Because we dwell on the stage of history, and not simply
in our houses, we cannot avoid the imperative to have a
relationship with actions and events performed by
institutions of our society, often in our name, and with our
passive or active support.
Iris Marion Young, Responsibility for Justice
En el presente artículo proponemos un análisis de la banalidad de la injusticia, haciendo una exégesis de la banalidad que califica el mal en la formulación de Hannah Arendt junto con la injusticia estructural según los estudios de Judith Shklar e Iris Marion Young. Si bien Arendt no tematizó la injusticia, le imprimió efectivamente un nuevo matiz al problema del mal al divorciarlo definitivamente de una voluntad demoníaca y asociarlo con la banalidad. El objetivo de nuestro texto es pensar si se puede hacer una lectura de las injusticias estructurales a partir de la noción de banalidad que Arendt utiliza para calificar al mal cuando analiza el comportamiento de Eichmann durante el juicio en Jerusalén en 1961. La pregunta que sostiene esta investigación es si podemos desplazar esta conceptualización del mal hacia la injusticia. No nos pronunciaremos aquí acerca de la relación entre el bien y la justicia. Nuestra preocupación principal es la injusticia y creemos, como Elizabeth Anderson e Iris Marion Young, que hay razones, inclusive metodológicas, importantes para concentrarse en las injusticias y dejar de entenderlas como fallas respecto de una idea de la justicia más o menos perfecta, como fenómenos deficientes respecto de una supuesta realidad social que no es en sí misma problemática o de una imagen ideal que describe un mundo perfectamente justo.
El artículo se divide en tres secciones. En la primera sección haremos una breve reposición del tratamiento de la cuestión del mal en la filosofía occidental monoteísta, de la que ciertamente son herederas Arendt, Shklar y Young, y de la injusticia según estas dos últimas autoras. En la segunda proponemos un análisis de la injusticia estructural en términos de banalidad, iluminando la obra de Arendt con la de Young y Shklar y viceversa. Finalmente, en la última sección esbozamos la relación entre la banalidad y la injusticia.
El mal y la injusticia
Desde Agustín de Hipona, en la tradición de la filosofía monoteísta occidental el mal tiende a ser concebido no como una sustancia o entidad sino como resultado del libre albedrío, que a su vez es pensado como un bien otorgado por Dios que nos permite tanto obrar rectamente como pecar.1 2 Paradójicamente, el mal concebido como pecado, es decir, tematizado en términos teológicos, recaía en la pregunta cosmológica providencial “¿cómo puede existir el mal en una creación hecha por un hacedor santo y perfecto?” y en la pregunta ético-religiosa “¿cómo puede Dios permitir el mal?”. Así planteado el problema, el mal tendía a rehuir del ámbito de la responsabilidad humana hasta que en su famosa carta a Voltaire (1756)3 en ocasión de su poema sobre el terremoto de Lisboa y el poema de Pope sobre la bondad de la providencia divina Rousseau lo trajo a la tierra. Si leemos la carta sobre la providencia a la luz del Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (de 1755, el mismo año del terremoto de Lisboa), arribamos a una tematización del mal en términos del carácter libre, humano y contingente de la injusticia. El mal es, insistió Rousseau, una cuestión humana, no divina, y no es un problema solamente de la moralidad humana, sino que es esencialmente social: su origen, su génesis y su fundamento se dan en la interacción humana. En su escrito sobre La religión dentro de los límites de la mera razón, Kant retomó estas intuiciones rousseaunianas y dejó el mal radical en manos humanas, como un asunto de doble pertenencia ética y social, un producto exclusivamente terrenal de la interacción social bajo la égida del solipsismo moral.4 En Kant el mal es, además, el punto de partida de la reflexión, es decir que es un dato primero que estructura un mundo social predominantemente injusto y no una desviación o una degeneración de una realidad de otro modo buena y justa.5 Andando el camino de esta constatación del mal como la realidad radical de la condición humana llegamos a Hannah Arendt cuando después del juicio a Eichmann acuñó el concepto de “banalidad del mal”.
