto nos autoriza para aseverar que “Hitler era una marioneta manejada por los grandes capitalistas”, para utilizar las palabras con que Pilippe Burrin reprocha el enfoque “marxista”.29 Y es que no necesario presuponer que los capitalistas son los malos del cuento para, no obstante, exhibir teóricamente la concomitancia entre las leyes del desarrollo capitalista y las fuerzas del mal (si así queremos llamar a las tendencias autodestructivas de la praxis humana).
Podría resultar tentador, a este respecto, intentar separar la política económica nazi de lo que en su solo aspecto político e ideológico hubo de terrorífico. Y es que hay que tener en cuenta que la peculiaridad económica del fascismo hitleriano le debe, de hecho, muchísimo a su sesgo ideológico, antes que a ninguna estrategia tecnocrática. Richard Overy ha investigado las causas de la notable recuperación económica durante el periodo nazi y ha descubierto que no hay nada en su particular fisionomía que pueda reconocerse como una condición necesaria de tal recuperación. Las señales de mejora eran idiosincrásicas a todo el ciclo económico. Lo distintivo, acaso, fue el curso que tomó esa recuperación. Como señala Overy, es un lugar común explicar el milagro nazi con base en su ostentoso gasto público en infraestructura (como las Reichsautobahn) y el rearme. Sin embargo, antes de que las políticas gubernamentales tuvieran algún efecto, las señales de recuperación del mercado podían reconocerse desde 1932. “El output de bienes de producción había aumentado en el segundo trimestre de 1932; la de bienes de consumo duraderos, en el tercero. Las ganancias comenzaron a aumentar como proporción de los ingresos industriales, mientras que los costos comenzaron a caer lo suficiente como para restaurar cierta medida de confianza empresarial”.30 En cualquier caso, lo cierto es que tal repunte no se vio reflejado, en el caso de Alemania, en un incremento de la demanda interna (el incremento del salario real) o de la externa (i.e., de las exportaciones). La economía creció por el lado de la demanda de capital y de materias primas industriales. En relación con el periodo previo a la crisis del 29, o sea en 1928, la producción total se había contraído 41.3%; en cambio, para 1938, la producción total se recuperó 66% (en relación con 1928, creció hasta el 124.7 por ciento). Sin embargo, mientras que la producción de bienes para el consumo creció, desde 1932 hasta 1938, 29.7%, la de bienes de capital lo hizo 90.2 por ciento.31 Pero, ¿podría haber crecido la demanda de otro modo? La respuesta corta es que, de hecho, fue de otro modo. Una de las tesis de Adam Tooze es que la Alemania post-hitleriana terminó de recuperarse siguiendo estrategias económicas parecidas a las de la República de Weimar (y en una situación similar a la de la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial). Con esto quedaría de relieve que, desde el punto de vista económico, la hybris fascista tampoco sirvió para nada, salvo quizá para acelerar a sangre y fuego las tendencias del desarrollo capitalista. Veamos esto con mayor detenimiento.
A pesar de la preeminencia teórica que tiene la ideología en la explicación del fenómeno fascista (por ejemplo, en el caso del antisemitismo), lo cierto es que la realización de cualquier ideario político se topará con los límites que impongan las relaciones sociales de producción en las que se mueva. Si éstas no cambian, la transformación del mundo ideológicamente inducida llegará a un punto en que se vuelva puramente retórica. Poco importa, pues, lo anti-capitalista que el nacionalsocialismo pudo decir que era de dientes para afuera, o el grado en que el Estado fascista llegó a “intervenir” (aunque no necesariamente a planificar) el mercado, lo esencial -la propiedad privada de los medios de producción y el mercado de fuerza de trabajo- se mantuvo, y ese solo hecho inscribió de facto la fantasía ideológica de Hitler a la dinámica de la legalidad capitalista. “Es esencial determinar si la dictadura de Hitler tendía a mantener o a destruir, si consolidaba o minaba las instituciones sociales basadas en la propiedad privada de los medios de producción y en el sometimiento de los trabajadores obligados, bajo la dominación del capital, a vender su fuerza de trabajo”.32 Esto significaría que la utopía de ganar para Alemania un mayor espacio vital -y de solo en esa medida desarrollar el mercado interno- se enfrentaría a la paradójica situación de que las probabilidades de sobrevivir se reducirían en la misma medida en que la economía de guerra se fuera haciendo de los recursos necesarios para tal efecto. Un poco como sucede en el caso de los rendimientos decrecientes o, todavía mejor, en el desenlace de un fraude piramidal.
