Origen
Una voz metálica y distorsionada inicia una cuenta regresiva en un paisaje desértico, desolado y oscuro. Son las 5:29 am del 16 de julio de 1945, en White Sands, Nuevo México. Al finalizar la cuenta, un destello se apodera de la pantalla mientras la frotación de las cuerdas produce un sonido tenso y agudo que no cesa. A lo lejos se ve una explosión en la cual se puede apreciar un hongo de humo y fuego que se levanta. La cámara empieza a cerrar el plano, acercándose lenta y constantemente a la parte superior del hongo hasta adentrarse en esa incognoscible nube explosiva que no tiene otro correlato que la cacofonía de cuerdas y percusión que la acompaña. Se trata de una de las escenas más impresionantes y sublimes que aparecen en el episodio 8 de Twin Peaks. The Return.1 La música que resuena entre las imágenes y que acompaña el movimiento ininterrumpido de la cámara es el “Treno para las víctimas de Hiroshima”, compuesto por Krzysztof Penderecki en 1960. La explosión en cuestión no es otra que Trinity, la primera prueba nuclear jamás realizada, parte del proyecto Manhattan liderado, en lo científico, por Robert Oppenheimer. Según los recuerdos de este último, al ver la explosión recitó en su mente aquellas famosas palabras del Bhagavad gita: “Me he convertido en la muerte, destructora de mundos”.
La escena juega un papel decisivo en la historia de la serie, además de constituir un momento de extrañeza en la lógica de la misma. Mark Frost y David Lynch, creadores de la serie, se han mostrado renuentes a dar cualquier tipo de explicación acerca de los orígenes del misterio que envuelve su historia. Sin embargo, minutos después de la escena antes narrada, otra secuencia recorre un acontecimiento singular y significativo: una de las tantas perspectivas de la explosión muestra que de entre el humo surge el rostro de Bob, el enigmático asesino sobrenatural que se encuentra en la raíz misma de la serie, aquella figura que acabara con la vida de Laura Palmer y que diera lugar a la sucesión de eventos y personajes que componen el universo narrativo de Twin Peaks. Bob es una figura del mal, impenitente e irredimible, nacido de la primera explosión atómica, cuyas acciones y efectos llegaron a afectar las vidas cotidianas de una población en algún lugar de la costa oeste estadounidense, cerca de la frontera con Canadá, más de 40 años después. Las ondas de la explosión se han expandido hasta producir efectos que ya no parecen tener un vínculo directo con ella.
Tiene algo de perturbador pensar en el mismo aliento al mal (o más bien, a una figura del mal) y a la ciencia; pero es difícil no obviar una cierta conexión posible, una cierta coreografía común, cuando estamos frente a la imagen de un círculo de científicos asistiendo al crecimiento de una nube en forma de hongo, solemnes con sus batas de laboratorio, musitando fragmentos de textos sagrados hinduistas y algo acerca de que “ahora somos todos unos hijos de perra”. Al dramatizar ese momento axial de Twin Peaks, el cual explica gran parte de la historia que se venía contando desde los noventas y simultáneamente la oscurece y la llena de ambigüedades, no podemos evitar ver hebras compartidas que corren en uno y otro dominio. Es posible que tal pensamiento sea perturbador porque implica pensar que la ciencia puede compartir rasgos con aquellos eventos que se han asociado al mal, o que la ciencia puede actuar en el mismo terreno que el mal, o que puede ser vecina del mal; es decir, que tengan algo en común, cualquier cosa. Y quien piensa eso corre un riesgo importante, porque cuando dos cosas tienen algo en común se abre la puerta a su consustancialidad.
En tanto que nuestra guía para hablar del mal es la caracterización que de él ofrece Hannah Arendt, donde éste (o al menos una manifestación suya) es una falta de pensamiento,2 una negativa voluntaria o involuntaria a pensar en el mundo y sobre todo a pensar con les otres, llegar a la vecindad entre la ciencia y el mal supone una atmósfera enrarecida: ¿acaso la ciencia no es el epítome del pensamiento, aquella actividad de la razón que es una de nuestras más preciadas aliadas precisamente porque nos deja ver, conocer y organizar el mundo, aumentando la potencia del pensamiento? En lo que sigue, intentaremos dar un recuento de algunas cualidades de la ciencia, tratando de hacer justicia a la complejidad de esa empresa de la humanidad; pues si bien es una figura monumental que ingresa en todos los aspectos de nuestra vida actual, está lejos de ser monolítica y, por tanto, unívocamente definible. Es, al contrario, una empresa radicalmente plural y colectiva. De hecho, nuestro acercamiento depende en gran parte de la idea de que puede haber otras maneras de entender y llevar a cabo la actividad científica, maneras que aún no hemos visto porque aún no se han inventado o porque se encuentran en la periferia de una actividad dominada por ciertos estilos y hábitos arraigados con fuerza en el imaginario popular de la ciencia. Las cualidades que señalaremos, sin embargo, sacan a la ciencia de la (monolítica) perspectiva que la define como una actividad movida únicamente por valores de racionalidad y objetividad. La imposibilidad de tal definición (y, en efecto, de cualquier definición total) proviene de su enorme poder de transformación tanto del mundo físico como del panorama político, a través de vías de acción y conceptualización que comparte con otras dinámicas, las cuales, en última instancia, han posibilitado la emergencia de ese tipo peculiar de mal que Arendt llama banal. La preocupación de la pensadora por ambos temas, por un lado el papel de la ciencia como acción y por otro la manifestación de esa mala actitud frente a los demás, nos hace ver tenues hilos que conectan ambos dominios en la densa telaraña conceptual que es su obra. Aquí tratamos de señalarlos, hacerlos más visibles y seguirlos, porque nos parece que en nuestros días no sólo es productivo sino necesario.
La relación entre el pensamiento de Arendt y la ciencia es difícil de determinar, en especial si lo que se busca es un juicio unívoco y concluyente acerca del lugar que esta última ocupa en la vida política. Para encaminar esta exploración del mal y la ciencia, nos parece necesario comenzar por La condición humana, ese libro que desde su prólogo persigue la estela del Sputnik para luego, en su capítulo final, ofrecer una singular historia de la ciencia en el marco de lo que Arendt concibe como vida activa. A este respecto, vale la pena comenzar por la siguiente pregunta: ¿qué relación guardan la acción y la ciencia?
La condición humana bosqueja un paisaje rico en matices y claroscuros que se resiste a una síntesis y sistematización englobante, razón por la cual optamos por acercarnos a ella de manera fragmentaria, sin desconocer que el fragmento es siempre un indicio de una unidad mayor aunque ausente. En tanto que distintas manifestaciones de la ciencia flanquean el argumento mucho más extenso acerca de la acción, la labor, el trabajo y las esferas pública y privada, se nos obliga a pensar que de alguna manera la ciencia atraviesa todos estos conceptos, de modo que ella no sólo podría tener un modo específico de acción sino que los efectos de dicha acción podrían modificar el panorama general de la acción, de lo que le es posible hacer a todas las demás partes, distintas de la ciencia, que se encuentran en la arena pública y política. La ciencia se muestra, entonces, como algo capaz de cambiar el sentido y efectos de la acción, al punto de exigir un replanteamiento de la esfera política.