Según lo relata Richard Bernstein, Arendt afirmó en 1945: “el problema del mal será la cuestión fundamental de la vida intelectual de la postguerra europea”.6 Ciertamente, Arendt volvió a poner en circulación el problema del mal, tematizado no como una contradicción con la bondad divina ni como el drama de la libertad humana, sino para explicar un fenómeno que le había resultado evidente durante el juicio a Eichmann celebrado a Los orígenes del totalitarismo. Arendt considera su análisis de la banalidad “estrictamente objetivo”, si bien aborda la noción en unas pocas líneas donde afirma que Eichmann no era ni un Yago ni un Macbeth, que inclusive no era un criminal, sino que su problema fue precisamente una “falta de imaginación”. En el Post-scriptum a los cinco ensayos publicados originariamente en el New Yorker escribió:
Únicamente la pura y simple irreflexión -que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez- fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como ‘banalidad’, e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann la diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común.7
Arendt se equivocó, el mal no se convirtió en un problema filosófico central. A pesar de que ella le imprimió un matiz que ningún estudio sobre el mal puede ignorar, lo que efectivamente se convirtió en un tema de discusión mayor de la filosofía fue la injusticia -si bien, como apunta Judith Shklar, la injusticia no ha tenido como tema el mismo peso que tiene la justicia y sólo recientemente se la analiza como un fenómeno independiente.8
En su célebre obra Los rostros de la injusticia, Judith Shklar replanteó la injusticia en términos que se asemejan bastante a las tesis de Rousseau y Kant sobre el mal como un fenómeno radicalmente humano y social, a diferencia de “los males” entendidos como infortunios inevitables. El texto se abre con una pregunta: “¿Cuándo una desgracia es un desastre y cuándo constituye una injusticia?”.9 La pregunta es una de las claves que abre la cuestión de la responsabilidad porque asociamos el desastre o, mejor dicho, el infortunio con lo “inevitable y natural”, mientras que la injusticia es “controlable y social”.10 Sin embargo, la responsabilidad no se tramita por medio de la distinción entre los males naturales y los males causados por seres humanos, cuyos efectos suelen escapar a nuestro control individual. La responsabilidad nos demanda acciones frente a injusticias que no causamos directamente, incluso frente a los infortunios. La distinción entre infortunio e injusticia es difícil de trazar y la diferencia entre ambos depende, por supuesto, de cada contexto práctico. Con todo, la distinción entre infortunio o desgracia e injusticia tiene que volver a ser centro de la reflexión filosófica, propone Shklar, porque ella involucra “nuestra disposición y nuestra capacidad para actuar o no actuar en nombre de las víctimas, para culpar o absolver, para ayudar, mitigar o compensar, e incluso para mirar hacia otro lado”.11 La obra de Shklar puede ser leída de varias maneras; nosotras queremos destacar su defensa de que hacer foco en la injusticia permite reorientar nuestra mirada para detectar problemas que si abordamos con un prisma de la justicia nos pasarán desapercibidos. Relacionada con esta intuición, está también la idea de que hay algo objetivo en las injusticias que permite no sólo notar cuándo un desastre natural, por ejemplo, tiene consecuencias injustas, sino que hace que la perspectiva de la víctima no siempre alcance para dar cuenta de la injusticia de un fenómeno. Se trata, entonces, de reconceptualizar la injusticia de manera tal que nos provea herramientas para entender mejor el daño y poder actuar de manera responsable frente a él, más allá de la cuestión de la culpa. La injusticia nos conduce así por la senda de la responsabilidad.