Como vimos, Hitler ascendió al poder un poco por la fuerza, un poco por astucia electoral, un poco por inflar las fantasías pequeño-burguesas, y un poco bastante merced a sus pactos con el gran capital.33 En lo que se refiere a los compromisos adquiridos con las clases medias (campesinos y pequeños empresarios) sabemos que la merma del salario real34 y la obstinación antidevaluacionista (que golpeaba especialmente a los ramos exportadores) minaron cualquier posible crecimiento de la economía doméstica. En general, la excesiva gravitación que el régimen de Hitler le otorgaba a la industria pesada fomentó la proletarización de la mano de obra campesina, así como la redistribución de la clase obrera en detrimento de las pequeñas empresas. Por supuesto, el ingente desembolso de capital que precisaba la economía de guerra favoreció que la concesión de proyectos estatales se otorgara a las grandes empresas. Todo esto, naturalmente, no podía sino redundar en una creciente e imparable concentración de capital efectuada a costa de la clase media. “La ley según la cual la propiedad privada capitalista proviene y se desarrolla a partir de la expropiación de numerosos pequeños empresarios y algunos grandes empresarios no se escribió en tiempos de Hitler, sino que se encontraba enraizada en la historia de este modo de producción”.35
Sobra decir, por supuesto, que el único compromiso que el nazismo hizo con el proletariado fue el “pleno empleo”, y que ese compromiso sí que pudo “cumplirse” (con todas las comillas del caso) en 1936.36 Pero sabemos también que esto fue más un mecanismo de control social y político que una legítima respuesta a una demanda social, ya volveremos sobre esto. Como lo previera Trotsky, la organización y la prensa obrera autónoma se disolvieron violentamente; la clase obrera fue coptada bajo un mismo sindicato oficial, el Frente Alemán del Trabajo (Deutsche Arbeitsfront o DAF); la división social del trabajo se organizó, por otro lado, bajo el führerprinzip, que habría de servir de premisa para disolver ad baculum la oposición de clase.
A las firmas capitalistas Hitler supo cumplirles, en cambio, con creces. Comenzando por el hecho de que -independientemente de lo que deba pensarse de la relación entre nazismo y capital- las grandes firmas pudieron consolidar su monopolio y amasar jugosas ganancias. “Con respecto a esto las estadísticas hablan solas”, decía Mandel.37 Y es que, en efecto, la tasa de retorno sobre capital invertido (ROIC), que en su peor momento (1931) rondaba el -7%, creció drásticamente durante el periodo nazi hasta alcanzar un pico de 17% en 1941.38 Por su parte, la tasa de ganancia (TG) alemana, según algunas estimaciones, llegó a su peor momento desde 1869, en 1930, cuando descendió hasta el 11.4 por ciento. Para el momento en que fue derrotado el Reich milenario, la TG se había recuperado hasta un pico histórico de 24.3% que no volverá a alcanzar jamás.39La estrategia fascista consistió en organizar eso que Marx llamaría “causas contrarrestantes” de la caída de la tasa de ganancia. La primera y más importante de estas medidas -que, dicho sea de paso, contradecía flagrantemente las directrices anticapitalistas del programa del NSDAP de 1920- fue la promulgación de leyes sobre la cartelización y la concentración obligatoria. Si la caída de la tasa de ganancia (en este caso, la conducente a la crisis del 29) coincide, decía Marx, con el aumento en la masa de la ganancia,