El poder que Arendt le adscribe a la ciencia tiene que ver con su capacidad de modificar el carácter terrestre [earth-bound, literalmente ‘atado a la Tierra’] de la condición humana, fenómeno que ella llama alienación de la Tierra. A esta alienación la precede otra que Arendt denomina alienación del mundo, la cual constituye el carácter específico propio de la época moderna, donde el sujeto huye del mundo, de todo aquello que le rodea y de los objetos que lo componen y que le permiten ejercer sus acciones, para encerrarse en el yo, en el pensamiento y la razón. La alienación de la Tierra ocurre cuando el sujeto humano encuentra una forma de dirigir sus acciones en la tierra como si dispusiera de un punto de apoyo fuera de ella, con lo cual llega incluso a “poner en peligro el proceso de la vida natural, exponemos la Tierra a fuerzas universales y cósmicas extrañas al entorno de la naturaleza”.3 Esta doble articulación de un punto de apoyo externo y la irrupción de fuerzas cósmicas en el seno de lo terrestre resulta evidente con el Sputnik y la bomba atómica. En ese sentido, el ser humano terrestre, o quizá deberíamos decir más bien terrícola, se convierte en un ser universal, en “criaturas que son terrenas no por naturaleza y esencia sino únicamente por la condición de estar vivas y que por consiguiente en virtud del razonamiento pueden superar esta condición no de manera especulativa sino real”.4
El recorrido que pone la huida y la destrucción de la Tierra en una misma narración comienza con el uso que hiciera Galileo del telescopio y finaliza con las explosiones atómicas, tanto las que en efecto ocurrieron como el peligro latente de una debacle nuclear durante la guerra fría. Ya sea con la destrucción o con la huida, la ciencia tiene el poder de cambiar definitivamente las condiciones de la política, pues con la primera se pierde la condición terrestre de la humanidad, aquella con la cual ha estado sintonizada durante toda su existencia como especie, y la segunda implica la desaparición absoluta de los productos tanto de la labor (todo aquello necesario para sostener la vida biológica de los seres humanos) como del trabajo (todo aquello que puede trascender la vida de los seres humanos individuales y que constituye el mundo común de la acción), así como de la vida humana misma. Sin embargo, pese a este poder para cambiar las condiciones de la acción pública y del escenario político, pese a que el quehacer científico ha “ampliado la esfera de los asuntos humanos hasta el extremo de borrar la consagrada y protectora línea divisoria entre la naturaleza y el mundo humano”,5 Arendt no considera que lo que hacen les científiques pueda llamarse propiamente acción:
Pero la acción de los científicos, puesto que actúa en la naturaleza desde el punto de vista del universo y no en la trama de las relaciones humanas, carece del carácter revelador de la acción, así como de la habilidad para crear relatos y hacerse histórica, factores que juntos son la fuente de donde surge la plenitud de significado que ilumina a la existencia humana.6
¿Cómo es posible que algo que no tiene el carácter propio de la acción pueda llegar a tener tanto poder sobre el destino de la acción y la política? Nos asomaremos a través de esta fisura que atraviesa de principio a fin La condición humana para bosquejar este paisaje en el que conviven ciencia, política y mal.
La respuesta a por qué el quehacer científico no posee el carácter revelatorio de la acción -que no es lo mismo que decir que les científiques no actúan- la ofrece la misma Arendt. Para ella, la acción se caracteriza por la apertura a lo imprevisible e impredecible cuando se inicia un proceso o cadena causal novedosa. Pese a lo contraintuitiva que pueda parecer la idea, Arendt no considera que en la ciencia haya esta apertura. En tanto que la ciencia es un producto de la modernidad, ella también está marcada por la alienación del mundo y la retirada al yo. Siguiendo esta descripción, el encumbramiento del yo en la ciencia toma la forma del pensamiento y expresión matemática como aquellos que suponen la aparición de un mundo simbólico que toma el lugar del mundo real y lo somete a sus relaciones. La matemática que habría de convertirse en el sello distintivo de la física y la mecánica a partir del siglo XVII, convierte al mundo en un modelo subyugado a la capacidad racional humana. En tanto que esta forma de pensamiento funge como la base del quehacer científico, incluso en sus excursiones materiales para controlar y dominar la naturaleza,
el mundo del experimento siempre parece capaz de convertirse en una realidad hecha por el hombre, y esto, que acrecienta el poder del hombre para hacer y actuar, incluso para crear un mundo, mucho más allá de lo que cualquier época anterior se atrevió a imaginar en sueños y fantasías, por desgracia hace retroceder una vez más al hombre -y ahora de manera más enérgica- a la cárcel de su propia mente, a las limitaciones de los modelos que él mismo creó.7
El quehacer científico se encierra sobre sí mismo y, con ello, construye un mundo propicio para sus exploraciones que satisfaga sus propias condiciones a expensas de la apertura de ese mundo, de su capacidad de disentir con respecto de lo que el razonamiento científico determina.
Así vista, la ciencia pasa a ser una forma de hacer alineada con el homo faber, con la fabricación, donde “razonar en forma de ‘tener en cuenta las consecuencias’, significa omitir lo inesperado, el propio hecho, ya que sería irrazonable o irracional esperar lo que no es más que una ‘infinita improbabilidad’”.8 La fabricación implica aceptar que, de alguna forma, todo aquello que impulsa un proceso productivo determinado se agota en el producto obtenido, de modo que la causa queda completamente contenida en un efecto único y no puede dar lugar a nada más. La acción, por su parte,
nunca se agota en un acto individual, sino que, por el contrario, crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias; lo que perdura en la esfera de los asuntos humanos son estos procesos, y su permanencia es tan ilimitada e independiente de la caducidad del material y de la mortalidad de los hombres como la permanencia de la propia humanidad.9
La acción, en consecuencia, sólo puede ser evaluada de forma retrospectiva, de modo que el agente de dicha acción carece de la posibilidad de revelar su significado, cuyo legado queda “a la posterior mirada del historiador que no actúa”.10 Que el agente no llegue a tener conciencia del significado de sus acciones pareciera impedir una toma de responsabilidad de las mismas, asumir los riesgos, efectos indeseados y dañinos que pudiera llegar a ocasionar; en otras palabras, no tener el carácter revelatorio de la acción significa que la acción no genera obligaciones para con todos aquellos que puedan ser afectados por ella.