En esta senda de Shklar, Iris Marion Young dio un paso más allá de cierta tendencia individualista del tratamiento shklariano y pensó la injusticia como un fenómeno estructural. La ocurrencia de una injusticia no se agota meramente en los actos aislados de un individuo, sino que remite a la existencia de estructuras sociales que “sitúan a grandes grupos de personas bajo la amenaza sistemática del abuso o de la privación de los medios necesarios para desarrollar y ejercitar sus capacidades”.12 La injusticia no es, entonces, una desviación excepcional en un mundo social armonioso y la realidad injusta no sufre de una simple imperfección temporal respecto de un ideal de justicia o de una justicia ideal, pero tampoco nos desresponsabiliza. La injusticia causa un daño sistemático por el que somos responsables incluso cuando no nos reconozcamos como actuando de manera activamente nociva.13
Creemos que al igual que la banalidad del mal de Eichmann, la injusticia entendida como estructural no es asimilable a una diabólica profundidad. Nosotras pensamos que la injusticia, más que el mal, puede calificarse de banal. Lo que sigue de este texto comenta algunas razones acerca de por qué, poniendo en diálogo a Arendt con Young.
Los derechos, la injusticia y la responsabilidad
Una de las controversias comunes de los estudios arendtianos es la pregunta sobre si la crítica de Arendt a la concepción hegemónica de los derechos humanos da lugar para abordar la justicia.14 Nos parece más bien que Arendt da pie para pensar la injusticia a partir de algo que es central para una teoría de la injusticia: dejar de basar normativamente los derechos en un ideal del individuo autónomo, recortado de la comunidad política.
Hablar de injusticia antes que de justicia tiene varias virtudes epistémicas y normativas. Una concepción idealizada de la justicia no explica ni se aplica a ninguna sociedad humana, por lo que o bien es superflua, o bien (lo que es peor) si queremos aplicarla en un contexto social determinado para detectar y remediar injusticias probablemente terminemos haciendo más daño. Al no detectar las injusticias reales, al invisibilizarlas, existen grandes probabilidades de ofrecer soluciones que sólo profundicen las injusticias. Como señaló Elizabeth Anderson,
La enfermedad epistémica de la teoría ideal [aquí proponemos entender “teorías de la justicia”] proviene del hecho de que si no se anticipa que puede aparecer un cierto tipo de injusticia, se puede fracasar en representar el estado ideal como un estado que carece de esa injusticia y se puede incluso permitir que esa injusticia ingrese sin que lo sepamos en el estado ideal.15 16
Pensamos que el análisis de Arendt sobre el derecho a tener derechos con el que ella critica el ideal de los derechos humanos a partir de su trabajo crítico basado en la experiencia de los apátridas funciona como los acercamientos no-ideales a las injusticias de los contextos sociales existentes, tal como los tematizan Anderson y Young. En el capítulo “Las perplejidades de los derechos humanos” que cierra la sección sobre el imperialismo en Los orígenes del totalitarismo, Arendt plantea como una “perplejidad” el hecho de que ante la crisis de millones de apátridas entre las dos guerras mundiales, ningún gobierno ni institución haya podido garantizarles los derechos humanos proclamados como “‘inalienables’, irreducibles y no deducibles de otros derechos o leyes”.17 El problema de los derechos humanos para Arendt es que en el momento en el que aparecieron los apátridas, quedó en evidencia que la pérdida de los derechos de ciudadanía significa la pérdida de los derechos humanos inalienables, de manera que los derechos concebidos como no deducibles en rigor de verdad dependían de un momento normativo anterior a ellos. La apelación a la dignidad humana por sí sola no podía protegerlos.
La pérdida de la ciudadanía expone ese lado oculto de los derechos humanos que Onora O’Neill criticó en su famoso artículo “The dark side of human rights”.18 19 En efecto, trae a la luz los daños concretos que genera una concepción meramente aspiracional de los derechos humanos que no hace foco en las obligaciones y deberes concretos que se corresponden necesariamente con cualquier reclamo asociado a los derechos subjetivos. Por su parte, la conclusión a la que llega Arendt está condensada en la célebre fórmula ‘el derecho a tener derechos’: “esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y opiniones propias y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada”.20 La fórmula ‘el derecho a tener derechos’ no es una tautología vacía; por el contrario, enuncia que el primer ‘derecho’ es político y que este resguarda los derechos subjetivos que un sistema jurídico tiene que sancionar (los ‘derechos’ de los que habla la segunda parte de la fórmula). Se trata, así, del reconocimiento de si hemos de tener derechos garantizados, la garantía y al mismo tiempo la fuente de normatividad de estos derechos es la existencia concreta de comunidades políticas que puedan obturar la acción destructiva del Estado.