el capitalista se apropiará de una parte mayor del producto anual del trabajo bajo la categoría de capital […]. Sin embargo, esto condiciona al mismo tiempo la concentración del capital, puesto que ahora las condiciones de producción imponen el empleo masivo del capital. Asimismo, condiciona su centralización, es decir que los capitalistas grandes devoren a los pequeños”.40
En este sentido, el régimen nazi no hizo otra cosa que consignar de jure una tendencia existente de facto. Mediante la cartelización de la oferta, pudo surtir efecto la inhibición de las importaciones,41 la disminución de las retenciones fiscales sobre beneficios industriales y el incremento de precios. Si a esto le añadimos el progresivo descenso del salario real y la destrucción de la movilización obrera podremos adivinar -del mismo modo en que se infiere que un cuerpo sumergido en un líquido experimentará un empuje vertical igual al predicho por el Principio de Arquímedes-, que la ganancia capitalista será más cuantiosa. “La combinación de una demanda doméstica al alza, la neutralización de la competencia extranjera, elevación de precios y un relativo estancamiento de los salarios, creó un contexto en el que no era difícil obtener saludables ganancias”.42
Como dice Marx, sin embargo, “este proceso [de centralización y concentración] pronto provocaría el colapso de la producción capitalista, si no operasen constantemente tendencias contrarrestantes”.43 Esto se debe a que la creciente concentración de capital, por más que emplee una masiva fuerza de trabajo, tenderá a deprimir la tasa de ganancia (incluso con el incremento de su masa), siempre que tal crecimiento sea más acelerado que el ritmo en que se incrementa el plusvalor. Para paliar esta complicación es preciso agudizar el grado de explotación de la fuerza de trabajo. Y si en algo se especializó el totalitarismo nazi con notable eficacia fue en agravar sensiblemente las condiciones de la clase trabajadora (antes, por supuesto, de perfeccionar sus técnicas de matanza masiva). Entonces, si durante Weimar podemos percibir una dispersión obrera correlativa a una descentralización del capital, durante el nazismo nos encontramos con un fuerte impulso a la integración masiva de la clase obrera concomitante a la centralización del capital. Aquí, el grado de explotación se incrementa, diríamos, naturalmente, como efecto de la socialización del trabajo aparejada al desarrollo del modo capitalista de la producción. Ya hemos mencionado, por otra parte, que la integración de la explotación a gran escala vino adosada a una disminución del salario real. Pero no hemos dicho que la jornada laboral pudo prolongarse por encima de las ocho horas. Los obreros especializados llegaron a trabajar incluso de 12 a 16 horas al día. De acuerdo con Sergio Bologna, “un decreto del 26 de julio de 1934 consistió en la extensión del horario de trabajo hasta las 60 horas semanales en la construcción y en el sector servicios”.44 En la industria de la metalurgia se registraron excesos de jornadas de 80 a 110 horas a la semana. Por otro lado, se generalizaron las formas del pago a destajo. En este sentido, dice otra vez Bologna, “La política laboral del régimen […] alentó a los empresarios y a los gestores de la industria a practicar una explotación intensiva de la fuerza de trabajo como no se había visto en la historia de la clase obrera alemana”.45 Finalmente, la política para reabsorber el desempleo y reducirlo por encima del 90% incluía severas limitaciones a la movilidad de la fuerza de trabajo (rechazar o renunciar a un empleo era cosa severamente castigada, por ejemplo). Para utilizar una expresión de Yann Moulier-Boutang, la disminución del desempleo logró conquistarse a fuerza de “embridar” la fuerza de trabajo.