Si bien la caracterización de Arendt sobre la ciencia tiene sus limitaciones y es susceptible de críticas,11 no hay que olvidar que nuestro ejercicio es pensar a partir de la fisura que se abre en su pensamiento al sostener de forma simultánea convicciones como que
el simple hecho de que los físicos dividieran el átomo sin vacilaciones en el mismo momento en que supieron cómo debían hacerlo, aunque comprendían muy bien las enormes posibilidades destructivas de esa operación, demuestra que el científico como científico ni siquiera se preo cupa de la supervivencia de la raza humana sobre la tierra, ni incluso de la del planeta mismo.12
Y que, “políticamente, el Mundo Moderno en el que hoy vivimos nació con las primeras explosiones atómicas”.13 Las convicciones expresadas en estas citas acerca de la ciencia han llevado a una lectura negativa o pesimista de ella.14 Sin embargo, una lectura menos literal aunada al reconocimiento de la fisura que hemos nombrado, tiene otro tipo de efectos en relación al vínculo entre ciencia y acción. La breve pero profunda incursión de Arendt en la historia de la ciencia en el capítulo final de La condición humana, se vale del concepto de acontecimiento para poner de manifiesto el papel de la ciencia en el mundo moderno, su capacidad de desencadenar procesos con consecuencias impredecibles que no dependen exclusivamente de la causalidad pero que mantienen una suerte de continuidad que las hace reconocibles y rastreables, de modo que esta historia de la ciencia moderna es un episodio en la constante evolución de la acción.15 El concepto mismo de acción se desliga de una caracterización esencialista y se abre a su propia imprevisibilidad. Esto resulta evidente en la posibilidad misma de destrucción que se cierne sobre el mundo con la bomba atómica, un dispositivo capaz de hacer que lo presente y permanente se convierta en algo impermanente. Hay aquí una suerte de apertura e irreversibilidad que pone a la ciencia en un lugar extraño con respecto de la política, pues se convierte en algo cuyas consecuencias son incontrolables al tiempo que amenaza con deshacer las condiciones conocidas para el ejercicio de la política.16
Replanteemos entonces la fisura: ¿cómo es posible que el quehacer de un grupo, cuya acción carece de la apertura y obligaciones que ella conlleva, tenga tal impacto sobre la vida política del mundo? Esta forma de expresarla descubre un llamado a replantear el panorama de la acción y a considerar el quehacer científico como parte de la vida política.17 Nos interesa seguir el rastro de eso que Arendt llama “carecer del carácter revelatorio de la acción”: ¿hasta dónde se sostiene esta afirmación y qué tipo de condiciones pueden sostenerla? ¿Cómo es posible que la ciencia no genere obligaciones para con les otres al momento de pensar en las consecuencias de sus actos y obras? ¿Cómo se podría pensar otra forma de plantear esta relación y la responsabilidad que ella genera? Si para Lynch el origen del mal se encuentra en la explosión de Trinity, para Arendt este mismo acontecimiento desembocó en el origen del Mundo Moderno. La bomba atómica dispone un terreno de reflexión política en el que la ciencia y el mal se acercan y oscilan en la vecindad del uno y el otro, de modo que el mal, sin perder su vigencia y alcance en otros terrenos, se transforma en una oportunidad para pensar la responsabilidad de las prácticas científicas.
Caída
“Todo juicio es inútil. Siempre”, comienza recitando una voz infantil que posteriormente se convierte en la de un hombre adulto: “La aparición de estas ideas, la creciente toma de conciencia de lo que está bien y lo que está mal, es la razón por la cual el camino ha declinado. Yo soy el camino… y soy la caída”. Estas palabras señalan la entrada en escena del personaje que más adelante se nos presenta como Lucifer. Su aparición se da en el Paricutín, en aquella iglesia que quedó parcialmente sepultada por la lava luego de la explosión del volcán. Durante su caída del cielo, Lucifer aterriza en Angahuan, comunidad purépecha de Michoacán, donde, antes de continuar su descenso a los infiernos, se encarga de dar algunas lecciones a los pobladores de la zona. Es todo lo que se necesita saber del argumento de Lucifer,18 pues lo interesante para nuestro pensamiento es el dispositivo cinematográfico empleado para hacer que la caída se haga presente sin tener que mostrarla explícitamente.
A diferencia del usual rectángulo al que nos tiene acostumbrados el cine, la película completa se muestra en un círculo, una figura que intenta poner de manifiesto la idea del paraíso y su pérdida. Para ello, se usó un dispositivo novedoso llamado tondoscopio: un espejo cónico, pulido e instalado dentro de un cilindro de vidrio para prevenir que se ensuciara rápidamente, en uno de cuyos extremos se colocaba la cámara con el lente apuntando al vértice del cono. Esto permite formar imágenes en las que el horizonte, que usualmente se extiende sobre el eje horizontal como su nombre lo indica, se convierte en un círculo, conteniendo dentro de sí al cielo y todo lo que se halla en la tierra. En palabras del director Gust Van den Berghe, esta imagen de la tierra cerrada sobre sí misma simboliza una tierra que no se había abierto, guardada en su inocencia, lejos de cualquier concepción del bien y del mal. Pero las imágenes que produce el tondoscopio también se asemejan a las que se pueden observar al mirar hacia arriba desde el interior de un agujero o de un hoyo por el cual se cae. Hay aquí una suerte de parentesco entre la clausura de la inocencia y la clausura de la caída que invita a cuestionar hasta dónde se puede seguir defendiendo dicha inocencia en un mundo donde la acción ya ha abierto su horizonte.
La topografía peculiar del tondoscopio, tal como la usa Van den Berghe, con su horizonte vagamente vertiginoso pegado sobre sí mismo establece un cambio radical con respecto a la cinematografía tradicional. Obviando el hecho de que con un solo golpe de vista podemos observar simultáneamente todo un horizonte, podríamos argumentar que en algunos sentidos se parece más a nuestra vivencia cotidiana; es, en cierto sentido, una representación visual de la experiencia de estar rodeades, siempre, por un horizonte. Pero es vertiginoso, porque el círculo deja sin anclaje alguno el arriba o el abajo. Van den Berghe deja esto muy claro desde las primeras escenas, donde invierte la vertical y crea un piso de nubes y un cielo de piedra, donde se mueve, cabeza abajo, una figura probablemente humana. El círculo de la pantalla multiplica hasta el infinito las simetrías posibles y con ese movimiento crea una multiplicidad de maneras y direcciones en las cuales caer. Usualmente, se piensa la caída de Lucifer como algo que imparte estructura a través del sentido común: como todo mundo, Lucifer cae de arriba hacia abajo. Pero cuando nuestros pies (o nuestro punto de vista) dejan de estar firmemente anclados en la Tierra, ¿dónde es arriba y abajo? Las posibilidades ilimitadas que encontramos en la multiplicidad pueden ser un veneno para la estabilidad; como lo muestra Lucifer, desestabilizan incluso hasta la caída.