El derecho a tener derechos relaciona la singularidad de la natalidad con la pluralidad de actores que pueden aparecer en el espacio público. La ley (lo jurídico) debe ser entendida en términos opuestos al modo en el que el totalitarismo concibe la ley, i. e., como ley de la naturaleza o ley de la historia, y pasa a tener por el contrario su anclaje político (no iusnatural ni prepolítico) en la igualdad de derechos que restringen en la arena pública de lo político el poder soberano del Estado. De acuerdo con Arendt, las injusticias de todo tipo que vivieron los apátridas tenían su origen en la falta de pertenencia a una comunidad política, por eso subraya que estos no pedían derechos como seres humanos sino como judíos, polacos, alemanes, etcétera. Esto último podría hacernos concluir que para Arendt los derechos dependen de un Estado-nación; sin embargo, ella deja muy claro que se trata de comunidades políticas, pues la injusticia vivida por los apátridas es causada por la concepción misma del Estado como representante de una nación entendida en términos esencialistas y prepolíticos. La importancia normativa de la comunidad política, por contraposición al Estado, se cifra en la siguiente tesis: “Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la igualdad a través de la organización porque el hombre puede actuar en un mundo común, cambiarlo y construirlo junto a sus iguales y sólo con sus iguales”.21
Abordar la injusticia de la condición de los apátridas nos conduce, así, a dejar de pensar en individuos recortados de sus relaciones sociales y por esto es que Arendt y Young pueden entablar un diálogo fecundo acerca de la relación entre grupos sociales y la responsabilidad por la justicia. Quizás la mayor diferencia entre Arendt y las teóricas de la injusticia está en que ella es poco afín a la idea de grupos sociales, pues contrapone lo social a lo político, lo que explica su pobre compromiso con el feminismo y otros movimientos de desobediencia civil. En parte, como bien lo señala Young, para Arendt la destrucción de lo político en el totalitarismo se dio por un repliegue a lo social, repliegue por el cual las personas que, “como Eichmann, se centraban en sus familias y en hacer su trabajo”,22 perdían noción de toda responsabilidad política. Sin embargo, la teoría de los grupos sociales de Young no se refiere a esta despolitización que Arendt les recrimina a los judíos que habrían aceptado ser judíos en la casa y ciudadanos en la calle, sino que justamente invita a dejar de pensar la injusticia desde una ontología social que se presenta de manera individualista o atomista.
Esta presume que el individuo es ontológicamente anterior a lo social. Tal ontología social individualista se corresponde con una concepción normativa del sujeto como independiente. El yo auténtico es autónomo, unificado, libre y hecho a sí mismo, se sitúa fuera de la historia y de las afiliaciones, y elige su propio plan de vida por sí mismo.23
Arendt estaría de acuerdo con esta afirmación, como vimos en su crítica a los derechos humanos enarbolados en la condición humana de cada individuo. Lo que Arendt critica es, antes bien, el abandono de lo público en favor de los intereses privados, la desvinculación con otros miembros de los grupos sociales oprimidos -de ahí su noción, tomada de Bernard Lazare, del paria consciente, aquel que desde la marginación puede actuar políticamente-.24
Sin embargo, Arendt no accedió fácilmente a pensar la injusticia estructural. A pesar de que el espacio público que ella contrapone al espacio privado es agónico, ahí donde el agón no es únicamente competencia sino también resistencia,25 Arendt no analiza el espacio público como un lugar en el que “las relaciones de privilegio y opresión estructuran las interacciones entre numerosos grupos”.26 Young no hace énfasis en la ausencia en la obra de Arendt de una noción de injusticia y de una noción de espacio público atravesada por la explotación económica, la necesidad y la privación y las formas de dominación. Más bien, ella dedica el tercer capítulo de Responsabilidad por la justicia, intitulado “Culpa versus responsabilidad”, a hacer una “lectura y crítica parcial de Hannah Arendt” que analiza sus nociones de culpa y de responsabilidad para retomar y defender una teoría de la acción política como responsabilidad colectiva.