Si volvemos la mirada al período de Weimar, resultará sin duda contrastante el aparatoso despliegue de la inversión pública y privada durante el nazismo en comparación con la severa política deflacionista (o de austeridad), y la tendencia más bien centrífuga del flujo del capital, en el período crítico de la República. La respuesta de Weimar ante la crisis -en particular las orquestadas por los últimos Cancilleres: Brüning, Papen y Schleicher- fue bastante ortodoxa, y pasaba por mantener altas tasas de interés, reducir el gasto gubernamental y resistir la tentación devaluacionista. Como en el periodo nazi, los ramos exportadores también salían aquí perdiendo. Pero la industria doméstica tampoco la tenía más fácil si consideramos que las altas tasas de interés debieron de inhibir la toma de préstamos para la inversión en pequeña escala. Esto no podía sino mermar, por supuesto, la demanda interna, en el entendido de que el desempleo se incrementó inevitablemente, en el periodo de 1928 a 1932, del 22.7 al 43.8 por ciento. Por si esto fuera poco, la administración de Brüning redujo (entre 1930 y 1932) el gasto gubernamental en un 15% del PIB. Los recortes presupuestales afectaban los seguros de desempleo, las pensiones y la asistencia social, en general. Por no mencionar el incremento de los impuestos sobre la renta en un 10 por ciento.
Un estudio del Buró Nacional de Investigación Económica (NBER, por sus siglas en inglés)46 logró establecer una correlación entre la tasa de incremento impositivo por área y el incremento de un electorado favorable al NSDAP. De hecho, también se encontraron resultados similares en lo que atañe al grado en que las políticas de austeridad afectaron cada zona. De acuerdo con esto, a cada unidad porcentual de recorte presupuestal le corresponde o le correspondió un incremento del 1.83% del voto al NSDAP. La correlación es todavía más marcada, según el estudio, si atendemos a rubros específicos del recorte presupuestal, como pensiones, seguro de desempleo y seguro de salud. Y aunque es claro que esta correlación no debe ser sobrevalorada (tomando en cuenta todos los factores coyunturales que ya hemos señalado) como causa del ascenso del fascismo, sí es bastante ilustrativa del carácter procíclico de la transición. Y es que, mirada de cerca, la gestión nacionalsocialista (a pesar de lo engañoso que pueda resultar el nombre)47 no promovió políticas contra-cíclicas o, por lo menos, no tan marcadamente inflacionistas. Es, por ejemplo, un hecho bastante conocido que la política de pleno empleo se financió con remanentes weimarianos.
De su predecesor, el Genral Schleicher, Hitler heredó un programa de creación de empleo a crédito completamente desarrollado, que tenía presupuestado ya 600 millones de Reichsmarks. Ningún céntimo de este dinero se había gastado para el momento en que Hitler tomó la oficina. El comienzo del rearme y de la creación de empleo significó, consecuentemente, en gastar el dinero de Schleicher. Doscientos de los 600 millones fueron apartados para los objetivos del Reich, de los cuales 190 millones fueron destinados al gasto militar; 200 millones fueron gastados por los gobiernos locales. El resto se desembolsó en la mejora de la tierra agrícola.48
Por supuesto, los recatos antinflacionistas que pudo haber tenido el plan económico del régimen nazi pudieron ser puestos entre paréntesis cuando se trataba del rearme. Mimetizando la estrategia de Schleicher para la creación de trabajo civil, Hjalmar Schacht confeccionó un sistema de financiamiento fundado en la emisión de pagarés signados por la Sociedad de Investigación Metalúrgica Ltda. (la infame Metallurgischen Forschungsgesel Ischaft mbH, o Mefo GmbH, por sus siglas en alemán). La sociedad se formó ex profeso para la emisión de estos bonos con un capital de un millón de Reichsmarks. Este capital resultó de una vaca formada entre las Acereras Unidas, el consorcio Krupp, Siemens, la Deutsche Industrie Werke (que estaba a nombre del Reich) y la minera Gutehoffnungshütte. La idea era que las empresas concesionadas por el Estado para ejecutar los contratos armamentistas podrían aceptar los ‘bonos Mefo’ como pago. El pagaré podía estar respaldado por el Estado siempre que la Mefo estaba diseñada ad hoc para servir de colateral. En teoría, esto debía prevenir que el Estado se embarcara en futuras aventuras financieras (en el entendido de que el cumplimiento de obligaciones crediticias suplementarias supondría la liberación del Kraken inflacionario). No obstante, esto significaba un incremento de facto de la deuda gubernamental que no estaba de ningún modo respaldada por las reservas en oro (en gran parte consecuencia de la merma en las exportaciones).49 El respaldo, cabe sospechar, podría acaso provenir de los botines de guerra, de modo que la conquista del Lebensraum tendría que servir de base para la pirámide financiera del Reich. Tal era el límite económico de la fantasía ideológica de Hitler que mencionábamos más arriba.