“Para [Platón], como para todos los griegos, la carencia de límites es la causa de todo mal”, dice lacónica Arendt.19 En nuestro mundo y en la filosofía reciente se tiene con razón a lo ilimitado como algo positivo; un elemento de la realidad que funciona como una cornucopia, en donde se mueve, no actualizada, toda la creatividad de potencias de la multiplicidad. No podemos, sin embargo, asumir que esta consideración sea universal: para cierto tipo de temperamentos o para cierto tipo de proyectos, esto no es necesariamente algo deseable. Lo ilimitado, sin ser inherentemente malo, invita al caos y al desorden; y podemos pasar prontamente de lo meramente ontológico a lo moral. Platón, en el fragmento referido por Arendt, declara que “la propia diosa, al ver la desmesura y la total perversión de los que no tienen en sí límite alguno ni de los placeres ni del hartazgo, impuso la ley y el orden que tienen límite”.20 En efecto, la multiplicidad encabritada, la falta de límites o la transgresión de éstos son situaciones riesgosas.
Podríamos sacudirnos estas preocupaciones geométricas de manera relativamente fácil. ¿Qué otro efecto tendría en una filosofía práctica, si no es como una fundamentación metafísica -y para el caso, tal vez demasiado metafísica-, la máxima que nos conmina a vivir siempre en moderación, que demasiado de cualquier cosa es siempre malo? Es posible que nuestra época, de hecho, se incline más bien por pensar que más diversidad siempre es mejor; ya no tememos a la multiplicidad como en antaño. Sin embargo, lo ilimitado es un concepto que tiene muchas caras, y una de ellas tiene por función prometer. Lo ilimitado invita a una exploración que nunca acaba, a pensar en un mundo que nunca deja de ofrecer novedades, que nunca deja de ofrecer más. Dicho así lo ilimitado puede conjurar imágenes emocionantes e incluso puede dar la apariencia de tener algo que ver con la libertad; pero rápidamente se levantan implicaciones más funestas cuando lo pensamos lado a lado con categorías fundamentales de la estructura política como el poder o el capital.
La transformación que produce el concepto de lo ilimitado cuando toca a la propiedad y al capital es definitiva: cuando se carece de límites, el proceso de acumulación es potencialmente interminable. Si esa potencialidad se vuelve un hecho, será parte de un temperamento personal y de la permisividad de un ambiente para actualizar dicho proceso e iniciar el ciclo de aumento de riqueza que sólo acaba con la muerte del acumulador o de lo acumulado. Hay todavía un paso más en este ciclo, que llega necesariamente al concebir la riqueza como medio para la acumulación de más riqueza: la acumulación de poder. Como lo señalan Belcher y Schmidt, Arendt detecta la primera conceptualización de este paso necesario en Thomas Hobbes quien, entre el complejo entramado de su sistema de relaciones sociales, mecanismos estatales, movimientos económicos y antropologías imaginarias inserta una proposición que resulta obvia en retrospectiva: si la propiedad es cada vez mayor, entonces se necesitaría un poder cada vez mayor para defender nuestra declaración de que en verdad es nuestra propiedad.21 La consecuencia es una analogía entre las dinámicas del poder y del capital: el poder genera más poder y, por tanto, la obtención de poder no es el fin sino sólo el primer paso en el ciclo de acumulación. La propiedad y el poder se injertan el uno en el otro y así ingresan en un proceso: el proceso del progreso, ilusoriamente concebido como ilimitado, sin fin.
Entra en escena la ciencia moderna. A lo largo de las mutaciones de su compleja historia y de la diversidad incalculable de prácticas a la que ha llegado actualmente, siempre ha tenido la capacidad de desplegar su propio estilo de acumulación. Sin embargo, la acumulación que opera en las ciencias -una acumulación de datos o, en última instancia, de conocimiento- parece ser cualitativamente distinta a la acumulación capitalista o de poder. ¿Por qué? ¿Acaso porque el objetivo explícito de la empresa científica no es crear prácticas de dominación, sino un mejor entendimiento del mundo? ¿Porque, según lo que usualmente se considera, se hace bajo el signo de la racionalidad y de la objetividad, que la aíslan de los valores del mundo extra científico? ¿Porque la verdad, aquel aparente objetivo general de la enorme diversidad de manifestaciones de la ciencia, es en última instancia algo indudablemente bueno? Más que atender a estas justificaciones, de tratar de analizar su validez o de descalificarlas, Arendt (y nosotros siguiéndola) encuentra más productivo analizar el papel que ha jugado el pensamiento científico en la configuración de la relación humana con el mundo.
Desde los momentos de su invención -no hay más que recordar la experiencia de Galileo con el telescopio- la ciencia moderna ha revelado una afinidad por el territorio de lo ilimitado. Ilimitadas son también sus manifestaciones, la multitud ingente y al parecer aún no agotada de maneras de hacer ciencia, haciendo eco de aquello a lo que temían los griegos como la puerta hacia el caos y la desmesura. Por ello, no sorprende que Arendt asocie prontamente a la ciencia moderna al “concepto de progreso ilimitado, que ha acompañado [su] surgimiento y que continúa siendo su principio inspirador dominante”.22 Es, claramente, esa faceta de la noción de progreso que promete una exploración sin fin, y según la cual hay una naturaleza humana cuya perfectibilidad es igualmente ilimitada, noción que “no se daba en la valoración, bastante pesimista, de la naturaleza humana en los siglos XVI y XVII”.23
La topología particular de la imagen producida por el tondoscopio representa de una manera asombrosa la visión que podría tener la ciencia frente a lo ilimitado o no de su objeto de estudio: un universo ya más o menos mapeado, lo que impone ciertos límites, determina el campo de juego. Pero dentro de ese mapa, siempre hay más que conocer; siempre queda ese resto de conocimiento por obtener, un agujero negro en el centro (en el caso del tondoscopio, causado por el reflejo de la lente de la cámara que al estar filmando un espejo escapará de sí misma) el cual, a pesar del concepto de progreso pero también en varios sentidos gracias a él, marca una asíntota a su alrededor que lo dejará siempre como una reserva de incognoscibilidad. Podemos cuestionar la existencia del progreso, desde luego, pero esto no implica que su presencia conceptual no marque la pauta de la dinámica de las ciencias, siempre aumentando una reserva de conocimiento que nunca será total y completa. Hay razones para pensar que así continuará porque, como dice Arendt, si alguna vez se llegara a la verdad total, “se saciaría la sed del conocimiento y la búsqueda de sabiduría llegaría a su fin. Esto, desde luego, es poco probable que suceda”.24
Recapitulemos brevemente. En la ciencia se da un proceso de acumulación, no exento de un origen en el que se ocupan recursos y labor humana, el cual tiende un nexo importante con otros tipos de acumulación,25 es decir, el poder y la riqueza: el sustento conceptual, para su funcionamiento interno y básico, en la noción de lo ilimitado, y específicamente, lo ilimitado como posibilitador de progreso. Este sustento forma el punto de origen que lleva a los peores excesos del capitalismo rampante y el totalitarismo asesino, que se sienten indudablemente como manifestaciones de un mal sistémico y difundido. La pregunta central reaparece: si acaso esta aventura del pensamiento que es la ciencia moderna puede reconocer en sí esos mismos movimientos, reconfigurados en su propio cuerpo y pensamiento. Y si así lo hace, cómo es que las prácticas que despliega -y desde luego y sobre todo, las personas practicantes- pueden ser responsables frente a ello.