Young comienza el texto explicitando la pregunta que motivó este estudio en particular y a la cual Arendt no habría sido muy receptiva: “¿cómo deberíamos pensar los agentes morales sobre nuestra responsabilidad en relación con la injusticia social estructural?”.27 Young se concentra en el análisis de Arendt sobre la conducta de individuos y grupos durante el nazismo, cuando no existía una zona neutral ni la posibilidad de vivir una vida desentendida de las cuestiones políticas. La propuesta de Young, a partir de Arendt, es entender la responsabilidad política como: “[un] deber que tienen los individuos de asumir posturas públicas sobre acciones y eventos que afectan a amplias masas de personas y de intentar organizar la acción colectiva para prevenir el daño masivo y para promover el cambio institucional hacia una situación mejor”.28
Arendt está en contra de la culpabilidad colectiva porque esta última negaría la responsabilidad. Una de las interpretaciones erróneas de la banalidad del mal es asumir que la banalidad califica a los actos de Eichmann y no al mal, lo que exculparía a Eichmann como un engranaje en un sistema criminal o que sólo siguió órdenes. En su reporte sobre el juicio en Jerusalén, ella deja muy clara su postura sobre la responsabilidad:
Si el acusado se ampara en el hecho de que no actuó como tal hombre, sino como un funcionario cuyas funciones hubieran podido ser llevadas a cabo por cualquier otra persona, ello equivale a la actitud del delincuente que, amparándose en las estadísticas de criminalidad -que señalan que en tal o cual lugar se cometen tantos o cuantos delitos al día-, declarase que él tan solo hizo lo que estaba ya estadísticamente previsto, y que tenía carácter meramente accidental el que fuese él quien lo hubiese hecho, y no cualquier otro, por cuanto, a fin de cuentas, alguien tenía que hacerlo.29
Nada obligaba a Eichmann a actuar de esa manera y Arendt da varios ejemplos de resistencia al interior del régimen nazi para mostrar que, aunque la acción política está muy limitada en un Estado totalitario, la resistencia y la conciencia no lo están. Para Arendt, la acción política puede contrarrestar la inercia del sistema.30 Si bien los crímenes de Eichmann u otros durante el tercer Reich eran legales, eso no dispensaba de la necesidad de juzgar sobre lo justo y lo injusto:
En estos procesos, en los que los acusados habían cometido delitos ‘legales’, se exigió que los seres humanos fuesen capaces de distinguir lo justo de lo injusto, incluso cuando para su guía tan solo podían valerse de su propio juicio, el cual, además, resultaba hallarse en total oposición con la opinión, que bien podía considerarse unánime, de cuantos les rodeaban.31
Este párrafo explica una de las acepciones de la banalidad del mal: la irreflexión. Es respecto de las opresiones y de la marginación social cotidianas, más que solamente respecto de actos que relacionaríamos con el mal como el genocidio o la creación de las fábricas de la muerte, donde aparece esa necesidad normativa de reflexionar para juzgar y de detectar la injusticia estructural allí donde todo sucede dentro de los parámetros de la legalidad. Es importante recordar aquí que el juicio en Arendt no es un ejercicio individual; por el contrario, al estar basado en el juicio reflexionante kantiano, se orienta hacia la comunicabilidad.32 De hecho, en su última obra inconclusa La vida del espíritu, Arendt confiesa que su preocupación por las actividades del espíritu surgió cuando asistió al juicio contra Eichmann y que acuñó el concepto de “banalidad del mal” para relacionar el mal con la falta de pensamiento, es decir la irreflexión33 y, finalmente, con la incapacidad de juzgar moralmente sobre el bien y el mal. En su respuesta a la carta que Gerschom Scholem le envía el 23 de junio de 1963 para expresarle su inconformidad con el término, ella le responde: “Ahora, en efecto, opino que el mal no es nunca ‘radical’, que sólo es extremo, y que carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie”.34