Las acaloradas y malévolas aspiraciones políticas de Hitler estaban, pues, montadas sobre relaciones sociales capitalistas (que el régimen dejó intocadas), de modo que aquéllas sólo podrían realizarse en la medida en que éstas se lo permitieran. Entonces, ¿condujo el sistema capitalista a la instauración del terror fascista? Expresada la pregunta de este modo, y si con ella se quiere sugerir que el capitalismo tiene al fascismo como su inevitable destino, habrá que responder -junto con Rousso- con una rotunda negativa: “no es posible pretender hoy día que fue el sistema capitalista el que condujo Alemania al fascismo”.50 Para ser justos, Rousso está tomando distancia del supuesto (se sugiere que ‘marxista’, pero, en realidad, no queda claro de quién) de que los capitalistas que apoyaron a Hitler pudieron haber tenido algún interés de clase en la ideología hitleriana. Lo que dices es que, en realidad, la relación entre nazismo y capital fue puramente coyuntural (basada en alguna especie de pacto Histórico); o que, dicho de otro modo, la ideología fascista no es constitutiva del interés capitalista de clase. Pero la querella que, desde el punto de vista marxista, podemos desatar no es con la respuesta, sino con la pregunta. Como diagnosticara Mandel, la cuestión, así planteada es sorprendentemente banal, y acaso igual de burda que la tesis de la culpa colectiva que ya fustigara muy inteligentemente Arendt. Contra Robert Weltsch, que sugería que el culpable del genocidio perpetrado por el nazismo era el género humano, Arendt soltó: “Tal creencia suele expresarse con altaneras afirmaciones, en el sentido de que es ‘superficial’ insistir en los detalles y referirse a los individuos, en tanto que demuestra refinamiento hablar en términos generales, en cuya virtud todos los gatos son pardos, y todos nosotros igualmente culpables”.51 De una forma análoga, la compulsión a dar explicaciones por vía de la coyuntura reduce la comprensión teórica a los estrechos límites de la descripción, por cuya virtud se abandona toda lógica concreta de la situación. Parafraseando a Arendt, diríamos que este punto de vista es capaz de explicar todo merced a oscurecer el sistema en que se relacionan los detalles. La pregunta que se hace el marxismo es, por contraste, si se verifican o no las leyes del desarrollo capitalista. Y la respuesta es que sí; que el fascismo, de hecho, acelera y agudiza los efectos decadentes de la caída secular y (relativa) recuperación de la tasa de ganancia. Pero, ¿guarda alguna relación inmanente esta precipitación cíclica con el florecimiento de ideologías así de reaccionarias? A juzgar por lo ocurrido en este caso, el interés capitalista de clase se revela, más bien, como sumamente permisivo siempre que la puesta en marcha de tal o cual ideología resuelva la lucha de clases a su favor y en favor de la centralización del capital y del engrosamiento de la masa de la ganancia (por vía del excesivo incremento del grado de explotación).52 Pero queda también de relieve que una empresa de este jaez precipita con excesiva celeridad las relaciones de producción a su límite histórico, en el entendido de que abate muy severamente la demanda e inhibe el empleo productivo del capital. En este sentido, el amasiato entre el gran capital y el régimen nazi parece guardar más parecido con una aventura financiera que con el asentamiento de las condiciones para el ulterior desarrollo del modo capitalista de producción.