Estos sistemas caracterizados por el progreso ilimitado tienen una tendencia a invadir y modificar de manera subrepticia una enorme diversidad de aspectos de la vida pública y privada. Es posible que este modo de actuar sea precisamente lo que posibilite el mal en su manifestación banal, pues permiten que actores individuales no necesiten ser malévolos (es decir, que desean el mal) sino simplemente que, burocrática y acríticamente, se conformen con seguir las órdenes y los dictados del sistema. Entonces el punto central no es si el sistema es malo, pregunta inocua en tanto que en el caso de la ciencia, el progreso se da bajo la forma de la perfectibilidad del conocimiento humano, cada vez más verdadero y, por tanto, cada vez más bueno. Ni tampoco si los actores particulares son malévolos, de lo cual podríamos multiplicar ejemplos sin acercarnos más a la caracterización de la posible relación entre la ciencia y el mal. Más bien, la pregunta sería si la dinámica central de la ciencia, la sed siempre insatisfecha de ver y haber visto, extiende un terreno propicio para que los actores particulares, por la mera creencia en el tipo particular de la ciencia, sean más propensos a actuar sin pensar.
Si lo ilimitado puede conducir a una falta de pensamiento, la cual a su vez está relacionada con la banalidad del mal, entonces el quehacer científico aparece de pronto en la vecindad de esta manifestación del mal, uno de los temas más controversiales de la obra de Arendt. Es claro que la relación de la ciencia con el mal no es ajena a otras reflexiones de esta pensadora, en particular sus nexos con el totalitarismo.26 No obstante, hablar de la ciencia en términos de banalidad resulta ser una aproximación poco explorada que requiere una construcción más fina y atenta a los matices que introduce dicho concepto en torno al juicio de Adolf Eichmann.
La complejidad que entraña Eichmann en Jerusalén puede entreverse desde el contraste que se gesta entre el título y el subtítulo de la obra, “Un reportaje sobre la banalidad del mal”. Entre estas dos instancias emerge una tensión entre el individuo, Eichmann, y un concepto que bajo ninguna circunstancia puede ser individual, como es la banalidad. A ello se le suma que si bien el reportaje que Arendt realiza para el New Yorker versa sobre el juicio del individuo que es Eichmann, el subtítulo señala explícitamente que el reportaje en realidad trata sobre el concepto. Más aún, en tanto que se trata de un acontecimiento jurídico y legal, Arendt insiste constantemente en que en el estrado se juzga “la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo”.27 Y, sin embargo, el reportaje de Arendt no se limita únicamente a Eichmann sino que reúne un variado y dispar número de personajes y elementos. Esta fricción pone de manifiesto que la reflexión sobre el mal desborda la sala de juicios, tanto por la novedad y radicalidad del acto enjuiciado como por los alcances de la justicia en términos jurídicos y legales para dar cuenta del acontecimiento histórico en el que se inscribe el juicio.
Quizá la expresión más acabada de esa fricción se encuentra en la elección misma del término “banalidad” para hablar del mal que representa Eichmann. La palabra aparece en muy pocas ocasiones y, con excepción del “Postscriptum”, de 1964, no se define o describe en relación al mal. Pese a ello, la fina red que se teje en torno al término en el reporte original dice mucho acerca de su sentido. La primera vez que aparece en el texto, Arendt menciona que “los jueces de Jerusalén denominaban ‘banalidades’” a las “frases pegadizas a las que Eichmann llamaba ‘palabras aladas’”, refiriéndose con dicha expresión a los eslóganes que Himmler difundía entre sus subordinados.28 La expresión ‘palabras aladas’ ya había aparecido antes al indicar la dificultad que tenía Eichmann para hablar, para pensar más allá de esas frases repetidas que habían guiado sus acciones durante todo el tiempo que ejerció como burócrata del Reich y que seguía usando en sus recuentos de dicho periodo: “Es cómico cuando habla, repetidas veces, de ‘palabras aladas’ [geflügelte Worte, coloquialismo alemán con el que se designan genéricamen te las frases clásicas célebre] con la intención de significar frases hechas, Redensarten, o eslóganes, Schlagworte”.29 No queda duda de que la banalidad emerge en un contexto de dificultades de traducción, tanto de la incapacidad de Eichmann para hacerse entender como de los jueces para comprender el juego de palabras en alemán. Con esto se señala que el problema de la banalidad del mal se teje en los intersticios entre los individuos, en lugar de constituir una propiedad de un individuo particular.
La banalidad se constituye, además, a partir de esas verdades pretendidamente públicas que se extienden y dominan un ámbito social, disponiendo una atmósfera que encasilla el pensamiento en un único curso incuestionable, en una senda estrecha y sin desviaciones que impide cualquier tipo de reflexión, que sofoca y ahoga al pensamiento hasta agotarlo. Cuando en el “Postscriptum” Arendt se refiere a la banalidad, la describe “a un nivel estrictamente objetivo” en cuanto que resultó ser algo, al menos para ella, evidente a lo largo del juicio: “Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que ‘resultar un villano’, al decir de Ricardo III [...] Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que hacía”.30 Hay una falta de imaginación en Eichmann que no puede compararse con la mera estupidez; lo que se hace evidente es una falta de pensamiento cuyas consecuencias parecen tan impredecibles como la acción misma: “Únicamente la pura y simple irreflexión [...] fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo”.31 La falta de pensamiento produce un efecto oneroso en el cual la fachada de una persona normal e idealista -términos que usan Arendt y otros para describir a Eichmann en el curso del juicio- le permitía a algo que no era ni normal ni común moverse a sus anchas y extenderse hasta bordear lo ilimitado, algo que apenas si puede apreciarse en la aún incalculable cantidad de muertos que dejó el exterminio Nazi. Eso fuera de lo común era “su incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor”.32
Siguiendo la interpretación de Seyla Benhabib, la falta de pensamiento que le resulta tan evidente a Arendt en Eichmann se centra en una incapacidad para pensar por sí mismo más allá de los clichés que se encontraban en las palabras aladas que tanto admiraba, al punto de convertirse en un fanático cuya mentalidad ideológica lo protege de cualquier tipo de evidencia que pudiera contrariar la visión de mundo que había tomado y aceptado.33 En el caso de la banalidad del mal, no hay intenciones individuales o motivos que puedan ser usados como prueba contundente del mal y que sirvan para decretar la sentencia final. Lo único que queda es juzgar las acciones, las obras [deeds],34 y pensar a partir de ellas, juzgar aquello que sus perpetradores fueron incapaces de hacer: distinguir el bien del mal.