Esto aclara aún más la noción de ‘banalidad’ que califica al mal. Por un lado, denota la falta de profundidad, una falta de origen (por esto es que abandona ‘radical’ y adopta ‘banal’ como atributo de ‘mal’). Su segunda acepción es la irreflexión. El tercer sentido, el más importante, es el de hacer superfluos a los seres humanos. Este es un proceso que se inicia con la pérdida de los derechos civiles y termina anulando la espontaneidad necesaria para la acción política:
Matar en el hombre a la persona jurídica. Ello se logra, por un lado, colocando a ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través del instrumento de desnacionalización, al reconocimiento de la ilegalidad; ello se logra, por otro lado, situando al campo de concentración fuera del sistema penal normal y seleccionando a sus internados fuera del procedimiento judicial normal en el que a un delito definido corresponde una pena previsible.35
En un segundo momento, ocurre el asesinato de la persona moral, para el que Arendt pone el ejemplo de la madre griega que debe elegir entre uno de sus dos hijos. Un tercer momento es aquel por el cual se cancela ‘la singularidad de las personas’, cancelación que a su vez implica la pérdida de la libertad como espontaneidad y que reduce a todas y cada una de las personas a una identidad inmutable de meras reacciones. Estos rasgos de la noción de superficialidad son, creemos, muy fértiles a la hora de pensar la banalidad de la injusticia.
La banalidad de la injusticia
¿Equiparamos mal e injusticia al hablar de banalidad de la injusticia? Podríamos decir que la diferencia entre uno y otra está en que la injusticia es sistémica y no refiere meramente a la coacción violenta sino a prácticas sociales cotidianas que son estructurales y “no tanto el resultado de las elecciones o políticas de unas pocas personas”.36 Como lo define Iris Marion Young en su texto “Las cinco caras de la opresión”, el sentido de la injusticia estructural como opresión cambia con los movimientos sociales de los años sesenta y setenta para referirse:
A las grandes y profundas injusticias que sufren algunos grupos como consecuencia de presupuestos y reacciones a menudo inconscientes de gente que en las interacciones corrientes tienen buenas intenciones, y como consecuencia también de los estereotipos difundidos por los medios de comunicación, de los estereotipos culturales y de los aspectos estructurales de las jerarquías burocráticas y los mecanismos del mercado.37
Ciertamente, en el caso particular de los crímenes cometidos por Eichmann no podemos hablar de injusticias estructurales por la cuales un grupo oprime de manera pasiva a otro grupo. Nuestra intención es antes bien relacionar la noción de banalidad de Arendt con la injusticia entendida en términos estructurales para iluminar una noción de responsabilidad política que sirva para entender la acción política como transformativa de las condiciones estructurales de la injusticia.
La idea de que las injusticias son estructurales parecería hacer desaparecer la noción de responsabilidad tanto individual como colectiva. Al hablar de banalidad de la injusticia se puede pensar en daños cuyos culpables son difíciles de identificar pero que se constatan de manera persistente para ciertos grupos sociales. Veamos por qué una visión de la injusticia como banal no quita responsabilidad, sino que, por el contrario, resalta el carácter político de la responsabilidad que tenemos por las injusticias.