Dicho esto, podríamos estar de acuerdo con Carrasco-Conde cuando dice: “Un Estado criminal no emerge de la nada por voluntad de un hombre, sino que se sustenta en la red de relaciones entre los seres humanos con su entorno”.53 El plexo de relaciones que hicieron posible un fenómeno como el nazismo no se reduce, claro está, a la permisividad sistémica del capital ante ideas políticas arbitrarias según las tendencias procíclicas de acumulación. El nazismo, como lo ha estudiado Arendt en Los orígenes del totalitarismo, echa ideológicamente sus raíces en los panmovimientos y en el nacionalismo tribal nacido en el contexto del colonialismo imperialista. No obstante, es difícil coincidir con Carrasco-Conde cuando dice que, “aunque el mal parezca irrumpir desde una dimensión oculta, siempre está presente como una dinámica familiar y normalizada que se despliega en distintas modulaciones”.54 Si pensamos en el contexto de la crisis weimariana, las tendencias favorables al fascismo no se formaban desde “un mal normalizado, estructural, ordinario, que se percibe en los pequeños gestos cotidianos de dominio, sometimiento y humillación”.55 A decir verdad, el clima normal en medio del cual se impuso el fascismo era el de una práctica guerra civil. “Los años que precedieron a la toma del poder por Hitler son años de guerra civil encubierta”.56 ¿Y cómo se supone que habría de normalizarse la tendencia al autoritarismo si no por vía de la coacción burocrática con que los últimos funcionarios de Weimar vencieron la resistencia proletaria? ¿No se administró la asistencia social como arma en contra de las movilizaciones sociales que le hacían frente al avance del fascismo?57 Como lo describe Carrasco-Conde, en cambio, pareciera como si el mal se formara en el punto ciego de la estructura de las relaciones sociales que se consolidan en “una jerarquización vertical que nunca beneficia voluntariamente al sometido. […] Cuando esta dinámica se intensifica, se cristaliza en actos extremos que rasgan repentinamente el mundo y quiebran el concepto que tenemos de él”.58 Pero los actos de crueldad con que el nazismo “rasgó repentinamente el mundo” no podrían haber sorprendido a quienes eran conscientes de la beligerancia cotidiana de la que se alimentaron. Simone Weil, por ejemplo, percibía el clima social de Berlín en 1932 como una “calma […], en cierto sentido, trágica”; no porque parezca algo normal, sino porque muchos parados “desde hace dos, tres, cuatro, cinco años, no tienen ya la energía necesaria para la revolución”.59 Y es que sólo una mirada externa puede confundir el amargo sentimiento de derrota con la normalización. Por otra parte, fue precisamente lo turbio de tal normalidad lo que le permitió a Weil prever lo que sería el nazismo (no porque presintiera ningún futuro y repentino desgarramiento del mundo, sino porque percibía que la normalidad estaba ya rasgada): “para los trabajadores la cuestión angustiosa es el Arbeitsdients (una especie de campo de concentración para desocupados) que ahora ya existe como servicio de trabajo voluntario (diez céntimos a la semana), pero que sería obligatorio bajo el gobierno hitleriano”.60 En este sentido, el contraste entre el deflacionismo weimariano y el intervencionismo nazi no presenta ninguna diferencia en lo que respecta a la relación que la macroeconomía guarda con el proceso cíclico en virtud del cual la acumulación de capital pasa como un temible tanque sobre el cráneo y el espinazo de la clase proletaria.