El rastro de la banalidad del mal es de suma importancia para continuar esta exploración. Como hemos visto, lejos de ser un asunto de intenciones individuales y conscientes, la banalidad se ubica en un registro diferente que no permite señalar culpables, que se resiste a revestir la maldad con los ropajes de una mente maestra y pervertida que se convierte en la encarnación misma del mal. Aquí lo importante no es tanto Lucifer como sí lo es el trastocamiento del horizonte que produce la caída. Esto supone un interrogante más en el que la responsabilidad se toma la escena. Lo interesante de esto es que la cuestión de la responsabilidad puede tomar direcciones tan insospechadas como los efectos de las acciones. La controversia que siguió a la publicación de Eichmann en Jerusalén es una buena muestra de ello. Mientras que en los Estados Unidos el centro de la discusión lo ocupó la cooperación de los judíos con los nazis y, por ende, su parte de responsabilidad en el exterminio, además del carácter maligno de Eichmann, en Europa las preguntas tenían que ver con la colaboración de otros Estados europeos con los nazis, además de la participación de estos últimos en las sociedades europeas después de la guerra.35 Con la banalidad, la responsabilidad a la que remite constantemente el mal se difracta y adquiere distintas tonalidades que no necesariamente se ordenan de forma gradual sobre una escala, sino que plantean problemas y preguntas que no son conmensurables entre sí. No sólo eso: la banalidad conlleva un interés peculiar en el libre ejercicio del juicio como herramienta para distinguir el bien del mal -contraste fundamental para la toma de responsabilidad-, algo que, en el caso de aquellos que se resistieron a la banalidad del nazismo tuvieron que hacer “sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban […] decidir en cada ocasión de acuerdo con las específicas circunstancias del momen to, porque ante los hechos sin precedentes no había normas”.36
Regresemos a la pregunta: ¿tiene este mal banal, esta incapacidad para pensar, una relación con la ciencia y sus prácticas? ¿De quién podemos decir que no piensa? Max Liboiron ofrece un estudio de caso que puede ayudarnos a pensar más claramente estas preguntas, en el que analiza una fórmula matemática clásica, la ecuación de Streeter-Phelps, con la que estos autores describieron en 1925 la cantidad límite de contaminación que un río puede recibir y ser aún capaz de auto-purificarse, es decir, de asimilar los contaminantes y no sufrir un efecto deletéreo en sus aguas.37 Tal ecuación posibilitó la gestión de la contaminación de manera que aún se pudieran tirar los desechos en las aguas, pero dentro de límites aceptables y cuidadosamente regulados demarcados por la propia ecuación. Desde luego, las industrias emisoras de contaminación no se enfocaron en el límite, sino en la región inferior a él que les permitía seguir contaminando, una región abierta y llena de posibilidades, estableciendo así una dinámica para explotar un “permiso para contaminar”.38
Sería absurdo buscar un análogo de Eichmann en este episodio de la historia de las ciencias ambientales. Liboiron insiste en que Phelps era un ecólogo conservacionista, desmarcado de aquellos intereses que ven en el río únicamente un medio para continuar una acumulación de riqueza; al contrario, su impulso era proponer un marco teórico para salvar los ecosistemas riparios. Tampoco tiene sentido afirmar que la ciencia es inherentemente mala, o que Streeter y Phelps dieron con un conocimiento que mejor hubiera sido dejar sin formular. Tal vez podríamos imputar un mal banal a las personas empleadas en la burocracia de los desechos de DuPont u otras industrias contaminantes, algunas de ellas probablemente científicas que seguían las órdenes de sus patrones. Pero el hecho importante aquí es que Streeter y Phelps establecieron un parámetro unívoco de contaminación aceptable, sin atender a otras razones o modos de considerar la situación, partiendo del axioma incuestionable de que podían estudiar y aplicar sus conocimientos a cualquier río. La acción de afirmar un límite de tolerancia riparia universal se justifica con el potencial ilimitado para progresar en el conocimiento, dando rienda suelta a la continuación de la contaminación impune y no responsable: ya se purificarán solos los ríos. Liboiron aterriza esto en una consecuencia tangible: la ecuación de Streeter-Phelps asume (y lo hace por no pensar, diríamos nosotros) un acceso total a los ríos para contaminarlos de la manera correcta sin detenerse y pensar que esos ríos están en territorio de pueblos originarios y comunidades indígenas, que no pueden ser usados indiscriminadamente para verter desechos.
De lo anterior, sería fácil decir que es mera hybris, mero exceso y soberbia de parte de la dinámica de la ciencia y de sus practicantes. Sin embargo, creemos que lo que ocurre es que la ciencia, tal como se estructura, propone una serie de retos para el pensamiento, los cuales pocas veces encuentran una disposición para atenderlos. Dicho de otra manera, la ciencia propone un paisaje que predispone a diversos actores involucrados con ella a no pensar, y esta negativa a pensar muchas veces está inscrita en la naturaleza misma de estos actores. Los intereses de, por ejemplo, una entidad puramente capitalista, como una empresa interesada en deshacerse de sus contaminantes, la inhabilitan para pensar, aun cuando hable en el lenguaje de la ciencia.
Responsabilidad
En una institución mental innombrada, Jin-man y Si-bong son golpeados constantemente por dos empleados del lugar. Las golpizas son diarias y solo disminuyen en intensidad cuando los internos empiezan a reconocer faltas inventadas y a disculparse por ellas. El ciclo de golpes, admisiones y disculpas continúa hasta que se descubre lo que ocurre en la institución y la cierran, con lo cual Jin-man y Si-bong quedan libres en un mundo que desconocen. Dado que disculparse es lo que han hecho por años, pareciera que no saben hacer nada más, de modo que para reintegrarse a la sociedad deciden iniciar su propio emprendimiento y montar un negocio en el cual ofrecen sus servicios para que otras personas ofrezcan disculpas a través suyo. La idea parece descabellada pero funciona, de modo que ellos toman el lugar de las personas que los contratan y reciben los golpes, gritos e injurias que iban dirigidos a los perpetradores arrepentidos de algún acto indebido. Lo peculiar de este modo de actuar es que lleva a un descubrimiento insospechado en el que Si-bong le propone a Jin-man que si en algún momento este último tiene que disculparse con el primero, sólo necesita ofrecer las disculpas a sí mismo, sin que el afectado esté presente. Esta peculiar proposición se torna crucial al final de la historia cuando los ex-empleados de la institución capturan a los antiguos internos. En un momento, a Jin-man le conceden la oportunidad de salir para ir por la hermana de Si-bong y llevarla con los ex-empleados. En el curso de su salida, Jin-man recuerda la proposición de Si-bong y decide aceptarla, convertirla en una falta y ofrecerle disculpas disculpándose consigo mismo por abandonarlo e irse con su hermana, a sabiendas de que el destino de Si-bong sería la muerte, algo que no se resuelve al final.