Hay una responsabilidad política en Arendt que Iris Marion Young considera útil para pensar la responsabilidad en relación con la injusticia estructural y con la acción transformativa. El totalitarismo sucede en gran medida por un proceso de destrucción del espacio público, una cancelación que es producto de coartar la acción conjunta de las personas por medio de aislar a los sujetos los unos de los otros. Es un hecho que Young reconoce que “la injusticia estructural no es tan horrible como un genocidio perpetuado de forma sistemática”.38 Sin embargo, hay una legalidad de la explotación económica, de la marginación social, del imperialismo cultural, de la carencia de poder y de la violencia hacia ciertos grupos sociales que está arraigada en las estructuras sociales y en las instituciones.39 Por esta legalidad de la injusticia la mayoría de las personas no se siente ya no solo culpable, sino que tampoco se siente ni se hace responsable. Al mismo tiempo, estas formas estructurales de la opresión tienen como efecto la marginación política, la exclusión del espacio público por medio de la expulsión de los marcos de audibilidad y de inteligibilidad.40 Este silenciamiento o, mejor dicho, esta inaudibilidad, produce una superficialidad en el sentido que reseñamos antes: una pérdida de los derechos civiles, si bien no de jure, sí de facto, que conlleva una merma en la capacidad para la acción política efectiva y, finalmente, una supresión de la espontaneidad que es la condición para la acción política que pueda romper la inercia del statu quo injusto. En los cinco ejemplos que Marion Young da de opresión, hay un atropello de la singularidad que resulta de la natalidad y esta falta de reconocimiento tanto cultural como individual conduce a un silenciamiento y a la marginación. Young enfatiza la peligrosidad de la marginalización política: “La marginación es tal vez la forma más peligrosa de opresión. Una categoría completa de gente es expulsada de la participación útil en la sociedad, quedando así potencialmente sujeta a graves privaciones materiales e incluso al exterminio”.41
Ciertamente, no podemos equiparar las democracias liberales ni la opresión cotidiana que en ellas se vive al totalitarismo, a eso que Arendt llama la ‘dominación total’ y que culmina con los campos de exterminio. No obstante, podríamos decir de las injusticias estructurales, como decía Jaspers sobre el mal (frase que Arendt le retransmite a Scholem), que son un hongo que invade todo. El carácter estructural de la injusticia se refuerza en cada acto cotidiano, de ahí su banalidad, en la iteración de acciones irreflexivas no sólo en apariencia inocuas, sino además revestidas de virtud y de legalidad. La banalidad de la injusticia se reproduce también por efecto de un déficit moral y epistémico que obtura la posibilidad misma de detectar las maneras en las que incurrimos en injusticias y daños al actuar en contextos configurados por varios sistemas de injusticias solapados. Siguiendo a Arendt, Young orienta la responsabilidad por la justicia a la acción y no a la acción sin más, sino a la acción transformativa de las condiciones estructurales bajo las cuales la injusticia puede ocurrir en primer lugar. Esta acción responsable orientada al futuro sólo puede ser colectiva, es decir organizada, sin que esto implique que el deber de transformar una realidad injusta no recaiga también en individuos.
El punto más importante al que llega Young de la mano de Arendt es, a nuestro juicio, que la desmovilización y la desactivación de cualquier acción política organizada para oponerse a la consecución de las fábricas de muerte de un régimen estatal determinado fue producto también de una falta de responsabilidad política por parte de muchísimas personas del colectivo nación alemana que stricto sensu no tienen culpa por los crímenes del nazismo. La desactivación de la acción política estuvo también en quienes decidieron no contribuir con los actos criminales (por ejemplo, prefiriendo dejar un cargo en la Universidad antes que jurar fidelidad al régimen), pero que incluso tomando estas decisiones éticamente admirables no llegaron a hacerse cargo del imperativo de la responsabilidad política. Este imperativo les requería organizarse políticamente con otras personas para impedir que se llevaran a cabo los crímenes, pero en su lugar se contentaron con actuar de manera tal que su conciencia moral individual estuviera tranquila y libre de culpa. La resistencia política, subraya Young, es diferente de la negativa moral a ser cómplice de un crimen.
Lo opuesto a la banalidad de la injusticia es la responsabilidad política por la injusticia. Pensamos que la tematización de la injusticia como a la vez banal y estructural permite percibir de manera más clara la dimensión política de nuestra responsabilidad por ella y remarcar que esta responsabilidad tiene una doble pertenencia individual y colectiva. Se puede estar a la altura que demanda esa responsabilidad por la injusticia estructural actuando en la comunidad política (no meramente en la estatalidad) de manera articulada para transformar la realidad.