At Least We Can Apologize [Al menos podemos disculparnos], la novela que teje este extraño mundo,39 puede estar culturalmente anclada al modo en el que la estructura jerarquizada de la sociedad surcoreana dispone el acto de ofrecer disculpas, pero ello no merma la potencia de la novela para imprimir una suerte de extrañamiento en la relación que tienen la culpabilidad, el arrepentimiento y la responsabilidad en cuanto factores propios de la condición humana. Si bien la singularidad del contexto cultural afirma la universalidad de estos aspectos en cuanto que constituyen el eje que vertebra la historia, dicha universalidad toma distancia de una dinámica fija en la cual su interacción es siempre la misma y obtiene el mismo resultado, para abrirle campo a los diversos modos en los que puede constituirse dicha dinámica al punto de llegar incluso a hacer de la responsabilidad y la disculpa un sinsentido apropiado para la sátira.
Resistirse a la inercia de extender indefinidamente el patrón de acción que de la sátira puede llevar a lo oneroso, como le ocurre a Jin-man y Si-bong, es la tarea de la responsabilidad. Si en la primera sección intentamos mostrar que la ciencia actúa y en la segunda elaboramos la conexión de la acción en cuanto acontecimiento irreversible e imprevisible con el mal, en esta tercera el argumento se extiende hacia la responsabilidad. En tanto que para Arendt el actuar derivado de la ciencia lleva a la alienación de la Tierra, a que la condición humana pierda esa atadura con la Tierra, cabe pensar que la exploración de la responsabilidad de la ciencia la religue y le recuerde su condición terrestre o terrícola, es decir que sus acciones ocurren en un terreno diverso, plural y heterogéneo como es el político, y así la primera pregunta que habría que hacer es: ¿de qué hablamos cuando decimos que la ciencia puede ser responsable de algo? A simple vista, exigir responsabilidad sería algo delimitado al ámbito de un agente racional capaz de reconocer sus faltas. ¿Constituye la ciencia un agente con tales atributos? La pregunta en sí misma es extraña pues su formulación pareciera barruntar una presunta diferencia entre la ciencia y los agentes que la practican, las personas que hacen ciencia; y al hacerlo, empezamos una nueva diferencia (en el sentido de diferir) de la responsabilidad. Ya hemos oído a Arendt reflexionar que “el científico como científico ni siquiera se preo cupa de la supervivencia de la raza humana sobre la tierra, ni incluso de la del planeta mismo”, o esta otra de algunos años atrás: “La culpa no es de ninguna ciencia como tal, sino más bien de ciertos científicos que no se sintieron menos hipnotizados por las ideologías que sus contemporáneos”.40 En el caso de Arendt, esta distinción se basa en el carácter propiamente cognitivo y epistemológico de la ciencia, a diferencia del carácter político de los actores humanos en cuanto que no son sólo científicos sino también ciudadanos. Sin embargo, la fisura abierta en la primera sección regresa para poner en entredicho esta división. Si la ciencia se comprende como un modo de acción novedoso por los efectos que pueda tener con respecto a la condición de estar atados a la Tierra, ¿dónde se traza la línea divisoria entre lo cognitivo y lo político?
Sobre esta división descansa la posibilidad de pensar la responsabilidad de las prácticas científicas. Para ello, hay que tomarse en serio el carácter irreversible e imprevisible de la acción. Si no hubiera una forma de lidiar con estos aspectos, la acción se detendría y no habría manera de iniciar algo nuevo. Es necesario, entonces, tener en cuenta el perdón y la promesa, dos conceptos que surgen de la acción y que mantienen su potencia de seguir actuando. El perdón consiste en “la posible redención del predicamento de irreversibilidad -de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo-”, mientras que la promesa, la cual hay que hacer y mantener, es “el remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro”.41 Estos dos conceptos se pueden pensar y aplicar sin mayores dificultades a las personas, y de hecho forman parte del tejido que construye cualquier tipo de relación social o comunitaria. Sin embargo, su uso en el contexto de la ciencia no parece ser tan directo ni mucho menos transparente. ¿Cuáles son las promesas que ella hace? ¿Cómo es el perdón que se le otorga cuando actúa mal u ocasiona un mal?
En el caso de las promesas es posible valerse de una expresión popular, una de esas palabras aladas que se usan con recurrencia para hablar de la relevancia de las prácticas científicas: ‘las promesas de la ciencia’. Esta expresión está asociada con asuntos que siempre se conciben como buenos, como parte de un progreso de la humanidad y de la civilización, ya sea acabar con el hambre, acabar con el sufrimiento y las dolencias, acabar con la pobreza y la opresión, o, en última instancia, seguir conociendo el mundo, el universo, la realidad. Ninguna de estas expresiones puede tacharse de mala o indeseable; todo lo contrario. Sin embargo, queda claro que este tipo de promesas siempre ocultan un interrogante: ¿para quién y a expensas de quién? Hacer explícita esta pregunta es importante porque al momento mismo de enunciarla se revela el carácter universal de esas promesas, se manifiesta ese punto de apoyo fuera de la Tierra que hace que las promesas se hagan en nombre de una humanidad universal. Esto delata una dificultad, pues para Arendt “obligar mediante promesas sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres”.42 ¿Qué clase de seguridad puede otorgar una promesa que se hace a una humanidad universal, uniforme y homogénea? ¿Qué tipo de agarre tienen estas promesas en la realidad si se hacen desde un punto de apoyo que es ajeno a la Tierra misma? No hay una respuesta unívoca a estas preguntas, pero con ellas se pone al descubierto que la alienación de la Tierra no es nada más un problema relacionado con el espacio y los procesos cósmicos; la alienación de la Tierra se manifiesta también en una concepción universal sin más de la humanidad, la cual se logra gracias a ese punto de apoyo que permite ver al planeta como ese “punto azul pálido” que unifica a la humanidad y hace que sus problemas sean los mismos para toda ella. La alienación de la Tierra, en otras palabras, es perder de vista que somos terrícolas, que hay una pluralidad y diversidad de formas de ser humano junto con otras que no son humanas, todas ellas igualmente capaces de exigir y llamar a una toma de responsabilidad.
El caso del perdón supone una pregunta muy particular: ¿se le puede llamar a la ciencia a dar cuentas de “sus actos”, de sus acciones? ¿Cómo? Si volvemos sobre la ecuación de Streeter-Phelps, en un primer momento lo que se pretende con ella es determinar un límite máximo de contaminación posible en un ecosistema ripario antes de que éste colapse, el cual le sirve a las compañías (cualquier industria dispuesta a contaminar) a instrumentalizar el conocimiento científico en favor de la contaminación a pesar de las buenas intenciones de les científiques. En una segunda iteración, el mismo caso pone el énfasis en que esa actividad científica asumió que los ríos eran suyos, que caían dentro de su jurisdicción ilimitada para conocer, sin tomar en cuenta que esos ríos estaban dentro de territorios de pueblos originarios. Aquí no hay una acusación directa contra la ciencia que la obligue a reconocer su responsabilidad y pedir perdón. Después de todo, ¿de qué se haría responsable? ¿Del carácter ilimitado de su propia empresa de conocimiento? La acusación es tan abstracta que no tiene sentido en un sistema legal, aunque ciertamente nos obliga a pensar por otras vías la responsabilidad.
Es sintomático de nuestro problema, de la dinámica de la ciencia moderna que estamos tratando de mostrar, que de las dos maneras más robustas que Arendt propone para adquirir responsabilidad en un mundo impredecible, la promesa y el perdón, sea más sencillo encontrar ejemplos de un uso excesivo de la primera, dando origen a una batería de palabras aladas, y prácticamente ninguno de la segunda. En todo caso, a quien se trae a rendir cuentas es a las personas particulares: se han señalado a las cabezas principales de la investigación del Proyecto Manhattan o se han condenado jurídicamente a los académicos a cargo del reactor número 4 de Chernobyl, pero en ningún momento se ha reducido la velocidad de la marcha del progreso, ni se ha cuestionado su dirección. En los casos en que la actividad científica es el sustrato de violencia lenta,43 un llamado a la responsabilidad de la actividad científica ni siquiera se considera. Al contrario: cuando la actividad científica regresa al lugar de los hechos, generalmente lo hace bajo la figura de un testigo que dará un recuento de la causa aparente y enumerará las maneras en que se cayó en el error. La moraleja de este testimonio es clara: no se trata de una movilización de fuerzas incontrolables y descontextualizadas de su lugar cósmico, como le llamaría Arendt; tampoco se trata del resultado de seguir bajo el signo de una dinámica de progreso que en otros ámbitos análogos ya se ha demostrado falaz (en tanto que está basada en un falso convencimiento de que éste puede ser ilimitado). Se trata de un caso de carencia de conocimiento y no de una imposibilidad radical de conocer perfectamente las consecuencias; y la única cura para eso es seguir progresando en la acumulación de conocimiento. Al igual que Jin-man y Si-bong, cuando a la ciencia se la saca de su mundo pareciera que la única opción posible es seguir haciendo lo que siempre ha hecho, seguir moviéndose al amparo de esa noción de lo ilimitado que rige su quehacer. Si al final de la novela Jin-man se disculpa consigo mismo por abandonar a Si-bong, con lo cual el perdón pierde por completo su carácter de reconocimiento de la presencia del otro, afirmar que los efectos negativos del actuar de la ciencia son sólo un asunto de falta de conocimiento y de la necesidad de seguir investigando más y de la misma manera -algo que la ciencia misma ha de resolver-, es una forma de desconocer la inherente pluralidad de la Tierra, de las obligaciones que genera y del llamado a hacerse responsable de las acciones propias. Si la banalidad tiene ese rasgo de ser incapaces de ponerse en el lugar de otres, es necesario recordar que ponerse en ese lugar “no significa solamente anticipar en el pensamiento lo que otres pueden sentir y pensar, sino que también nos obliga a escuchar la voz del otro a través del diálogo y en las prácticas compartidas”.44
Cuando Arendt se pregunta por la capacidad de destrucción de la ciencia, su pensamiento no sigue esa senda de lo ilimitado para invitar a les científiques a considerar las formas técnicas y tecnológicas de enmendar y reparar los daños. Su pensamiento sigue otra vía: “La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales”.45 Este enunciado condensa la condición de pluralidad que resulta esencial para Arendt al momento de comprender el perdón y la promesa: estos dos actos no tienen sentido si no se hacen en presencia de otres para quienes perdonar y prometer pueda representar una oportunidad para decidir, para iniciar nuevas acciones y asegurar la creatividad de la libertad. Así, por ejemplo, Liboiron pone un énfasis en un tipo de responsabilidad (de las únicas veces que lo hemos visto) en el que ésta se medita antes de obtener el conocimiento, no después de haber ejercido un derecho ilimitado de facto de ver y haber visto. Uno de los principios del laboratorio que ha elle ha organizado (el CLEAR, “Laboratorio cívico para la investigación de acción ambiental”, que realiza investigación acerca de la contaminación por plásticos en territorios indígenas… y “Siempre estamos en territorio indígena”)46 es no comenzar ningún tipo de investigación, ni recolectar ningún tipo de datos, en un lugar habitado, particularmente por comunidades originarias, sin el permiso e invitación explícitos de estas comunidades.47 Deja mucho que pensar que de todas las discusiones éticas de la ciencia y sus aplicaciones, este principio del CLEAR salte a la vista por ser de los pocos que asumen exactamente lo contrario al progreso ilimitado de la ciencia; es decir, que las prácticas científicas no tienen un derecho de facto de convertir en objeto de estudio ni a las comunidades que no están involucradas en realizar la investigación, ni a la tierra en donde viven, ni a los recursos y organismos que en ella se encuentran. ¿Cómo, nos preguntamos, se vería una ciencia que trabajosa pero alegremente abandone el principio del progreso?
Hemos descrito una dinámica general de un sistema. Como tal, sería un error suponer que una fe absoluta en el progreso es algo que debemos buscar en las posiciones íntimas y personales de todos, o de una mayoría, de los miembros particulares de la comunidad científica. Nosotros mismos (entrenados como científicos y nunca lejos de ese hábito de pensamiento) expresamos aquí un llamado a buscar otros modos, a reconocer que así como el avance irrefrenable de la ciencia puede dejar víctimas tras de sí,48 también es necesario insistir en el carácter imaginativo de sus prácticas con el fin de resistirse a la banalidad que las acecha. Como lo dice Isabelle Stengers: “Se trataría más bien de desarrollar, a propósito de cada situación problemática, las preguntas políticas primordiales: ¿quién puede hablar de qué, ser el portavoz de qué y bajo qué condiciones? En este sentido, se puede comprender la práctica experimental como una respuesta muy particular a estas preguntas, en una situación que pone en juego la fiabilidad del testimonio experimental”.49 En ello radica la importancia de pensar a través del mal, ya no como un concepto metafísico u ontológico, sino como algo propiamente político. Se hace necesario salir de las palabras aladas, de los gritos de guerra o de cualesquiera otras expresiones que movilizan a la polarización y ocultan la responsabilidad.